lunes, 10 de octubre de 2016

Según Emol. Investigación La creación y recreación de un personaje: Las muchas caras de Simón Bolívar

 


 
Investigación La creación y recreación de un personaje:
Las muchas caras de Simón Bolívar

domingo, 09 de oct. de 2016 Juan Rodríguez M.  El Mercurio
Desde los ataques de Marx hasta el endiosamiento de Chávez. Bernardo Subercaseaux publica "Simón Bolívar y la Carta de Jamaica", un libro que rescata del olvido al joven aristócrata y al hombre que quiso ajustar las ideas modernas a Latinoamérica. "Es una figura en disputa", dice. Una con la que Chile ha tenido una relación entre distante y contraria.

La prensa europea seguía sus hazañas como si fuera un Napoleón, en Francia fue llevado al teatro, había vajillas y camafeos con su figura, Lord Byron usó su apellido para bautizar su yate, y ya en 1821 existían quince localidades estadounidenses con su nombre. Imponente, gigante, europeizado, napoleónico, pequeño, delgado, de pelo hirsuto, romántico, con rasgos afrodescendientes e indígenas, el militar transgénero con los pechos al aire pintado por Juan Domingo Dávila, un charro, pragmático, utópico, libertador, generalísimo, republicano, culto, dictador, desilusionado, ignorante, guía de conservadores y liberales, de derechistas e izquierdistas. Simón Bolívar (1783-1830) es todos y ninguno; es una imagen o signo en disputa.

Esa es la lectura que hace Bernardo Subercaseaux -estudioso de la cultura y profesor de la Universidad de Chile- del libertador venezolano en su libro más reciente, "Simón Bolívar y la Carta de Jamaica. Significantes en disputa en la Venezuela contemporánea", un breve ensayo publicado por Lom Ediciones. "Yo diría que con respecto a casi todos los personajes del siglo XIX ha operado un constructivismo", explica el autor de libros como "Nación y cultura en América Latina" (2002), "Historia del libro en Chile" (2010) e "Historias de las ideas y la cultura en Chile" (2011). Hay muchas etiquetas sobre ellos, "no se atiende a la particularidad y la evolución del pensamiento", agrega, sentado en su oficina de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la casa de Bello. Y Bolívar es una cantera riquísima en ese aspecto. ¿Cómo aprovecharla? Estudiando lo que Subercaseaux llama el "pensamiento situado" del prócer, "y eso hay que hacerlo a través de la biografía e itinerario".

Fuera de contexto

Las citas se parecen a las estadísticas: según cómo se usen, uno puede decir lo que quiera. Subercaseaux muestra en su libro que gracias a las citas descontextualizadas se han declarado bolivarianos "desde Diego Portales hasta José Martí, desde Fidel Castro hasta Francisco Franco, desde socialdemócratas, socialistas o comunistas hasta conservadores, desde sacerdotes hasta masones"; y últimamente, claro, Hugo Chávez. Ha sido "un héroe para todas las causas", escribe, recordando una frase del historiador Nikita Harwich. Y también un antihéroe: Karl Marx, por ejemplo, publicó un artículo en 1858 donde lo muestra como bueno para la fiesta e irresponsable, arrogante y fatuo, de ambiciones ilimitadas, con tendencia al despotismo, caricatura de Napoleón.

Más allá de pro y antibolivarianos, Subercaseaux identifica tres etapas en la biografía de Bolívar; "tres energías vitales" no estrictamente sucesivas; las llama " yo mantuano ", " yo militar " y " yo o sujeto moderno ". De ellas, la más novedosa es la primera: "Me sorprendió mucho cómo esa dimensión mantuana ha sido olvidada o borrada, no aparece", dice. Y lo sorprende dada la vida que tuvo como mantuano, nombre que identificaba al sector aristocrático de la sociedad venezolana, oligarcas ajenos a los intereses del resto de la población. Bolívar creció en una casa señorial, en medio de sirvientes y esclavos, con tutores como Andrés Bello y Manuel Antonio Carreño (el del manual con su apellido).

"En el libro cuento dos experiencias", dice Subercaseaux. "Una es que, llegado a España (en 1799), Bolívar prontamente estaba jugando a las palas, una especie de tenis de la época, con el príncipe de Asturias, quien sería después el monarca Fernando VII. La otra es que, visitando Italia, el embajador español le consigue una entrevista con el Papa". "Es como hoy cuando vemos a un jeque árabe", explica, y ríe. "Sería muy curioso que un jeque árabe se transforme después en un Lawrence de Arabia".

La otra borradura es la de parte de su pensamiento. Según Subercaseaux, en general se rescata su idea de la integración latinoamericana, y la de la no injerencia de naciones extranjeras; lo hace, por ejemplo, el bolivarianismo de Chávez. Sin embargo, para el autor la idea central de Bolívar, expresada en la Carta de Jamaica y en todos sus escritos, es la de adecuar los conceptos e instituciones modernas, como la democracia, la soberanía, el federalismo, el republicanismo y la libertad, a la realidad latinoamericana. "Es una idea absolutamente central, y lo es producto de su formación intelectual, pero también de la experiencia en el primer intento independentista de Venezuela, que fue hecho en un patrón federalista y fracasó totalmente".

-Perdonando el anacronismo, ¿hay algo de Portales en ese tipo de ideas?
"En el libro me refiero a este pensamiento según el cual no estamos preparados para tal o cual cosa. Se ha dado en distintas situaciones en América Latina, en dictaduras, se dio con Portales. Pero este tenía en mente el orden y los negocios, Bolívar en cambio, la idea republicana, la libertad, la soberanía; los fines eran totalmente distintos".

-Hay quienes ven autoritarismo en Bolívar, se habla incluso de un dictador.
"Después de la Batalla de Ayacucho (en Perú, en 1824), empiezan a aparecer caudillismos, situaciones de anarquía, y en esas circunstancias él plantea que hay que tener un gobierno fuerte, pero al mismo tiempo dice que él no quiere ejercerlo, que prefiere ser un ciudadano a tener la espada en la mano".

-Uno podría pensar que el fracaso político de Bolívar tiene que ver con la inadecuación entre ideas y realidad. "Él tuvo éxito militar en cambiar la realidad, pero no tuvo éxito en ordenar el cambio. De ahí viene el Bolívar desilusionado, el Bolívar final, que es el que trabaja, por ejemplo, García Márquez".

El país de la anarquía

En abril de 1829 Bolívar le envió una carta a un amigo, en ella le pedía ayuda para impedir que Andrés Bello abandonara Inglaterra y su puesto como funcionario de la Gran Colombia: "no deje perder a ese ilustrado amigo en el país de la anarquía", ruega el libertador. El país de la anarquía era Chile; y Bello, como sabemos, finalmente se instaló y brilló en estas tierras.

La carta la recoge el historiador Iván Jaksic, director del Programa de Estudios en el Extranjero de la Universidad de Stanford en Santiago de Chile, en su artículo "La república del orden". Al preguntarle por la relación entre estas figuras venezolanas, Jaksic dice que ambos buscaban "estabilidad y orden luego de la horrorosa guerra civil que significó la revolución que derivaría en la independencia. En eso no hay duda: son almas gemelas. Pero diferían profundamente en lo político. Bello contempló seriamente una monarquía constitucional, mientras que Bolívar insistía en un sistema republicano sui generis , pero de ninguna manera monárquico si ello significaba sucesión dinástica". "El quiebre se produjo en la década de 1820, cuando Bello se sintió abandonado por Bolívar, mientras pasaba penurias terribles en Londres. Además, ya circulaban rumores sobre la supuesta delación de Bello [contra Bolívar ante las autoridades españolas]. Esto precipitó su salida a Chile, como también la molestia de Bolívar respecto del fracaso de Bello en gestionar la venta de sus minas de cobre en Aroa".

-¿Qué lugar ocupó Bolívar en el imaginario chileno?

"Tal como en Argentina -responde Jaksic-, el rechazo de lo que representaba Bolívar, acertada o equivocadamente, era profundo. Como ha sostenido Daniel Gutiérrez Ardila en un trabajo reciente, en la década de 1820 Chile se transformó en un verdadero eje de propaganda antibolivariana. Se lo consideraba un déspota con ideas monárquicas. Predominaba también el temor a que, después de la victoria en Perú, Bolívar continuaría su dominio hacia el sur. Además, la prensa liberal lo relacionaba con O'Higgins tanto por las supuestas ideas monárquicas como por las conspiraciones y apoyo o'higginista en Chiloé. La imagen de Bolívar cesó de ser un fantasma negativo después de su muerte en 1830, pero una reaparición cuando se consideró necesario promover la adopción de un Código Civil [el de Andrés Bello] para instaurar el imperio de la ley por sobre el caudillismo que supuestamente representaba Bolívar".

O sea, se convirtió en una figura distante que de vez en cuando se utilizaba "para algunas agendas políticas. José Miguel Infante lo defendió, pero solo para atacar a Bello", dice Jaksic. Y "cuando surgió un entusiasmo americanista en la década de 1860, su nombre aparecía como símbolo de unión". Subercaseaux, por su parte, cree que en la relación de Chile con Bolívar "hay una primera etapa relacionada con los grandes personajes vinculados a la Independencia", quienes lo admiraron como libertador. Luego está la imagen de autoritario "y hacia 1830 nos topamos con la admiración de Portales". También, agrega, fue significativo para liberales como Bilbao y Vicuña Mackenna.

La versión de Encina

Entre 1957 y 1965, Francisco Encina publicó en varios volúmenes su obra "Bolívar y la Independencia de la América Española". En ella, según una reseña de Gonzalo Vial, Encina "crea mitos" y afirma que "la personalidad de Bolívar despertó con dos súbitos golpes: la temprana viudez que siguió a un matrimonio de amor vehemente (caso que el autor compara con el de nuestro Portales) y el segundo viaje a Europa, donde Bolívar presenció la apoteosis de Napoleón". Eso habría encendido "en el futuro Libertador la pasión emancipadora, que en el fondo era un vértigo de gloria personal, al que Bolívar sacrificó todo, lo propio y lo ajeno [...] Pero junto al fantástico, ensimismado en su pasión de gloria, convivían contradictoriamente en Bolívar un estratega intuitivo y genial; un gobernante realista y el asombroso vidente del futuro hispanoamericano, que se reveló en la Carta de Jamaica".

Lo de Encina es una excepción, pues la distancia entre Chile y Bolívar también es historiográfica. Jaksic dice que casi todas las historias generales de Chile lo mencionan, "pero la verdad es que son otros los personajes que predominan, como Diego Portales. Con todo, fue Miguel Luis Amunátegui quien difundió una imagen de Bolívar como personaje impulsivo, atolondrado y dominado por las pasiones. Creo que estaba muy influido por la visión que Bello tenía de Bolívar". Subercaseaux concluye que en Chile "su impronta está mas bien en el nombre de las calles y plazas que en la significación de su ideario. Serán sobre todo poetas del siglo XX -Gabriela Mistral y Neruda, sobre todo- quienes realzan y glorifican la figura del libertador".
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EL GRITO (Gabriela Mistral)
América, América!¡Todo por ella; porque nos vendrá de ella desdicha o bien!
Somos aún México, Venezuela, Chile, el azteca-español, el quechua-español, el araucano-español; pero seremos mañana, cuando la desgracia nos haga crujir entre su dura quijada, un solo dolor y no más que un anhelo.
Maestro: enseña en tu clase el sueño de Bolívar, el vidente primero. Clávalo en el alma de tus discípulos con agudo garfio de convencimiento. Divulga la América, su Bello, su Sarmiento, su Lastarria, su Martí. No seas un ebrio de Europa, un embriagado de lo lejano, por lejano extraño, y además caduco, de hermosa caduquez fatal.
Describe tu América. Haz amar la luminosa meseta mexicana, la verde estepa de Venezuela, la negra selva austral. Dilo todo de tu América; di cómo se canta en la pampa argentina, cómo se arranca la perla en el Caribe, cómo se puebla de blancos la Patagonia.
Periodista: Ten la justicia para tu América total. No desprestigies a Nicaragua, para exaltar a Cuba; ni a Cuba para exaltar la Argentina. Piensa en que llegará la hora en que seamos uno, y entonces tu siembra de desprecio o de sarcasmo te morderá en carne propia.
Artista: Muestra en tu obra la capacidad de finura, la capacidad de sutileza, de exquisitez y hondura a la par, que tenemos. Exprime a tu Lugones, a tu Valencia, a tu Darío y a tu Nervo: Cree en nuestra sensibilidad que puede vibrar como la otra, manar como la otra la gota cristalina y breve de la obra perfecta.
Industrial: Ayúdanos tú a vencer, o siquiera a detener la invasión que llaman inofensiva y que es fatal, de la América rubia que quiere vendérnoslo todo, poblarnos los campos y las ciudades de sus maquinarias, sus telas, hasta de lo que tenemos y no sabemos explotar. Instruye a tu obrero, instruye a tus químicos y a tus ingenieros. Industrial: tú deberías ser el jefe de esta cruzada que abandonas a los idealistas.
¿Odio al yankee? ¡No! Nos está venciendo, nos está arrollando por culpa nuestra, por nuestra languidez tórrida, por nuestro fatalismo indio. Nos está disgregando por obra de algunas de sus virtudes y de todos nuestros vicios raciales. ¿Por qué le odiaríamos? Que odiemos lo que en nosotros nos hace vulnerables a su clavo de acero y de oro: a su voluntad y a su opulencia.
Dirijamos toda la actividad como una flecha hacia este futuro ineludible: la América Española una, unificada por dos cosas estupendas: la lengua que le dio Dios y el Dolor que da el Norte.
Nosotros ensoberbecimos a ese Norte con nuestra inercia; nosotros estamos creando, con nuestra pereza, su opulencia; nosotros le estamos haciendo aparecer, con nuestros odios mezquinos, sereno y hasta justo.
Discutimos incansablemente, mientras él hace, ejecuta; nos despedazamos, mientras él se oprime, como una carne joven, se hace duro y formidable, suelda de vínculos sus estados de mar a mar; hablamos, alegamos, mientras él siembra, funde, asierra, labra, multiplica, forja; crea con fuego, tierra, aire, agua; crea minuto a minuto, educa en su propia fe y se hace por esa fe divino e invencible.
¡América y sólo América! ¡Qué embriaguez semejante futuro, qué hermosura, qué reinado vasto para la libertad y las excelencias mayores!
1922.- Santiago de Chile.
(Revista de Revistas, México, D. F.)
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                                    UN CANTO PARA BOLÍVAR. Pablo Neruda.

PADRE nuestro que estás en la tierra, en el agua, en el aire
de toda nuestra extensa latitud silenciosa,
todo lleva tu nombre, padre, en nuestra morada:
tu apellido la caña levanta a la dulzura,
el estaño bolívar tiene un fulgor bolívar,
el pájaro bolívar sobre el volcán bolívar,
la patata, el salitre, las sombras especiales,
las corrientes, las vetas de fosfórica piedra,
todo lo nuestro viene de tu vida apagada,
tu herencia fueron ríos, llanuras, campanarios,
tu herencia es el pan nuestro de cada día, padre.

Tu pequeño cadáver de capitán valiente
ha extendido en lo inmenso su metálica forma,
de pronto salen dedos tuyos entre la nieve
y el austral pescador saca a la luz de pronto
tu sonrisa, tu voz palpitando en las redes.

De qué color la rosa que junto a tu alma alcemos?
Roja será la rosa que recuerde tu paso.
Cómo serán las manos que toquen tu ceniza?
Rojas serán las manos que en tu ceniza nacen.
Y cómo es la semilla de tu corazón muerto?
Es roja la semilla de tu corazón vivo.

