miércoles, 11 de abril de 2018

Comanches Libro. 1


Pekka Hämäläinen

Quanah Parker, uno de los últimos jefes comanches
La mayor parte de las historias sobre los indios americanos, también llamados indígenas o aborígenes, suelen presentar un punto en común, con independencia de la ubicación ideológica del autor. Tras el contacto con los imperios europeos se derrumbó el modo tradicional de vida de las sociedades indígenas y su paso por el planeta se convirtió en una terrible pesadilla. Los efectos de la colonización fueron devastadores y desde 1492 en adelante los indígenas se convirtieron prácticamente en menores de edad. Esta situación se vio agravada tras los diversos procesos de independencia. Durante la vida republicana, desde Estados Unidos al norte hasta Argentina y Chile por el sur, lo que quedó de los pueblos indígenas fue perseguido y, allí donde se pudo, aniquilado.

Esta imagen se completa con otra complementaria que incide en la existencia de un antes y un después de 1492, en la existencia de un mundo idílico frente a otro signado por la explotación de hombres y recursos naturales. Según contaba en Madrid, hace tres años atrás, un ministro boliviano, los pueblos indígenas, antes de la llegada de los europeos, no tenían banderas y vivían en armonía entre sí y con su entorno. Es más, podían cruzar pacíficamente de un extremo a otro del continente. Por el contrario, la presencia europea supuso la aparición de las guerras y de numerosas plagas, que condenaron a los indígenas al ostracismo interior, perseguidos por los nuevos dominadores.
CARLOS MALAMUD | 04/03/2011

De este modo, como dice Hämäläinen, los historiadores de fines del siglo XX nos presentan una historia en la cual el imperialismo europeo hacía avanzar la historia mientras la resistencia india era barbarie cruda y violenta. Esta asimetría también fue recogida por los intelectuales indígenas que intentan reivindicar su propio pasado pero que todavía no han encontrado un relato que los distinga claramente del colonizador europeo.
Estas ideas se completan con la omnipresencia de un concepto que demarca claramente el terreno de la discusión, el de pueblos originarios. El término indio, totalmente incorrecto políticamente hablando, ha sido reemplazado por el de pueblos originarios. De este modo se otorga a los descendientes de los indígenas una legitimidad sobre el territorio donde están asentados impensable de otro modo. Esta legitimidad es la que da derecho a reclamar la propiedad de tierras y recursos naturales. Es como si esos pueblos originarios hubieran vivido siempre allí donde están ahora y no se hubieran aposentado tras expulsar previamente a otros ocupantes.

De ahí la bocanada de aire fresco que supone la publicación en español de El imperio comanche, aparecido en su versión inglesa original en 2008. Su autor es un profesor finlandés asentado en la Universidad de California (Santa Bárbara), que con su prosa precisa disecciona el mundo y le da una relevancia hasta ahora inimaginable. El choque entre la fábula y la historia es inmediato y brutal. La introducción se titula “Colonialismo invertido” y comienza de la siguiente manera: “Este libro trata de un imperio norteamericano que, según los manuales de historia al uso no existió”. Buen comienzo. Pero aún hay más: “Narra la conocida trama de expansión, resistencia, conquista y desaparición, pero los papeles habituales se han invertido; se trata de un relato en el que los indios se expanden, ordenan y prosperan, y los colonos europeos resisten, se repliegan y luchan por sobrevivir”.

El mayor mérito del trabajo de Pekka Hämäläinen es haber convertido a los comanches en seres totalmente racionales, capaces de tomar decisiones lógicas en función de sus propios intereses y de actuar en consecuencia. Los comanches no son los pobres indios explotados por los europeos o por otros indios, sino los forjadores de un vasto y poderoso imperio que se expande por todo el suroeste de los actuales Estados Unidos. En su expansión obviamente utilizaron la violencia, pero, al igual que cualquier otro imperio su estructura y su actuación estaban definidas por su organización económica y sus instituciones políticas.

De este modo, los españoles, franceses, mexicanos y angloamericanos que tuvieron que compartir el espacio con los comanches fueron dominados por un poderoso imperio indígena que estuvo activo entre principios del siglo XVIII y el último cuarto del siglo XIX. Teóricamente en esta época el continente americano estaba dominado por los imperios europeos y por sus sucesores locales, pero es en medio de esa realidad de donde emergen los comanches y terminan imponiendo su fuerte impronta. Así, por ejemplo, Hämäläinen nos muestra cómo la emergencia del imperio comanche, de la Comanchería, es el eslabón ausente en las historias nacionales de México y Estados Unidos y explica el fracaso del virreinato de la Nueva España en la colonización del interior de América del Norte y por qué México perdió sus territorios septentrionales que acabaron en manos de Estados Unidos.

Una de las principales palancas que impulsaron la expansión comanche fue la adopción del caballo, a lo que hay que agregar su flexibilidad estratégica hasta su predisposición para incorporar nuevas ideas e innovaciones. Los caballos sumados al pastoreo y a la caza del bisonte les permitieron a los comanches disponer de un sistema productivo que tenía a su disposición una gran cantidad de energía intensiva. Gracias a ello pudieron superar el cuello de botella del nomadismo y conocieron un importante auge demográfico, que permitió multiplicar por 10 su población entre comienzos del siglo XVIII y la primera epidemia de viruela que sufrieron en 1780, momento en que alcanzaron su máximo de población con 40.000 personas.

Si bien los comanches lograron invertir “la superioridad material, tecnológica y organizativa de Europa”, no utilizaron su ventaja para recrear el imperialismo europeo. Su presencia en la región de las grandes llanuras fue simultáneamente de “naturaleza claramente imperialista y claramente indígena”. Así fue cómo su diplomacia, su política comercial y su explotación de la mano de obra respondían a esa lógica imperial, la misma que permite explicar su declive y decadencia en el momento de enfrentar a un enemigo mucho más poderoso.

Las claves de este proceso están en este formidable libro de Pekka Hämäläinen, una obra que, sin duda, influirá sobre los nuevos trabajos que acerca del mundo indígena americano se realicen en el futuro.

Refriegas Antiguas: Estaban tranquilos con sus flechas, sus bisontes y sus ritos hasta que llegaron los pendones, la cruz, la pólvora, la viruela. Los más indómitos son sin duda los comanches, pueblo aguerrido, diestro en el robo de caballos. El virrey manda un vasco a sojuzgarlos, Juan Bautista de Anza, siglo XVIII. Anza se adentra en los yermos de la Comanchería con un puñado de desharrapados. Su misión: diezmar de varones las huestes de Cuerno Verde. Curiosamente sus respectivos padres murieron en contiendas similares. Acontece el esperado encuentro, con la particularidad de que Anza no es Custer ni sus soldados de cuera el Séptimo de Caballería. Anza gana y España olvida dedicarle un par de estatuas. Al nacionalismo vasco no le encaja el héroe. Ni siquiera lo conoce. Y Cuerno Verde, acorralado en un barranco, cae con hombría, ignorante de la inmortalidad con cagadas de paloma que da el mármol.

