La increíble historia del juez Acuña. Alejandra Matus
Juez Mario Acuña Riquelme
Este artículo es
un extracto de El libro negro de la justicia chilena (Planeta, 1999). Por esta
obra Alejandra Matus debió pedir asilo en Estados Unidos luego que la Corte
Suprema ordenara su detención y la requisición del libro un día antes de que
saliera a las librerías.
Todos los días, a
las siete de la tarde, El Lito tomaba su desvencijada bicicleta y se iba a
pasear por el camino alto, que da a Pisagua Viejo, hasta llegar al centro del
cementerio. Ángel de la Cruz Venegas, El Lito, era bien conocido en ese
desértico pueblo a orillas del mar, entre Arica e Iquique. Aseaba el retén de
Carabineros en que trabajaba su hermano, el sargento Juan de Dios de la Cruz.
Pese a que arrastraba una condena de presidio de cinco años y un día por
“hurtos reiterados”, El Lito podía recorrer el pueblo sin problemas. En pleno
Estado de Sitio, a él nadie le impedía llegar al cementerio.
Un día vio “a
varias personas que corrían y les disparaban por la espalda. Estas eran como
tres personas y luego que les dispararon, los ensacaron (...) Las personas que
dispararon eran militares. También vi, en una ocasión, que en la Gobernación a
varios detenidos les sacaban las uñas. Recuerdo que Mario Acuña, a quien ubico,
era quien daba las órdenes”.
Se refería al
juez Mario Acuña Riquelme. Este personaje inició su carrera en Santiago, y de
su paso por los tribunales de San Miguel quedó la memoria de grandes defensores
y severos detractores suyos. Había quienes lo calificaban de “brillante”, pero
la Corte Suprema acogió reclamos por su mala gestión y lo trasladó a Iquique al
comenzar los ‘70.
Abogados que lo
conocieron como titular del Primer Juzgado de la capital nortina afirman
haberlo visto varias veces borracho en su oficina. Muchas otras cosas vieron.
El Consejo de Defensa del Estado incluyó su nombre, junto al del presidente de
la Corte iquiqueña, Ignacio Alarcón y otros importantes magistrados, como parte
de una lista de jueces vinculados con el narcotráfico.
En 1972, tras
recibir la queja del CDE, la Corte encomendó al ministro Enrique Correa Labra
que se trasladara al norte a investigar. El magistrado contó con la ayuda en
Iquique del abogado Procurador Fiscal (el representante del CDE), Julio Cabezas
Gazitúa. En Santiago, con la del abogado Manuel Guzmán Vial. Agentes del Departamento
de Investigaciones Aduaneras (DIA), entre otras entidades, también habían
reunido información sobre los magistrados mientras buscaban desbaratar una red
de tráfico de drogas y contrabando entre Chile y Bolivia.
Correa Labra
estuvo ocho meses en el norte. Al volver, emitió un grueso informe y la Corte
Suprema intervino destituyendo al presidente de la Corte iquiqueña y al fiscal
de ese tribunal, Raúl Arancibia. Otro grupo, probablemente para no generar un
escándalo, solo fue trasladado o amonestado.
Acuña se salvó.
Sin embargo, el magistrado sabía perfectamente que el abogado Cabezas había
sido el promotor de las acusaciones en su contra y que todavía le quedaba carga
por usar.
Cabezas —45 años,
casado, cuatro hijos— era considerado un abogado brillante, un funcionario de
“dedicación ejemplar”, que actuaba además como jefe del Servicio de Asistencia
Judicial en Iquique.
En 1973, Cabezas
y el director de Odeplán, Freddy Taberna, tenían pruebas suficientes de los
vínculos de Acuña con los dos poderosos narcotraficantes que dirigían las
operaciones de tráfico y contrabando entre Chile y Bolivia y que, por su peso
económico, incluso habían llegado a ser miembros de la Cámara de Comercio de
Iquique: Nicolás Chánez y Doroteo Gutiérrez.
Ambos
transportaban diariamente desde Santiago al norte toneladas de azúcar, café,
harina, conservas, mantequilla, medias, ropa y medicinas, entre otros productos
obtenidos ilícitamente. Era el tiempo de las colas y la escasez bajo el
gobierno de la Unidad Popular.
Los camiones con
la carga prohibida se dirigían a dos pueblos limítrofes: Cancosa y Colchane.
Las inmensas bodegas en que la mercadería era almacenada dominaban el paisaje
de ambos caseríos, cuyas poblaciones sumadas no llegaban a los 150 habitantes.
