domingo, 15 de septiembre de 2019

A 40 años del Golpe: Los Niños violentados. Agosto 2013. Paula.


Los recientes hechos noticiosos derivados del caso de Ernesto Lejderman, el hijo de ejecutados políticos que en 1973, a los dos años de edad, presenció la muerte de sus padres y luego fue entregado por el entonces teniente Juan Emilio Cheyre a un convento, ha despertado preguntas. ¿Hubo más niños víctimas directas o indirectas de violencia política en esos años? ¿Qué pasó con ellos? La Comisión Valech acreditó que 2.200 menores sufrieron prisión o tortura durante la dictadura. Tres de esos niños, que hoy son adultos, hablan por primera vez en la prensa sobre las secuelas de esa vivencia.
 
Debajo de su escritorio en su departamento en Ñuñoa, la documentalista Macarena Aguiló (42) tiene un pequeño baúl de madera, un baúl que le pertenece desde que era niña y que alguna vez sirvió para guardar sus juguetes. Hoy, en cambio, contiene recuerdos de la infancia: cartas, algunos cassettes, fotografías en blanco y negro donde aparece celebrando su tercer cumpleaños, y otras, junto a sus padres Margarita Marchi y Hernán Aguiló, ambos militantes del MIR. “Son tesoros emotivos, queridos”, dice.  Macarena Aguiló actualmente trabaja en un documental biográfico sobre su secuestro. En 1975 cuando fue detenida e interrogada por agentes de la DINA: querían saber dónde se escondía su padre, Hernán Aguiló, jefe militar del MIR. Ella nada sabía. Tenía 3 años de edad.
  
Hasta 2010, cuando Macarena estrenó El edificio de los chilenos, –el documental que cuenta la vida de los niños, como ella, que quedaron a cargo de tutores sociales en Cuba, a fines de los 70, mientras sus padres volvían a Chile a pelear contra Pinochet–, abrió numerosas veces ese baúl. Ahora necesita tenerlo cerca nuevamente, porque está trabajando en un nuevo documental biográfico sobre el secuestro y detención que vivió en 1975, cuando tenía 3 años, a manos de agentes de la DINA. “Es doloroso mirar ese episodio de mi infancia, pero necesario. Tengo 42 años y mi niñez sigue inspirando tantas preguntas que aún no tienen respuesta. Necesito saber quiénes son los responsables de lo que me pasó. Que se haga justicia”, dice.

En febrero de 1975 ella estaba en El Tambo, en San Vicente de Tagua Tagua, en casa de unos tíos –pues su madre estaba detenida– cuando la DINA irrumpió violentamente: querían saber sobre su padre, Hernán Aguiló, jefe militar del MIR y clandestino desde el Golpe. Como su tío no colaboró se lo llevaron detenido. Y tomaron al resto de los integrantes de la casa como rehenes en su propio domicilio: Macarena, su tía embarazada y su primo de dos años, convivieron durante tres semanas con los militares en condiciones que ella no logra recordar con nitidez, pero sí con sensaciones físicas: cada vez que intenta evocar ese recuerdo, le sobreviene un intenso dolor de estómago. “Lo que sí me acuerdo es que me pegué fuertemente en la cabeza y tuve un tec cerrado. Fui trasladada por estos hombres hasta el consultorio donde me asistieron”, dice.

“Son pocos los recuerdos, pero son fuertes. Me veo cayendo de una litera y llorando en el suelo. Siendo obligada a comer y a hacer pipí en una letrina. O en un patio, deseando saltar la pandereta. ¿Qué otras cosas viví que no soy capaz de recordar? Eso me perturba”, dice la documentalista Macarena Aguiló, que estuvo detenida cuando tenía 3 años.

Luego de esas tres semanas en que convivieron con miembros de la DINA, los militares trasladaron a Macarena y a su tía a Villa Grimaldi. Allí la interrogaron a cambio de dulces. Querían que les dijera dónde estaba su padre. Pero ella, que era una niña, no sabía nada. Ese mismo día la llevaron a la casa de su nana, Elsa, en el paradero 1 de Vicuña Mackenna. Elsa era su regazo vital. “En esa casa se instalaron otra vez, hasta que armaron un operativo para sacarme de ahí. Recuerdo vagamente que dos hombres y una mujer me metieron a un auto. Fue a fines de marzo de 1975. Luego desaparecí por 21 días”, cuenta Macarena. No recuerda si le taparon la vista. Pero tiene la sensación de haber ido completamente a oscuras hasta el hogar Nº 1 de menores de Carabineros, que estaba ubicado en Manuel Montt con Irarrázaval. Tiene flashes, fragmentos que ha tenido que ir dilucidando con largos trabajos terapéuticos que le ayudaron a ligar esas imágenes con la angustia, el desamparo y el miedo, sensaciones que desde muy joven la asaltan de improviso.

