IMPOSTURAS INTELECTUALES. A. Sokal y J. Bricmont.
LA CIENCIA COMO PRÁCTICA
No dudo que, aunque haya que esperar cambios progresivos en la física, las doctrinas actuales probablemente están más cerca de la verdad que cual• quier otra teoría rival formulada. La ciencia no acierta nunca del todo, pero raras veces está totalmente equivocada y, en general, tiene más posibilidades de acertar que las teorías no científicas. Por consiguiente, es racional acep• tarla a título provisional (Bertrand Russell, My Philosophical Development, 1995 [1959], pág. 13).
Una vez apartados los problemas generales del solipsismo y del escep• ticismo radical, se puede empezar a reflexionar. Admitamos que pudié• semos obtener un cierto conocimiento, más o menos fidedigno, del mundo, por lo menos en la vida cotidiana. En tal caso, habría que for• mular la pregunta siguiente: ¿en qué medida son de fiar nuestros senti• dos? Para responderla, se puede intentar comparar las impresiones sen• soriales entre sí y variar algunos parámetros de nuestra experiencia de cada día. Así, se construye, poco a poco, una racionalidad práctica. Cuando se actúa así de manera sistemática y con la suficiente precisión, puede surgir la ciencia.
Para nosotros, el método científico no es radicalmente distinto de la actitud racional en la vida corriente o en otros ámbitos del conocimiento humano. Los historiadores, los detectives y los fontaneros -de hecho, to• dos los seres humanos- utilizan los mismos métodos básicos de induc• ción, de deducción y de evaluación de los datos que los físicos o los bio• químicos. La ciencia moderna intenta hacerlo de una forma mucho más cuidadosa y sistemática, usando controles y pruebas estadísticas, repitien• do experiencias, etc. Por otro lado, las mediciones científicas son a me• nudo mucho más precisas que las observaciones cotidianas, permiten des• cubrir fenómenos que, hasta entonces, eran desconocidos y, a menudo,
6. Esta hipótesis recibe una explicación más profunda a medida que la ciencia va avanzando, en particular con el desarrollo de la teoría de la evolución. Está claro que la posesión de órganos sen• soriales que reflejan el mundo exterior con mayor o menor fidelidad, o por lo menos algunos de sus aspectos más importantes, confiere una ventaja evolutiva. Hay que insistir en que este argumento no refuta el escepticismo radical, pero da una mayor coherencia a la visión no escéptica del mundo.
entran en conflicto con el «sentido común», aunque el conflicto se pro• duce en el plano de las conclusiones, no en el planteamiento básico.7,8
A fin de cuentas, la razón principal para creer en la veracidad de las teo• rías científicas o, por lo menos, de las mejor verificadas entre ellas, es que explican la coherencia de nuestra experiencia. Hay que precisar que, aquí,
«experiencia» se refiere a todas nuestras observaciones, incluidos los resul• tados de las experiencias realizadas en laboratorio, cuya finalidad es la de verificar cuantitativamente -a veces con una precisión increíble- las pre• dicciones de las teorías científicas. Por poner un ejemplo, la electrodinámi• ca cuántica predice que el valor del momento magnético del electrón es:9
1,001.159.652.201 ± 0,000.000.000.030,
donde «±» designa las incertidumbres en el cálculo teórico, que contiene varias aproximaciones. Una experiencia reciente ha dado el resultado de:
1,001.159.652.188 ± 0.000.000.000.004,
donde «+» designa las incertidumbres experimentales.10 Este acuerdo entre teoría y experimento, como muchos otros menos espectaculares
7. Por ejemplo: El agua nos aparece como un fluido continuo, pero experimentos químicos y físicos nos enseñan que está formada de átomos.
8. A lo largo de este capítulo insistimos en la continuidad metodológica entre el conoci• miento científico y el conocimiento ordinario. Desde nuestro punto de vista, ésta es la manera de responder a los distintos retos escépticos y disipar las confusiones generadas por interpretacio• nes radicales de ideas filosóficas correctas como la de la subdeterminación de las teorías por los datos. Pero sería ingenuo llevar esta conexión demasiado lejos. La ciencia -y en particular la fí• sica fundamental- introduce conceptos que son difíciles de captar intuitivamente o de conectar directamente con nociones del sentido común. (Por ejemplo: fuerzas que actúan instantánea• mente a través de todo el universo en la mecánica newtoniana, campos electromagnéticos que
«vibran» en el vacío en la teoría de Maxwell, el espacio-tiempo curvo en la teoría general de la relatividad de Einstein.) Precisamente en las discusiones sobre el significado de estos conceptos teóricos es donde distintas familias de realistas y antirrealistas (por ejemplo, instrumentalistas, pragmatistas) tienden a separarse. Los relativistas a veces tienden a replegarse a posiciones ins• trumentalistas cuando se les desafía, pero hay una profunda diferencia entre las dos posturas. Los instrumentalistas querrán vindicar que no tenemos forma de saber si las entidades teoréticas
«inobservables» existen realmente, o bien que su significado se define únicamente mediante can• tidades mensurables; pero esto no implica que consideren estas entidades como «subjetivas», en el sentido de que su significado esté sensiblemente influido por factores extracientíficos (como la personalidad de los científicos individuales o las características sociales del grupo al que pertene• cen). De hecho, los instrumentalistas sencillamente considerarán nuestras teorías científicas como el modo más satisfactorio en que la mente humana, con sus limitaciones biológicas congénitas, es capaz de entender el mundo.
9. Medido en una determinada unidad bien definida, que no viene al caso.
10. Véanse Kinoshita (1995) para la teoría y Van Dyck et al. (1987) para el experimento. Cra- ne (1968) ofrece una introducción no técnica a esta cuestión.
aunque parecidos, sería un puro milagro si la ciencia no dijera algo ver• dadero -o, por lo menos, aproximadamente verdadero- sobre el mundo. Las confirmaciones experimentales de las teorías científicas más proba• das, tomadas en su conjunto, dan fe de que realmente hemos adquirido un conocimiento objetivo, aunque sólo sea incompleto y aproximado, de la naturaleza.11
Llegados a este punto de la discusión, el escéptico radical o el re• lativista pedirá que se diferencie la ciencia de otros tipos de discursos sobre la realidad (las religiones o los mitos, por ejemplo, o las pseudo- ciencias, como la astrología) y, sobre todo, que se especifiquen los cri• terios utilizados para llevar a cabo esa distinción. Nuestra respuesta ha de ser matizada. Ante todo, hay que tener en cuenta la existencia de unos principios epistemológicos generales, aunque básicamente nega• tivos, que se remontan, como mínimo, al siglo XVII: desconfiar de los argumentos apriorísticos, de la revelación, de los textos sagrados y de los argumentos de autoridad. Además, la experiencia acumulada du• rante tres siglos de práctica científica nos ha proporcionado toda una serie de principios metodológicos más o menos generales (por ejem• plo, repetir las experiencias, utilizar controles, probar los fármacos con procedimientos doblemente ciegos, etc.) que se pueden justificar con argumentos racionales. Sin embargo, no pretendemos que estos principios se puedan codificar definitivamente ni que su lista sea ex• haustiva. Dicho de otro modo, no existe, al menos hasta la fecha, nin• guna codificación completa de la racionalidad científica y dudamos se• riamente que pueda llegar a haberla. Al fin y al cabo, el futuro es en sí mismo impredecible; la racionalidad siempre implica una adaptación a una situación nueva. No obstante, y ahí radican precisamente las di• ferencias entre nosotros y los escépticos radicales, creemos que las teo• rías científicas bien desarrolladas se fundan por lo general en buenos argumentos, aunque es difícil apreciar su racionalidad sin analizarlos caso por caso.12
Para ilustrar estas ideas, consideremos un ejemplo intermedio entre el conocimiento científico y el conocimiento ordinario: las investigacio-
11. Siempre con los matices necesarios acerca del sentido exacto de expresiones como «verdad aproximada» y «conocimiento objetivo (...) de la naturaleza», que se reflejan en las diversas versio• nes del realismo y del antirrealismo (véase más arriba la nota 8). Para los debates sobre este tema, vé• ase por ejemplo Leplin (1984).
12. Procediendo caso por caso es como también se puede apreciar la enorme diferencia que se• para las ciencias de las pseudociencias.
nes policiales.13 Hay casos en que ni el escéptico más recalcitrante pon• drá en duda que, en la práctica, se ha encontrado realmente al culpable. Uno puede, en definitiva, tener el arma del crimen, las huellas digitales, muestras de ADN, documentos, un móvil, etc. Sin embargo, el desarro• llo de las pesquisas puede ser, en general, bastante complejo. El investi• gador tiene que tomar decisiones (sobre las pistas que hay que seguir, sobre las pruebas que hay que buscar, etc.) y extraer conclusiones pro• visionales de la información -siempre incompleta- de que dispone. Ca• si toda investigación infiere lo no observado (quién cometió el crimen) a partir de lo observado. Y aquí, como en la ciencia, hay inferencias más racionales que otras. La investigación puede haber sido una chapuza o las «pruebas» pueden simplemente haber sido amañadas por la policía. Pero no existe ningún medio que permita decidir a priori, independien• temente de las circunstancias, lo que distingue una buena de una mala investigación. Nadie puede tampoco dar una garantía absoluta de que una investigación haya dado buen resultado. Es más, nadie puede escri• bir un tratado definitivo sobre La lógica de la investigación policial. No obstante, y ése es el punto clave, nadie duda de que, por lo menos en al• gunas investigaciones (las mejores), el resultado obtenido se correspon• de verdaderamente con la realidad. Por otra parte, la historia nos ha permitido elaborar algunas reglas para llevar a cabo una investigación. Así, por ejemplo, ya nadie cree en la prueba del fuego y desconfiamos de las confesiones que se hayan obtenido mediante torturas. Es fundamen• tal comparar testimonios, realizar careos, buscar pruebas tangibles, etc. Aun cuando no exista una metodología fundada en razonamientos a priori incuestionables, las reglas que acabamos de mencionar, entre mu• chas otras, no son arbitrarias, sino racionales y basadas en un análisis detallado de la experiencia anterior. A nuestro modo de ver, lo que se denomina «método científico» no es sustancialmente diferente de este género de procedimientos.
La falta de unos criterios de racionalidad «absolutos», independien• tes de todas las circunstancias, implica igualmente la inexistencia de una
13. Nos apresuramos a añadir -como si fuera necesario- que no abrigamos ilusiones sobre la conducta de los cuerpos de policía en la vida real, que de ninguna manera se dedican siempre y ex• clusivamente a descubrir la verdad. Empleamos este ejemplo únicamente para ilustrar la cuestión epistemológica abstracta en un contexto concreto y simple, es decir: suponga que desea usted des• cubrir la verdad sobre un problema práctico (como quién cometió un crimen); ¿cómo lo haría? Pa• ra un ejemplo extremo de mala interpretación al respecto -en que se nos compara con el detective Mark Fuhrman de Los Ángeles (que se hizo célebre en el caso de O.J. Simpson) y sus infames cole• gas de Brooklyn- véase Robbins (1998).
72 IMPOSTURAS INTELECTUALES
justificación general del principio de inducción (otro problema hereda• do de Hume). Simplemente, algunas inducciones están justificadas y otras no o, para ser más precisos, algunas inducciones son más razona• bles y otras menos. Todo depende del caso particular. Retomando un ejemplo filosófico clásico, el hecho de que hayamos visto salir cada día el sol, unido a todos nuestros conocimientos de astronomía, constitu• yen buenas razones para creer que mañana también saldrá. Pero esto no implica que vaya a salir dentro de diez mil millones de años; de he• cho, las teorías astrofísicas actuales predicen que se habrá extinguido mucho antes.
En cierto sentido siempre volvemos al problema de Hume: nunca se podrá demostrar literalmente ninguna afirmación sobre el mundo real, pero, evocando la justísima expresión del derecho anglosajón, a veces se puede demostrar más allá de toda duda razonable. Así pues, subsiste la duda no razonable.
Si hemos dedicado tanto tiempo a cuestiones tan elementales es por• que una buena parte de la deriva relativista que nos hemos propuesto cri• ticar tiene un doble origen:
- Una parte de la epistemología del siglo XX (el Círculo de Viena, Popper y otros) ha intentado codificar el método científico.
- El fracaso parcial de esta tentativa ha conducido, en ciertos círcu• los, a un escepticismo irracional.
En el transcurso de este capítulo, mostraremos cómo una larga serie de argumentos relativistas relacionados con el conocimiento científico o bien son críticas aceptables a determinados intentos de formalización del método científico, que, sin embargo, no permiten cuestionar la raciona• lidad del discurso científico, o se limitan a reformular, de una manera u otra, el escepticismo radical humeano.
LA EPISTEMOLOGÍA EN CRISIS
La ciencia sin epistemología -suponiendo que sea imaginable- es primitiva y desordenada. Sin embargo, tan pronto como el epistemólogo, que busca un sistema claro, se ha abierto camino en él, tiende a interpretar el conteni• do del pensamiento científico en el sentido de su sistema, rechazando todo lo que no encaja en él. En cambio, el científico no se puede permitir el lujo
INTERMEZZO: EL RELATIVISMO EPISTÉMICO 73
de llevar tan lejos su deseo de sistematicidad epistemológica. (...) Por lo tan• to, a los ojos del epistemólogo sistemático, debe parecer un oportunista sin escrúpulos (Albert Einstein, 1949, pág. 684).
Una gran parte del escepticismo contemporáneo pretende hallar ar• gumentos en los trabajos de filósofos como Quine, Kuhn o Feyerabend, que han cuestionado la epistemología de la primera mitad del siglo XX. Esta epistemología atraviesa en efecto una crisis evidente. Para com• prender la naturaleza y el origen de esta crisis, así como el impacto que puede tener en la filosofía de la ciencia, nos remontaremos a Popper.14 Es obvio que Popper no es un relativista, sino todo lo contrario. Sin embargo, constituye un buen punto de partida, en primer lugar porque una parte sustancial de las aportaciones modernas a la epistemología (Kuhn, Feyerabend, etc.) se han elaborado como reacción a sus enun• ciados y, en segundo lugar, porque pese a que estamos en profundo de• sacuerdo con ciertas conclusiones a las que llegan algunos críticos de Popper, como Feyerabend, lo cierto es que una gran parte de nuestros problemas tienen su origen en determinadas ambigüedades o inexacti• tudes contenidas en La lógica de la investigación científica de Popper.15 Es importante comprender las limitaciones de esta obra para enfren• tarse más eficazmente a la deriva irracionalista creada por las críticas que suscitó.