Fernando Aramburu
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PEKKA HÄMÄLÄINEN. El imperio comanche
ÍNDICE

Agradecimientos 9
Introducción: Colonialismo invertido 11
1. Conquista 35
2. El nuevo orden 105
3. El abrazo 161
4. El imperio de las llanuras 209
5. La Gran Comanchería 263
6. Hijos del sol 345
7. Hambre 417
8. Colapso 459
Conclusión: La forma del poder 487
Lista de abreviaturas 515
Notas 517
Bibliografía 645
Índice analítico 683

Hay varias personas e instituciones que me ayudaron a concluir este libro. Me gustaría dar las gracias por orientarme en el mundo acadé- mico a Markku Henriksson, David Wishart y John Wunder, cuyos conocimientos han sido una fuente de inspiración inagotable y que jamás han dejado de plantearme retos intelectuales y de otra natura- leza. Este libro no existiría sin el consejo y el apoyo de David Weber. Ha sido un defensor incondicional de mi trabajo y leyó el manuscri- to en diferentes fases guiándome siempre para que mis formula- ciones fueran más equilibradas, precisas y claras. Elliott West leyó el manuscrito dos veces y lo mejoró enormemente con sus agudas in- tuiciones y su crítica sagaz. Estoy muy en deuda con él.
 
una beca de investigación del William P. clements center for southwest studies de la southern Methodist university (sMu) me proporcionó un entorno estimulante para revisar y replantear el tra- bajo. El taller de manuscritos del clements center reunió a varios especialistas destacados para que analizaran mi proyecto. Estoy pro- fundamente agradecido por su asesoramiento y sus críticas a los par- ticipantes en el mismo: Edward countryman, David Edmunds, Mo- rris Foster, Todd Kerstetter, James snead, Daniel usner, omar Valerio-Jiménez, David Weber, Elliott West y John Wunder. Quisie- ra dejar una nota especial de agradecimiento a Andrea Boardman por toda la ayuda que me prestó durante mi estancia en la sMu. Poste- riormente, una generosa beca de dos años del collegium for Advan- ced studies de la universidad de Helsinki me permitió escribir el cuer- po principal de este libro en un entorno muy estimulante desde el punto de vista intelectual. También me gustaría dar las gracias por el apoyo económico de la Texas A&M university y la universidad de califor- nia en santa Barbara (ucsB) .
 
Muchas personas han leído todo o parte del manuscrito y me han permitido validar mis ideas en conversaciones y debates muy animados. Estoy profundamente agradecido a Gary Clayton Ander- son, Matthew Babcock, Ned Blackhawk, Guillaume Boccara, Colin Calloway, Brian DeLay, Jason Dormandy, Ross Frank, Sarah Grif- fith, Andrew Isenberg, Ben Johnson, John Lee, Andrea McComb, Patrick McCray, Cecilia Méndez, Susan Miller, Jean Smith, Gabrie- la Soto Laveaga, Paul Spickard, Todd Wahlstrom y Martina Will de Chaparro. Thomas Kavanaugh compartió generosamente conmigo sus vastos conocimientos de la cultura y la historia comanches. Tam- bién hay deudas que se difuminan en la amistad forjada con expe- riencias comunes: tuve la suerte de escribir mi primer libro mientras mis buenos amigos Mark Ellis, Mikko Saikku y Sam Truett con- cluían los suyos. Siempre pude disponer de su apoyo y de su conti- nuo consejo. Debo dar las gracias especialmente a Lee Goodwin, que compartió su pozo de conocimientos sobre archivos documen- tales, localizó documentos esenciales y me involucró en muchas dis- cusiones historiográficas efervescentes. También leyó el manuscrito con una atención inquebrantable a los detalles y me ahorró muchos errores. Jennifer Mundy, de la Biblioteca Davidson de la Oficina de Colecciones Especiales de la UCSB, me brindó una ayuda impaga- ble a la hora de rescatar fuentes confusas.
 
En Yale University Press hubo varias personas que convirtieron en una experiencia deliciosa la transformación del manuscrito en un libro. Mi editor, Chris Rogers, hizo suya de inmediato mi idea del libro, y sus inteligentes sugerencias editoriales fueron de gran ayu- da para las últimas revisiones. Laura Davulis y Jessie Hunnicutt condujeron el manuscrito por toda la fase de producción con un aplomo tranquilizador, y Eliza Childs, mi correctora, pulió mi prosa y me hizo participar en discusiones muy fructíferas sobre el estilo y la sintaxis.
 
La deuda mayor es con Veera Supinen, que leyó y formateó nu- merosas versiones de este libro y, a menudo, orientó mi pensamien- to hacia nuevas sendas. Su inteligencia, sabiduría y elegancia han ali- mentado este proyecto de principio a fin.

INTRoDuccIÓN coLoNIALIsMo INVERTIDo

Este libro trata de un imperio norteamericano que, según los ma- nuales de historia al uso, no existió. Narra la conocida trama de ex- pansión, resistencia, conquista y desaparición, pero los papeles habi- tuales se han invertido: se trata de un relato en el que los indios se expanden, ordenan y prosperan, y los colonos europeos resisten, se repliegan y luchan por sobrevivir.
 
En los albores del siglo xviii los comanches eran una pequeña tribu de cazadores recolectores que vivían en los escarpados desfila- deros de la remota frontera septentrional del reino español de Nue- vo México. Eran unos recién llegados que habían huido de los dis- turbios políticos y las disputas internas de sus territorios de origen tradicionales, en las Grandes Llanuras del centro, y hacían todo lo posible por reconstruir su forma de vida en una tierra extraña cuya incorporación al universo español parecía inminente. Fue aquí, en la punta de lanza del imperio más grande del mundo, donde los co- manches iniciaron una expansión explosiva. compraron y robaron caballos en Nuevo México, se reinventaron a sí mismos como gue- rreros a caballo y volvieron a pergeñar su lugar en el mundo. Entra- ron por la fuerza en las llanuras meridionales, desplazaron a los apa- ches y a otras naciones indias que allí habitaban y, en el transcurso de tres generaciones, forjaron un territorio inmenso, más extenso que el conjunto de la zona situada al norte del río Grande, que en aquella época estaba bajo control europeo. se convirtieron en los «señores de las llanuras meridionales», unos jinetes feroces y belicosos que frenaron las incursiones euroamericanas en el sudoeste del actual Estados unidos hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix.1

En adelante, nos referiremos a menudo a esta región simplemente con el nom- bre de «el sudoeste». (N. del T.)

La literatura existente suele retratar a los comanches como una potencia ecuestre formidable que alzó una barrera de violencia so- brecogedora ante la expansión colonial.2 Junto con los iroqueses y los lakota, han quedado inmersos en la memoria colectiva estado- unidense como una de las pocas sociedades indígenas capaces de opo- ner una resistencia significativa a la conquista euroamericana de Nor- teamérica. Pero la idea de que los comanches alzaron una barrera omite al menos la mitad de la historia, pues a mediados del siglo xviii volvieron a reinventarse a sí mismos, en esta ocasión como pueblo hegemónico que alcanzaba cotas de poder y prosperidad cada vez más altas a costa de las sociedades adyacentes, tanto indias como euroamericanas. Paulatinamente, empezó a tomar forma un cambio trascendental. En el sudoeste, el imperialismo europeo no solo se estancaba ante la resistencia indígena, sino que quedaba eclipsado por el imperialismo indio.
 
Ese vuelco en las relaciones de poder fue algo más que un mero problema técnico de la historia o una interrupción provisional del proceso de colonización europeo de la Norteamérica indígena. Du- rante una centuria, la transcurrida aproximadamente entre 1750 y 1850, los comanches fueron el pueblo dominante en el sudoeste y manejaron y explotaron los destacamentos coloniales de Nuevo México, Texas, Louisiana y el norte de México en aras de su seguri- dad, prosperidad y poder. Extrajeron recursos y mano de obra de sus vecinos euroamericanos e indios mediante el latrocinio y los impues- tos, e incorporaron otras etnias a sus filas en calidad de pueblos adoptivos, esclavos, trabajadores, personas dependientes o vasallos. El imperio comanche se propulsaba con la violencia pero era, ante todo y principalmente, al igual que la mayor parte de los imperios viables, una organización económica. su núcleo era una red comer- cial amplísima que permitió a los comanches controlar los mercados fronterizos de las inmediaciones y el comercio de larga distancia, con lo que introdujeron en su órbita política a los grupos vecinos y difundieron su lengua y su cultura por todo el subcontinente. Y, como siempre, la preeminencia política a largo plazo en el exterior se basaba en un desarrollo muy dinámico en el interior. Para afron- tar las oportunidades y los retos de su rápida expansión, crearon un sistema político centralizado pero con múltiples niveles, una economía mercantil próspera y una organización social jerarquizada, pero lo bastante flexible para sustentar y vencer las cargas de su ambición en el exterior.
 