Por eso es hoy la ronda de manos junto a ti.
Junto a mi mano hay otra y hay otra junto a ella,
y otra más, hasta el fondo del continente oscuro.
Y otra mano que tú no conociste entonces
viene también, Bolívar, a estrechar a la tuya:
de Teruel, de Madrid, del Jarama, del Ebro,
de la cárcel, del aire, de los muertos de España
llega esta mano roja que es hija de la tuya.

Capitán, combatiente, donde una boca
grita libertad, donde un oído escucha,
donde un soldado rojo rompe una frente parda,
donde un laurel de libres brota, donde una nueva
bandera se adorna con la sangre de nuestra insigne aurora,
Bolívar, capitán, se divisa tu rostro.
Otra vez entre pólvora y humo tu espada está naciendo.
Otra vez tu bandera con sangre se ha bordado.
Los malvados atacan tu semilla de nuevo,
clavado en otra cruz está el hijo del hombre.

Pero hacia la esperanza nos conduce tu sombra,
el laurel y la luz de tu ejército rojo
a través de la noche de América con tu mirada mira.
Tus ojos que vigilan más allá de los mares,
más allá de los pueblos oprimidos y heridos,
más allá de las negras ciudades incendiadas,
tu voz nace de nuevo, tu mano otra vez nace:
tu ejército defiende las banderas sagradas:
la Libertad sacude las campanas sangrientas,
y un sonido terrible de dolores precede
la aurora enrojecida por la sangre del hombre.
Libertador, un mundo de paz nació en tus brazos.
La paz, el pan, el trigo de tu sangre nacieron,
de nuestra joven sangre venida de tu sangre
saldrán paz, pan y trigo para el mundo que haremos.

Yo conocí a Bolívar una mañana larga,
en Madrid, en la boca del Quinto Regimiento,
Padre, le dije, eres o no eres o quién eres?
Y mirando el Cuartel de la Montaña, dijo:
"Despierto cada cien años cuando despierta el pueblo".
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Instituto de Historia
Pontificia Universidad Católica de Chile

IVÁN JAKSIC
LA REPÚBLICA DEL ORDEN: SIMÓN BOLÍVAR, ANDRÉS BELLO Y LAS TRANSFORMACIONES DEL PENSAMIENTO POLÍTICO DE LA INDEPENDENCIA
ABSTRACT

This essay explores the relationship between Andrés Bello and Simón Bolívar, ar- guing that their history of friendship and misunderstandings had a profound impact on Bello’s decision to come to Chile. It is furthermore argued that Bello would have avoided any references to Bolívar had it not been for the allegations, aired in the press, that he had betrayed the Libertador. However, in the process of responding to the accusations, he conveyed a view of Bolívar that fit well with his own desire to promote the rule of law in Chile and beyond. It is not coincidental, then, that he transmitted highly negative views of Bolívar at the same time that he was about to launch the Civil Code. The essay concludes by suggesting that Bolívar and Bello represent two different perspectives on post-independence republicanism, one infor- med by classical sources, and the other drawing on emerging liberal views on the centrality of civil legislation for the consolidation of the new order in the continent.

Una noticia sorprendente, publicada por el periódico santiaguino semanal El Valdiviano Federal el 19 de marzo de 1843, trajo a colación ciertos eventos ya un tanto lejanos de la independencia hispanoamericana. Específicamente, cómo dos individuos habían traicionado a Simón Bolívar cuando este participaba en una conspiración en contra del gobierno colonial de Caracas. De acuerdo a la noticia, el Libertador había escapado apenas de la furia de las autoridades, que lo forzaron a abandonar la capital. El indignado periodista, José Miguel Infan- te, agregaba:

El Valdiviano llama aquí la atención de los americanos, ¿cual habría sido la suerte de la América si el capitán general [Vicente] Emparán procediendo como el común de los españoles (y según indica aquí el historiador Torrente) hubiese puesto término a los preciosos días del General Bolívar? Ninguno ignora cuánto debe la independencia ame- ricana al valor, a la constancia, y a los talentos de ese hombre singular, y el honor que ha hecho al nuevo mundo contarlo entre sus hijos.

El artículo no terminaba allí. De hecho, hacía revelaciones aún más sorprendentes:

¡Quién lo creería! Pero lo estamos viendo. Uno de esos dos delatores existe colocado en nuestro gabinete desde doce años a la fecha, y lo que es mas con poderosa influencia en todos los negocios políticos de la república, sin conocimiento probablemente por nues- tros gobernantes de su disdensia [sic]. No es ahora que somos sabedores de tan negra delación, con que se intentó cruzar los primeros pasos de Bolívar. Por seis u ocho años, a que leimos con asombro: desde entonces la conciencia nos ha estado estimulando a darles publicidad, pero enemigos constantes de ocuparnos aun de las cosas públicas, si en algun modo afectan a personas, hemos guardado, debemos confesarlo, un silencio indebido…1

¿Quién era aquella persona que había delatado a Bolívar y que ahora ocupaba un puesto importante en el gobierno chileno? Infante no quería dejar dudas al respecto, y de hecho nombró al supuesto culpable, a pesar del riesgo de un juicio por injuria: se trataba, según él, del pensador venezolano y ahora miembro de la administración pública chilena don Andrés Bello. La fuente para la acusación de Infante era el libro de Mariano Torrente, Historia de la revolución hispanoameri- cana (1830), que en efecto nombraba a Bello como uno de los delatores, pero sin ofrecer mayores pruebas al respecto2.
Infante señalaba correctamente que Bello era una persona influyente en los círculos de gobierno: había sido nombrado Oficial Mayor del Ministerio de Ha- cienda por el gobierno de Francisco Antonio Pinto en 1829 y luego había pasado a Relaciones Exteriores con el mismo rango en 1830. Bello era ciudadano chileno desde 1832, senador de la República desde 1837, y para el momento de la noticia era rector de la recientemente creada Universidad de Chile3. Pocas personas goza- ban de su reputación, y aunque había participado en algunas agrias polémicas desde su llegada a Chile y era muy cercano a los gobiernos conservadores de Joaquín Prieto (1831-1841) y Manuel Bulnes (1841-1851), nunca se le había acu- sado de algo tan serio como una traición, y nada menos que al Libertador.
Bello había ido a Chile desde Inglaterra con la esperanza de vivir el resto de sus días dedicado al estudio y al servicio público, pero la acusación destruyó esta aspiración y le obligó a reconstruir un pasado que reveló, entre otras cosas, una relación muy compleja con Simón Bolívar. En este ensayo me propongo describir esta relación a partir de la documentación disponible, y analizar la medida en que Bello y Bolívar compartían ciertas metas políticas como también sostenían ciertas posturas fundamentalmente opuestas.
 
LA ACUSACIÓN

Dada la gravedad de la acusación de Infante, es importante averiguar cuáles eran sus bases. Bello había sido en efecto miembro del gobierno colonial en Cara- cas desde 1802 a 1810, y por lo tanto ocupaba un puesto desde el cual podría haber denunciado una conjura cuando se iniciaba el movimiento revolucionario. Como otros criollos, Bello no tenía serias objeciones al régimen colonial hasta que la crisis imperial le obligó a tomar rumbos políticos diferentes. Había escrito poemas laudatorios al rey Carlos IV y algunos miembros locales de la administración colonial, y era además un funcionario eficiente y bien considerado por sus superio- res. Sería fácil concluir que, dada su posición, se resistiría a aceptar la destrucción del regimen. Sin embargo, cuando el movimiento del 19 de abril de 1810 derrocó al Capitán General Emparán, Bello pasó a ocupar el mismo puesto en el nuevo gobierno. Quizás sea importante recordar que durante el confuso período de crisis entre 1808 y 1810 (como resultado de la invasión napoleónica), los criollos se preguntaban con razón quién tenía la autoridad legítima tanto en España como en las colonias. La respuesta de los criollos de Caracas, como en otras partes del continente, fue la creación de Juntas de Gobierno que pretendían proteger los derechos del cautivo rey Fernando VII. En este contexto, no era difícil para alguien como Bello pasar del servicio de un régimen a otro. Fue solo más tarde, cuando el proceso de independencia se radicalizó, que fue necesario considerar posturas polí- ticas e intelectuales más complejas.
La acusación en contra de Bello fue primeramente hecha en un panfleto publi- cado en Cádiz en 1815 por Esteban Fernández de León, y luego, en 1820, por Pedro de Urquinaona en su Relación documentada del origen y progresos del trastorno de las provincias de Venezuela4. Bello se enteró de esto mientras se encontraba en Londres (1810-1829) e hizo algunas averiguaciones con sus familia- res y amigos que parecieron calmarlo por un tiempo. Su amigo José Angel Alamo, por ejemplo, le dijo desde Caracas, “Estas son tretas de los españoles para dividir- nos, desprestigiarnos y sembrar los odios en nuestras filas. No te preocupes, queri- do Bello, abandona ese carácter vidrioso que tienes. Esa defensa es inoficiosa. Más o menos todos los hombres más notables de la Revolución han sido calumniados. La calumnia es el arma favorita de los españoles para desunirnos y deshonrarnos ante el mundo”5. Su hermano Carlos le planteó lo mismo un poco más brutalmente, “Alamo me dice que tú estás virgen en asuntos de enredos y chismes, porque tuviste la suerte de salirte pronto de esta chambrana”, sugiriendo de esta manera que la acusación era totalmente ridícula6.
 
Sin embargo, la acusación adquirió vida propia. En 1829, fue estampada por José Domingo Díaz en su Recuerdos sobre la rebellion de Caracas. Díaz y Bello habían trabajado juntos en el gobierno colonial, pero luego del movimiento del 19 de abril, el primero abrazó fervientemente la causa realista. En su libro, Díaz declaró que “El teniente del batallón veterano don Mauricio Ayala, y el oficial mayor de la secretaría de la capitanía general, don Andrés Bello, que era del número de los conjurados, se habían presentado al Gobernador, delatándose como tales y comunicándole hasta los más escondidos secretos”. Hacia el final del libro, y de manera contradictoria, Díaz nombraba a Bello entre los que “ejecutaron el proyecto de clavar en el corazón de mi patria el puñal de la rebelión más indecente e insensata”7. Díaz no había sido testigo de este u otros eventos de la revolución, puesto que se encontraba fuera del país desde 1808 hasta después del movimiento del 19 de abril de 1810. Además, no citaba sus fuentes de información. Pero la acusación se mantuvo, y fue repetida por Torren- te y otros historiadores posteriores8.
 
Como se mencionó anteriormente, Bello no respondió a los ataques de El Valdi- viano Federal, pero se propuso entregar su versión de los hechos. El manuscrito resultante, desgraciadamente, no alcanzó a ver la luz debido al incendio de la imprenta de El Mercurio en 18439. Bello, sin embargo, encontró manera de comu- nicar sus recuerdos sin tener que participar en polémicas públicas. Así, cuando Juan María Gutiérrez le pidió algunos datos biográficos para su compilación de poesía americana10, Bello respondió de inmediato,

Me apresuro a contestar la favorecida de V. del 6 [de enero de 1846], diciéndole que mi nacimiento fue en Caracas, donde, si V. a leído a Torrente, habrá visto que el año de 1810 ocupaba yo el destino de Oficial Mayor en la Secretaría de la Capitanía General. A propósito de Torrente y de lo que este caballero me atribuye y que yo nunca he pensado que valía la pena de contradecirlo, a pesar de haberlo exagerado y envenenado los dos periódicos más despreciables que creo se han publicado en América [El Valdiviano Federal y El Demócrata] sabrá V. que la especie no es invención de Torrente, escritor, aunque apasionado contra nosotros, incapaz de calumniar gratuitamente, y más a quien no conocía, sino copiada al pie de la letra de un opúsculo publicado por un médico caraqueño realista empecinado, y autor de varias otras obras en prosa y verso, que yo había tenido el atrevimiento de criticar. Esta explicación, por supuesto, es exclusiva- mente para V.; no para el público. La notoria confianza que yo he merecido a todos los gobiernos de mi patria incluso el General Bolívar (de quien recibí cartas altamente honoríficas aun en Chile), es una refutación mucho más concluyente que cualquiera contradicción mía. Pero gozando de esa confianza, ¿cómo pude renunciar a mi patria y venir a Chile? Esto exigiría largas explicaciones, y me lisonjeo de poder darlas a V. verbalmente porque me interesa mucho la buena opinión de personas como V.11 [el subrayado es mío, en esta y otras citas]

Huelga decir que este es un párrafo notable. Confirma el hecho que Bello pensaba innecesario refutar públicamente los cargos de Infante. También de- muestra que veía a Díaz como la verdadera fuente de Torrente, y que tenía una idea clara de las motivaciones del primero. Además, Bello ofrecía como prueba de su inocencia el que había gozado de la confianza de varios gobiernos de su patria, incluyendo el de Bolívar. El énfasis en las cartas “altamente honoríficas” es también bastante revelador, puesto que para él esto demostraba que Bolívar mismo no daba ningún crédito a los rumores en circulación. Al mismo tiempo, Bello no se sentía muy cómodo ante la pregunta (que él mismo se hacía) de por qué se había ido a Chile, a pesar de contar con el supuesto apoyo del Libertador. Una respuesta a esta pregunta, enfatizó, requeriría explicaciones que prefería dar en privado.
Tales afirmaciones plantean una serie de preguntas adicionales. ¿Por qué, en efecto, había dicho tan poco sobre Bolívar en sus cartas y otros escritos desde su llegada a Chile en 1829, hasta 1846, cuando respondió a las preguntas de Gutié- rrez? ¿Por qué dejó el servicio de Gran Colombia en Londres para irse a Chile?
¿Cuál era la naturaleza de sus relaciones con Simón Bolívar?

LAS REMINISCENCIAS BOLIVARIANAS DE BELLO

Una manera de contestar estas preguntas es el examen de las opiniones vertidas por Bello sobre Bolívar, junto a un examen de la correspondencia u otras referencias de Bolívar sobre Bello. También, y quizás aún más importante, es analizar los even- tos de la independencia que colocaron a Bolívar y Bello en sus respectivos lugares, uno como líder militar y político, y el otro como funcionario diplomático subordina- do primero, pero luego como figura de gran proyección intelectual en el continente.
En relación a las perspectivas de Bello sobre Bolívar, tenemos la fortuna de contar con una serie de impresiones cuidadosamente elaboradas que el pensador venezolano entregó a los hermanos Miguel Luis (1828-1888) y Gregorio Víctor (1830-1898) Amunátegui. Estos jóvenes historiadores publicaron la primera bio- grafía de Bello, titulada simplemente Don Andrés Bello, en 1854. Ambos eran estudiantes de Bello, y apenas pasaban de los veinte años cuando redactaron las páginas sobre la vida de su maestro. Dado que no sabían mucho de los sucesos de la independencia, o de la vida de Bello anterior a Chile, reprodujeron los comenta- rios del venezolano tal como este se los entregó. Es decir que el historiador con- temporáneo puede leer sus páginas como una transcripción, si bien poco pulida, bastante fiel a las palabras de Bello. Este último tenía en ese momento 73 años, y probablemente no esperaba vivir mucho tiempo más12.
La primera referencia de Bello a Bolívar tiene que ver con la educación del Libertador. Como es bien sabido, este no gozó de una infancia estable debido a su orfandad y a la forzosa tutela a la que debió ser sometido por sus parientes. Niño aún, resistió incluso la tutela de Simón Rodríguez, de quien se haría muy cercano en el futuro. Pero antes de salir para España en 1799, Bolívar estudió con Bello, probablemente entre los años 1797 y 179813. He aquí como los hermanos Amuná- tegui transmitieron los recuerdos de Bello

Entre los varios discípulos que se le confiaron durante esta temporada, se contó Simón Bolívar que solo era dos años y medio menor que Bello, y al cual este enseñó la geografía. Como todo lo que se refiere a los grandes hombres interesa, diremos aquí que este alumno aprovechó poco bajo la dirección de don Andrés; tenía, como quizá no habría necesidad de advertirlo, un gran talento, pero ninguna aplicación; así fue que lo que aprendió de geografía fue poco o nada14.

