jueves, 24 de noviembre de 2016

Grínor Rojo: El gran mural literario del Chile de los últimos 40 años.

Ensayo Una investigación sobre nuestra narrativa
20 de nov. 2016  Revista de Libros El Mercurio

En Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena , publicado en dos tomos, Grínor Rojo lleva a cabo uno de los mayores trabajos críticos de los últimos tiempos. A partir de 179 libros publicados entre 1974 y 2015, elabora un mapa general para leer nuestra literatura a la luz de la época. Y propone un tono que la recorre de fondo: la decepción.

A mediados de 1975, Grínor Rojo (Santiago, 1941) estaba provisionalmente en Estados Unidos, dando clases en la Universidad de California. En ninguno de los planes del profesor y crítico literario aparecía ese destino, pero el golpe Estado de 1973 lo obligó a abandonar Chile. Y ahí estaba, tratando de entender qué había pasado en su país, leyendo intrigado los precoces y cada vez más abundantes testimonios de chilenos sobre los hechos recientes. Entonces, decidió que para leerlos mejor tenía que escribir sobre ellos. "Leí todo lo que estaba disponible, me senté a escribir y no me salió ni una frase", cuenta. "No hubo caso. Y yo no tengo dificultades para escribir, pero en esa ocasión y con ese material no pude. Quedó pendiente", añade, mientras en un mesón frente a él dos libros testifican que la deuda ya está cancelada.

Son los dos volúmenes de Las novelas de la dictadura y la postdictadura chilena (Lom Ediciones) y que constituyen uno de los mayores esfuerzos de los últimos tiempos por desentrañar la manera en que nuestra narrativa se ha desplegado a la luz de su época. Los movimientos son múltiples y para seguirlos Rojo trabaja con un gran corpus de 179 novelas, publicadas desde 1974 hasta 2015. Su tesis aparece en el primer párrafo del prólogo: "¿Será una boutade demasiado grotesca argumentar que toda, absolutamente toda, la literatura publicada en Chile o por chilenos con posterioridad al golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 es una literatura a la que aquel acontecimiento y sus secuelas cortan el traje o, en otras palabras, que estas son unas obras de arte literario todas las cuales estarían signadas a fuego por la dictadura y por la postdictadura en que los ciudadanos de este país nos debatimos hace más de 40 años?", pregunta.

Si es una boutade , se responde Rojo en el libro, no le parece muy grosera. En la misma línea de arrojo, aparece otra de sus opciones en el volumen: un canon de 34 títulos que, a su juicio, brillan en la producción de la época. Novelas de José Donoso, Jorge Edwards, Carlos Franz, José Miguel Varas, Diamela Eltit, Roberto Bolaño, Arturo Fontaine, José Leandro Urbina, Germán Marín, Omar Saavedra, Alberto Fuguet, Carlos Cerda, Darío Oses, Ana María del Río, Roberto Brodsky, Andrés Gallardo, Francisco Rivas, Pedro Lemebel, Antonio Skármeta, Rossana Dresdner, Fátima Sime, Alejandra Costamagna, Nona Fernández, Álvaro Bisama y Alejandro Zambra. "Es una selección que hago desde el punto de vista ideológico y estético", dice el profesor de la Universidad de Chile y director de su Centro de Estudios Culturales Latinoamericanos.

De vuelta en Chile en 1995 tras un exilio que lo llevó a ser profesor en las universidades de Salamanca, Columbia y La Sorbona, entre otras, Rojo ha publicado libros como Dirán que está en la gloria... Mistral (1997), Las armas de las letras (2008) y Clásicos latinoamericanos. Para una relectura del canon (2012). Hace cuatro años retomó ese texto pendiente que dejó en California en 1975 y con una beca Fondecyt inició una investigación centrada en las novelas de la dictadura, pero durante el trabajo decidió ampliarla. "Llegué a la convicción de que el período que va entre 1973 hasta hoy en Chile es uno solo, política, económica, social y culturalmente hablando y, por ende, también literario", explica.

-La narrativa chilena, y específicamente las 179 novelas de su trabajo, ¿da cuenta de las contradicciones de esta continuidad?
-Absolutamente, eso es lo notable. Yo trabajé con un corpus de 179 novelas, podrían haber sido más, pero había que cortar, y con un canon de 34, una selección de la selección. Y lo que hay en ese corpus mayor es un gran mural de lo que ha sido la sociedad chilena en los últimos 40 años. Y luego, en las 34, se convierte en un mural de una altísima calidad artística.

-De esa marca a fuego que produce el gobierno militar, ¿no hay literaturas que se escapen?
-Hay novelas en que los efectos de la dictadura son evidentes, pero hay otras donde nada está obviamente presente. Es el caso de Diamela Eltit. Ella es una de las figuras de este tipo de producción, pero que yo sepa casi no menciona a la dictadura o, por decirlo así, al espacio histórico real chileno. Lo que hace son grandes alegorías en las que no hay duda, desde la primera hasta la última novela, de que la presencia de la historia chilena no está. Sobre las otras, las que en realidad no hablan de la situación del país, casi no me ocupo: la omisión es delatora.

-¿Sintió conexiones personales con su historia al leer estas novelas?
-Sí. En el inmediato posgolpe hay una ambición de producir novelas históricas o parahistóricas, en las cuales se reconstruye la historia de Chile tratando de explicar lo que ha pasado. Subyace una desesperada necesidad de parte del autor de explicarse por qué diablos ocurrió esto. Y eso es lo que pasa en La casa de los espíritus , de Isabel Allende, en Casa de campo , de José Donoso, en Los convidados de piedra , de Jorge Edwards, en todo ese tipo de novelas. Y esa pregunta sobre el qué pasó y por qué diablos pasó, para mí era una pregunta acuciante. Y también lo fue la pregunta que hace Skármeta en No pasó nada , una novela brevísima de 1980 que es una joya, construida sobre las experiencias del exilio en Berlín: cómo se las arregla uno para vivir en un país que no es el propio. Son novelas con las cuales uno siente un apego personal. Como también al regresar, con un libro como Una casa vacía , de Carlos Cerda.