Así pues, los comanches fueron una potencia interregional con carisma imperial, y su política dividió la historia del sudoeste y el norte de México en dos trayectorias con un contraste muy marcado. Mientras que los comanches alcanzaban cotas inigualables de in- fluencia política y económica, riqueza material y estabilidad interna, las colonias españolas, las posteriores provincias mexicanas y muchas sociedades agrícolas indígenas padecían los inconvenientes habitua- les de las regiones periféricas del mundo colonial. sin reconocerlo abiertamente, los españoles, franceses, mexicanos y angloamerica- nos vivían en el centro del continente dominados y eclipsados por un imperio indígena. Ese imperio, su auge, su anatomía, sus costes y su caída, constituyen el objeto de este libro.

Las grandes potencias indias americanas han cautivado la imagina- ción de los especialistas desde que Hernán cortés se abriera paso a la fuerza en Tenochtitlán y Francisco Pizarro avanzara sobre cuz- co. con el paso de los años, los historiadores y arqueólogos han revelado la existencia de sistemas de gobierno imperialistas o pseu- doimperialistas de indios americanos que sometieron a otras socie- dades indígenas. Es fácil recordar a los aztecas, los incas y otros forjadores de imperios de la América precolombina, pero, haciendo un esfuerzo mayor, podríamos pensar también en los powhatan de principios del siglo xvii de las marismas costeras de Virginia, en los haudenosaunee del siglo xvii (la confederación iroquesa) en el nor- deste de Estados unidos o en los lakota de las llanuras septentrio- nales del siglo xix.3
 
Este libro se inscribe en ese género, aunque también desborda sus márgenes. Muestra que los comanches combatieron y sometie- ron a otras sociedades indígenas, pero que su capacidad para reducir a los regímenes coloniales euroamericanos a meros componentes de su posición dominante fue más importante para alcanzar la supre- macía. Los comanches lograron algo excepcional: forjaron una es- tructura imperial que sometió, explotó, marginó, asimiló y transformó profundamente destacamentos coloniales cercanos y lejanos, con lo que invirtió la trayectoria imperial habitual en grandes secto- res de América del Norte y central.4
 
Además, los comanches lo hicieron en el siglo xviii y a princi- pios del xix, durante la pleamar de la rivalidad imperial, cuando las potencias coloniales se disputaban la preeminencia en toda Nortea- mérica. El sudoeste de Estados unidos fue escenario de varios pro- yectos imperiales muy dinámicos y dispares que convergían y choca- ban de formas imprevisibles. Mientras los imperios español, francés, británico y estadounidense rivalizaban entre sí por las tierras, el co- mercio y las materias primas, los comanches seguían expandiendo sus dominios y frustrando profundamente las ilusiones europeas de superioridad. El resultado fue una historia colonial que contraviene la perspectiva convencional. una idea muy persistente sostiene que el devenir y los contornos de los albores de la historia de Estados unidos estuvieron determinados por los giros de la dinámica de po- der euroamericana y las reacciones que suscitaron en las metrópo- lis de Madrid, Londres, Versalles, ciudad de México y Washington. sin embargo, el sudoeste era una excepción clamorosa. Allí impor- taban las ideas de las metrópolis, pero solían tener menos relevancia que las políticas y los designios de los comanches, cuyo dominio adquirió finalmente proporciones hemisféricas, pues se extendía des- de el corazón de Norteamérica hasta adentrarse en las profundida- des de México. De hecho, la ascendencia comanche es el elemento ausente en la arrolladora secuencia histórica que desembocó en el fracaso de Nueva España en la colonización del interior de América del Norte, la erosión de la autoridad imperial española en el sudoes- te y la decadencia precipitada del poder mexicano en el Norte. En última instancia, el auge del imperio comanche contribuye a expli- car por qué el extremo septentrional de México es hoy día el sudoes- te de Estados unidos.
 
Pese a toda su fuerza y potencial expansionista, los comanches nunca trataron de erigir un sistema imperial al estilo europeo. El imperio comanche, una creación de bandas nómadas, no fue una estructura rígida aglutinada por una única autoridad central, ni tam- poco una entidad que pudiera mostrarse en un mapa como un blo- que sólido con fronteras nítidas. A diferencia de las potencias imperiales euroamericanas, los comanches no pretendían establecer asentamientos coloniales a gran escala, y su idea del poder no pasaba por el gobierno directo sobre gran número de súbditos. No hacían publicidad de su fuerza con arte y arquitectura ostentosos, ni deja- ron tras de sí ruinas de un imperio que nos recuerden el alcance de su poderío. No obstante, como, tanto por razones culturales como estratégicas, preferían el gobierno informal a las instituciones for- males, crearon entre todas las sociedades un orden jerárquico muy marcado y bien integrado con un perfil, un alcance y una sustancia inconfundiblemente imperiales. Las numerosas bandas y subdivisio- nes comanches conformaban una coalición muy fluida internamente pero muy coherente desde el exterior que, mediante una creativa combinación de políticas de violencia, diplomacia, extorsión, co- mercio y parentesco, logró lo que otros imperios con estructuras más rígidas obtuvieron mediante el control político directo: impo- ner su voluntad sobre sistemas de gobierno vecinos, aprovechar el potencial económico de otras sociedades y convencer a sus rivales de que adoptaran y aceptaran sus normas y costumbres.
 
Para comprender la naturaleza específica del imperialismo co- manche es preciso entender cómo se entrelazó el ascenso de los co- manches con otras expansiones imperiales: el empuje tenaz, aunque errático, de Nueva España hacia el Norte desde la zona central de México; el empeño de Nueva Francia por asimilar las praderas del interior a su dominio comercial; y la búsqueda de Estados unidos de un imperio transcontinental. Para simplificar lo que fue un proceso complejo desplegado en varios escenarios, diremos que los coman- ches desarrollaron una política de poder agresiva en respuesta a las invasiones euroamericanas, que pusieron en peligro su seguridad y autonomía desde el momento en que ingresaron en las llanuras me- ridionales. En realidad, el hecho de que el territorio comanche, la comanchería, estuviera rodeada durante toda su existencia por asentamientos de colonos euroamericanos convierte a los coman- ches en candidatos con pocas probabilidades de alcanzar la primacía en la región. Pero, como los comanches aumentaron su número y su poder, la disposición geopolítica acabó convirtiéndose en el funda- mento mismo de su predominio. su abrumadora fuerza militar, tan evidente en los ataques de guerreros a caballo que tanto terror suscitaban, les habría permitido destruir muchos asentamientos de Nuevo México y Texas y expulsar a la mayor parte de los colonos al otro lado de sus fronteras. Pero jamás adoptaron una política de expulsión sino que, por el contrario, prefirieron que sus fronteras limitaran con destacamentos formalmente autónomos, pero econó- micamente subsidiarios y dependientes, que sirvieran de vías de ac- ceso a los inmensos recursos del imperio español.
 
De modo que los comanches fueron una potencia imperial con una diferencia: su objetivo no era conquistar y colonizar, sino coexis- tir, controlar y explotar. Mientras que las potencias imperiales tradi- cionales gobernaban volviendo las cosas más rígidas y previsibles, los comanches lo hacían manteniéndolas fluidas y maleables.5 Este ca- rácter informal, casi ambiguo de la política de los comanches no solo dificulta definir su imperio, sino también, a veces, siquiera ver- lo. Nuevo México y Texas lindaron con la comanchería durante toda la era colonial y, aunque a menudo sufrieron la presión de los comanches, las colonias gemelas resistieron, lo que permitió a Espa- ña afirmar que su dominio imperial en el sudoeste era arrollador. sin embargo, si se examina con detenimiento, la presencia imperial inflexible de España en la región se convierte en una ilusión que solo existió en la mentalidad de los españoles y en los mapas europeos, pues los comanches controlaban una parte muy extensa de todos los bienes materiales que se podían utilizar en Nuevo México y Texas. En la cultura comanche no existía la idea de que la tierra es una for- ma de propiedad privada y generadora de ingresos y, en cierto senti- do, el ganado y los esclavos ocupaban el lugar de la propiedad priva- da terrateniente. Esta observación elemental tiene unas repercusiones enormes sobre la forma en que deberíamos entender la relación en- tre los comanches y los colonos. cuando los comanches sometían a Texas y Nuevo México a incursiones y asaltos sistemáticos para ob- tener caballos, mulas y prisioneros y despojar de esos recursos pro- ductivos a zonas muy extensas, convertían de hecho a las colonias en posesiones imperiales. Que la Texas y el Nuevo México españoles no fueran conquistados por los comanches no es un hecho histórico, sino algo que depende del punto de vista que se adopte.
 
