domingo, 27 de noviembre de 2016

Fidel, por García Márquez


Fidel, por García Márquez
Archivo The Clinic 18 Diciembre, 2014

El 28 de junio de 1987, el periodista italiano Gianni Minà terminó una entrevista con Fidel Castro después de 15 horas de grabación. Tras la conversación, el propio comandante reconoció que había batido un récord moviendo su lengua… El diálogo culminó en el libro “Habla Fidel” (Editorial Sudamericana) y el prólogo lo escribió uno de los escritores latinoamericanos más cercanos al líder cubano, el fallecido escritor Gabriel García Márquez. En el texto, “El oficio de la palabra hablada”, elaboró uno de los perfiles más íntimos de Fidel, con la pluma de alguien que conoce su oficina, sus manías, sus libretas de tapa azul y hasta su dieta. Acá, el extracto de algunas de sus frases (*).

“Refiriéndose a un visitante extranjero al que había acompañado durante una semana en una gira por el interior de Cuba, Fidel Castro dijo: “Cómo hablará ese hombre, que habla más que yo”. Basta conocer un poco a Fidel Castro para saber que era una exageración suya, y de las más grandes, pues no es posible concebir a alguien más adicto que él al hábito de la conversación. Su devoción por la palabra es casi mágica. Al principio de la revolución, apenas una semana después de su entrada triunfal en La Habana, habló sin tregua por la televisión durante siete horas. Debe ser un récord mundial. En las primeras horas, los habaneros no familiarizados todavía con el poder hipnótico de aquella voz, se sentaron a escucharla al modo tradicional, pero a medida que pasaba el tiempo volvían a la rutina con un oído en sus asuntos y otro en el discurso. Yo había llegado el día anterior con un grupo de periodistas de Caracas, y empezamos a escucharlo en el cuarto del hotel. Luego seguimos oyéndolo sin pausas en el ascensor, en el taxi que nos llevó a los barrios del comercio, en las terrazas floridas de los cafés, en las cantinas glaciales, y hasta en las ráfagas de las radios a todo volumen que salían por las ventanas abiertas mientras caminábamos por la calle. En la noche, todos habíamos cumplido con nuestra jornada sin perder una palabra.

Dos cosas llamaron la atención de quienes oíamos a Fidel Castro por primera vez. Una era su terrible poder de seducción. La otra era la fragilidad de su voz. Una voz afónica que veces parecía sin aliento. Un médico que lo escuchaba hizo una disertación tremendista sobre la naturaleza de esos quebrantos, y concluyó que aún sin discursos amazónicos como el de aquel día, Fidel Castro estaba condenado a quedarse sin voz antes de cinco años (…) Fidel Castro acaba de cumplir sesenta y uno, y su voz parece todavía tan incierta como siempre, pero continúa siendo su instrumento más útil e irresistible para el delicado oficio de la palabra hablada.

Tres horas son para él un buen promedio de una conversación ordinaria. Y de tres en tres horas, los días se le pasan como soplos. Como no es un gobernante académico atrincherado en sus oficinas, sino que va a buscar los problemas donde estén, a cualquier hora se ve su automóvil sigiloso, sin estruendos de motocicletas, deslizándose aún a altas horas de la madrugada por las avenidas desiertas de La Habana, o en una carretera apartada. De todo esto ha surgido la leyenda de que es un solitario sin rumbo, un insomne desordenado e informal, que puede hacer una visita a cualquier hora y desvelar a sus visitados hasta el amanecer.

Algo de eso era cierto al principio de la Revolución, cuando aún arrastraba los hábitos de la Sierra Maestra.  (…) Antes pasaba de largo por noches y días enteros, y dormía a retazos, donde lo derribara el cansancio. Ahora trata de permitirse un mínimo de seis horas de buen sueño, aunque ni él mismo sabe a qué hora empezará a dormir cada día. Según vayan las cosas, lo mismo puede ser a las diez de la noche que a las siete de la mañana del día siguiente. Dedica varias horas a los asuntos de rutina en su oficina de la presidencia del Consejo de Estado, donde hay un escritorio en buen orden, muebles confortables de cuero sin curtir, y un estante de libros que reflejan muy bien la amplitud de sus gustos: desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor (…). Su facilidad inclemente para aumentar de peso lo ha obligado a imponerse una dieta perpetua. Sacrificio inmenso, pues su apetito es de los grandes, y es un cazador insaciable de recetas de cocina, que le gusta preparar con una especie de fervor científico. Un domingo sin frenos, después de un almuerzo en forma, se tomó dieciocho bolas de helados. Pero en la vida corriente apenas si prueba un filete de pescado con vegetales hervidos, y más bien cuando lo vence el hambre que en un horario de rutina. Se mantiene en excelentes condiciones físicas con varias horas de gimnasia diaria y de natación frecuente, se restringe a una copita de whisky puro en sorbos casi invisibles, y ha logrado sobreponerse a su debilidad por los espaguetis que le enseñó a preparar el primer Nuncio Apostólico de la revolución, monseñor Cesare Sacchi.