En la frontera, los chilenos entregaban los insumos a traficantes bolivianos,
quienes les pagaban con grandes cantidades de cocaína semielaborada. Los
alimentos y medicinas se iban a Oruro y luego eran distribuidos en Santa Cruz y
La Paz. El sulfato de cocaína era internado en Iquique para su elaboración.
Antes del 11 de
septiembre, Chánez y Gutiérrez fueron detenidos repetidamente por contrabando y
narcotráfico, pero obtuvieron la libertad con facilidad gracias a sus vínculos
con el ministro Ignacio Alarcón, el juez Acuña y su actuario Raúl Barraza. Este
último había sido descubierto in fraganti por la policía trabajando de noche en
el procesamiento de la cocaína en un laboratorio que tenía en su propia casa,
en Wilson 151.
Su superior, el
juez Acuña, fue vinculado por la investigación policial con la gestión del
laboratorio. Pesaban en la carpeta que el CDE tenía sobre el magistrado otro
tipo de corruptelas. Se comprobó que desde mayo de 1970 el magistrado cobraba
asignación familiar por su cónyuge, aunque esta no tenía derecho a ella, pues
era funcionaria de la Corfo. Además, había informado al Servicio de Impuestos
Internos que su esposa no trabajaba, con el solo fin de rebajar el pago de
impuestos.
Pese a sus
antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para que, inmediatamente
después del 11, se constituyera como fiscal en los Consejos de Guerra en el
norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la nueva investidura.
Acuña adquirió en
forma fraudulenta varios automóviles, haciendo uso de una franquicia que por
entonces era derecho exclusivo de los residentes en Arica. Y pagó parte de uno
de esos vehículos con un cheque del comerciante Raúl Nazar, que estaba
encausado por estafa en su propio tribunal y que quedó libre “por falta de
méritos” justo después de extender ese documento.
El magistrado
recibió regalos de navidad, ante testigos, de otro conocido narcotraficante
iquiqueño, Francisco Manríquez Valenzuela, “El Gallina”.
El abogado Julio
Cabezas sabía también, y lo informó a la Corte Suprema, que el 7 de abril de
1972, el juez Acuña viajó junto al narcotraficante Pascual Gallardo a Santiago
y que ambos abordaron un vehículo que los esperaba en el aeropuerto Pudahuel,
con destino desconocido.
Gallardo había
sido inculpado como parte de una banda de narcotraficantes descubierta en 1969
en una causa que tuvo en su poder el juez Acuña. Poco después, sospechosamente,
se presentó en Santiago una querella por estafa en contra de uno de los
encausados. Eso significaba que el proceso por narcotráfico debía salir del
tribunal iquiqueño y ser enviado la capital.
En el viaje, el
actuario designado para trasladar el expediente lo perdió sin explicación
plausible. Ya no importaba mucho. Los documentos que inculpaban a Gallardo se
habían extraviado antes, desde las propias oficinas del juzgado iquiqueño.
Gallardo nunca fue procesado.
Pese a sus
antecedentes, la Corte Suprema autorizó al juez Acuña para que, inmediatamente
después del 11, se constituyera como fiscal en los Consejos de Guerra en el
norte grande. Al personaje le gustó, por supuesto, la nueva investidura. El
mismo día del Golpe llegó vestido con uniforme de comando al tribunal, que
siguió atendiendo paralelamente por un breve lapso. En ese período, sus
subalternos también debían lucir trajes militares cuando lo acompañaban a la
“fiscalía”.
El juez Acuña fue
uno de los pocos magistrados elegidos para tan inusual misión y él iba a
aprovecharlo. Mediante llamados radiales, el abogado Julio Cabezas fue
convocado por bando para presentarse ante las nuevas autoridades militares
junto a los más importantes dirigentes políticos de la zona. Cabezas, que no
tenía militancia política ni “tendencia revolucionaria alguna”, se autodefinía
entonces como simpatizante DC y, como tal, había sido un opositor al gobierno
de Allende. Pero su nombre, para extrañeza de abogados y jueces, se repetía por
las radios junto al de los máximos jerarcas de la Unidad Popular.
El 14 de
septiembre, terminado el toque de queda absoluto, el profesional decidió
entregarse. Ese día se reunió con un grupo de ocho profesionales que hacían su
práctica profesional en el Servicio de Asistencia Judicial. En el segundo piso
de los tribunales iquiqueños, Cabezas dio tareas a sus alumnos.
