lunes, 9 de enero de 2017

Martí: Ver en calma el crimen es cometerlo.



Por Luis Toledo Sande. En respuesta a un adversario —en quien no se detendrá este artículo, entre otras razones porque ya ha merecido muchas refutaciones más—, Atilio Boron se ha referido a la América Latina y el Caribe y, en el área, a “sectores minoritarios de nuestras sociedades que todavía creen en la eternidad y el carácter inexpugnable del imperio americano, cual si fuera una maldición bíblica de inexorable concreción”. Sin reparar en el empleo de americano por estadounidense —uso incorrecto que comúnmente pasa como si fuera una minucia léxica, pero acarrea una gruesa confusión conceptual—, las palabras del sociólogo argentino merecen atención. Él suma su voz a las que han advertido y advierten sobre una realidad peligrosísima, signada por el poderío de los medios (des)informativos dominantes, y por la inercia con que a menudo se acepta lo que ellos propalan, aceptación que debilita a las fuerzas llamadas a enfrentarlos resueltamente en la lucha contra el imperialismo.

Ni siquiera Cuba, fraguada en lucha contra imperios, y que sigue en pie por su resistencia frente al que tiene cuartel general en los Estados Unidos, se libra de que asome la errónea perspectiva refutada por Boron. Que también en territorio cubano hay quienes, aunque sean minoritarios, consideran al imperialismo como un ente eterno, lo muestran algunas señales: ¿se debe descartar del todo que sea un culto consciente o inconsciente a los Estados Unidos, y la presunta eternidad mencionada, la presencia de su bandera en soportes y contextos varios? Un ejemplo de la aceptación de la supuesta eternidad del imperialismo irrumpió en un documental incluido en la Mesa Redonda televisual el pasado 18 de noviembre.

Nutrido de entrevistas callejeras, y exhibido allí en función del tema tratado —el antimperialismo y su importancia en particular para la nación cubana—, en el documental priman rotundas muestras de claridad en el entendimiento popular de tan vital asunto, y también aparece alguna idea que va por otro camino. Tal es el caso de un entrevistado que se cuestiona el papel que pudiera tener el antimperialismo porque, a su juicio, el imperialismo existirá siempre. ¡Nada menos que siempre!

En un país donde —por grandes que hayan sido los errores al enseñar la historia— se han logrado índices de instrucción tan altos que los han reconocido hasta instituciones internacionales insospechables de querer congraciarse con un gobierno de signo comunista, un hecho debería ser de conocimiento general: desde el surgimiento de la humanidad, pasando por la comunidad primitiva, la esclavitud y el feudalismo, ninguna formación económico-social ha sido eterna. Para que la excepción fuera el capitalismo con su fase imperialista, la humanidad debería ser eterna también, y ello difícilmente se logrará si se perpetúa un modo de producción y de explotación tan depredador como ese.

Pero ¿basta que algo no exista para que no exista su contrario? Si el imperialismo desapareciera y lo sustituyese una sociedad portadora de justicia, ¿sería esa una razón suficiente para que el antimperialismo se extinguiera? Si no se cultivan las ideas y las prácticas necesarias para que no resurja un mal, este tendría abiertas las puertas —las condiciones— para volver. Es algo tan aplicable a los problemas sociales como a la salud corporal. Si se olvidan y se incumplen medidas que deben mantenerse para que no resurja una enfermedad ya erradicada, esta puede brotar nuevamente. Pero el pensamiento anti- puede concernir asimismo a realidades que no hayan existido —no, al menos, plenamente— en ninguna parte del planeta. Lo saben bien, y lo manejan con astucia, los agentes del anticomunismo, quienes invierten grandes recursos en impedir que la utopía comunista llegue a triunfar, aunque ni el socialismo lo haya conseguido en plenitud.

Pero hay quienes se ofrecen para ser presa de las confusiones, u objetivamente lo son, y llegan a dar por sentado que el imperialismo cambia su naturaleza opresora o renuncia a ella con solo anunciar que cambia o darse una modificación cosmética. Si, por ejemplo, alguien escribe sobre las similitudes entre la realidad política y social de los Estados Unidos que José Martí denunció con tanta lucidez y lo que allí ocurre hoy, no faltará quien proteste y diga que ya ese país es diferente, otro, porque tiene un electorado, una economía y un desarrollo tecnológico distintos y el presidente puede ser “negro” o mujer.

