Para comprender a cabalidad la labor y resultados de la Comisión de Prisión Política y Tortura (“Comisión Valech”) es preciso primero tener claro su origen. En este sentido, hubo numerosas organizaciones de derechos humanos que durante años instaron a los gobiernos de Frei Ruiz-Tagle y Lagos a abordar este trascendente y doloroso tema –que había sido dejado a un lado por la Comisión Rettig– en la perspectiva de lograr verdad, justicia y reparación para tantos de nuestros compatriotas.
Desgraciadamente dichos esfuerzos fueron infructuosos durante años. Particularmente, la experiencia de la Comisión Ética contra la Tortura (CECT) fue de recibir varias respuestas negativas a esta demanda de parte del presidente Ricardo Lagos, en audiencias que nos concedió para tal efecto. No obstante, la creciente presión de la gran cantidad de víctimas del PS y PPD y, sobre todo, las demandas públicas que surgieron, incluso de algunos parlamentarios de la UDI (a los que acudieron desesperadamente algunas víctimas), hicieron políticamente imposible, a fines de 2003, seguir negándose a tan justa demanda.
Esta dificilísima génesis permite comprender el por qué de la desprolijidad, las serias limitaciones autoimpuestas y la evidente falta de entusiasmo del Gobierno al encarar la creación y desarrollo de la Comisión Valech. Así, la promoción pública de su labor –algo fundamental para que las decenas de miles de víctimas se enteraran de ella y se animaran a inscribirse– fue paupérrima. De este modo, ¡hubo solo una publicación informativa oficial en un diario de circulación nacional, efectuada en La Tercera del domingo 23 de noviembre de 2003, en un formato reducido de una página interior! Y en televisión hubo todavía algo más grotesco: cerca del plazo fatal para inscribirse, apareció en TVN –con posterioridad al noticiario central– una pequeña notificación escrita al pie de la imagen ¡y sin audio!, que era prácticamente inentendible para cualquier persona no avisada en el tema.
Por otro lado, las diversas convocatorias gubernamentales fueron dejando sin su derecho a inscribirse y optar a una reparación a cada vez más víctimas. De partida, el Decreto Supremo N° 1.040 del Ministerio del Interior que creó la Comisión excluyó a las miles de personas privadas de libertad en manifestaciones públicas que fueron puestas a disposición de los tribunales de policía local. Luego en la convocatoria mencionada, publicada por La Tercera, no se incluyó a las personas que hubiesen sufrido vejaciones fuera de los recintos de detención (que pueden estimarse en decenas de miles de personas, si tenemos en cuenta aquellas mantenidas a la intemperie en la noche con ocasión de los allanamientos masivos de poblaciones durante las jornadas de protesta de los 80); a las personas que entretanto hubiesen fallecido (que dado el tiempo transcurrido, con toda probabilidad serían otros miles de personas); a los niños y niñas que hubiesen sido detenidas con sus padres o hubieren nacido en cautiverio; a las personas extranjeras; ni a los ciudadanos y ciudadanas chilenos que hubiesen sufrido torturas en el exterior en el marco de la Operación Cóndor.
Pero sin duda que lo más grave de la Ley de Reparaciones de 2004 fue haber establecido el secreto por 50 años de los contenidos de las denuncias recibidas por la Comisión y ¡la prohibición de acceso a dichos datos al Poder Judicial!
A todo lo anterior hay que sumar el bajo estímulo para inscribirse dado por el Gobierno, al anunciar que las personas que lo hicieran recibirían reparaciones “austeras y simbólicas” (¡y vaya que lo fueron!). Es sabido que el relato de un hecho muy traumático tiene un altísimo costo emocional. Por lo que para muchas personas una reparación de esas características pudo no haber sido estimada digna del reavivamiento del horror.
Y, peor aún, el Gobierno de Lagos se opuso inflexiblemente a ampliar el corto espacio de inscripción de seis meses, demanda que públicamente le hicieron numerosos parlamentarios, personalidades de todo el mundo, organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos y el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas. Solo con la Ley N° 20.405 que creó el Instituto Nacional de Derechos Humanos, se abrió un segundo período de inscripción también acotado a seis meses. Sin embargo, en contradicción con el carácter de crimen de lesa humanidad que tuvo la tortura sistemática bajo la dictadura, el Estado chileno no les permite a sus víctimas la permanente posibilidad de acceder a una reparación.
Para mal de males, la Ley de Reparaciones subsiguiente (N° 19.992 de diciembre de 2004) adoleció de graves falencias en cuanto a sus objetivos reparatorios. Primero, lo escuálido de su monto (menos del equivalente a 200 dólares mensuales) estuvo muy lejos de compensar el daño físico y sicológico inferido, más aun cuando la mayoría de las víctimas sufrieron adicionalmente exilios internos o externos, depresiones, cesantías prolongadas o imposibilidad de culminar estudios superiores, con lo cual vieron tronchados sus proyectos de vida.
A lo anterior hay que agregar que dichas pensiones tampoco tuvieron efecto retroactivo, con lo cual las décadas de mora del Estado no fueron compensadas en absoluto. Además, se restringió de manera completamente injusta –y flagrantemente contradictoria con las tesis del Informe Valech que destacaron el hecho de que el daño de la tortura se extiende particularmente a los familiares directos de los afectados– la pensión a la víctima directa, impidiéndose que cuando esta falleciere se transfiriera la pensión a su cónyuge. Esto fue finalmente enmendado por la Ley N° 20.405 de diciembre de 2009.
