sábado, 12 de agosto de 2017

CABALLITO DE MAR, del Blog del periodista Mario Aguilera.

Tomado del Blog del periodista Mario Aguilera.
CABALLITO DE MAR – 1
Abrí los ojos y todo estaba muy oscuro, me había quedado dormido sin darme cuenta, pero rápidamente logré despertar y supe dónde estaba. Todo estaba más negro, tenía la vista vendada. No era sueño, era cansancio, demasiadas tensiones para un día cualquiera.
 Era lunes 12 de agosto de 1974 y me encontraba en una silla al fondo de una sala, con más gente, todos en las mismas condiciones, era el lugar conocido como Londres 38. Esa tarde cerca de las siete me había detenido la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional). Caminaba con un amigo por Avenida Grecia y aparecieron dos tipos. Dijeron que eran de Investigaciones, a mi amigo se lo llevaron a unos 50 metros. Se quedó conmigo quien más tarde supe era el agente de la DINA conocido como “El Troglo”, Basclay Zapata Reyes. Habían bajado de una camioneta de color rojo, la parte trasera la cubría un toldo verde oscuro.
Pásame tu carnet, me ordena el tipo, lo busqué en mi bolsillo y se lo entregué, traté de hacerme el simpático y él, seco, me dice : A vos te andábamos buscando. Incrédulo y perplejo, casi de inmediato me di cuenta de lo que sucedía, avanzaba hacia mí Luz Arce Sandoval y a su lado el conocido “Guatón Romo”, Osvaldo Romo Mena. Ya sabía que Luz Arce estaba colaborando con la DINA; cojeaba, tenía una bala en la pierna y me dijo: perdona flaquito, lo tenía que hacer.
A mi amigo le tomaron los datos y lo dejaron ir, me subieron a la camioneta con uno de los agentes, me puso una cinta adhesiva en los ojos y encima los lentes ópticos. El vehículo salió en dirección al oriente por Avenida Grecia. Por el tiempo y el lugar donde nos detuvimos creo que fuimos a la casa de Romo en Peñalolén.
Unos 15 minutos más tarde comenzamos a bajar por Grecia al poniente. Con el ánimo de romper el hielo le pregunto al agente que me custodiaba : ¿Vamos a Londres? Y eso desató la furia del tipo, un golpe en el rostro que me botó los lentes y quebró uno de los vidrios. ¡¡Qué sabís vos de Londres, weón!!, me gritaba el tipo fuera de sí. Días después entendí su enojo, yo sabía la existencia de Londres 38 y mucha más gente también. Allí llegaban familiares a preguntar por sus familiares detenidos sin conocer su paradero.
Me vaciaron los bolsillos y me hicieron entregar mi correa. Al entrar al local de Londres me hicieron bajar de la camioneta frente al portón y a través del scotch logré ver un cartel luminoso que decía Plásticos Londres. No había duda, ya sabía dónde estaba. Allí comenzó a llegar el miedo, me entraba por la boca, por las orejas, lo sentía en el estómago. Era el primer paso, ya sabía que lo pasaría muy mal, me dijeron que me olvidara de mi nombre: Desde ahora serás el 45, ése es tu número, eres el 45.
Me sacan el scotch y me ponen una venda negra, alguien me toma del brazo y me sube al segundo piso, nada brusco, casi con cuidado, me entran en una sala y me ordenan desvestirme. Comienzo a hacerlo y uno de los agentes apuraba la tarea. Una vez desnudo me dicen que me acueste sobre las huinchas de un somier, la vulgar parrilla. No quería pensar en lo que se venía aunque lo adivinaba, llegan otros dos agentes y comienzan un diálogo estremecedor, el miedo se transforma en angustia. Ahora lo vamos a saber todo, este cabrito tiene que cantar, decían, y me amarran las manos y los pies a la parrilla.
Ya, weón , ¿quién es tu jefe? No alcancé a responder y me tenían un trapo en la boca , mientras tanto, uno de ellos daba vueltas la manivela del magneto y sentía la corriente en los genitales. Ya, cabrito, tenís que colaborar o lo vai a pasar mal, decía otro. El dolor no era tan grande pero era desesperante. Luego cambiaron las pinzas y me las pusieron en las sienes, afirmadas por la venda, y seguían preguntando incongruencias: Ya, pos, ¿dónde están las armas? ¿Quiénes eran tus contactos? 
No me dejaban responder y venía otra carga de electricidad. Gritaba, pero era enmudecido por el pedazo de toalla que me ponían en la boca, ésa era la textura del género que podía morder. No sé cuánto duró, pero era una suerte de ablandamiento. Me parecieron horas, pero no podía ser tanto. Me pusieron corriente, no me pegaron, no me dejaron responder, me dejaron vestir y me bajaron al primer piso.
Entré por una puerta, había un pasillo entre las sillas y allí había muchas personas, hombres y mujeres, todos vendados, me dieron un lugar en la última fila. Apenas me senté quienes estaban a mi lado me preguntaban cómo me sentía, si estaba bien y me apretaban la mano, ese gesto era un cariño enorme , me estaban dando ánimo, al fin gente buena entre tanta maldad, y yo devolví el apretón de manos. No supe cómo me quedé un rato dormido esa noche. Luego, una vez despierto, comenzarían las pesadillas.

CABALLITO DE MAR – 2
La noche era lo peor, en medio del silencio se escuchaba mucho más de lo que uno quería saber. La tortura a otros era peor que lo que uno podía soportar. Mientras estás en la parrilla o te están golpeando tú sabes lo que te hacen; cuando los gritos ahogados por los llantos de una mujer llegan a tus oídos te imaginas lo peor. Cuando te lo hacen a ti logras morder la rabia y el dolor, pero al escuchar a los demás tu indignación sólo te permite llorar en silencio. La valentía para enfrentar a los monstruos capaces de hacer eso sólo se ve en las películas. Vendados, asustados y vejados en esas condiciones, nadie quiere ser héroe. 
Esa misma noche te permite pensar demasiado, y te haces miles de preguntas: qué será de mi señora, de mi hijo, mi mamá, en que estarán mis hermanos, que no me busquen, que no se arriesguen, con uno basta. En la mente pasa el diaporama de tu vida, en pocos segundos, los ves a todos, escenas de cuando pequeño, momentos de felicidad y te acuerdas de aquellos que ya no están. Te comienzas a preparar para lo peor y te contentas con lo que has vivido, lo que has hecho y lo que dejaste sin cumplir.
Llega la mañana y sigues allí sentado, un poco de luz y el frío matinal te hacen entender que comienza una nueva jornada y sigues vivo, las pesadillas serán para la noche siguiente. Con la venda en los ojos uno puede ver los zapatos del vecino y el suelo, si uno mira al cielo logras ver la ventana en frente tuyo y los guardias que te están vigilando. Con más ruido ambiente uno logra cuchichear con los vecinos de asiento. ¿Cómo te llamas? Alejandro, Alejandro Parada. Nos conocemos, le digo, yo soy Mario, estudias veterinaria y eres de la Brigada Universitaria. Claro, me susurra, a mi lado está Joel Hualquiñir, me dice, “El Huaico”, también lo debes conocer. Claro que lo conozco.
Y así, poco a poco te vas haciendo de susurros de confianza, de gente que conociste antes, allí hay que desconfiar de todos, aquí vale el dicho ojos que no ven corazón que no siente, y las traiciones pueden aparecer en cualquier momento. Uno no sabe cuánto pueden soportar los compañeros en la parrilla o ante los golpes. Pasan lista, uno a uno va diciendo los números y algunos no obtienen respuesta, por las voces sabemos que hay mujeres allí. Llegan al 80, pero no somos tantos, muchos no están presentes, están arriba, en el segundo piso, o los sacaron a algún otro lugar.
No pasó mucho rato y gritan: cuarenta y cinco, levántate, cabrito, y ven p’acá. Otra vez el miedo te recorre entero, otra vez una mano te aprieta un brazo, antes habían llamado a otros, algunos volvían y otros demoraban más. Fuerza, te susurraba alguien de las primeras filas y con ese ánimo enfrentabas la nueva sesión de dolor. Otra vez la corriente, ahora con golpes, el bueno que te dice: colabora, cabrito, estos weones son muy malos, y el malo que te pega un golpe en algún lugar del cuerpo en el que tú no lo esperas. Con los ojos vendados es difícil saber dónde te va a llegar el combo, apenas adivinas que vendrá por el tono de voz del torturador.
 
Te vistes nuevamente y eres más débil, apenas te mueves, el cuerpo pesa, pero te haces el valiente tratas de volver a la sala grande sin demostrar que lo pasaste mal, no es tema, todos pasan por lo mismo, no se cuenta, no se comenta lo que te hacen, así te aíslas del dolor y no repartes tu miedo a los demás. En una fila más adelante hay un detenido esposado, el único esposado. Mi sargento, le dicen los guardias cuando se dirigen a él. Más tarde supe que era Newton Morales, había sido sargento de la Armada y en ese momento dirigente sindical, por eso estaba esposado, lo consideraban peligroso, tenía preparación militar. Ya, “Sonrisal”, me dijo uno de los guardias, dale un poco de agua a mi sargento. Me pasó un vaso, lo llenó de agua y yo, vendado, traté de llegar a su boca y logró beber. Gracias, chiquillo, me dijo. Yo era flaco y tenía 22 años. Newton Morales, el sargento, hoy forma parte de la larga lista de detenidos-desaparecidos, no puedo decir que lo vi, pero en Londres 38 estuve con él y escuché su voz. 
No había comida, no había camas, en algunas ocasiones nos permitieron dormir en el suelo, a veces ofrecían agua. Ir al baño era lo peor, no había papel, uno se limpiaba con la mano y luego se lavaba las manos, allí aprovechaba de tomar agua. Para los hombres era casi un detalle, había que bajar un par de escalones y el baño no tenía puerta, para las compañeras era un nuevo flagelo, los guardias y los torturadores eran los únicos que podían ver. Y así pasaban las horas que marcaban las campanadas de la Iglesia San Francisco, esas campanadas que acompañaban el pasar de tantos chilenos en plena Alameda que desconocían lo que pasaba a unos cuantos metros. Pero nada de eso era en vano, estábamos escribiendo parte de esta historia, de una triste historia.

CABALLITO DE MAR – 3
Otra vez el miedo: ¡Cuarenta y cinco!, grita uno de los agentes, me puse una vez más de pie y entre las sillas nuevamente al segundo piso. Entre golpes de manos y corriente me fui dando cuenta, con sus preguntas, cuánto sabían de mí. Sin duda Luz Arce Sandoval, que en ese periodo sólo colaboraba con la DINA, les había contado que yo era correo, mensajero entre dirigentes del Regional Centro del PS y que ella era la encargada de la misma tarea desde la dirección clandestina del partido. Cumplí dicha labor desde septiembre hasta diciembre de 1973.
 
Las preguntas de la DINA ahora cobraban sentido, preguntas que evidentemente iban acompañadas del “ablandamiento” correspondiente. Se demoraban en comprender, pero finalmente entendían que si el trabajo era clandestino, mal podía conocer los nombre y menos las direcciones de quienes me entregaban documentos o simplemente cassettes de sonido. Mientras más les costaba entender, más tiempo pasaba en la parrilla. Al bajar nuevamente a la sala de descanso, pido pasar al baño y uno de los guardias me susurra: si te pusieron corriente no tomes agua. Nunca supe si era mito o realidad, pero todos lo repetíamos.
 
Sentado en mi lugar, agaché la cabeza para arreglarme la venda, un género negro como de camisa, logré darme cuenta que no era tan gruesa, la doblé arriba y abajo y al medio, a la altura de los ojos, la dejé simple, un respiro, de algo sirvió, lograba ver sombras; durante varios días no choqué con las sillas al salir al baño. Ahora sabía en qué lugar estaban los guardias y de dónde venían los golpes cuando me iban a pegar.
 
Se agudizan todos los sentidos, se escuchan los murmullos y otras conversaciones, había un señor de apellido Salazar junto a su nieto, un padre y su hijo de 15 años de apellido Carreño, más tarde ambos detenidos-desaparecidos, otro señor de apellido Barceló, que uno de los agentes reconoció como regidor de Chillán, otro, a quien llamaban “El Peluca”, que por sus características y la forma en que le hablaban los guardias llevaba mucho tiempo allí, y que ahora también es un desaparecido. En las conversaciones supe también que Luz Arce no era la única colaborando. En todo, caso tras vivir lo que me tocó vivir en ese lugar ya la había perdonado, a nadie se le puede exigir lo mismo, cada uno sabe hasta dónde y cuánto puede aguantar. La Carola y La Flaca Alejandra del MIR también salían a “porotear”, a buscar por las calles rostros conocidos o militantes que ellas ubicaban.
 
Mis vecinos, Alejandro Parada y Huaico, estaba bien, cuchicheaban entre ellos. A mi lado estaba el 44, se cuidaba mucho, nunca me dijo su nombre, pero él llegaba de noche y lo sacaban en la mañana, lo tenían detenido para usarlo en una “ratonera”, no era él a quien buscaban. Lo llevaban a su oficina y lo dejaban trabajar, agentes muy cerca esperando que llegara al que querían detener. El 44 llevaba una vida casi normal, incluso almorzaba, contrariamente a los que estábamos en Londres -pero de verdad créanme, el hambre no era tema-. En momentos buscaba migas en el bolsillo de la chaqueta que llevaba y eso servía, pero el 44, silente pero solidario, se traía el pan de su almuerzo y lo entregaba. Toda la fila éramos unos 10. Un manjar, el pedacito de pan.
 
Entre las conversaciones en voz muy baja, supe que había otros lugares de detención, se hablaba horrores de Villa Grimaldi, algunos venían desde ese lugar y decían que era lo peor, se sabía de José Domingo Cañas, otra casa en Ñuñoa, pero había un paraíso: ese era Cuatro Álamos, todos queríamos llegar a ese lugar, había camarotes, comida dos veces al día, baños y duchas, pero allí se permanecía en calidad de desaparecido en un sitio agradable. Luego supimos que no era tan así. Pero somos animales de costumbres, al estar en un lugar como Londres 38, Cuatro Álamos sonaba maravilloso.
 
La noche, las campanadas de la iglesia y el silencio, llegaba de nuevo el miedo por mí y por todos los demás, en el día también se subía al segundo piso pero había ruido y eso enmudecía el dolor, escuchar otra vez los gritos era insostenible, había parejas que eran torturadas al mismo tiempo, padres con hijos, abuelos con sus nietos. Yo ya era padre, mi hijo tenía dos años cuatro meses, no quería que supiesen que mi señora y él existían. Eran capaces de todo.

CABALLITO DE MAR – 4
Comenzaron a pasar lista, como cada mañana, el uno, el dos y así iban avanzando, había sido una noche sin mucho ruido y estaba tranquilo, unos decían presente y otros u otras no estaban allí. Llegaron así al 67, presente dijo alguien, 68 presente, dijo otro, 69 silencio y yo, el patudo, digo: qué rico. ¿Quién fue el chistocito?, preguntó el guardia, levanté la mano y me dijo: ven acá, Sonrisal. Ya me imaginaba lo que venía, algún castigo me iba a tocar por la tontera. Ya, cabrito, 10 tiburones para empezar. Ya sabía lo que vendría después, 10 y 10 más, hasta terminar en el suelo. Sabe, jefe, le digo, tengo un problema en la columna, no puedo hacer tiburones, pero le puedo hacer unas foquitas. Se escuchó un murmullo en la sala. Ya, poh, hácete esa weá de las foquitas, me dice, y en un arranque de valentía y locura, me pongo a hacer foquitas, de aquellas que hacía Mandolino en Sábados Gigantes. La risotada fue general, el guardia también se rió, ridículamente levantaba un pie y juntaba las manos por los nudillos haciendo el manoteo de la foca y con los ojos vendados. Anda a sentarte, weón, me dijo. Respiré profundo, me había salvado de una paliza por chistocito. Desde ese momento sólo al pasar la lista era el 45, el resto del tiempo los guardias me llamaban El Foca, en ocasiones me hacían pasar adelante para mostrarlo a otros. Así logré desprender que los guardias no eran de Santiago. Canal 13 no llegaba a regiones, por eso no conocían a Mandolino.
El 44 había salido a su trabajo y el lugar a mi lado lo ocupó otro detenido que aparentemente acababa de llegar, me contó que era del GAP pero que hasta ese momento la DINA no lo sabía y que estaba pasando por un simple simpatizante de izquierda, me pidió reserva y me dio confianza. Yo le conté que yo también felizmente había caído solo, le dije que andaba con un amigo del MIR pero que lo dejaron ir. Así que yo también estaba tranquilo, sólo me habían detenido porque Luz Arce me había “poroteado”.
 