En este libro me propongo examinar el complejo poder de los comanches en el marco de una red trasatlántica emergente que todavía no se había consolidado en una economía mundial que la en- globara. Desde este punto de vista, durante el siglo xviii y los co- mienzos del siglo xix el sudoeste de Estados unidos y el norte de México afloran como un sistema-mundo a pequeña escala, vigente al margen de la garra controladora de los imperios ultramarinos de Europa. La comanchería fue su núcleo político y económico, una almendra central de la región que estaba rodeada por sociedades y territorios más o menos periféricos, cuyos destinos estaban vincu- lados a los comanches mediante complejas redes de cooperación, coerción, extorsión y dependencia. El enfoque del sistema-mundo en la historia ha sido criticado a menudo por ser demasiado rígido y mecanicista, lo cual es cierto. He utilizado su lenguaje y sus metáfo- ras espaciales de forma selectiva, pero también intencionada, pues soy consciente de que transmiten cierta idea de rigidez y perma- nencia. Ante el telón de fondo de unas fronteras norteamericanas en continuo desplazamiento, el espacio que los comanches ocuparon, y finalmente dominaron, entre las demás sociedades estuvo marcado por unas jerarquías de poder inusualmente firmes, duraderas y pecu- liares.6
 
Este mundo «comanche-céntrico» no era en modo alguno inde- pendiente; estaba anclado desde su concepción misma en el universo colonial general a través de las poderosas redes administrativas y económicas tendidas entre Nuevo México, Texas, las provincias mexicanas del Norte y ciudad de México. Pero los vínculos institu- cionales tenían con frecuencia menor impacto sobre la evolución interna de las colonias que las políticas de los comanches; tal vez las turbulentas e intrincadas historias de Nuevo México, Texas, coahui- la y Nueva Vizcaya hayan tenido tanto que ver con los comanches como con los vaivenes del destino imperial de Nueva España. De hecho, la relación sistémica entre la comanchería y el norte de Nueva España proporcionó a los comanches un atisbo de la capacidad de explotación sobre el imperio español en su conjunto. cuando se fundó Nuevo México, a caballo entre los siglos xvi y xvii, se esperaba que la provincia alimentara la vena imperial de España con materias primas y mano de obra, pero antes de que concluyera el siglo xviii, a través de la colonia se filtraba tanta riqueza hacia la comanchería que solo lograba sobrevivir a base de apoyo económico continuo

desde ciudad de México. Durante gran parte de finales del siglo xviii y principios del xix, Texas actuó como una provincia por la que se escapaba el dinero, a menudo tributaria y, con frecuencia, también a la defensiva de la expansión comanche. Así pues, al subvencionar su frontera más septentrional, el imperio español se vaciaba para ali- mentar y repeler a un imperio indígena.


Aunque este libro se circunscribe a un lugar y un tiempo determina- dos, mi tesis afecta a los debates generales sobre colonialismo, fronte- ras y territorios fronterizos en el continente americano. En las últimas tres décadas, los historiadores han concebido formas enteramente nuevas de pensar en los indígenas norteamericanos, los euroamerica- nos y el entrelazamiento de sus historias. Más allá de las narraciones verticales convencionales que representan a los indios como actores secundarios de las disputas imperiales o víctimas trágicas de la ex- pansión colonial, los especialistas actuales los presentan como agen- tes históricos de pleno derecho que desempeñaron un papel consti- tutivo en la construcción de las primeras fases de existencia de Estados unidos. En lugar de una secuencia predeterminada y sin costuras, la colonización del continente americano se considera hoy día un proceso dialéctico que engendró mundos nuevos para todos los implicados. Las sociedades indígenas no desaparecieron simple- mente ante la acometida euroamericana. Muchas se adaptaron y pervivieron erigiendo unas economías e identidades nuevas con los fragmentos de las antiguas. Los indios combatieron y resistieron, pero también cooperaron y coexistieron con los recién llegados creando universos híbridos que no eran enteramente indios ni euro- peos. Al situar en el primer plano de los albores de la historia de Estados unidos a los pueblos indígenas y sus intenciones, los espe- cialistas de los últimos tiempos han reforzado un campo de conoci- miento que hace solo una generación se ahogaba bajo unos princi- pios provincianos y mitificadores.7
 
Pero, por relevante que haya sido este giro revisionista, no está completo. con demasiada frecuencia, las alteraciones han sido más cosméticas que correctoras. Los historiadores han saneado la termi- nología y actualizado los manuales para que iluminen las sutilezas de los encuentros coloniales, pero las líneas maestras de la historia han permanecido en buena medida intactas. Aparte de un grupo de espe- cialistas en la historia de Estados unidos y de sus indígenas, la inter- pretación de las relaciones entre indios y euroamericanos sigue limi- tada por lo que Vine Deloria hijo denominó «la teoría de la historia del “cameo”»: los pueblos indígenas hacen apariciones espectacula- res, permanecen en escena un instante y luego desaparecen cuando se reanuda la saga central de la expansión europea, que apenas se ve afectada por la interrupción. salvo contadas excepciones, los histo- riadores revisionistas se han limitado a volver a contar la historia de la conquista colonial desde el lado indio de la frontera. Han sondea- do cómo contrarrestaron y afrontaron la expansión colonial, y han pasado por alto la otra cara de la dinámica: el impacto de las políticas indias sobre las sociedades coloniales. Este enfoque refuerza la idea de que las potencias europeas fueron las principales impulsoras de la historia y tiende a reducir la acción de los indígenas a meras estrate- gias de subversión y supervivencia. Para recuperar la auténtica di- mensión del papel de los indios en los albores de la historia de Esta- dos unidos debemos, una vez más, volver a evaluar las intersecciones entre pueblos indígenas, potencias coloniales, fronteras y territo- rios fronterizos. Tenemos que sustituir las lentes y crear modelos que nos permitan apreciar que las políticas indígenas hacia las po- tencias coloniales eran algo más que estrategias defensivas de resis- tencia y contención.8
 
Este libro aporta nuevas perspectivas en ese mismo esfuerzo, y lo hace poniendo en duda algunas de las suposiciones más elementales sobre los pueblos indígenas, el colonialismo y el cambio histórico. En lugar de percibir las políticas de los indígenas hacia las potencias coloniales como meras estrategias de supervivencia, tiene en cuenta que los indios, además, podían guerrear, intercambiar bienes, firmar tratados y asimilar pueblos con el fin de expandirse, extorsionar, ma- nipular y dominar. En lugar de releer la desposesión de los indios para estructurar la narración de los primeros momentos de la histo- ria de Estados unidos, suscribe las múltiples posibilidades y contin- gencias del cambio histórico. En el plano fundamental, fomenta una interpretación menos lineal de las relaciones entre indios y blancos en Norteamérica. Tras los contactos iniciales, momento en que los
indios solían imponerse a los invasores, el destino de las culturas indí- genas no siempre fue un suave deslizamiento irreversible hacia la desposesión, la despoblación y el declive cultural. como ilustra la historia de los comanches, pudieron darse trayectorias casi diame- tralmente opuestas. Antes de ser derrotados definitivamente en 1875 en los desfiladeros de la región de Texas conocida como el saliente de Texas, los comanches experimentaron durante más de un siglo un ascenso asombroso desde los márgenes del mundo colonial hasta adquirir una relevancia imperial como pueblo dominante que pros- peraba y se expandía en medio de las colonias euroamericanas.
 