Las ideas básicas de Popper son muy conocidas. Busca, antes que nada, un criterio de demarcación entre las teorías científicas y las no científicas, y cree poder encontrarlo en la noción de falsabilidad: para que una teoría sea científica, tiene que hacer predicciones que, en prin• cipio, puedan ser falsas en el mundo real. Para Popper, las teorías astro• lógicas o psicoanalíticas evitan el tener que someterse a esta prueba, no haciendo predicciones precisas o dando a sus enunciados un carácter ad hoc para poder encajar los resultados empíricos cuando éstos contradi• gan la teoría.16
14. Podríamos remontarnos hasta el Círculo de Viena, pero esto nos llevaría demasiado lejos. Nuestro análisis en esta sección está en parte inspirado por Putnam (1974), Stove (1982) y Laudan (1990b). Después de que nuestro libro apareciera en francés, Tim Budden nos llamó la atención so• bre el libro de Newton-Smith (1981), donde se puede encontrar una crítica similar de la epistemo• logía de Popper.
15. Popper (1959).
16. Como veremos más abajo, el que una explicación sea ad hoc o no depende en gran medida del contexto.
Si una teoría es falsable y, en consecuencia, científica, se puede so• meter a pruebas de falsación. Es decir, que se pueden comparar las predicciones empíricas de la teoría con observaciones o experimen• tos, y si éstos últimos contradicen a aquéllas, se puede concluir que la teoría es falsa y debe ser descartada. El énfasis en la falsación -por oposición a la verificación- pone de manifiesto, según Popper, una asimetría crucial: nunca se puede probar que una teoría es verdadera, puesto que, en términos generales, formula una infinidad de predic• ciones empíricas, de las que sólo se puede someter a prueba un sub- conjunto finito; no obstante, sí es posible demostrar que una teoría es falsa, puesto que, para ello, basta una sola observación confiable que la contradiga.17
El esquema popperiano -falsabilidad y falsación- no es malo si se to• ma cum grano salís. Pero cuando se toma la doctrina falsacionista al pie de la letra, surgen innumerables dificultades. Puede parecer atractivo abandonar la incertidumbre de la verificación y optar por la certidumbre de la falsación. Sin embargo, este procedimiento se enfrenta a dos pro• blemas: al abandonar la verificación, se paga un precio demasiado eleva• do; y además, no se obtiene lo que se había prometido, porque la falsa• ción es mucho menos segura de lo que parecía.
La primera dificultad se refiere al estatuto de la inducción científica. Cuando una teoría supera con éxito una prueba de falsación, el científi• co de turno considerará que está parcialmente confirmada y le concede• rá una mayor verosimilitud o probabilidad subjetiva. Evidentemente, el grado de verosimilitud depende de las circunstancias: calidad de la ex• periencia, carácter inesperado del resultado, etc. Pero Popper no lo ve así. Fue tenaz adversario, durante toda su vida, de cualquier idea de
«confirmación» de una teoría, incluso de su «probabilidad». En este sen• tido escribió lo siguiente:
¿Está racionalmente justificado razonar partiendo de casos con los que ya he• mos experimentado para llegar a otros casos en los que carecemos de la menor experiencia? La reiterada respuesta de Hume es: no, no está justificado (...)
17. Obviamente, en este breve resumen hemos simplificado al extremo la epistemología de Popper: hemos pasado por alto la distinción entre observaciones, la noción del Círculo de Viena de
«enunciados de observación» (que Popper critica) y la noción de Popper de «enunciados básicos»; hemos omitido la matización de Popper de que sólo los efectos reproducibles pueden llevar a la fal• sación; etc. Sin embargo, estas simplificaciones no afectarán en nada a la discusión que sigue.
En mi opinión, la respuesta de Hume a este problema es correcta (Popper, 1974, págs. 1.018-1.019; cursivas del original).18
Evidentemente, toda inducción es una inferencia de lo observado a lo no observado, y ninguna inferencia de este tipo puede ser justificada utilizan• do, exclusivamente, la lógica deductiva. Pero, como se ha visto anterior• mente, si hubiese que tomar en serio este argumento -si la racionalidad se limitara sólo a la lógica deductiva-, esto también implicaría la no existencia de buenas razones para creer que el Sol va a salir mañana, y sin embargo no hay nadie que considere realmente la posibilidad de que no salga.
Con su método de falsación, Popper cree haber resuelto el problema de Hume,19 pero su solución, tomada al pie de la letra, es puramente ne• gativa: podemos estar seguros de que algunas teorías son falsas, pero nunca podemos estarlo de que son verdaderas o ni siquiera probables. Es obvio que esta «solución» no resulta satisfactoria desde un punto de vis• ta científico. En particular, al menos una de las funciones de la ciencia es hacer predicciones en las que otros (ingenieros, médicos, etc.) puedan fundamentar sus propias actividades; y todas estas predicciones se basan en alguna forma de inducción.
Además, la historia de la ciencia nos enseña que lo que realmente conduce a la aceptación de una teoría científica son, sobre todo, sus éxi• tos. Veamos un ejemplo: partiendo de la mecánica de Newton, los físicos han llegado a deducir un gran número de fenómenos astronómicos y de movimientos terrestres que coinciden plenamente con las observaciones. Por otra parte, la credibilidad de esta teoría fue reforzada por prediccio• nes acertadas, como el retorno del cometa Halley en 1759,20 y por descu• brimientos extraordinarios, como el del planeta Neptuno en 1846 donde Le Verrier y Adams habían predicho.21 Resulta inverosímil que una teo-
18. Véase también Stove (1982, pág. 48) para citas similares. Nótese que Popper llama a una teo• ría «corroborada» siempre que supere con éxito pruebas de falsación. Pero el significado de esta pala• bra no queda claro; no puede ser sencillamente un sinónimo de «confirmada», porque si ése fuese el ca• so la crítica popperiana de la inducción sería vacía. Véase Putnam (1974) para una discusión más detallada.
19. Por ejemplo, escribe: «El criterio de demarcación propuesto nos conduce también a una solución del problema de la inducción de Hume -el problema de la validez de las leyes naturales-. (...) El método de falsación no presupone inferencia inductiva, sino sólo las transformaciones tau• tológicas de la lógica deductiva, cuya validez no se discute».
20. Como escribió Laplace: «El mundo ilustrado esperó con impaciencia ese retorno, que debía confirmar uno de los mayores descubrimientos realizados por la ciencia» (Laplace, 1986 [1825], pág. 34).
21. Véanse, por ejemplo, Grosser (1962) o Moore (1996, capítulos 2 y 3), para disponer de una historia más detallada.
ría tan simple pueda predecir fenómenos inéditos con tanta precisión sin ser, cuando menos, aproximadamente verdadera.
La segunda dificultad de la epistemología de Popper reside en que falsar una teoría es mucho más complicado de lo que parece.22 Para en• tenderlo volveremos una vez más a la mecánica newtoniana,23 entendi• da como la combinación de dos leyes: la ley del movimiento, según la cual la fuerza es igual a la masa multiplicada por la aceleración, y la ley de la gravitación universal, que postula que la fuerza de atracción entre dos cuerpos es directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa.
¿En qué sentido es falsable esta teoría? En sí misma no predice mucho: de hecho, muchos movimientos son compatibles con estas leyes e inclu• so se pueden deducir de ellas construyendo las hipótesis adecuadas so• bre la masa de los diferentes cuerpos celestes. Por ejemplo, la célebre deducción de Newton de las leyes del movimiento planetario de Kepler requiere algunas hipótesis auxiliares y lógicamente independientes de las leyes de la mecánica newtoniana. La más importante, entre todas ellas, es la que afirma que la masa de los planetas es pequeña compara• da con la masa del Sol, lo que implica que, en una primera aproxima• ción, se pueda despreciar la interacción de los planetas entre sí. Pero esta hipótesis, aunque razonable, no es, ni mucho menos, evidente: bas• taría con que los planetas fuesen de una materia muy pesada para que la hipótesis adicional se derrumbara, o también podría existir una gran cantidad de materia invisible que afectase al movimiento de estos cuer• pos celestes.24 Además, todas nuestras observaciones astronómicas de• penden, para poder ser interpretadas, de determinados enunciados teó• ricos y, en especial, de hipótesis ópticas sobre el funcionamiento de los telescopios y acerca de la propagación de la luz en el espacio. Lo mis• mo vale para cualquier observación: por ejemplo, cuando se «mide» una corriente eléctrica, lo que se ve en realidad es la posición de una aguja en un dial (o unas cifras en un contador digital), lo cual, gracias a
22. Quisiéramos resaltar que el propio Popper es perfectamente consciente de las ambigüeda• des de la falsación. Lo que no hace, en nuestra opinión, es ofrecer una alternativa satisfactoria al
«falsacionismo ingenuo» -es decir, una que corrigiera sus defectos manteniendo al menos algunas de sus virtudes.
23. Véase Putnam (1974). Véanse también la respuesta de Popper (1974, págs. 993-999) y la réplica de Putnam (1978).
24. Conviene reseñar que la existencia de una tal materia denominada «oscura», por lo tanto invisible, aunque no necesariamente indetectable por otros medios, se ha postulado en varias teorías cosmológicas actuales, que, por cierto, no se han declarado no científicas ipsofacto.
nuestras teorías, se interpreta como indicativo de la presencia y la mag• nitud de la corriente.23
De esto se deduce que las proposiciones científicas no se pueden fal• sar una por una, puesto que para deducir de ellas cualquier proposición empírica, hay que elaborar innumerables hipótesis auxiliares, aunque só• lo sea sobre el funcionamiento de los aparatos de medición, hipótesis que, por otro lado, muchas veces están implícitas. El filósofo norteame• ricano Quine ha expresado esta idea de un modo bastante radical:
Nuestros enunciados sobre el mundo exterior se enfrentan al tribunal de la experiencia sensorial, no de forma individual, sino en su conjunto. (...) To• mada colectivamente, la ciencia tiene una doble dependencia: del lenguaje y de la experiencia; sin embargo, esta dualidad no es fácilmente evidenciable en los enunciados de la ciencia tomados aisladamente. (...)
La idea de definir un símbolo en uso fue (...) un avance con respecto al intento fracasado, propio del empirismo de Locke y Hume de hacerlo tér• mino por término. El enunciado, en vez del término, llegó con Bentham a ser reconocido como la unidad sujeta a crítica empírica. Pero insisto en que tomar el enunciado como unidad es quedarse corto. La unidad de significa• do empírico es la totalidad de la ciencia (Quine, 1980 [1953], págs. 41-42).26
¿Cómo se puede responder a esta clase de objeciones? Ante todo, hay que subrayar que los científicos son, en su práctica, perfectamente cons• cientes del problema. Cada vez que un experimento contradice una teoría, se plantean todo género de cuestiones: ¿Habrá sido la manera de realizar• lo o de analizarlo la causa del error? ¿Falla la teoría en sí misma o alguna de sus hipótesis auxiliares? Lo que es preciso hacer nunca viene dictado por el experimento mismo. La idea -que Quine denomina «dogma empi- rista»- según la cual las proposiciones científicas se pueden verificar una a una, hace de la ciencia un cuento de hadas.
Sin embargo, conviene matizar profundamente las afirmaciones de Quine.27 En la práctica, la experiencia no nos es dada; no nos limitamos a
25. La importancia de las teorías en la interpretación de los experimentos ha sido subrayada por Duhem (1954 [1914], 2a parte, capítulo VI).
26. Subrayemos que, en el prólogo a la edición de 1980, Quine matiza este pasaje al decir (co• rrectamente creemos) que «el contenido empírico lo poseen conglomerados de enunciados científi• cos, sin que pueda desglosarse la parte que corresponde a cada uno de ellos. En la práctica, nunca el conglomerado que hace al caso es la totalidad de la ciencia» (pág. VIII).
27. E incluso otras afirrnaciones conexas de Quine como: «Toda proposición puede sostener• se como verdadera, pase lo que pase, si efectuamos unos cambios lo bastante drásticos en el sistema.
contemplar el mundo para después interpretarlo, sino que hacemos ex• perimentos específicos, en función de nuestras teorías, precisamente pa• ra verificar sus diferentes partes, a ser posible independientemente las unas de las otras o, al menos, combinándolas de distintas maneras. Utili• zamos un conjunto de pruebas, algunas de las cuales sólo sirven para comprobar que los aparatos de medición funcionan como se esperaba, aplicándolos a situaciones sobradamente conocidas. Así como lo que so• metemos a pruebas de falsación es el conjunto de las proposiciones teó• ricas pertinentes, así también es el conjunto de nuestras observaciones empíricas lo que restringe nuestras interpretaciones teóricas. Por ejem• plo, si bien es verdad que nuestros conocimientos astronómicos depen• den de hipótesis ópticas, éstas no se podrán modificar arbitrariamente, porque son susceptibles de ser verificadas, al menos en parte, a través de innumerables experimentos independientes.
Con todo, no acaban aquí las dificultades. Si tomamos al pie de la le• tra la doctrina falsacionista, deberíamos decir que la mecánica newto- niana quedó falsada ya a mediados del siglo XIX por el comportamiento anómalo de la órbita de Mercurio.28 Para un popperiano estricto, la idea de dejar a un lado ciertas dificultades, como la de la órbita de Mercurio, con la esperanza de que sólo sean temporales no es más que una estrate• gia ilegítima tendente a eludir la falsación. No obstante, si se tiene en cuenta el contexto, se puede sostener perfectamente la racionalidad de este proceder, por lo menos durante un determinado período de tiempo,
Incluso un enunciado muy próximo a la periferia [es decir, próximo a la experiencia directa] puede sostenerse como verdadero frente a una experiencia recalcitrante, apelando a alucinaciones o en• mendando algunos enunciados del tipo de las llamadas "leyes lógicas"» (pág. 43). Aunque este pa• saje, visto fuera de contexto, puede ser interpretado como una apología del relativismo radical, el tratamiento que hace Quine del tema (págs. 43-44) sugiere que no es ésa su intención y que piensa (una vez más con 'cazótí, creemos) que ciertas modificaciones de nuestros sistemas de creencias a la vista de «experiencias recalcitrantes» son mucho más razonables que otras.
28. Los astrónomos, empezando por Le Verríer en 1859, observaron que la órbita de Mercu• rio es ligeramente distinta de la que predice la mecánica newtoniana: la desviación corresponde a una precesión del perihelio (punto de la órbita más cercano al Sol) de Mercurio de unos 43 segun• dos de arco por siglo (se trata de un ángulo extremadamente pequeño: un segundo de arco equiva• le a 1/3.600 de grado y un círculo está dividido en 360 grados). Para explicar este comportamiento anómalo en el contexto de la mecánica de Newton, se postularon distintas hipótesis: por ejemplo, suponiendo la existencia de un nuevo planeta intramercuriano, algo perfectamente natural, habida cuenta del éxito de este enfoque en el descubrimiento de Neptuno. No obstante, todos los intentos realizados para detectarlo, fracasaron y, al final, en 1915, la anomalía se explicó como una conse• cuencia de la teoría de la relatividad general de Einstein. Véase Roseveare (1982) para una historia más detallada.
puesto que, de lo contrario, toda ciencia sería imposible. Siempre exis• ten experiencias u observaciones que no se pueden explicar de un mo• do plenamente satisfactorio, o que incluso están en contradicción con la teoría, y que se dejan a un lado en espera de tiempos mejores. Tras los innumerables aciertos de la teoría de Newton, hubiese sido irracional rechazarla por el hecho de que una sola predicción fuera -aparente• mente- refutada por la observación, pues dicho desacuerdo podría te• ner muchas otras explicaciones.29 La ciencia es una empresa racional, pero difícil de codificar.
