domingo, 6 de noviembre de 2016

Cuento: Los Mayas.


Texto: Mercedes de la Garza
Ilustración: Arnaldo Coen

Bajo la luz de la luna, pirámides y grandes templos alzaban sus siluetas.
En los obscuros palacios dormían los sacerdotes y los gobernantes.
Árboles inmensos, como centinelas nocturnos, rodeaban el lugar.
Un grupo de chozas bordeaban el centro ceremonial, en una de ellas,
a través de las paredes de bajareque, se veía la luz rojiza de las brasas.

Todavía no había salido el sol cuando, en esa choza, el padre se levantó y avivó el fuego.
Sacudió el hombro de su hijo para despertarlo.
Acarició la frente de la mujer acostada y preguntó:

—¿Todavía no?
—No, pero regresa pronto —dijo ella.

Padre e hijo, vestidos con sus taparrabos, su manta y sus sandalias,
salieron de prisa a trabajar al campo.
Con las primeras luces del amanecer, quetzales y colibríes comenzaron a revolotear.
El aleteo de las garzas y los faisanes,
el paso sigiloso de los venados y los chillidos de los monos, daban la bienvenida al sol.

En la casa, mientras tanto, la madre apuró a las niñas para que molieran el maíz,
limpiaran los frijoles y dieran de comer a los guajolotes.

Ella misma preparó el guisado para cuando los hombres regresaran del campo.

Poco después de la comida, de pronto, con voz firme ordenó:

—Hija, haz prisa, corre por la partera, ha llegado el tiempo.

Ansiosos, todos esperaban el alumbramiento.

Cuando la partera recibió al recién nacido,
apoyó el cordón umbilical sobre una mazorca y lo cortó con un cuchillo nuevo de pedernal.
Por las caras sonrientes era fácil saber que todo había salido bien.
La partera bañó al bebé en una fuente de agua pura.
Después arrojó allí los objetos usados durante el parto.
El padre tomó unos granos de mazorca y los sembró; de ellos saldría el primer alimento.

Otros granos los guardaría cuidadosamente para que el mismo niño los plantara cuando fuera grande,
y unos más fueron reservados para el sacerdote.
Cuando tenía apenas cinco días de nacido, le colocaron al niño unas tablillas en la frente y en la nuca.
Las tendría puestas por unos cuantos días para deformarle el cráneo, pues, según ellos, así se vería más hermoso.
Un sacerdote le puso por nombre el del día de su nacimiento.
Cuatro era un número mágico que simbolizaba muchas cosas, entre ellas las cuatro esquinas de la milpa.

Por eso, cuando el niño cumplió cuatro meses hicieron la ceremonia del hetzmek.

El padrino lo cargo sobre su cadera y le mostró los objetos que utilizaría cuando fuera más grande.

Pero si hubiera sido niña, el hetzmek se habría celebrado a los tres meses,
porque tres eran las piedras que sostenían el comal, que representaba las tareas femeninas. Siguieron muchas fiestas con cada nueva hazaña del niño:

El primer bocado,
los primeros pasos,
sus primeras palabras y
el primer corte de cabello.

A los tres años, le pegaron sobre la cabeza una piedrecita que usaría durante toda su infancia.
A las niñas les ataban una concha roja sobre el pubis.

El niño quería ser grande. Al fin cumplió 12 años.
Ya estaba preparado para tomar parte en el Caputzihil,
la fiesta del "nacer de nuevo"
que iniciaba a todos los jóvenes y jovencitas de entre 12 y 14 años de edad, en la vida adulta.

El padrino, para purificarlo, le colocó un paño blanco sobre la cabeza,
le salpicó con agua la cara y entre los dedos de los pies y de las manos.
Luego el sacerdote le despegó la piedrecita.

Las madres, por su parte, les quitaban la concha a las niñas.

A todos les fueron poniendo el nombre de sus padres.

Las niñas continuarían viviendo en sus casas, pero el niño tuvo que despedirse de la familia.

Ahora, hasta que contrajera matrimonio,
viviría en una casa para jóvenes donde se perfeccionaría en el aprendizaje de algún oficio,
así como en los deberes religiosos que había empezado a aprender de niño en la casa paterna.
Oraría y ayunaría periódicamente.

Aprendió a hacer ofrendas de incienso, animales y comida.
También de su propia sangre extraída de orejas, dedos y otras partes del cuerpo.
Desde niño le habían enseñado a soportar el dolor y el significado del sacrificio.
Cuando cumplió 20 años, su padre le eligió una joven del mismo nivel social.

El casamentero hizo los acuerdos con la familia de la novia.

El novio, acompañado por sus padres, visitó una y otra vez la casa de sus futuros suegros
y llevó como regalos mantas, cacao, maíz, algodón, piedras y plumas.

El día elegido por el sacerdote para la boda,
un anciano bendijo a la pareja y les aconsejó llevar una vida recta.
Hicieron un gran festejo.

Unos meses después del casamiento, la muerte del abuelo entristeció a todos.

Las ceremonias de los funerales fueron muy impresionantes.

Enterraban al difunto con su plato predilecto,
sus adornos, su jícara labrada y su ropa más fina,
para que lo acompañaran en su viaje al otro mundo.


Según la creencia, allí se reuniría con el dios de la muerte.

