Los rusos a 100 años de la revuelta bolchevique
Julia Muriel Dominzain y Diego González llegaron a Moscú el 22 de nov 2016. Ese día hizo menos de seis grados y ellos nada sabían de vivir en el frío ni mucho menos en el país más grande del mundo, de 17 millones de kilómetros cuadrados y con 144 millones de habitantes. Mientras aprendían a sobrevivir comenzaron a preguntarse por los 100 años de la revolución. Descubrieron que en el fondo la mayoría añoran los aspectos de la vida soviética, pero que también borraron la fecha como feriado. Una crónica que intenta explicar un país que sueña con su grandeza y que espera el Mundial para demostrarlo. Por Julia Muriel Dominzain Diego González
—¿Si ves en la universidad de Moscú a un muchacho con la remera de Lenin, qué pensás?
—Que es un freak, un geek, un romántico que no entiende nada.
A Lena la pregunta le causa un poco de gracia al estilo “boludeces no” que disimula maniobrando una ensalada de morrón y berenjena, una olla de hongos silvestres salteados, un potecito con crema smetana. Está a punto de sentarse a comer cuando se acuerda de las papas hervidas. Entonces va camino al sillón porque ahí dejó la olla, envuelta en una frazada gruesa, para que no se enfríe. Esto es Rusia.
Tiene 56 años, es rubia de ojos celestes, coqueta para nuestra mirada argentina pero sobria para el contexto moscovita. Hasta recién, leía una revista vigilando la hornalla, punto estratégico en la pequeña cocina rusa. Desde ahí se monitorean cocciones con una oreja puesta en la charla del living para saber cuándo es el momento exacto de entrar con una sonrisa para desplegar los platos.
—¿Qué sentís cuando pensás en que se cumplen 100 años de la revolución?
—Hubo mucha sangre, sangre, sangre. Mataron un montón de gente, a los abuelos de mi marido los metieron presos, eran kulak.
—Kulak, ¿entienden?- dice Dasha, su hija de 23 que practica español, oficia de traductora y sospecha de nuestros conceptos de universitarios de urbe latinoamericana.
Nosotros asentimos, suponemos entender, lo damos por obvio: kulak, terratenientes, malos.
—Trabajadores de campo muy trabajadores, fuertes- precisa Dasha.
Lena no se inmuta al catalogar la revolución como tragedia, pero tampoco al definir su infancia soviética como feliz. Porque una cosa es el momento en el que se rompió todo y otra muy distinta, la URSS. La historia del pueblo ruso -Nietzsche alguna vez dijo que cambiaría la felicidad de Occidente entero por la forma rusa de estar triste- no es igual al recuerdo de la juventud en un país potencia pero ya sin grandes guerras patrióticas y con gagarines viajando al cosmos.
En este departamento de 55 metros cuadrados, Lena y Vladimir criaron dos hijos. Como en la mayor parte de las viviendas, el living era una habitación más: la de la abuela. Ahora ella lo usa para armar los collares que vende en ferias. Él siempre fue un busca movedizo. Ahora cambia servicios de contabilidad por rublos. En los ‘80, caviar por jeans.
—Cuando teníamos 19 años Moscú fue sede de los Juegos Olímpicos. Eso fue un antes y un después. A nosotras, las estudiantes, nos hacían irnos a las afueras de la ciudad a seleccionar frutas, como para que no…
—¿No qué?
—Como para que no sedujéramos a los hombres, ¿entienden?- dice con una sonrisa, mezcla de picardía y sonrojo.
—¿Pero era obligatorio?
—Era…. ¿cómo decirlo? Un voluntariado obligatorio.
Mientras tanto, a Vladimir le tocó trabajar en un hotel limpiando, lo que le daba la excepcional posibilidad de relacionarse con occidentales. Y ahí pegó unas pequeñas changas con las que conseguía ¿dinero? No. Paquetes de Camel, que era mejor. Esa mercancía se valorizaba infinito, por lo inconseguible. Así financiaron sus vacaciones al mar negro de Gelendzhik: con puchos en la billetera.