No es este un comentario particularmente lisonjero, que demuestra que Bello no tenía ninguna intención de idealizar la figura del Libertador, o la relación entre ambos. Reconoció, sin embargo, la generosidad del joven aristócrata, dado que le

12 Además de lo incluido en DAB54 y VIDA, Miguel Luis Amunátegui proporcionó datos bio- gráficos adicionales en el tomo II (5-242) de sus Ensayos biográficos, 4 tomos. Santiago, Imprenta Nacional, 1893-1896.
13 No existe una fecha precisa para el período en que Bello enseñó a Bolívar, pero el contexto de la referencia sugiere que esto ocurrió durante los primeros años de educación universitaria. Bello ingresó a la Pontífica Universidad de Caracas en 1797. Bello tenía 16 y Bolívar 14 años en ese momento. Sobre la primera educación de Bolívar véase Gustavo Adolfo Ruiz, La educación de Bolí- var. Caracas, Fondo Editorial Tropykos, 1991.
14 DAB54, 21-22.

regaló “un traje completo” por sus servicios. Bolívar, por su parte, recordaba este episodio de una manera muy diferente. En una carta a Francisco de Paula Santan- der, Bolívar mencionó con orgullo que “no es cierto que mi educación fue muy descuidada, puesto que mi madre y mis tutores hicieron cuanto era posible por que yo aprendiese: me buscaron maestros de primer orden en mi país. Robinson [Simón Rodríguez], que V. conoce, fue mi maestro de primeras letras y gramática; de bellas letras y geografía, nuestro famoso Bello”15.
Las referencias de Bello sobre Bolívar no son completamente negativas, pero co- munican algo de distancia, sarcasmo y dolorida molestia. Durante la primera década del siglo XIX, Bello y Bolívar participaban en varios salones literarios en Caracas. Bello era para entonces funcionario de la administración colonial, y Bolívar había regresado de su segundo viaje por Europa (1803-1807). En uno de esos encuentros, Bello presentó su traducción de La Eneida de Virgilio (Libro V), y el Zulime de Voltaire. Bello contó a los Amunátegui que la primera había sido calurosamente acogi- da por Bolívar, “Cuyo voto era digno de estimación en materias de gusto,” pero señaló que su campatriota criticó duramente la segunda. Bello concedió que Zulime no era en verdad la mejor de las obras de Voltaire, pero no olvidó jamás el incidente16.

LA MISIÓN DIPLOMÁTICA A LONDRES

Andrés Bello siguió en funciones de gobierno en Caracas luego de la revolu- ción de abril. En esa capacidad, redactó la famosa carta de respuesta a la Regencia española (3 de mayo de 1810), en la que la Junta de Caracas rehusaba reconocer la precaria autoridad proveniente de Cádiz. Bello reconoció su autoría de este docu- mento (cosa que no hacía frecuentemente) en la carta a Gutiérrez, como una mane- ra de demostrar su aporte al proceso de independencia17. En su época, la Junta de Caracas nombró a Bolívar y a Luis López Méndez para negociar un acuerdo con Gran Bretaña. Estos, a su vez, pidieron específicamente que Bello los acompañara como secretario de la misión. Con la aprobación de la Junta, los tres personeros salieron de Venezuela el 10 de junio y llegaron a Londres un mes después.
Es en el contexto de las entrevistas de los miembros de la misión con Richard Wellesley, el Foreign Secretary británico, que aparecen otras impresiones de Bolí- var suministradas por Bello a los Amunátegui:

A la primera conferencia [16 de julio de 1810] asistieron juntos Bolívar, Méndez y Bello; el primero llevaba la palabra. Tan luego como estuvieron en presencia del ministro británico, Bolívar, poco experto en los usos de la diplomacia, cometió la ligereza de entregar a Wellesley, no solo sus credenciales, sino también el pliego que contenía sus instrucciones. Valiéndose en seguida de la lengua francesa que hablaba con la mayor perfección, comenzó a dirigirle un elocuente discurso, desahogo sincero de las pasiones fogosas que animaban al orador, lleno de alusiones ofensivas a la metrópoli y de deseos y esperanzas de una independencia absoluta.

Wellesley respondió señalando que las instrucciones de la Junta eran contrarias a lo planteado por Bolívar, ya que estas se referían solamente a acuerdos puntuales. Bello, quien consideraba a su compatriota como una persona apasionada y descui- dada, contó a los Amunátegui que Bolívar “no se había tomado el trabajo de pasar los ojos por aquellos papeles”18. Miguel Luis Amunátegui relató el mismo inciden- te, con mínimos cambios, en 1882, cuando publicó sus clásica biogafía de Bello19. Varios historiadores posteriores han seguido su recuento, incluyendo Gerhard Ma- sur, autor de una de las más importantes biografías de Bolívar, calificando la acción de Bolívar como un “remarkable blunder” (notable error)20. Si bien Bello describió correctamente los parámetros generales del encuentro, su descripción de Bolívar es menos que objetiva. Como ha sugerido el estudioso venezolano Tomás Polanco Alcántara, Bolívar puede haber simplemente exagerado la postura de la Junta en función de obtener mayores concesiones21. Esto es plausible y agrega por lo menos mayor matiz a lo ocurrido en ese encuentro. Pero lo importante es que Bello comunicó una imagen negativa, aunque no hostil, de la personalidad de Bolívar. ¿Qué razones podía tener? ¿Qué puede haber ocurrido entre estos amigos desde que estuvieron juntos en Londres en 1810 y la muerte de Bolívar en 1830?
Estos años se cuentan entre los más difíciles para ambos caraqueños. Bolívar padeció el colapso de la Patria Boba, el quiebre con Francisco Miranda, además del exilio y la derrota antes de lograr las victorias políticas y militares que aseguraron la independencia hispanoamericana. Pero a poco andar, a mediados de la década de 1820, debió enfrentar la rebelión de José Antonio Páez, el quie- bre con Francisco de Paula Santander, un intento de asesinato en 1828, y el colapso final de Gran Colombia en 1830. Bello, por su parte, debió sufrir años de miseria, ausencia de noticias por parte de sus seres queridos en Venezuela, la muerte de su primera esposa y tercer hijo, y la incertidumbre de su empleo en las legaciones de Chile y Gran Colombia en Londres. Luego de esta exploración respecto a las mutuas percepciones, cabe ahora intentar explicar por qué Bello dejó Inglaterra para ir a Chile.

TENSIONES Y MALOS ENTENDIDOS

Andrés Bello le dijo a los hermanos Amunátegui que, luego de tantos años de servicio a la causa de la independencia hispanoamericana, y en particular a Gran Colombia (que representó como Secretario de Legación en Londres a partir de 1825), esperaba algún tipo de reconocimiento. Sin embargo, “en vez de la recom- pensa merecida, recibió algunos de esos desaires que hieren en lo vivo a las almas pundonorosas”22. El primero de tales desaires fue un cambio en la estructura sala- rial de la legación, mediante la cual el ministro veía aumentado su sueldo, mientras que el de Bello se mantenía al mismo nivel. Este quedó convencido que Bolívar había tomado esta decisión personal y deliberadamente. Además, los pagos eran efectuados con poca regularidad, lo que en una ocasión le forzó a adquirir un préstamo con el cual pagar su sueldo y el de los otros empleados de la legación. En un intento por mejorar su situación, pidió un traslado a otra representación colom- biana en Europa. Pero cuando finalmente llegó la autorización para su traslado ya sea a Francia o Portugal, se dio cuenta que esto involucraba un salario menor, o incluso un descenso en la escala diplomática. En ese momento, en 1828, Bello llegó al límite de su desesperación:

Esta postergación, este desaire de su gobierno agotó la paciencia de Bello y colmó la medida de su sufrimiento. El hecho referido le manifestaba que había ánimo deliberado de ofenderle, de humillarle. Lo gratuito del agravio contribuía a hacerlo más punzante y envenenado. ¿Qué motivo medio razonable, que pretexto plausible paliaba siquiera al- gún tanto semejante injusticia? Ninguno… El motivo real era la soberbia de Bolívar; el pretexto, algunos chismes de antesala indignos de ser escuchados por un gobernante. El libertador de Colombia se había envanecido con el poder; y como otros favoritos de la victoria, gustaba mucho de que se le adulase. Bello, limitándose en sus comunicaciones a hablar de negocios, no se abatía delante de uno de sus antiguos camaradas, a quien aun había dado lecciones, y por consiguiente, no le quemaba el incienso que exigía. Era esa su falta, era ese su crimen para el gobierno de su nación23.

Fue así que Bello decidió dejar el servicio de Gran Colombia y aceptar la oferta del gobierno de Chile para asumir el puesto de Oficial Mayor en uno de los ministerios. A pesar de los esfuerzos de su amigo José Fernández Madrid por disuadirlo, Bello abandonó Inglaterra rumbo a Valparaíso el 14 de febrero de 1829. Fernández Madrid, en su calidad de jefe de legación, había escrito a Bolívar advir- tiéndole que el peligro de perder a Bello era real e incluso inminente. Ante esto, Bolívar se apresuró a responder,

Ultimamente se le han mandado tres mil pesos a Bello para que pase a Francia; y yo ruego a Ud. encarecidamente que no deje perder a ese ilustrado amigo en el país de la anarquía [Chile]. Persuada Ud. a Bello que lo menos malo que tiene la América es  Colombia, y que si quiere ser empleado en este país, que lo diga y se le dará un buen destino. Su patria debe ser preferida a todo: y él digno de ocupar un puesto muy importante en ella. Yo conozco la superioridad de este caraqueño contemporáneo mío: fue mi maestro cuando teníamos la misma edad; y yo le amaba con respeto. Su esquivez nos ha tenido separados en cierto modo, y, por lo mismo, deseo reconciliarme: es decir, ganarlo para Colombia24.

Resulta difícil dudar de la sinceridad de las declaraciones de ambos amigos. Bello estaba plenamente justificado en ver los interminables trámites respecto a su situación como el resultado de una malquerencia de Bolívar. Quizás estaba menos justificado en pensar que lo que de él requería Bolívar era la adulación, y además no hay ninguna evidencia que algún individuo haya intervenido para predisponer al Libertador en contra de Bello. Quizás haya algo de verdad en la sorpresa, y hasta enojo, sentido por Bolívar al leer la “Alocución a la poesía” de su amigo caraque- ño, en tanto se celebraban allí las glorias de Miranda mientras que las propias eran mencionadas con algo de distancia. Louis Peru de Lacroix señaló esto en su Diario de Bucaramanga en 1828, y un estudioso contemporáneo, Antonio Cussen, ha hecho muy buenos argumentos a favor de esta interpretación25.
Sin embargo, resulta difícil dudar de la sinceridad de Bolívar al considerar la carta que dirigió a Fernández Madrid para impedir la salida de Bello a Chile. La gravedad de los problemas del Libertador entre 1827 y 1828 hacen poco probable una acción deliberada en contra de un oficial de poco rango en el servicio diplomá- tico, quien además se encontraba en ese momento tramitando algunos importantes negocios personales en Londres. Pero no hay duda que había alguna tensión entre ambos. Bolívar la manifestaba al señalar el carácter “esquivo” de Bello, aludiendo quizás a lo que Alamo anteriormente había referido como la personalidad “vidrio- sa” del poeta e intelectual. Quizás aun más importante es el que Bolívar reconocie- ra que había suficiente distancia como para querer una reconciliación. Fernández Madrid envió copia de la carta de Bolívar a Bello, quien la guardó y utilizó como evidencia del reconocimiento que incluso Bolívar le había dado por sus servicios. Este es el motivo por el cual, en la carta de 1846 a Juan María Gutiérrez, Bello habló de “la notoria confianza que yo he merecido de todos los gobiernos de mi patria incluso el General Bolívar”.
 
Es importante no perder de vista el contexto que obligó a Bello el hacer ciertas reminiscencias públicas sobre Bolívar: se había ido a Chile para rehacer su vida lejos de los amargos conflictos de la era de la independencia. Sin embargo, la acusación de Infante le obligó a romper el silencio. Bello estaba convencido que la evidencia más concluyente de su inocencia provenía de Bolívar mismo, a través de la carta de este a Fernández Madrid, dado que la supuesta víctima de la traición no tenía dudas acerca de la integridad de Bello. Pero en el proceso de resolver un problema Bello creó uno nuevo, y que era el explicar por qué, a pesar del apoyo de Bolívar, se había ido a Chile. A Gutiérrez le dijo que de estas materias prefería hablar en privado, pero en la década de 1850, pensando quizás que había pasado suficiente tiempo, y que a él mismo no le quedaba mucho, permitió que los Amu- nátegui refirieran su versión por escrito. Quedó claro, entonces, que había bastante más en la relación con el Libertador de lo que se suponía públicamente. Sin embar- go, lo dicho por Bello a sus discípulos es solo una fracción de lo que ahora conocemos de la relación entre este y Bolívar. Los momentos claves de esta rela- ción tuvieron lugar en el momento en que Bello se encontraba en Londres, y Bolívar recorría el continente sudamericano tratando infructuosamente de mantener la frágil unidad conseguida durante la guerra de independencia.

LA INDEPENDENCIA Y LAS OPCIONES POLÍTICAS

Bolívar y Bello tuvieron muy poco contacto entre 1810, cuando el primero dejó Londres para volver a Venezuela, y 1826, cuando iniciaron una correspondencia en torno a varios asuntos de negocios26. Bello tenía mayor conocimiento de los pasos del Libertador, puesto que eran frecuentemente cubiertos en la prensa británica, y sobre todo a partir de las victorias militares de Boyacá (1819) y Carabobo (1821), cuando Bolívar pasó a ser un verdadero centro de atención27. La independencia hispanoamericana era ya casi una realidad, luego del pronunciamiento de Rafael Riego en España en 1820, que prácticamente destruyó los planes militares de Fer- nando VII con respecto a las ex colonias. Es aproximadamente en esta época en que Bello redactó su “Alocución a la poesía” (poema publicado en la revista Bi- blioteca Americana en 1823), y cuando participó activamente en la promoción de la monarquía constitucional como modelo político de la posindependencia.
El poema de Bello, como se mencionó anteriormente, relataba los principales eventos y las hazaña de los grandes héroes de la guerra, pero curiosamente presta- ba poca atención a Bolívar. El poeta dedicaba 30 versos de elogio a Francisco Miranda, el hombre a quien Bolívar hacía responsable del colapso de la primera república, en tanto que 29 eran de cautelosa alabanza a los hechos del Libertador, incluyendo un verso bastante evasivo, “Mas no a mi debil voz la larga suma/ de sus victorias numerar compete/ a ingenio más feliz, más docta pluma/ su grata patria encargo tal comete”28. Es legítimo suponer, por tanto, que al leer estas líneas Bolívar se pudo haber ofendido, pero esto no ocurrió hasta 1828, como registró Peru de Lacroix en Bucaramanga.
 