 A los minutos lo vienen a buscar, como lo hacían conmigo, le apreté la mano para darle ánimo. Pasó media hora y es a mí a quien vienen a buscar, están violentos los guardias, me llevan a empujones al segundo piso, así que estái pasando piola, huevoncito, me decían, no sabís que aquí hay micrófonos por todos lados, y me comienzan a pegar para que les diga quién era el del MIR que andaba conmigo, entre golpes y la corriente les explicaba que ellos le habían tomado los datos, querían su nombre completo y la dirección. El interrogatorio duró mucho rato, ni acordarme de las focas me hacía subir el ánimo. Con el tiempo supe que el detenido que estuvo a mi lado y entregó la información era Enrique Arce, hermano de Luz Arce, también hacía su trabajo y de esa forma se mantenía vivo, colaborando. 
Tuve dos sesiones más en las que me preguntaban sólo por mi amigo Osvaldo, muchos lo conocían como Chalaco, hasta que un día encontraron el cuaderno con sus datos que los agentes habían perdido. Lo fueron a buscar, armaron un operativo, el mismo día que fui detenido se fue de su casa y avisó a la mía que me había llevado la DINA. Detuvieron a su padre y a su hermano Oscar, también lo pasaron mal, los torturaron para que entregaran a Osvaldo, felizmente para ellos entendieron que ya no darían con el paradero de mi amigo. Ese día, como en otras ocasiones, teníamos lo que llamábamos un “minuto conspirativo”, si nos detenían contar por qué andábamos juntos. 
 
La historia que acordamos fue muy simple, yo tenía necesidad de comparar un maletín James Bond y él sabía a quién le podía comprar. Nos hicieron la pregunta por separado al momento de mi detención y todo calzaba, Osvaldo salvó con vida y logró escapar. 
Bien a maltraer una tarde me sacaron de Londres, dos agentes conmigo armados con metralletas, y me llevan con destino desconocido. El temor era enorme, me imaginaba lo peor, ahora no vuelvo, me dije, eso pasaba con algunos, me van a hacer pagar la suerte de Osvaldo, me dije, ahora voy a Grimaldi, pensé que era el infierno, según lo que decían todos. Unos 20 minutos en la camioneta y me hacen bajar, entré en una casa antigua, un pasillo y llegamos a un salón más grande. Sácate la venda, me gritan, la habitación era casi oscura y al frente mío me encuentro con dos abuelitas y un señor también mayor, los tres me miraban con cara de horror y casi al mismo tiempo movían la cabeza sin decir palabra, que no me conocían, que no era yo, que no era el que buscaban. El careo no duró más de cinco minutos, me apreté la venda y otra vez a la camioneta. Nunca supe dónde era la casa, me imagino que en el barrio Brasil o en calle Cumming, pero es casi adivinando, las personas que allí estaban nunca supe quiénes eran. Nuevamente a bordo del vehículo, como lo habían hecho antes, mis captores me amenazaban, no se te ocurra escapar, me decían, serás un muerto más y a nadie le importas. Ganas de escapar no me faltaban, pero no estaba en condiciones, estaba más flaco, molido por los apremios y no tenía la fuerza para intentarlo, que sea lo que dios quiera, me decía, no soy católico, pero en esas condiciones uno espera que ése u otros dioses te puedan ayudar.
Se detuvo la camioneta y se escuchaba mucha bulla, mucho tránsito, pedí permiso para bajar a orinar, a mear debo haber dicho, con miedo uno mea más seguido, debe ser verdad eso que dicen, me llegué a mear de miedo. 
 
Tenía ganas, pero quería saber dónde estaba y que alguien me viera, con suerte alguien que me conociera, algún curioso que le pudiera contar a otro y así supieran que todavía estaba vivo. Un poste sirvió de soporte, allí me di cuenta que nadie me podría reconocer, yo era apenas un flaco con una venda negra, mis lentes quebrados en el bolsillo, no era yo. Tampoco era yo para quienes esta vez me esperaban en el tercer o cuarto piso de un edificio al que llegamos por la escala, allí había unas chicas jóvenes y dos adultos, me hicieron nuevamente sacar la venda y el resultado fue el mismo, negaban con su movimiento de cabezas que fuese yo al que esperaban ver. Otra vez la camioneta, una media hora de trayecto y pareciera irónico lo que voy a decir, pero felizmente me llevaron de regreso a Londres, allí ya sé lo que hacen, soy el 45, soy El Foca y sigo vivo, no sé cuánto más, pero llegar a la sala grande con el resto de los detenidos era como volver a casa. Esta vez soy yo quien entra apretando los hombros de los compañeros, un gesto para decirles estoy de vuelta, sigo vivo, gracias por estar aquí esperando lo que tenga que llegar, esperando que nuevamente llegue el ruido de la mañana y así emprender un nuevo día, un nuevo día con vida.

CABALLITO DE MAR – 5
Era una mañana fría, era evidente que en el lugar no había calefacción, la verdad es que en esas condiciones era un detalle. Se escucharon unas carreras, algo raro pasaba, más tarde, con los gritos de los guardias, nos pudimos dar cuenta, habían llegado hasta allí unas personas buscando a sus familiares detenidos, pero no estaban solos, les acompañaba una delegación extranjera. Londres 38 ya no era un lugar tan secreto como la Dirección de Inteligencia Nacional lo quería. 
Los ánimos no estaban buenos, el miedo, la tensión, había un ambiente poco sano esa mañana. Una señora de edad pidió a uno de los guardias una manta para su marido que tenía frío, el joven se acercó a la ventana para tomar una frazada, no, dijo la dama, la blanquita de al lado, hubo un murmullo general, qué estái mirando, vieja, le recriminó el tipo, pero le pasó la que pedía. Claro, todo lo adivinábamos, seguíamos vendados, yo al menos veía sombras. Después supe que ella era Adriana Urrutia y su marido era Humberto Mewes, venían de Villa Grimaldi y llegaron en muy malas condiciones, don Humberto era hijo de un ex Contralor General de la República.
 
 
 Los torturadores ese día no descansaban, se llevaban a uno y traían a otro de regreso, fueron muchas y muchos los que fueron llevados al segundo piso. Pensaba que el Guatón Romo y sus agentes no estaban, hasta que a mí también me tocó, la subida fue violenta, una vez en la parrilla y repitiendo las mismas preguntas, se les notaba molestos, capaz que el weón que andamos buscando sea éste decían, ya, maricón, colabora o te mato ahora mismo, gritó uno de ellos, sacó su pistola, pasó bala y me la puso en la sien, miles de imágenes pasaron por mi cabeza, rostros, paisajes, momentos bellos, mi familia, están todos allí, todo muy veloz, hasta aquí llegué, me dije. Me pedía que hablara y me metían la toalla en la boca al mismo tiempo. 
Sentí que sacó la pistola, ya no estaba el frío del metal en mi cabeza, guardó el arma y otra vez estaba vivo. De nuevo la corriente por unos minutos, los genitales, el ano, las orejas y otra vez las sienes, se terminaban las cosas lindas, se cruzaban luces y desesperación era horrible. Ahora lo voy a decir, prefería la corriente y el ruido de la manivela del magneto a los golpes. 
 
La corriente dura ese momento y luego no había secuelas, sentías la desesperación sólo ese rato. Los golpes duelen cuando los recibes, cuando te tocas, cuando te sientas, incluso cuando respiras profundo, las costillas se encargan de recordarte los golpes.
Había un detenido que luego supe se llamaba Leonardo, trabajaba en una empresa textil, se había casado sólo días antes de su detención, formaba parte del FTR, Frente de Trabajadores Revolucionarios. Lo tenía a su cargo otro equipo de torturadores, no pudo más y dijo que tenía armas enterradas en su casa. Partió el operativo y mostró el lugar donde estaban, comenzaron a cavar, palas, chuzos, picotas y avanzaban en la excavación. Jefe, puedo hablar con mi señora, mientras tanto, le pidió al guardia. Lo autorizaron y a ella, su joven esposa, le dijo a lo que venía. No sé si voy a volver, si no vuelvo puedes rehacer tu vida, todavía eres joven. Era un acto de amor, para eso dijo que había armas en su patio. Mira p’acá, weón, levántate la venda. ¿Era por aquí? El hoyo ya era profundo y largo, los tres que trabajaban estaban sudando, Leonardo tuvo miedo de lo que vendría después y confesó, sabe, jefe, yo sólo quería despedirme de mi señora. Lo sacaron casi en el aire, de vuelta a Londres, lo golpearon todo el camino, una vez en la casona, lo lanzaron desde el descanso de la escala, semanas después todavía estaba morado, su cara golpeó contra el piso, casi lo desfiguran. Sólo quería decir adiós, lo había prometido, hasta que la muerte nos separe. 
Estaba oscureciendo se venía el silencio, estaba sentado en mi lugar y otra vez, Foca, apúrate, otra vez me tironean, esta vez no es el segundo piso, me llevan bajo la escala y entre dos vigas gruesas, me hacen sacar la ropa y me cuelgan cabeza abajo, desnudo, mis piernas dobladas en un fierro, lo había visto en imágenes, Pau de Arara le llamaban, me parecía increíble que hicieran eso, entre tres me subieron, el guatón Romo sólo ordenaba y se reía diciendo: ahora vamos a ver si no vái a hablar, cabrito, era incómodo, era horrible, me desmayé. 
En un momento, no sé cuánto rato había pasado, desperté y estaba en el suelo desnudo, tapado con una frazada, mi ropa estaba al lado. Creí que estaba sólo, pero escuché una voz que me habló despacio y casi con amabilidad, otra trampa, pensé, tranquilo, Foca, me dijo, trata de dormir, los jefes ya se fueron, mañana en la mañana te volvemos a colgar, ahora descansa. Era un gesto tan simple, tan humano, me atrevo a decir. En la mañana me colgaron, llegaron los torturadores y me bajaron nuevamente casi desmayado. Lo que hicieron los guardias de esa noche fue suficiente para creer que entre tanto horror y brutalidad todavía había esperanzas, los sueños de creer en una sociedad mejor, generosa y civilizada seguían vigentes, no todo era maldad, incluso en Londres 38.

CABALLITO DE MAR – 6
Esa mañana dormí, a pesar de todo la noche igual fue larga, pero nuevamente se sucedían los paseos entre las sillas, seguían subiendo gente, algunos al segundo piso, a algunos los sacaban a reconocer lugares, a otros para ser utilizados como carnada y detener en determinados sitios a opositores clandestinos. Por eso era necesario cuidarse y mientras estuve libre traté de hacerlo, pero, bueno, igual duré casi un año después del golpe, hasta aquel 12 de agosto. Había perdido la noción del tiempo y me percaté que ese día o el siguiente era 15, el cumpleaños de mi señora, comencé a culpabilizar, ojalá la festejen, me decía, yo estoy todavía vivo y como no lo saben no habrá torta, tampoco regalo, será un amargo festejo, me daba pena por ella y por toda la familia. 
Ellos, la DINA, los torturadores, no podían saber que la parrilla, la corriente, los golpes no eran nada comparados al dolor de no saber, no saber qué era de los tuyos y ellos, a su vez, morder la tristeza de imaginar lo peor sobre nosotros. 
 
A pesar de todo, el amor propio, el orgullo por el valor de los sueños, trataba de permanecer intacto. Durante uno de los interrogatorios, uno de los agentes me gritó: te creís choro, conchetumadre, estaba vendado, amarrado al somier, no podía hacer nada, eran tres, pero a mi mamá no la podían tocar. Mi vieja era todo, gracias a ella estudiamos, gracias a ella nos alimentamos, por ella estaba allí, ella me hizo entender la injusticia, la desigualdad, la pobreza y me enseñó junto con la solidaridad a tomar la vida con alegría. 
Mi mamá fue dirigente vecinal, del centro de madres, de los enfermos de asma y mi cómplice para participar en las tomas del glorioso Liceo 7 de Ñuñoa para obtener un nuevo local, me dio permiso para marchar contra la guerra de Viet Nam, cinco días caminando desde Valparaíso a Santiago y yo con 17 años ya me había convencido que la guerra nunca era la solución, y ahora este tipo se aprovechaba de mi situación para denigrar a mi vieja. Nunca supo que eso me dolió más que todo lo que me había hecho. 
Allí sentado ya sólo era un mal recuerdo, pero esos malos momentos, los negros pensamientos van haciendo cola para quebrarte el ánimo. Caldo de cabeza, le llamaban al bajón en esas condiciones, a manera de escape me puse a escuchar todo lo que hablaban los demás, hablaban es mucho decir, tratar de entender el murmullo de la sala. Silencio, gritaba de cuando en cuando el guardia que nos cuidaba. Meses, incluso años más tarde supe que allí también estaban Miguel Ángel Rebolledo, Erika Hennings, René Chanfreau, Patricia Jorquera, Heddy Navarro, entre otros muchos números que eran, sobre todo, personas.
En una ocasión, siempre en Londres 38, se produjo una situación casi kafkiana, aparentemente era un fin de semana, había sólo guardias, no estaban los equipos de detención y tortura que allí operaban. Traje un tocadiscos, así que vamos a escuchar música, dijo uno de los guardias, ¿Qué música quieren escuchar? Y los detenidos, todos vendados, vejados y a pesar de las malas condiciones comienzan a responder, una de José Feliciano, dice uno, risas, otro que pide una de Ray Charles, más risas, póngase “quémame los ojos”, jefe, humor negro en las peores circunstancias, reírse de nosotros. 
Finalmente puso una cumbia, no recuerdo cuál, ya chica, ponte a bailar, le dice a una detenida, cosa que comenzó a hacer, no sabía ni supe quién era, ya, Foca, ven con ella para que no baile sola, me tuve que levantar y avancé hacia adelante y bailé, el único que nos veía era el guardia. Era grotesco, los detenidos mudos y vendados, tratando de adivinar en sus cabezas qué hacía esa pareja de ridículos, casi ciegos por las circunstancias del momento, bailando. Podía ser quizás el último baile, para otros la última vez que escuchaban algo de música.
El ambiente, el lugar, la situación no era precisamente para estar bailando. Es posible que todo haya partido de una buena intención pero no resultó. 
 
Alguien quiere cantar, dijo. Yo, respondió la voz de una mujer y comenzó a cantar, era la canción Los Momentos, en una de sus estrofas decía: “Nos hablaron una vez cuando niños, cuando la vida se muestra entera, que el futuro, que cuando grandes, ahí murieron ya los momentos. Sembraron así su semilla y tuvimos miedo, temblamos, y en esto se nos fue la vida”. Años después supe que quién cantó era La Flaca Alejandra, colaboradora de la DINA. No hubo aplausos ni comentarios, un suspiro de emoción recorrió el lugar.
Joel Huaquiñir, El Huaico, sentado en la misma fila que yo, preguntó si podía contar un chiste, fueron en realidad dos, no recuerdo las historias, logró sacarnos sonrisas, tampoco era un lugar para chistes, pero era una forma de levantarnos el ánimo y aprovechar ese pequeño veranito en medio del frío de agosto. Puedo contar otro, dije yo, tampoco recuerdo cuál, y chistes conozco hartos, pero salió fome, sólo gané pequeñas sonrisas. Con una voz más grave, se levanta a mi lado Alejandro Parada y pregunta: puedo cantar, señor. Dale, le responde el guardia. 
“El mundo fue y será una porquería ya lo sé. En el quinientos seis y en el dos mil también. Que siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafaos, contentos y amargaos ,valores y dublé”. Todos en silencio y el tango de Gardel en ese lugar cobraba vida: “Pero que el Siglo Veinte es un despliegue de maldad insolente ya no hay quien lo niegue”. Era casi un himno de protesta, decía cosas allí mismo donde eso ocurría. 
“Vivimos revolcaos en un merengue y en un mismo lodo todos manoseados. Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. Ignorante sabio o chorro, generoso o estafador” Eso que antes parecía ridículo, bailar o contar chistes, ahora con el canto tomaba sentido. 
“Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro, que un gran profesor” . “No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao”. Así, con una simple canción a capela, ese tango que todos conocíamos cobró un sentido que jamás le habíamos dado. 
“Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”. La emoción se transformó en tensión, casi en miedo compartido, en algún momento lo harán callar, pensaba, pero Alejandro seguía. “Qué falta de respeto, que atropello a la razón, cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”. No era un cantante de tangos, pero tenía las ganas y se conocía el tango completo, tenía que seguir. “Mezclao con Stravinsky va Don Bosco y La Mignon, Don Chicho y Napoleón, Carnera y San Martín. Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, se ha mezclao la vida”. 
El silencio era total pero en mi cabeza incluso escuchaba la guitarra, el piano, los violines y el bandoneón que acompañaban al joven estudiante de Veterinaria de la Chile. 
“Y herida por un sable, sin remaches, ves llorar la Biblia, contra un bandoneón”. 
“Siglo Veinte cambalache, problemático y febril, el que no llora no mama y el que no roba es un gil”. 
“Dale que va, dale nomás, que allá en el horno, nos vamos a encontrar. No pienses más, sentáte a un lao, que a nadie importa si naciste honrao” .
“Es lo mismo el que trabaja, noche y día como un buey, que el que vive de los otros, que el que mata, que el que cura, o está fuera de la ley”. 
No hubo aplausos, fue un respirar profundo, lo dijo cantando pero lo dijo, lo cantó con letra de Gardel, allí en Londres 38. 
Fue la última vez que lo escuché, en algún momento lo sacaron y Alejandro Parada hoy es un detenido-desaparecido, nunca más Cambalache, fue simplemente un tango. Se convirtió en una macabra metáfora de lo que allí estábamos viviendo, de lo que nos tocó vivir y a otros les costó la vida.