Macarena Aguiló guarda algunos recuerdos de su niñez que la ayudan a recordar, como esta imagen en la que aparece en la loza del aeropuerto de Chile con su tío, a punto de tomar el avión que la llevará a Francia, donde se reencuentra con su madre, un año después de su secuestro. “Siento que he ido reconstruyendo de a pedacitos mi vida, y que solo terminando con la impunidad podré cerrarla”, dice la documentalista.

“Son pocos los recuerdos, pero son fuertes para mí. Me veo cayendo de una litera y llorando en el suelo por mucho rato. Me veo siendo obligada a comer y a hacer pipí en una letrina, o me veo en un patio, deseando saltar la pandereta. Son imágenes que me perturban porque denotan que tuve cierta conciencia de que estaba detenida. ¿Qué otras cosas viví que no soy capaz de recordar? A veces convivo armónicamente con esa pregunta, pero otras me derrumba”, dice.

Macarena fue inapetente hasta los 9 años y presentó estitiquez hasta hace 20. Pero, además, durante su infancia y adolescencia despertó muchas veces angustiada por una pesadilla recurrente: soñaba que se caía al vacío y no llegaba nunca al suelo. Despertaba sudando. “Luego, en mi juventud, ya no solo soñaba, pero sí me pasaba que me tropezaba fácilmente en la calle. Cuando me reconocieron como victima en la Comisión Valech, en 2004, me permití sentir lo que viví de chica. Me refiero a un vacío absoluto, un sentimiento de no tener piso, porque me lo quitaron a los 3 años, cuando recién se estaba instalando”, señala.

Macarena ahora sufre de vértigos. Cuando tuvo a su segundo hijo, Alonso, hace cinco años, tenía la impresión de que en cualquier momento se le podía caer de los brazos. Y ahora, cada vez que van al parque a jugar, ella se marea cuando su hijo se columpia. “La maternidad me ha hecho dialogar conmigo, es un ir y venir de información donde es inevitable comparar a mis hijos con la niña que fui. Pero a la vez me invita a movilizar mis traumas hacia algún lado”, dice.

Cuando su primer hijo, Bruno (16) cumplió 3 años, la misma edad en que Macarena fue detenida, a ella le pasaron cosas. Un día, mientras lo miraba jugar tuvo una visión: se lo imaginó grande y preguntándole sobre su historia. Y decidió que no podía llegar a ese momento de brazos cruzados. Por eso, en 2001, presentó una querella por secuestro contra Augusto Pinochet y quienes resultasen responsables de su detención y secuestro. Aunque se reconoció el delito, fue sobreseída en 2006 por la Corte de Apelaciones de Santiago porque según el documento, “no se recabaron suficientes antecedentes para procesar a algún responsable o cómplice”. Macarena aún tiene la esperanza de poder reabrirla y lograr justicia.

“Siento que he ido reconstruyendo de a pedacitos mi vida, y que solo terminando con la impunidad podré cerrarla. En mi querella se reconoce el delito pero no se hace nada por saber quiénes fueron. Si yo no entregaba antecedentes, la causa no avanzaba, porque no se investigó a fondo. Intenté dar con testigos, pero no los encontré. Intenté reconstruir lo sucedido, pero mis recuerdos no fueron suficientes. Hoy, necesito que mis hijos vivan en una sociedad donde haya verdad, por eso estoy también haciendo esta película, para reflexionar sobre una reparación que aún no llega”.

HERIDA INVISIBLE. En el año 2004 la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura –también llamada Comisión Valech, presidida por el fallecido obispo Sergio Valech– visibilizó por primera vez que durante la dictadura hubo niños chilenos prisioneros o sometidos a violencia política clasificable en la definición de tortura. Y el segundo informe, en 2011, amplió esa información, sumando nuevos casos. “De los más de 38 mil casos que fueron calificados en ambas instancias, 2.200 eran menores de 18 años al momento de su detención”, señala María Luisa Sepúlveda, vicepresidenta ejecutiva de la Comisión Valech. Pero, se presume que son más.