Por su parte, Bello tenía razones para sentirse abandonado, puesto que se encontra- ba sin empleo en Londres precisamente cuando Bolívar ganaba victoria tras victoria. La más clara evidencia de este sentimiento proviene de Antonio José de Irisarri, el ministro plenipotenciario de Chile en Londres. El 21 de marzo de 1821, este le escribió a Bello, “Ud. podrá ser todo lo amigo que quiera del General Bolívar, proclamarse su partidario, pero yo sin ser ni lo uno ni lo otro, sin tener de este individuo otro conoci- miento que sus hazañas, no puedo entenderlo tan grande cuando no sabe aprovecharse de hombres como Ud. La situación a que lo ha reducido el patriotismo de Ud. debiera ser prontamente satisfecha por este general; de otra manera será preciso calificarlo de inconstante en la amistad y de poco o nada atinado en la elección de sujetos sabios y virtuosos”29. Incluso si Bello no lo pensó primero, esta conclusión le fue presentada directamente por una persona que respetaba y que eventualmente le ofreció un cargo como secretario de la legación de Chile en mayo de 1822.
Bello había colaborado con Irisarri en la revista El Censor Americano, que publi- có cuatro tomos en Londres en 1820. Esta revista promovía la independencia, pero también la monarquía constitucional. Esta opción le causó problemas a Bello, sobre todo cuando su carta a Fray Servando Teresa de Mier (1821), en que la defendía, fue interceptada y terminó en las manos de Pedro Gual, el ministro de relaciones exterio- res de Gran Colombia. Como resultado de esto, Bello sufrió el ostracismo, pero no hay evidencia que haya culpado directamente a Bolívar por ello30. Sin embargo, se sintió profundamente afectado por lo que resultó ser un obvio cambio de actitud de parte de sus compatriotas. Pensó que tal vez Mier había tenido algo que ver, quizás haciendo referencia a las ideas de Bello a alguna persona en posición de dañarlo, pero el patriota mexicano le aseguró que esto no era así31. De todos modos, el tema de la monarquía constitucional dejó de ser una barrera para 1825, cuando Bello fue juramentado como secretario de la legación de Colombia en Londres. Este fue un gran momento para él y para Gran Colombia, puesto que ese año se firmó el Tratado de Amistad, Navegación y Comercio con Gran Bretaña. Fue, sin embargo, tristemen- te breve, puesto que al poco tiempo se desató la crisis financiera de 1825-26, que implicó un fuerte escepticismo británico respecto a las perspectivas de éxito para las nuevas naciones. Un Bello desalentado le escribió a José Rafael Revenga, “¡Qué súbita y dolorosa caída del punto en que nos hallábamos pocos meses ha! Y lo peor es que la tempestad comienza ahora… ¡Gran Dios! ¿Tantos sacrificios, tanta sangre, tanta gloria, pararán en deshonor y ruina?”32.

En este contexto, Bello hubo de enfrentar todo tipo de problemas en la lega- ción, pero entre ellos uno en particular le resultó muy difícil: una fuerte desave- niencia con su jefe, Manuel José Hurtado, quien le trataba fríamente y que además le excluía de ciertas funciones diplomáticas. Fue en este momento en que Bello, por primera vez, se dirigió directamente a Bolívar para pedir su ayuda:

En todas mis anteriores, me he abstenido de hablar a Vuestra Excelencia de cosas personales. Pero mi situación es tal, que no puedo diferirlo más tiempo. Mi destino presente no me proporciona, sino lo muy preciso para mi subsistencia y la de mi fami- lia, que es algo ya crecida. Carezco de los medios necesarios, aun para dar una educa- ción decente a mis hijos; mi constitución, por otra parte, se debilita; me lleno de arrugas y canas; y veo delante de mí, no digo la pobreza, que ni a mí, ni a mi familia espantaría, pues ya estamos hechos a tolerarla, sino la mendicidad. Dígnese Vuestra Excelencia interponer su poderoso influjo a favor de un honrado y fiel servidor de la causa de América, para que se me conceda algo de más importancia en mi carrera actual. Soy el decano de todos los secretarios de legación en Londres, y aunque no el más inútil, el que de todos ellos es tratado con menos consideración por su propio jefe33.

Bello terminó esta patética carta apelando a la compasión del Libertador para con su familia. Era muy raro que hiciera este tipo de peticiones tan personales y directas, pero el 21 de abril de 1827 sintió que debía repetirla. Para ese momento, Bello se había enterado de la nueva situación salarial, que consideraba una injusti- cia. Le escribió entonces a Bolívar que “me es sensible la disposición citada, no por el perjuicio pecuniario que me irroga (aunque, en mis circunstancias, grave) sino por la especie de desaire que lo acompaña”. Agregó además que “estoy ya a las puertas de la vejez, y no veo otra perspectiva que la de legar a mis hijos por herencia la mendicidad”34. Esta sería su última comunicación tan personal con el Libertador. De allí en adelante, limitó su correspondencia a los asuntos pendientes de negocios, y comenzó a buscar otro empleo. A la edad de 46 años, no era tan viejo como parecía sentirse, pero estaba muy afectado, casi convencido que Bolí- var tenía alguna razón para postergarlo.
 
La correspondencia de Bolívar, sin embargo, no revela ningún deseo de herir a Bello. Pero aparte de sus múltiples problemas, es obvio que se sentía muy frustra- do por la falta de progreso en los negocios que manejaba Bello en Londres, y que al hacer referencia a ellos parecía insensible a la delicada situación personal de su compatriota. En carta fechada 21 de febrero de 1827 a José Fernández Madrid, Bolívar hizo la siguiente declaración: “Ruego a Vd. haga conocer el contenido de esta carta a mi amigo Bello, a quien saludo con la amistad y el cariño que siempre le he profesado”35. Luego, el 16 de junio de mismo año, respondió directamente a Bello que He tenido el gusto de recibir las cartas de Vd. del 21 de abril; y a la verdad siento infinito la situación en que Vd. se halla colocado con respecto a su destino y la renta. Yo no estoy encargado de las relaciones exteriores, pues que el general Santander es el que ejerce el poder ejecutivo. Desde luego, yo le recomendaría el reclamo de Vd.; pero mi influjo para con él es muy débil, y nada obtendría. Sin embargo, le he dicho a Revenga que escriba al secretario del exterior, interesándole en favor de Vd.

Si bien es probable que la lectura de estas líneas haya tenido un efecto favora- ble en Bello, este debió haber sido arruinado con la frase en que Bolívar, inmedia- tamente a continuación, decía, “Siento mucho que Vd. no haya concluido ningún negocio con los directores de las minas de Aroa… ellos gozan de la propiedad, y yo quedo en una incertidumbre desagradable y prejudicial”36. Con esto, Bolívar se refería a la venta de sus minas de cobre en el valle de Aroa, que venía intentando desde hace un tiempo, pero que para 1827, cuando su fortuna personal había casi desaparecido, quiso finiquitar. En la carta del 21 de febrero había nombrado a Fernández Madrid, Bello, y Santos Michelena como sus agentes en Londres, pero en la del 16 de junio dejó claro que consideraba a Bello como el principal respon- sable. Este último hizo lo posible por cerrar el negocio, pero todo tipo de dilacio- nes y pedidos de documentación adicional lo prolongaban interminablemente. Fue solo el 3 de enero de 1828 que pudo hacer un reporte del estado de las negociacio- nes, y solo el 3 de julio que, con Fernández Madrid, comunicaron el haber obtenido un contrato. Pero este debió sufrir aún más atrasos. Bolívar, entretanto, no podía entender qué pasaba. De hecho, la venta nunca se realizó, al menos durante la vida que le quedaba37.
 
La venta de las minas de Aroa fue frustrante para todos los involucrados en ella. Justo cuando Bolívar y Bello habían reestablecido el contacto personal, luego de tan largo silencio, las minas dominaron las comunicaciones. Todas las cartas de Bolívar se referían al negocio y, por necesidad, también las de Bello. Amistad, afecto, admi- ración, respeto, eran sentimientos aludidos por ambos, pero es claro que el tema de las minas era insoslayable e introducía una desagradable tensión en las cartas. No hay ninguna duda de lo que pensaba Bolívar, como lo muestra una carta al general Pedro Briceño Méndez fechada 21 de noviembre de 1828 en que le dice “He ordena- do a mi hermana Antonia que dé un poder especial al señor Gabriel Camacho para que siga y concluya el pleito de las minas de Aroa, para ver si salgo de este asunto, que me tiene sumamente aburrido”38. Dado el carácter sensible de Bello, la falta de resolución a sus pedidos, más la impaciencia de Bolívar, no es sorprendente que haya buscado salir de esta situación imposible aceptando una oferta del gobierno de Chi- le39. Además, Bello quería dejar atrás su relación con Bolívar, puesto que estaba convencido que este tenía algo grave en su contra. Es por eso que, ya en Chile, no habló del Libertador hasta que la acusación de Infante en 1843 le obligó a hacerlo. Bolívar, por su parte, hizo lo posible por no perder a Bello. Como lo demuestra su carta de abril de 1829, cuando Bello se encontraba ya en el medio del Atlántico, entendía la magnitud de esta pérdida y dio libre curso a sus sentimientos. Para el dolido Bello, esto era insuficiente, y llegaba demasiado tarde.

IDEALES POLÍTICOS

Como se ha mencionado anteriormente, Bello no hizo mayores referencias a Bolívar hasta que la acusación de Infante le forzó a pronunciarse, aunque mucho más tarde y en la forma cautelosa y crítica en que comunicó sus opiniones a los hermanos Amunátegui. Resulta tentador concluir que Bello quería simplemente defenderse de una acusación que tanto dañaba su reputación. Pero había transcurri- do una década entre la publicación del artículo de El Valdiviano Federal y sus propios recuerdos autobiográficos, período en el cual su influencia había alcanzado su apogeo. Infante mismo había muerto en 1844, y nadie más blandía esta acusa- ción en contra suya. De modo que no habiendo una necesidad urgente de defender- se, la imagen de un Bolívar apasionado y descuidado puede haber cumplido otros propósitos, especialmente en una época en que el pensamiento político latinoameri- cano derivaba gradualmente de un republicanismo clásico al liberalismo moderno. A continuación, hago un examen de lo que estos dos líderes guardan en común, como también aquello que los separa políticamente.
 
A pesar de las obvias diferencias personales, Bolívar y Bello compartían objeti- vos muy similares. Ambos habían adquirido sus convicciones políticas como resul- tado de diferentes experiencias y perspectivas, pero al final de cuentas ambos buscaban conseguir las mismas metas de unidad y estabilidad política. Ambos entendían que la época de las monarquías absolutas había terminado, y temían que el desorden prevalecieran si las nuevas repúblicas no se preparaban para enfrentar los desafíos de la posindependencia. Bolívar era un militar, y su perspectiva res- pecto a tales desafíos reflejaban esta formación y posición. Bello, por su parte, era un intelectual cuyos esfuerzos estaban orientados a una concepción de la organiza- ción nacional e internacional. La vida de Bolívar terminó abruptamente en 1830, cuando contempló el colapso total de sus ideales políticos. Su relación con Bello había sufrido un daño irreversible, y sin embargo fue Bello quien con más éxito llevó adelante la tarea inconclusa del Libertador.
La educación de Bolívar no fue tan sistemática como la de Bello, quien además tenía una inclinación natural hacia el estudio. Pero leía vorazmente, y además había tenido la oportunidad en Europa de observar directamente eventos políticos de primera magnitud, conocer personalmente a varias figuras políticas e intelectua- les y expandir su conocimiento de idiomas, especialmente el francés. Bolívar era el producto típico de la Ilustración, y como tal absorbió su énfasis en los clásicos de la antigüedad. Manifestó una gran cercanía a las obras de Plutarco, Julio César, Tácito, Cicerón, Ovidio y Virgilio cuyos libros lleva consigo incluso en sus campa-

ñas militares40. Las múltiples referencias de Bolívar a los autores clásicos que se encuentran en su correspondencia se refieren a ejemplos de virtud política y a líderes como Alejandro el Grande, Julio César y Nerón; fundadores de repúblicas como Teseo, Licurgo y Pompilio Numa; filósofos y tribunos como Platón, Séneca, Cicerón y Catón y varios héroes extraídos de la Ilíada, la Odisea, y la Eneida. No debiera resultar sorprendente, entonces, que el republicanismo de Bolívar estuviese influido por las fuentes clásicas, como ocurrió también con los líderes de las revoluciones norteamericana y francesa41.
Quizás el ejemplo más claro de esta influencia clásica se encuentra en su énfasis en el concepto de virtud política, que ya se observa en el “Manifiesto de Cartagena” de 1812. Allí, explicó el colapso de la primera república venezolana como el resultado de una desafortunada imitación del sistema constitucional de los Estados Unidos. Bolívar pensaba que el desorden y caos resultante no se debía a la constitución misma, sino que a la ausencia de virtud política que era parte fundamental del éxito de las repúblicas de la antigüedad y del más reciente ejemplo de los Estados Unidos. Como dijo en este Manifiesto, “todavía nuestros conciudadanos no se hallan en aptitud de ejercer por sí mismos y ampliamente sus derechos porque carecen de las virtudes políticas que caracterizan al verdadero republicano”42. Con esto se refería a la increíble violencia desatada a raíz de la independencia, que en parte provenía de los sectores pardos. Desde su perspectiva, la libertad recientemente adquirida había degenerado en anar- quía, la que a su vez había destruido la primera república. Más tarde, en su “Carta de Jamaica” (1815), expresó su convicción de que serían repúblicas y no monarquías las que surgirían de la lucha por la independencia. En esta carta, hizo una reflexión irónica respecto al sistema federal, que consideraba el más perfecto, pero que resultaba inapli- cable a las realidades hispanoamericanas debido a la ausencia de “virtudes políticas”. Los habitantes del continente, corrompidos por siglos de absolutismo español, no ha- bían podido desarrollar el espíritu cívico necesario para el autogobierno, y mucho menos para un sistema como el norteamericano. Como dijo, “No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros”43. Años más tarde,en el “Discurso de Angostura” (1819), citó a Montesquieu para los efectos de que la ley debía reflejar las costumbres, ubicación, geografía y otras condiciones el país en que se aplicaban, lo que hacía nuevamente inaplicable el sistema federal en territorio hispanoamericano44. Hacia el final de sus días, reiteró esta convicción en una carta a su amigo el general Daniel O’Leary, “Todavía tengo menos inclinación a tratar del go- bierno federal, semejante forma social es una anarquía regularizada, o más bien, es la ley que prescribe implícitamente la obligación de disociarse y arruinar el estado con todos sus individuos. Yo pienso que mejor sería para la América adoptar el Corán que el gobierno de los Estados Unidos, aunque es el mejor del mundo”45.
 
El pesimismo de Bolívar respecto a la virtud política de sus compatriotas no era definitivo puesto que, al final de cuentas, se debía al colonialismo español. El republicanismo, afirmaba, habría de triunfar en Hispanoamérica, una vez que cier- tas características de este modelo político se adaptaran a las circunstancias del continente. El primer bosquejo de tal república fue planteado en el “Discurso de Angostura”, momento en el que Bolívar había establecido una cabeza de puente en el interior venezolano: “Un gobierno republicano ha sido, es y debe ser el de Venezuela; sus bases deben ser la soberanía del pueblo: la división de los poderes, la libertad civil, la proscripción de la esclavitud, la abolición de la monarquía y de los privilegios”46. Combinaba así elementos del republicanismo antiguo y moderno que eran representados en el discurso por Roma y Gran Bretaña, respectivamente. Este último país era una monarquía, sistema que el rechazaba para Hispanoaméri- ca, por lo que prefería destacar sus rasgos republicanos: “Cuando hablo del Go- bierno Británico solo me refiero a lo que tiene de republicanismo ¿puede llamarse pura monarquía un sistema en el cual se reconoce la soberanía popular, la división y el equilibrio de los poderes, la libertad civil, de conciencia, de imprenta, y cuanto es sublime en la política?”47.
 
En el “Discurso de Angostura” Bolívar proponía un senado, inicialmente elegi- do por una cámara de representantes (cuyos miembros serían seleccionados entre los héroes de la independencia), pero posteriormente hereditario. El senado debía ser compuesto de individuos virtuosos que no dependían ni del gobierno ni de las elecciones populares, que Bolívar rechazaba porque no confiaba en las preferencias de un pueblo sin educación. Esto tenía que ver en parte con su origen aristocrático, como también con su convicción de que las masas debían ser dirigidas48. Tal perspectiva no se limita a Bolívar, o Hispanoamérica, puesto que la restricción del sufragio era la norma en los países occidentales, incluyendo los Estados Unidos.
 