Por otro lado, se hizo incompatible la concesión de dicha pensión con otras que hubiesen recibido por otras graves violaciones de derechos humanos, como las de exonerados por razones políticas o las de familiares de detenidos desaparecidos o ejecutados políticos. Debido a esto, 7.538 personas de las 27.274 calificadas inicialmente (¡el 27,64%!) habrían tenido que optar (a cambio de un bono único de $3.000.000 pagadero a tres años) a renunciar a la pensión por tortura.
Respecto de beneficios educacionales, solo se le entregaron a la víctima directa recursos para poder culminar sus estudios suspendidos debido a la represión. Con la Ley 20.405 se hizo también extensivo dicho beneficio a un descendiente directo. En cuanto a la salud, se ratificó simplemente el beneficio que tenía el conjunto de las víctimas de la represión de la dictadura de tener acceso a su atención vía PRAIS (Programa de Reparación en Atención Integral en Salud y Derechos Humanos). Y en cuanto a vivienda, solo se aprobó el otorgamiento de un sistema preferencial en la postulación a una vivienda social, sin implicar ello ningún subsidio o bonificación especial.
En el caso de las reparaciones morales las deficiencias de la Ley de Reparaciones fueron todavía mayores, puesto que la generalidad de las recomendaciones propuestas por la propia Comisión Valech no fueron acogidas por el Gobierno ni el Congreso. Esto es, la declaración de los centros de torturas como monumentos nacionales y la creación de memoriales y sitios recordatorios de las víctimas de violaciones de derechos humanos, evaluando en conjunto con las víctimas aquellos ubicados en diversas regiones; la erección de un monumento recordatorio en un lugar céntrico de Santiago (lo que ciertamente no es sustituido por el valioso Museo de la Memoria); la creación de un fondo concursable permanente para proyectos de investigación sobre derechos humanos; la creación de un fondo editorial para publicación de testimonios y obras literarias sobre el tema, y de otro fondo para obras de arte; y la difusión del Informe Valech, incluyendo su distribución y la de su síntesis a escuelas, universidades, bibliotecas públicas, consulados en el exterior y otras entidades relevantes.
Pero sin duda que lo más grave de la Ley de Reparaciones de 2004 fue haber establecido el secreto por 50 años de los contenidos de las denuncias recibidas por la Comisión y ¡la prohibición de acceso a dichos datos al Poder Judicial! En este sentido, la Ley de Reparaciones infringió en la forma y en el fondo la propia Constitución. En la forma, porque no se sometió en su fase de proyecto a la consulta debida a la Corte Suprema, en la medida que contenía disposiciones que afectaban al Poder Judicial. Y en el fondo, porque obstruyó –y sigue obstruyendo– la labor judicial al impedirle poder corroborar, con los datos obtenidos por la Comisión Valech, informaciones claves en casos de querellas por torturas relativas a ese período.
Además, se ha incurrido en falsedades por parte de diversos personeros concertacionistas, al señalarse que dicho secreto fue solicitado por la generalidad de los inscritos.
De partida, en ninguna de las convocatorias oficiales se señaló que las denuncias eran o podían ser confidenciales.
Segundo, en el formulario tipo para presentación de los casos, tampoco en parte alguna se registró que las denuncias eran o podían ser confidenciales.
Tercero, consta por parte de muchos de los inscritos que no recibieron preguntas sobre el particular y que, en todo caso –porque la memoria es frágil–, nunca manifestaron deseos de confidencialidad.
Cuarto, todo indica que aquellos que pidieron confidencialidad lo hicieron verbalmente, porque hasta la fecha nadie ha indicado que quedó constancia escrita de ello, de manera tal que fuese fácil determinar quiénes lo pidieron y quiénes no. En todo caso, además de lo burdo de tal procedimiento de la Comisión, sería manifiestamente injusto que a quienes no lo solicitaron y no lo querían, se les hubiese “impuesto” el secreto.
Quinto, es completamente improbable que quienes hubiesen pedido la confidencialidad estuviesen pensando en que ello implicaba –además de que “su” denuncia no pudiese ser conocida públicamente– también su voluntad de impedirle al Poder Judicial que pudiese acceder innominadamente al contenido de sus denuncias, para que eventualmente sirviesen de elementos corroborantes en querellas presentadas por otras personas. Y ciertamente, en el muy improbable caso de que alguien lo hubiese demandado, es claro que habría sido una petición inaceptable, porque habría significado una obstrucción a la justicia.
Pero lo que desnuda absolutamente la falsía de todo el predicamento es argüir que los que pidieron la confidencialidad ¡la hacían extensiva a la identidad de los torturadores! Sostener lo anterior constituye un nuevo escarnio a las víctimas y un total menosprecio a la inteligencia de los chilenos.
Todo esto constituye hasta la fecha –como lo manifestaron en su momento varios ministros de Corte y el conjunto de las organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos– un grave atentado a la autonomía y a las potestades del Poder Judicial, que viola gravemente la Constitución y la ley; los tratados internacionales de que Chile es Estado Parte; y los principios más elementales del derecho y la justicia. Un secreto aberrante.
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