Sería ridículo ignorar los cambios ocurridos en esa sociedad, y no solo en ella, pero la tendencia a creer que los cambios factuales la han transformado esencialmente en su naturaleza social ¿será solamente fruto de una incapacidad de análisis que impide ir más allá de ramonear en la información sin calar en los hechos medulares? ¿No pudiera también ser obra del deseo de dejarse confundir, de la disposición a edulcorar la realidad, a tomar lo fenoménico o anecdótico como si fuera esencial?

No es propósito de este artículo devaluar a nadie. Más bien lo que personalmente podría entristecer al autor radica en que juicios como el que acaba de refutar son erróneos, porque ¿quién no quisiera amanecer un día y toparse con que el imperialismo ha cambiado de entraña y dado paso, sin trámites cruentos, a un sistema justiciero? Solo que no parece muy sensato confundir realidad y deseo. Ni su fuerte crisis sistémica autoriza a vaticinarle un final cercano: a fuerza de haber protegido sus reservas naturales saqueando a otros pueblos, aún pudiera durar quién sabe cuánto, y —lo dijo un revolucionario a quien se ha querido silenciar, pero la realidad es más fuerte que tapabocas y tapapáginas—, en sus estertores pudiera ser todavía más peligroso que en sus años de mayor poderío.

Por lo pronto, la mujer que —como otro síntoma de cambio— se preveía posible primera presidenta de los Estados Unidos perdió en un pugilato de víboras, aunque en torno a ella se habían levantado expectativas infundadas tratándose de una intervencionista activa con vocación criminal: de la secretaria de Estado que fue habla a las oscuras su actitud en Libia, donde celebró grotescamente la ejecución del gobernante depuesto por la intervención de la OTAN, la que aplaudieron, dicho sea de paso, “izquierdistas” como el refutado por Boron.

A esa mujer la derrotó un yanqui varón, blanco, atorrante, millonario, fascistoide, de mal gusto visible en sus derroches de ostentación y hasta en su ridículo peinado. Un neroniano desde la médula. Ese negociante —de quien se ha dicho que triunfó electoralmente contra el establishment, cuando en el fondo apuntala lo más oscuro de este, y en lo más oscuro se afinca él, si es que hay en la política de aquella nación algo más claro que la maldad—, da continuidad a la era Bush, no a su contrapartida formal, marcada por la elegancia y el encanto engañosos, y llena también de genocidios internacionales y mentiras. Esta es la que personifica un Barack Obama a quien le regalaron prematura y desvergonzadamente el Premio Nobel de la Paz para que siguiera haciendo guerras auxiliado por tropas terroristas. Siria —Alepo en particular— es una prueba categórica, pero ni remotamente la única.

Al margen de matices personales puestos al servicio del imperio que los tres han representado o representan, Obama hizo, e Hillary Clinton habría hecho —lo hizo en sus anteriores funciones— y el tal Donald Trump hará lo que le permitan u ordenen hacer los dueños del país, y estos actúan según se acomoden o se revuelvan dentro de las circunstancias domésticas e internacionales. Hoy por hoy, entre dichos dueños predominan los mayores capos trasnacionales de la muerte: el consorcio bélico-militar.

Ya se va apreciando que, al menos en imagen, el burdo Trump es menos peligroso que Obama. En “Sí, Obama es mejor que Bush”, publicado a inicios de 2010, el autor del presente artículo sostuvo que Bush era peor, por más basto y también neroniano, que su elegante y elocuente relevo. Pero por ello este último resultaba más peligroso. Sus cualidades las ponía al servicio del mismo imperio, para hacerlo más llevadero y que se pudieran aceptar sus coyundas, sus ukases guerreristas, con menos complejo de culpa.

Damas de la “izquierda” europea suspiraban y se declaraban incapaces de ser críticas con respecto al encantador presidente —mucho más consumado actor que Ronald Reagan—, y políticos de esa misma “izquierda” aplaudían que la potencia estadounidense recuperase el liderazgo mundial que perdía con George W. Bush. A este algunos lo tenían por estólido, aunque —sin dejar de serlo— al parecerlo podía también ejercer dotes histriónicas.