En el nuevo sistema político, el senado debía contrapesar los posibles excesos del pueblo, si estos llegaban a ser defendidos por la cámara de representantes. El senado, en otras palabras, “es un oficio para el cual se deben preparar los candida- tos, y es un oficio que exige mucho saber y los medios proporcionados para adqui- rir su instrucción. Todo no se debe dejar al acaso y a la ventura de las eleccio- nes”49. Este senado hereditario representaría un poder neutral que equilibraría tanto los poderes del Ejecutivo como los del Congreso. Sin embargo, en el modelo político de Bolívar, esto de ninguna manera debilitaría el poder central,

En las repúblicas el ejecutivo debe ser el más fuerte, porque todo conspira contra él; en tanto que en las monarquías el más fuerte debe ser el legislativo, porque todo conspira en favor del monarca… [de aquí] la necesidad de atribuir a un Magistrado Republicano una suma mayor de autoridad que la que posee un Príncipe Constitucional50.

Esta opinión deja en claro que Bolívar combinaba sus lecturas de Montesquieu a propósito de leyes apropiadas a las circunstancias, con la experiencia de la pri- mera república de Venezuela, que fracasó en parte por la debilidad del Ejecutivo51. Pero a pesar de su énfasis en la división de poderes como la clave de la estabilidad política, Bolívar no seguía en todo al pensador francés y seguía insistiendo en la importancia de la virtud política. Ni las leyes ni el gobierno, por fuertes que fuesen, podían por sí solas garantizar la solidez y estabilidad de las instituciones republicanas, salvo en combinación con la virtud política ciudadana.

Moral y luces son los polos de una República, moral y luces son nuestras primeras necesidades. Tomemos de Atenas su Areópago, y los guardianes de las costumbres y de las leyes; tomemos de Roma sus censores y sus tribunales domésticos; y haciendo una santa alianza de estas instituciones morales, renovemos en el mundo la idea de un pueblo que no se contenta con ser libre y fuerte, sino que quiere ser virtuoso52.

El vehículo para la aplicación de tales ideas era el “cuarto poder”. Como escri- bió Bolívar a su amigo y corresponsal en Trinidad Guillermo White “[Mi Discurso] prueba que yo tengo muy poca confianza en la moral de nuestros ciudadanos, y que sin moral republicana no puede haber gobierno libre. Para afirmar esta moral, he inventado un cuarto poder, que críe los hombres en la virtud y los mantenga en ella”53. El Libertador tuvo la oportunidad de introducir este “cuarto poder” en la constitución que redactó para la recientemente creada República de Bolivia en 1826. Se trataba de un poder “moral” que tenía algún parecido con la institución romana de censores, que ejerció poderes de supervisión moral sobre la comunidad (regimen morum) por cerca de cinco siglos hasta comienzos de la era cristiana. La Constitución de Bolivia, así, consistía en un Poder Ejecutivo, un Poder Judicial y una legislatura de tres cámaras que incluía un Cámara de Tribunos, un Senado y una Cámara de Censores. Estos últimos, expresó Bolívar en su mensaje al Congre- so, son “los que protegen la moral, las ciencias, las artes, la instrucción y la imprenta. La más terrible como la más augusta función pertence a los Censores… A estos sacerdotes de las leyes he confiado la conservación de nuestras sagradas tablas, porque son ellos los que deben clamar contra sus profanadores”54. Estas propuestas recuerdan las de Rousseau en el Libro V de El contrato social, en donde el pensador francés proponía algo semejante tomando como modelo los censores de Roma y los éforos de Esparta.
 
La Constitución de Bolivia ilustra muy bien el intento de Simón Bolívar de adaptar ciertas instituciones republicanas a las realidades locales. Dado que estas realidades, formadas por siglos de dominación colonial, no podían producir las virtudes políticas necesarias, se requería de este “cuarto poder” para hacerlas posi- bles. Pero el proyecto constitucional de Bolívar fracasó apenas este dejó el país para enfrentar graves problemas en Gran Colombia, y tanto Bolivia como Perú sucumbieron a la polarización y el faccionalismo. De cualquier modo, es dudoso que un diseño político e institucional tan complejo e idiosincrático pudiera funcio- nar sin la intervención directa del Libertador. Su intento de introducir esta Consti- tución en Gran Colombia también fracasó, y hubo, en el vacío institucional, de asumir poderes dictatoriales en 182855. Cuando renunció al poder en marzo de 1830, sus ideales republicanos se habían hecho pedazos.
La visión bolivariana de repúblicas basadas en la virtud política, y su hincapié en el diseño constitucional como manera de imponerla, era congruente con la dictadura. Bolívar demostró su voluntad por imponer un plan draconiano de or- den cuando vio a Gran Colombia afectada por las fuerzas centrífugas que amena- zaban destruirla, y también por lo que percibía como un liberalismo doctrinario por parte del Vicepresidente Santander. Bolívar procedió a desmantelarlo, como lo demuestran sus acciones durante la dictadura de 1828-1830: prohibición de las enseñanzas de Bentham, derogación de la legislación anticlerical, y la restaura- ción del tributo indígena. No tenía intención de reinstaurar patrones coloniales de gobierno en los países que había luchado por liberar, pero sus acciones muestran claramente los límites de su republicanismo: cuando se trataba de mantener el orden y la unidad, las políticas liberales se transformaban en algo secundario. Su énfasis tardío en la adopción de una legislación civil, como ha sugerido recientemente un autor, era, más que un intento liberal, una intento desesperado por fortalecer la autoridad del gobierno56
 
El otro ideal bolivariano era la unidad continental. Como señaló Simon Collier, esto no era una mera utopía. Bolívar estaba perfectamente consciente de la fuerza del regionalismo, y llegó a entender y aceptar el surgimiento de varios estados nacionales. Al mismo tiempo “buscaba ardiente y sinceramente algún mecanismo de asociación política entre las nuevas naciones independientes de Hispanoaméri- ca. En otros términos, sus ideas iban más allá de la esfera del puro y simple nacionalismo, para acercarse a la esfera de lo que ha dado en llamarse ‘supranacio- nalismo’”57. Su esperanza de unidad tenía una base geopolítica, puesto que la experiencia le había demostrado que las regiones que formaban el virreinato de Nueva Granada no estaban en condiciones de enfrentar por sí solas una invasión española (y las fuerzas realistas al interior). Una vez lograda la independencia en la parte norte del continente sudamericano, y en vísperas de la campaña contra las fuerzas realistas en Perú, Bolívar intentó la creación de una confederación de repúblicas independientes. Para estos efectos, comisionó a Joaquín Mosquera para que contactase a las autoridades patriotas en Chile, Perú y Buenos Aires, y les comunicara la siguiente:

La asociación de los cinco grandes Estados de la América es tan sublime en sí misma, que no dudo vendrá a ser motivo de asombro para la Europa. La imaginación no puede concebir sin pasmo la magnitud de un coloso, que semejante al Júpiter de Homero, hará temblar la tierra de una ojeada. ¿Quién resistirá a la América unida de corazón, sumisa a una ley y guiada por la antorcha de la libertad?58.

Las instrucciones a Mosquera especificaban que se trataba de una unión con propósitos defensivos, a la manera de la confederación anfictiónica, que además serviría de plataforma para la resolución de conflictos entre los nuevos estados. Este pasó a ser, en efecto, el propósito principal de la Congreso de Panamá en 182659. Los países invitados incluían a Mexico, Guatemala (Centroamérica), Gran Colombia, Perú, Chile, y las Provincias Unidas del Río de la Plata. Estos últimos dos países rehusaron enviar plenipotenciarios argumentando que tal aso- ciación estaría dominada por Gran Colombia. Y los delegados que asistieron terminaron firmando un documento de confederación que, como sugirió José Luis Salcedo-Bastardo, era un pálido reflejo de las aspiraciones del Libertador60. Bolívar, además, quedó profundamente desilusionado con el resultado, sobre todo porque sus recomendaciones principales fueron rechazadas, como la coope- ración entre estados en materias de extradición, y la cantidad de tropas invasoras consideradas suficientes para activar los mecanismos defensivos de la confedera- ción (la asamblea indicaba que debían ser más de 5.000 soldados). Además, se ubicaba la sede de la próxima asamblea en México, país que Bolívar consideraba como demasiado vulnerable ante las presiones de los Estados Unidos. Al final, solo Gran Colombia ratificó el tratado. Como han mencionado los historiadores David Bushnell y Neill Macaulay, el Congreso de Panamá “era al mismo tiempo una muestra simbólica del más alto grado de cooperación hispanoamericana y, en sus resultados, una demostración de que las condiciones para una alianza perma- nente no estaban todavía presentes”61.

LOS IDEALES DE BOLÍVAR Y LOS APORTES DE BELLO

El plan de Bolívar se frustró, pero el Congreso de Panamá proporcionó las bases de futuros proyectos de cooperación internacional. Desde Chile, Bello se dedicó a definir y establecer un estatus legítimo para las nuevas naciones hispano- americanas. En 1832, publicó su Principios de derecho de gentes, un influyente tratado cuya publicación misma da a entender la importancia de la dimensión internacional en el período posindependencia. Desde la perspectiva de Bello, la difusión de principios básicos de derecho internacional representaba un paso fun- damental para la construcción del orden a nivel nacional62. Resulta importante tener en cuenta que las obras de derecho internacional, principalmente de origen europeo, no registraban todavía la independencia de las nuevas repúblicas. Desde el punto de vista de España, estas no eran naciones independientes, sino colonias rebeldes, y el gobierno rehusó reconocerlas hasta que aceptó la de México en 1836. Desde el punto de vista de la política exterior europea, los países del continente o apoyaban la postura de España o, con la excepción de Gran Bretaña, tenían muy  poco interés en Hispanoamérica. Las nuevas naciones, por lo tanto, necesitaban del reconocimiento internacional para poder entrar en relaciones comerciales que ge- nerasen los recursos necesarios para la construcción del Estado. Bello, entonces, dedicó en su Derecho de gentes detenida atención a lo que define una nación, argumentando que los estados hispanoamericanos constituían naciones soberanas capaces de cumplir con reglas internacionales, y por ende merecedoras del recono- cimiento. En esta obra, citó toda la literatura disponible sobre derecho internacio- nal moderno, el que, como se ha dicho, no procesaba aun la realidad de la indepen- dencia. Además, tomó en cuenta las políticas y declaraciones de Gran Bretaña, que había extendido el reconocimiento a algunas de estas naciones, aunque de facto y no de jure63.
 
La razón de la preocupación de Bello tenía que ver con la falta de reconoci- miento diplomático como uno de los mayores obstáculos para la consolidación de los nuevos estados. Insistía en que para que los países pudieran lograr la estabili- dad política interna, necesitaban suscribir y cumplir ciertas reglas internacional- mente reconocidas, especialmente en materias de comercio y de seguridad para los extranjeros. De otro modo, las nuevas repúblicas serían vulnerables a la presión internacional, e incluso la intervención, precisamente por su falta de legitimidad. Gran Bretaña era el país que más preocupaba a Bello, país que, sin embargo, y aunque con poco entusiasmo, iba gradualmente reconociendo algunos de los nue- vos países desde la década de 1820, y había ya establecido una presencia consular en varios de ellos. Pero Bello estaba también interesado en el reconocimiento de otras naciones de modo de expandir el comercio exterior y disminuir las posibilida- des de invasión española. Como Oficial Mayor del Ministerio de Relaciones Exte- riores estaba en posición de asumir un papel activo en estas materias. Esto incluía el gestionar el reconocimiento de la independencia chilena por parte de España, postura nada popular y que de hecho le significó duros ataques. Pero al final de cuentas fue apoyada por el gobierno, y el reconocimiento se obtuvo en 1844, en momentos en que Bello tenía una influencia decisiva en la política exterior64.
 
El texto de Bello tuvo un enorme impacto en otras naciones hispanoamericanas. En Chile, apareció una segunda (1844) y una tercera (1864) edición, ambas revisa- das por Bello, con el título ahora definitivo de Principios de derecho internacio- nal. Una edición venezolana apareció en 1837, y una colombiana en 1839. En 1844, el Derecho internacional se publicó en Bolivia y Perú, países no muy amigos de Chile después de la guerra de 1836-39, pero que reconocían el talento de Bello. Esta era una época en que el mercado de libros era muy limitado, y por lo tanto circulaban más que nada en medios universitarios y de gobierno, lo que aseguraba sin embargo su influencia en políticas concretas65. En 1856, varias de las recomendaciones de Bello fueron adoptadas por el congreso de derecho maríti- mo celebrado ese año en París, incluyendo las relacionadas con el carácter que el pabellón neutral confiere a la mercadería de naciones en guerra, y que un pabellón enemigo no confiere el carácter de tal a la propiedad neutral. Las recomendaciones de Bello fueron adoptadas más allá de Hispanoamérica, incluyendo países como Francia, Austria, Gran Bretaña, Rusia, Prusia, Turquía, y otros 45 más66.
 
Además de establecer relaciones con los países más poderosos del orbe, Bello, como Bolívar, estaba interesado en una estructura de relaciones interamericanas. El surgimiento de las nuevas naciones a partir del quiebre de un mismo imperio planteaba una serie de preguntas, y también implicaba conflictos, sobre todo en materias limítrofes. Bello fue parte de un esfuerzo en la década de 1840 por crear un congreso hispanoamericano que arbitrara estas y otras disputas, pero, como el de Bolívar, no prosperó. Sin embargo, ayudó a que se tomara mayor conciencia de la necesidad de algún mecanismo de resolución de conflictos entre países herma- nos. Bello mismo fue seleccionado como árbitro para disputas que involucraban a Colombia, Ecuador y Perú67.

EL DERECHO CIVIL

En gran medida fue la claridad y aplicabilidad de los principios de derecho internacional planteados por Bello los que aseguraron su amplia difusión y adop- ción. Pero la importancia de su tratado solo puede comprenderse plenamente en el contexto de una búsqueda del orden político con dimensiones no solo internaciona- les, sino sobre todo a nivel nacional. Si bien resultaba esencial establecer un lugar legítimo para las nuevas naciones hispanoamericanas en el concierto internacional, el siguiente paso lógico era precisamente la elaboración de una estructura jurídica para el orden interno. Bolívar mencionó la importancia de la legislación civil con alguna frecuencia, especialmente en su mensaje al Congreso de Bolivia en 1826, e incluso la necesidad de un código civil, pero para un futuro indefinido. Como se mencionó anteriormente, hizo un esfuerzo tardío por reformar la legislación civil en Gran Colombia en 1829, pero sin la suficiente fuerza para hacerla posible. Su énfasis más inmediato era en el diseño constitucional basado en la virtud política, antes que en reglas detalladas relativas a la propiedad, los contratos y las personas. En los términos de Benjamin Constant, la transición de un concepto antiguo a uno moderno de la libertad aún no había tenido lugar en Hispanoamérica68. Fue Bello quien dio los pasos más decisivos a favor de esta transición, no solo alejándose teóricamente de los grandes modelos políticos para enfatizar la necesidad de una codificación del derecho civil, sino redactando el más importante e influyente código civil en la Hispanoamérica decimonónica. En 1836, proporcionó quizás el más elocuente ejemplo de este cambio fundamental en el pensamiento político hispanoamericano:

Mas es preciso reconocer una verdad importante: los pueblos son menos celosos de la conservación de su libertad política, que de la de sus derechos civiles. Los fueros que los habilitan para tomar parte en los negocios públicos, les son infinitamente menos importantes, que los que los aseguran su persona y sus propiedades. Ni puede ser de otra manera: los primeros son condiciones secundarias, de que nos curamos muy poco, cuando los negocios que deciden de nuestro bienestar, de la suerte de nuestras familias, de nuestro honor y de nuestra vida, ocupan nuestra atención. Raro es el hombre tan desnudo de egoismo, que prefiera el ejercicio de cualquiera de los derechos políticos que le concede el código fundamental del Estado al cuidado y a la conservación de sus intereses y de su existencia, y que se sienta más herido cuando arbitrariamente se le priva, por ejemplo, del derecho del sufragio, que cuando se le despoja violentamente de sus bienes69.