La historia de las relaciones entre indios y colonias europeas, tal como la entendemos hoy día, es inseparable de la historia de la fron- tera, que constituye otra hebra teórica de nuestro estudio. En los últimos quince años aproximadamente, la frontera ha resurgido con fuerza en el centro mismo de la historiografía norteamericana. Bajo su nueva forma de zona de interpenetración cultural, la frontera va adquiriendo relevancia entre los historiadores, que no hace tanto tiempo rechazaban la tesis de Frederick Jackson Turner de que la frontera es una interpretación etnocéntrica y narcisista de la con- quista de Norteamérica por parte de los europeos. En lugar de uti- lizar la línea divisoria binaria de Turner entre civilización y barbarie, o entenderla como límite del semillero de las virtudes estadouniden- ses, los historiadores la dibujan ahora como un espacio socialmente cargado en el que los indios y los invasores competían por los recur- sos y la tierra, pero también compartían destrezas, alimentos, mo- das, costumbres, lenguas y creencias. según revelan los nuevos tra- bajos, las fronteras entre indios y blancos eran puntos de contacto desordenados y eclécticos que transformaban a todos sus protago- nistas, al margen de si la dinámica de poder entre ellos estaba o no equilibrada. Así, se ha aproximado el concepto de frontera a su rival, el de territorio fronterizo, que Herbert Eugene Bolton, el historia-

En inglés, Texas Panhandle. significa literalmente «mango de sartén» y se refiere, por su forma de protuberancia geométrica, a la región geográfica limítrofe con el extremo noroccidental del estado de oklahoma, al que también se denominador pionero de la Norteamérica española, acuñó para cuestionar la visión anglocéntrica angosta de Turner. El escepticismo hacia el es- tado-nación como unidad principal de análisis histórico, la visión de conjunto en el subcontinente, la valoración de la mutabilidad políti- ca y cultural y el énfasis en la intervención indígena son los puntos fuertes tradicionales de la historia de los territorios fronterizos; hoy día lo son también de los estudios sobre fronteras.9
 
«oklahoma Panhandle». Hay otros estados de Estados unidos que también tienen regiones así denominadas, como Florida. (N. del T.)
 
Este libro se sirve de varias aportaciones de los nuevos estudios sobre fronteras y territorios fronterizos. Desde un punto de vista más general, muestra cómo los comanches trasladaron bienes, ideas y personas a través de unas lindes ecológicas, étnicas y políticas, con lo que crearon redes de violencia e intercambio transnacional (o transimperial) que desafiaban la disposición espacial más rígida que las potencias euroamericanas confiaban instaurar en el sudoeste. Desde un punto de vista más restringido, muestra cómo los co- manches forjaron a pequeña escala con los euroamericanos unos mercados privados en los que relacionarse cara a cara, con lo que crearon una versión incipiente de lo que Daniel usner ha denomi- nado «economías de intercambio fronterizo»: unos sistemas comer- ciales autosuficientes que se desarrollaron, sobre todo, al margen de la floreciente economía trasatlántica. Esta perspectiva describe cómo los comanches obligaron a los colonizadores a modificar sus méto- dos agresivos y, al mismo tiempo, recalibraron algunas de sus prác- ticas para adaptarlas a la presencia euroamericana, con lo que se in- volucraron en ese tipo de procesos de mediación, invención mutua y producción cultural que Richard White ha denominado «el terri- torio intermedio». Desde el punto de vista geopolítico, el sudoeste comanche parecería ajustarse a la redefinición de territorio fronteri- zo que recientemente han hecho Jeremy Adelman y stephen Aron: un lugar en el que las rivalidades interimperiales mejoraban las al- ternativas estratégicas de los pueblos indígenas y les permitían en- frentar a las potencias coloniales entre sí.10
 
Y, aun así, los nuevos estudios sobre fronteras y territorios fron- terizos logran explicar el mundo que yo solo describo parcialmente. El sudoeste que se dibuja en este libro es un lugar violento y traumá- tico en el que los indígenas y los recién llegados se percibían más como extraños y adversarios que como colaboradores en la creación de un mundo compartido; solo de vez en cuando fue un lugar en el que pudo prosperar una economía de intercambio fronterizo o un territorio intermedio. cuando los comanches y los euroamericanos se reunían para discutir asuntos tan polémicos y conceptualmente resbaladizos como la guerra, la paz, la reciprocidad, la lealtad o la justicia, a veces se apoyaban en malentendidos creativos, fundamen- tales y muy oportunos para la creación de territorios intermedios; pero, otras muchas se entendían demasiado bien y, por lo general, no les gustaba lo que veían. Los euroamericanos consideraban a los co- manches seres necesitados, agresivos, susceptibles y obstinados en sus creencias paganas y, por su parte, aparecían ante la sensibilidad comanche como seres codiciosos, arrogantes, intolerantes, groseros y zafios. En última instancia, la mayor parte de las tentativas de media- ción intercultural significativas se desmoronaron ante la insolencia de los euroamericanos y la impaciencia de los comanches. A base de negociar desde una posición de poder político y físico cada vez más firme, los comanches fueron adoptando una actitud cada vez más aser- tiva hacia las potencias coloniales. su política exterior dejó de tratar de acomodarse a las expectativas euroamericanas y pasó muy pronto a rechazarlas, reformarlas o, sencillamente, ignorarlas.11
 
A vista de pájaro, el estudio del sudoeste de Estados unidos so- metido al régimen de los comanches se convierte en una historia de fronteras alternativas. En realidad, desde el punto de vista de los co- manches, no había fronteras. Donde los euroamericanos de la época (y los historiadores posteriores) veían o imaginaban demarcaciones imperiales rígidas, los comanches apreciaban múltiples oportunida- des para el comercio, el intercambio de regalos, el pillaje, la caza de esclavos, la exigencia de rescates, la adopción, la obtención de tribu- tos y el establecimiento de alianzas. Al negarse a aceptar la idea occidental de que se trataba de unos territorios coloniales sobera- nos e indivisos, descompusieron las fronteras euroamericanas en sus elementos constitutivos (ciudades coloniales, presidios, misio- nes, ranchos, haciendas y aldeas indígenas) y los trataron como unidades aisladas, enfrentando a menudo los intereses de cada una de ellas entre sí. En el sudoeste colonial, fueron los comanches, y no los euroamericanos, quienes dominaron la política del divide y vencerás.

Asimismo, las políticas asertivas y agresivas de los comanches hacia los euroamericanos no eran más que un producto fronterizo de carácter secundario. Los comanches se aprovecharon sin duda de su ubicación entre regímenes coloniales competidores, pero tenían poco en común con los indios que pueden encontrarse en la mayor parte de las historias de territorios fronterizos. Más que un pueblo marginado que hacía equilibrios entre regímenes coloniales rivales para promulgar medidas paliativas de menor rango que aliviaran las políticas imperiales, los comanches fueron actores protagonistas que solían obligar a los colonizadores potenciales a competir por su apo- yo militar y su buena voluntad, así como a sortear sus iniciativas e intenciones. Por su naturaleza y su lógica, el sudoeste en el si- glo xviii y principios del xix era inequívocamente una creación co- manche, un mundo indígena en el que las rivalidades intercoloniales solían ser meras alteraciones superficiales de la corriente subterrá- nea más profunda y poderosa del imperialismo comanche.

