The Clinic 15 Nov, 2016
El 8 de diciembre se cumplirán 6 años de la más grande tragedia penitenciaria en Chile: el incendio en la cárcel de San Miguel. El siniestro donde murieron 81 presos es el nucleo central del relato del periodista Diego González, que acaba de publicar un libro de investigación sobre el tema a través de ediciones Vía X. A continuación un adelanto de uno de sus capítulos, donde se detalla la previa al infierno que se viviría horas más tarde.
El teniente José Hormazábal Sánchez recibió el turno a las 17:00. Tez clara, pelo corto a lo militar, cejas oscuras bien marcadas, oriundo de Cauquenes, formaba parte de la guardia nocturna. Caminó entre los sectores de ingreso a las rejas luego de tomar el relevo y dejó constancia en el Libro de Novedades que asumía la guardia como jefe a cargo. Como era ya el fin de la primavera, andaba con polera institucional color verde boldo, pantalón y bototos negros de cuero lustrados. Le acompañaban en la misión otros tres gendarmes. Su zona de acción comenzaba en la primera reja: desde las oficinas administrativas hasta las celdas. No llevaba armas, pero tenía las espaldas cubiertas por la guardia armada, la sección más militarizada de Gendarmería. Para resguardar el perímetro: seis gendarmes, quienes fusil en mano, rodeaban la cárcel.
En el piso cuarto de la Torre 5 había 146 personas distribuidas en 280 metros cuadrados, divididos en sector norte y sur, cada uno con su respectiva pieza chica, colectivo y baño. El eje de la distribución, al centro, era la caja escala enrejada que unía los diferentes niveles y que llevaba al pasillo que conectaba desde el plano con todos los edificios. En toda la Torre 5 dormían más de 400 personas.
En el lugar convivían hombres con alto compromiso delictual con otros que no tenían ninguno. En el lado sur habitaban 71 personas, la mayoría con alto y mediano “contagio criminógeno”. Entrar al ala sur significaba cruzar las telas que separaban las “casas” como si fueran los telones de un teatro privado. Dentro de ellos transcurría la vida y las meriendas en grupos que los internos llaman “carretas”, una especie de sociedad en la cual los alimentos que les llegan del exterior se comparten y racionan.
En 2010 el presupuesto para alimentación de las cárceles de Chile alcanzaba los $740 diarios por persona: en San Miguel no había comedores y las comidas se repartían desde fondos —grandes ollas— que llevaban los gendarmes hasta las entradas de los pisos para que cada interno tomara su plato y lo pusiera a disposición del cucharón. Esto ocurría solo en las horas libres, lo que quería decir que la última comida era a las cinco de la tarde. No todos seguían esta rutina. “Los vivos no comen del rancho”, es un dicho de la cárcel. También existe la creencia de que los gendarmes contaminan los alimentos. Como sea, en 2010 Gendarmería permitía que los internos se prepararan sus propias raciones con cocinillas que se encendían gracias a balones de gas disponibles en los economatos —y en algunos casos incluso con pequeñas cocinas hechizas, a leña—, todo dentro de las habitaciones donde las ventanas estaban tapadas con celosías que apenas dejaban entrar algo de luz. En ese ambiente las carretas se reunían para tomar la choca, calentar agua o lo que fuera; el humo avanzaba a través de los biombos, llevando diversos olores que se colaban entremedio de las telas y literas, salía por los pequeños espacios que dejaban las celosías y podía ser visto desde afuera por los centinelas. Los presos, sentados en pequeñas bancas, al borde de las camas o en sillas, también solían fumar.
Así, en el espacio creado a partir de los muros de hormigón, de las rejas y de las altas vigas de fierro que sostenían el techo, los presos del cuarto piso de la Torre 5 vieron que la luz eléctrica se encendía, avisándoles que ya era de noche. Las rutinas eran las habituales: aburrimiento, conversación, té, café, televisión, vidas en el futuro, hechos del pasado, recuerdos, las familias, lo que estaba afuera, los que vivían afuera, los que esperaban, más aburrimiento, televisión, conversación y repetición.
Una manera de interrumpir la abulia eran los celulares, que a pesar de estar prohibidos se ingresaban de muchas formas y se podían comprar en un mercado negro, a sabiendas de todos, incluidos los gendarmes. Si durante las redadas y allanamientos eran confiscados, rápidamente volvían a poblar escondites dentro de las casas. El valor de un celular es alto, y en numerosas ocasiones los mismos carceleros han sido sorprendidos vendiendo.