El derecho civil fue una de las preocupaciones más importantes de Bello desde su llegada a Chile hasta la adopción de su Código civil en 1855 (con fuerza de ley a partir de 1857). Debe señalarse que en este respecto Bello se apartó definitiva- mente de Bolívar: para él no era la virtud política la clave para lograr el orden interno, sino más bien la legislación en torno a la conducta concreta de los ciuda- danos de una nación. El código civil fue la respuesta de Bello ante la pregunta de cómo lograr la paz interna tan necesaria a las nuevas repúblicas.
La difusión del Código civil por toda América Latina es fancamente sorprendente dada su enorme complejidad. Consiste de más de 2.500 artículos divididos en cuatro “libros”: 1) sobre las personas; 2) los bienes; 3) la sucesión, y 4) los contratos y otras obligaciones. Cubre un amplio espectro de temas de derecho civil, desde el estatus jurídico de las personas y la familia hasta las maneras de manejar diferentes aspectos de la propiedad. En el fondo, todos aquellos temas que regulan las relaciones entre civiles y resuelven los conflictos, promoviendo de esta manera el orden a nivel local y nacional. Una obra de esta naturaleza no podía sino recibir la amplia e inmediata atención de parte de los nuevos países en Hispanoamérica. Entre aquellos que adop- taron este código civil (en su totalidad o en parte) se encuentran Colombia, Ecuador, Venezuela, Panamá, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Argentina y Uruguay. Si se consideran además aquellos países que lo consultaron, la presencia del Código Civil se extiende a casi todos los países de América Latina70.
Esta circulación tan amplia se puede explicar por la capacidad de adaptar una larga tradición jurídica a las realidades específicas del continente. Las fuentes principales del Código Civil eran la compilación de leyes romanas realizada por el emperador Justiniano (527-565 D.C.) y conocida como el Corpus Iuris Civilis; las Siete Partidas de Alfonso X; las leyes castellanas reunidas en las Nueva y en la Novísima Recopilación; el Code Napoléon, y varios otros códigos modernos, inclu- yendo los de Austria, Prusia, Bavaria, Holanda, Sicilia, y Luisiana. Es decir, Bello elaboró una legislación civil hispanoamericana que descansaba firmemente en el derecho romano, pero que contenía además elementos de los códigos mas reciente- mente elaborados en Europa y los Estados Unidos71.
El significado político y cultural del uso de tales fuentes se encuentra en la combinación de tradiciones jurídicas europeas, incluyendo la española, y las necesi- dades organizacionales de repúblicas que llegaban a serlo luego de romper con una estructura imperial. Pero Bello no pensaba la independencia como un quiebre drásti- co con las tradiciones jurídicas. Esto generaba una fuerte oposición, en particular de quienes buscaban construir identidades nacionales a partir de una ideología anti- española. La defensa que Bello hizo de la enseñanza del latín y del derecho romano en la década de 1830 era, en efecto, un rechazo al intento de romper con las tradicio- nes españolas72, dado que pensaba privaría al país de una herramienta indispensable para la formación de juristas, los que eran a su vez indispensables para la consolida- ción de una república regida por las leyes. La legislación civil de la era republicana debía basarse en el derecho romano, por su naturaleza práctica, racionalismo y siste- maticidad73. Además, este derecho evocaba la grandeza de Roma, tan rica en ejemplos de logros jurídicos y organizativos. Los países hispanoamericanos identificaron estas ventajas al adoptar un código civil que vinculaba el nuevo orden republicano con la tradición romana, buscando así un grado de continuidad con el pasado, y la estabilidad social y política en un contexto de independencia.

EL LENGUAJE DE LA LEY

Para Bello, el derecho internacional y el derecho civil eran dos aspectos del mismo programa de orden. Pero había también un aspecto individual, a partir del cual las personas comprendían, asimilaban y cumplían con las leyes. En un sistema republicano, en que la soberanía popular es reconocida por la constitución, los individuos debían, en el concepto de Bello, recibir una educación con un fuerte énfasis cívico. El primer artículo del código civil estipula que “La ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe, o permite”. El artículo 20 agrega que, “las palabras de la ley se entenderán en su sentido natural y obvio, según el uso general de las mismas palabras”. De este modo, Bello establecía una clara conexión entre lengua- je y ley, especialmente el lenguaje escrito, y enfatizó la necesidad de un acabado conocimiento del idioma castellano para comprender cabalmente el lenguaje de la ley. Desde la perspectiva del pensador venezolano, un orden republicano genuina- mente basado en la soberanía popular requería una amplia comprensión y difusión de las leyes escritas. Esto a su vez requería que tales leyes fuesen redactadas de manera gramaticalmente correcta, y que la educación fuese universal. Dada la baja tasa de alfabetización en la Hispanoamérica del período, había mucho por hacer para que los ciudadanos tuvieran pleno acceso a las protecciones de la ley y para que las naciones fuesen verdaderamente republicanas.
El idioma, para Bello, era un importante medio de consolidación del orden nacional y de unidad continental. En el prólogo de su Gramática de la lengua castellana (1847) reiteró una preocupación de larga data: que la disolución del imperio español amenazaba con reproducir en Hispanoamérica la caída del impe- rio romano. En términos lingüísticos, la caída de este último conllevó la gradual corrupción del latín. De la misma manera, el colapso del imperio español amena- zaba destruir la lengua castellana. De ser así, “Chile, el Perú, Buenos Aires, Méjico, hablarían cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional”. Por eso, el propósito de la Gramática era proporcionar un instrumento de unidad, e iba específicamente dirigido a un público continental: “No tengo la presunción de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América”. Creía que un lenguaje común ayudaría además a curar las heridas del proceso de independencia, acercando a los pueblos en pugna: “Juzgo importante la conservación de la lengua de nuestros padres en su posible pureza, como un medio providencial de comunicación y un vínculo de

fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes”74.
La respuesta a este llamado continental fue inmediata, puesto que práctica- mente todos los países de Hispanoamérica publicaron versiones de la Gramática de Bello. Más de 70 ediciones aparecieron no solo en el continente, sino que en España misma, país en donde se le nombró Miembro Honorario (1851) y luego Correspondiente (1861) de la Real Academia Española. Pero no hay ejemplo más claro del impacto de sus estudios gramaticales que la obra realizada por el co- lombiano Rufino José Cuervo, quien estudió el texto de Bello en su juventud y en 1874 publicó una edición de este con múltiples notas. Fue tal el éxito de esta obra que los nombres de ambos son prácticamente inseparables en la tradición de estudios gramaticales en Hispanoamérica. También en Colombia, Miguel Anto- nio Caro continuó explorando las ideas de Bello en este y otros campos del lenguaje. La Gramática de Bello (con las notas de Cuervo), continuó editándose hasta un año tan reciente como 1995. Como dijo Luis Juan Piccardo en 1949, un siglo después de la publicación original, “si algo extraña es que quede tanto en pie de la obra de Bello”75.
Tal como en el caso de los Principios de derecho internacional, el éxito de la Gramática se debió en parte a la claridad de sus principios fundamentales (en especial, el equilibrio entre las aspectos lógicos del lenguaje, y la realidad cam- biante de las prácticas lingüísticas), y en parte a la receptividad de los países que se hallaban en el proceso de consolidación de sus identidades nacionales. El len- guaje prometía una unidad continental más posible que los experimentos bolivaria- nos de confederación. Además, el estudio del castellano se relacionaba estrecha- mente con un proyecto de educación nacional, que fue particularmente exitoso en Chile, pero que prometía serlo en otros países. Las naciones hispanoamericanas habían alcanzado el punto en que requerían sistemas nacionales de educación no solo para entrenar a las nuevas generaciones, sino para transmitir valores cívicos, un sentido de identidad nacional y lealtad al estado y al país.

CONCLUSIÓN

Los nombres de Bello y Bolívar están íntimamente ligados, tanto por su común origen como por una larga, anque complicada, relación personal. También están ligados en otro plano muy importante: las transformaciones del pensamiento políti- co de la generación de la independencia. Mientras que Bolívar hizo uso de fuentes clásicas para entender, definir y fundar repúblicas, Bello concibió la república fundamentalmente como una entidad política cuya legitimidad y organización des- cansaban en el imperio de la ley. Su comprensión al respecto ponía especial énfasis en el derecho civil, lo que revela un enorme cambio desde el concepto de virtud a un reconocimiento pragmático de la creciente centralidad de la esfera privada y las libertades civiles. No es coincidencia que la ola de codificación del derecho civil haya comenzado a mediados del siglo XIX en Hispanoamérica. Para esa época, el estilo bolivariano de crear repúblicas, compartido por la generación que apoyaba sus inclinaciones dictatoriales, comienza a dar paso a una nueva generación de líderes civiles76.
Este cambio nos hace volver a la pregunta inicial de por qué, a mediados de la década de 1850, Bello decidió retratar a Bolívar como un personaje fogoso, descui- dado y lleno de fallas. La fecha en que lo hizo, cuando ponía los toques finales a su Código Civil, sugiere la siguiente explicación: como una manera de asegurar el éxito de la codificación, en ese momento en las puertas del Congreso, Bello consi- deró necesario deslegitimar, o al menos cuestionar, a los líderes carismáticos como Bolívar y su concepción de república. Es perfectamente posible que Bello hubiera evitado cualquier referencia a su coterráneo a no ser por las acusaciones de Infante. Pero el hecho que lo hiciera mucho después de publicadas, revela que hay involu- crados conceptos políticos de profunda importancia.
Quizás sea útil recordar que uno de los temas centrales de la posindependencia era el tema del orden (tanto nacional como su inserción en el internacional) y la creación de naciones con rasgos republicanos. Bello había seguido de cerca la trayectoria de Bolívar, su manera de entender la república, y comprendía sus limi- taciones. Si el nuevo orden iba a ser republicano, como no podía sino serlo luego del fracaso de varios intentos monárquicos, resultaba fundamental situarlo en un contexto decimonónico moderno. Mientras que Bolívar se mantuvo fiel a sus idea- les clásicos, Bello los consideró menos relevantes para el concepto moderno de libertad. La ideología republicana de Bolívar jugó un papel muy importante en tiempos de guerra, pero fracasó tristemente en tiempos de paz. El Libertador no pudo imaginar que aquel pensador esquivo que parecía querer refugiarse en la oscuridad, y que había intentado con ahínco olvidar una dolorosa amistad, sería quien efectuara la transición desde una perspectiva clásica a una moderna del republicanismo en Hispanoamérica y quien contribuyera de una manera tan efecti- va a la consolidación de las nuevas naciones.

76 La imagen de Bolívar, en este contexto, experimenta el tipo de transformaciones descritas por Tulio Halperín Donghi en su “Imagen Argentina de Bolívar, de Funes a Mitre”, en El espejo de la historia, 2a ed. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1998, 111-139. Funes podía elaborar una ima- gen favorable del Libertador a partir de su neoclasicismo, mientras que Sarmiento, pero sobre todo Mitre, veían la figura de Bolívar con los ojos del nuevo orden que buscaban implementar, es decir, una Argentina que marcha “hacia un orden organizado según la razón” y no las pasiones y desequilibrios trágicos representados por la figura de Bolívar.
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 SIMÓN BOLÏVAR: LA CARTA DE JAMAICA:

La Carta de Jamaica es un documento imprescindible y de consulta, ante la imperiosa necesidad de la integración latinoamericana y caribeña, en aras de consolidar, entre otras cosas, la independencia y erradicar toda forma de colonialismo en la región. La Carta de Jamaica es un texto redactado por El Libertador Simón Bolívar el 6 de septiembre de 1815 desde Kingston, capital de Jamaica, en respuesta a una misiva de Henry Cullen, un ciudadano británico que residía en Falmouth, al noroeste de esa isla. En la misiva que en 2015 cumplió 200 años de historia, Bolívar expone las razones que provocaron la caída de la Segunda República, que se dieron luego de recibir la negativa de las autoridades de Nueva Granada de colaborar con una nueva ofensiva contra el Ejército español.

Esto obligó a Bolívar a dirigirse a Jamaica con la finalidad de conseguir la cooperación del Gobierno inglés para proseguir la lucha por la libertad americana. “Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y menos deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto sin ser útil, es también imposible”, indicó el Libertador en uno de sus frases más emblemáticas.Conozca el contexto histórico en la que fue escrita la Carta de Jamaica y sepa cuáles fueron las razones que llevaron a Simón Bolívar a salir de Venezuela. El texto es uno de los escritos fundamentales de El Libertador, por su claridad y visión política ante los acontecimientos que se estaban generando en las antiguas colonias españolas. Más allá del análisis sociológico, político y cultural, Bolívar plasma varios elementos que son necesarios tomar en cuenta a la hora de evaluar qué tanto han avanzado los pueblos latinoamericanos y caribeños en la unidad, su identidad, la independencia y el rompimiento definitivo de las cadenas del colonianismo.

En 2015, el historiador Pedro Calzadilla ofreció declaraciones exclusivas a teleSUR en el marco de los 200 años del documento: "No estamos celebrando otra cosa sino las ideas que están allí. Es el ideario de la Carta de Jamaica lo que nos congrega, el que nos llega de regocijo, porque en la Carta de Jamaica lo que hay son palabras que transmiten ideas. Y lo mejor de ese ideario, de esa época, de ese tiempo, lo más avanzado, humanista y progresista quedó retratado allí", afirmó Calzadilla este jueves durante el “Foro Itinerante Carta de Jamaica en el siglo XXI”, desde el Teatro Nacional de Caracas, capital venezolana.

Aquí las declaraciones del historiador Pedro Calzadilla. “La Carta de Jamaica no es un documento muerto ni separado de nuestra realidad. Por el contrario, está llena de respuestas para las vicisitudes y para los desafíos del presente", afirmó Calzadilla en el foro, al que asistieron el Director de la Academia Nacional de Historia de Ecuador, Jorge Nuñez, y el historiador ecuatoriano Amilcar Valera.

Fue precisamente Valera quien en 1996 descubrió el manuscrito original en castellano de la Carta de Jamaica, en el Archivo del Banco Central de Ecuador. A pesar de sus peticiones no tuvo repuesta para que se avalara el hallazgo, hasta que se puso en contacto con la asambleísta ecuatoriana María Augusta Calle (PAIS) y ésta hizo las gestiones para la verificación.

Varela contó en una entrevista al periódico venezolano El Correo del Orinoco, publicada el 18 de enero de 2015, que la asambleísta Calle “es una persona con mucho conocimiento de historia y también sobre Bolívar”, y estaba fuera de Ecuador cuando recibió la llamada. Su respuesta fue inmediata: “No puede ser, tenemos que conversar de inmediato. Tal día estoy en Quito, y en la tarde conversamos”, relató Valera. Calle se puso en contacto con las autoridades venezolanas y de inmediato estos últimos dispusieron el envío de una comisión de historiadores integrada por Pedro Calzadilla, Luis Pellicer y Alexander Zambrano para reunirse con Valera en Quito.