En la imaginación popular, el sudoeste norteamericano anterior a la conquista de Estados unidos en 1848 representa un estudio del fra- caso imperial. El imperio español, rígido, burocrático y demasiado ambicioso, con su cuartel general en ciudad de México, había dise- minado mucho sus recursos por todo el hemisferio occidental para amarrar las provincias más septentrionales a su estructura imperial. Los franceses, pese a ser más ingeniosos que sus rivales españoles, que no tenían visión de futuro, eran demasiado erráticos y les preo- cupaba demasiado la política de poder del Viejo Mundo, las colonias británicas y el comercio canadiense de pieles como para hacer algo impresionante desde el punto de vista imperial con Louisiana o las zonas interiores del oeste. La joven República Mexicana era tan frágil y quisquillosa que perdió Nuevo México y Texas en menos de tres décadas. Reducido a una caricatura, el sudoeste de la visión dominante aparece como un popurrí de tribus indígenas políticamen- te débiles y aisladas, imperios exhaustos y repúblicas disfuncionales; un mundo fragmentado dispuesto a ser absorbido por los angloame- ricanos, quienes, en solitario, tuvieron la imaginación, el impulso y los medios para someter y controlar regiones muy vastas.12 Ponderados ante semejante trasfondo de indiferencia imperial e impoten- cia política, los logros de los comanches parecerían mermar por el hecho de haber coincidido con una vulnerabilidad euroamericana excepcional y que acabaran siendo una potencia hegemónica por falta de otras.
 
Yo parto de una premisa distinta (lejos de ser un lugar atrasado del imperio, el sudoeste era un mundo dinámico de sociedades pu- jantes, y los comanches tuvieron que eliminar y absorber proyectos imperiales vigorosos para adquirir preponderancia) y me baso en una sucesión de estudios pioneros que han dado un aspecto nuevo a la historia del sudoeste en sus primeras fases. Desmontando el este- reotipo tradicional de que los colonos españoles eran conservadores y carecían de imaginación, David Weber ha demostrado que las altas instancias del centro de México y las autoridades locales de Nuevo México, Texas y Louisiana modificaron continuamente y a su antojo las políticas fronterizas del imperio para extender las reivindica- ciones y el poder españoles hasta el corazón de América del Norte. Weber ha mostrado, además, que ese mismo dinamismo estratégico y político definió al sudoeste mexicano, aunque la recién nacida re- pública carecía de los recursos y las ambiciones expansionistas del imperio español. Ross Frank ha expuesto que el Nuevo México de la etapa borbónica estaba mucho más integrado en los centros impe- riales de Nueva España y, en consecuencia, era más dinámico y prós- pero de lo que se ha creído; y Andrés Reséndez ha descubierto un proyecto sólido para la construcción de una nación mexicana en el Norte a partir de 1821. Ned Blackhawk ha llamado la atención so- bre la fabulosa capacidad de los españoles para utilizar (y soportar) la violencia en aras de sus intereses imperiales. Al repasar la historia de los comanches, etnohistoriadores como Morris Foster y Thomas Kavanagh han hecho desvanecerse el estereotipo de que era una so- ciedad cazadora simple revelando sistemas políticos, instituciones sociales, redes comerciales y economías de pastoreo muy desarrolla- dos. En conjunto, estos y otros estudios novedosos han derribado la vieja imagen de que el sudoeste era un mundo de pueblos por natu- raleza pasivos, congelados en el tiempo y desconectados de las co- rrientes principales de la historia estadounidense.13
 
Los historiadores también han empezado a elaborar síntesis nuevas que ilustren que el redescubrimiento de la ambición, la energía y la inventiva humanas perfilaron la evolución de las relaciones in- terculturales en el sudoeste. Gary clayton Anderson ha analizado la región como un territorio de encuentro disputado y culturalmente elástico en el que muchos grupos indígenas resistieron la conquista mediante la etnogénesis, a base de remodelar sin cesar sus econo- mías, sociedades e identidades. En un estudio seminal, James Brooks ha caracterizado la región como un mosaico étnico conectado por una red de intercambio intercultural que giraba en torno a la «escla- vitud de parentesco» y combinaba tradiciones indígenas y coloniales de servidumbre, violencia, honor viril y retribución para dar lugar a una peculiar economía cultural de territorios fronterizos. Bajo estas nuevas perspectivas, el sudoeste aflora como un mundo vigoroso de subversión social persistente en el que los indígenas y los recién lle- gados parecían igualados en poder, y en el que suelen carecer de sen- tido las dicotomías habituales entre indios y europeos, o entre amos y víctimas.14
 
También paso revista con grandes trazos a las relaciones inter- culturales en el sudoeste, pero extraigo una conclusión específica en dos vertientes. Muestro cómo los comanches cooperaron y negocia- ron con otros pueblos, pero también sostengo que sus relaciones con los españoles, los mexicanos, los wichita u otros siguió fundada en el conflicto y la explotación. Las fronteras de la comanchería eran emplazamientos para la fusión cultural y el comercio basado en el mutualismo, pero también fueron sedes de la extorsión, la violencia sistemática, el intercambio bajo coacción, la manipulación política y el endurecimiento de la discriminación racial. La diferencia funda- mental entre los estudios existentes y este libro reside en la cuestión del poder y su distribución. según el señero libro de Brooks Captives and Cousins, por ejemplo, la compleja pauta de asalto, intercambio y toma de prisioneros soldó a pueblos dispares en redes de interde- pendencia estrechas, suavizó las diferencias de riqueza entre grupos y contrarrestó la asimetría en las relaciones de poder. El sudoeste que él y otros autores dibujan era un lugar de fronteras no dominan- tes en el que ni los colonos, ni los indígenas, tenían poder para go- bernar a los demás. Mi tesis, en cierto sentido, es más tradicional: acciones como los asaltos, la toma de esclavos, la absorción étnica e incluso el intercambio benefician en términos generales a unos gru- pos más que a otros. Además, en el sudoeste de Estados unidos ese proceso hacia la desigualdad era acumulativo. una vez que los co- manches se aseguraron a mediados del siglo xviii el control territo- rial sobre las llanuras meridionales, entraron en una espiral de poder e influencia crecientes que nacía de su capacidad para extraer bene- ficios políticos y materiales de las sociedades urbanas de Nuevo México, Texas y las Grandes Llanuras.15
 
Las diferencias tan llamativas entre los estudios anteriores y este libro nacen de sus diferentes marcos y escalas conceptuales. Las obras recientes sobre las relaciones entre indios y euroamericanos en el sudoeste (al igual que, en general, en toda América del Norte) comparten un enfoque concreto: contemplan los acontecimientos desde una óptica local y subrayan el papel de la intervención indivi- dual y de los pequeños grupos frente a las fuerzas estructurales de orden superior. Teñidos de interpretaciones subalternas, los demás estudios suelen centrarse en los pueblos periféricos que viven en los confines de las fronteras y reconstruyen su participación en el diálo- go intercultural, y en cómo acabaron formando comunidades híbri- das nuevas que, poco a poco, se hicieron sombra entre sí. Entrega- dos al ámbito de lo local, lo específico y lo particular, prestan menos atención a las tensiones políticas, económicas y culturales más gene- rales. si bien las jerarquías de poder, privilegio y riqueza no se igno- ran, quedan relegadas al telón de fondo de la trama principal de la cooperación y asimilación intercultural.16
 
Por el contrario, en este libro examino a los habitantes del su- doeste en conglomerados más amplios. Aunque reconozco que las lindes étnicas y culturales solían ser porosas, observo a estos pueblos según se identificaban y entendían a sí mismos: como grupos dife- renciados de apaches, comanches, españoles, franceses, mexicanos y angloamericanos. Este desplazamiento del marco y el enfoque tal vez desdibuje un tanto los planes locales y los despoje de parte de su primacía, pero el panorama general deja ver una imagen más clara de la dinámica general a escala más amplia. Muestra que, pese al mes- tizaje cultural tan diverso, el sudoeste norteamericano siguió siendo un mundo polarizado en el que grupos étnicos dispares chocaban y competían a muerte entre sí, en el que las desigualdades de riqueza y oportunidades siguieron siendo un hecho tangible de la vida y en el que los recursos, los pueblos y el poder descansaban sobre la co- manchería.17
 