“La comisión tiene el mérito de haber puesto un piso, que es un desde, de cuántos niños fueron prisioneros o sufrieron algún tipo de tortura. Pero ese número no da cuenta de la totalidad. Sabemos que hubo más: casos que no declararon. O que lo hicieron en otras organizaciones de derechos humanos y no en la Comisión Valech”, señala Lorena Fries, la directora del Instituto Nacional de Derechos Humanos, que es el custodio de los documentos que recopiló la Comisión Valech.

Según los testimonios recogidos en las dos instancias de la Comisión Valech, en muchos casos los menores fueron violentados con el objetivo de obligar a sus padres a entregar a otros. O fueron utilizados como un método de tortura cuando sus padres se negaban a hablar.

Para definir qué calificaba como tortura, la comisión utilizó conceptos del derecho internacional y de las convenciones de Naciones Unidas y de la OEA sobre tortura, que señalan que “tortura” es cualquier acto que provoque dolor físico o mental y que haya sido cometido por un agente del Estado contra una persona con el fin de obtener confesiones, anular su personalidad o intimidarla.

“Hasta antes de la Comisión Valech, para contabilizar prisioneros políticos o personas torturadas, los niños eran sumados a los casos de sus padres. Para ir a declarar a la comisión fue requisito que las personas se acercaran individualmente y ahí nos empezamos a dar cuenta de que quienes habían sido niños al momento de la violencia política, pedían entrevistas independientemente del caso de sus padres. Junto con ello se sumó la carta de una niña que vivía en Estados Unidos. Ella tenía una depresión y los médicos que la trataban la atribuían a las torturas que recibió su madre cuando ella aún estaba en su vientre. Fue ahí cuando nos dimos cuenta de que también teníamos que considerar en el informe, como individuos afectados, a los niños en gestación”, relata María Luisa Sepúlveda.

Los informes de la comisión, al contrario de lo ocurrido con el informe Retting sobre Detenidos Desaparecidos, no incluyen testimonios. Solo acreditan nombres. Esto, porque la ley 19.992, de diciembre de 2004, estableció que la totalidad de los documentos y testimonios aportados por las víctimas son secretos por un plazo de 50 años, periodo en que ninguna persona, autoridad ni juzgado puede acceder a ellos. “Hoy ni yo tengo acceso a los archivos. Están bajo siete llaves en el Instituto de Derechos Humanos. Se hizo por preservar la dignidad y la privacidad de los declarantes”, dice María Luisa Sepúlveda.

Eso ha dificultado que esto se sepa. Especialmente porque pocos de estos casos han llegado a la Justicia y ninguno ha recibido condena. “La comisión no solicitó antecedentes de identidad de los agentes represores y, aunque algunos declarantes los identificaron, la mayoría no”, explica María Luisa Sepúlveda. Como no ha habido visibilización ni justicia, los niños violentados han sido las víctimas menos reconocidas y menos reparadas. Su proceso ha sido solitario.
Ninoska Henríquez
 
UNA IMAGEN TORMENTOSA. Cuando su hija cumplió nueve años, la ingeniera Ninoska Henríquez (46), se miró al espejo y sintió angustia. “Ese año fue muy complicado para mí. No quería que ella tuviera nueve años, ¡no quería! No quería que ella sintiera mi dolor. Yo siempre quise que cumpliera luego los 10. Que esa edad, la edad que a mí me cambió la vida, a ella se le pasara volando”, confiesa en un hilo de voz.  Ninoska tenía 9 años cuando un grupo de agentes de la DINA entró violetamente a la casa de Quintero donde vivía con sus abuelos, Bernardo Araya –diputado del PC– y María Olga Flores. Fue el 2 de abril de 1976. Se la llevaron a ella, sus abuelos, su hermano Vladimir (15) y su primo Eduardo (9).

Ninoska Henríquez tenía 9 años cuando fue detenida junto a sus abuelos. Recuerda haber dormido en literas, haber sido obligada a ingerir unas pastillas celestes y a contestar preguntas. También recuerda una imagen que hasta hoy la atormenta: “Vi que a mi abuelo lo tenían colgando de los brazos, pendiendo de un palo. A mi abuela la tenían sentada en una silla”.