CABALLITO DE MAR – 7
No sabía lo que pasaba afuera, salvo que hacía frío, era pleno invierno. Subir al segundo piso, nuevos interrogatorios, las mismas preguntas, ya parecía rutina. Como todos los demás, yo tampoco había comido nada, reitero que lo de la alimentación no era tema, había otras cosas de qué preocuparse. Recordar detalle por detalle lo que había respondido en el anterior interrogatorio, no te podías equivocar, cambiar la versión anterior te podía costar muy caro.
Vayan guardando sus cositas, nada de levantarse la venda, ni se les ocurra hacer alguna lesera, decían los guardias, al mismo tiempo que pasaban bala a sus armas, para amedrentarnos. Algo importante debía pasar, pasaban los minutos y junto al tiempo iba aumentando el miedo hasta transformarse en pánico, tratábamos de permanecer impasibles a los ojos de nuestros guardianes, enteros, siempre enteros. Nos iban a sacar de allí, el futuro era incierto, sólo había dos posibilidades, seguíamos con vida o pasábamos a engrosar la lista de los que desaparecían. 
Nos llamaban por el número e iban formando grupos, todos debíamos salir de Londres 38. Más tarde supimos que era el cierre definitivo, con el tiempo el recinto secreto, que la DINA llamaba, para evitar filtraciones, el Cuartel Yucatán, ya no era tan secreto, eran demasiadas las personas que llegaban al lugar a preguntar por detenidos que habían sido secuestrados por civiles no identificados y en la mayoría de los casos a bordo de camionetas con toldo y sin patente.
Una vez en el vehículo de traslado se nos exigía silencio y otra vez las amenazas. A mi lado había un señor, nunca supe quién era pero temblaba de miedo, me hacía el valiente y con mi mano le apretaba la pierna para darle ánimo, paren el mariconeo ustedes dos, me grita el vigilante y me golpea suave con su arma. El destino era incierto, por qué grupos distintos era la pregunta. Finalmente llegamos a una casa grande, había sol ese día, la calle tenía adoquines. Entramos a una sala no muy grande, era muy oscura, sólo había una puerta, sillas y una banca, no éramos más de 20. La principal inquietud era conocer el destino del resto, no sabíamos qué había pasado con ellos.
Llegó un tipo a darnos la “bienvenida”: se acabó el juego p´a todos los weoncitos, aquí les tenemos piscina y cualquiera de ustedes se puede ahogar. No conocía su voz, era un “jefe” nuevo, ahora viene otra etapa, así que mejor que empiecen a colaborar. Se retiró sin decir más, se pone pesada la pista, me susurra mi vecino. 
 
Parece, fue mi respuesta, ni una palabra más. No podía cometer el mismo error, había que desconfiar de todos, vendado no se sabe con quién hablas, menos si no los conoces. Mis vecinos de fila, Alejandro Parada y Joel Huaquiñir, no estaban a mi lado. No me llamaban por el número, tampoco era El Foca, existía cada vez menos.
Tenía miedo pero no podía demostrarlo, me puse a pensar y se me vinieron encima recuerdos casi recientes. La verdad me dije es que estoy viviendo de yapa, me salvé de otras y en algún momento la suerte me puede abandonar. Recordé que en muchas ocasiones me habían detenido, por tomas de liceo, protestando contra el presidente Caldera de Venezuela cuando vino a Chile y también en una manifestación contra las ejercicios nucleares que hacían los franceses en el Atolón de Mururoa, cuando llegaba carabineros no corría, trataba de explicarles por qué estaba allí, craso error, comprobaban el domicilio, mi mamá me llegaba a buscar y me soltaban.
Pero hubo una última ocasión, fui detenido en las peores condiciones, al día siguiente del Golpe de Estado, tenía muy claro que esa experiencia no la contaría dos veces. Caí preso en 12 de septiembre de 1973. En la mañana del 11 le pedí a un vecino que me llevara al centro, el señor Lillo tenía un auto e iba al centro, le pedí que me llevara, las noticias ya hablaban de una sublevación militar. Allende era el Presidente electo democráticamente, apoyaba su gobierno, creía en su programa y formé parte de la Brigada Inti Peredo, hacíamos rayados por toda avenida Grecia apoyando su candidatura el año 70. 
Me dejó en la Alameda con Bandera y a pie traté de llegar a La Moneda, era un flaco con unos sueños enormes, hoy diría un tanto irresponsable, quería ayudar a defender ese gobierno. En la calle Moneda me dicen que no puedo pasar, les explico, a modo de excusa, es claro, que trato de llegar a la Radio Corporación, que quedaba en la galería Antonio Varas, allí en la noche escribía también los boletines que leía Miguel Ángel San Martín, “Monin”. Era un pituto.
Finalmente me dejaron pasar, se escuchaban algunos disparos y había carabineros que salían desde La Moneda, con 3 ó 4 fusiles corriendo del lugar, junto a otros desconocidos les pedíamos que dejaran las armas, la respuesta era negativa y seguían corriendo. Vayan a la Quinta Normal, allí la Armada está resistiendo, no sé cómo arriba de una camioneta llegamos al lugar y no pasaba absolutamente nada, había sacos de arena en torno a las cabinas de ingreso y todo se veía casi normal.
Al cordón Vicuña Mackenna, dice alguien, en la misma camioneta una docena de personas que no nos conocíamos entre sí, nos fuimos a ese lugar. Ya eran pasadas las once de la mañana y la desinformación y el caos era total. Se detuvo en una esquina y el grupo se dispersó, unos partieron para un lugar y otros para la industrias que había en el sector. Me abrieron un portón y junto a otras personas entramos a Luchetti, la de los fideos.
Recordar esos hechos me ayudaba a pensar en algo distinto a lo que allí ocurría, luego supe que estábamos en José Domingo Cañas, otro recinto de torturas, la casa había sido propiedad del sociólogo brasilero Teothonio Dos Santos, salió del país al momento del golpe, se apropiaron de ella y ahora era un nuevo lugar detención. La DINA le llamaba Cuartel Ollagüe, era el nombre en clave que le tenían.
En Luchetti había mucha gente, se escuchaba radio y había rumores para todos los gustos, desde enfrentamientos en distintos lugares del país, que las tropas leales que avanzaban hacia Santiago con el General Prats a la cabeza hasta que se había bombardeado La Moneda, el bombardeo era lo único cierto. Eran demasiadas las preguntas y nadie tenía las respuestas, defender la democracia y con qué, oponerse al golpe y cómo, apoyar a las fuerzas leales, ¿cuáles y dónde estaban? La incertidumbre iba ganando espacio, pero algo había que hacer.
Fue pasando el tiempo y a eso de las seis de la tarde se acerca a un grupo, que no éramos trabajadores de Luchetti, el presidente del sindicato y otros dirigentes, con mucho pesar nos dicen: sabemos que ya comenzó el toque de queda, pero en cualquier momento van a llegar los militares y nos van a desalojar, no podremos resistir, les queremos pedir a todos los jóvenes que no trabajan aquí que por favor abandonen la industria, nosotros no podremos defenderlos y ustedes seguro que lo van a pasar muy mal. Pero cómo, dijo alguien, y el resto no tuvimos más que agradecer el gesto de generosidad. Unos más rápido que otros fuimos saliendo de la empresa, los trabajadores nos miraban con lástima, afuera se escuchaban los disparos, de armas pequeñas de armas largas y de vez en cuando un estruendo mayor. Hicimos un grupo de tres, nos conocíamos, nos habíamos visto antes, Fritz, El Duque le decían al segundo y yo, el más joven del lote. Saltamos un muro y comenzamos a avanzar por entre los antejardines de las casas. En ocasiones desde el interior golpeaban los vidrios y nos hacían señas para no seguir avanzando, efectivamente a los segundos pasaba por la calle un camión militar.
Había toque de queda, nadie dijo nada, había una complicidad tácita, había que salvar el pellejo, a pesar de la distancia no nos demoramos tanto, ellos quizás mucho más, me separé en Pedro de Valdivia con Grecia, justo en la esquina del estadio, allí hablamos un poco, tratemos de regresar mañana al cordón Vicuña Mackenna, no podemos dejar solos a los trabajadores, ya, listo, nos dijimos, un abrazo entre las sombras y nos separamos. Yo conocía bien el barrio, era mi barrio de casi toda mi corta vida, tenía 21, pero flaco y con cara de cabro chico representaba menos. Llegué a la casa de mi mamá, comí algo y muy luego me fueron a buscar, una reunión en un departamento, allí era casi el más viejo, sólo jóvenes hombres y mujeres, cabros chicos que querían defender la democracia, puro valor, ganas, valentía, osados como todos los jóvenes. Me correspondió hacer de joven responsable y les dije que todo estaba muy complicado, no había casi resistencia, no había armas y que los golpistas incluso utilizaron aviones para bombardear La Moneda, la correlación de fuerzas era muy desigual. Les pedí que se mantuvieran en calma, atentos, muy despiertos, a lo que estaba pasando, pero lo importante en ese momento era mantenerse con vida, al lado de sus familias.
¡¡ Ustedes dos, salgan de inmediato!!, fue el grito que escuché, volví a la realidad, me sacaron de un tirón de mis recuerdos, estaba todavía en José Domingo Cañas, seguía sentado y vendado, el ustedes dos no era para mí, pude respirar más tranquilo, pero seguía pensando que de allí no podría salir. El ambiente del lugar no se prestaba para el optimismo, más tarde me di cuenta que la parrilla y la pieza de las torturas quedaban a unos cuantos metros del lugar donde nos tenían. Allí no se escuchaban los gritos de los interrogatorios, tampoco el ir y venir de los guardias. Aquí el silencio era pesado, tampoco había murmullos, creo que todos estábamos en las mismas, era justo la estación antes de la llegada a la estación de término. Mi ejercicio del recuerdo, acto de contrición, le decía el cura del Liceo Leonardo Murialdo, donde estudié cuando chico. Y me volví a escapar para seguir escudriñando en mis propias vivencias.
Era el doce de septiembre, tomé desayuno temprano, le di un abrazo y un beso a mi madre, me dijo: cuídate mijo, cuídate, y me dejó partir. Caminé por Grecia y llegué al Estadio Nacional, el recorrido de la noche anterior fue muy largo, decidí saltar las rejas y me fui por el interior del Estadio, días después sería un campo de prisioneros, había una balacera infernal, no lejos de allí estaba la Escuela de Suboficiales de Carabineros, decían que era leal y que se enfrentaba a los golpistas. Las balas silbaban a mí alrededor, el santo, la luna, alguno de los dioses o mi abuelo muerto que se llamaba Augusto, me estaban nuevamente protegiendo. Llegué hasta Marathon salté de nuevo la reja y otra vez por los antejardines de la Santa Carolina, logré llegar hasta Vicuña Mackenna, allí estaban las fábricas, quise entrar en algunas y no me dejaron. Yo era socialista, tenía un carné y estaba en mi bolsillo, así de arriesgado, si no me conocen y desconfían de mí les puedo mostrar mi carné, pensaba el ingenuo. No hubo necesidad, llegué a una empresa que se llamaba Tissol, me abrieron la puerta, no me preguntaron quién era, sólo dije: vengo a acompañarlos, compañeros.
Los disparos eran cada vez más cercanos, el miedo era mortal, todos caminaban casi a cabeza gacha, de un momento a otros comenzaron a voltear mesas a modo de escudos para protegernos de los disparos, pero sólo mesitas, no servían de mucho, la metralla de más podía atravesar esos improvisadas trincheras. De vez en cuando miraba por las ventanas y no se veía nada, sólo se escuchaban los disparos. Tissol no estaba lejos de Luchetti, un par de cuadras, allí no conocía a nadie y nadie me conocía a mí. 
 
De un momento a otro me giro y veo a los trabajadores saliendo por un pasillo con las manos en la nuca, algo había ocurrido, me puse de pie y me sumé a la fila con las manos en la nuca. Eran los boinas negras, con sus brazaletes naranja, habían ingresado por la parte posterior y ya controlaban toda la fábrica. No había más que hacer, estábamos en manos de los militares. Con las manos en la nuca nos fueron formando en filas, mirando hacia el frontis de la empresa, éramos más de un centenar. Nos sacaban casi trotando, un joven barbón se tropezó y casi cae al suelo, tenía un acento centroamericano, el soldado que estaba a su lado le grita: ¿Sói cubano, comunista de mierda? No, soy venezolano, alcanza a decir, varios tiros por la espalda y le dieron muerte, cayó de golpe al suelo bañado en sangre. Más tarde supe que le decían “Pellizco”, era un estudiante de la Universidad de Chile.
Un ruido me sacó de los pensamientos, parece que los dos que salieron volvían a la sala, están vivos, pensé, el recuerdo del estudiante muerto me ayudó a poner las cosas en su lugar, era un lugar de detención, pero ellos son los que deciden quién muere y quién sigue viviendo. El futuro de quienes allí estábamos era cada vez más negro, uno de los que regresó se sentó a mi lado, como antes en Londres tomé su mano y se la apreté, él hizo el mismo gesto y escuché su respiración profunda por la nariz, mi nuevo vecino estaba llorando, no lo podía dejar solo y pensando en él, por lo que acababa de pasar, y en “Pellizco”, al que nunca conocí, también dejé que las lágrimas corrieran por mi venda, ya no era tan valiente, sólo esperaba mi turno.

CABALLITO DE MAR – 8
Llegó la noche en José Domingo Cañas, se escuchaban conversaciones fuera de la pieza en donde estábamos, uno o dos guardias en la habitación, los que afuera discutían entre risa parecían muchos más. Era el rato de descanso en su lugar de trabajo o simplemente se preparaban para partir a sus casas para compartir con sus familias. Calculaba que ya llevaba cerca de diez días desde el momento de mi detención, me podía equivocar, no es fácil hacer la diferencia entre el día y la noche, además que me quedaba dormido cada vez que podía. 
A ese ritmo, lo mejor era seguir escapándome al pasado y recordar mi detención anterior. Tras la muerte de “Pellizco”, el venezolano, a medida que salíamos nos dejaban en el suelo con las manos en la nuca mirando el suelo. Las botas negras casi lustradas de los militares era el escenario que enfrentábamos desde esa posición. ¿Quién es el presidente del sindicato? gritó uno de los oficiales a cargo, a mi izquierda un conscripto comenzó a golpear con su bota en la cabeza uno a uno de los detenidos, si no dicen dónde está, le seguiré pegando, a los segundos un señor se puso de pie y dijo: yo soy el presidente. Ya, viejito, falta el arma del guardia, un revólver 22 que no aparece, ahora anda indicando quiénes aquí no son de la fábrica. 
El miedo recorrió mi ser, sacó a tres y buscaba a otros, me miró y con cara de perdóname, me sacó a mí también. La mayor parte seguía en el suelo manos en la nuca, al resto nos llevaron contra un muro frente a ellos con las manos apoyadas a la pared. 
 
Dos conscriptos nos fueron revisando meticulosamente, las piernas, los brazos, los bolsillos de la chaqueta y las manos al pantalón. Sentí que algo sacó. Mira, éste tiene un carné del Partido Socialista, le dice a su compañero; sí, le responde, pero nosotros buscamos a los comunistas. Me deja nuevamente el carné en el bolsillo y siguen con el de al lado. Temblaba entero, no valía nada, me tiritaba el mentón, no lo podía controlar. 
Seguía luchando contra el miedo y se escucha el grito: ¡Todo el mundo al suelo, nadie mira a mi comandante! Me di vuelta para volver al piso y lo logré ver, no era muy alto, estaba sobre un jeep descapotable y tenía un altoparlante en sus manos. Su arenga fue: ustedes no tiene nada que temer, los trabajadores seguirán trabajando, buscamos a los extremistas que se oponen al nuevo orden que queremos para el país. Así que ustedes no tienen de qué preocuparse. Fue breve, se escuchó el motor y salió de la calle en dirección al poniente, hacia Vicuña Mackenna.
Las conversaciones de los agentes habían terminado, casi todo era silencio, salvo el ronquido de algunos prisioneros, que aprovechaban el momento para dormir profundamente. Yo, en cambio, me trasladaba a esa tarde del 12 de septiembre. Nos formaron de a seis y manos en la nuca comenzamos a avanzar hacia la misma dirección que había tomado el comandante. Se escuchaban muchos disparos, de todo tipo de armas, no sabíamos desde dónde venían los tiros ni tampoco su dirección, me tocó en las filas del medio, egoístamente o por instinto de supervivencia sabía que el lugar que me tocó era más seguro.

 
Caminando llegamos a Vicuña Mackenna y allí había cientos de detenidos, todos en las mismas condiciones, algunos con overol otros con ropa de calle, pero todos con las manos en la nuca. Seguían los disparos y allí silbaban a nuestros lados las balas sin destino. Tenía menos miedo, allí era a la suerte de cada uno, lo del carné fue la prueba de fuego y no podía revisar si aún lo tenía.
A eso de la siete de la tarde, calculo, cuando la claridad del día comenzaba a despedirse, llegaron muchos buses. Uno a uno fuimos subiendo a los vehículos, nadie se sentaba, nos acostaban sobre los asientos, uno abajo, un segundo sobre él y un tercero encima de ambos. Me tocó arriba de los dos anteriores, buen lugar, pensé, seguía con las manos en la nuca pero sin peso encima de mí. Más tarde me di cuenta que era el peor lugar de todos, cualquier excusa era válida para darte un culatazo en las costillas. Estás mirando, weón, era mejor no responder, había mirado pero mucho antes, alcancé a reconocer una compañía de bomberos en Avenida Matta, concluí que nos llevaban al Parque Cousiño y allí nos podían matar, estaba el Regimiento Tacna en la misma dirección. Pasó el rato y en una de las vueltas vi un cartel de Almacenes Rodiles, estamos en la Alameda, pensé lo peor, están las excavaciones del Metro y en esas fosas cabemos todos, era el final. 