Además de ajustar la escala de análisis, la reconstrucción del po- der de los comanches ha supuesto una reorientación visual elemen- tal. En lugar de contemplar los acontecimientos desde las fronteras de las colonias hacia el interior (un enfoque tradicional que condi- ciona inevitablemente las explicaciones a sesgos occidentales con- temporáneos), este libro observa las evoluciones desde la coman- chería hacia afuera. Desde este ángulo, las acciones de los comanches adquieren forma y significado nuevos. Actos que anteriormente pa- recían arbitrarios o impulsivos se inscriben en pautas coherentes con lógica interna y finalidad propias. La política exterior coman- che, que antes parecía una búsqueda oportunista a pequeña escala de nuevas aberturas en las fronteras imperiales controladas por los blancos, emerge ahora como una pauta planificada, sincronizada y dominante. Vemos que los comanches no se limitaban a frecuentar los mercados coloniales, sino que crearon un imperio comercial fa- buloso que se extendió por gran parte del sudoeste y las Grandes Llanuras. No lo hicieron solo para responder a las iniciativas políticas dictadas desde el exterior, sino que buscaron y establecieron acuerdos de forma activa. Lejos de ser unos oportunistas que aprovechaban su ubicación, fluidificaron el intercambio, organizaron el robo y orientaron la destrucción en el seno de una economía de violencia muy compleja que les permitió, al mismo tiempo, imponer acuerdos comerciales favorables, crear una demanda artificial de sus exporta- ciones, arrancar tributos de destacamentos coloniales y alimentar una red comercial inmensa con caballos robados, prisioneros y otros artículos muy demandados. Visto desde ciudad de México, el extre- mo septentrional parecía a menudo caótico y perturbador; visto desde la comanchería, se percibe con matices, organizado y tran- quilizador.

Entender el ascenso de los comanches al poder requiere algo más que sacar a la luz pautas y estructuras anteriormente veladas: tam- bién exige describir los acontecimientos y su evolución en términos

comanches. Para captar la naturaleza fundamental del imperio co- manche debemos desvelar los significados que encierran las pala- bras, los motivos subyacentes a los actos, las estrategias ocultas tras las medidas políticas y, en última instancia, el orden cultural que impulsó todo ello. sin embargo, se trata de una tarea abrumadora, ya que las fuentes disponibles no facilitan realizar un análisis cultu- ral en profundidad. Los documentos coloniales euroamericanos, la espina dorsal documental de este libro, abordan prácticamente to- dos los aspectos de la economía política comanche, desde la guerra, el intercambio y la diplomacia hasta la producción material, la es- clavitud y las relaciones sociales; pero, si bien los documentos apor- tan una descripción rica y detallada, la imagen que arrojan es, en todo caso, la visión unidimensional de un forastero. Los informes oficiales, las narraciones de prisioneros, los diarios de viajeros y los relatos de comerciantes nos brindan mucha información sobre las acciones de los comanches, pero rara vez arrojan luz sobre los mo- tivos culturales subyacentes. Pocos observadores de la época poseían el instrumental analítico para comprender las sutilezas que distin- guían la lógica cultural indígena de la no indígena, y menos aún tuvieron la capacidad (o el interés) de anotar lo que aprendieron. Por consiguiente, las fuentes disponibles se ven casi siempre infes- tadas de lagunas, malas interpretaciones involuntarias y sesgos deli- berados, lo cual deja a los historiadores trabajando con un material que, en el mejor de los casos, es fragmentario y, en el peor, abierta- mente erróneo.
En mi esfuerzo por descubrir los motivos y significados de los comanches entre evidencias defectuosas, he utilizado múltiples mé- todos históricos y etnohistóricos. He concedido prioridad a las na- rraciones que reproducen, aun cuando sea con mutaciones, la voz de los comanches, sin olvidar que esa voz fue recogida mediante criba cultural y que suele pertenecer a jefes que gozaban de privile- gios, raras veces a pobres y desposeídos, y prácticamente nunca a mujeres y jóvenes. He contrastado documentos españoles, france- ses, mexicanos y angloamericanos para producir una imagen más estereoscópica y, por así decir, un retrato más preciso de las inten- ciones y objetivos de los comanches. A lo largo del proceso de escri- tura he comparado documentos históricos con datos etnográficos y

he sometido los materiales de producción euroamericana al filtro de la etnohistoria. La tarea supuso aplicar con cautela una especie de
«lógica inversa», mediante la cual se trabaja partiendo de observa- ciones etnológicas más recientes y completas para descifrar prácticas y conductas de épocas anteriores. Y, más a mi pesar, a veces he teni- do que aplicar una «lógica colateral o secundaria» y deducir inter- pretaciones sobre los valores culturales comanches a partir de mo- delos generales de sociedades indígenas de las Grandes Llanuras u otras regiones.18
Este tipo de estratificación metodológica y rotación de puntos de vista contribuye a delinear los perfiles generales del orden cultural comanche, pero la imagen resultante sigue siendo aproximada. con independencia de su origen, todos los documentos coloniales adole- cen de similares sesgos profundamente arraigados, mientras que la lógica inversa corre el peligro de incurrir en un análisis «presentista» y contaminado por un sentido estático de la intemporalidad; presupo- ne que los pueblos indígenas y sus tradiciones han sido de algún modo inmunes a la modernidad y han logrado permanecer inalterados tras siglos de desposesión, descenso demográfico y genocidio cultural. La logística colateral o secundaria amenaza con ocultar rasgos coman- ches singulares bajo definiciones toscas e indiscriminadas de los in- dios en general y de los de las Grandes Llanuras en particular. Este tipo de deficiencias pueden dar lugar a lo que el historiador Frede- rick Hoxie ha denominado «etnohistoria de libro de cocina»: las culturas complejas se desintegran en recetas abreviadas, la conducta humana se reduce a un reflejo condicionado cultural o genéticamen- te y los impulsos individuales acaban siendo irrelevantes. como an- tídoto para este tipo de banalizaciones, Hoxie insta a los historiado- res a describir las sociedades en sus propios términos, intrínsecamente asimétricos, para crear historias menos lineales que dejen sitio a lo sorprendente y lo desconcertante.19
siguiendo el consejo de Hoxie, he tratado de ceñirme a los as- pectos contradictorios de la conducta de los comanches, en lugar de minimizarlos. En este libro se representa a los comanches como for- jadores de un imperio que no poseía una estrategia imperial gran- diosa y como conquistadores que se veían a sí mismos más como guardianes que como gobernadores de la tierra y las recompensas

que brindaba. Fueron guerreros que solían preferir el trueque a la batalla, y comerciantes que no vacilaban en utilizar la violencia letal para salvaguardar sus intereses. Fueron diplomáticos sagaces que, de vez en cuando, evitaban las instituciones políticas formales; y pacifi- cadores que torturaban a sus enemigos para demostrar su suprema- cía militar y cultural. Desde el punto de vista racial, fueron ciegos a los colores y veían casi en cualquier forastero un pariente potencial, pero en todo caso erigieron la economía esclavista de mayor enver- gadura del sudoeste colonial. sus jefes guerreros insultaban, intimi- daban y degradaban a los agentes coloniales con palabras y gestos terribles y brutales, pero sus pacificadores aludían con elocuencia al perdón, la compasión y el arrepentimiento utilizando metáforas in- trincadas y un lenguaje ritual destinado a persuadir a sus homólogos euroamericanos. Por encima de todo, los comanches no fueron un monolito que obedeciera a un código cultural inflexible, sino más bien un conglomerado de individuos con personalidades, intereses y ambiciones diferentes y, en ocasiones, en conflicto. compartían un núcleo de valores y objetivos, pero también discrepaban y discutían sobre los métodos, los objetivos y los costes de sus medidas. La so- ciedad comanche, en resumen, era una sociedad compleja en la que coexistían simultáneamente varios patrones de conducta.
 