Ninoska recuerda el trayecto casi de memoria. Mientras a sus abuelos les cubrieron los ojos con cinta adhesiva para que no miraran el camino, a ella le ordenaron taparse la cara con el poncho que llevaba puesto y, que sin embargo, le permitió ver el destino final: una casa blanca de dos pisos; un sitio que después describiría con detalles en las primeras denuncias que presentó su familia ante la Vicaría de la Solidaridad.

De los dos días en cautiverio recuerda haber dormido en literas, haber sido obligada a ingerir unas “pastillas celestes” y a contestar preguntas. Y también una imagen que hasta hoy la atormenta: “Nos subieron a la pieza y al entrar pude ver que a mi abuelo lo tenían colgando de los brazos, pendiendo de un palo. A mi abuela la tenían sentada en una silla”, recuerda. Después de ese episodio, sus abuelos pasaron a formar parte de los detenidos desaparecidos en Chile. Las vidas del resto de la familia de Ninoska se separaron para siempre después de la detención. Ninoska Henríquez hizo crisis cuando su hija cumplió 9 años; le sobrevino una angustia espantosa. Ella tenía esa edad cuando fue detenida con sus abuelos, que eran comunistas. Esa experiencia le ha dejado numerosas secuelas. A pesar de eso, nunca ha querido hacerse una terapia porque cree que las heridas hay que llevarlas puestas.

Tras su detención, a Ninoska la dejaron sola en una calle del sector Las Rejas. Para protegerla y evitar que nuevamente pudiera pasarle algo, conocidos de su familia la escondieron un tiempo en un convento. También vivió clandestina, con familias amigas de sus padres. Incluso, con solo 9 años, usó un nombre falso: Nina Romero Sandoval. La abogada Carmen Hertz, precisa que el caso de Ninoska es emblemático: “Es uno de los primeros casos en que se acredita el secuestro de niños. A través de su relato y el de sus hermanos fue posible conocer otro recinto clandestino de la DINA, el cuartel Venecia, del que no teníamos antecedentes”, cuenta. El testimonio de Ninoska fue calificado por la Comisión Valech.

A casi 37 años de ese hecho, Ninoska sigue teniendo pesadillas con ese momento. “Sueño con mi abuelo muy lejos de mi abuelita, pero el sueño se interrumpe y despierto llorando”, cuenta.

LA VOZ DEL CUERPO. El neurosiquiatra y siquiatra infantil Jorge Barudy ha asistido a muchos de los niños que sufrieron violencia política durante la dictadura. Desde 2006 viaja desde España, donde reside, para reunirse con los 20 miembros que integran la agrupación de Ex Menores Víctimas de Prisión Política y Tortura de Valparaíso, creada en 2005. Los escucha por horas y escudriña la mejor forma de enfrentar su infancia golpeada.

“Los adultos que hemos atendido no tenían recuerdos nítidos de lo que les había sucedido antes de comenzar el trabajo terapéutico de reconstrucción de la memoria, pero sí tenían un malestar síquico crónico y una cantidad de otros síntomas que difícilmente podrían explicar”, dice. Otros padecían de amnesias parciales o totales de lo que les aconteció, lo que se explica por el desarrollo de reacciones disociativas, que corresponden a un mecanismo de protección que posee el cerebro humano para escapar de la angustia y el horror que se desencadena cuando los menores vuelven a estos recuerdos”, afirma.

El siquiatra explica que se trata de pacientes que llegan a la terapia con dificultad, incluso para validar ante sí mismos su condición de víctimas. Esto está desarrollado en la literatura. “Se ha demostrado que hasta los cuatro o cinco años es muy difícil para los niños conservar recuerdos nítidos de lo que les pasó, pero eso no significa que no exista una memoria; lo que sucede es que lo que queda registrado en el cerebro son las sensaciones y emociones de lo vivido”, señala Barudy. “Por eso, para elaborar su trauma y superarlo, es fundamental hablarlo, verbalizarlo para que exista, para que tome cuerpo y se vuelva real. Para llegar a sanar son años de terapia, para sacar esos fantasmas, apropiarte de tu historia por más dolorosa que sea”, agrega.
Patricio Ibacache
 
EL SILENCIO DEL PADRE. A Patricio Ibacache (42) no le gusta recordar. Es tímido. Le cuesta relacionarse. No se ha casado ni tiene hijos. Nunca se ha enamorado. Hace 10 años llegó por primera vez a terapia sicológica. Entró a una de las salitas del Hospital Gustavo Fricke de Viña del Mar y trató de buscar las razones de por qué nunca ha logrado amar a una mujer. “Tómame la mano con fuerza”, le dijo Lorena, la sicóloga, ese día de septiembre de 2003. “Mírame, ¿qué sientes?”, insistió, intentando ablandar su timidez. Pero él no sentía nada más que el mismo temor que lo atraviesa cada vez que tiene que hablar de sí mismo.