“Les llevé al archivo, solicité el documento, por la numeración que tiene: jj1275, con el título “Contestación de un Americano Meridional a un Caballero de esta Isla”, registrado sin fecha ni autor. Entonces se lo presenté a Pedro Calzadilla. Se le hicieron todos los análisis que correspondían. Y dijeron: Es el documento”, detalló Valera en dicha entrevista.
“ (...) a ustedes quiero hacer simbólicamente la devolución de la carta. La quiero y regalo a Venezuela. Bolívar era nuestro, de nuestra América y la carta también es nuestra”, dijo Valera en el foro sobre la Carta de Jamaica en Caracas. Foto: AVN

El Centro de grafología de la Universidad Central de Quito determinó a finales de 2014 (con el apoyo de los historiadores venezolanos) que el documento sí fue escrito por el secretario de Bolívar en Jamaica, Pedro Briceño Méndez, al comparar este manuscrito con textos de la época y el análisis químico del papel. “(Es) una alegría para mí, una satisfacción, porque el hecho de haber estado tanto tiempo insistiendo y haber logrado se hiciera una verificación fuera del país por gente que estuviera en contacto con la documentación de Bolívar, resultó algo especial para mí. Se ratificó lo que yo pensé desde el primer momento cuando ya hice las verificaciones del manuscrito”, expresó Valera. 
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Me apresuro a contestar la carta del 29 del mes pasado que V. me hizo el honor de dirigirme, y yo recibí con la mayor satisfacción. Sensible, como debo, al interés que V. ha querido tomar por la suerte de mi patria, afligiéndose con ella por los tormentos que padece desde su descubrimiento hasta estos últimos períodos, por parte de sus destructores los españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas demandas que V. me hace, sobre los objetos más importantes de la política americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la confianza con que V. me favorece, y el impedimento de satisfacerla, tanto por la falta de documentos y de libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo. En mi opinión es imposible responder a las preguntas con que V. me ha honrado. El mismo barón de Humboldt, con su universalidad de conocimientos teóricos y prácticos, apenas lo haría con exactitud, porque aunque una parte de la estadística y revolución de América es conocida, me atrevo a asegurar que la mayor está cubierta de tinieblas, y por consecuencia, sólo se pueden ofrecer conjeturas más o menos aproximadas, sobre todo en lo relativo a la suerte futura, y a los verdaderos proyectos de los americanos; pues cuantas combinaciones suministra la historia de las naciones, de otras tantas es susceptible la nuestra por sus posiciones físicas, por las vicisitudes de la guerra, y por los cálculos de la política. Como me conceptúo obligado a prestar atención a la apreciable carta de V., no menos que a sus filantrópicas miras, me animo a dirigir estas líneas, en las cuales ciertamente no hallará V. las ideas luminosas que desea, mas sí las ingenuas expresiones de mis pensamientos. «Tres siglos ha, dice V., que empezaron las barbaridades que los españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón.» Barbaridades que la presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El filantrópico obispo de Chiapa, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la posteridad una breve relación de ellas, extractada de las sumarias que siguieron en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que los tiranos se hicieron entre sí; como consta por los más sublimes historiadores de aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario. ¡Con cuánta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de V. en que me dice «que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas, acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos meridionales»! Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos; porque el destino de América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la España está cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península que el mar que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes, que reconciliar los espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de lueces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecía eterno; no obstante que la inconducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía; o por mejor decir este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente sucede lo contrario; la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalización madrasta. El velo se ha rasgado; ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas; se han roto las cadenas; ya hemos sido libres, y nuestros enemigos pretenden de nuevo esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con despecho; y rara vez la desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria. Porque los sucesos hayan sido parciales y alternados, no debemos desconfiar de la fortuna. En unas partes triunfan los independientes, mientras que los tiranos en lugares diferentes, obtienen sus ventajas, ¿cuál es el resultado final? ¿no está el Nuevo Mundo entero, conmovido y armado para su defensa? Echemos una ojeada y observaremos una lucha simultánea en la misma extensión de este hemisferio. El belicoso Estado de las Provincias del Río de la Plata ha purgado su territorio y conducido sus armas vencedoras al Alto Perú, conmoviendo a Arequipa, e inquietando a los realistas de Lima. Cerca de un millón de habitantes disfruta allí de su libertad. El reino de Chile, poblado de 800,000 almas, está lidiando contra sus enemigos que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que ama su independencia, por fin lo logra. El virreinato del Perú, cuya población asciende a millón y medio de habitantes, es sin duda el más sumiso y al que más sacrificios se le han arrancado para la causa del rey; y bien que sean varias las relaciones concernientes a aquella porción de América, es indubitable que ni está tranquila, ni es capaz de oponerse al torrente que amenaza a las más de sus provincias. La Nueva Granada, que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un gobierno general, esceptuando el reino de Quito que con la mayor dificultad contienen a sus enemigos, por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y las provincias de Panamá y Santa Marta que sugren, no sin dolor, la tiranía de sus señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas bastantes para subyugar a los morígeros y bravos moradores del interior. En cuanto a la heroica y desdichada Venezuela, sus acontecimientos han sido tan rápidos y sus devastaciones tales, que casi la han reducido a una absoluta indigencia y a una soledad espantosa, no obstante que era uno de los más bellos países de cuantos hacían el orgullo de la América. Sus tiranos gobiernan un desierto, y sólo oprimen a tristes restos que escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia: algunas mujeres, niños y ancianos son los que quedan. Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven combaten con furor en los campos y en los pueblos internos hasta expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y de crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva. Cerca de un millón de habitantes de contaba en Venezuela; y sin exageración se puede asegurar que una cuarta parte ha sido sacrificada por la tierra, la espada, el hambre, la peste, las peregrinaciones; excepto el terremoto, todos resultados de la guerra. En Nueva España había en 1808, según nos refiere el barón de Humboldt, 7,800,000 almas con inclusión de Guatemala. Desde aquella época, la insurreción que ha agitado a casi todas sus provincias, ha hecho disminuir sensiblemente aquel cómputo que parece exacto; pues más de un millón de hombres han perecido, como lo podrá V. ver en la exposición de Mr. Walton que describe con fidelidad los sanguinarios crímenes cometidos en aquel opulento imperio. Allí la lucha se mantiene a fuerza de sacrificios humanos y de todas especies, pues nada ahorran los españoles con tal que logren someter a los que han tenido la desgracia de nacer en este suelo, que parece destinado a empaparse con la sangre de sus hijos. A pesar de todo, los mexicanos serán libres, porque han abrazado el partido de la patria, con la resolución de vengar a sus pasados, o seguirlos al sepulcro. Ya ellos dicen con Raynal: llegó el tiempo, en fin, de pagar a los españoles suplicios con suplicios y de ahogar a esa raza de exterminadores en su sangre o en el mar. Las islas de Puerto Rico y Cuba, que entre ambas pueden formar una población de 700 a 800,000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles, porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desearán su bienestar? Este cuadro representa una escala militar de 2,000 leguas de longitud y 900 de latitud en su mayor extensión en que 16,000,000 americanos defienden sus derechos, o están comprimidos por la nación española, que aunque fue en algún tiempo el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente, por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro globo? ¡Qué! ¿está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido para ser de este modo insensible? Estas cuestiones, cuanto más las medito, más me confunden; llego a pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible porque toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoros, y casi sin soldados! Pues los que tiene apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer comercio exclusivo de la mitad del mundo sin manufacturas, sin producciones territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca empresa, y suponiendo más, aun lograda la pacificación, los hijos de los actuales americanos unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están combatiendo? La Europa haría un bien a la España en disuadirla de su obstinada temeridad, porque a lo menos le ahorrará los gastos que expende, y la sangre que derrama; a fin de que fijando su atención en sus propios recintos, fundase su prosperidad y poder sobre bases más sólidas que las de inciertas conquistas, un comercio precario y exacciones violentas en pueblos remotos, enemigos y poderosos. La Europa misma, por miras de sana política debería haber preparado y ejecutado el proyecto de la independencia americana, no sólo porque el equilibrio del mundo así lo exige, sino porque este es el medio legítimo y seguro de adquirirse establecimientos ultramarinos de comercio. La Europa, que no se halla agitada por las violentas pasiones de la venganza, ambición y codicia, como la España, parece que estaba autorizada por todas las leyes de la equidad a ilustrarla sobre sus bien entendidos intereses. Cuantos escritores han tratado la materia se acordaban en esta parte. En consecuencia, nosotros esperábamos con razón que todas las naciones cultas se apresurarían a auxiliarnos, para que adquiriésemos un bien cuyas ventajas son recíprocas a entrambos hemisferios. Sin embargo ¡cuán frustradas esperanzas! No sólo los europeos, pero hasta nuestros hermanos del Norte, se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que pur su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos; porque ¿hasta dónde se puede calcular la trascendencia de la libertad del hemisferio de Colón? «La felonía con que Bonaparte, dice V., prendió a Carlos IV y a Fernando VII, reyes de esta nación, que tres siglos ha, aprisionó con traición a dos monarcas de la América Meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos, y les concederá su independencia.» Parece que V. quiere aludir al monarca de México Moctezuma, preso por Cortés y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego Almagro. Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y los reyes americanos, que no admiten comparación; los primeros tratados con dignidad, conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Quauhtemotzin, sucesor de Moctezuma, se le trata como emperador, y le ponen la corona, fue por irrisión y no por respeto, para que experimentase esta escarnio antes que las torturas. Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzin; el Zipa de Bogotá, y cuantos Toquis, Incas, Zipas, Ulmenes, Caciques y demás dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535 con el Ulmén de Copiapó, entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano, y en consecuencia llama al usurpador como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo a sus estados y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz Ulmén, sin querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su usurpador; los reyes europeos sólo padecen destierros, el Ulmén de Chile termina su vida de un modo atroz. «Después de algunos meses, añade V., he hecho muchas reflexiones sobre la situación de los americanos y sus esperanzas futuras; tomo grande interés en sus sucesos; pero me faltan muchos informes relativo a sus estado actual y a lo que ellos aspiran: deseo infinitamente saber la política de cada provincia como también su población; si desean repúblicas o monarquías, si formarán una gran república o una gran monarquía? Toda noticia de esta especie que V. pueda darme, o indicarme las fuentes a que debo ocurrir, la estimaré como un favor muy particular.» Siempre las almas generosas se interesan en la suerte de un pueblo que se esmera por recobrar los derechos con que el Criador y la naturaleza le han dotado; y es necesario estar bien fascinado por el error o por las pasiones para no abrigar esta noble sensación; V. ha pensado en mi país, y se interesa por él; este acto de benevolencia me inspira el más vivo reconocimiento. He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil circunstancias hacen fallidos, sin que sea fácil remediar esa inexactitud, porque los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces errantes; siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias, y aislados entre lagos y ríos caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes comarcas? Además, los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores, y otros accidentes, alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la población, y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero censo. Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer principios sobre su política, y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se pudo prever, cuando el género humano se hallaba en su infancia rodeado de tanta incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir tal nación será república o monarquía, esta será pequeña, aquella grande? En mi concepto, esta es la imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano; poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares; nuevos en casi todas las artes y ciencias, aunque en cierto modo viejos en los usos de la sociedad civil. Yo considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el imperio romano, cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses y situación, o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias, o corporaciones; con esta notable diferencia que aquellos miembros dispersos volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que en otro tiempo fue, y que por otra parte, no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país, y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimientos, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar estos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado. No obstante que es una especie de adivinación indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo a aventurar algunas conjeturas que desde luego caracterizo de arbitrarias, dictadas por un deseo racional, y no por un raciocinio probable.La posición de los moradores del hemisferio americano ha sido por siglos puramente pasiva; su existencia política era nula. Nosotros estábamos en un grado todavía más abajo de la servidumbre, y por lo mismo con más dificultad para elevarnos al goce de la libertad. Permítame V. estas consideraciones para elevar la cuestión. Los estados son esclavos por la naturaleza de su constitución o por el abuso de ella; luego, un pueblo es esclavo cuando el gobierno, por su esencia o por sus vicios, holla y usurpa los derechos del ciudadano o súbdito. Aplicando estos principios, hallaremos que la América no solamente estaba privada de su libertad, sino también de la tiranía activa y dominante. Me explicaré. En las administraciones absolutas no se reconocen límites en el ejercicio de las facultades gubernativas: la voluntad del Gran Sultán, Kan, Dey y demás soberanos despóticos, es la ley suprema, y esta es casi arbitrariamente ejecutada por los bajaes, kanes y sátrapas subalternos de la Turquía y Persia, que tienen organizada una opresión de que participan los súbditos en razón de la autoridad que se les confía. A ellos está encargada la administración civil, militar, política, de rentas, y la religión. Pero al fin son persas los jefes de Hispahan, son turcos los visires del gran señor, son tártaros los sultanes de la Tartaria. La China no envía a buscar mandatarios militares y letrados al país de Gengis Kan que la conquistó, a pesar de que los actuales chinos son descendientes directos de los subyugados por los ascendientes de los presentes tártaros. ¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que, además de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior, conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo. Gozaríamos también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto respeto maquinal, que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos está permitido ejercer sus funciones. Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores; y aun esta parte coartada con restricciones chocantes; tales son las prohibiciones del cultivo de frutos de Europa, el estanco de las producciones que el rey monopoliza, el impedimento de las fábricas que la misma península no posee, los privilegios exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad; las trabas entre provincias y provincias americanas para que no se traten, entienden, ni negocien; en fin, ¿quiere V. saber cuál era nuestro destino? Los campos para cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón; las llanuras solitarias para criar ganados; los desiertos para cazar las bestias feroces; las entrañas de la tierra para excavar el oro, que puede saciar a esa nación avarienta. Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra asociación civilizada, por más que recorro la serie de las edades y la política de todas las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y populoso, sea meramente pasivo ¿no es un ultraje y una violación de los derechos de la humanidad? Estábamos, como acabo de exponer, abstraídos y, digámoslo así, ausentes del universo cuanto es relativo a la ciencia del gobierno y administración del Estado. Jamás éramos virreyes ni gobernadores, sino por causas muy extraordinarias; arzobispos y obispos, pocas veces; diplomáticos, nunca; militares, sólo en calidad de subalternos; nobles, sin privilegios reales; no éramos, en fin, ni magistrados ni financistas, y casi ni aun comerciantes; todo en contraversión directa de nuestras instituciones. El emperador Carlos V formó un pacto con los descubridores, conquistadores y pobladores de América que, como dice Guerra, es nuestro contrato social. Los reyes de España convinieron solemnemente con ellos que lo ejecutasen por su cuenta y riesgo, prohibiéndoseles hacerlo a costa de la real hacienda, y por esta razón se les concedía que fuesen señores de la tierra, que organizasen la administración y ejerciesen la judicatura en apelación; con otras muchas exenciones y privilegios que sería prolijo detallar. El rey se comprometió a no enajenar jamás las provincias americanas, como que a él no tocaba otra jurisdicción que la del alto dominio, siendo una especie de propiedad feudal la que allí tenían los conquistadores para sí y sus descendientes. Al mismo tiempo existen leyes expresas que favorecen casi exclusivamente a los naturales del país, originarios de España, en cuanto a los empleos civiles, eclesiásticos y de rentas. Por manera que con una violación manifiesta de las leyes y de los pactos subsistentes, se han visto despojar aquellos naturales de la autoridad constitucional que les daba su código. De cuanto he referido, será facil colegir que la América no estaba preparada par desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió por el efecto de las ilegítimas cesiones de Bayona, y por la inicua guerra que la regencia nos declaró sin derecho alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta, hay escritos del mayor mérito en el periódico El Español, cuyo autor es el Sr. Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a indicarlo. Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, administradores del erario, diplomáticos, generales, y cuantas autoridades supremas y subalternas forman la jerarquía de un Estado organizado con regularidad. Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y con su vuelo arrollaron a los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador extranjero. Después, lisonjeados con la justicia que se nos debía con esperanzas halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer encargadas de dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos fuese posible fundar un gobierno constitucional digno del presente siglo y adecuado a nuestra situación. Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento de juntas populares. Estas formaron en seguidas reglamentos para la convocación de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un gobierno democrático federal, declarando previamente los derechos del hombre, manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente, se constituyó un gobierno independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de su Constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas atribuciones le corresponden. Segun entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los documentos son tan raros, y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a bosquejar el cuadro de sus transacciones. Los sucesos en México han sido demasiado varios, complicados, rápidos y desgraciados, para que se puedan seguir en el curso de su revolución. Carecemos, además, de documentos bastante instructivos, que nos hagan capaces de juzgarlos. Los independientes de México, por lo que sabemos, dieron principio a su insurrección en setiembre de 1810, y un año después, ya tenían centralizado su gobierno en Zitácuaro, instalado allí una Junta Nacional bajo los auspicios de Fernando VII, en cuyo nombre se ejercían las funciones gubernativas. Por los acontecimientos de la guerra, esta Junta se trasladó a diferentes lugares, y es verosímil que se haya conservado hasta estos últimos momentos, con las modificaciones que los sucesos hayan exigido. Se dice que ha creado un generalísimo o dictador que lo es el ilustre general Morelos; otros hablan del célebre general Rayón; lo cierto es que uno de estos dos grandes hombres o ambos separadamente ejercen la autoridad suprema en aquel país; y recientemente ha aparecido una Constitución para el régimen del Estado. En marzo de 1812 el gobierno residente de Zultepec presentó un plan de paz y guerra al virrey de México concebido con la más profunda sabiduría. En él se reclamó el derecho de gentes estableciendo principios de una exactitud incontestable. Propuso la Junta que la guerra se hiciese como entre hermanos y conciudadanos, pues que no debía ser más cruel que entre naciones extranjeras; que los derechos de gentes de guerra, inviolables para los mismos infieles y bárbaros, debían serlo más para cristianos, sujetos a un soberano y a unas leyes; que los prisioneros no fuesen tratados como reos de lesa majestad, ni se degollasen los que rendían las armas, sino que se mantuviesen en rehenes para canjearlos; que no se entrase a sangre y fuego en las poblaciones pacíficas, no las diezmasen ni quintasen para sacrificarlas, y concluye que, en caso de no admitirse este plan, se observarían rigorosamente las represalias. Esta negociación se trató con el más alto desprecio; no se dió respuesta a la Junta Nacional; las comunicaciones originales se quemaron públicamente en la plaza de México, por mano del verdugo; y la guerra de exterminio continuó por parte de los españoles con su furor acostumbrado, mientras que los mexicanos y las otras naciones americanas no lo hacían, ni aun a muerte con los prisioneros de guerra que fuesen españoles. Aquí se observa que por causas de conveniencia se conservó la apariencia de sumisión al rey y aun a la Constitución de la monarquía. Parece que la Junta Nacional es absoluta en el ejercicio de las funciones legislativas, ejecutiva y judicial, y el número de sus miembros muy limitado. Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y luces actuales. En Caracas el espíritu de partido tomó su origen en las sociedades, asambleas, y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes Estados. En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta de centralización en el general, han conducido aquel precioso país al estado a que se ve reducido en el día. Por esta razón sus débiles enemigos se han conservado contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran los talentos y las virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente, estas cualidades parecen estar muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia. Es más difícil, dice Montesquieu, sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar uno libre. Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo, y muy pocas de las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir instituciones liberales, y aun perfectas; sin duda, por efecto del instinto que tienen todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible, la que se alcanza infaliblemente en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las bases de la justicia, de la libertad, y de la igualdad. Pero ¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado, se lance a la esfera de la libertad, sin que, como a Icaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente, no hay un raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza. Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo; y meno deseo aún una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían, y nuestra regeneración sería infructuosa. Los Estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el Istmo de Panamá, punto céntrico para todos los extremos de este vasto continente; ¿no continuarían estos en la languidez, y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida, anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres. El espíritu de partido que al presente agita a nuestros Estados, se encendería entonces con mayor encono, hallándose ausente la fuente del poder que únicamente puede reprimirlo. Además, los magnates de las capitales no sufrirían la preponderancia de los metropolitanos, a quienes considerarían como a otros tantos tiranos; sus celos llegarían hasta el punto de comparar a estos con los odiosos españoles. En fin, una monarquía semejante sería un coloso deforme, que su propio peso desplomaría a la menor convulsión. Mr. de Pradt ha dividido sabiamente a la América en 15 a 17 Estados independientes entre sí, gobernados por otros tantos monarcas. Estoy de acuerdo en cuanto a lo primero, pues la América comporta la creación de 17 naciones; en cuanto a lo segundo, aunque es más fácil conseguirlo, es menos útil; y así, no soy de la opinión de las monarquías americanas. He aquí mis razones. El interés bien entendido de una república se circunscribe en la esfera de su conservación, prosperidad y gloria. No ejerciendo la libertad imperio, porque es precisamente su opuesto, ningún estímulo excita a los republicanos a extender los términos de su nación, en detrimento de sus propios medios, con el único objeto de hacer participar a sus vecinos de una constitución liberal. Ningún derecho adquieren, ninguna ventaja sacan venciéndolos, a menos que los reduzcan a colonias, conquistas, o aliados, siguiendo el ejemplo de Roma. Máximas y ejemplos tales están en oposición directa con los principios de justicia de los sistemas republicanos; y aun diré más, en oposición manifiesta con los intereses de sus ciudadanos; porque un Estado demasiado extenso en sí mismo o por sus dependencias, al cabo viene en decadencia, y convierte su forma libre en otra tiránica; refleja los principios que deben conservarla, y ocurre por último al despotismo. El distintivo de las pequeñas repúblicas es la permanencia; el de las grandes, es vario, pero siempre se inclina al imperio. Casi todas las primeras han tenido una larga duración; de las segundas sólo Roma se mantuvo algunos siglos, pero fue porque era república la capital y no lo era el resto de sus dominios, que se gobernaban por leyes e instituciones diferentes. Muy contraria es la política de un rey, cuya inclinación constante se dirige al aumento de sus posesiones, riquezas y facultades; con razón, porque se autoridad crece con estas adquisiciones, tanto con respecto a sus vecinos como a sus propios vasallos, que temen en él un poder tan formidable cuanto es su imperio, que se conserva por medio de la guerra y de las conquistas. Por estas razones pienso que los americanos, ansiosos de paz, ciencias, artes, comercio y agricultura, preferirían las repúblicas a los reinos, y me parece que estos deseos se conformarán con las miras de la Europa.No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia que tanta fortuna y esplendor ha procurado a Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. Voy a arriesgar el resultado de mis cavilaciones sobre la suerte futura de la América; no la mejor, sino la que sea más asequible. Por la naturaleza de las localidades, riquezas, población y carácter de los mexicanos, imagino que intentarían al principio establecer una república representativa en la cual tenga grandes atribuciones el poder ejecutivo, concentrándolo en un individuo que si desempeña sus funciones con acierto y justicia, casi naturalmente vendrá a conservar una autoridad vitalicia. Si su incapacidad o violenta administración excita una conmoción popular que triunfe, este mismo poder ejecutivo quizás se difundirá en una asamblea. Si el partido preponderante es militar o aristocrático, exigirá probablemente una monarquía, que al principio será limitada y constitucional y después inevitablemente declinará en absoluta; pues debemos convenir en que nada hay más difícil en el orden político que la conservación de una monarquía mixta; y también es preciso convenir en que sólo un pueblo tan patriota como el inglés es capaz de contener la autoridad de un rey y de sostener el espíritu de libertad bajo un cetro y una corona. Los Estados del Istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizás una asociación. Esta magnífica posición entre los dos grandes mares podrá ser con el tiempo el emporio del universo. Sus canales acortarán las distancias del mundo; estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse algún día la capital de la tierra, como pretendió Constantino que fuese Bizancio la del antiguo hemisferio! La Nueva Granada se unirá con Venezuela, si llegan a convenirse en formar una república central, cuya capital sea Maracaibo o una nueva ciudad que, con el nombre de Las Casas (en honor de este héroe de la filantropía), se funde entre los confines de ambos países, en el soberbio puerto de Bahía-honda. Esta posición, aunque desconocida, es más ventajosa por todos respectos. Su acceso es fácil, y su situación tan fuerte, que puede hacerse inexpugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cría de ganados, y una grande abundancia de maderas de construcción. Los salvajes que la habitan serían civilizados, y nuestras posesiones se aumentarían en la adquisición de la Goajira. Esta nación se llamaría Colombia como un tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemisferio. Su gobierno podrá imitar al inglés; con la diferencia de que en lugar de un rey habrá un poder ejecutivo electivo, cuando más vitalicio, y jamás hereditario si se quiere república; una cámara o senado legislativo hereditario, que en las tempestades políticas se interponga entre las olas populares y los rayos del gobierno, y un cuerpo legislativo de libre elección, sin otras restricciones que las de la Cámara Baja de Inglaterra. Esta constitución participará de todas formas, y yo deseo que no participe de todos los vicios. Como esta es mi patria, tengo un derecho incontestable para desearla lo que en mi opinión es mejor. Es muy posible que la Nueva Granada no convenga en el reconocimiento de un gobierno central, porque es en extremo adicta a la federación; entonces formará por sí sola un Estado que, si subsiste, podrá ser muy dichoso por sus grandes recursos de todos géneros. Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y Perú; juzgando por lo que se trasluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un gobierno central en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de sus divisiones intestinas y guerras externas. Esta constitución degenerará necesariamente en una oligarquía o una monocracia, con más o menos restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal cosa sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida gloria. El reino de Chile está llamado por la naturaleza de su situación, por las costumbres inocentes y virtuosas de sus moradores, por el ejemplo de sus vecinos, los fieros republicanos del Arauco, a gozar de las bendiciones que derraman las justas y dulces leyes de una república. Si alguna permanece largo tiempo en América, me inclino a pensar que será la chilena. Jamás se ha extinguido allí el espíritu de libertad; los vicios de la Europa y del Asia llegarán tarde o nunca a corromper las costumbres de aquel extremo del universo. Su territorio es limitado; estará siempre fuera del contacto inficionado del resto de los hombres; no alterará sus leyes, usos y prácticas; preservará su uniformidad en opiniones políticas y religiosas; en una palabra, Chile puede ser libre. El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad; se enfurece en los tumultos, o se humilla en las cadenas. Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia las merece Lima por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha prestado a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito, Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad, a lo menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia, ni los esclavos y pardos libertos la aristocracia; los primeros preferirán la tiranía de uno solo, por no padecer las persecuciones tumultarias y por establecer un orden siquiera pacífico. Mucho hará si concibe recordar su independencia. De todo lo expuesto, podemos deducir estas consecuencias: las provincias americanas se hallan lidiando por emanciparse; al fin obtendrán el suceso; algunas se constituirán de un modo regular en repúblicas federales y centrales; se fundarán monarquías casi inevitablemente en las grandes secciones, y algunas serán tan infelices que devorarán sus elementos, ya en la actual, ya en las futuras revoluciones; que una gran monarquía no será facil consolidar; una gran república imposible. Es una idea grandiosa pretender formar de todo el mundo nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente tener un solo gobierno que confederase los diferentes Estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios, a tratar de discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra con las naciones de las otras tres partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada; semejante a la del abate St. Pierre que concibió al laudable delirio de reunir un congreso europeo para decidir de la suerte de los intereses de aquellas naciones. «Mutaciones importantes y felices, continúa, pueden ser frecuentemente producidas por efectos individuales. Los americanos meridionales tienen una tradición que dice que cuando Quetralcohuatl, el Hermes o Buhda de la América del Sur, resignó su administración y los abandonó, les prometió que volvería después que los siglos designados hubiesen pasado, y que él reestablecería su gobierno y renovaría su felicidad. Esta tradición, ¿no opera y excita una convicción de que muy pronto debe volver? ¿concibe V. cuál será el efecto que producirá, si un individuo apareciendo entre ellos demostrase los caracteres de Quetralcohuatl, el Buhda del bosque, o Mercurio, del cual han hablado tanto las otras naciones? ¿no cree V. que esto inclinaría todas las partes? ¿no es la unión todo lo que se necesita para ponerlos en estado de expulsar a los españoles, sus tropas, y los partidarios de la corrompida España, para hacerlos capaces de establecer un imperio poderoso, con un gobierno libre, y leyes benévolas?» Pienso como V. que causas individuales pueden producir resultados generales, sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del Anahuac, Quetralcohualt, el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que V. propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano, y no ventajosamente; porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean Dioses. Sólo los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es el famoso profeta de Yucatán, Chilan-Cambal. En una palabra, los más de los autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado con más o menos extensión la cuestión sobre el verdadero caracter de Quetralcohualt. El hecho es, según dice Acosta, que él estableción una religión, cuyos ritos, dogmas y misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un Santo Tomás como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que Quetralcohualt es un legislador divino entre los pueblos paganos de Anahuac, del cual era lugar-teniente el gran Motekzoma, derivando de él su autoridad. De aquí se infiere que nuestros mexicanos no seguirían el gentil Quetralcohualt aunque pareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una religión la más intolerante y exclusiva de otras. Felizmente, los directores de la independencia de México se han aprovechado del fanatismo con el mejor acierto, proclamando a la famosa virgen de Guadalupe por reina de los patriotas, invocándola en todos los casos arduos y llevándola en sus banderas. Con esto, el entusiasmo político ha formado una mezcla con la religión que ha producido un fervor vehemente por la sagrada causa de la libertad. La veneración de esta imagen en México es superior a la más exaltada que pudiera inspirar el más diestro profeta. Seguramente la unión es la que nos falta para completar la obra de nuestra regeneración. Sin embargo, nuestra división no es extraña, porque tal es el distintivo de las guerras civiles formadas generalmente entre dos partidos: conservadores y reformadores. Los primeros son, por lo común, más numerosos, porque el imperio de la costumbre produce el efecto de la obediencia a las potestades establecidas; los últimos son siempre menos numerosos aunque más vehementes e ilustrados. De esto modo la masa física se equilibra con la fuerza moral, y la contienda se prolonga, siendo sus resultados muy inciertos. Por fortuna, entre nosotros la masa ha seguido a la inteligencia. Yo diré a V. lo que puede ponernos en aptitud de expulsar a los españoles, y de fundar en gobierno libre. Es la unión, ciertamente; mas esta unión no nos vendrá por prodigios divinos, sino por efectos sensibles y esfuerzos bien dirigidos. La América está encontrada entre sí, porque se halla abandonada de todas las naciones, aislada en medio del universo, sin relaciones diplomáticas ni auxilios militares y combatida por la España que posee más elementos para la guerra, que cuantos nosotros furtivamente podemos adquirir. Cuando los sucesos no están asegurados, cuando el Estado es débil, y cuando las empresas son remotas, todos los hombres vacilan; las opiniones dividen, las pasiones las agitan, y los enemigos las animan para triunfar por este fácil medio. Luego que seamos fuertes, bajo los auspicios de una nación liberal que nos preste su protección, se nos verá de acuerdo cultivar las virtudes y los talentos que conducen a la gloria: entonces seguiremos la marcha majestuosa hacia las grandes prosperidades a que está destinada la América Meridional; entonces las ciencias y las artes que nacieron en el Oriente y han ilustrado la Europa, volarán a Colombia libre que las convidará con un asilo. Tales son, señor, las observaciones y pensamientos que tengo el honor de someter a V. para que los rectifique o deseche según se mérito; suplicándole se persuada que me he atrevido a exponerlos, más por no ser descortés, que porque me crea capaz de ilustrar a V. en la materia.

Soy de V.
SIMON BOLIVAR
 

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