En uno de los costados de la pieza chica del cuarto piso, el interno Patricio Bastías, conocido como el “hermano Pato”, evangélico, calvo hasta la coronilla, cejas oscuras, sordo de un oído, con un seseo al hablar, estaba nervioso por un comentario que le hicieron durante la tarde en el patio: “Los van a tirar para abajo, sacarlos de la pieza chica y no dejarlos subir más”. Bastías, a diferencia de sus otros compañeros de pieza, era querido por la mayoría de los presos. Llevaba más de ocho años encarcelado y se había convertido a la religión dentro del presidio.
La advertencia resonó en la cabeza de Bastías y le advirtió a uno de sus compañeros, a Alejandro Vásquez, el María de los Perros. Este hizo como que no consideraba sus palabras. Bastías guardó silencio, recostado en su cama, inquieto. Solo quedaba aguardar a que los “otros”, los del colectivo, se decidieran a dar inicio al atentado.
A la pieza chica algunos la llamaban el “VIP”. A pesar de sus 24 m2, daba mayor privacidad y comodidades que el colectivo. Quienes llegaban a habitarla lo hacían haciéndose valer, ya fuera con su prontuario arrastrado desde el exterior (lo que llaman “el cartel”) o con influencia dentro penal. “El VIP” era un espacio para defender y atacar.
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A las 20:35, los centinelas Fernando Orrego y Francisco Riquelme se retiraron del penal y se dirigieron al casino de Gendarmería de Chile, ubicado en la comuna de San Joaquín, para cenar. A las cuatro de la madrugada les tocaba turno y no querían la comida del rancho comunitario. Por eso fueron a comer a la carta. Orrego comió un plato de carne mechada con papas duquesa y luego un churrasco italiano. Bebió un vaso de ron y también un par de cervezas. Tres horas después, los gendarmes regresaron a San Miguel y se fueron a descansar. A las cuatro de la madrugada se presentaron para tomar el relevo.
A lo largo del día, las guardias con armas rotaban para mantenerse alertas. Usualmente tenían jornada de cuatro horas de vigilancia y luego otras ocho de descanso. Los turnos se sucedían hasta por 18 días. Si es que no había suficientes gendarmes en el penal para cubrir todas las plazas que exigía la minuta, los puestos se cubrían con quien estuviera. Un gendarme de la guardia armada con licencia podía significar la extensión del horario de otro vigilante, aumentando los turnos en hasta cuatro horas de vigilancia por cuatro de descanso. En lo interno, los uniformados apuntan a una cultura del “licenciero”: sujetos que presentan licencias médicas supuestamente injustificadas. En febrero de 2010 el entonces director Luis Masferrer daba cuenta de que uno de cada diez funcionarios estaba con licencia médica, y el estrés laboral era la principal razón.
Cayó la medianoche sobre la cárcel. No hubo novedades. Siempre había ruido. Los reclusos solían llamarse a gritos, de una torre a otra, para darse avisos o proferir amenazas. La bulla terminaba convertida en un murmullo al que los celadores —y hasta los vecinos de las calles aledañas— estaban acostumbrados. Los reos primerizos, no. A ellos, durante sus primeras noches, los gritos no los dejaban dormir, los tensionaban, trastornaban su descanso y alimentaban sus imaginaciones.
A cargo de la guardia armada estaba la subteniente Edith Ramírez, de 25 años, nacida en Concepción, y de poca experiencia penitenciaria: llegó a San Miguel de inmediato tras salir de la escuela de oficiales en enero del mismo 2010. Esa noche, tal como dice el manual, la subteniente debía dejar en libertad a tres internos cuyas condenas habían terminado. Eran eso de las 00:01 a.m. cuando José Hormazábal, jefe de la guardia nocturna, entregó los internos a Ramírez para que hiciera el trámite y luego se devolvió a su puesto.
Ramírez, sin embargo, tuvo problemas. Cuatro minutos después de cruzar la puerta de la prisión hacia la libertad, uno de los tres liberados comenzó a gritar en la entrada de la cárcel por calle San Francisco, lanzó piedras a un automóvil ubicado en el estacionamiento y rompió uno de sus vidrios. El hombre no quería irse y protestaba. El vehículo era de un oficial y la situación, descontrolada, hizo que los gendarmes le reclamaran a Ramírez, pero ella argüía que no podía hacer nada, pues ahora el hombre no estaba bajo la jurisdicción de Gendarmería, sino libre. Entonces apareció de nuevo José Hormazábal, quien al ser el oficial con más experiencia dentro del penal, asumió la situación y llamó a Carabineros, quienes detuvieron al sujeto y se lo llevaron.
A los pocos instantes de ocurrido el incidente, dos funcionarios de Gendarmería que venían llegando fueron sorprendidos con una botella de ron. Hormazábal dejó su lugar de trabajo en la guardia nocturna y acompañó a la oficial Ramírez, quien les quitó la botella, para ayudarle a escribir el parte donde se consignaron ambos incidentes.