“Tengo miedo de contar quién soy y qué viví cuando era un niño. Tengo miedo a que me rechacen o me juzguen”, le dijo a Lorena en esa primera sesión. Patricio cree que su dificultad para la intimidad tiene que ver con un momento preciso de su vida que recuerda con retazos de imágenes. “Se ha demostrado que hasta los cuatro o cinco años es muy difícil para los niños conservar recuerdos nítidos de lo que les pasó, pero eso no significa que no exista una memoria; lo que sucede es que lo que queda registrado son las sensaciones y emociones de lo vivido”, señala el siquiatra Jorge Barudy.

El 14 de septiembre de 1973, cuando tenía dos años y seis meses, su papá, Sergio (su nombre ha sido cambiado por petición del entrevistado), obrero de una metalúrgica dedicada a construir viviendas sociales durante la Unidad Popular, fue a su empresa a ver cómo seguiría funcionando su turno. No tenía con quién dejar a Patricio, así es que partió con él en brazos. Al llegar a la empresa lo detuvieron junto al niño y a decenas de compañeros de trabajo, a los que interrogaban buscando armamento.

Desde ese momento y por casi dos semanas, la mamá de Patricio, Margarita (su nombre también ha sido cambiado) dejó los pies en la calle buscando a su esposo y a su hijo. Recorrió tenencias de carabineros, hospitales, la Cruz Roja y la Intendencia de la Quinta Región. Finalmente, después de 14 días, encontró a su hijo en la base aeronaval de El Belloto, que estaba operando como campo de prisioneros políticos.

El niño corría por una sala de 50 metros cuadrados. Estaba sucio, con el mismo buzo que llevaba puesto cuando desapareció con su padre. Para comprobar que el niño era “suyo”, tuvo que revelar que el pequeño tenía un lunar, del porte de un poroto, bajo el glúteo derecho. “Mi hijo tenía quemaduras de cigarrillos en los brazos. Es lo que usaron para que su papá hablara y dijera dónde estaban las armas, de las que jamás supo nada”, cuenta, 40 años después, Margarita llorando, mientras su hijo la abraza.

Patricio Ibacache tenía 2 años y seis meses cuando fue detenido junto a su padre. Su madre lo buscó por 14 días en hospitales, la Cruz Roja y la Intendencia de Valparaíso. Cuando lo encontró, tenía quemaduras de cigarrillos en los brazos. Así sus captores hicieron hablar a su padre. Patricio aún conserva las marcas de esos cigarrillos en sus brazos. Son piquetes blancos que se asoman sobre la piel. Pero las heridas que más daño le han causado son invisibles. No tiene amigos. No tiene pareja. “Si me preguntan sobre mi niñez todo se me bloquea. Hasta ahora he sido incapaz de contar lo que me pasó”, dice. Cuando una polola ha querido saber algo más, todo se arruina. El año pasado fue a una entrevista de trabajo, le preguntaron por su infancia y no fue capaz de entregar detalles.

Mientras Patricio habla, su papá –que en 1973 llegó tres meses después que él a su casa, lacerado por los golpes– se pasea de un lado a otro en el comedor de su hogar, en Villa Alemana. Durante toda la conversación, escucha y observa, pero no dice ni una palabra.

Así ha sido durante estos últimos 40 años. Nunca ha hablado con su hijo de lo que pasó en la base de El Belloto. Pero la conversación moviliza algo en él. Semanas después de esta entrevista, le dijo a Patricio que quería contarle algo. Tras 40 años, Patricio se enteró de los nombres de los torturadores de su padre. Sergio se los escribió en un papel.

Patricio aún no ha decidido qué hacer con esa información.
 