Entre ellos
estaban el actual (1999) ministro de la Corte ariqueña Javier Moya y los
abogados Valdemar de Lucky, Juan Rebollo, Ernesto Montoya, Enrique Castillo e
Ismael Canales.
—Yo vengo luego.
Sigan con los casos, que voy a revisar lo que han hecho a la vuelta —les dijo.
Cabezas no dejó
reemplazante. Con una frazada en un brazo y un chaquetón de castilla en el otro
salió caminando hacia la Sexta División de Ejército. Algunos de sus alumnos
—con quienes le gustaba tener irónicas discusiones intelectuales, pues los
jóvenes eran mayoritariamente partidarios de la UP— lo acompañaron hasta la
puerta del regimiento. El abogado creía que su nombre había sido incluido por
error y que quedaría libre de inmediato.
El error era
suyo.
Fue hecho
prisionero y trasladado al campamento en Pisagua. Sus celadores lo golpearon
mientras permanecía colgado, le quemaron la piel con cigarrillos, lo lanzaron
desde un cerro encogido dentro en un barril sin tapas, le quebraron un tobillo,
le hicieron fusilamientos falsos. Cabezas presintió su muerte. Logró enviar un
mensaje a Santiago pidiendo la intervención de sus colegas del Consejo de
Defensa del Estado. La mayoría de los consejeros del CDE estaba en la oposición
al gobierno de Allende y apoyaban la intervención militar, pero acogieron su
súplica, pues sabían que Cabezas no era izquierdista.
Manuel Guzmán
Vial fue el encargado de redactar un oficio al Jefe de Zona en Estado de
Emergencia en la zona de Tarapacá, general de brigada Carlos Forestier. El
documento daba cuenta de la excelente calidad profesional del representante del
CDE en Iquique y de sus cualidades como un hombre “de paz”. Forestier no
respondió.
El 10 de octubre
el nombre de Julio Cabezas apareció en un nuevo comunicado. Esta vez, en una convocatoria
a Consejo de Guerra.
El Colegio de
Abogados había establecido un sistema de defensa gratuito para los prisioneros
y le nombró un representante: su propio alumno en el consultorio jurídico,
Ernesto Montoya. El joven viajó en una avioneta militar a Pisagua.
La nave partió a
las 19 horas. El Consejo estaba fijado al día siguiente, el 11 de octubre, a
las cinco de la madrugada. El joven
abogado esperaba poder entrevistarse con su profesor, pero se le dijo que
estaba incomunicado. Quiso ver el expediente, pero los militares estaban
cenando. Solo pasadas las 23 horas y por diez minutos, se le permitió examinar
unas hojas que parecían ser una confesión de Cabezas ante el fiscal Acuña. Los
papeles decían que Cabezas admitía su vinculación con el Plan Zeta (que luego
se demostraría inexistente) y con el acopio de armas.
Montoya intentó
una defensa. Alegó con vehemencia, pero los militares estaban borrachos y
permanecieron indiferentes a sus argumentos. El Consejo de Guerra condenó a
Cabezas a la pena de muerte.
“El día 12 de
octubre de 1973 me tocó a mí el turno para ser interrogado y fui, igualmente,
golpeado, sometido al ‘fusilamiento simulado’ y otras torturas, estando con
la vista vendada e interrogado por el
fiscal Acuña”.
El capellán de Pisagua
se acercó a Montoya y le confesó que Cabezas ya estaba muerto. El abogado no
quería creerlo, pero hacia fines de los 70, ante insistentes gestiones de la
familia, las autoridades militares extendieron documentos oficiales en que
reconocían la fecha real de la muerte y decían que Cabezas fue “ajusticiado”
por “alta traición a la Patria” el 10 de octubre, junto a otros cuatro
detenidos.
El expediente del
supuesto Consejo de Guerra nunca apareció. En 1990 el cuerpo de Julio Cabezas
fue hallado en las fosas clandestinas descubiertas en Pisagua. Otra vez el
abogado Montoya estuvo junto a su exprofesor. Como abogado del arzobispado,
acompañó a los profesionales de la Vicaría de la Solidaridad que lograron la
ubicación de las osamentas.
También murió en
Pisagua el exdirector de Odeplán, el socialista Freddy Taberna, quien había
investigado al juez Acuña junto a Cabezas. No fueron los únicos. Dos
funcionarios del Departamento de Investigaciones Aduaneras (DIA) fueron
ejecutados en el mismo campamento. Justo antes del Golpe de Estado, el DIA
estaba precisamente tras los pasos del contrabando de cocaína por el corredor
Oruro-Iquique. Ya entonces los profesionales, motejados por La Tercera como los
“intocables chilenos”, creían que Chile se estaba convirtiendo en un “pasillo”
para el contrabando del clorhidrato.