Pero la vida siguió su curso.
La época de cosecha había terminado.
Junto con otros jóvenes le tocó dedicarse a la construcción de un templo
para ampliar el centro ceremonial que conoció de niño.
Sus mayores estaban terminando un palacio, los baños de vapor y
la futura tumba secreta para el gobernante.
¡Cómo le hubiera gustado estar junto con sus amigos trabajando en la cancha para el juego de pelota!
Todas las mañanas, camino a las obras,
se detenía un momento a contemplar el trabajo de los escultores que tallaban en piedra,
relieves y jeroglíficos que narraban las historias de los gobernantes.

Cuando el palacio quedó terminado, entraron los pintores muralistas,
quienes empezaron a decorarlo hasta el techo con escenas religiosas y de la vida diaria.

De regreso a su casa, le daba gran gusto ver tantas construcciones bellamente adornadas.
Era la obra de todos. Era suya y sería de sus hijos.

Él y todos los que con sus manos habían creado el esplendor y la belleza del centro ceremonial,
veían a lo lejos a los dirigentes ataviados con grandes penachos de plumas,
joyas y flores, que infundían respeto y admiración a su paso.

Después del trabajo en la construcción, regresó cansado a su choza.

Mientras comía con su mujer,
platicaron de los manjares que estarían comiendo los sacerdotes y los gobernantes.

Contempló a su hijito dormido y lo imaginó crecido, campesino como él.

Él no conocía otra cosa que su pueblo.
Tal vez el pequeño llegara a ser cargador de mercaderías de algún comerciante y le tocara conocer tierras lejanas

Los comerciantes, al igual que los gobernantes y los sacerdotes, formaban parte de la nobleza.

Iban de una comunidad a otra llevando los productos de intercambio.

—Te cambio la carga de frijoles por dos mantas —decía alguien.

El vendedor calculó: "Cada manta representa un mes de trabajo,
por lo que vale tres puñados de granos de cacao.
Entonces me cambia los frijoles por seis puñados de granos de cacao".

—Sí —dijo— acepto el trueque.

¡Qué elegantes se veían los comerciantes con sus bastones y sus abanicos,
los emblemas de su profesión!
A veces, cuando sus servidores los llevaban en andas, destacaban mucho.
La gente se interesaba en sus mercancías, pero a la vez los temían.

Sabían que se fijaban en todo y, al regreso,
les contaban a los gobernantes lo que habían visto y oído sobre asuntos políticos.

Los gobernantes estaban muy pendientes de esta información
y listos para salir a luchar contra otros pueblos de Mesoamérica.

Cada vez que había una revuelta en la propia comunidad,
ellos, ayudados por jefes menores, la aplastaban.

Los sacerdotes se encargaban después de explicar en discursos públicos lo que había pasado.
Eran los más sabios y los únicos que sabían leer y escribir.

El niño le preguntó a su papá que por qué el sacerdote principal se llamaba Ahau-can.

El padre le explicó que ese nombre significa "Señor Serpiente", por lo temido y poderoso.
Observan las estrellas —continuó—.
Allí, en la piedra, han escrito su sabiduría sobre el movimiento de las ellas y cómo contar los días.
Saben mucho, hijo, y hay que obedecerles siempre.

—Y ¿ellos saben cómo es el mundo?

—Sí, claro. Ellos dicen que la Tierra está cargada por un gigantesco monstruo parecido a un cocodrilo que flota sobre el agua.

La Tierra es plana y tiene cuatro partes.
Debajo de ella está el inframundo, donde vive Ah Puch, el dios de la muerte.

Los cielos están sostenidos por los Bacabes, que son los dioses de los cuatro puntos cardinales.

Los dioses fueron quienes crearon para nosotros, los hombres, este mundo;

y nuestros antepasados fueron hechos con masa de maíz.

En ese momento, se detuvo frente a la choza un Ah-men.
Lo llamaban así, "el que comprende", porque era un sacerdote médico.

—¡Qué gusto de verte bien! Las hierbas que te di te sanaron, ¿verdad?
—Sí; ¿todas las enfermedades las curas con hierbas?
—No, porque no todas vienen de lo mismo.

Algunas veces te enfermas por frío o por calor.

También hay enemigos que causan daños.
Y puede ser que el enfermo se haya portado mal.

Según los casos, tengo que hacer sangrías en las partes enfermas
o aplicar medicinas que obtengo de animales,
o bien, pronunciar ciertas palabras sagradas.
Pero ahora voy de prisa, porque estamos en vísperas de la fiesta.
Nos veremos.

Al día siguiente, la familia, vestida con sus trajes de gala,
se reunió con los demás pobladores, cerca del cenote.
El perfume del incienso de copal se sentía desde lejos.
Multicolores banderas de papel acompañaban la procesión.
Los danzantes y los acróbatas hacían suertes alrededor de esa agua bendita
que consideraban regalo de los dioses.

De pronto, se hizo un silencio sepulcral.

El Señor Serpiente aventó al cenote a un joven,
para que su sacrificio sirviera de alimento al dios de la lluvia.

Todos esperaron la respuesta que vendría de las profundidades del agua
y pidieron que terminara la sequía.

Luego arrojaron al cenote las banderas de papel,
pelotas de hule, preciados adornos de oro y sus cántaros.
Al mismo tiempo, frente a una gran pirámide, en el altar de los sacrificios,
los brazos del sacerdote se elevaban chorreando sangre del corazón humano que,
junto con frutos y animales, eran parte de la ofrenda.

Tal vez una copiosa lluvia rompería el silencio y comenzaría a bañar los campos.
Ese, al menos, era el deseo del pueblo maya reunido alrededor del cenote.

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