El historiador Bruce Trigger ha explicado la conducta de los indí- genas norteamericanos desde un punto de vista ligeramente distinto del de Hoxie, centrándose en los procesos mentales subyacentes del aprendizaje, el juicio y el razonamiento. Presuponiendo la existencia de una posición intermedia en los interminables debates sobre las variaciones interculturales de la motivación humana, Trigger sostie- ne que, si bien las creencias culturales tradicionales siguieron mode- lando la respuesta de los indígenas norteamericanos ante el contacto y el colonialismo europeo, las valoraciones y cálculos pragmáticos más universales acabaron por desempeñar un papel preponderante a largo plazo. Trigger sostiene que este tipo de reorganización cogni- tiva se produjo en todos los planos de la conducta, pero que era más visible en aquellos ámbitos que guardaban relación más direc- ta con el bienestar material de los indios: la tecnología y el poder. Para Trigger, el resultado del contacto colonial no fue una trans- formación de los indígenas norteamericanos en «hombres económicos universales», pero tampoco la persistencia implacable de la otredad.20
 
siguiendo a Trigger, presto particular atención a los cambios producidos con el paso del tiempo en los principios subyacentes de la conducta comanche. Puede decirse que la introducción de caba- llos, armas de fuego y otras tecnologías del Viejo Mundo impulsó a los comanches a percibir su lugar y sus posibilidades en el mundo bajo una luz distinta, mientras que la interacción política y comer- cial estrecha con las potencias coloniales los expuso a la lógica y las leyes de la diplomacia y el mercado europeos. Quizá, en un principio, los comanches percibieran los bienes europeos a través del molde de su idiosincrasia tradicional, pero el sesgo no les impidió abrazar las ventajas militares y materiales fabulosas de disponer de caballos, ar- mas de fuego y utensilios de metal; o de emplear esas ventajas contra los propios euroamericanos. De manera similar, al igual que muchos otros pueblos indígenas, los comanches pudieron haber visto a aque- llos recién llegados a caballo y portando armas de fuego como seres todopoderosos sobrenaturales, pero en cuestión de años aprendie- ron a beneficiarse de la vulnerabilidad humana de los españoles. Al cabo de más o menos una generación desde que se produjera el pri- mer contacto, los comanches habían aprendido a distinguir los mo- tivos y métodos de las diferentes potencias coloniales y a explotar las diferencias para promover sus propios planes políticos y económi- cos. Este tipo de conducta, basada en la estimación utilitarista del interés propio, era racional en el sentido en que habrían entendido el término la mayoría de los historiadores euroamericanos de la épo- ca y posteriores.
Y, sin embargo, el inmenso abismo que separaba los universos comanche y euroamericano no desapareció jamás; de ningún modo. Al margen de sus rasgos universales, las acciones y políticas de los comanches permanecieron incrustadas en un sistema de realidad de una naturaleza claramente no occidental. Hasta el limitado extremo que podemos desvelar cuáles eran las intenciones que inspiraban las acciones de los indios del siglo xviii o principios del xix, parece evi- dente que la racionalidad de la conducta comanche no tenía nada que ver con la de los euroamericanos.
En apariencia, las acciones de los comanches se inscribían en categorías inequívocas (comerciar, asaltar, esclavizar, y así sucesiva- mente) fácilmente reconocibles y comprensibles, tanto para los his- toriadores euroamericanos de la época como para los posteriores. Pero las semejanzas solo son superficiales; un análisis más cuidadoso revela que las acciones comanches trascendían una y otra vez las ca- tegorías habituales y no se dejaban clasificar con facilidad. A diferen- cia de los euroamericanos, los comanches no separaban el comercio de las relaciones sociales generales, sino que más bien lo entendían como una forma de compartir entre parientes, ya fueran reales o ficticios. consideraban que el robo era un mecanismo legítimo para rectificar a corto plazo los desequilibrios en la distribución de los recursos, en lugar de un acto hostil que cancelaba de forma automá- tica futuras interacciones pacíficas. Mataban, guerreaban y saqueaban otras sociedades no necesariamente para conquistar, sino para obtener venganza y aplacar con el cuerpo muerto de sus enemigos el espíritu de sus parientes abatidos. Apresar personas de otros grupos étnicos no necesariamente significaba pasar de la libertad a la escla- vitud, sino desplazarse de una red de parentesco a otra. Incluso la entrega de regalos, el leitmotiv de la diplomacia india norteamerica- na, albergaba lo que, al menos superficialmente, parece una contra- dicción flagrante. Al igual que casi todos los indios norteamericanos, los comanches consideraban que el intercambio de presentes era un requisito para mantener una relación pacífica, pero exigían la distri- bución unilateral de regalos a los colonos euroamericanos y, si se los negaban, utilizaban la violencia de inmediato.21
 
Así pues, como tantas otras potencias imperiales, los comanches ejercieron una política de poder agresiva sin considerar que sus ac- ciones lo eran per se. construyeron un sistema intersocial jerárquico con medidas que solían estar orientadas hacia la obtención de rega- los, la conciliación, la prestación mutua de servicios y la adquisición de nuevos parientes procedentes de pueblos a los que podían consi- derar por igual tanto parientes y aliados como extraños y enemigos. En realidad, el hecho de que los comanches actuaran de otra forma puede haber representado perfectamente uno de sus mayores acti- vos políticos. su capacidad para pasar con rapidez de los asaltos al comercio, de la diplomacia a la violencia y de la esclavitud a la adop- ción, no solo dejaba perplejos a sus rivales coloniales, sino a menudo también indefensos. La insistencia occidental en la uniformidad de principios y acción, una actitud que se manifestaba en las burocra- cias estatales centralizadas con la máxima nitidez, ralentizaba y en- torpecía las políticas de los imperios convencionales en comparación con la fluidez estratégica de los comanches. Los euroamericanos compartimentaban las relaciones exteriores en categorías distintas, y con frecuencia excluyentes, y encontraban muchísimas dificulta- des para tratar con pueblos que se negaban a reconocerlas. Incapa- ces de diseccionar, clasificar y comprender a los comanches y sus actos, los agentes coloniales también fueron incapaces de contenerlos.
 
Aquí reside la paradoja definitiva. Aunque, en un principio, los comanches ajustaron sus tradiciones, comportamientos e, incluso, creencias, para adaptarse a la llegada de los europeos y sus tecno- logías, después fueron capaces de volver las tornas de la expansión cultural europea simplemente negándose a cambiar. Al preservar la esencia de sus costumbres tradicionales, y confiando en que los de- más se amoldaran a su orden cultural, obligaron a los colonos a ce- ñirse a un mundo que era extraño, incontrolable y, cada vez más, inhabitable.

Los capítulos que siguen narran dos historias entrelazadas. La pri- mera analiza las relaciones interculturales en las llanuras meridiona- les, en el sudoeste de Estados unidos y en el norte de México desde la perspectiva de los comanches, explorando cómo esta nación ad- quirió predominancia y cómo no dejó de reinventarse a sí misma para mantener la expansión exterior. La otra presta atención a los sucesos desde el punto de vista de los españoles, los mexicanos, los apaches y los demás grupos, que competían y cooperaban de diverso modo con los comanches pero, en última instancia, tuvieron que afrontar la marginación y la desposesión en aquel mundo controla- do por ellos. Estas dos historias se trenzan en un único hilo narrati- vo que, a su vez, está incrustado en el marco general de la expansión ultramarina de Europa. El enfoque contextual muestra cómo las in- tersecciones de fuerzas locales, regionales y globales modelaron la expansión de los comanches, y cómo éstos padecieron y se aprovecharon de las fluctuaciones y contingencias del mundo trasatlántico emergente. La expansión comanche duró un siglo y medio, pero no fue un proceso lineal sin interrupciones. Hubo vaivenes, periodos de calma, repliegues y reagrupamientos, y el complejo político coman- che sufrió mutaciones reiteradas, muchas de las cuales constituyeron épocas bien diferenciadas. Los capítulos que siguen se estructuran en torno a estos desplazamientos y ciclos que, al mismo tiempo, re- flejan y cuestionan los puntos de inflexión históricos tradicionales del devenir de Estados unidos.

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