Sin duda la epistemología popperiana contiene intuiciones válidas: el énfasis en la falsabilidad y la falsación es saludable, a condición de no lle• varlo al extremo (el rechazo en bloque de la inducción, por ejemplo). En particular, cuando se comparan procedimientos radicalmente diferentes, como la astrología y la astronomía, sus criterios hasta cierto punto son útiles. Pero no tiene sentido exigir que las pseudociencias sigan a rajata• bla unas reglas que los científicos mismos no siguen al pie de la letra (si no, uno se expone a ser objeto de las críticas de Feyerabend, que discu• tiremos más adelante).
Es evidente que, para ser científica, una teoría debe ser verificada empíricamente de una u otra forma -y cuanto más rigurosas las pruebas, mejor-. Es cierto también que las predicciones de los fenómenos ines• perados constituyen, a menudo, las pruebas más espectaculares. Por úl• timo, es más fácil mostrar que una predicción cuantitativamente precisa es falsa que mostrar que es verdadera. Probablemente, la popularidad de Popper ante un gran número de científicos se debe a una combina-
29. Efectivamente, el error hubiese podido estar en una de las hipótesis auxiliares y no en la teoría newtoniana propiamente dicha. Por ejemplo, el comportamiento anómalo de la órbita de Mercurio podría haber sido causado por un planeta aún desconocido, por un anillo de asteroides o por una pequeña aesfericidad del Sol. Lógicamente, estas hipótesis pueden y deben ser sometidas a pruebas que son independientes de la órbita de Mercurio; pero dichas pruebas dependen, a su vez, de hipótesis auxiliares (relativas, por ejemplo, a la dificultad de ver un planeta cuando está muy cer• ca del Sol) que no son fáciles de evaluar. No es nuestra intención sugerir que se podría continuar así ad infinitum -después de un cierto tiempo, las explicaciones ad hoc resultan demasiado rebuscadas como para ser aceptables-, pero lo cierto es que este proceso se puede prolongar perfectamente du• rante medio siglo, como sucedió, sin ir más lejos, con el caso de la órbita de Mercurio (véase Rose• veare, 1982).
Por otro lado, Weinberg (1992, págs. 93-94) observa que a principios del siglo XX había varias anomalías en la mecánica del sistema solar, no sólo en la órbita de Mercurio, sino también en las ór• bitas de la Luna y de los cometas Halley y Enke. Actualmente sabemos que estas últimas se debían a errores en las hipótesis adicionales -no se había comprendido bien la evaporación de los gases de los cometas y la influencia de las mareas sobre la Luna- y que sólo la órbita de Mercurio constituía una auténtica falsación de la mecánica newtoniana. Pero eso no estaba claro en aquella época.
ción de estas tres ideas. Pero dichas ideas no son originales en él ni cons• tituyen lo que es realmente nuevo en su filosofía. La necesidad de reali• zar pruebas empíricas se remonta, como mínimo, al siglo xvil. Es la lec• ción pura y simple del empirismo: el rechazo de las verdades a priori o de las verdades reveladas. Por lo demás, las predicciones no siempre son las pruebas más eficaces,30 y dichas pruebas pueden adoptar formas re• lativamente complejas, que no se reducen a la mera falsación de una hi• pótesis tomada de manera aislada.
Todos estos problemas no serían tan graves de no haber suscitado una fuerte reacción irracionalista: algunos pensadores, principalmente Feyerabend, rechazan la epistemología de Popper por muchas de las razones examinadas anteriormente, pero luego caen, en ocasiones, en una actitud extremadamente anticientífica, como veremos más adelan• te. Olvidan que los argumentos a favor de la teoría de la relatividad o de la teoría de la evolución se hallan en las obras de Einstein y de Dar- win, así como en las de sus sucesores, no en las de Popper. Por lo tan• to, aun en el caso de que la epistemología de Popper fuese completa• mente falsa, que no lo es, eso no tendría la menor consecuencia para la validez de las teorías científicas.31
LA TESIS DE DUHEM-QUINE: LA SUBDETERMINACIÓN
Según otra idea, que con frecuencia se conoce como «tesis de Du• hem-Quine», las teorías están subdeterminadas por los hechos'.32 El con• junto de todos nuestros datos experimentales es finito. En cambio, nuestras teorías contienen, al menos virtualmente, una infinidad de pre• visiones empíricas. Por ejemplo, la mecánica newtoniana describe, no sólo cómo se desplazan los planetas, sino también cómo se desplazaría
30. Por ejemplo, Weinberg (1992, págs. 90-107) explica por qué la retrodicción de la órbita de Mercurio era una prueba mucho más convincente de la relatividad general que la predicción de la desviación de la luz de las estrellas por el Sol. Véase también Brush (1989).
31. Consideremos, a título de analogía, la paradoja de Zenón. No demuestra en absoluto que Aquiles no conseguirá alcanzar la tortuga. Lo único que prueba es que, en la época de Zenón, no se comprendían bien los conceptos de movimiento y de límite. De igual modo, podemos practicar la ciencia sin comprender, necesariamente, cómo estamos procediendo.
32. Conviene aclarar que la versión de esta tesis dada por Duhem es mucho menos radical que la de Quine. Por otro lado, a veces también se suele llamar «tesis de Duhem-Quine» a la idea, que ya hemos analizado en la sección anterior, según la cual las observaciones dependen de la teoría. Pa• ra una exposición más detallada de las ideas presentadas en esta sección, véase Laudan (1990b).
un satélite que aún no ha sido lanzado. ¿Cómo es posible pasar de un conjunto finito de datos a un conjunto potencialmente infinito de aser• ciones? O, más exactamente, ¿existe un único modo de dar este paso? Es algo así como preguntar: dado un número finito de puntos, ¿existe una sola curva que pase por todos ellos? Evidentemente, la respuesta es negativa: existe una infinidad de curvas que pasan por cualquier deter• minado conjunto finito de puntos. De la misma forma, siempre hay un gran número, incluso infinito, de teorías compatibles con los hechos, cualesquiera que éstos sean y cualquiera que sea su número.
Hay dos maneras de reaccionar frente a este tipo de tesis tan gene• ral. La primera consiste en aplicarla a todas nuestras creencias, en cuyo caso podríamos concluir, por ejemplo, que, cualesquiera que sean los hechos, siempre existe el mismo número de sospechosos al término de cualquier investigación policial que en sus inicios. Eso parece, a todas luces, absurdo. Sin embargo, eso es en realidad lo que «demuestra» la tesis de la subdeterminación: en efecto, siempre hay algún modo de in• ventar una historia, por muy extraña que sea, en la que X es culpable e Y inocente, dando una «explicación de los hechos» totalmente ad hoc. Estamos simplemente ante una nueva versión del escepticismo radical humeano. Y, nuevamente, el punto débil de esta tesis reside en su gene• ralidad.
La otra forma de abordar este problema consiste en examinar las di• ferentes situaciones concretas que se pueden presentar al confrontar la teoría con los hechos:
1. Se pueden tener argumentos tan contundentes a favor de una teo• ría determinada, que ponerla en duda sería, prácticamente, tan poco ra• zonable como creer en el solipsismo. Por ejemplo, existen poderosas ra• zones para creer que la sangre circula, que las especies han evolucionado, que la materia se compone de átomos, entre un largo etcétera. La situa• ción análoga, en una investigación criminal, consistiría en estar seguro, o casi seguro, de haber hallado al culpable.
2. Se pueden tener varias teorías concurrentes, pero ninguna de ellas parece del todo convincente. El origen de la vida constituye, al menos hoy día, un magnífico ejemplo. El caso análogo, en una investigación po• licial, se produce cuando existen diversos sospechosos, pero se descono• ce quién es verdaderamente el culpable. También es posible encontrarse en una situación en la que se dispone de una teoría única, aunque poco convincente debido a la falta de pruebas lo bastante poderosas. En esta
situación, los científicos aplican implícitamente la tesis de la subdetermi- nación: podría darse el caso de que otra teoría, no concebida aún, fuese la acertada; entonces, a la única teoría de que se dispone sólo se le asigna una escasa probabilidad subjetiva.
3. Cabe la posibilidad, por último, de que no se disponga de ningu• na teoría capaz de explicar todos los datos disponibles. Probablemente éste sea el caso, hoy en día, de la unificación de la relatividad general con la física de las partículas elementales, al igual que de otros muchos pro• blemas científicos complejos.
Regresemos un instante al problema de la curva trazada a través de un número finito de puntos. Es evidente que lo que nos convence de que se ha encontrado la curva acertada es que, si realizamos otros nuevos ex• perimentos, los nuevos datos coinciden con la vieja curva. Así, pues, se supone implícitamente que no existe ningún tipo de conspiración cósmi• ca que haga muy distinta la curva real de la que hemos dibujado y que ha• ga, sin embargo, que todos los datos viejos o nuevos pertenezcan preci• samente a la intersección de las dos curvas. Por decirlo en palabras de Einstein, hay que imaginar que Dios es sutil, pero no perverso.
KUH N Y LA INCONMENSURABILIDAD DE LOS PARADIGMAS
Actualmente, se conocen más cosas que hace cincuenta años, y en aquella época muchísimas más de las que se conocían en 1580. Se ha producido, pues, una gran acumulación o crecimiento del saber en el transcurso de los cuatro últimos siglos. Es un hecho bien sabido (...) En consecuencia, un autor que adoptara una postura que le llevara a negar [este hecho], o incluso que le hiciera dudar a la hora de admitirlo, aparecería inevitablemente, a los ojos de los filósofos que leyeran su obra, como alguien que sostiene algo extre• madamente poco plausible (David Stove, Popper and After, 1982, pág. 3).
Dirijamos ahora nuestra atención hacia algunos análisis históricos que, aparentemente, han aportado su grano de arena al relativismo contem• poráneo. Entre todos ellos, el más célebre es, sin duda, el libro de Kuhn La estructura de las revoluciones científicas}3 Vamos a ceñirnos exclusiva• mente al aspecto epistemológico de la obra de Kuhn, dejando a un lado
33. En esta sección, véanse Shimony (1976), Siegel (1987) y, sobre todo, Maudlin (1996) para críticas más profundas.
los detalles de sus análisis históricos.34 No hay duda de que este autor considera que su trabajo como historiador tiene implicaciones significa• tivas para nuestras concepciones de la actividad científica35 y, al menos indirectamente, para la epistemología.
El esquema de Kuhn es muy conocido: el grueso de la actividad cien• tífica, es decir, lo que él llama «la ciencia normal», se desarrolla en el interior de «paradigmas», que definen el tipo de problemas que hay que estudiar, los criterios con los que se debe evaluar una solución y los pro• cedimientos experimentales que se consideran aceptables. De vez en cuando, la ciencia normal entra en crisis y entonces se asiste -en un pe• ríodo «revolucionario»- a un cambio de paradigma. Por ejemplo, el naci• miento de la física moderna, con Galileo y Newton, supuso una ruptura con Aristóteles y análogamente, en el siglo XX, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica han hecho añicos el paradigma newtoniano. Asimis• mo, en biología, cuando se pasa de una visión estática de las especies a la teoría de: la evolución, o de Lamarck a la genética moderna.
Esta visión de las cosas se adapta tan bien a la experiencia que los cien• tíficos tienen de su actividad, que, a primera vista, es difícil ver lo que hay de revolucionario en este enfoque, y mucho menos, lo que se pueda utili• zar con propósitos anticientíficos. El problema sólo aparece cuando se aborda la noción de inconmensurabilidad de los paradigmas. Por un lado, los científicos creen, en general, que es posible elegir racionalmente entre teorías concurrentes (Newton y Einstein, por ejemplo) sobre la base de ob• servaciones y experiencias, aunque se conceda a aquéllas el estatuto de
«paradigmas».36 En cambio, aunque se pueden dar varios sentidos al tér•
mino «inconmensurable» y una buena parte de la discusión sobre la obra de Kuhn gira en torno de esta cuestión, hay, al menos, una versión de la te• sis de la inconmensurabilidad que pone en duda la posibilidad de estable• cer una comparación racional entre teorías concurrentes: y es la idea de
34. Adlemás, nos limitaremos a La estructura de las revoluciones científicas (Kuhn, 1962, 2* ed. in• glesa de 197(0 y trad. al cast. de 1990). Si se quieren consultar dos análisis divergentes de las tesis ulterio• res de Kuhn,, véanse Maudlin (1996) y Weinberg (1996b, pág. 56).
35. Hablando de «la imagen de la ciencia de la que actualmente estamos impregnados» y que propagan, eintre otros, los propios científicos, escribe: «Este ensayo se propone mostrar que nos han confundido (...) sobre algunos puntos fundamentales, y esbozar una concepción de la ciencia total• mente distimta que se deriva de los datos históricos sobre la actividad de investigación propiamente dicha» (Kuhn, 1970, pág. 1).
36. Evidentemente, Kuhn no niega explícitamente esta posibilidad, aunque tiende a destacar los aspectos memos empíricos que intervienen en la elección entre diferentes teorías: por ejemplo, que «la adoración diel Sol (...) contribuyó a hacer de Kepler un copernicano» (Kuhn, 1970, pág. 152).
que la experiencia que tenemos del mundo está condicionada, de forma radical, por nuestras teorías, que, a su vez, dependen del paradigma.37 Así, por ejemplo, Kuhn observa que, después de Dalton, los químicos dieron las proporciones de los compuestos químicos como razones de números enteros, en lugar de decimales.38 Sin embargo, aunque muchos de los datos de la época se adecuaban a la teoría atómica, algunos experimentos arroja• ban resultados conflictivos. La conclusión que extrae Kuhn es radical:
A la vista de las pruebas, los químicos no podían aceptar sin más la teoría de Dalton, ya que una buena parte de ellas seguían siendo negativas. Sin em• bargo, una vez aceptada, tuvieron que forzar la naturaleza para que se adap• tara a ella, un proceso que, en este caso, aún se prolongó casi durante toda una generación, después de lo cual, cambió incluso el porcentaje de la com• posición de los compuestos más conocidos. Los propios datos habían cam• biado. Éste es el último de los sentidos en que podemos afirmar que, des• pués de una revolución, los científicos trabajan en un mundo diferente (Kuhn, 1970, pág. 135).
Pero, ¿qué quiere decir exactamente «tuvieron que forzar la naturaleza pa• ra que se adaptara a ella»? ¿Está sugiriendo Kuhn que, después de Dalton, los químicos manipularon sus datos y que, hoy en día, sus sucesores conti• núan haciendo lo mismo para que concuerden con la hipótesis atómica?