 
Mientras yo seguía recorriendo esos momentos negros, en la pieza se mantenían los ronquidos, eran casi armoniosos uno primero y el otro después, de vez en cuando un silencio y nuevamente los dos a coro, al menos había algunos que estaban descansando. En cambio yo me mantenía hilvanando momentos para no olvidar detalle de esa noche, ya se había oscurecido y nos hacen bajar de los buses, estaba todo más desordenado y había muchos más soldados. Me metí la mano al bolsillo y allí estaba el famoso carné, ya no teníamos las manos en la nuca, traté de romperlo, era imposible, tenía un plástico duro, lo tenía que botar, lo tomé, lo puse en el suelo entre las baldosas y una cortina metálica, le di un golpe con los dedos y se perdió al interior del local, nunca supe cuál era, ni cómo se llamaba.
Caminamos a empujones y allí vi el pasaje donde doblamos, era el Estadio Chile, se había habilitado como lugar de detención. Guarden sus carnets de identidad y todo el resto lo dejan aquí, joyas, relojes, plata y cinturones, después se los vamos a devolver. Eso ya era una mentira enorme, lo que vendría, ya lo imaginaba, peor. En un acto de rebeldía hice un gesto de amor, me saqué la argolla y como pude la forcé, la puse en la marca de la chaqueta que llevaba, no se veía y tampoco se podía caer. Entregué todo lo demás y avancé junto al resto, había mucha, mucha gente, eso me tranquilizó, imposible que nos maten a todos, me dije.
El grupo dio la vuelta completa al estadio, pasamos por unos pasillos bajo las galerías del sector sur, un pasaje desde donde se veía la cancha al poniente y luego nos hicieron subir en las graderías del sur, dando las espaldas a la Alameda. Era demasiada la gente y seguían llegando otros, poco a poco se llenó, incluso con gente en la cancha, que estaban más holgados. Luego de tanta tensión, una vez sentado me puse a dormir, no fue tanto. Al rato comencé a buscar conocidos en el lugar, algunos rostros me parecían comunes pero no eran mis amigos, estaba Augusto Samaniego, era de la Jota, vi a otros jóvenes comunistas, luego supe que había mucha gente de la Universidad Técnica.
Se escucha una voz por los parlantes del Estadio y nuevamente es un llamado a la tranquilidad, los trabajadores no tienen nada que temer, sólo los extraños que estaban en las industrias tendrán que dar explicaciones. Yo era uno de esos extraños. Otra vez el parlante, se llama a todos los profesores universitarios extranjeros que se pongan de pie y vengan a este lugar, era el pasillo frente a la cancha en el sector oriente, varios se pusieron de pie y fueron hacia allá. No habían pasado 5 minutos y comienzan a escucharse los gritos. Help, help, decían algunos y otros palabras indescifrables, les estaban golpeando sin ninguna duda.
Al rato llaman a los profesores universitarios chilenos por los parlantes, no fueron muchos los que hicieron el gesto. Si a los extranjeros les golpearon, qué quedaba para los chilenos. No hubo tanta brutalidad, aparentemente. Me dormí una vez más y desperté escuchando gritos y disparos, muchos disparos. Me tiré bajo el asiento, como lo hicieron casi todos, el que estaba a mi lado me contó que una persona trató de arrebatarle el arma a un soldado y allí comenzaron los disparos, al joven se lo llevaron en el aire y no se le escuchó más. En José Domingo Cañas todo seguía igual, unos que dormían y yo que soñaba con el Estadio Chile.
Por los parlantes llaman a unas 40 personas por sus nombres y apellidos, dicen que son quienes fueron detenidos en virtud del toque de queda, algunos comenzaron a levantarse y con las manos en la nuca avanzaban hacia el lugar donde estaba el micrófono. Me dije: ésta es la mía, yo también estoy aquí por el toque de queda, manos en la nuca y seguí al resto. Ya en la fila me percato que tenían el carnet de identidad de cada uno de ellos. ¿Su nombre? Mario Aguilera, no está en la lista, me dice el teniente. Pero caí por toque de queda, le digo. Habrá otras listas, vaya a sentarse. Pasé por el baño, y regresé a mi lugar. Así supe que los detenidos por toque de queda entregaban su carnet, yo y la mayor parte de los que allí estaban lo tenían en su bolsillo, como yo.
De vez en cuando venían a buscar gente y se la llevaban, no sabía dónde. A eso de la diez de la mañana, dan a conocer una nueva lista, esta vez se trataba de familiares de miembros de las Fuerzas Armadas y Carabineros. Eran muchos más que la lista por el toque de queda. Me puse de pie y nuevamente partí manos en la nuca al lugar donde hacían el chequeo, la fila era más larga, yo estaba por el medio. El que pasaba entregaba el carnet, el soldado gritaba su nombre y el conscripto frente a él, lo buscaba en la lista. ¡Está bien!, respondía, y pasaba el siguiente. Pasó el que estaba delante de mí, mientras uno lo buscaba en la lista y el otro verificaba el documento de identidad, yo pasé entre ambos, luego escuché el nombre del que me precedía y así fue aumentando la cantidad. Ya en el pasillo, a unos 50 metros de la puerta, nos iban formando.
Sólo recordar esos momentos me daba calor, era mucha la emoción y los nervios, había pasado casi un año pero los recuerdos estaban muy frescos, en las condiciones actuales todo era más difícil, ahora estaba en manos de la DINA.
Vuelvo al Estadio Chile, estaba formado entre los que salían, del grupo yo era el único que tenía la cédula de identidad en el bolsillo. Viene un oficial y nos cuenta, uno, dos, tres, cuatro y así hasta quince, por cuatro 60, más uno, sesenta y uno, cómo es la gueá, esta cagá no calza. Oiga, tráigame los carnets, y entra en una pequeña oficina, había un poco de desorden y aprovecho para salirme de la fila. Avanzo hacia la puerta y me percato que allí están los familiares de quienes van a salir en libertad. Voy, camino hacia ellos y escucho una voz que dice: no se saben ni formar los weones, ahora hay sesenta. Yo y el resto de los presos sabíamos quién era el 61.
Los miraba con cara de amigos, había hombres y mujeres, ponía atención a los diálogos, estuve en el Tacna y nada, decía uno, otro que agregaba fui al Estadio Nacional y allá me dijeron que me viniera para acá, finalmente lo encontré. Estaba en eso cuando llega un soldado y les dice: luego van a salir, así que pueden abandonar el lugar. Esta es la mía, pensé, era imposible, cuando entraron dejaron sus documentos en la puerta, les preguntaban el nombre, buscaban el carnet, se lo devolvían, abrían el portón y la persona salía. Ante eso había que improvisar, yo era joven, pelo corto, sin barba, vestía casi formal, había dos soldados en una entrada bajo las graderías del sector norte, entré decidido, vi gente muy mal, acostados en el suelo, heridos, sangrando y una mirada de auxilio, que no puedo olvidar. Con el tiempo supe que allí estaba Víctor Jara, yo no lo vi. 
Volví al sector de la puerta y estaban los 60 detenidos formados al lado del portón de salida, sentía la mirada de todos ellos en mi cabeza sin saber que era lo que yo intentaba, yo tampoco lo sabía. Estaban ahora igual que yo, les habían entregado sus documentos de identidad y estábamos a sólo metros, entré a una pequeña oficina, debían ser las boleterías del Estadio y habían improvisado una pequeña central telefónica. ¿Y mucha pega?, le pregunto, relajado, al conscripto que la tenía a cargo. Sí, un poco, me responde, menos mal que me trajeron un cable que estaba fallando pero ahora todo funciona. Nunca me miró, estaba con sus manos moviendo perillas y tenía unos fonos en las orejas. Le toco el hombro y le digo: que todo salga bien, sólo asintió con la cabeza. 
Estaba en eso cuando ponen cuatro soldados entre la central telefónica y los 60 que debían abandonar el Estadio. Un oficial les dice: pongan atención, que mi comandante les dirá unas palabras. Aparece con uniforme de campaña un oficial de mayor grado y con voz profunda les lanza una proclama. “Ustedes, que son familiares de miembros de la Fuerzas Armadas y de Carabineros, nos deben apoyar en esta dura tarea de reconstruir nuestro país y que así vuelva a ser la patria que todos queremos. Nunca más tendremos que hacer largas colas para mendigar un mísero trozo de pan. Ustedes nos tienen que ayudar”. Hasta luego, grita el oficial, hasta luego, gritan todos a coro, y los 60 abandonan el lugar cuando el conscripto les abre el portón.
Desde donde yo estaba, el comandante me daba la espalda y tenía sus dos manos en su cintura mirando cómo se retiraban los detenidos liberados. No sé de dónde saqué las ganas y me acerqué al oficial, estiro mi mano y le digo: lo felicito, mi comandante. Gracias, m´hijo, me responde y comienzo mi cuento. Sabe, comandante, ando buscando a mi hermano, yo soy hijo de mi primero Aguilera, de Carabineros, mi papá, usted sabe, está de servicio y mi hermano sufre de epilepsia, así que mi mamá me mandó a buscarlo, estuve en el Tacna y allí no está, fui al Nacional y allí tampoco, aquí lo llamaron por los parlantes y no apareció al llamado. El oficial, un poco más alto que yo, me abraza y camina conmigo hasta la puerta. Mire, mire m´hijo, vuelva al Estadio Nacional y hable con el comandante Espinoza, cuéntele lo mismo y él lo va a ayudar. Lo felicito nuevamente, comandante, me da la mano, hace un gesto, el soldado abre el portón y salgo del Estadio Chile el 13 de septiembre, a eso de la una de la tarde.
Caminé por la Alameda, comencé a avanzar hacia la Estación Mapocho, tomé pequeñas callecitas, todo el mundo me seguía, no podía creer que había salido tan fácil. Pensaba que era una trampa, en cualquier momento me detendrían nuevamente. Pasé por la orilla del Mapocho, por Santa María llegué hasta Pedro de Valdivia. Cuadras y cuadras, salía y entraba en determinadas calles, hasta que llegué a Grecia con Pedro de Valdivia nuevamente, allí me encontré con una prima, me contó que ya habían llorado mi muerte por las balaceras en Vicuña Mackenna. Me contó que mi señora y mi hijo estaban en casa de una tía en Los Guindos, me pasó plata, tomé un taxi y llegué a la casa. Toqué el timbre, salió La Chica, mi señora, se asomó mi hijo. Papá, gritó, los abracé y me puse a llorar. Me escapé, estaba vivo y ellos también.

CABALLITO DE MAR – 9
Respiré profundo y volví a la realidad del momento, comenzaba a amanecer y hacía frío, pero no duraría mucho, me vienen a buscar y me llevan a la casa, allí se ubicaba el lugar previsto para los interrogatorios. Ahora vamos a conversar en serio, me dice uno de los agentes. Siempre eran los mismos: Osvaldo Romo, Basclay Zapata y un tercero que nunca logré identificar. Contrariamente a las ocasiones anteriores no me pasaron por la parrilla, al principio temí lo peor, pero luego comencé a entender lo que querían. Me sacaron la venda y me amenazaron para que no me diera vuelta ni mirara en otra dirección. Había una suerte de papelógrafo, con un organigrama hecho a mano, nombres, rayas, cuadros pequeños con textos que no lograba leer.
Se suponía que era el organigrama del Partido Socialista en la clandestinidad en Santiago, era bastante raro, por no decir malo, el dibujo. ¿Estás claro, me dice uno de ellos? La verdad es que no entiendo, respondí, y allí comenzaron los golpes. Ya, ubícate, qué lugar te corresponde. 
 
De verdad estaba poco claro el dibujito, así que me situé lo más abajo que pude. Respuesta incorrecta, me dije, de inmediato me comienzan a preguntar por los que estaban más arriba y quién era mi jefe. Se multiplicaron los golpes. A pesar del dolor, nada podía decir y no podía explicar que el dibujito estaba mal hecho y que era incomprensible.
Otra vez la venda y me regresan a la sala con el resto. Ahora estaba convencido: era mejor la corriente. Me dolía todo, el cuello, la espalda y la cabeza, estaban más brutos o simplemente querían avanzar en la detención de otros opositores. Esa jornada fueron muchos los “interrogados”. Pasaron muchas horas , incluso días diría yo, era fines de agosto, calculo, y otra vez la misma caminata hasta la casa donde se interrogaba. Ahora parrilla, amarrado y magneto, se venía la corriente, pero mi sorpresa y temor fue grande cuando escuché que las preguntas las hacía una mujer; no demoré en darme cuenta que era Luz Arce.
Ella, la misma que me entregó, que sólo colaboraba, ahora derechamente era la que interrogaba. Otros ponían las pinzas y daban cuerda a la manivela. Ella me conocía mejor, sabía de los lugares en que hice mis contactos, conocía a algunos de ellos. Sabía que me conocían como Daniel y que luego cambié de nombre para organizar gente en el sector de Estación Central, “cuarta comuna” le llamaban. Para mi sosiego, no preguntó nada que no me hubiesen preguntado los agentes con anterioridad. Era un riesgo para ella también, creo que finalmente me ayudó. La sesión terminada, regresé a mi silla, silla que, a esas alturas, la encontraba casi cómoda, era mi lugar de espera, de dormir, de soñar, de escapar con el pensamiento.
Una mañana sacan a cinco de nosotros, nos hacen formar en fila, la mano en el hombro de quien te antecede y vamos avanzando torpemente. De nuevo el miedo, el miedo al desconocer el destino, ese paradero podía ser Villa Grimaldi o que nos dejaran libres, en la más optimista. Pero en esas condiciones, ya entregado, uno piensa lo peor: no entregamos lo que ellos esperaban y llegó el final. Debo haber sido el segundo o el tercero en la fila. Hacía esfuerzo por hacerme el valiente, me acordaba de momentos de felicidad cuando chico, a caballo en mis vacaciones de niño en Llay Llay, el campo, los canales de riego para bañarse, el pan amasado de la tía Susana. Riendo con mis hermanos, todo era tan bello que me emocioné. Un fuerte apúrate, weón, me sacó de los recuerdos.
Estábamos acostados en la parte posterior de una camioneta, teníamos dos guardias, conversaban trivialidades entre ellos. Y yo, tratando de hacer el recorrido, José Domingo Cañas, estaba sólo a cuadras del que había sido mi querido Liceo 7, Covarrubias con Irarrázaval. Pero me perdí, no tenía idea dónde nos llevaban, era demasiado lejos para que fuese Villa Grimaldi y eso hacía todavía peor la pesadilla. Lejos, en algún lugar del Cajón del Maipo para matarnos, pensaba, estaba rendido, no quería seguir luchando contra el miedo, que sea lo que el destino quiera, me decía, ya viví 21, años tuve un hijo y casi siempre traté de ser feliz. Que esto termine luego, me decía, estaba entregado.
Se escucha el ruido de la apertura de un portón metálico, avanza unos metros la camioneta, se detiene y nos ordenan descender. Nuevamente la fila, afirmándonos unos a otros, en el suelo hay tierra, algunas piedras, luego cemento y avanzamos zigzagueando entre pasillos y puertas. Se abre otra puerta de metal, alguien nos recibe, los guardias se despiden y cierran la puerta. Ya, dice el guardia, ahora sáquense las vendas. Era un milagro, veíamos la luz nuevamente, pude ver las caras de mis acompañantes, nos abrazamos, estábamos con vida y en un lugar menos lúgubre. Era de verdad emocionante, otra vez con vida, casi un paraíso, era “Cuatro Álamos”: había un patio con malezas, algunas flores blancas de esas pequeñitas; después de tantos días ciegos y sin luz, ver flores era una belleza inmensurable. 
No miren el sol, nos dice el guardia. Los segundos hasta que la vista se acomodase me produjeron un mareo, pero no sólo era eso, llevaba más de 15 días sin alimentarme, solamente algunos pedazos de pan y agua cuando iba al baño. Ya tenía nuestros nombres y nos comenzó a repartir en las piezas. Era un pabellón con ventanas a la izquierda, pintadas de blanco con protecciones por fuera y a mano derecha por un largo pasillo de piso de parqué. Una pieza tras otra, casi al medio los baños. Me tocó caminarlo entero, me tocó en la pieza más grande, la del final del pasillo. Justo al lado de las duchas, sí, duchas, ya no era “Cuatro Álamos”, era cuatro estrellas. 
Me saludaron, me abrazaron suavemente, sabían que allí uno llegaba en malas condiciones. Y nos los conocía, pero eran hermanos de calvario yo y ellos sabían de dónde venía. Alguien me puso en la mano un cuadrito de chocolate, no supe quién, era solo una mano, él tampoco quería que lo supiese. El chocolate más sabroso de mi vida, había caído del cielo, es difícil explicar el sabor, sabor de felicidad, sabor de bondad, sabor de solidaridad, no supe si era el hambre o la alegría que lo hizo demasiado exquisito. 
Uno de los detenidos, que no conocía, me dice que descanse y trate de dormir, allí te puedes instalar, me dice, me muestra la parte de arriba de un camarote, tenía almohada, colchón y una frazada gris oscura no muy gruesa. Quien me hizo la recepción era Cristian Van Yurick . Me reiteró: descansa, aquí la DINA nos viene a buscar y nos llevan de regreso a las casas de tortura, aquí es sólo para descansar, luego te siguen dando, duerme todo lo que puedas. Me lo dijo así de golpe y porrazo. Otra vez de vuelta a la cruda realidad, no era el paraíso.
Iba a subir al camarote y alguien me toca la espalda, me doy vuelta y era El Huaico, Joel Huailquiñir, lo conocía, estábamos juntos en Londres, lo había perdido el 19 de agosto, cuando se cerró Londres 38. Nos dimos un tremendo abrazo, abrazo de machos, abrazo de compañeros, abrazo de felicidad, la felicidad de reencontrarnos. Al fin tenía alguien en quien confiar y ahora más encima podía verlo y hablar de verdad, sin murmullos, ni cuchicheos, ahora lo podía ver, antes lo escuchaba y sólo veía hacia el suelo las baldosas del piso de Londres. Estaba tan contento que no lloré de emoción. Chino, me dijo, cuídate mucho, no confíes en nadie, tampoco en mí, no sé cuánto pueda aguantar en la tortura, yo tampoco te contaré nada, nuestras convicciones no siempre están a la altura de lo que el cuerpo pueda aguantar. Ellos no son inteligentes, pero son malos, muy malos, cuídate mucho, me repitió. 
Subí al camarote y me puse a dormir, al fin, dormir de verdad.