El grupo aduanero
actuaba en coordinación con la agencia estadounidense antinarcóticos (DEA) y
varios de sus miembros fueron entrenados en Estados Unidos, como parte de una
de las pocas áreas de cooperación entre ambas naciones, cuando en Chile
gobernaba Allende y en el país norteamericano, Richard Nixon. El Golpe
sorprendió en el norte a unos ocho agentes de este servicio. Entre ellos, Juan
Efraín Calderón, militante socialista, quien fue ejecutado en un supuesto
intento de fuga, junto a su colega y amigo, Juan Jiménez, pese a las
intervenciones en su favor del delegado de la DEA en Chile, George Frangullie.
El cuerpo de
Calderón apareció en las fosas en Pisagua amarrado de pies y manos y con una
venda sobre los ojos. Testimonios de otros ex prisioneros permitieron
determinar que los agentes no intentaron huir, sino que fueron escogidos de
entre los presos para ser fusilados, sin expresión de causa.
Un grupo de
narcotraficantes, que había formado parte de las investigaciones de la DIA, la
policía y el CDE en los 70, también fue capturado en la asonada militar. Los
detenidos, acusados de delitos comunes, fueron trasladados a Pisagua junto al
resto de los prisioneros políticos. En el campamento, controlado en buena parte
por el fiscal Acuña, recibieron un trato especial. Pero solo por un tiempo.
En este grupo
figuraba Francisco Manríquez, “El Gallina”, quien había hecho regalos de
Navidad a Acuña, y el poderoso Nicolás Chánez, la cabeza visible de opulenta
red de narcotráfico Oruro-Iquique, varias veces liberado gracias a la
benevolencia de los tribunales. Junto a ellos cayeron prisioneros Hugo
Martínez, Juan Mamani y Orlando Cabello.
José Ramón
Steinberg, médico cirujano, reveló lo siguiente: “En el mes de enero de 1974
llegaron a Pisagua diez personas de quienes se nos dijo eran traficantes de
drogas. De estos diez, nueve fueron fusilados por el fiscal Acuña y su equipo
integrado por los militares Aguirre, Fuentes y el carabinero Barraza y el
teniente Muñoz. Estos fueron fusilados en el cementerio de Pisagua, siendo
conducidos hasta ese lugar en un jeep militar, lo que yo vi y me consta por la
información que me dio uno de los practicantes, quien me dijo que los mataban
de a dos y esto lo presenciaban otros dos traficantes que serían fusilados
después”.
En 1990, los
cuerpos de los “coqueros” fueron encontrados junto a los de los prisioneros políticos
en las fosas en Pisagua.
El proceso
iniciado por ese hallazgo permitió conocer otras acusaciones en contra de
Acuña. El 26 de septiembre, un grupo de conscriptos allanó la casa del doctor
Steinberg. Los militares lo arrestaron diciéndole que el “fiscal” quería hablar
“unas palabritas” con él. Fue llevado al Regimiento Telecomunicaciones y luego
al campamento de Pisagua.
“El día 12 de
octubre de 1973 me tocó a mí el turno para ser interrogado y fui, igualmente,
golpeado, sometido al ‘fusilamiento simulado’ y otras torturas, estando con
la vista vendada e interrogado por el
fiscal Acuña”.
Cerca de las
cuatro de la tarde del 16 de enero de 1974, llegó a Pisagua Isaías Higueras
Zúñiga. Los uniformados a cargo del campamento le dieron instrucción militar,
obligándolo a realizar ejercicios físicos. Por la noche lo interrogaron bajo torturas.
Entre 1975 y 1976
no había quien discutiera su poder e influencia en la capital nortina. Pero el
exceso de alcohol lo enfermó de cirrosis y diabetes. Su familia lo abandonó.
Los mismos abogados que lo vieron antes en la cima del poder, se encontraban
ahora con su cuerpo alcohólico tirado en alguna calle iquiqueña.
El doctor
Steinberg recuerda que cerca de la una de la mañana del 17, fue llamado de
urgencia a la enfermería para que hiciera un chequeo médico a Higueras. Cuando
preguntó qué le había pasado al prisionero, un suboficial le respondió:
“Militarmente, se cayó”.