¿Está sugiriendo también que dicha hipótesis es falsa? Evidentemente no es esto lo que Kuhn piensa, pero aun así, hay que reconocer que se expresa de forma ambigua.39 Es muy probable que las medidas de los compuestos quí• micos disponibles en el siglo XIX fueran bastante imprecisas, y es posible que la teoría atómica influyera en los científicos experimentales de la época hasta el punto de considerarla más confirmada de lo que estaba en realidad. Sea como fuere, en la actualidad disponemos de tantos argumentos a favor del atomismo -muchos de los cuales son independientes de la química- que sería completamente irracional dudar de dicha teoría.
Es evidente que el historiador tiene todo el derecho del mundo a de• cir que ese tipo de cosas no despiertan su interés, que lo que él intenta es
37. Señalemos que esta afirmación va mucho más lejos que la idea de Duhem, según la cual la observación depende en parte de hipótesis teóricas suplementarias.
38. Kuhn (1970, págs. 130-135).
39. Es de resaltar que su formulación -«cambió incluso el porcentaje de la composición»- con• funde los hechos y el conocimiento que tenemos de ellos. Lógicamente, lo que cambió fue el conoci• miento (o las creencias) que tenían los químicos acerca de los porcentajes de los compuestos, pero no los porcentajes en sí mismos.
comprender lo que sucedía cuando acontecieron los cambios de para• digma.40 Y es muy interesante observar en qué medida esos cambios se fundaban en argumentos empíricos sólidos o en creencias extracientífi- cas como el culto del Sol. En un caso extremo, se podría incluso haber producido un cambio acertado de paradigma como resultado de una afortunada casualidad, o por motivos estrictamente irracionales. Sin em• bargo, eso no cambiaría en absoluto el hecho de que la teoría a la que se hubiese llegado por motivos erróneos estuviera actualmente confirmada empíricamente más allá de cualquier duda razonable. Por otro lado, los cambios de paradigma, al menos en la mayor parte de los casos desde el nacimiento de la ciencia moderna, no han tenido lugar por motivaciones completamente irracionales. Los escritos de Galileo o de Harvey, por ejemplo, contienen numerosos argumentos empíricos y distan muchísi• mo de ser todos falsos. Por supuesto, existe una mezcla compleja de buenas y malas razones que presiden la aparición de una nueva teoría, y la adhesión de los científicos al nuevo paradigma se puede producir an• tes de que las pruebas empíricas resulten convincentes. Lo que tampo• co es de extrañar, ya que los científicos intentan adivinar, bien que mal, cuál es la mejor vía que se debe seguir -la vida es breve- y, a menudo, estas decisiones provisionales se deben tomar cuando todavía no se dis• pone de un número suficiente de pruebas empíricas. Pero eso no va en detrimento de la racionalidad de la actividad científica, si bien constitu• ye una de las razones por las que resulta tan fascinante la historia de la ciencia.
Como bien dice Tim Maudlin, filósofo de la ciencia, el problema prin• cipal reside en la existencia de dos Kuhn -un Kuhn moderado y un herma• no suyo, desenfrenado- que se entremezclan en las páginas de ha estructu• ra de las revoluciones científicas. El Kuhn moderado admite que los debates científicos de antaño se dirimieron correctamente, pero destaca que las pruebas disponibles en la época no eran tan sólidas como se suele pensar y que también intervinieron consideraciones extracientíficas. No tenemos
40. El historiador rechaza con razón lo que los anglosajones llaman Whig history, es decir, la historia del pasado reescrita como una marcha hacia el presente. Sin embargo, no hay que confun• dir esta actitud razonable con otra proscripción metodológica bastante dudosa: la negativa a utilizar toda la información disponible hoy en día, incluidos los conocimientos científicos, para hacer las mejores inferencias posibles acerca de la historia, con el pretexto de que dicha información no esta• ba disponible en el pasado. Después de todo, los historiadores del arte usan la química y la física contemporáneas para determinar el origen y la autenticidad y estas técnicas son útiles para el cono• cimiento de la historia del arte, pese a que no existían en la época estudiada. Véase Weinberg (1996a, Pág. 15) para un ejemplo de un razonamiento semejante en la historia de la ciencia.
ninguna objeción de principio contra ese Kuhn moderado y dejamos a los historiadores la tarea de comprobar hasta qué punto esas ideas son correc• tas en cada caso concreto.41 En cambio, el Kuhn desenfrenado, aquel que se ha convertido, quizá contra su voluntad, en uno de los padres fundadores del relativismo contemporáneo, está convencido de que los cambios de pa• radigma se deben principalmente a factores no empíricos y que, una vez adoptados, condicionan hasta tal punto nuestra percepción del mundo, que sólo pueden ser confirmados por nuestras experiencias posteriores. Maud- lin refuta con suma elocuencia esta idea:
Si diéramos una roca lunar a Aristóteles, la vería como una roca y como un objeto que tiende a caer. Por lo que se refiere a su movimiento natural, no podría dejar de concluir que la materia de la que está hecha la Luna no es fundamentalmente distinta de la materia terrestre.42 Asimismo, telescopios cada vez más potentes han permitido ver las fases de Venus independiente• mente de la cosmología preferida por los observadores,43 e incluso Ptolomeo se habría fijado en la rotación aparente de un péndulo de Foucault.44 Es cier-
41. Véanse, por ejemplo, los estudios recopilados en Donovan et al. (1988).
42. [Esta nota y las dos siguientes son añadidas por nosotros.] Según Aristóteles, la materia te• rrestre está formada por cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra, cuya tendencia natural es la de elevarse (fuego, aire) o de caer (agua, tierra) dependiendo de su composición, mientras que la Luna y los demás cuerpos celestes son de un elemento especial, al que se llamaba «éter», cuya tendencia natural es la de describir un movimiento circular perpetuo.
43. Desde la Antigüedad se ha observado que Venus nunca se aleja demasiado del Sol en el firmamento. En la cosmología geocéntrica de Ptolomeo, eso se explicaba de una forma ai hoc, suponiendo que Venus y el Sol giran alrededor de la Tierra de un modo más o menos sincroniza• do (siendo Venus el que estaba más cerca). De lo que se deducía que Venus siempre se debería ver como un pequeño creciente, al modo de la «Luna nueva». Por otro lado, la teoría heliocén• trica da cuenta con toda naturalidad de las observaciones al suponer que Venus gira alrededor del Sol en una órbita cuyo radio es más pequeño que el de la Tierra. Por consiguiente, Venus, al igual que la Luna, debería tener varias «fases»: desde «nueva» (cuando Venus se halla en el mis• mo lado del Sol que la Tierra) hasta casi «llena» (cuando está situado en el lado opuesto). Dado que, a simple vista, Venus aparece como un punto diminuto, era imposible verificar o invalidar estos dos planteamientos antes de que las observaciones telescópicas de Galileo y de sus suceso• res establecieran inequívocamente la existencia de fases en Venus. Aunque dichas observaciones no eran una prueba del modelo heliocéntrico (también otras teorías pueden explicar las fases ve- nusinas), al menos aportaron argumentos significativos a su favor y en contra del modelo ptole- maico.
44. Según la mecánica de Newton, un péndulo siempre oscila en un mismo plano. Sin embar• go, esa predicción sólo es válida respecto a lo que se conoce como «sistema de referencia inercial», por ejemplo, un sistema fijo con relación a las estrellas lejanas. Un sistema de referencia vinculado a la Tierra no sería exactamente inercial a causa de la rotación diaria de nuestro planeta alrededor de su eje. El físico francés Jean Bernard Léon Foucault (1819-1868) observó que el plano de oscilación de un péndulo, visto en relación con la Tierra, debería girar lentamente y que ese movimiento de• mostraría la rotación de ésta. Para comprenderlo, imaginemos, por ejemplo, un péndulo situado en
to que el paradigma del observador puede influir en la experiencia que tie• ne del mundo, pero nunca con tanta fuerza como para garantizar que su ex• periencia siempre estará de acuerdo con sus teorías, sin lo cual jamás se de• jará sentir la necesidad de revisarlas (Maudlin, 1996, pág. 442).45
Entonces, si bien es cierto que las experiencias científicas no brindan su propia interpretación, la teoría tampoco determina la percepción de los resultados experimentales.
La segunda objeción que se puede oponer a la versión radical de la his• toria kuhniana de la ciencia -objeción que también utilizaremos, más ade• lante, contra el «programa fuerte» de sociología de la ciencia- es la de la au- torrefutación. La investigación en historia, y en particular en historia de la ciencia, utiliza métodos que no se diferencian radicalmente de los que se uti• lizan en ciencias naturales: se analizan documentos, se hacen las inferencias más racionales, se efectúan inducciones basadas en los datos disponibles, etc. Si argumentos de este tipo, usados en física o en biología, no nos permi• tieran llegar a conclusiones más o menos fiables, ¿por qué deberíamos dar• les crédito en la historia? ¿Por qué hablar, de modo realista, de categorías históricas -empezando por los paradigmas- si es una quimera referirse, de modo realista, a conceptos científicos como los electrones o el ADN, que, di• cho sea de paso, están definidos con mucha mayor precisión?46
Pero aún se puede ir más lejos: es natural introducir una jerarquía en el grado de certidumbre que se concede a diferentes teorías en función de la cantidad y la calidad de los argumentos que la fundamentan.47 Todos los científicos, y a decir verdad todos los seres humanos, proceden de este mo-
el polo Norte. Su plano de oscilación permanecerá fijo respecto a las estrellas lejanas mientras la Tie• rra gira por debajo del péndulo. Por lo tanto, para un observador situado en la Tierra, el plano de os• cilación completará un giro en 24 horas. En todas las demás latitudes (excepto en el ecuador), se produce un efecto similar, aunque la rotación es más lenta: por ejemplo, en la latitud de París (49°N), completará un giro en 32 horas. En 1851, Foucault demostró este efecto mediante un pén• dulo de 67 metros de longitud suspendido de la cúpula del Panteón. Desde entonces, el péndulo de Foucault se convirtió en un experimento clásico en todos los museos de la ciencia.
45. Este ensayo hasta ahora sólo ha sido publicado en su traducción francesa. Agradecemos al profesor Maudlin el habernos facilitado el texto original inglés.
46. Es interesante observar que Feyerabend ya anunció un argumento similar en la última edi• ción inglesa de Contra el método: «No basta con socavar la autoridad de las ciencias mediante argu• mentos históricos: ¿por qué motivo sería mayor la autoridad de la historia que la de, pongamos por ca• so, la física?» (Feyerabend 1993, pág. 271). Véase también Ghins (1992, pág. 255) para un argumento similar.
47. Este tipo de razonamiento se remonta al menos hasta el argumento de Hume contra los mi• lagros: véase Hume (1988 [1748], sección X).
do y asignan mayor probabilidad subjetiva a las teorías mejor fundamenta• das (por ejemplo, la evolución de las especies o la existencia de átomos) y menor probabilidad subjetiva a las teorías más especulativas (por ejemplo, las teorías detalladas de la gravedad cuántica). El mismo razonamiento es aplicable cuando se comparan teorías de las ciencias de la naturaleza con teorías históricas o sociológicas. Así, por ejemplo, las pruebas a favor de la rotación de la Tierra son mucho más sólidas que las que podría aportar Kuhn para sostener cualquiera de sus teorías históricas. Naturalmente, eso no quiere decir que los físicos sean más inteligentes que los historiadores, ni que utilicen métodos mejores, sino simplemente que, en términos gene• rales, los problemas que estudian no son tan complejos e incluyen un me• nor número de variables que, además, son más fáciles de medir y de con• trolar. La introducción de esta jerarquía en nuestras certidumbres resulta inevitable, y de ella se desprende que ningún argumento concebible fun• dado en la visión kuhniana de la historia puede acudir en ayuda de los so• ciólogos o filósofos que pretendan desafiar, de forma global, la fiabilidad de los conocimientos científicos.
FEYERABEND: «TODO VALE»
Otro célebre filósofo que se cita, a menudo, en los debates sobre el rela• tivismo es Paul Feyerabend. De entrada, hay que señalar que se trata de un personaje complicado. Sus actitudes, personales y políticas, le han he• cho merecedor de una cierta simpatía, y sus críticas de los intentos de co• dificación de la práctica científica suelen estar justificadas. Además, pe• se al título de uno de sus libros, Adiós a la razón, nunca se ha convertido total y abiertamente en un irracionalista. Al parecer, en la última etapa de su vida empezó a distanciarse de las actitudes anticientíficas y relativistas adoptadas por algunos de sus seguidores.48 Aun así, en su obra también
48. En 1992, por ejemplo, escribió:
¿Cómo es posible que una empresa [la ciencia] pueda depender tanto de la cultura y, sin em• bargo, producir resultados tan sólidos? (...) La mayoría de las respuestas a esta pregunta son incompletas o incoherentes. Los físicos lo dan por hecho. Los movimientos que contemplan la mecánica cuántica como un punto de inflexión en el pensamiento -y eso incluye a los místicos charlatanes, a los profetas de la New Age y a relativistas de todo tipo- vuelcan su entusiasmo en el aspecto cultural y olvidan las predicciones y la tecnología (Feyerabend, 1992, pág. 29).
Véase también Feyerabend (1993, pág. 13, nota 12).
existen numerosas afirmaciones ambiguas o confusas que, en ocasiones, desembocan en ataques virulentos contra la ciencia moderna: ataques que son, al mismo tiempo, filosóficos, históricos y políticos, y donde los juicios de hecho y de valor se entremezclan.49
Al leer a Feyerabend, el principal problema consiste en saber cuándo hay que tomarlo en serio. Por un lado, frecuentemente se le ha conside• rado como una especie de bufón de la corte de la filosofía de la ciencia, papel que parece desempeñar con cierto placer.50 A veces, él mismo in• siste en que sus palabras no se deben interpretar literalmente.51 Por otro lado, sus escritos rebosan referencias a trabajos especializados de histo• ria y filosofía de la ciencia, así como de física, un aspecto de su obra que, sin ningún género de dudas, ha contribuido decisivamente a su fama de gran filósofo de la ciencia. Sin perder, pues, esto de vista, discutiremos lo que, desde nuestra perspectiva, son sus errores fundamentales, mostran• do, asimismo, a qué excesos pueden conducir.
Estamos fundamentalmente de acuerdo con lo que dice Feyerabend sobre el método científico considerado en abstracto:
La idea de que la ciencia puede, y debe, organizarse a tenor de unas reglas fijas y universales es, a la vez, utópica y perniciosa (Feyerabend, 1975, pág. 295).