CABALLITO DE MAR – 10
Me tuvieron que despertar, pero lo hice con todo gusto, había llegado el almuerzo, eran casi las dos de la tarde, con mis lentes con un vidrio roto me miraban con lástima, a medida que pasó el tiempo les pude explicar que eso ocurrió cuando me detuvieron y que hasta ese momento tenía los lentes en el bolsillo, con venda no eran necesarios. Me pasaron un plato, era hondo, de plástico color calipso, y una cuchara. Me puse a la cola, eran garbanzos, después de tantos días sin alimentación estaban muy buenos al principio, al final te dabas cuenta que eran un poco duros; pero daba lo mismo, estaba comiendo. 
Esa sala era un lugar increíble, aunque se conversaba mucho, la forma o la razón de la detención no eran tema, al principio todos desconfiábamos de todos, pero había formas de matar el tiempo, se jugaba a las cartas, dominó, damas e incluso ajedrez. Me dediqué a recorrer los lugares de juego y era digno de una película, eran unos 20 ó 22 camarotes, entre ellos un cartón a modo de mes y allí los juegos. Naipes dibujados uno a uno, unas pintas con lápices de color rojo y las otras con azul, absolutamente artesanales, cortados en cartón. 
Había dos juegos de damas, todo en cartón recuperado de cajas de Rinso, era un detergente mágico, servía de jabón y champú para el baño, las duchas estaban justo al lado de nuestra pieza. Quise saber de dónde salía el Rinso. No fue fácil, hasta que alguien me contó que a uno de los guardias se le pasaba dinero y él secretamente lo compraba, a veces incluso traía cigarros, sólo escuchar la palabra me dieron ganas de fumar, ninguno de los días en Londres o José Domingo Cañas sentí la necesidad, ya era tiempo de un puchito, pero estaba prohibido. Se podía hacer mirando hacia las ventanas y recuperando las cenizas en un papelito. 
Desde la ventana que miraba hacia el norte, se veía un cierre bulldog, todo en cemento, maleza descuidada en el suelo y hacia la izquierda se veía una torre de vigilancia. Arriba, un carabinero armado que miraba atentamente hacia donde nos encontrábamos. Casi me tuvieron que hacer un dibujo para entender dónde estaba. Estábamos muy cerca de Departamental con Canadá, un centro de menores de los curas canadienses se había transformado en un campo de detenidos, se llamaba “Tres Álamos”, al interior de ese recinto había un pabellón en cuya puerta metálica decía “Bodega”, en esa “Bodega” estábamos nosotros y allí permanecíamos en calidad de desaparecidos.
Donde había más público era frente al juego de ajedrez, sí, ajedrez con todas sus piezas, un cartón grueso de mesa y sobre ella el tablero, hecho con el cartón del mismo detergente. Las torres, alfiles, peones, caballos, la reina y el rey, estaban todos las blancas y las grises, eran lindas, por lo que servían, y hermosas cuando supe que estaban hechas con migas de pan. Poco a poco unos y otros, incluso los que no sabían jugar, fueron entregando la miga de su pan para hacer el juego, las blancas sólo con la miga, para las otras se juntaba la ceniza de los cigarrillos y con esa mezcla nacían las negras, las grises. Apenas pude jugué, no podía estar allí ante tamaña obra de arte en las peores condiciones y no jugar, nunca supe quién fue el artista, quizás ya no esté entre nosotros, pero eran unas bellezas hechas con sacrificio, con solidaridad, con cariño, eran piezas hechas sin duda con amor. Me dejaron jaque mate, pero daba lo mismo, seguía participando del juego de la vida.
En esas condiciones florecen sentimientos, gestos e incluso palabras que en el día a día de cada uno de nosotros se nos estaban olvidando. Allí no había diferencias, éramos todos iguales, todos candidatos a nuevas torturas, candidatos a quedar en el camino y no volver a ese recinto. Nadie lo habla, pero todos lo adivinan. Yo, que era el nuevo, el recién llegado, tenía que responder a todas sus preguntas. ¿Estás bien? ¿Te puedo ayudar? ¿Te duele algo? Si quieres hablar de lo que sea, estoy aquí para escucharte. Al principio no entendía tanta bondad, pero luego era yo el que ofrecía ayuda a los que venían llegando. Más tarde volvieron los que en la mañana habían sido sacados a los cuarteles de la DINA, era evidente que habían sido golpeados, ahora ese dolor se podía ver. Antes, vendado sólo intuía que lo habían pasado mal. Los que tenían su cama en las literas de abajo dejaban su lugar a los que venían llegando, algunos no podían subir, ya no estaban las fuerzas y el dolor era evidente.
Llegó la comida, era una sopa espesa, mucho sabor, podía ser cualquier cosa pero era comida, para reponerse eso bastaba. Cayó la noche, se apagaron las luces, era el peor momento del día en ese lugar. El silencio, el descanso, la oscuridad eran la mejor compañía para pensar en los tuyos. Mi señora, mi hijo, mi mamá, mis hermanos, el resto de la familia, mis amigos, los compañeros dónde y en que estarán, me seguirán buscando, cómo avisar que estoy aquí y todavía vivo, mejor no les voy a alimentar esperanzas y todavía nada es definitivo. En esas circunstancias pensar demasiado hacía mal y no era el único, algo de claridad permitía ver a otros mirando también el techo, buscando respuestas y esforzándome para no caer en la melancolía, el silencio permitía escuchar uno que otro sollozo, no era cobardía, era la angustia que ganaba terreno.
La mañana, aunque fría, era signo de que seguíamos jugando en el tablero de la vida, comenzaron a sacarse la ropa e hice lo mismo, quedábamos en calzoncillos y se salía a la ducha, eran varias, una al lado de la otra, cinco o seis, agua helada pero daba lo mismo, al fin el agua, allí me di cuenta que estaba muy flaco, más que de costumbre. Alguien me puso detergente en la mano y ése servía para todo, el cuerpo, la cabeza, me sentía las costillas. Que importa, me decía, estoy vivo. Tenía algunos moretones, un detalle al lado de otros compañeros de baño. Fue rápido pero reconfortante, allí entendí por qué algunos se cubrían con frazadas, cumplían también la función de toallas. Por eso estaban colgadas a las literas, allí se secaban. 
Nada estaba escrito pero había grupos de tareas, nada era al azar. Quienes estaban cerca de la ventana que daba al oriente eran los encargados de avisar quién llegaba, desde allí, aunque pintada de blanco, había pequeños raspados que permitían ver la puerta de ingreso, viene El Guatón, llegó El Canoso, vuelve otro preso y así se sabía el movimiento en el resto del pabellón. A lo largo del pasillo había piezas más pequeñas, había mujeres en algunas; en ellas, con dos camarotes, podía haber desde cuatro a ocho personas. Pero había otras misiones mucho más arriesgadas pero más importantes. Entre las ventanas que daban al patio descuidado mirando hacia el norte, había un precario sistema de comunicación que era indispensable. Piedras amarradas a un cordel servían para obtener la identidad de quienes ocupaban las piezas más pequeñas y quienes venían llegando de los centros de tortura y, en algunos casos, los nombres de quienes estaban detenidos en los centros clandestinos de la DINA. El sistema era simple, se balanceaba la piedra hasta llegar a la altura de la ventana vecina y así se aferraba un papel con las últimas informaciones.
Me gané la confianza de los más antiguos y pasé a formar parte del equipo que entregaba esos datos al pabellón vecino, allí estaban los presos reconocidos, se les denominaba prisioneros de guerra, ellos recibían la visita de sus familiares e incluso de delegaciones de la Cruz Roja y del Comité Intergubernamental para las Migraciones Europeas, el CIME. Ese pabellón era Tres Álamos, más allá estaba el pabellón que ocupaban las mujeres, también presas reconocidas. Nos separaba una puerta, una puerta para recibir visitas, paquetes y lo que uno quisiera. Y era bajo esa puerta que se pasaban los mensajes, no en cualquier momento y sólo a quien correspondía. Bajo esa misma puerta descubrí que llegaban cigarrillos y estaba el espacio justo para una barra de chocolates. Todo era solidaridad, en esas duras condiciones afloraban los mejores sentimientos de las personas, pero había que desconfiar. Entre el grupo había algunos que se conocían, tres o cuatro pobladores de Lo Hermida, entre ellos Stalin Aguilera, un día lo sacaron y nunca más volvió, los otros tampoco.
Con algunos de los detenidos los tormentos a los que eran sometidos daban terror, se iban tranquilos, se despedían al salir de la pieza 13, que era la nuestra, y al regresar llegaban en las peores condiciones, entre ellos Cristian Van Yurick, con él usaban pentotal, volvía hecho un zombi, entre varios lo teníamos que ayudar para que durmiera. Teobaldo Tello era de Investigaciones, llegó de José Domingo Cañas, sangraba todavía, le habían botado unos dientes con los golpes, le dábamos sopa con una cuchara de té, era lo único que lo podía alimentar, resistía a duras penas y sacaba fuerzas de no sé dónde para seguir con vida, podía hablar a duras penas y nos pudo decir que le pasaron un vehículo por las piernas y quería volver a la casa de torturas, allí tenían a su señora, también la estaban torturando. Edwin Van Yurick, hermano de Cristian y Bárbara Uribe, su cuñada, ahora están desaparecidos. Tello, el policía, junto a Stalin Aguilera aparecieron meses más tarde en la lista de los 119. Cuatro Álamos no era el paraíso que habíamos soñado, donde todos queríamos llegar. Cuatro Álamos era la puerta del infierno, para muchos fue el último lugar en el que encontraron una mano amiga, un gesto solidario, una sonrisa contagiosa. Había muchos juegos hechos a mano, pero también allí uno se jugaba la vida en las manos de otros.

CABALLITO DE MAR – 11
Poco a poco uno se integraba a la rutina de Cuatro Álamos, salía, o salíamos, en la mañana. Los agentes de la DINA llegaban a buscar a sus detenidos, que volvían en malas condiciones en la tarde, los pocillos para el almuerzo se guardaban para ellos, algunos no regresaban o demoraban días en volver, claro que en peores condiciones. Una rutina cruel, seguían los juegos y variaban los jugadores. Llegó incluso un grupo de jugadores, jugadores de fútbol.
Ellos desconfiaban de todos, bueno, también era parte de la convivencia, se demoraron algunas horas en contar, los trajeron de noche, uno de ellos con una pierna enyesada. Su ingreso fue casi grotesco, era evidente que no sabían dónde estaban. No me empujís, weón, que nos podemos cruzar allá afuera, advirtió uno de ellos al guardia de la DINA que lo zamarreó con fuerza en la puerta, el choro del lote. Más tarde supo que había metido las patas y su osadía le podía costar caro. 
Estaban jugando fútbol en el sector denominado las Siete Canchas, en el límite entre Ñuñoa y La Reina, casi al final del partido uno de los jugadores resultó con la pierna quebrada, todos a la posta en Villaseca, una vez enyesado casi todos a la casa del lesionado. En eso estaban, recordando las mejoras jugadas, cuando son emboscados por carabineros y agentes de la DINA, todos detenidos. Uno de aquellos vecinos, que los hubo, denunció una reunión política en la casa, era una gran reunión. Como la DINA mandaba y era un encuentro clandestino, los trasladaron a Cuatro Álamos. Felizmente para ellos estuvieron sólo algunos días, igual los golpearon cuando los interrogaron en José Domingo Cañas. La versión era muy creíble, el quebrado con yeso, y todos estaban en la 13; mal número, dirán algunos.
Dejaron plata al dejar el lugar, el dinero allí era muy preciado, no todos andaban con algo al momento de ser detenidos, otros lo perdían cuando eran desnudados, los agentes se encargaban de limpiar los bolsillos. A veces, junto con los cigarros, los chocolates, hojas de afeitar o lápices, llegaban billetes bajo la puerta, los compañeros de Tres Álamos ayudaban para la compra de detergente o cajetillas de cigarros. Se entregaba al jefe Mauro, el guardia que hacía el milagro, no era como el resto, su trato era distinto, nos trataba como a personas. A las mujeres también les hacía compras, ellas necesitaban más cosas que nosotros. Era moreno, alto, serio, pero tenía una mirada que daba confianza. Nos ayudó demasiado, fue detenido en su casa un día de descanso, se le vio en Villa Grimaldi muy castigado. Hoy es uno de los detenidos desaparecidos. Qué quedaba para nosotros, él era miembro de la DINA.
Con El Huaico y Pablo Muñiz, estudiante de literatura en la Católica, acordamos armar algo en la noche, una suerte de convivencia, había que ayudar a pasar las horas bajo la luna, eran complicadas, para nosotros también, para todos, si antes con vendas y en peores condiciones habíamos sido capaces de remontar el ánimo, ahora también podríamos. Armamos un show, yo era el maestro de ceremonias, otra vez se contaron chistes, alguien cantó una canción de Raphael, un señor recitó un poema de Neruda, hasta que llegó un guardia y nos hizo apagar la luz. No duró mucho el encuentro pero sirvió, algunos rieron de buena gana. Eso era lo importante.
Subí a mi camarote y justo en el del lado estaba Bruno Von Ehrenberg; no era cualquier preso, era Silo, el Silo chileno, lo habían acusado de armar sectas y ya había estado detenido, los sectores más conservadores lo acusaban de liderar una secta para embaucar lolitas del Barrio Alto, que abandonaban a sus familias y las buenas costumbres. Miraba al techo y respiraba profundo, lo miré y le pregunté si estaba haciendo yoga, me miró con cara de poco amigo, me dijo que no era eso, algo parecido, pero mejor. Queriendo acortar la noche, quise saber de qué se trataba. ¿Qué quieres? ¿Qué buscas?, me preguntó, muy serio. Quiero dormir y descansar. Te puedo ayudar a salir de aquí, me dijo.
Algún plan debe tener, me dije, y el tipo se veía serio, no sabía qué me deparaba el futuro y le puse atención. Tienes que confiar en mí, me señaló. Evidente, le respondí. Te tienes que acostar y comenzar a recorrer tu cuerpo con la mente desde los pies hasta la cabeza, a medida que avanzas vas durmiendo la parte del cuerpo que acabas de ver. Allí me di cuenta que lo de “salir de aquí” era una metáfora. Cuando tengas todo dormido, respiras lentamente y profundo, exhalas todo el aire y comienzas la cuenta regresiva de 10 hasta el cero, cuando llegues a cero, mantén la respiración, podrás dormir y salir de este lugar, puedes ir donde quieras.
Me gustó la idea, tiempo tenía y si la cosa resultaba, nada había de malo. Me fue guiando en cada paso. Contengo la respiración y efectivamente me pude evadir, volé fuera del campo, vi las luces, las calles vacías, había toque de queda. Me fui a ver a mi señora que dormía, pasé a ver a mi hijo en una pieza contigua. Seguí el recorrido, fui a ver a mi mamá, a mis hermanos, El Mono, El Chancho, el Pato Lucas, yo era el Gato, todos teníamos sobrenombres, pero sólo para el consumo interno. Gato sólo en la casa. En la Brigada Universitaria, El Gato era otro y otros animales: El Gato Arraño, El Chancho Cerda y el Perro Vial. No sé cuánto duró el ejercicio, desperté de un salto en el camarote. Me gustó la práctica de este hippie medio loco, compañero de pieza, lo hice en otras ocasiones y resultaba, o seguramente soñaba para que resultara, los veía a todos tranquilos y eso me ayudaba a despertar mejor al día siguiente.
Me fueron a buscar, no era El Guatón Romo y su equipo, eran otros agentes, no los conocía, hicimos el recorrido del pasillo con piso de parqué, en otras dos piezas sacaron a otros dos detenidos, no los conocía ni supe quiénes eran. Antes de salir nos vendaron, ya no eran pedazos de género, estas vendas eran casi profesionales, más anchas y con cintas para amarrarlas tras la cabeza, de nuevo la oscuridad y con ella el miedo, volveré, me preguntaba, y debido a la reflexión, tonta para el momento, salí rápido y no me despedí de algunos compañeros. Era casi normal, podía o podíamos no volver. Otra vez una camioneta y al piso del vehículo los tres, traté de dibujar el recorrido pero fue imposible, no tenía lógica lo que estaban haciendo. Tras un largo recorrido, nos hicieron bajar, el piso era maicillo o piedrecillas, nos hicieron entrar juntos. Muy luego me separaron del grupo, entré en una sala, me hicieron sacar la venda, ante mí había una caja metálica, una suerte de fichero. Aquí vas a mostrar a todos los que conozcas, me dijo un tipo de voz ronca, nunca lo pude reconocer, el tono era amenazante, adivinaba que había otros agentes en la sala. 
Comencé a revisar las fichas con fotografías, fotos de diarios, otras en blanco y negro, desordenado y además burdo, comencé a reconocer a ministros de Allende, había fotos de Clodomiro Almeyda, de Mireya Baltra, Carlos Altamirano, se las mostraba y les decía que los conocía y le daba los nombres. Recibí un par de golpes y el tipo me dijo: busca a tus compañeros, no te hagas el chistocito, que te va a ir mal. Eran muchas las fichas, las vi todas, de verdad no encontré compañeros de la clandestinidad, pero había muchos que conocía, dirigentes del PC, del MIR, socialistas, pero que eran públicamente reconocibles. No hay ninguno, dije, muerto de miedo, me pusieron la venda que tenía en el cuello, otra vez los golpes y las amenazas parecían cada vez más reales. Pásenle la camioneta y que se coma su mierda a ver si recupera la memoria, dijo el jefe. Me sacaron a golpes me tiraron al suelo en algún lugar y me quedé esperando lo peor. Pasó mucho tiempo y llegó otro detenido, lo tiraron a mi lado y demoró varios minutos en hablar. Estas vendado, me preguntó, ¿de dónde vienes? De Cuatro Álamos, le dije. Ojalá vuelvas, estamos en Villa Grimaldi, me aseguró. Se vino un silencio que me pareció muy largo. Imaginé que era el fin del recorrido, sabía que era un lugar horrible y quienes pasaban por allí no siempre salían con vida.
Mi compañero del momento se quejaba mucho, lo habían detenido hace poco, era del MIR, no me dijo su nombre, yo tampoco, era el lugar menos seguro para dialogar, se durmió hasta que lo vinieron a buscar. Estuve unas seis horas en ese lugar, con el tiempo supe que estuve en la casa donde estaban las oficinas de la DINA. La mayor parte de los detenidos estaban en la torre y en las casa Corvi, como llamaban a las pequeñas celdas los presos del Cuartel Terranova, como le llamaba la DINA a ese recinto. Me sacaron de la pieza, hacía frío, me subieron a la camioneta, estaba solo con un guardia, los otros dos detenidos se quedaron allí y regresé a Cuatro Álamos. Respiré tranquilo al reconocer nuevamente el pabellón y mi regreso a la pieza 13, la grande. Me recibieron muy bien. Me preguntaban si tenía hambre, no había almorzado y la comida de la tarde ya había pasado. Otra vez estaba vivo y el apetito no era tema. Esa noche, hubo otro pequeño show, igual lo animé, tenía cuerda para subir la moral de los otros detenidos. No había muchos cantantes, pero las rondas de chistes eran las más concurridas.
Con las listas de nombres que de allí se sacaban a Tres Álamos, luego a sus visitas y cuyo destino final las personas que andaban buscando a sus familiares secuestrados por la DINA, había mucha gente que llegaba al lugar y en las puertas les negaban la existencia al revisar la lista oficial de los detenidos. Al interior de Cuatro Álamos esa situación se desconocía, para nosotros lo importante por el momento era mantenernos con vida, cada día, cada mañana que amanecíamos en ese lugar era un nuevo respiro y el tema “Gracias a la vida”, de Violeta Parra, cobraba todo su sentido, nos conformábamos con la posibilidad que ahora teníamos de distinguir lo negro del blanco.