El que Obama era más peligroso que Bush, y acaso el presidente más peligroso de aquella nación por lo menos de John F. Kennedy para acá, lo reiteró de distintos modos el articulista a raíz de los célebres y, a no dudarlo, importantes anuncios hechos simultáneamente en La Habana y en Washington el 17 de diciembre de 2014. No faltó entonces quien reaccionara azorado o colérico ante la “impertinente” reiteración, propia de aguafiestas. ¡Cómo no rendirse sin más ante “la bondad” expresada por el césar! No saldrá sobrando recordar que —como le dijo un torero a José Ortega y Gasset— “hay gente pa’to”, incluso para ilusionarse hasta la desmesura y dejarse engañar voluntariamente.

Claro que para Cuba era y sigue siendo un desiderátum, y merece que este se haga realidad plena, verse libre del bloqueo, que se le devuelva el territorio de Guantánamo ocupado por los Estados Unidos hace más de un siglo y que —como parte de una normalización de relaciones que permanece fundamentalmente en el digno reino de lo utópico, aunque no sea imposible lograrla— cesen prácticas discriminatorias, aberrantes, como la denominada ley de ajuste cubano. ¿Quién pudiera negar que ese desiderátum es digno y justo?

Pero Obama fue sincero hasta la desfachatez en sus declaraciones: había que cambiar la táctica contra Cuba, porque el bloqueo no la había doblegado, ni siquiera aislado, y sí aislaba a los Estados Unidos en la América Latina y el Caribe. También lo fue en hechos: de su visita a La Habana —donde entró de chistoso en los hogares del país por la televisión nacional, que asimismo difundió su imagen mientras disfrutaba, en el Gran Teatro, de una concurrencia que él, a juicio no solo de este articulista, no merecía— partió a Buenos Aires, para reforzar modos de reatar a nuestra América y seguir intentando neutralizar a Cuba.

Díganlo, si no, hechos como, entre otros, los vistos en la propia Argentina y en Brasil, y en Venezuela, donde si el gobierno constitucional y progresista se ha mantenido contra vientos y mareas feroces se debe a un hecho fundamental: es fruto de lo mucho y bueno sembrado por el bolivarianismo chavista, capaz de resistir brutales embestidas a pesar de ingratitudes, traiciones y, sobre todo, maniobras de la oligarquía interna aupada por el imperialismo y sus servidores internacionales. Lo que allí las fuerzas de la reacción buscan no dista de lo que buscaron y en 1973 consiguieron cruentamente en Chile.

Si maniobras y mentiras de Obama en el plano mundial son, para quienes quieran ver, palmarias, con respecto a Cuba —es decir, al levantamiento del bloqueo y a la normalización de relaciones entre ambos países—, el presidente imperial saliente deja la realidad no tan lejos de donde estaba aquel 17 de diciembre. Incluyendo el establecimiento de embajadas en las cuales la del imperio estuvo asimétricamente sin embajador durante un largo trecho, los pasos positivos son harto insuficientes. Diversos observadores aprecian una realidad: el gobernante que en campaña electoral abogó, para su propia nación, por un cambio que no llegó a definir en qué consistía, y tantas promesas incumplió, no usó todas las prerrogativas a su alcance a para normalizar las relaciones con Cuba.

Lo que pudiera ocurrir a partir de ahora queda aparentemente en manos del nuevo césar. Pero sería otra muestra de ingenuidad atribuirlo todo al papel desempeñado por individuos, sean estos lo importantes que puedan ser. Si se trata del imperialismo, la vida confirma que lo determinante radica en la naturaleza voraz, belicista, de un sistema que, como los que le han precedido, tendrá su final. Y solo dejando de existir podrá renunciar a su esencia.

Para un pueblo que debe seguir resistiendo, y vencer, para salvar su soberanía, su existencia como nación, su derecho a labrarse el presente y el futuro, ni imperialismo ni antimperialismo son accidentes. Y el antimperialismo es una opción que no cabe confundir con una servilleta que se usa a la mesa y luego se tira como algo inútil.

Tampoco el imperialismo es recuperable, aunque disfrute de ciclos de adaptación para conservar su poder. Oponérsele no es resultado básicamente de prédicas, por muy elevadas que estas sean, sino consecuencia de la naturaleza de un sistema contra el cual se yergue la ética. El Martí que enseñó: “Ver en calma un crimen, es cometerlo”, fue el iniciador del antimperialismo que, abrazado por líderes como Julio Antonio Mella, Rubén Martínez Villena, Antonio Guiteras y Fidel Castro, arraigó en la mayoría del pueblo cubano.

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