Sobre este particular, se entrega a una crítica pormenorizada de las «reglas fijas y universales» mediante las cuales ciertos filósofos anteriores espera• ban poder expresar la esencia del método científico. Como hemos dicho anteriormente, es dificilísimo, si no imposible, codificar el método cientí-
49. Véase, por ejemplo, el capítulo 18 de Contra el método (Feyerabend, 1975). No obstante, hay que señalar que este capítulo no está incluido en las ediciones posteriores de la obra en inglés (Feyerabend, 1988, 1993). Véase también el capítulo 9 de Adiós a la razón (Feyerabend, 1987).
50. Por ejemplo, escribe: «Imre Lakatos, un poco en broma, me llamaba "anarquista", y de he• cho, no tenía ningún reparo en ponerme la máscara de anarquista» (Feyerabend, 1993, pág. vii).
51. Por ejemplo: «Las principales ideas de [este] ensayo (...) son bastante triviales y queda cla• ro que lo son cuando se expresan en los términos adecuados. No obstante, prefiero las formulacio• nes más paradójicas, ya que nada embota más el espíritu que oír palabras y eslóganes familiares» (Fe• yerabend, 1993, pág. xiv). Y también: «Tened siempre presente que las demostraciones y la retórica que utilizo no expresan ninguna de mis "convicciones profundas". Sólo muestran lo fácil que es conducir a la gente por la punta de la nariz de un modo racional. Un anarquista es como un agente secreto que juega al juego de la Razón para socavar la autoridad de la Razón (la Verdad, la Honra• dez, la Justicia, y así sucesivamente)» (Feyerabend, 1993, pág. 23). Este texto va acompañado de una nota a pie de página, referente al movimiento dadaísta.
fico, lo que no obsta para que se puedan desarrollar determinadas reglas, de una validez más o menos general, sobre la base de la experiencia previa. Si Feyerabend se hubiese limitado a mostrar, a través de ejemplos históri• cos, las limitaciones de cualquier codificación general y universal del mé• todo científico, no podríamos sino estar de acuerdo con él.52 Pero, desgra• ciadamente, no se queda ahí, sino que va muchísimo más lejos:
Todas las metodologías tienen sus límites, y la única «regla» que sigue sien• do válida es: «Todo vale» (Feyerabend, 1975, pág. 296).
Ésta es una inferencia errónea, aunque característica de la actitud relati• vista: de una observación correcta -«todas las metodologías tienen sus lí• mites»-, Feyerabend salta a una conclusión completamente falsa: «Todo vale». Existen múltiples estilos de natación, y todos tienen sus limitaciones, pero no todos los movimientos del cuerpo son igualmente válidos, por lo menos si no queremos hundirnos. Tampoco existe un único método de in• vestigación policial, pero eso no quiere decir que todos sean igualmente fiables (pensemos en la prueba del fuego, por ejemplo). Lo mismo puede aplicarse a los métodos científicos.
En la segunda edición de su libro, Feyerabend intenta defenderse de las consecuencias de una lectura literal del «todo vale», y escribe lo si• guiente:
Un anarquista ingenuo dice que: a) tanto las reglas absolutas como las re• glas que dependen del contexto tienen sus límites, de lo que infiere que: b) todas las reglas y todos los criterios carecen de valor y hay que abandonar• los. La mayoría de los críticos me toman por un anarquista ingenuo en el sentido que acabo de mencionar. (...) [Pero] aunque estoy de acuerdo con a), no lo estoy con b). Lo que pretendo decir es que todas las reglas tienen sus propios límites y que la «racionalidad» global no existe. Nada más lejos de mi intención que pretender avanzar sin reglas ni criterios (Feyerabend, 1993, pág. 231).
52. Sin embargo, no nos pronunciamos sobre los detalles de sus análisis históricos; véase, por ejemplo, Clavelin (1994) para una crítica de las tesis de Feyerabend sobre Galileo.
Señalemos también que muchas de sus exposiciones de problemas de la física moderna son erróneas o, cuando menos, extraordinariamente exageradas: véanse, por ejemplo, sus afirmaciones sobre el movimiento browniano (Feyerabend, 1993, págs. 27-29), la renormalización (pág. 46), la ór• bita de Mercurio (págs. 47-49) y la difusión en mecánica cuántica (págs. 49-50n). Sería demasiado largo desenmarañar todas sus confusiones; véase, no obstante, Bricmont (1995a, pág. 184) para un Ibreve análisis de las afirmaciones de Feyerabend sobre el movimiento browniano y la segunda ley de la termodinámica.
El problema reside en que el autor ofrece una escueta indicación sobre el contenido de esas reglas y criterios; y, a menos que estos últimos se aten• gan a alguna noción de racionalidad, llegaríamos fácilmente a la forma más extrema de relativismo.
Cuando pasa a consideraciones más concretas, Feyerabend mezcla, muy a menudo, observaciones razonables con sugerencias bastante ex• trañas:
Nuestro primer paso en la crítica de los conceptos y reacciones habituales consiste en salir del círculo y, o bien idear un nuevo sistema conceptual -por ejemplo, una nueva teoría que entre en conflicto con los resultados mejor es• tablecidos por la observación y confunda los principios teóricos más plausi• bles-, o bien importar dicho sistema desde el exterior de la ciencia, de la reli• gión, de la mitología, de las ideas de gente incompetente o de las divagaciones de locos (Feyerabend, 1993, págs. 52-53).53
Estos planteamientos de Feyerabend se podrían defender invocando la distinción clásica entre el contexto del descubrimiento y el contexto de la justificación. En efecto, en el peculiar proceso de invención de teorías científicas, se admiten en principio todos los métodos -deducción, in• ducción, analogía, intuición e incluso alucinación-,54 ya que, en realidad, el único criterio verdaderamente importante es el pragmático. En cam• bio, la justificación de las teorías se debe efectuar racionalmente, aunque esta racionalidad no se pueda codificar de una forma definitiva. Podría• mos estar tentados de creer que los ejemplos deliberadamente extrema• dos que aporta Feyerabend sólo conciernen al contexto del descubri• miento y que no existe ninguna contradicción real entre su punto de vista y el nuestro.
Pero el problema está en que el autor niega explícitamente la validez de la distinción entre descubrimiento y justificación.55 Es cierto que la claridad de dicha distinción se ha exagerado enormemente en la episte• mología tradicional. Es el mismo problema de siempre: sería ingenuo creer que existen reglas generales e independientes de todo contexto que permiten verificar o falsar una teoría, o dicho en otras palabras, históri• camente el contexto de la justificación y el contexto del descubrimiento
53. Proposiciones semejantes aparecen en Feyerabend (1993, pág. 33).
54. Se cuenta, por ejemplo, que el químico Kekule (1829-1896) llegó a conjeturar (correcta• mente) la estructura del benceno a partir de un sueño.
55. Feyerabend (1993, págs. 147-149).
evolucionan paralelamente.56 Sin embargo, en cada momento histórico, esa distinción existe. De no ser así, los procedimientos de justificación de teorías no estarían nunca sometidos a restricciones de orden racional. Pensemos, de nuevo, en las pesquisas policiales: se puede descubrir el culpable como consecuencia de todo tipo de acontecimientos fortuitos, pero los argumentos propuestos para demostrar su culpabilidad no go• zan de esa libertad, aun cuando los criterios en cuanto a las pruebas evo• lucionen históricamente.57
Una vez que Feyerabend ha dado el salto al «todo vale», no ha de sorprender que se empecine en comparar constantemente la ciencia con la mitología o la religión, como resulta evidente, por ejemplo, en el si• guiente pasaje:
Newton reinó durante más de 150 años, y si Einstein introdujo, durante un breve período, un punto ele vista más liberal, no fue sino para dar paso a la interpretación de Copenhague. ¡Las similitudes entre la ciencia y el mito son verdaderamente asombrosas! (Feyerabend, 1975, pág. 298)
En este caso, el autor sugiere que la interpretación llamada «de Copen• hague» de la mecánica cuántica, debida principalmente a Niels Bohr y Werner Heisenberg, ha sido aceptada por los físicos de modo bastante dogmático, lo que no es del todo falso (más difícil resulta identificar el punto de vista de Einstein al que se refiere). Sin embargo, lo que Feyera• bend no ofrece son ejemplos de mitos que cambien como resultado de experiencias que los contradicen, o que propongan experiencias que per• mitan distinguir entre versiones anteriores y posteriores del mito. Preci• samente por esa razón, que es crucial, por lo que las «similitudes entre la ciencia y el mito» son superficiales.
Aparece otra vez esta analogía cuando Feyerabend propone separar la ciencia del Estado:
Si bien los padres de un niño de seis años pueden decidir que sea ins• truido en los principios básicos del protestantismo o de la fe judía, o decidir,
56. Por citar un ejemplo, la anomalía de la órbita de Mercurio adquirió un estatuto epistemoló• gico diferente con el advenimiento de la relatividad general (véanse más arriba las notas 28-30).
57. La misma observación se puede realizar respecto a la distinción, igualmente clásica e igual• mente criticada por Feyerabend, entre enunciados teóricos y enunciados de observación. Hay que evitar la ingenuidad al decir que se «mide» algo, pero existen «hechos» (por ejemplo, la posición de una aguja en un dial o los caracteres en una impresión de ordenador), y no tienen por qué coincidir siempre con nuestros deseos.
simplemente, no darle instrucción religiosa alguna, no tienen la misma li• bertad en el caso de las ciencias. Es absolutamente necesario aprender físi• ca, astronomía, historia. Nadie puede sustituirlas por la magia, la astrología o el estudio de las leyendas.
Tampoco nos contentamos con una presentación meramente histórica de los hechos y de los principios físicos (astronómicos, históricos, etc.). No se di• ce que algunas personas creen que la Tierra gira alrededor del Sol, mientras que otras consideran la Tierra como una esfera hueca que contiene al Sol, los planetas y las estrellas fijas. Se dice que la Tierra gira alrededor del Sol; todo lo demás es pura idiotez (Feyerabend, 1975, pág. 301).
Aquí, Feyerabend reintroduce, de una forma particularmente brutal, la ya clásica distinción entre «hechos» y «teorías», un principio fundamen• tal de la epistemología del Círculo de Viena que él rechaza. Al mismo tiempo, parece utilizar implícitamente en las ciencias humanas una epis• temología realista hasta la ingenuidad, que se niega a aceptar en las cien• cias naturales. Pero, ¿cómo saber exactamente lo que «algunas personas creen», si no es utilizando métodos análogos a los científicos (observa• ciones, sondeos, etc.)? Si se hiciera un sondeo acerca de las creencias as• tronómicas de los norteamericanos, limitando la muestra a profesores de física, no encontraríamos, probablemente, a nadie que «considere la Tie• rra como una esfera hueca»; pero Feyerabend podría argumentar, y no sin razón, que el sondeo se ha hecho mal y que no es representativo (¿osaría decir que no es científico?). Es lo mismo que si un antropólogo se instalara en Madrid para elaborar, en su despacho, los mitos de otros pueblos. Pero, en tal caso, ¿qué criterio aceptable para Feyerabend se es• taría infringiendo? ¿No nos dice él que «todo vale»? Su relativismo me• todológico es tan radical que, tomado literalmente, se autorrefuta. Sin un mínimo de método -racional-, es imposible aportar siquiera una «pre• sentación meramente histórica de los hechos».
Paradójicamente, lo que impresiona en los escritos de Feyerabend es el carácter general y abstracto de sus proposiciones. Sus argumentos muestran, como máximo, que la ciencia no avanza siguiendo un método bien definido, algo con lo que estamos básicamente de acuerdo. Pero no explica nunca en qué sentido son falsas la teoría atómica o la teoría de la evolución, a pesar de todo lo que sabemos hoy en día. Y es muy proba• ble que no lo diga porque no lo crea y comparta con la mayoría de sus co• legas, al menos en parte, la visión científica del mundo, es decir, que las especies han evolucionado, que la materia se compone de átomos, etc. Y si comparte esas ideas, es seguramente porque tiene buenas razones para
hacerlo. ¿Por qué no reflexionar sobre ellas e intentar explicitarlas en lu• gar de contentarse con repetir, una y otra vez, que no son justificables mediante unas reglas universales del método? Procediendo caso por ca• so, Feyerabend podría mostrar que existen argumentos empíricos sólidos a favor de esas teorías.
Siempre se puede replicar que al autor no le interesan este género de cuestiones. En efecto, a menudo da la impresión de que su oposición a la ciencia no es de naturaleza cognitiva, sino que es fruto de una elección de estilo de vida, como por ejemplo cuando dice que: «el amor se convierte en algo imposible para quienes insisten en la "objetividad", es decir, quienes viven enteramente de acuerdo con el espíritu de la ciencia».58 El problema radica en que no distingue claramente entre juicios de hecho y juicios de valor. Así, por ejemplo, podría sostener que la teoría de la evo• lución es infinitamente más plausible que cualquier mito creacionista, pero que los padres, sin embargo, tienen el derecho de exigir que la es• cuela enseñe doctrinas falsas a sus hijos. No estaríamos de acuerdo, pero por lo menos el debate no se daría meramente en el plano cognitivo e in• cluiría consideraciones políticas y éticas.
La introducción de Feyerabend a la edición china de Against Method
sigue la misma línea:59
ha ciencia del primer mundo no es más que una ciencia entre muchas otras (...) Mi motivación principal al escribir este libro era humanitaria y no intelec• tual. Quiero ayudar a la gente, no «hacer avanzar el saber» (Feyerabend, 1988, pág. 3 y 1993, pág. 3, cursivas del original).
El problema consiste en que la primera tesis es de naturaleza puramente cognitiva -al menos si está hablando de ciencia y no de tecnología-, mientras que la segunda tiene que ver con fines prácticos. Pero si, en rea• lidad, no existen «otras ciencias» realmente distintas de las del «primer mundo» y, sin embargo, tan poderosas como éstas en el plano cognitivo,
¿de qué manera le permitiría «ayudar a la gente» su afirmación de la pri• mera tesis -que sería, pues, falsa-? Los problemas de la verdad y la obje• tividad no se pueden eludir tan fácilmente.
58. Feyerabend (1987, pág. 263).
59. Texto reproducido en la segunda y tercera ediciones inglesas.
EL «PROGRAMA FUERTE» EN LA SOCIOLOGÍA DE LA CIENCIA
En la década de los setenta asistimos al nacimiento de una nueva escuela de sociología de la ciencia. Mientras que, con anterioridad, esta discipli• na se limitaba, en general, a analizar el contexto social en el que se desa• rrolla la actividad científica, los investigadores que se agruparon bajo la bandera del «programa fuerte» fueron, como el nombre indica, mucho más ambiciosos, intentando explicar, en términos sociológicos, el conte• nido de las teorías científicas.
Evidentemente, muchos científicos, cuando oyen hablar de estas ideas, protestan y señalan que existe un gran ausente en este tipo de plantea• mientos, y que no es otro que la naturaleza misma.60 En esta sección ex• plicaremos los problemas conceptuales fundamentales con que se enfren• ta el programa fuerte. Aunque algunos de sus seguidores han corregido recientemente sus planteamientos iniciales, no parecen haberse dado cuenta de hasta qué extremo su punto de partida era erróneo.