Viviana Fernández.  Tenía 14 años, cuando a mediados de febrero de 1974, militares allanaron la población en la que vivía: Compañía de Gas, en Valparaíso. Llegaron hasta su casa porque los vecinos les dijeron que ahí vivía gente que hacía trabajos voluntarios en las Juventudes Comunistas. Esa madrugada se llevaron a su hermana mayor, Morelia, de 17 años. Al día siguiente, los militares regresaron y se llevaron a su madre. Al subsiguiente, volvieron otra vez, y fue su turno.

Viviana Fernández (52) estuvo cinco días detenida en el cuartel Almirante Silva Palma; cinco días en que no durmió, pendiente de los ruidos. Por las mañanas debía desnudarse y ponerse bajo el agua helada con un guardia que no le sacaba los ojos de encima. “Me manosearon. Había un marino que decía: ‘oye hueón, ¿no te dai cuenta que es una cabra chica?’ y el otro contestaba: ‘ah, pero si igual está desarrolladita’. No paré de rezar”, dice Viviana.  Al quinto día, la soltaron. A su hermana la retuvieron un mes. Desde entonces, en su casa jamás se volvió a hablar del tema. “Fue difícil. Perdimos amigos y tuvimos vecinos que nunca más nos saludaron. Por otro lado, en el colegio nos consideraban un mal elemento por ser comunistas. La Morelia, que era de súper buenas notas, quedó repitiendo ese año. Y yo olvidé sumar, restar, multiplicar; quedé con un montón de problemas de concentración”, dice Viviana. Sus padres trataron de olvidar, pero se culpaban el uno al otro de lo que les había pasado a sus hijas.

“Muchas veces me pregunté cómo mis papás no nos preguntaron nada sobre nuestras detenciones. ¿Cómo mi mamá, que cayó presa conmigo, cuando la liberaron al día siguiente, nos dejó a nosotras ahí? Me costó mucho entender que ellos también habían sido víctimas”, dice. “Mi padre murió en 2003 cargando con muchas enfermedades que se le desarrollaron a raíz de lo vivido, y a partir de ahí, a mi mamá se le generó una psicosis que la acompañó hasta el final. Cuando falleció, hace dos meses, se había cambiado al menos 15 veces de casa porque todavía sentía que la perseguían”.

Desde 2005, Viviana dirige con su hermana Morelia la Agrupación de Ex Menores Víctimas de Prisión Política y Tortura de Valparaíso, y coordina otras de sus sedes a nivel nacional, en La Serena, Chillán, Antofagasta y Fresia. Dentro de sus objetivos está visibilizar casos que no fueron calificados por la Comisión Valech porque, como eran menores cuando sufrieron esa violencia, “no son capaces de recordarlo con precisión”. Hoy, Viviana, reflexiona sobre las secuelas que le quedan de esa experiencia: “El miedo no se supera. Siempre estoy pendiente de la gente que me rodea. Si me encuentro con alguien que usa uniforme de marino, zapatos de terno lustrados, y el pelo corto, me empiezan a sudar las manos, el estómago se me aprieta y bajo la vista”, dice. Para poder dormir tranquila, Viviana necesita cerrar todas las ventanas y asegurar con llave y una tranca de metal las dos puertas principales de su casa: la que da a la calle y la que conduce al patio interior. SOlo entonces, puede irse a la cama.

Ewa Ebers. Tiene pocos recuerdos, pero cuando vio el caso de Ernesto Lejderman en el diario, hace unas semanas, Ewa Ebers (39) lloró sin parar. Cuando tenía un año y medio, miembros del Servicio de Inteligencia Naval y del Comando Conjunto la tomaron a ella y a su abuela de rehenes en su propia casa, en octubre de 1975. Buscaban información de su madre: Haydee Oberreuter, dirigente universitaria y jefa de la brigada de propaganda de su partido, el Mapu, que vivía clandestina en Santiago. Su madre, entonces, estaba embarazada.

Ewa, que fue reconocida por la Comisión Valech como una de las menores víctimas de prisión política y tortura, no recuerda casi nada de ese arresto domiciliario. Sí sabe por las declaraciones de vecinos que convivió con sus secuestradores por un plazo indeterminado que pudo durar entre una semana y un mes. “En una oportunidad uno de estos hombres me interrogó sobre mi mamá. Yo respondí: ‘¿la mamá? ¡La mamá no está!’. Este señor se molestó con mi respuesta y me golpeó con la culata de su arma en la boca, provocando que se rompiera mi labio y generándome un daño en el frenillo interior”, relata Ewa.