CABALLITO DE MAR – 12
El ruido de la puerta metálica para el ingreso a Cuatro Álamos era parte del martirio para la pieza 13, sólo desde allí se podía ver quién ingresaba, cada uno, cuál era el equipo de torturadores que lo tenía a cargo. Hubo compañeros que ante lo que se venía, el temor era tal que incluso llegaban a vomitar cuando sentían que venían por ellos. Todos trataban de calmarlos, vanos eran los intentos de contar mentiras para levantar el ánimo de la futura víctima del interrogatorio. Todos sabíamos lo que le esperaba y ellos también.
No siempre la puerta se abría para el ingreso de torturadores, en otras ocasiones para nuevos detenidos. Lamentablemente era el vínculo con lo que pasaba afuera y sólo así podíamos saber lo que estaba ocurriendo en el Chile de todos los días. Quiero un abogado, quiero un abogado, gritaba un señor, lo detuvieron en la calle, era panadero, tiraron panfletos en la calle, recogió uno, lo leyó y se lo guardó en el bolsillo. Operativo de la DINA con policía y militares para encontrar a los responsables, manos sobre el muro, lo registraron y le encontraron el volante.
De trabajador camino a la panadería se convirtió en extremista, algunos golpes y vendado llegó a la pieza exigiendo sus derechos. Costó explicarle que allí la realidad era otra y no teníamos ningún derecho. Cuando pudo ver las condiciones en que estaban algunos de los detenidos, comprobó cuan reales eran las denuncias sobre violaciones a los derechos humanos que se hacían en algunas reuniones casi secretas y en los panfletos que había recogido en la calle. Estuvo un día en el lugar, presumo que lo dejaron en libertad, nunca más regresó. 
En otra ocasión llegaron dos nuevos, ambos con una cara de cansancio y fatiga difícil describir, una vez que descubrieron donde estaban y sin venda retomaron confianza. El más joven vestía uniforme escolar y el otro era su profesor de música. Llevaban un par de días detenidos en otros lugares antes de llegar a Cuatro Álamos. La directora y un inspector del Liceo Darío Salas los delataron ante el rector delegado, que era un militar, porque en el funeral de un alumno en el cementerio cantaron La Internacional. Cuatro fueron los detenidos, una profesora de matemáticas, otra de filosofía, el profe de música y el alumno de cuarto medio.
Los interrogaron en un recinto militar, fueron golpeados, trasladados luego a otro lugar y finalmente llegaron a la sala 13, las mujeres a una de las salas más chicas. Arturo Barría se llamaba el profesor de música. Roberto Meneses se convirtió en el regalón de todos, era el más joven, 17 años, y no podía estar allí. Era el colmo de la injusticia, más tarde supimos que hubo víctimas incluso más jóvenes, estábamos todos a su servicio. Era el hermano, el hijo, el nieto de los más viejos de la sala. Al principio desconfiado, pero luego fue más locuaz. 
En medio de una conversación supe que vivía casi al frente de una tía de mi señora. Si sales libre, ya sabes, avísales que estoy vivo y que no se preocupen. Años después supe que lo hizo y la tía no le creyó, a nadie le contó de esa extraña visita, con un recado tan burdo, es una trampa, dedujo. Arturo, el profe de música, se integró al grupo con entusiasmo, tenía buena voz y cantaba en nuestros relajos nocturnos. Era parte de la terapia informal pero necesaria. 
A los pocos días salió el profesor que llevaba dentro. Barría nos propuso la idea de formar un coro y él se encargaría de la selección. Uno a uno nos hizo cantar y ordenó las voces, muy luego comenzaron los ensayos del coro en Cuatro Álamos. Eso se transformó en una de las mejores formas de resistir. Resistir al miedo, resistir a la angustia, la música se transformó en nuestra arma de combate para enfrentar los más duros momentos. Integrantes del grupo nos abandonaban en la jornada para ser torturados, a su regreso se sumaban a las voces del coro. Aquellos que regresaban en muy malas condiciones sanaban sus heridas al cuerpo y a la moral con las notas que entonaban sus compañeros de desdicha.
En el día los ensayos eran en voz muy baja, nos tenía que enseñar la letra de una canción muy simple y poco a poco fuimos comprendiendo sus gestos para entrar con las voces en el movimiento indicado. Sin duda era un muy buen profesor, tenía paciencia, lo hacía con mucha mística, tanta que también lo sacaban para interrogarlo y regresaba para seguir en lo suyo. El rol que estaba jugando le permitía superar el maltrato y la violencia, la música puede más. También por la música era golpeado, había estado en Cuba para mejorar lo que sabía de piano. Querían saber qué más había aprendido.
Una noche llegó el gran día, éramos más de 20 los del coro, cantábamos a tres voces: “En un lejano bosque cantaba el cucú, oculto en el follaje al búho contestó, cucú, le llamó, cucú, cucú, cucú, cucú …” Era una canción casi infantil, pero con cariño, con fuerza, con rabia y, al mismo tiempo, con amor, lo que salía de nuestras voces era realmente bello, eso se cantaba allí, un recinto rodeado por cuatro miradores, cercado por alambres de púas y carabineros por todos lados, saliendo de las peores torturas sanábamos, con esa canción, todas las heridas. Mientras cantamos se produjo un silencio en todo el recinto, cantábamos los desaparecidos, los que no existíamos, los presos no reconocidos, cantando se escuchaba que estábamos vivos que estábamos allí y, a pesar de todo, todavía éramos capaces de cantar. Vino el guardia, apagó la luz y nos hizo callar. La noche siguiente, vino y nos dijo: piden que canten de nuevo, entendimos que quienes lo pedían era el resto de los presos de Cuatro Álamos, nos dejó cantar y abrió la puerta de la más grande de las celdas, así el cucú el hermoso cucú recorrió todo el pasillo del pabellón. Nuestro coro, que lo formábamos casi todos, sanó los males de los demás.
Arturo Barría, con 38 años cuando fue detenido, era comunista, el profesor de música, nuestro director de coro salió una última vez y nunca más regresó. Apareció en la lista de los 119 supuestamente acribillados entre ellos, según el montaje comunicacional de aquella época. Roberto Meneses, el joven estudiante del Darío Salas que vestía uniforme, finalmente quedó en libertad. Pero nada murió, las voces todavía las escucho, el coro marcó un periodo, las notas siguen en los oídos de muchos y Roberto, el más joven de la sala 13, hoy es profesor de música. Profe, la música nunca muere. “…Cucú, le llamó, cucú, cucú, cucú, cucú …”

CABALLITO DE MAR – 13
Habían pasado varios días y Joel Huaiquiñir no volvía, me empecé a preocupar por El Huaico, situación parecida ocurría con Van Yurick , a ambos los habían sacado los agentes y no regresaban. El resto éramos casi los mismos, Juan Ramírez, de Madeco, había otros con él, Manuel Salinas, ya nos hablaban, al comienzo estaban tímidos, bueno, la desconfianza era total y era normal. 
Vino un guardia y al azar eligió a un grupo de prisioneros, me tocó en el grupo, su actitud, la manera en que hizo la selección hacía presumir que el destino no era el habitual, no nos pusieron vendas, éramos seis. Tomamos el largo pasillo, salimos del pabellón y nos mostró el patio que estaba frente a las ventanas para que lo limpiáramos, había maleza y, entre ella, muchos papeles. 
El que pudo ser un trabajo se transformó en un momento agradable y de preocupación para mí particularmente. En una de las piezas había un detenido que hacía en la clandestinidad una tarea similar a la mía, también era correo, no conocía su verdadero nombre pero a él también lo conocía Luz Arce, que a esas alturas ya era una agente más. Tenía que hacerle saber aquello, pero nos habían advertido que no podíamos hablar, nos miramos y nos dijimos mucho: qué bueno que estas vivo, qué alegría encontrarte pero preocúpate, eso era al menos lo que yo quería transmitir.
Entre los papeles había mensajes que nunca llegaron a destino, listas de nombres, saludos y cariños de las presas para sus compañeros o amigos detenidos en otras celdas, esas historias de amor estaban allí repartidas en el pasto. Fue bueno que nosotros las recogiéramos y no cayeran en manos de la DINA. Oye, ¿tú quién eres?, me preguntaron desde una de las piezas ocupadas por mujeres, no ganaba nada con decir mi nombre, no me conocían, les dije: soy El Foca. Tú eres El Foca, qué bueno, cuídate, y hubo risas entre ellas, explicaban el por qué del apodo.
Dejamos bastante limpio, sacamos dos bolsas de basura. Y allí había parte, párrafos de alguna historia que nunca conoció el final, besos de despedida, abrazos solidarios que nunca llegaron a quienes ya no están u otros que hoy vivos nunca supieron. Un simple gesto, una sonrisa, una mirada bastaron para dialogar en silencio con el resto de los presos de las piezas chicas como les llamábamos. De todos sólo conocía a uno de los presos y tenía que advertirle.
Cuando llegó la comida aproveché de preguntarle al guardia por El Huaico. Se lo llevaron al sur, me respondió. Algo de lógica tenía su respuesta, Huaiquiñir tenía que ser del sur, por su origen mapuche. El Huaico nunca más volvió, hoy es otro detenido-desaparecido, no hubo más chistes del Huaico otros presos siguieron con su rutina en la noches de la pieza 13 en Cuatro Álamos. Me preocupaba la forma de avisar al Memo que tenía que evitar encontrarse con Luz Arce.
El correo de la piedra ya no era tan seguro, no le podía enviar un mensaje para contarle, yo mismo vi los papeles perdidos en el intercambio. Y como me habían advertido, ni uno mismo sabe hasta dónde puede aguantar. Lo mejor en esas circunstancias era no saber nada. Así y todo la comunicación con el pabellón continuo con Tres Álamos se mantenía. Algo sospechaban, un día llegaron a tapar con madera el vidrio que antes cubrían con un paño, la puerta tenía un vidrio en la parte superior, ni los presos del lado se asomaban a mirar, menos nosotros, las consecuencias podían ser nefastas. Ahora con el trozo de madera sería más difícil, pero la parte inferior, la que nos interesaba, siguió igual. Podían llegar cigarrillos y chocolate y nosotros enviar los mensajes.
Una vez más la suerte estuvo de mi lado, una mañana un guardia nos dijo que esa tarde traerían un televisor para que viéramos un partido de fútbol. Nos pidió que no hiciéramos escándalo y que traerían al resto de los detenidos, sólo a los hombres. Rápidamente me puse a conseguir lápiz y papel, en un breve relato conté lo que me había sucedido y mi versión ante la DINA en caso de careo, lo logré y escondí en mi calcetín el mensaje. Igual tenía miedo. Habría guardias y el castigo por lo que estaba haciendo podía ser grave. En esas condiciones la gravedad te puede costar la vida.
Nuevamente volví a recordar a mi familia, mis amigos, mis compañeros, a todos los que alguna vez conocí, no eran tantos, era joven todavía. Me dio mucha pena pensar que quizás no podría cumplir la promesa que había hecho a mi abuela Ana cuando tenía unos 15 años. Estaba perdiendo la vista y me confidenció que hacía muchos años que no iba a Valparaíso, donde había nacido. Abuelita, le dije, le prometo que cuando sea grande la voy a llevar a ver el mar en Valparaíso. Ya era grande y se me estaba terminando el tiempo. Tuve mucha pena, no le iba a poder cumplir.
Llegó la tarde, debía ser sábado, ya era septiembre por el sol y menos frío. Entraron un televisor y comenzaron a llegar las visitas, los presos de las piezas chicas, a nosotros nos mandaron al fondo de la sala grande, llegó también el Memo y como a los demás lo sentaron en el suelo. Mi lente quebrado sirvió para convencer a un guardia que con el vidrio trizado no podía ver. Me autorizó para estar más adelante y me senté al lado de mi compañero de aventuras clandestinas. No sé quién jugaba, tampoco recuerdo quién ganó, pero transpiré más que todos los jugadores. Tenía mi propio campeonato, un solo gol bastaba, entregar el papelito sin que nadie se diera cuenta y que nadie viera al Memo guardarlo, no cruzamos palabra y todo resultó. Pero el miedo duró hasta que los sacaron de la sala. Otra vez me salve y venía una nueva etapa. 
Pasaron varios días, siempre lo mismo en ese purgatorio. A Roberto, el estudiante, lo sacaron y no volvió, estaba libre. El panadero también. Los del club deportivo volvieron a sus casas y para los que allí seguíamos, la espera era demasiado larga. Había momentos en que derechamente nos entregábamos incluso conversando; si nos van a matar, que lo hagan luego. Uno lo decía pero, al mismo tiempo, el impulso por las ganas de vivir te llevaba a jugar un ajedrez o un dominó para cambiar de tema y pensar en otra cosa.
Pablo Muñiz y Mario Aguilera, a la puerta, grita el guardia. Nos hace avanzar sin vendas por el pasillo, con Pablito nos miramos con incredulidad, había sólo dos posibilidades, nos dejaban libres o pasábamos a Tres Álamos, las dos eran mejor que donde estábamos. Nos hicieron firmar un papel, seguramente decía que allí no se nos hizo nada y que salíamos en buenas condiciones. No lo leí, sólo firmé. Hice un gesto con la mano en dirección a la pieza 13, seguro que nos estaban mirando antes de cruzar la puerta metálica. Síganme, dijo el guardia, salimos del lugar y comenzamos a caminar hacia la derecha, todavía podía ser camino a la libertad. Aparecen dos carabineros, el guardia les dice: ellos son, no hubo que seguir mucho más allá, abren la puerta y nos hacen entrar en otro pabellón. Era Tres Álamos, mucha gente, muchos presos, un patio grande, una torre de vigilancia, casi allí mismo nos miramos con Pablo y nos dimos un abrazo, estábamos vivos y pasábamos a ser prisioneros de guerra, ahora reconocidos. No habíamos alcanzado a decir nada y empezó a llegar gente al lado nuestro, de dónde vienen, nos preguntan, Cuatro Álamos, respondemos, de aquí al lado y comienzan los abrazos, ellos sabían de dónde veníamos, por lo que habíamos pasado, se multiplicaban los abrazos, de cariño, de solidaridad, de comprensión, ellos sabían que nos habíamos salvado. 
Te duele algo, te sientes bien, tenemos médico aquí, también algunos medicamentos, tienen hambre, nos decían, fruta, sí, fruta, traigan fruta para los cabros, con Pablo nos mirábamos incrédulos y nos volvimos a abrazar. Parece que ahora sí llegamos al paraíso. La pregunta que no podíamos no hacer: ¿de aquí te pueden sacar, la DINA te saca? Tranquilos, compañeros, ahora están salvados, sólo una vez ocurrió, pero en general eso no pasa, aquí tendrán visitas e incluso les pueden traer ropa y comida. Entre varios nos hicieron caminar por un pasillo un poco desaseado y nos entregaron una litera al fondo, justo al lado de la puerta que daba a Cuatro Álamos, a centímetros de donde estábamos, donde quedaron muchos y todavía estaban en condición de desaparecidos. Ahora me tocó abajo, me senté y se me vino todo encima, me puse a llorar como un cabro chico, vería a mi señora y a mi hijo, a mi mamá, ya no tendría el temor al escuchar la puerta, podría vivir de nuevo, pero qué pasará con los de al lado, habrán vuelto todos, volverán los que sacaron en la mañana. Lloraba por ellos y de felicidad por lo que venía, pensaba que al fin se había acabado la tortura. Me sequé las lágrimas, me puse de pie, miré a Pablo y estaba en las mismas, me hice el valiente y le dije: llora, no más, Pablito, te hará bien. Se cumplió el sueño, estamos en Tres Álamos.