Empezaremos citando los principios expuestos por David Bloor, uno de los fundadores del programa fuerte, respecto a la sociología del cono• cimiento:
1. Tiene que ser causal, es decir, ocuparse de las condiciones que dan lugar al nacimiento de las creencias o los estados de conocimiento. Natural• mente, además de las causas sociales, también existirán otros tipos de causas que cooperarán en la formación de creencias.
2. Tiene que ser imparcial en lo que respecta a la verdad o la falsedad, la racionalidad o la irracionalidad, el éxito o el fracaso. Los dos miembros de es• tas dicotomías requerirán una explicación.
3. Tiene que ser simétrica en su estilo de explicación. Los mismos tipos de causas deben explicar las creencias verdaderas y las falsas.
4. Tiene que ser reflexiva. En principio, sus patrones de explicación se deberían aplicar del mismo modo a la sociología misma (Bloor, 1991, pág. 7).
Para comprender lo que entiende por «causal», «imparcial» y «simé• trico», analizaremos un artículo de Bloor y su colega Barry Barnes,61 en el
60. Para el estudio de casos en los que científicos o historiadores explican los errores concre• tos contenidos en análisis efectuados por los defensores del programa fuerte, véanse, por ejemplo, Gingras y Schweber (1986), Franklin (1990, 1994), Mermin (1996a, 1996b, 1996c, 1997a), Gottfried y Wilson (1997) y Koertge (1998).
61. Barnes y Bloor (1981).
que explican y defienden su programa. El artículo empieza con una de• claración de buenas intenciones:
El relativismo, lejos de representar una amenaza para la comprensión cien• tífica de las formas de conocimiento, es necesario para dicha comprensión. (...) los que se oponen al relativismo y conceden un estatuto privilegiado a ciertas formas de conocimiento constituyen la verdadera amenaza para una comprensión científica del conocimiento y de la cognición (Barnes y Bloor, 1981, págs. 21-22).
Sin embargo, aquí surge ya el problema de la autorrefutación: ¿acaso no aspira a un «estatuto privilegiado» respecto a cualquier otro discurso
-por ejemplo, con relación al de los «racionalistas» a los que Barnes y Bloor critican en el resto del artículo- el discurso del sociólogo de la ciencia que quiere facilitar «una comprensión científica del conocimien• to y la cognición»? Nos parece que, si lo que se pretende es llegar a una comprensión «científica» de lo que sea, es obligatorio distinguir entre una buena y una mala comprensión. Barnes y Bloor parecen ser cons• cientes de ello, ya que escriben lo siguiente:
El relativista, como todo el mundo, está obligado a seleccionar sus creencias, aceptando algunas y descartando otras. Como es natural, tendrá sus prefe• rencias que, en general, coincidirán con las habituales de otras personas que viven en el mismo lugar. Los términos «verdadero» y «falso» constituyen el lenguaje con el que se expresan estas valoraciones, y los vocablos «racional» e «irracional» tendrán una función similar (Barnes y Bloor, 1981, pág. 27).
Estamos, sin embargo, ante una extraña noción de «verdad», que con• tradice, de modo manifiesto, la noción habitual en la vida cotidiana.62 Si considero verdadera la afirmación «he tomado café esta mañana», no só• lo quiero decir que prefiero creer que he tomado café esta mañana, ¡y mucho menos que «otras personas que viven en el mismo lugar» piensan que he tomado café esta mañana!63 Asistimos a una redefinición radical del concepto de verdad, que, en la práctica, nadie, empezando por los
62. Lógicamente, esas palabras se podrían interpretar como una mera descripción: la gente tiende a llamar «verdadero» a aquello en lo que cree. Pero con esta interpretación, la aserción sería banal.
63. Este ejemplo es una adaptación de alguna de las críticas que dirigió Bertrand Russell al pragmatismo de William James y John Dewey: véanse los capítulos 24 y 25 de Russell (1961a, sobre todo la pág. 779).
propios Barnes y Bloor, aceptaría en lo relativo al conocimiento ordina• rio. ¿Por qué, pues, aceptarla para el conocimiento científico? Fijémonos en que, incluso en este último contexto, su definición no se sostiene: Ga- lileo, Darwin y Einstein no seleccionaron sus creencias siguiendo las de otras personas que vivían en el mismo lugar.
Además, Barnes y Bloor no utilizan sistemáticamente su nueva no• ción de «verdad»; reinciden de vez en cuando, sin decirlo, en el sentido tradicional de la palabra. Veamos un ejemplo: al principio de su artículo reconocen que «decir que todas las creencias son igualmente verdaderas se enfrenta al problema de cómo manejar las creencias que se contradi• cen unas con otras», y que «decir que todas las creencias son igualmente falsas plantea el problema de saber cuál es el estatuto de las aserciones del mismo relativista».64 Pero si «una creencia verdadera» sólo significara
«una creencia que se comparte con otras personas que viven en el mismo lugar», dejaría de plantearse la cuestión de la contradicción entre creen• cias sostenidas en lugares distintos.65
Una ambigüedad similar afecta a su tratamiento de la racionalidad:
Para el relativista, no es posible dar un sentido a la idea de que determi• nadas normas o creencias son verdaderamente racionales, por oposición a otras que sólo localmente se aceptan como tales (Barnes y Bloor, 1981, pág. 27).
Una vez más: ¿qué quiere decir esto exactamente? ¿No es «verdadera• mente racional» creer que la Tierra es -aproximadamente- redonda, al
64. Barnes y Bloor (1981, pág. 22).
65. El mismo desliz aparece en su uso de la palabra «conocimiento». Los filósofos habitual- tnente entienden que «conocimiento» significa «creencia verdadera y justificada» o algún concepto similar, pero Bloor comienza ofreciendo una redefinición radical del término:
En lugar de definirlo como creencia verdadera -o quizá, creencia verdadera y justificada- cono• cimiento para los sociólogos es lo que las personas entienden por conocimiento. Consiste en esas creencias que la gente sostiene con seguridad y con las que viven. (...) Evidentemente, el conoci• miento debe ser diferenciado de la mera creencia. Esto puede hacerse reservando la palabra «co• nocimiento» para lo que goza de respaldo colectivo, y dejando lo individual y peculiar en el ám• bito de la mera creencia (Bloor, 1991, pág. 5; véase también Barnes y Bloor, 1981, pág. 22n).
Sin embargo, sólo nueve páginas después de enunciar esta definición no estándar de «conocimien• to», Bloor vuelve, sin comentario alguno, a la definición estándar de «conocimiento», que contrasta con «error»: «Sería equivocado suponer que el funcionamiento natural de nuestros recursos anima• les siempre produce conocimiento. Producen con igual naturalidad una mezcla proporcionada de conocimiento y error (...)» Bloor (1991, pág. 14).
menos para quienes tienen acceso a los aviones y a las imágenes vía saté• lite? ¿Se trata meramente de una creencia «localmente aceptada»?
Barnes y Bloor parecen estar jugando en dos niveles: el escepticismo general, que obviamente no se puede refutar, y un programa concreto de sociología «científica» del conocimiento. Pero este último supone decir adiós al escepticismo radical y hacer un esfuerzo por comprender, mejor o peor, una parte de la realidad.
Dejemos, pues, provisionalmente a un lado los argumentos a favor del escepticismo radical y veamos si el «programa fuerte» es plausible co• mo programa científico. En este sentido, Barnes y Bloor explican el prin• cipio de simetría en que se sustenta el programa fuerte:
Se gún nuestro postulado de equivalencia, todas las creencias están en un plano de igualdad en lo que se refiere a las causas de su credibilidad. Eso no significa que todas las creencias sean igualmente verdaderas o igualmente fal• sas, sino que, independientemente de su veracidad o de su falsedad, se debe considerar su credibilidad como igualmente problemática. La postura que vamos a defender es que, sin excepción, la incidencia de todas las creencias reclama una investigación empírica y que hay que dar cuenta de ellas hallan• do las causas específicas, locales, de dicha credibilidad. Esto significa que, in• dependientemente de si el sociólogo evalúa una creencia como verdadera o racional, o como falsa e irracional, debe indagar más en las causas de su cre• dibilidad. (...) Se puede y se debe responder a todas estas preguntas sin tener en cuenta el estatuto de la creencia tal como el sociólogo la juzga y la evalúa en función de sus propias normas (Barnes y Bloor, 1981, pág. 23).
Así pues, en lugar de un escepticismo o de un relativismo filosófico general, Barnes y Bloor proponen claramente un relativismo metodológico para el sociólogo del conocimiento. No obstante, la ambigüedad subsiste: ¿qué sig• nifica exactamente «sin tener en cuenta el estatuto de la creencia tal como el sociólogo la juzga y la evalúa en función de sus propias normas»?
Si lo único que esto quiere decir es que debemos utilizar los mismos principios de la sociología y la psicología para explicar las causas de cual• quier creencia, independientemente del hecho de que la consideremos verdadera o falsa, racional o irracional, no tendríamos ninguna objeción que hacer.66 Pero si se afirma que en esa explicación sólo pueden inter-
66. Aunque se puedan abrigar dudas sobre la actitud hipercientifícista de creer que es posible hallar una explicación causal a todas las creencias humanas y, más aún, sobre la idea de que tenemos hoy en día principios bien establecidos y verificados de la sociología y la psicología que permiten lle• var a cabo esa tarea.
venir causas sociales, sin que intervenga el modo en que el mundo (o sea, la naturaleza) es, entonces no nos queda más que manifestar nuestro pro• fundo desacuerdo.67
Para comprender el papel de la naturaleza, analicemos un ejemplo concreto: ¿por qué la comunidad científica europea se convenció de la veracidad de la mecánica newtoniana entre 1700 y 1750? Sin duda algu• na, en esta explicación intervienen forzosamente diversos factores histó• ricos, sociológicos, ideológicos y políticos -hay que explicar, por ejemplo, por qué la mecánica newtoniana fue rápidamente aceptada en Inglaterra y no tanto en Francia-,68 pero, desde luego, una parte de la explicación (una parte ciertamente importante de ella) ha de estar en el hecho de que los planetas y los cometas se desplazan realmente -con un alto grado de aproximación, aunque no exactamente- tal como predice la mecánica de Newton.69
Veamos ahora un ejemplo aún más evidente. Supongamos que nos en• contramos con alguien que sale corriendo de una sala de conferencias gri• tando a pleno pulmón que hay una estampida de una manada de elefantes en la sala. ¿Cómo hemos de entender esa afirmación y, más concretamente, cómo hemos de evaluar las «causas» de esa «creencia»? Como es de supo• ner, eso dependerá fundamentalmente de que haya o no una estampida de una manada de elefantes en la sala. O más exactamente, puesto que pre• suponemos nuestra falta de acceso «directo» a la realidad externa, la eva• luación dependerá de que, al echar un vistazo a la sala (¡con mucha pru• dencia!), veamos nosotros y otras personas a una manada de elefantes en estampida o un rastro de desperfectos recientes causados por la manada an• tes de abandonar la sala. En este caso, la explicación más plausible del con-
67. En otro lugar, Bloor afirma de modo explícito: «Naturalmente, además de las causas so• ciales, también existirán otros tipos de causas que cooperarán en la formación de creencias» (Bloor, 1991, pág. 7). El problema es que él nunca explícita de qué manera las causas naturales podrían in• tervenir en la explicación de las creencias o qué queda exactamente del principio de simetría si se to• man en serio las causas naturales. Para una crítica más detallada de las ambigüedades de Bloor -des• de un punto de vista filosófico ligeramente distinto del nuestro-, véanse Laudan (1981) y también Slezak (1994).
68. Véanse, por ejemplo, Brunet (1931) y Dobbs y Jacob (1995).
69. O, para ser más precisos: existe una enorme cantidad de pruebas astronómicas convincen• tes que abonan la creencia de que los planetas y los cometas se desplazan -con un alto grado de aproximación, aunque no exactamente- como predice la mecánica de Newton; y si esa creencia es correcta, entonces es ese movimiento, y no sólo el hecho de que nosotros lo creamos, el que explica, en parte, por qué la comunidad científica europea del siglo XVIII ha llegado a convencerse de la ve• racidad de la mecánica de Newton. Hay que señalar que todas nuestras afirmaciones factuales -in• cluida la de «hoy llueve en Nueva York»- se deben entender de este modo.
junto de nuestras observaciones es que, efectivamente, hay (o había) en la sala una manada de elefantes en estampida, que la persona en cuestión la ha visto u oído y que el pánico consiguiente (que nosotros podríamos muy bien compartir en tales circunstancias) le ha hecho salir gritando lo anterior. Inmediatamente, llamaríamos a la policía y a los vigilantes del parque zoo• lógico. En cambio, si nuestra propia observación no revelara ningún indicio de la presencia de elefantes en la sala, la explicación más plausible sería que no había en la sala una manada de elefantes en estampida, que la persona ha imaginado los elefantes por alguna especie de psicosis (inducida por causas internas o químicas) y que eso le hizo salir corriendo y gritar lo ya comenta• do. Entonces avisaríamos a la policía y al hospital psiquiátrico más próxi• mo.70 Es decir, exactamente lo mismo, y de eso no nos cabe la menor duda, que harían Barnes y Bloor en la vida real, independientemente de lo que es• criban en los artículos para sociólogos o filósofos.
Como ya hemos dicho antes, no vemos ninguna diferencia funda• mental entre la epistemología de la ciencia y la actitud racional en la vida cotidiana: la primera no es sino la prolongación y el perfeccionamiento de la segunda. Por lo tanto, cualquier filosofía de la ciencia -o cualquier metodología para sociólogos- que demuestre ser tan manifiestamente errónea cuando se aplica a la epistemología de la vida cotidiana ha de contener graves errores de principio.
En resumen, nos parece que el «programa fuerte» es ambiguo en sus intenciones y, según el modo de resolver la ambigüedad, se obtiene o un correctivo moderadamente interesante de las ideas psicológicas y socio• lógicas más ingenuas -que nos recuerda que «las creencias verdaderas también tienen causas»-, o un error descomunal y manifiesto.
En consecuencia, los partidarios del «programa fuerte» están ante un dilema: o se adhieren de forma sistemática al escepticismo o relativismo filosó• fico, en cuyo caso no se vería muy bien por qué (y cómo) han de intentar cons• truir una sociología «científica», o adoptan única y exclusivamente un relati• vismo metodológico; pero esta última postura es indefendible si se abandona el relativismo filosófico, porque se ignora un elemento esencial de la explica• ción buscada, es decir, la naturaleza misma. Por consiguiente, el planteamien• to sociológico del «programa fuerte» y la actitud filosófica relativista se forta• lecen mutuamente. Esto es lo que constituye el peligro -y, dicho sea de paso, el atractivo para algunos- de las diferentes variantes de este programa.