—La revolución es también la industrialización, la llegada al espacio, los derechos fundamentales. Es parte de nuestra historia. Respetarse es lo primero que hay que hacer para que te respeten. Putin lo entendió- retoma Vladimir.
“No tenemos derecho a decir a ciento cincuenta millones de personas que setenta años de su vida, de la vida de sus padres y de sus abuelos, que aquello en lo que creyeron y por lo que se sacrificaron, que el aire mismo que respiraban, era una mierda”: así cita Emmanuel Carrère a Putin en ‘Limonov’. Después dispara contra el etnocentrismo de un lado del mundo: “El comunismo ha hecho cosas horribles, de acuerdo, pero no era lo mismo que el nazismo. Esta equivalencia que los intelectuales occidentales exponen hoy como obvia es una ignominia. El comunismo era algo grande, heroico, hermoso, algo que confiaba en el hombre y que daba confianza en él”.
—Rusia no tiene amigos- refunfuña Vladimir.
Un día antes de morir, en 1894, dicen que el zar Alejandro III dijo: “Temen nuestra inmensidad. Solo tenemos dos amigos en los que confiar: el Ejército y la Armada”. El año pasado el canciller ruso lo parafraseó. Es que Serguei Lavrov tiene rock y tiene -como Putin- su cara estampada en remeras de las que que se venden en mercados, túneles urbanos y aeropuertos. Como Putin.
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La primera vez que Putin llegó al poder fue en el 2000 y -aunque todavía no confirmó su candidatura-, nadie duda de que ganará en 2018. Con él arrancó una nueva etapa, un nuevo “orden” cuya característica principal es -valga la redundancia- el orden.
Durante los últimos años de la Unión Soviética, había sido un espía más de la KGB en Alemania. Según cuentan, los últimos días en Dresde (en diciembre de 1989) trataron de eliminar documentación clasificada. “Quemamos tanto papel que hasta se rompió el horno”, relató el ahora presidente ruso. Tras la debacle volvió al país y se dedicó a crecer en la política de su San Petersburgo natal.
Los ‘90 fueron ásperos. Mijaíl Gorbachov cedió y terminó con el Estado que prometía conducir a los trabajadores del mundo al mejor de los mundos. Aunque en Occidente goza de muy buena reputación, en Rusia no tanto: Vladimir lo define como “el apogeo del idiotismo”. Tras una rosca de mil aristas, Boris Yeltsin se subió arriba de un tanque, se amotinó en la Duma (Congreso), frenó la reacción de los comunistas, desapareció la URSS del todo y llegaba el caos. En ese momento Putin desembarcaba en Moscú para, años después, crear una orgullosa identidad nacional.
¿Cómo se ordena el país más grande del mundo, de 17 millones de kilómetros cuadrados y con 144 millones de habitantes? Putin frenó la guerra interoligárquica con un mix entre conducción política y rudeza. También se alió con la iglesia ortodoxa. Se mostró montando osos, buceando, cazando, timoneando barcos y conferencias de prensa anuales para mil quinientos periodistas, peleando contra la retórica de Estados Unidos.
A 100 años de la revolución, el Kremlin llegó a un nuevo dilema: cómo decir que negar a la Unión Soviética es negarse a sí mismos, pero defenderla a rajatabla es atarse a un proyecto que se hundió. Cómo explicar que acá se festeja con orgullo y sin contradicciones a Yuri Gagarin; a la victoria contra los Nazis, la familia del Zar Nicolás II (no sólo canonizado sino también convertido en souvenir); a la navidad ortodoxa. Es que la revolución fue un momento. Rusia es mucho más que una revolución.