CABALLITO DE MAR – 14
Nos tocó un camarote, sin embargo había gente en el suelo, en los pasillos, preguntamos la razón y nos explicaron que quienes venían de condiciones peores serían los prioritarios. Los del pasillo venían de Chacabuco u otros campos de concentración reconocidos. Nos prestaron toallas, jabón, champú y máquinas de afeitar, todo un lujo, el agua era muy helada, pero daba lo mismo. Alguien incluso me pasó ropa interior, demostraciones de solidaridad que de verdad emocionaban. No paraban de preguntar, cada vez que conocía a un nuevo detenido quería saber qué necesitaba, si algo me dolía, me ofrecían comida, fruta en particular, algo que casi había olvidado.
Se pasaba lista tres veces al día, mencionaban el nombre y el primer apellido y uno respondía con el materno, a la semana ya se conocía al preso por su nombre y ambos apellidos, salvo uno, el carabinero a cargo gritaba Bruno y el Silo chileno respondía Von Erhenberg. En total éramos más de 150 internos en Tres Álamos. Estábamos divididos en “carretas”, en las que la gente se agrupaba por distintas razones, se conocían de antes o simplemente ocupaban la misma pieza, en las piezas había 4 camarotes y eran ocupados por cuatro, seis u ocho presos, dependiendo del hacinamiento. Salvo en la pieza grande o Terminal Pesquero, como le llamaban los propios residentes de la sala más extensa.
Después de la primera lista, los hábitos de los presos eran diversos, desde el aseo personal hasta cursos de la materia que uno quisiese. Había profesores para todo tipo de especialidades: historia, filosofía, inglés, francés, alemán, matemáticas o simplemente castellano. Había algunas comodidades que casi habíamos olvidado, aparatos de radio para escuchar las noticias, Radio Balmaceda era una de las favoritas para informarse. También existía un televisor en un sector del patio vecino a la sala grande, se prendía en la tarde. Con Música Libre, uno de los más vistos, se iniciaba la tanda programática de Tres Álamos. No eran muchos los asiduos a la tele. Los libros eran los tesoros más preciados, había tiempo para la lectura y la conversación.
No era raro ver a presos caminando durante horas a lo largo del patio que había en el lugar, se ponían al día de tantas conversaciones y anécdotas pendientes. Los que venían llegando de Chacabuco, luego de haber hecho un largo recorrido desde el Estadio Chile, Estadio Nacional y el periplo por el norte llegaban a este recinto con dos destinos previsibles, salir libres o expulsados. Luego había otros grupos bien marcados. Los artesanos: la mayor parte se inició como artista en esas condiciones, los del norte traían ónix en sus bolsillos y se les veía sentados en el suelo, un pocillo con agua, pasando las piedras por el suelo o en maderas con lija para modelar los futuros colgantes que luego entregaban a sus familiares. Otro grupo eran los deportistas: trotaban, hacían ejercicios o formaban parte de alguno de los equipos de baby-fútbol, del infinito campeonato que nunca tuvo un campeón. 
Los jugadores salían fuera del país, expulsados, otros lograban su libertad, buena parte eran destinados a Puchuncaví o Ritoque, se sumaban otros y así la pelotita seguía rodando en el patio donde un nogal que también era cancha daba su sombra, dependiendo de la hora, en un sector del patio. En el pabellón vecino estaban las mujeres, el muro que nos separaba tenía lugares en que faltaba un poco de cemento y la unión permitía ver algo, estaba prohibido mirar, pero se podía hablar: el teléfono, le llamábamos. No era raro escuchar a alguien que gritaba: Hernán, Carlos o Gustavo, teléfono. Para los presos no era misterio que su señora, compañera o simplemente amiga solicitaba hablar con ellos. Y se instalaban durante largos minutos a entablar conversaciones en el lugar, cuidando de no ser detectados. Era castigo seguro, el “chucho” estaba destinado a ello y también por otras faltas. 
El Chucho era un subterráneo, bajo la casona principal donde funcionaba la comandancia, destinado a los castigos, ellos podían durar horas e incluso días, aislados del resto de la población del campo de prisioneros. Todo el recinto estaba a cargo de Carabineros, al único a quien le conocíamos el nombre era el comandante a cargo del lugar, el coronel Conrado Pacheco Cárdenas. Los suboficiales con los que se tenía contacto eran los encargados de nuestra custodia. Todos tenían apodos: uno moreno, más bien gordito, era El Cuervo, otros dos cuya característica principal era la diferencia de tamaño, pero ambos pertenecían a la dotación de la Vigésima Segunda Comisaría, la llevaban marcada en sus uniformes, por tanto eran el 22 corto y el 22 largo.
Las carretas eran la forma de organizarse para comer y compartir lo que llegaba desde el exterior, no todos los prisioneros eran de Santiago y no siempre tenían visitas o paquetes de sus familiares. Los que llegábamos no teníamos que elegir, simplemente te integraban a una de las carretas y esa era tu nueva familia. Nos turnábamos las tareas: un día eras cocinero, al siguiente lavabas los tiestos, ponías la mesa, bueno, le llamábamos mesa, al otro te tocaba hacer el postre, postre que no te sorprendía, todos los días tutti-frutti, había que ocupar todo lo que llegaba.
Canasta jugaban los más viejos, con naipes reales. El ajedrez era también muy solicitado, claro que con piezas que tenían menor valor que las de migas de pan del pabellón contiguo, lo mismo con el dominó. Se nos ocurrió, en un momento, pasar un juego de naipes bajo la puerta que nos separaba de Cuatro Álamos, pero fuimos los que veníamos llegando quienes nos opusimos, al lado el castigo podía ser mayor si se descubría que bajo la puerta había un puente que unía a los que aún estaban desaparecidos con los presos reconocidos administrativamente. 
Llegué a Tres Álamos poco antes del 18 de septiembre, aniversario patrio que no tuvo connotación ninguna. Antes de tener la primera visita, recibí un paquete, venía ropa limpia y comida, era otro el régimen en ese lugar. Los paquetes los sábado, visitas los martes y jueves, 15 minutos en cada ocasión, la primera visita fue un momento impresionante. En las puertas del lugar eran cientos las personas que venían a visitar a sus familiares, horas de frío o calor según la estación, todo eso por unos minutos y saber de los suyos.
Éramos unos veinte los prisioneros, igual cantidad de familiares, una mesa nos separaba y estábamos ansiosos. Comenzaron a llegar, el optimismo y la emoción del momento era opacado por los gritos de los carabineros encargados de la guardia, no se tomen las manos, abajo los brazos, eran parte de las órdenes. El mirarse a los ojos lo decía todo, el ruido era mayor, todos hablábamos al mismo tiempo y no se entendía nada, todo lo que había pensado decir ya no tenía sentido. Hacer el recorrido de toda la familia bastaba para que los minutos fueran sumándose a la angustia. 
Todos, todos mentíamos, estoy bien, no se preocupen, sí, un poco más flaco, estaba preocupado por ustedes y ese día todos bañados, afeitados, nos presentábamos con la mejor cara. Pero la mirada, los ojos vidriosos eran testigos de lo que tanto había querido ver en todas esos días con la vista vendada, eso tampoco se contaba. Esos dolores, esos horrores, la corriente, los golpes, eran parte de la historia que no quería contar. Había otros que todavía estaban en José Domingo Cañas, en Villa Grimaldi, en Cuatro Álamos, eso en Santiago, en el resto del país había otros lugares donde pasaba lo mismo. No se preocupe, estoy bien, le decía a mi señora, La Chica me miraba y, estoy seguro, no me creía. 
A esa primera visita no vino mi hijo, pero entre los gritos supe que estaba bien. Eran 15 minutos, que compartió con mi mamá. Entre salidas, fila y registro se transformaban en cinco para cada una. Con la mirada nos dijimos todo y así también nos despedimos. Mi vieja entró y duró muy poco antes de ponerse a llorar, entre tantas lágrimas supe de mis hermanos, de mis tías, de mi abuela, primos, primas y tantos otros de la familia que estaban preocupados por mi suerte, habían pasado más de 40 días desde aquel 12 de agosto. Ella me miraba y no cesaba de decir: a mí no me mientes, cuéntame qué te hacen. Nada, mamá, nada, de lo contrario no tendríamos visitas. Era una emoción llena de egoísmo, pensando en los compañeros que estaban todavía en manos de la DINA, no había tiempo para explicar nada y menos para exponer por lo que había pasado, eso no se cuenta, se guarda y se guarda por mucho tiempo, ya llegará el momento, la memoria es mucho más que una herida, la memoria no cicatriza jamás.

CABALLITO DE MAR – 15
Mientras estábamos con la vista vendada la noche era muy larga y al cabo de unos días se perdía el calendario en medio de los cortos momentos que servían para dormitar y recobrar fuerzas para lo que venía más tarde. Ahora es distinto, tenemos la oportunidad de ver atravesar los días con toda su gama de colores, los minutos, las horas y los días son muy largos, demasiado largos. Es necesario ocupar cada segundo, comencé a vivir lo que pensaba era el final y todo el tiempo, las cosas, las personas, los momentos, todo es importante, lo que antes parecía anodino hoy es especial. Hasta las moscas se ven diferentes, son seres vivos.
Ocupar el tiempo, me integré al equipo del diario mural que había iniciado Humberto Mewes, un gran diagramador. Había un especialista en caricaturas, los textos daban cuenta de lo que pasaba en Tres Álamos y uno que otro guiño a las actividades de los prisioneros. Con Pablo Muñiz comenzamos a hacer una lista diaria de semaneros. Los pasillos y los baños estaban casi siempre sucios, salvo cuando uno o dos presos hacían un aseo completo, para sentirse ocupados. Ya conocíamos todos los nombres e incluso el orden alfabético y así, día tras día, todos se fueron sumando al equipo de aseo y se empeñaban en hacerlo mejor que sus predecesores. Todo estaba mucho más limpio y nos enorgullecía ser capaces de algo tan simple.
Había un par de campesinos que no sabían leer, encontraron el apoyo de otros que, en voz alta, les leían los libros que estaban en sus manos, escuchaban maravillados las historias que traían las hojas de papel, eran varios los cómplices de esa tarea. Hasta que un día el doctor Behm les retó. Esa no es la solución, les dijo, enojado, si les quieren ayudar, ahora tienen tiempo y les pueden enseñar a leer. El llamado de atención tuvo rápido éxito y en largas jornadas se turnaban los profesores. El objetivo poco a poco se fue cumpliendo, estaban juntando las letras, meses más tarde supe que en Ritoque eran asiduos lectores. 
En la organización de los prisioneros había una instancia de representación, el Consejo de Ancianos, el presidente de dicho consejo era don Mario Mayol. Había perdido una mano mientras fue oficial por el ejército paraguayo en la Guerra del Chaco, él y los otros tres miembros del consejo habían sido designados por Conrado Pacheco y nos representaban ante la comandancia del campo de prisioneros, eran los que tenían más edad entre nosotros. 
Hubo momentos en que la seguridad se hizo insoportable, era demasiada la gente que llegaba a preguntar por sus familiares presos y estos todavía estaban en Cuatro Álamos. Los custodios sabían que de alguna manera llegaban y salían mensajes desde allí. Llegaban entre los paquetes bolsas llenas de hojas de lechuga o repollo, al ingreso habían registrado hoja por hoja para detectar algún papelito sospechoso. Las bastas de los pantalones siempre fueron más seguras. 
Buscar la manera de burlar la seguridad era siempre la tarea del momento. El agua caliente era un tema, el té, el café o el popular mate en esas largas horas, el agua caliente era una necesidad. Llegaba un fondo con agua a eso de las cinco de la tarde y era todo, agua apenas tibia. Algún sabio loco o simplemente un profesor o alumno de electricidad, había inventado un aparatito mágico, los famosos “piticlines”, dos cables eléctricos unidos a los carbones de dos pilas, los extremos al enchufe y el extremo de los carbones en un tiesto con agua. A los minutos el agua comenzaba a hervir, en cada pieza o celda había más de un piticlín.
Cuando llamaban a formación en más de una ocasión, alguien olvidó desenchufar el piticlín y en un rincón de la habitación saltaban las chispas cuando se tocaban los carbones al movimiento del agua que hervía a más de cien grados. Fue así como los carabineros descubrieron los aparatitos que hacían circular como carrusel el marcador del consumo de electricidad del campo. Formación gritaban, todos al patio y comenzaba el allanamiento pieza por pieza, al suelo las sabanas, las frazadas y los colchones buscando los piticlines. Salían felices con tres o cuatro aparatitos en sus manos, sonrisa de satisfacción y genialidad burlona por el deber cumplido.
Pero allí no terminaba el juego, el mate de las 10 de la noche era mudo testigo de los piticlines salvados del registro policial. Además de los escondites para los mensajes y otras herramientas, estaba el “barretín” especial para piticlines, todo servía, el piso era de parquet, bajo la madera del piso siempre había uno suelto y abajo el espacio necesario para esconder algo, con un destornillador artesanal se sacaban los enchufes o interruptores para utilizarlos como barretines o simplemente el camarote, la estructura era un tubo metálico, allí entraban metros de cable eléctrico y carbones para fabricar otros piticlines, el agua caliente no podía fallar. 
Contemplaba la luna desde la ventana del pasillo y le daba gracias por la ayuda que me había prestado tantas veces, estaba vivo y la podía ver, era suficiente para mi ceremonia pagana de agradecimiento, estaba allí redonda y luminosa, ella también me miraba y volvía cada noche. A la mañana siguiente me abandonó. Mario Aguilera, llaman a la puerta, voy raudamente y el carabinero me dice: te vienen a buscar, los tienes que acompañar. Se me vino el mundo abajo, había preguntado y me aseguraron que la DINA no venía a buscar a nadie. Hubo un solo caso, el profesor Nilo me dijeron, pero a él le encontraron unas armas en su casa.
Fui a buscar un chaleco, el miedo me recorría entero, tuve visitas, recibí paquetes, lloré de alegría y ahora de regreso a lo mismo, no quería más guerra, estaba deshecho. Toma flaco, me dijo alguien y me puso una pastilla en la mano. No sabía si era un veneno, un calmante o un simple Mejoral. Me hicieron firmar un papel, que no leí, otra vez la venda y nuevamente una camioneta, sentado en el suelo, tiritaba y no era de frío, me preguntaba qué habían encontrado, a quién habían detenido, sólo preguntas y ninguna respuesta, tampoco sabía cuál era mi destino. 
No tuve tiempo de hacer el recorrido mentalmente, me bajaron de la camioneta y rápidamente supe dónde estaba, José Domingo Cañas, me sientan en una suerte de butaca y traen a otro detenido, llega un guardia y nos esposa. Primera vez que me esposaban, el miedo crecía, en susurro le pregunto el nombre a mi nuevo acompañante, Juan Mura Morales, me dice, su nombre no me decía nada, quería ver su cara pero no era el momento de correr riesgos. Estaba allí cuando, con un movimiento no previsto, mi mano salió de la esposa, quise reintentar ponerla pero una mano me vino a buscar y me saco del asiento. Entré a una sala y allí había tres personas, me piden que me siente y que me calme, el trato parecía deferente.
Somos de la Policía de Investigaciones me dicen, todo lo que queremos es que nos repitas la misma declaración que le hiciste a la DINA, la pedimos y no la quisieron entregar, así que coopera, cabrito, no te vamos a golpear, me aseguran. Fueron haciendo preguntas y yo les respondía. Sabían más que mis propias declaraciones: estuviste 14 veces detenido, me recordaron, eras secretario de redacción de la Revista Indoamérica, primera vez que me lo decían. Repetí toda mi declaración casi palabra por palabra y así poco a poco fui recobrando confianza, perdiendo el miedo y creyendo que era personal de la policía civil. Pasó un par de horas y dieron por terminado el interrogatorio. Uno de ellos me dijo: conoces a Pablo Muñiz, contesté afirmativamente, dale saludos, me dijo, soy amigo de su papá.
Me sacaron a una silla en el patio, me dejaron sentado un par de horas, hasta que nuevamente a la camioneta. Había dos posibilidades, Villa Grimaldi o de regreso a Tres Álamos. Ya era tarde, seis o siete de la tarde, hicimos el recorrido, me sacan la venda y me encuentro de regreso en un lugar conocido. Abren la puerta y los abrazos solidarios se me vienen encima, abrazos reales, fuertes y solidarios, sentía que estaban incluso más contentos que yo, a la mayoría no los conocía, los había visto sólo en ese lugar, pero sus gestos eran de hermanos, de amigos, de compañeros, algunos me besaron la cara, otros me acariciaban el pelo, estaban felices, otro más que se salvó y en medio de un abrazo la veo, ella estaba allí, la luna me estaba mirando y le susurré, gracias de nuevo, a mi amiga la luna, otra vez me estaba iluminando.