70. Por si interesa, probablemente se pueden justificar estas decisiones en principios bayesianos, usando nuestra experiencia previa de la probabilidad de encontrar elefantes en las salas de conferencias, de la frecuencia de casos de psicosis, de la fiabilidad de nuestra percepción visual y auditiva, etc.
BRUNO LATOUR Y SUS REGLAS DEL MÉTODO
El programa fuerte de sociología de la ciencia ha encontrado eco en Francia, especialmente en torno a Bruno Latour. Su obra contiene nu• merosas proposiciones formuladas con tanta ambigüedad que es franca• mente difícil tomarlas al pie de la letra, y una vez eliminada la ambigüe• dad, como vamos a hacer en algunos ejemplos, se llega a la conclusión de que la afirmación es, o verdadera, pero banal, o sorprendente, pero ma• nifiestamente falsa.
En su obra teórica, Science in Action]1 Latour desarrolla siete Reglas del Método para el sociólogo de la ciencia. Esta es la tercera:
Ya que la resolución de una controversia es la causa de la representación de la naturaleza y no su consecuencia, no se debe recurrir jamás al resultado fi• nal -la naturaleza- para explicar por qué y cómo se ha dirimido una contro• versia (Latour, 1987, págs. 99, 258).
Señalemos, ante todo, cómo Latour se desliza, sin el menor comentario o argumento, de «la representación de la naturaleza», en la primera mitad de la frase, a «la naturaleza», sin más, en la segunda mitad. Veamos de qué modo se puede comprender esta frase. Si leemos «la representación de la naturaleza» en las dos mitades, obtenemos una perogrullada: las re• presentaciones científicas de la naturaleza -es decir, las teorías- son el resultado de un proceso social, y el curso y resultado de este proceso no se pueden explicar por sí mismos. Si, al contrario, tomamos en serio el término «naturaleza» en la segunda mitad de la frase, vinculado como está a la expresión «resultado final», concluimos que el mundo externo ha si• do creado por las negociaciones entre científicos, lo que parece, cuando menos, una forma más bien rara de idealismo radical. Por último, si nos tomamos en serio el término «naturaleza» en la segunda mitad, pero eli• minamos el término «resultado final» que le precede, o bien a) llegamos a la débil afirmación (trivialmente verdadera) según la cual el resultado de una controversia científica no se puede explicar únicamente a través de la naturaleza del mundo externo (sin duda entran en juego algunos fac• tores sociales, aunque sólo sea para determinar qué experiencias son téc• nicamente posibles en un momento dado, sin hablar de otras influencias
71. Latour (1987). Si se desea un análisis más detallado de Science in Action, véase Amster- damska (1990). Para un análisis crítico de las tesis posteriores de la escuela de Latour, así como de otras corrientes de la sociología de la ciencia, véase Gingras (1995).
102 IMPOSTURAS INTELECTUALES
sociales más sutiles), o b) a la aserción radical (y manifiestamente falsa) según la cual la naturaleza del mundo externo no impone ninguna cons• tricción al curso y al resultado de una controversia científica.72
Se nos podría acusar de centrarnos exclusivamente en la ambigüedad de la formulación y de no intentar comprender lo que realmente quiere decir Latour. Para responder a esta objeción, nos remitiremos a la sec• ción «El recurso a la naturaleza» (págs. 94-100), donde se introduce y se desarrolla la Tercera Regla del Método. Latour empieza ridiculizando el recurso a la naturaleza para resolver las controversias científicas, como por ejemplo la relativa a los neutrinos solares:73
Una controversia muy animada enfrenta a los astrofísicos que han calculado teóricamente el número de neutrinos procedentes del Sol y a Davis, el científi• co experimental que ha obtenido un número mucho menor en su laboratorio. Es fácil mediar y poner fin al debate. Basta con que podamos observar con nuestros propios ojos de qué lado se encuentra realmente el Sol. Habrá un mo• mento en el que el Sol real, con su verdadero número de neutrinos, cerrará las bocas de los discrepantes y les obligará a aceptar los hechos, cualesquiera que sean las cualidades literarias de sus artículos (Latour, 1987, pág. 95).
¿Por qué decide Latour ponerse irónico? Todo consiste en saber cuán• tos neutrinos emite el Sol y ésta es una cuestión realmente difícil de re• solver. Es de esperar que se consiga algún día, no porque «el Sol real cerrará las bocas de los discrepantes» sino porque se dispondrá de da• tos empíricos suficientemente poderosos. Para llenar las lagunas en los datos actualmente disponibles y para ayudar a decidir entre las teorías propuestas, recientemente, diversos grupos de físicos han construido detectores de diferentes tipos, con los que están comezando a efectuar
72. Véase un ejemplo concreto que ilustra este segundo punto en Gross y Levitt (1994, págs. 57-58).
73. Se supone que las reacciones nucleares que alimentan la energía solar emiten grandes can• tidades de las partículas subatómicas llamadas neutrinos. Combinando las teorías actuales de la es• tructura del Sol, de la física nuclear y de la física de las partículas elementales, es posible obtener predicciones cuantitativas del flujo y de la distribución de energía de los neutrinos solares. A partir de los años sesenta, los físicos experimentales, siguiendo la labor precursora de Raymond Davis, han estado intentando detectar los neutrinos solares y medir su flujo. Lo cierto es que las partículas sí se han detectado, pero el flujo apenas llega a un tercio de la previsión teórica. Los físicos especializa• dos en partículas elementales y los astrofísicos están intentando determinar si la desviación se debe a un error experimental o teórico y, en este último caso, si el error proviene de los modelos de partí• culas elementales o de los modelos solares. Véase Bahcall (1990) para una exposición general intro• ductoria de estas cuestiones.
INTERMEZZO: EL RELATIVISMO EPISTÉMICO 10 3
esas (difíciles) mediciones.74 Así pues, es razonable esperar que, en el curso de los próximos años, la acumulación de diversos datos, toma• dos en su conjunto, indique con exactitud la solución correcta. Sin embargo, son posibles otros desenlaces, por lo menos en principio: la controversia se podría extinguir a causa del interés cada vez menor por este asunto, o porque, finalmente, el problema se considerara de• masiado difícil de resolver. Es evidente que, a este nivel, influyen sin lugar a dudas los factores sociológicos (aunque sólo fuera debido a las limitaciones presupuestarias de la investigación). Como es natural, los hombres de ciencia creen, o al menos esperan, que si la controversia se acaba resolviendo será gracias a las observaciones y no debido a las
«cualidades literarias» de los artículos científicos publicados sobre el particular. De lo contrario, habría que concluir que han dejado de ha• cer ciencia.
Sin embargo, nosotros que, como Latour, no nos ocupamos profesio- nalmente del problema de los neutrinos solares, ignoramos por comple• to cuál es el número de estas partículas que el Sol emite. Quizá pudié• ramos hacernos una idea aproximada de ello analizando la literatura científica acerca del tema o, en su defecto, examinando los aspectos so• ciológicos del problema: por ejemplo, la respetabilidad científica de los investigadores involucrados en la controversia. No hay duda de que, en la práctica, y a falta de algo mejor, esto es lo que hacen los científicos que no trabajan directamente en el campo en cuestión. Sin embargo, el grado de certidumbre que aporta un análisis de este tipo es muy escaso, a pesar de que Latour parece concederle una importancia crucial. En efecto, este autor distingue dos «versiones» distintas: según una de ellas, la naturale• za es la que decide el resultado de las controversias, y según la otra, las relaciones de fuerza entre los investigadores son básicamente las que de• sempeñan esta función:
Es fundamental que nosotros, profanos que queremos comprender las tecnociencias, podamos decidir qué versión es correcta. En la primera vi• sión, donde la naturaleza se basta y se sobra para resolver todas las contro• versias, no tenemos nada que hacer, ya que, por grandes que sean los recur• sos de los que dispongan los investigadores, en realidad no cuentan para nada; lo único que vale es la naturaleza. (...) Por el contrario, la segunda ver• sión nos abre múltiples posibilidades, puesto que a través del análisis de los
74. Véase, por ejemplo, Bahcall y otros (1996).
aliados y de los recursos que dirimen una controversia llegamos a compren• der todo lo que hay de comprensible en la tecnociencia. Si la primera ver• sión es correcta, lo único que podremos hacer es intentar captar los aspec• tos más superficiales de la ciencia; si prevalece la segunda, es tarea nuestra comprenderlo todo, con excepción, quizá, de los aspectos más superfluos y ostentosos de la ciencia. Dada la importancia del envite, el lector enten• derá por qué conviene abordar esta cuestión con tanta cautela. Lo que es• tá en juego es todo el contenido del libro (Latour, 1987, pág. 97; cursivas del original).
Teniendo en cuenta que «lo que está en juego es todo el contenido del libro», analizaremos atentamente este pasaje. Latour dice que, si la naturaleza es la que dirime las controversias, el papel del sociólogo es se• cundario, pero que, si no es ése el caso, el sociólogo puede comprender
«todo lo que hay de comprensible en la tecnociencia». ¿Cómo decide el autor cuál de las dos versiones es la correcta? La continuación del texto nos lo aclara. Latour distingue entre las «partes frías de la tecnociencia», para las que «la naturaleza está considerada como la causa de las des• cripciones precisas de sí misma» (pág. 100), y las controversias activas, en las que no cabe invocar a la naturaleza:
Al estudiar las controversias -tal como hemos hecho hasta aquí-, no pode• mos ser menos relativistas que los científicos e ingenieros a los que acompa• ñamos, que no utilizan la naturaleza a modo de arbitro externo. No tenemos ninguna razón para pensar que somos más listos que ellos (Latour, 1987, pág. 99; cursivas del original).
En los dos últimos fragmentos citados, Latour juega incesantemente con la confusión entre los hechos y nuestro conocimiento de ellos.75 La
75. Un ejemplo aún más extremo de esta confusión aparece en un artículo reciente de Latour en La Kecherche, una revista francesa mensual de divulgación científica (Latour, 1998). Allí Latour co• menta lo que interpreta como el descubrimiento en 1976, por científicos franceses que trabajaban en la momia del faraón Ramsés II, de que su muerte (alrededor del 1213 a.C.) fue debida a tuberculosis. Latour pregunta: «¿Cómo pudo fallecer a causa de un bacilo que Robert Koch descubrió en 1882?». La• tour indica, correctamente, que sería un anacronismo afirmar que Ramsés II fue asesinado con una ametralladora o que murió por el estrés que le provocó la caída de los mercados financieros. Enton• ces, Latour se pregunta: ¿por qué la muerte por tuberculosis no es asimismo un anacronismo? Y lle• ga al extremo de afirmar que «antes de Koch, el bacilo no tiene existencia real». Descarta la noción de sentido común de que Koch descubrió un bacilo preexistente diciendo que «tiene sólo la aparien• cia de sentido común». Por supuesto, en el resto del artículo Latour no da ningún argumento para justificar afirmaciones tan radicales, ni ofrece ninguna alternativa genuina a la respuesta del sentido común. Simplemente, insiste en el hecho obvio de que, para descubrir la causa de la muerte de Ram-
respuesta correcta a las cuestiones científicas, resueltas o no, depende del estado de la naturaleza (por ejemplo, del número exacto de neutrinos que emite el Sol). Ahora bien, ocurre que, respecto a los problemas no resueltos, nadie sabe cuál es la respuesta, mientras que para los resueltos ya la conocemos (al menos si la solución aceptada es correcta, lo que, en principio, siempre se puede poner en tela de juicio). Pero no hay ningún motivo para adoptar una actitud «relativista» en un caso y «realista» en otro. La diferencia entre las dos actitudes es de naturaleza filosófica y es independiente de si el problema está resuelto o no. Para el relativista no existe una única respuesta correcta independiente de todas las circuns• tancias sociales y culturales, y eso es aplicable tanto a las cuestiones zan• jadas como a las abiertas. En cambio, los científicos que buscan la solu• ción correcta no son relativistas, casi por definición; por supuesto, ellos sí «utilizan la naturaleza a modo de arbitro externo», es decir, intentan saber lo que sucede realmente en la naturaleza y diseñan experimentos a tal efecto.
Sin embargo, no queremos dejar la impresión de que la Tercera Regla del Método se reduce únicamente a una trivialidad o a un craso error, y en este sentido realizaremos una última lectura que la haga interesante y correcta al mismo tiempo (esta lectura indudablemente no es la lectura de Latour). Para ello, la entenderemos como un principio metodológico para un sociólogo de la ciencia que carezca de la competencia científica necesaria para juzgar, por sí mismo, si las observaciones y los experimen• tos justifican, en la práctica, las conclusiones a las que ha llegado la co• munidad científica.76 En una situación como ésta, es comprensible que el sociólogo sea poco proclive a decir que «la comunidad científica estu• diada ha llegado a la conclusión X porque X refleja el mundo tal como es» -aunque de hecho sea el caso que X es la manera como el mundo es y que por eso los científicos llegaron a creerlo así-, ya que el único motivo
sés, fue necesario un sofisticado análisis en laboratorios parisinos. Pero, a menos que Latour esté lan• zando la realmente radical afirmación deque nada de lo que descubrimos existió jamás antes de su
«descubrimiento» -en particular, que ningún asesino es un asesino, en el sentido de que haya come• tido un crimen antes de que la policía «descubriera» que era un asesino- necesita explicar qué tienen de especial los bacilos, cosa que no hace de ningún modo. El resultado es que Latour no está dicien• do nada claro, y el artículo oscila entre banalidades extremas y falsedades patentes.
76. Este principio se aplica muy especialmente cuando el sociólogo estudia la ciencia contem• poránea, pues en tal caso no existe ninguna otra comunidad científica aparte de la que está estu• diando, que le pueda facilitar esa evaluación. Por el contrario, si estudia el pasado, se puede basar en lo que los científicos hayan aprendido con posterioridad, incluidos los resultados de experimen• tos que van más allá de los originales. Véase la nota 40.
que tiene el sociólogo para creer que X refleja el mundo tal como es, es el hecho de su aceptación por la comunidad científica estudiada. Por su• puesto, la conclusión razonable que habría que sacar de este atolladero sería que los sociólogos de la ciencia deberían abstenerse de analizar las controversias científicas en las que carezcan de competencia para valorar con independencia los hechos, si no existe ninguna otra comunidad cien• tífica (más reciente históricamente, por ejemplo) en la que poder basarse para realizar esa evaluación independiente. Pero no hace falta decir que a Latour no le haría mucha gracia esta conclusión.77
Aquí reside el problema fundamental del sociólogo de la «ciencia en acción». No basta con estudiar las relaciones de poder o las alianzas en• tre científicos, por muy importantes que sean. Lo que a un sociólogo le parece un simple juego de poder, en realidad puede estar motivado por consideraciones perfectamente racionales, pero que sólo se pueden en• tender como tales mediante una comprensión detallada de las teorías y los experimentos científicos.