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Nikita es periodista y guionista, tiene 29 años, es totalmente pelado. Ama al hielo, la melancolía, la música clásica, la vieja Rusia gloriosa. Odia al gobierno. Lo obsesiona la primera guerra mundial, es fan de Alemania. Viajábamos en un colectivo de larga distancia cuando se rumoreó que Maradona podía ser el DT de Rusia en el Mundial. Haciendo malabares entre un pedazo de pollo que comía con las manos y un libro en el que tomaba anotaciones, comentó:
—Tiene sentido: los rusos amamos a los héroes gordos y viejos como Maradona, Steven Seagal o Gérard Depardieu.
Después volvió a traducir textos de alemán a ruso y viceversa para practicar. Le encanta Europa: la añora, la desea, la admira. Su sueño es pisar tierra germana, un deseo magnífico porque es totalmente posible: está a sólo 3300 rublos (56 dólares, tres cenas moscovitas) de distancia. La primera vez que Lena salió de Rusia tenía cuarenta y pico y fue a Italia. Se sorprendió (“para bien”):
—Alguien me llamó ‘señora’. Yo no estaba acostumbrada, pensé que no me hablaban a mí, me daba vueltas para todos lados a ver si encontraba alguna.
Es que en la Unión Soviética todos y todas eran “tovarich” (товарищ), camaradas. Una palabra que, hace un siglo, cuestionaba que el lenguaje tuviera género.
Nikita mira Occidente, Occidente seduce a Nikita. Winston Churchill definió a Rusia como “un acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma”. Esta parte del mundo es un más allá del muro de hielo, donde se esconden los caminantes Blancos, los salvajes y los cuervos. Un lugar en el que siempre winter is coming.
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Llegamos a Moscú el 22 de noviembre de 2016 e hizo menos seis grados, un tentempié de lo que luego serían los -28.9° que nos congelaron las pestañas. No sabíamos vivir en el frío. Ni entre montañas blancas. No sabíamos que acá el camino no se hace al andar sino que lo hacen hombres y mujeres con palas. Ni que existen camiones con acoplados que transportan la nieve hacia donde la derriten. En invierno, “salir” son 11 minutos de operativo: medias, pantalón, remera térmica, medias de nuevo, pullover, botas, campera, guantes, gorro, capucha, bufanda, pánico.
Los rusos no hablan inglés. Nosotros no sabíamos ruso. Y -por ende- tampoco ir al supermercado tomar el metro comprar un termómetro conseguir milanesas tocar un timbre pagar internet elegir comida sin picante. Elegir en general.
Entre las clases de idioma, el orsai, la deducción y la mímica, fuimos avanzando. Casi todos los días vencimos la dificultad, nos reímos de los blooper. Pero hubo uno en que, frustrados por no lograr -de nuevo- la energía suficiente para visitar a Lenin embalsamado y ya sin recordar cómo luce el sol, nos preguntamos: ¿Puede ser que una ciudad nos gane? Y nos pusimos a llorar.
Al día siguiente la familia de Lena, Dasha y Sergey nos invitó a su dacha (дача), su jardín de los cerezos, a 80 kilómetros de Moscú. Cuando nos pasaron a buscar por la estación nos tuvieron que llamar varias veces al celular: nos habíamos quedado sacando fotos del andén nevado, de la luz del farol que traslucía los copos, de la locomotora alejándose como si se terminara el mundo, la humanidad, el universo. La noche anterior era parte del pasado: estábamos bajo el narcótico efecto ave fénix que, a menudo, provoca Moscú.
En el camino en auto hasta el hogar de madera con lucecitas navideñas que apareció entre pilas de nieve hablamos sobre clima. ¿Putean tanto al frío los moscovitas como los porteños a la humedad? Sí. “Sufro cada invierno como si fuera la primera vez”, dijo Dasha, rusa total.