(…) Una vez dijo: “En mi próxima reencarnación quiero ser escritor”. De hecho, escribe bien y le gusta hacerlo, aún en el automóvil en marcha, en unas libretas de apuntes que lleva siempre a mano para escribir cuanto se le ocurre, inclusive las cartas de confianza. Son libretas de papel ordinario, empastadas en plástico azul, que con los años han llegado a ser incontables en sus archivos privados. Su letra es menuda e intrincada, aunque a primera vista parece tan fácil como la de un escolar. Su modo de escribir parece de un profesional. Corrige una frase varias veces, la tacha, la intenta de nuevo en los márgenes, y no es raro que busque una palabra durante varios días, consultando diccionarios, preguntando, hasta que queda a su gusto. En la década de los setenta contrajo el hábito de escribir sus discursos, tan despacio y con tanto rigor, que parecían piezas de relojería. Pero esa misma virtud lo derrotó. La personalidad de Fidel Castro parecía otra al leerlos: cambiaba el tono, el estilo, hasta la calidad de la voz.

(…) La tribuna de improvisador, por consiguiente, parece ser su medio ecológico perfecto, aunque siempre tiene que sobreponerse a una inhibición inicial que muy pocos le conocen, y que él no niega. En una nota que me mandó hace unos años pidiéndome participar en algún acto público, me decía: “Trata de vencer por una vez tu miedo escénico, como tengo que hacerlo yo con tanta frecuencia”. Sólo en casos muy especiales lleva una tarjeta con algunas notas que saca del bolsillo sin ningún ritual antes de empezar, y la mantiene al alcance de la vista (…) Es el antidogmático por excelencia, cuya imaginación creativa vive rondando los abismos de la herejía. Raras veces cita frases ajenas, ni en la conversación ni en la tribuna, salvo las de José Martí, que es su autor de cabecera (…)
Otra fuente vital de información, por supuesto, son los libros. (…) En sus automóviles, desde el Oldsmobile prehistórico y los sucesivos Zil soviéticos, hasta el Mercedes actual, ha habido siempre una luz para leer de noche. Muchas veces se ha llevado un libro en la madrugada, y a la mañana siguiente lo comenta. Lee el inglés, pero no lo habla. En todo caso prefiere leer en castellano (…). Cuando necesita algún libro muy reciente que no está traducido, se lo hace traducir de emergencia.

(…) Son pocos los países que conoció antes de la Revolución, y en los que ha visitado después en viajes oficiales se ha visto condenado al estrecho horizonte del protocolo. Sin embargo, también habla de ellos, y de otros muchos que no conoce, como si los hubiera visitado. Durante la guerra de Angola describió una batalla con tal minuciosidad en una recepción oficial, que costó trabajo convencer a un diplomático europeo de que Fidel Castro no había participado en ella. El relato que hizo en un discurso público de la captura y el asesinato del Che Guevara, el que hizo del asalto al palacio de La Moneda y de la muerte de Salvador Allende, o el que hizo de los estragos del ciclón Flora, eran grandes reportajes hablados.

(…) Muchas veces lo he visto llegar a mi casa muy tarde en la noche, arrastrando todavía las últimas migajas de un día desmesurado. Muchas veces le pregunté cómo iban las cosas, y más de una vez me contestó: “Muy bien: tenemos llenas todas las presas”. Lo he visto abrir el refrigerador para comerse un pedazo de queso, que era tal vez lo primero que comía desde el desayuno. Lo he visto llamar por teléfono a una amiga de México para pedirle la receta de un plato que le había gustado, y lo he visto copiarla apoyado en el mostrador, entre los trastos de la cena todavía sin lavar, mientras alguien cantaba en la televisión una canción antigua: La vida es un tren expreso que recorre leguas miles. Lo he oído en sus escasas horas de añoranza evocando los amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue, las cosas que hubiera podido hacer de otro modo para ganarle más tiempo a la vida. Una noche, mientras tomaba en cucharaditas lentas un helado de vainilla, lo vi tan abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, tan lejano de sí mismo, que por un instante me pareció distinto del que había sido siempre. Entonces le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: “Pararme en una esquina”.

(*) “Habla Fidel”, Gianni Minà. Prólogo de Gabriel García Márquez, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1988.

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