Por supuesto, nada impide a un sociólogo adquirir dicha compren• sión -o trabajar en equipo con científicos que ya la poseen-, pero La• tour, en ninguna de sus Reglas del Método, recomienda seguir esta vía a los sociólogos de la ciencia. Además, en el caso de la relatividad de Einstein, podemos demostrar que él tampoco lo ha hecho.78 Eso es al• go, por otro lado, comprensible, porque es difícil adquirir los conoci• mientos necesarios, incluso para los científicos que trabajan en un ám• bito ligeramente distinto. Pero más vale dejar correr el agua que uno no ha de beber.
CONSECUENCIAS PRÁCTICAS
No queremos dar la impresión de que atacamos exclusivamente algunas doctrinas filosóficas esotéricas o a la metodología seguida por una co• rriente en concreto de la sociología de la ciencia. En realidad, apuntamos a un blanco mucho más amplio. El relativismo, así como otras ideas pos- modernas, hace mella en la cultura y en la forma de pensar de la gente. A
77. Tampoco lo haría Steve Fuller, que afirma que «los que practican ECT (estudios de ciencia y tecnología) emplean métodos que los capacitan para llegar a entender tanto el "funcionamiento in• terno" como los "rasgos externos" de la ciencia, sin necesidad de ser expertos en los campos que es• tudian» (Fuller, 1993, pág. xii).
78. Véase más adelante el capítulo 5.
continuación daremos algunos ejemplos extraídos de nuestras observa• ciones. No dudamos de que el lector encontrará muchísimos más en las páginas culturales de los periódicos, en ciertas teorías pedagógicas o, simplemente, en las conversaciones cotidianas.
1. El relativismo y las investigaciones policiales
Hemos aplicado diferentes argumentos relativistas a las investigaciones policiales para demostrar que, del mismo modo que esos argumentos no son convincentes en ese ámbito, tampoco existe ningún motivo para darles crédito al hablar de ciencia. De ahí que la cita siguiente sea, cuando menos, sorprendente: tomada al pie de la letra, expresa una forma bastante fuerte de relativismo en relación, precisamente, con una investigación policial. Veamos su contexto: en 1996, Bélgica vivió el drama del secuestro y asesi• nato de varios niños. En respuesta a la indignación pública por la ineptitud policial, se creó una comisión parlamentaria para examinar los errores co• metidos en la investigación. En una espectacular sesión televisada, dos tes• tigos -un gendarme (Lesage) y una juez (Doutréwe)- fueron sometidos a un careo e interrogados acerca de la transmisión de un expediente clave. El gendarme juró haberlo enviado a la juez y ésta negó haberlo recibido. Al día siguiente, uno de los principales rotativos belgas {Le Soir, 20 de di• ciembre de 1996) entrevistó a un antropólogo de la comunicación, Yves Winkin, profesor de la Universidad de Lieja:
Pregunta: El careo [entre Lesage y Doutréwe] estaba animado por una bús• queda casi a ultranza de la verdad. ¿Existe la verdad?
Respuesta: (...) Creo que todo el trabajo de la comisión se basa en una es• pecie de presuposición de que no existe una verdad, sino la verdad, y que si se presiona con la fuerza suficiente, acabará saliendo.
No obstante, desde un punto de vista antropológico, sólo existen ver• dades parciales, compartidas por un mayor o menor número de personas, por un grupo, una familia, una empresa. No existe una verdad trascenden• te. Por lo tanto, no creo que la juez Doutréwe o el gendarme Lesage estén ocultando nada. Ambos dicen su verdad.
La verdad siempre va unida a una organización en función de los elemen• tos que se consideran importantes. Así, pues, no es de extrañar que estas dos personas, que representan dos universos profesionales muy diferentes, ex• pongan, cada una, una verdad también diferente. Dicho esto, creo que, en un contexto de responsabilidad pública como éste, la comisión no puede proce• der de otro modo.
Esta respuesta ilustra de forma llamativa las confusiones en que ha hecho caer el uso de un vocabulario relativista a algunos sectores de las ciencias sociales. La confrontación entre el policía y la juez versa, al fin
2. El relativismo y la enseñanza
En un libro dirigido al personal docente de institutos que tiene por
80
y al cabo, sobre un hecho material: la transmisión de un expediente (también cabría, po r supuesto, la posibilidad de que, una vez enviado, se hubiese perdido por el camino, pero eso sigue siendo una cuestión factual bien definida). Ciertamente, el problema epistemológico es com• plicado: ¿cómo averiguar lo que sucedió realmente? Sin embargo, ello
objeto definir «algunas nociones de epistemología»,
guiente:
Hecho
se puede leer lo si•
no impide que exista una verdad del asunto: una de dos, o se envió el ex• pediente o no se envió. Cuesta ver qué se gana con redefinir el término
«verdad» (tanto si ésta es «parcial» como si no) para referirse, simple• mente, a una creencia «compartida por un mayor o menor número de personas».
En este texto aparece también la idea de los «universos diferentes». Poco a poco, ciertas corrientes de las ciencias sociales han atomizado a la humanidad en culturas y grupos que poseen sus propios universos con• ceptuales -y a veces, incluso sus propias «realidades»- y que son virtual- mente incapaces de comunicarse entre sí.79 Pero en este caso se llega a un nivel que raya en el absurdo: las dos personas a las que nos referimos ha• blan el mismo idioma, viven a una distancia de menos de cien kilómetros la una de la otra y forman parte del sistema judicial de una comunidad belga francófona de apenas cuatro millones de habitantes. Como es evi• dente, el problema no radica en la imposibilidad de comunicación, por• que los dos entienden perfectamente de qué se trata y conocen, sin duda alguna, la verdad. Lo único que pasa es que a uno de ellos le interesa men• tir. Incluso en la hipótesis de que ambos dijeran la verdad -es decir, que el expediente se perdió> por el camino, lo que es lógicamente posible (aun• que improbable)-, carece de sentido afirmar que «ambos dicen su ver•
dad». Afortunadamente, cuando se llega a las conclusiones prácticas, el antropólogo admite que la comisión «no puede proceder de otro modo», es decir, buscar la verdad. Pero, ¡cuántas confusiones antes de llegar a es• te punto!
79. Al parecer, la tesis que, en lingüística, se conoce como de Sapir-Whorf ha desempeñado un papel importante en esta evolución: véase más arriba la nota 2, pág. 54. También hay que resaltar que, en su autobiografía (1995, págs. 151-152), Feyerabend rechaza, aunque sin decirlo explícita• mente, el uso relativista radical que hizo de ella en Contra el método (Feyerabend, 1975, capítulo 17).
Lo que generalmente se denomina hecho es una interpretación de una
situación que nadie, al menos de momento, quiere poner en duda. No hay que olvidar que, como se suele decir coloquialmente, los hechos quedan «es• tablecidos», lo que viene a demostrar que se trata de un modelo teórico que uno pretende que es adecuado.
Ejemplo: las afirmaciones de tipo «el ordenador está sobre la mesa» o
«al hervir, el agua se evapora» se consideran como proposiciones factuales en el sentido de que por el momento nadie quiere discutirlas. Se trata, pues, de enunciados de interpretaciones teóricas que nadie pone en duda.
Decir que una proposición enuncia un hecho, es decir, que tiene el esta• tuto de proposición factual o empírica, equivale a pretender que apenas hay controversia sobre esta interpretación en el momento en que se habla. Sin embargo, un hecho se puede poner en tela de juicio.
Ejemplo: a lo largo de varios siglos se consideró como un hecho que ca• da día el Sol giraba alrededor de la Tierra. La aparición de otra teoría, la de la rotación diurna de la Tierra alrededor de sí misma, supuso la sustitución del hecho mencionado anteriormente por otro: «la Tierra gira sobre su eje ca• da día» (Fourez et al, 1997, págs. 76-77).
Aquí se confunden los hechos con las afirmaciones acerca de los mis• mos.81 Para nosotros, y para la mayoría de la gente, un «hecho» es algo que sucede en el mundo externo y que existe independientemente del co• nocimiento que tengamos (o no) de él y, en particular, de todo consenso o de toda interpretación. Entonces tiene sentido decir que hay hechos de los que somos ignorantes (la fecha exacta del nacimiento de Shakespeare o el número de neutrinos que emite el Sol en un segundo). Y hay un mun• do de diferencia entre decir que X ha matado a Y, y decir que, por el mo• mento, nadie quiere cuestionar esta aseveración (por ejemplo, porque X
80. Cuyo autor principal es Gérard Fourez, un filósofo de la ciencia muy influyente, por lo me• nos en Bélgica, en cuestiones pedagógicas. Su libro La construcción del conocimiento científico (1992) ha sido traducido a varios idiomas, entre ellos el español y el portugués.
81. Merece la pena señalar que todo esto forma parte de un texto supuestamente destinado a
instruir a los docentes de instituto.
es negro y los demás son racistas, o porque un medio de prensa tenden• cioso ha logrado que todos piensen que X ha matado a Y). Cuando se aborda un ejemplo concreto, los autores se echan atrás: dicen que la rota• ción del Sol alrededor de la Tierra se consideraba como un hecho, lo que equivale a admitir la distinción que acabamos de formular (es decir, que no era realmente un hecho). Pero, en la oración siguiente, caen de nuevo en la confusión: un hecho ha sido reemplazado por otro. Tomado al pie de la letra, en el sentido habitual del término «hecho», eso equivaldría a decir que la Tierra gira sobre su propio eje sólo a partir de Copérnico. Sin em• bargo, lo que los autores realmente quieren decir es que las creencias de las gentes cambiaron. Entonces, ¿por qué no decirlo así en lugar de con• fundir los hechos con las creencias (consensúales) usando la misma pala• bra para designar ambos conceptos?82
Una ventaja secundaria de esta noción no estándar de «hecho» es que uno nunca estará equivocado (al menos mientras afirma las mismas cosas que el resto de la gente). Una teoría nunca es falsa simplemente porque la contradigan los hechos, sino que son los hechos los que cambian al modificarse las teorías.
Pero lo importante, nos parece, es que una pedagogía basada en esta noción de «hecho» no alienta el espíritu crítico del estudiante, sino todo lo contrario. Para enfrentarse a las ideas dominantes -tanto de los demás como de uno mismo-, es esencial no pasar por alto que uno puede equi• vocarse, que los hechos existen independientemente de nuestros juicios y que mediante la comparación con esos hechos (en la medida en que po• damos cerciorarnos de ellos), nuestros juicios han de ser evaluados. La redefinición que hace Fourez de la noción de «hecho» tiene -como dijo Bertrand Russell en un contexto similar- todas las ventajas del robo so• bre el trabajo honrado.83
82. O, peor, minimizando la importancia de los hechos, no dando ningún argumento, sino sim• plemente ignorándolos en favor de las creencias consensúales. De hecho, las definiciones que apare• cen en el libro mencionado confunden sistemáticamente los hechos, la información, la objetividad y la racionalidad con -o los reducen a- el consenso intersubjetivo. Más aún, en La construcción del co• nocimiento científico de Fourez (1992) encontramos un patrón similar. Por ejemplo (pág. 37): «Ser "objetivo" significa seguir reglas establecidas. (...) Ser "objetivo" no es lo contrario de ser "subjeti• vo": más bien es ser subjetivo de cierta manera. Pero no es ser individualmente subjetivo, ya que uno estaría siguiendo reglas sociales establecidas (...)». Esto es enormemente engañoso: seguir reglas no nos asegura objetividad en el sentido usual (las personas que repiten ciegamente consignas religiosas o políticas ciertamente están siguiendo «reglas sociales establecidas», pero difícilmente se las llamará objetivas) y las personas pueden ser objetivas mientras rompen muchas reglas (por ejemplo, Galileo).
83. Nótese también que la definición de «hecho» como que «apenas hay controversia» tropie• za con un problema lógico: ¿es en sí misma un hecho la ausencia de controversia? Y en caso afirma-
3. El relativismo en el Tercer Mundo
Por desgracia, las ideas posmodernas no están confinadas en los de• partamentos de filosofía europeos o en los de literatura de las universi• dades norteamericanas. Nos parece que donde más daño hacen es en el Tercer Mundo, precisamente allí donde vive la inmensa mayoría de la po• blación mundial y donde el trabajo supuestamente «superado» de la Ilus• tración dista mucho de estar concluido.
Meera Nanda, una bioquímica india que ha militado en los movi• mientos de «ciencia para el pueblo» en la India y que actualmente estu• dia sociología de la ciencia en los Estados Unidos, relata la siguiente his• toria a propósito de las supersticiones tradicionales védicas que rigen la construcción de los edificios sagrados y que están destinadas a potenciar al máximo la «energía positiva». A un político indio, que estaba metido en grandes dificultades, le advirtieron
que sus dificultades desaparecerían si entraba en su oficina, por una puerta orientada hacia oriente. Sin embargo, aquel acceso estaba bloqueado por un barrio de chabolas y era imposible atravesarlo en automóvil. De ahí que or• denara la demolición del barrio (Nanda, 1997, pág. 82).
Con mucho acierto, Nanda señala lo siguiente:
Si la izquierda india se hubiese mantenido tan activa en los movimientos de ciencia para el pueblo como lo había sido en el pasado, hubiera empren• dido el combate no sólo contra la demolición de las viviendas, sino también contra la superstición que se había utilizado para justificarla. (...) Una iz• quierda que no se hubiese preocupado tanto de garantizar el «respeto» por el conocimiento no occidental nunca habría dejado esconderse a quienes os• tentan el poder detrás de los «expertos» indígenas.
Conté esta historia a mis amigos partidarios del constructivismo social en Estados Unidos. (...) [Me contestaron] que meter en un mismo costal dos descripciones tan diferentes del espacio,84 estando las dos, como están, vin• culadas a distintas culturas, es una acción progresista en sí misma, pues en-
tivo, ¿cómo se podría definir? ¿Por la ausencia de controversia a propósito de la afirmación de que no hay controversia? Es evidente que Fourez y sus colegas utilizan, en ciencias humanas, una epis• temología realista ingenua que rechazan implícitamente para las ciencias de la naturaleza. Véase una incoherencia análoga de Feyerabend en las págs. 91-92 más arriba.
84. Es decir, la visión científica y la que se basa en las ideas tradicionales védicas. [Nota añadi• da por nosotros.]
112 IMPOSTURAS INTELECTUALES
tonces ninguna de ellas puede aspirar a la verdad absoluta y, de este mcodo, la tradición acabará perdiendo el control que ahora posee sobre la mentali• dad de la gente (Nanda, 1997, pág. 82).
El problema con este tipo de respuestas es que hay que hacer elecciones prácticas: ¿qué fármaco hay que utilizar o en qué sentido conviene orien• tar las viviendas? En estos casos, el laxismo teórico se hace insostenible. El resultado es que los intelectuales caen en la hipocresía de emplear la ciencia «occidental» si es indispensable (por ejemplo, cuando están gra• vemente enfermos), mientras recomiendan al pueblo que se confíe a las supersticiones.
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