Ese día hacía menos dieciocho grados al sol. Y un poco se rieron cuando vieron lo que teníamos puesto. Nos cambiaron la campera por tapados que no quisimos preguntar si alguna vez habían sido animales y unas botas de fieltro modelo Los Pitufos. Durante una caminata preguntamos, de nuevo, qué planes había para el festejo de los cien años de la revolución.
A esa altura todavía lo imaginábamos como -literalmente- el evento del siglo, una expectativa que fue bajando a los tumbos, a medida que notábamos el desconcierto en las respuestas. Lena contó que cuando era chica, en los libros de la escuela Lenin aparecía como el “nono más adorable” pero que ahora sólo lo quieren “los nostálgicos” y que cada vez está más fuerte el debate sobre si des-embalsamarlo y enterrarlo “de una vez”.
Más tarde la cuñada contó que nació en el interior, donde el sol aparece tres horas al día y que hay quienes se vuelven locos porque no encuentran jamón español por las sanciones contra Rusia impuestas tras la crisis de Ucrania y la anexión de Crimea. Pero que a ella no le interesa, que le gusta el fiambre ruso.
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Durante todo el año, Nikita nos insistió con que teníamos que conocer a su mamá Irina, una mujer de 68 años que escribe sobre temas culturales. Ella nos podría contar la época soviética con amor y melancolía. Meses después nos encontramos en el bar Chocolatera (Шоколадница). Ella estaba bastante maquillada e iba por su segunda copa de vino.
—En la URSS la plata no demostraba el nivel. Lo único caro eran los autos y el resto, barato. Todos ganábamos poco, teníamos las mismas oportunidades y la felicidad era con inteligencia: hacíamos colas de noches enteras por un ticket para el teatro, copiábamos artesanalmente los libros. No puedo describir la emoción que significaba conseguir un ejemplar de “El maestro y Margarita”.
Irina hablaba en ruso y Nikita traducía. Aunque algo del delay resultaba irritante, era también una oportunidad para observar sin el barullo del lenguaje hablado.
—Contale que desde Argentina todos nos preguntan qué va a pasar el 7 de noviembre…- le pedimos al hijo.
Y desde entonces hasta hoy nos debatimos cómo describir los gestos de Irina: ceño fruncido, hombros al mentón, manos abiertas cual emoticón de whatsapp. Cara de sorpresa mezclada con una especie de “locos hay en todos lados”.
Hoy, a Irina la política le parece aburrida:
—En aquel momento las reuniones eran con un vino y una papa arriba de la mesa porque era todo lo que había. Estaba prohibido debatir y eso lo hacía apasionante. Ahora no es divertido, podés decir todo.
Es cierto también que a Irina la salud y la educación pública le resultan obvias. Igual que el aborto legal, el sufragio universal, la jornada de 8 horas, ítems en los que los soviéticos fueron pioneros. Tampoco siente que sean lo que desde Occidente llamamos “las elecciones libres” la única forma de cambiar la realidad. Ese formato de sufragio tal como lo conocemos, para los rusos, sólo sucedió seis veces: no fue con ese mecanismo como pasaron del zarismo al socialismo ni de ahí a la guerra de clanes y el McDonald’s a pasos de la Plaza Roja.
—Nosotros siempre tenemos gobernantes fuertes. Y, cuando no, hacemos revoluciones- sintetizó Nikita.
Pero también aclaró que les quedó mucho miedo a que se rompa todo como en los ‘90. La caída de la Unión Soviética supuso un crack mucho más allá de lo económico, más acá de lo simbólico. De un día para el otro “el dinero pasó de no significar nada a significar todo”. Es lo que más le duele a Irina. Aunque todos coinciden en que los burócratas de la nomenklatura gozaban de privilegios en la URSS, nada se compara con lo que pasó después.