Hormazábal regresó al turno para dar la orden de que se hiciera una ronda y se revisara la población penal, la ausencia del jefe de la guardia nocturna duró dos horas. Por reglamento, él debía realizar al menos tres recorridos, pero también podía delegar en otros esa responsabilidad. De todas formas, la ronda se realizaba, como era costumbre, por el pasillo inferior de las torres. Eso bastaba para que quedara consignado en el Libro de Novedades.
En ese momento había seis gendarmes de servicio en la guardia y 22 dormían en habitaciones destinadas al descanso de ellos.
***
En el lado norte del cuarto piso de la torre cinco, Víctor Manuel, un hombre delgado, de 30 años, pelo negro rapado en los costados e hincha de ColoColo, ordenó sus cosas y su cama dentro de la pieza chica. Llevaba apenas una semana ahí y aunque originalmente debería haber estado en el tercer piso, lo enviaron al de arriba tras pasar diez días en una celda de castigo: le habían encontrado trece celulares que mantenía junto a un compañero en un refrigerador con doble fondo.
El traslado le acomodaba. Si bien el cuarto piso era más peligroso, a él no le costó adaptarse porque tenía amigos. Tenía experiencia. Estaba cumpliendo por segunda vez una condena en San Miguel. En esta oportunidad llegó por un asalto a una schopería que le significó una condena de cinco años por robo con intimidación.
Víctor Manuel se acostó poco antes de la una de la madrugada en el lado norte; igual hizo Patricio Bastías, el evangélico, quien habitaba un espacio similar, pero en la pieza chica del lado sur, a un costado de Alejandro Vásquez, el María de los Perros.
Los tres internos sabían que Gendarmería pronto cortaría la luz y se armaría un barullo dentro de las jaulas y cambiaría el ambiente. Para combatir las ansiedades que generaban las visitas del día siguiente, comenzaría el consumo: una rueda de chicha recorrería el piso. Era la costumbre.
A la una de la madrugada Gendarmería cortó la corriente eléctrica para los internos.
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El presidio es también un lugar de tradiciones. Desde el siglo XIX hasta hoy perviven prácticas y modos desarrollados por innumerables internos a lo largo de la historia. “Las carretas” son una de ellas. Otra es la preparación y consumo del Pájaro Verde, una mezcla alcohólica obtenida a partir de la fermentación de azúcar, arroz, frutas podridas y frescas, además de un químico fuerte como aguarrás, pintura o barniz, para darle mayor potencia e impacto a nivel neuronal. Luego todo se filtra. El toque final lo da un chorro de limón.
En julio de 2006, en la cárcel de Rancagua, murió un preso, otro quedó con muerte cerebral y cinco con graves daños en la tráquea por mezclar Coca-Cola con diluyente, en un intento por preparar el trago.
Aparentemente, el Pájaro Verde sigue existiendo en la cultura carcelaria chilena, aunque otra variación menos tóxica es la chicha preparada de igual forma pero sin diluyente, o con alcohol para curar heridas. Los que no quieren sufrir el estado de ánimo alterado que el alcohol produce, toman clonazepán, consumen cocaína o fuman marihuana e incluso pasta base.
Ya sin luz, apareció la chicha en el cuarto piso de la Torre 5. Los internos del ala norte y del ala sur la intercambiaban.
A eso de las 04:15 se realizó el cambio de turno de los centinelas. Seis nuevos gendarmes tomaron la guardia del perímetro. Los que quedaron más cerca de la Torre 5 fueron los centinelas José Poblete Valverde, Francisco Riquelme Lagos y Fernando Orrego Galarce; los dos últimos eran los mismos que habían salido al casino y regresado. Todos rondaban los 25 años y provenían de las localidades de Parral, Bulnes y Quilpué, respectivamente.
Momentos más tarde, José Francisco Quilodrán, el jefe de relevos de la guardia armada, dio una ronda y confirmó a la teniente Edith Ramírez el cambio de los centinelas y sus posiciones. En la Torre 5 Bastías, aunque lo intentara, no podía dormir. Recordaba la advertencia que le hicieron en el patio y que luego le confirmaron: “Les vamos a quitar la pieza chica”. Bastías giraba de un lado a otro, sin poder dormir envuelto entre el ruido y el miedo. Afuera, a cada tanto, se escuchaba un grito desgarrador que se fundía con la oscuridad. Aparecía impertinente, con fuerza, como un relámpago anuncia el estruendo:
—¡Los vamos a matar! ¡Los vamos a mataaaar!
Alejandro Vásquez remeció a Bastías y le dijo:
—Te debí haber escuchado.
FUEGO EN LA CÁRCEL DE SAN MIGUEL
Diego González
Ediciones Vía X, 2016
152 páginas
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