Tras ese arresto domiciliario, Ewa y su abuela fueron trasladadas al cuartel Almirante Silva Palma. `Mi abuela me contó que ella dijo: déjenme acá, pero llevemos a la niña a otro lado. No sé cuántos días después logró ser escuchada, pero me liberaron y me llevaron hasta la casa de un matrimonio amigo de mi familia. A mi abuela no la vi hasta una semana después. A mi mamá durante un año. La torturaron tanto que abortó a mi hermanito Sebastián, de 5 meses. `Un marxista menos’ le dijeron a mi madre los militares cuando le mostraron el feto”, dice.

Ewa relata que cuando su madre y su abuela recuperaron la libertad se las arreglaron “para seguir siendo mujeres maravillosas, llenas de alegrías y sueños. Podríamos haber estado en el máximo de los peligros pero siempre estábamos cantando y jugando”.

Pero a los cinco años, cuando llegó a vivir a Bellavista, en Santiago, Ewa comenzó a tener pesadillas recurrentes y presentó alergias a la piel que padece hasta hoy. Sufría de dolores de guata y tenía sueños que no correspondían a una niña chica. “Mientras mis amigos soñaban con fantasmas, yo lo hacía con uniformados y con cadáveres en el río Mapocho. Recuerdo que despertaba llorando porque soñaba con un montón de manos que me empezaban a perseguir. Yo soñaba lo que Ernesto Lejderman vivió. Cuando se lo comenté a mi mamá me explicó que el mayor de sus temores era justamente ese: que me robaran y secuestraran entregándome a otra familia”, explica.
 
Rafael Rojas (33) es ingeniero informático, vive en Barcelona y no quiere volver a Chile ni saber nada de esos malos recuerdos de lo vivido en su infancia. Tenía 6 años cuando fue detenido por agentes de la CNI junto a su madre Patricia, militante comunista, y su hermano Patricio, de 4 años. Fueron varias detenciones entre febrero y agosto de 1987.

Rafael solo conserva imágenes sin orden cronológico de esas experiencias que alguna vez trató de hilar en el testimonio que presentó a la Comisión Valech pero que, como no recordaba con mucha precisión y detalle, no fue calificado. Lo que hasta hoy le da mucha rabia. “Recuerdo poco. Todo era estresante, mucho ruido, voces. Lugares extraños”, tipea de madrugada desde España. Y envía su declaración. Ahí se lee que los sacaron de la casa de una amiga de su mamá que estaba de cumpleaños, al atardecer, cerca de donde vivían, en la calle Walter Scott en Vitacura.

“Nos subieron a un auto con brutalidad. Mi mamá vendada y nosotros al suelo. Recuerdo la violencia y los gritos cuando varios tipos nos arrastraron. Recuerdo haber estado en un subterráneo con agua al lado de una escala. Tengo solo imágenes. De cuando me dijeron que le dijera a mi hermano que no llorara, porque mi mamá se había ido del país. La odiaba a ella por hacerme esto. La odié por largos años”, escribe Rafael. Cuando Patricia y sus hijos fueron liberados, ella pensó que era una suerte que fueran niños, porque así tendrían toda la vida por delante para superar el trauma. “Hice todo lo posible para que no se acordaran, pero los chiquillos se pegaron un retroceso enorme. Rafael comenzó a hacerse pipí, no quería volver más al colegio. Se le cayeron varias muelas en un mes. Y estaba muy enojado conmigo. Sabía que eran secuelas del horror que vivimos pero no quise hablarlo con ellos”, cuenta Patricia.

Lo vivido fue un secreto en la familia. Hasta que Patricia entregó su declaración a la Comisión Valech en 2004 y animó a sus hijos a declarar también; pero solo ella resultó calificada. “Los niños se enteraron ahí de todo lo que habíamos pasado y cuando supieron que me ultrajaron, fue un terremoto emocional. Rafael, que ya tenía 23 años, se llenó de rabia y pronto se fue a España; y su hermano, se fue a pique sicológicamente. Por eso cuando no calificaron, sentí mucha culpa de haberlos expuesto. Mi intención de insertarlos como niños normales en la sociedad, de practicar el olvido no funcionó”, revela Patricia.

Desde Barcelona, Rafael hoy escribe sobre esa experiencia: “No puedo decir más cosas. Lo siento pero es muy profundo. Lo siento. Elijo olvidar y pasar página”.
 
 

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