Este es un país en el que los actuales ricos conocieron la riqueza hace no más de 30 años. Como Mikhail Kusnirovich -fundador de la marca de ropa deportiva oficial Bosco, dueño de centros comerciales, perfumes y restaurantes-, que sostiene que la Plaza Roja es una metáfora: “Una parte es el Kremlin, la otra es GUM*. De un lado está el museo de Historia Rusa y del otro, la catedral de San Basilio. El humano está en el centro. Nuestra vida es así: pensamos en arte, pensamos en religión, pensamos en política. Y hacemos compras”.
*GUM: El edificio principal de las “Tiendas universales” (Главные Универсальные Магазины) fue un centro comercial a fines del siglo XIX, el gran almacén de la Unión Soviética, después el mausoleo de la esposa de Stalin y hoy un shopping con precios imposibles, propiedad de Kusnirovich.
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Cuando Irina se terminó la tercera copa de vino tinto, hubo unos minutos en los que no entendimos nada. Irina le hablaba a Nikita y él movía la cabeza de un lado a otro. Ella insistía con una idea. Nosotros mirábamos ansiosos.
—No, es que no voy a traducir eso…
—Dale, dale- insistimos.
—No, es que no sé cómo explicar: dice que odia a los bolcheviques pero que la vida era mejor.
A esa altura empezamos a sospechar de nuestra brújula. Quizá teníamos que dejar de buscar dos “especies” de rusos -los que aman y los que odian la URSS-. Quizá dentro de cada ruso haya más rusos de lo que uno creía. Quizá las muñecas rusas (matrioshkas) eran la pista más obvia. O como también cita Carrere de Putin: «Quien no extrañe la Unión Soviética, no tiene corazón. Quien la quiera de vuelta, no tiene cerebro».
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Cada vez nos llegaban más mensajes desde Argentina por todo tipo de red social: “¡Che! ¿se sabe algo de los festejos?”; “Con mi organización queremos acompañar en los 100 años de la revolución bolchevique, ¿hay novedades?”. Y nosotros la trasladábamos a todo ruso que tuviéramos a la vista.
A Marina la conocimos porque nos ayudó a encontrar dónde vivir. Fue la primera rusa que vimos moverse entre la nieve. La observamos, copiamos, aprendimos. Con ella hicimos nuestra primera triple combinación de subte, que parece una pavada pero no: el metro en moscú tiene 200 estaciones, 339 kilómetros de longitud, 12 líneas. Y la opción de ir por fuera implica los atascos de la segunda ciudad con más tráfico del mundo, según INRIX Global Traffic Scorecard. A Marina la quisimos mucho cuando, entre departamento y departamento que visitamos, nos convidó bananas. Meses después le preguntamos por el aniversario:
“Sería un gran placer y estaría muy contenta de charlar con ustedes, pero no tengo ideas sobre la revolución. Jajaja. ¡Soy una pacifista! ¡Besos!”
En la puerta de un shopping se nos acercó un pibe curioso por oír español. Charlamos gracias a Google Translate y preguntamos lo mismo. “A mí más bien me interesa el fútbol”, dijo. “Pasado mañana juega CSKA Moscú contra Young Boys”, agregó. Una peluquera me dijo que no sabía qué se haría pero que pronto había un festival de maquillaje artístico. Cuando le comenté a una amiga rusa la emoción de los argentinos con el 7 de noviembre, dijo “Alucino”.
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Hace tiempo que el día de la revolución dejó de ser feriado. En otros tiempos supo ser la jornada más importante del año, incluso por sobre del día del Trabajador. Pero hoy, desde 2005, en su lugar se conmemora el 4 de noviembre el “Día de la Unidad Popular” en honor a la expulsión de los polacos de Moscú de 1612. Es decir, se festeja lo que se conoce como el fin del “Período Tumultuoso” y el comienzo de la dinastía Romanov. El nacionalismo ruso hoy se construye con pedazos revolucionarios y algunos otros presoviéticos.