-¿Cuáles son las novelas que mejor permiten entender este período del país?
-Es que hay novelas de características muy distintas. En voz baja , de Alejandra Costamagna, por ejemplo, es una novela intimista, que se mueve íntegramente en el interior de una casa de clase media en que una niña observa la vida de sus padres. Si opones eso a Casa de campo , está a años luz, no porque una sea mejor que la otra, ambas son excelentes. Trabajan con mecanismos muy diferentes. Casa de campo es probablemente la alegoría más importante de la sociedad chilena que se ha construido en la narrativa de este país. Y la novela de Costamagna es tremendamente importante para el momento actual de la narrativa chilena, porque inaugura la literatura de los hijos. Y también existen casos como el de La gran ciudad , de Omar Saavedra, que es una gran alegoría del gobierno de Allende.

-El tono que encuentra para caracterizar gran parte de esa producción literaria es el de la decepción.
-Yo usé una expresión de Lukács, que es romanticismo de la decepción. Él la usa para trabajar con las novelas del siglo XIX, posteriores a la Revolución Francesa. Entre las cuales está Rojo y negro , o las novelas de Balzac. Lo que hay en esos libros es la tremenda caída de ánimo que producen los resultados finales la Revolución Francesa, es decir, la instalación de un gobierno burgués mediocre en Francia. Y, guardando las distancias, eso es lo que se produce en el caso chileno: hay una intención de llevar a cabo un proceso de una profundidad inédita en la historia del país que desemboca primero en la tragedia y luego en la mediocridad. Y uno puede leer la narrativa chilena de las últimas décadas a través de esa baja de ánimo.

-¿Aparece ese ánimo también en la literatura que empieza a producirse a fines de los 90?
-Lo que ocurre es que desde Costamagna en adelante, con Nona Fernández, Bisama, Zambra, ellos no tienen que entenderse con experiencias de la dictadura. No son sus experiencias. Ellos escriben a la luz de lo que sus mayores produjeron, muy conscientemente, y construyen sus obras como una alternativa distinta a sus antecesores. Los mayores produjeron estos grandes frescos, como Donoso o Saavedra. Los más jóvenes hacen un relato hacia adentro, intimista. La literatura de los niños.

-¿Escriben desde algún signo político los autores del ciclo de su investigación?
-No necesariamente, ni siquiera los que fueron militantes, como José Miguel Varas. En las novelas de Varas la cuestión política está seriamente cuestionada. En Milico , que es su libro más importante para esta época, hay un serio cuestionamiento de la militancia comunista. Posiciones políticas definitivas casi no hay. Ahora, son todas novelas antidictatoriales, sin ninguna duda.

-¿También las novelas escritas desde la perspectiva de la clase alta o ligada al gobierno de Pinochet?
-Sí. En Oír su voz , por ejemplo, se ríen de las instituciones de la dictadura. Arturo Fontaine tiene una finura crítica y literaria para percibir eso. Y sobre la clase alta no han faltado las novelas. Fuguet en alguna medida en Mala onda , aunque en su caso lo que aparece es una burguesía afluente. Pero la oligarquía tradicional chilena es la de Los convidados de piedra y aun más tradicional es la de Óxido de Carmen , de Ana María del Río. Y también Donoso.

-La producción de inicios de los 90 hoy se ve muy ligada a la estrategia comercial de editorial Planeta, pero usted ubica en ese momento novelas muy importantes de la apertura democrática.
-Lo que ocurre es que todo eso fue el resultado de una maniobra comercial de Planeta aprovechando la apertura política para publicar una serie de cosas, que yo sospecho muchas ya estaban a medio cocinar. Entonces, salen como en un rosario una serie de libros, donde hubo porquerías, pero también cosas muy buenas, muy importantes. Cobro revertido , de José Leandro Urbina; Oír su voz , de Fontaine; Morir en Berlín , de Carlos Cerda; El palacio de la risa , de Germán Marín, entre otras. A pesar de todo, de esta maniobra publicitaria, se dio cuenta de la apertura.

-¿Qué rol ocupa Bolaño en este panorama?
-Yo suelo decir que en la historia de la literatura chilena hay cuatro grandes novelistas. En la segunda mitad del siglo XIX, Alberto Blest Gana; en la primera mitad del siglo XX, Manuel Rojas; en la segunda, José Donoso, y hacia el final, pasando al siglo XXI, Roberto Bolaño. Lo que él tiene y no tienen otros es la ventaja de mirar desde fuera. De recoger la experiencia chilena con una perspectiva que ya no es cerradamente nacional, como puede ocurrir en Edwards o en el mismo Donoso. Esa mirada no provinciana le permite percibir con agudeza cosas que otros no perciben.

-Algo que aparece al leer esta investigación es la muy amplia variedad de registros que ha cubierto la narrativa chilena en los últimos 40 años.
-Es verdad. Yo he dicho en el pasado que en la literatura chilena la narrativa es la que cojea y que, evidentemente, la poesía es la fuerte. Sin embargo, después de leer todo esto, teniendo este enorme corpus a disposición, dentro del cual hay novelas muy significativas, tiendo a pensar que después de todo no estamos tan mal. Realmente hay en los últimos 40 años una narrativa importante. Muy variada.

"¿Será una boutade argumentar que toda la literatura chilena con posterioridad al golpe de Estado de 1973 está signada a fuego por la dictadura?", pregunta Rojo.

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