El médico
constató que el preso estaba sufriendo un infarto. Indicó a los enfermeros que
le inyectaran un “vaso dilatador y un tranquilizante”, pero el fiscal Acuña,
después de preguntar a los militares qué efecto tendrían esos medicamentos,
negó autorización para el tranquilizante.
—Es que tengo que
seguir interrogándolo—, explicó.
—Pero no puede
seguir interrogándolo en estas condiciones.
—El paciente debe
permanecer en reposo absoluto—, replicó el médico.
Acuña se volvió
hacia los enfermeros y les ordenó:
—Déjenlo aquí
quince minutos. Después me lo llevan a la Fiscalía.
El médico volvió
a su habitación. Cuatro horas más tarde los soldados lo despertaron otra vez y
lo llevaron a la enfermería. Higueras había muerto.
Los enfermeros
militares dijeron a Steinberg que cerca de las cinco de la mañana el prisionero
había pedido permiso para ir a orinar y que cuando volvió a acostarse, murió.
Le aseguraron que nunca lo llevaron de regreso a la fiscalía.
El doctor tomaba
constancia del fallecimiento, cuando el ex juez Acuña apareció nuevamente en la
enfermería.
—¿Qué pasa?
—Esta persona ha
muerto -, respondió el doctor.
—¿Usted sabe
cuáles son las causas?
—Tal como le dije
antes, esta persona sufrió un infarto.
—¿Usted puede
certificarlo?
—Claro..., pero
además habría que hacer una necropsia.
—No. Aquí no hay
condiciones para eso.
Steinberg
extendió el certificado de defunción diciendo que la causa inmediata de la
muerte había sido un “infarto del miocardio”, provocado por “stress físico
emocional”. Esa fue su manera científica de describir las torturas.
Hay no pocas
historias más que podrían agregarse al prontuario de este tenebroso personaje.
Terminada su
labor como fiscal, el juez Acuña se retiró del servicio y se dedicó al
ejercicio libre de la profesión. Por esos años se jactaba en el foro de su
amistad con el general Carlos Forestier —Forestier admiraba a Acuña— y con el
propio general Pinochet, asiduo visitante de Iquique.
Entre 1975 y 1976
no había quien discutiera su poder e influencia en la capital nortina. Pero el
exceso de alcohol lo enfermó de cirrosis y diabetes. Su familia lo abandonó.
Los mismos abogados que lo vieron antes en la cima del poder, se encontraban
ahora con su cuerpo alcohólico tirado en alguna calle iquiqueña.
En 1988 el juez Raúl Mena lo encargó reo por el homicidio calificado del gendarme Villegas. El abogado Montoya representó a la familia del ex prisionero de Pisagua. A Acuña lo defendió su amigo, el expresidente de la Corte iquiqueña, el destituido Ignacio Alarcón.
Cuando el caso llegó a la Corte de Apelaciones de Iquique, el tribunal nortino declaró que estaba cubierto por la Ley de Amnistía. La Vicaría de la Solidaridad presentó un recurso de queja ante la Corte Suprema, pero el proceso fue enviado a la justicia militar. Desde entonces no se ha vuelto a saber de Acuña en Iquique (falleció en 2000)). Alarcón murió en 1997.
Fue la Corte Suprema quien autorizó a los jueces ordinarios a integrar los Consejos de Guerra. El ex abogado de la Vicaría de la Solidaridad Roberto Garretón recuerda con tristeza no solo las intervenciones del temido Mario Acuña. También la del Juez de Temuco, Hugo Olate. “Hubo algunas excepciones —afirma—, como las del juez de Antofagasta Juan Sinn y la jueza de Quillota Olga Vidal, quienes, obligados a integrar los Consejos, hicieron esfuerzos por mitigar la crueldad y las irregularidades de los integrantes militares”. Otros, como Rubén Ballesteros, Berta Rodríguez, Patricia Roncagliolo, Elba Sanhueza y Mario Torres, si bien muchas veces trataron de influir para rebajar las enormes penas que proponían los integrantes castrenses de los Consejos, en los aspectos de fondo suscribieron las tesis del régimen. Particularmente la aplicación retroactiva de la ley penal, con los aumentos de pena establecidos para el Estado de Guerra, para hechos ocurridos entre el 11 y el 21 de septiembre, a pesar de que ese estado comenzó a regir solo desde el 22 de septiembre”.
Este último aspecto no es menor si se considera que cientos de personas fueron detenidas y condenadas en Consejos de Guerra por presuntos hechos ocurridos en ese breve período de diez días.