Pero la fecha hoy es el 9 de mayo, cuando conmemoran que le ganaron a los nazis. Es que al margen de lo que diga Hollywood, en definitiva con sus más de 20 millones de muertos fueron los soviéticos los que entraron a Moscú y destruyeron a Hitler. No hay un sólo ruso que no tenga, en su historia familiar, un relato vinculado a la Segunda Guerra. Aparece en los relatos de ancianos que cuentan que recién de grandes supieron lo que era un juguete, de las mujeres que dosificaban la sopa para que alcanzara, de hermanos que se reencontraron en orfanatos, de quienes lo último que vieron de su padre fue la espalda, cuando se iba a la trinchera. En 2012 unos cinco mil rusos decidieron sacar retratos de las casas a las calles de Tomsk, plena Siberia. En 2015 Putin se sumó con la foto de su papá. Este año fueron ochocientos cincuenta mil, sólo contando la central avenida Tverskaya de Moscú. Llovía.
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A pocos días de cerrar esta nota, había llegado de nuevo el frío. Y también llegaba una respuesta oficial a la duda que arrastrábamos. “El Kremlin no programa ninguna celebración con ese motivo”, dijo el portavoz del gobierno Dimitry Peskov.
El último lunes de octubre, un par de días antes del centenario, otra señal. A pocas cuadras del Kremlin, frente al edificio Lubianka de la vieja KGB, el propio Putin inauguró un memorial llamado “Muro del Dolor” a las víctimas del stalinismo. “Estos crímenes no pueden tener ninguna justificación”, dijo.
Parece una obviedad la condena al “Gran Terror” del georgiano, pero no lo es. Si bien desde los tiempos de Nikita Jruschov y la desestalinización en el famoso XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética de 1956 hubo un consenso en torno a aquellos tiempos de plomo, el discurso oficial del Kremlin evitaba definiciones tajantes sobre este tipo de temas. En un contexto de silencio tan cerca del centenario, EL Muro del Dolor es todo un gesto.
Es que en Rusia hoy hay hoces y martillos en edificios públicos y en el metro, subte. Hay muchos Lenin en todos lados. Incluso muchos Marx. Porque la Federación Rusa, a diferencia de los otros países que se independizaron tras la debacle de la URSS, no condenó ni pretende condenar de un plumazo sus últimos 70 años de historia. Sin ir más lejos, el propio Putin definió hace un par de años a la caída de bloque como “la mayor catástrofe geopolítica” del último siglo.
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Hoy hacen 4 grados en Moscú. Hay rusos, brasileños, italianos, cubanos, argentinos con fotos por Milagro Sala y Santiago Maldonado marchando por la avenida Tverskaya con destino al monumento a Marx frente al teatro Bolshoi. Acarician la Plaza Roja donde están Lenin, Stalin, John Reed, Yuri Gagarin y tantos otros, pero no entran.
Avanzan con banderas rojas, con miniaturas del buque Aurora que con sus cañonazos en San Petersburgo anunció el fuego hace 100 años, con muchos Lenin y algunos Stalin. Los que más agitan son los latinos. Los rusos, en su mayoría viejos, tocan la internacional con sus vientos.
El acto no es masivo como lo fue el último 9 de mayo, pero hay un número respetable de personas. “Lenin, Stalin, Mao” cantan en lenguaje universal. “One solution, revolution”, responden en el otro lenguaje universal”. Los rusos jóvenes agregan: “”lenin, patria, komsomol”.
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Además de las elecciones a principio del año que viene, la agenda del 2018 ruso se completa con el mundial. La apuesta es mostrar un país potente, que puede organizar un evento sin adversidades, con controles estrictos. Lena y Serguei lo vinculan con aquellas Olimpíadas en los ochenta. Creen que Occidente va a ver algo que no les va a gustar.
—Ellos querrían que Rusia se dividiera en países pequeños, que sea agraria, que le vaya mal. Putin les molesta porque está creando un gobierno fuerte. Y ellos no quieren que seamos eso: quieren vernos cambiar jeans por caviar.
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