CABALLITO DE MAR – 16
Recobrar las confianzas era un trabajo largo, tedioso y de joyería. Incluso quienes se conocían de antes debían pasar varias barreras, antes de retomar la complicidad necesaria para contar en lo que estaban, por qué fueron detenidos y hasta dónde lograron aguantar en la tortura. Ese drama se daba incluso entre los militantes de un mismo partido, quién habló primero, quién cayó antes en manos de la DINA y nadie tenía la certeza del futuro, si salías libre te podían detener nuevamente y en la tortura nadie sabía cuánto podía hablar, lo más seguro era saber lo menos posible. En esas condiciones era más confiable el desconocido, aquel compañero que conociste y en las peores condiciones.
Por Tres Álamos pasaban aquellos que tenían otros destinos, venían camino a la expulsión o a la libertad que todos soñábamos. Allí me di cuenta que a pesar de ser tratados como animales, no lo éramos tanto. En Londres, Grimaldi o José Domingo Cañas, vendados, sin comida ni cama, queríamos llegar a Cuatro Álamos, sin venda, con ducha y comida pero desaparecidos, una vez allí se abría una nueva ambición, el otro pabellón, el de las visitas, de los paquetes sin el miedo por la DINA y una vez allí ahora quieres estar afuera, la libertad está a unos cuantos metros, tienes visitas, pero quieres verlos a todos, a toda la familia, a los amigos, hacer el amor, correr por una plaza, por un parque, pero es una libertad restringida y a pesar de todo quieres salir para seguir en lo que estabas y ahora más, convencido, quieres democracia, terminar con la dictadura, organizar a la gente y contar a los cuatro vientos lo que pasa cuando caes en manos de los servicios de seguridad, la tortura existe y debe terminar.
Formación, grita uno de los vigilantes y rápidamente vuelvo a mi realidad, estoy preso, hay torres de vigilancia, muros con alambres de púa, tres muros antes de llegar a la calle y esa es la condición de todos. En medio de los artesanos me encuentro con Leonardo, Leonardo García, uno de los más golpeados en Londres, aquel que inventó las armas en su patio para despedirse de su señora, con la que se había casado hacía poco. Mapache le decían muchos, todavía tenía sus ojos morados por el golpe cuando lo lanzaron del entrepiso, era del FTR, Frente de Trabajadores Revolucionarios en Comandari, una empresa textil.
Mario, me dicen, te llaman en la puerta. Otra vez el miedo. Y ahora qué, me preguntaba, tratando de hacerme el valiente, llego allí y el 22 corto me pasa un paquete, no era sábado, no correspondía, esto te mandaron de al lado, una bolsa de papel, con dos muñequitos al interior. Una de las detenidas me mandó un regalo, no sabía quién, eran dos muñequitos, una pareja, un “soporopo” y una “miracha”, las presas hacían sus propias artesanías. Me llamaron al “teléfono” de la muralla y allí supe quién era mi amiga solidaria. Era Nieves Ayres, nos conocimos cuando ambos éramos dirigentes de la FESES, ella delegada del Liceo 1 y yo del 7 de Ñuñoa, nunca hablamos mucho, pero nos encontramos en varias manifestaciones y asambleas de la FESES, habían pasado años y estábamos compartiendo la misma suerte.
 
A los muñecos les llamaban Soporopos, los bautizaron así buscando un nombre bien chileno, más chileno que la sopa de porotos; sopa de porotos, eureka, dijo alguna, Soporopos. Y así quedaron bautizados. Tenían pantalones, chaqueta, patitas y un gorro de lana, todos hechos con mucha paciencia, con ganas y mucho cariño. Algo similar pasaba con las Mirachas, las muñequitas las comenzaron a hacer las compañeras del MIR y garantizaron autoría, las llamaron Mirachas y así quedaron. De nuestro lado todo era más fome: repujados de cobre, cada uno hacía el suyo, los adornos de Ónix trabajados con paciencia infinita y otros tejiendo hilos de colores, más bien trenzando hilos para hacer colgantes y pulseras para esposas, novias o hijas, éramos bien poco creativos.
 
A pesar de las desconfianzas circulaban historias de detenciones dignas de películas de suspenso, cruzar panderetas y esconderse en la casa contigua durante horas y ser denunciados por los vecinos cuando se pensaban a salvo. Otros que estuvieron a punto de escaparse, pero cometían el error de esperar más de la cuenta en el punto de encuentro con el contacto y era una ratonera. Sólo contaban esa parte de la detención, el resto todos lo conocíamos, habíamos pasado por allí remover el dolor de esos momentos, estaba al borde del masoquismo, no era tema.
Pero no sólo llegaban militantes, algunos detenidos por error, otros simplemente por delación, pero hubo un caso en Tres Álamos que nos dejó perplejos. Un grupo de extremistas, como decía la dictadura, asaltaron el Banco Do Brasil, en calle Agustinas casi frente al Teatro Municipal, escaparon con algunos millones de pesos y burlaron a la policía. El titular del vespertino decía escaparon en un taxi y en todo Santiago se realizan operativos. De ese titular un taxista se aprovechó para inventar la peor historia para escaparse unos días con su amante.
 
Llegó a su casa y le contó a su señora: viste lo del asalto. Sí, lo supe, escaparon en un taxi, le dijo su mujer. Imagínate cuál taxi, mi vida, dijo con sonrisa socarrona, el taxista era de izquierda allendista a lo mucho. Explicó a su mujer el riesgo que corría y le afirmó que debía esconderse por unos días, hasta que pasara el peligro. Ella entendió, le pasó un poco de plata y partió a esconderse por unos días a Viña del Mar junto a su amante. Su señora intranquila, pero orgullosa de su marido, le contó a su mejor amiga, su mejor amiga a su mejor amiga y así llegó a oídos de la DINA.
 
Nuestro amigo el taxista ya había regresado de su “clandestinidad” cuando lo detuvo la DINA, lo golpearon hasta más no poder y seguía negando su participación, los agentes detuvieron a su esposa y ante las torturas no le quedó más que confesar lo que su marido le había contado. Al pobre, ante las nuevas golpizas, no le quedó más que contar la realidad y confiar que todo fue una mentira para perderse unos días con su amante. No alcanzó a terminar su historia y su amante también fue detenida para comprobar si la historia se confirmaba. Otra vez careo, golpes a la mujer, submarino o corriente a él y finalmente todo calzaba.
 
El Taxista Weón, como le llamábamos en su ausencia, llegó morado por los golpes desde los tobillos hasta el cuello. Solidaridad de género o simplemente comprensión, se le integró a una carreta, no recibía visitas ni paquetes, su mujer y su amante lo habían abandonado. No estuvo mucho tiempo, ya recuperado de los golpes, finalmente el taxista más weón de Chile salió en libertad.
No todos tenían la misma suerte, había detenidos que estaba privados de libertad desde el mismo once de septiembre del 73, había pasado más de un año y no tenían juicio, desconocían las razones de su detención, eran y éramos prisioneros de guerra, pero no se respetaban los derechos de los prisioneros como lo estipula Naciones Unidas, no había mucho a quién reclamar. Hubo algunos consejos de guerra, caricatura de esos tribunales, sin posibilidad de defensa o simplemente con defensores designados por el mismo tribunal, un mal espectáculo para la justicia castrense. Las condenas iban desde la detención prolongada hasta la pena de muerte. Aquellos con mejor suerte llegaban también a Tres Álamos y sus testimonios eran parte de las largas conversaciones en ese recinto.
Había un cuestionamiento al Consejo de Ancianos, nada en contra de quienes lo integraban, la forma en que fueron elegidos era el tema y los propios integrantes se veían forzados a una representación que no les agradaba, no querían aparecer ante sus pares como los delegados de Pacheco Cárdenas. Fueron los propios ancianos quienes renunciaron ante el comandante del campo y se llegó al acuerdo de elegir entre los presos a sus representantes. Hubo discusión entre los presos para reglamentar la elección pero finalmente se resolvió que todos tenían derecho a voto e igualmente todos teníamos derecho a ser electos, todos éramos candidatos y un día se produjo la elección, hubo urna, mesa de sufragio y el listado que ya conocíamos de memoria, con tal formación cada día.
Para sorpresa de muchos, y sobre todo mía, en esa la primera elección del Consejo de Ancianos salí elegido, con mis cortos 22 años, presidente de esa instancia. A esas alturas no tenía mucho de anciano y jugó en mi favor el listado que día a día estuve haciendo con otros dos compañeros de los semaneros encargados del aseo de los pasillos y los baños del pabellón que ocupábamos. Al día siguiente debimos reunirnos con el comandante, reunión cargada de amenazas, la disciplina la imponía él y cualquier cosa que se nos ocurriera solicitar sólo él lo podía decidir. Nos pidió tenerlo al tanto de lo que ocurría al interior del penal. Aproveché de romper el hielo y con un tonito divertido le dije que tuviera la certeza de que si sabíamos de un intento de fuga, lamentablemente no le íbamos a contar. A Pacheco no le gustó el chistecito y puso término a la primera reunión. Ya me veía candidato al “chucho” pero en esa ocasión no ocurrió.
 
El momento de las visitas era el más esperado por todos, la alegría de ver a la familia, a los más cercanos, amigos y compañeros, eran sólo minutos pero la alegría de ese encuentro duraba días, con los más amigos, con la carreta, con el compañero de caminata se repetían los detalles del encuentro y se compartían los problemas de quienes estaban afuera, en muchos casos perseguidos ellos también, sin trabajo, sin plata y viviendo de la solidaridad de muchos. Pero los momentos más complejos era para los presos oriundos de regiones, ellos lo sabían, todos lo sabíamos, no siempre podían venir a verlos. Todos nos bañábamos muy temprano el día de visitas, jabón, desodorante, colonia y bien afeitados, para esperar la visita con la mejor cara. En ocasiones ellos, los de provincia, se quedaban sentados en las bancas cerca de la puerta esperando que les llamaran y su apellido nunca se nombró. No importa, sabía que era difícil, decían, pero bastaba un abrazo solidario, para que los que no tuvieron visita se quebraran y la entereza que mostraban para enfrentar el momento se convirtiera en sollozo.
 
Los solitarios, los retraídos, los desconfiados, aquellos más introvertidos, los que se guardaban todo para sí, eran compañeros que debíamos cuidar, no era tarea fácil y me sentía responsable. Ahora, a la cabeza del Consejo de Ancianos, tenía el deber de ayudar a levantar el ánimo a todos. No era fácil convencer a compañeros que podían ser mi padre o mi abuelo y pedirles paciencia, que pronto todo tendría que ser mejor. Llevaban meses presos, tenían familiares muertos, habían luchado toda una vida y cuando pensaban que los sueños de una sociedad más justa y mejor estaban cerca, de un plumazo todo se vino abajo. Ahora estaban presos y yo mintiendo, tratando de inventar que luego ya podrían estar junto a los suyos, en muchas o casi en todas las ocasiones esas largas conversaciones terminaban en lágrimas. Mis chistes, las tallas, los juegos de palabras o de doble sentido en esas condiciones no servían de mucho. En las visitas levantábamos el ánimo a quienes nos iban a ver, lo que nunca supieron era que esa postura duraba los 15 minutos del cara a cara. En Tres Álamos, como en muchos otros lugares de detención, se acumulaba la rabia de no saber, las ganas de libertad y la esperanza de seguir viviendo para retomar el sendero de los sueños truncados. Esas ganas de vivir eran el bálsamo para mantener la dignidad necesaria para enfrentar el difícil momento, cuando veíamos que aumentaba la cantidad de presos, que a pesar de todos los peligros seguían organizándose, estábamos seguros algún día eso debería terminar.

CABALLITO DE MAR – 17
Ya habías pasado lo peor y Tras Álamos era tu nueva residencia, estabas más tranquilo, corrías menos peligro, ya no andabas por las calles temiendo que te arrestaran, siempre vigilante y con el miedo aquel que te recorre el cuerpo pero como estas convencido de los que estás haciendo, te la juegas a pesar de los riesgos. Ese temor ya no existe, ya estas preso, la tortura ya estuvo, la soportaste, solo queda el pensamiento por aquellos que todavía están en manos de la Dina. Esa calma, la comida y el poco ejercicio, en nada ayuda, todos estamos más gorditos. 
La comida era un tema, de acuerdo al turno de la carreta al menos una vez a la semana serás el cocinero del grupo y tratas de sobresalir. Aquellos que nunca tomaron un cuchillo o un cucharón en sus casas aquí hacen gala de ser los mejores chefs. El ingenio era parte fundamental en la preparación. El fondo de comida del campamento, no era de lo peor pero era malo, fideos pegados, arroz medio crudo, cazuelas escuálidas la sopa era lo mejor.
En nuestra carreta había un horno, si un horno, un tarro cuadrado con una separación al medio, el espacio para una fuente, cuando había tallarines era el día de la lasaña. Se recuperaban nuestras porciones desde el fondo y el cocinero las disponía en la fuente, una corrida de fideos, una de queso, uno de los integrantes del grupo era de Osorno lo venían a ver solo una vez al mes y llegaba el gran trozo de queso. Otra de fideos y más queso, hasta llegar al borde de la fuente, además de los tomatitos picados a modo de salsa sobre el plato.
Todo preparado y al horno, aquí viene el detalle sabroso, el horno se ponía sobre un ladrillo y comenzaba la cocción. El ladrillo, no era un ladrillo cualquiera, tenía un surco por sobre la superficie y en el surco serpenteaba un resorte muy largo, el mismo de los anafes y de allí salía a un enchufe, se ponía al rojo y cumplía su función. Nunca fue descubierto, el ladrillo mágico cumplía su función. Nunca supe cómo llegó allí el tarro que servía de horno, ladrillos había algunos en el patio y jamás nadie preguntó cómo llegó el resorte a nuestras manos. 
 
Aunque en ocasiones le sacaran todas las hojas al repollo, siempre algo lograba ingresar incluso en una oportunidad cerca de año nuevo, en un tarro de duraznos en conserva el jugo había sido cambiado por pisco, muy poco pisco para toda la carreta. 
Tratar de burlar los controles era casi una obsesión, teníamos tiempo para pensar y eso nos ocupaba, era mejor que resolver crucigramas mucho más entretenido. Claro que la entretención duraba hasta cuando se enojaban los custodios. Hoy no habrá visita nos advierte uno de los carceleros, están todos castigados. Al principio todos tratamos de conocer que había motivado tal medida, en menos de una hora, la noticia era comentario obligado. El negro Olivares se había fugado de Ritoque, todos lo conocíamos había estado junto a nosotros Douglas Olivares, el negro, había sido boina negra, cabeza de musculo todo el día haciendo ejercicios en el patio. 
Era una muy buena noticia, no importaba el castigo, uno de los nuestros libres y escapado de sus garras era motivo de orgullo. Se demoraron dos días en darse cuenta que faltaba uno. No hubo visitas pero de alguna manera supimos y festejamos. Ritoque el campo de concentración cercano a Quintero, estaba a cargo de la Fach y de Carabineros que se iban turnando el cuidado de los prisioneros, en un cambio de guardia se les escapó el negro Olivares, se culpaban mutuamente del descuido. El negro abandonó el país.
Se abre la puerta de Tres Álamos y entra un grupo de prisioneros, no vienen en buenas condiciones, el mismo comandante les hace ingresar nos forma y nos advierte a ellos no se les puede hablar son tipos muy peligrosos y amenaza con el chucho al que desobedezca. No pasaron diez minutos y estábamos tratando de ayudar a los recién llegados, pan, sándwich, té o café, casi sin preguntas les tratábamos de demostrar nuestra solidaridad, sin embargo a pesar de nuestra cariñosa bienvenida, enfrentando las amenazas de Pacheco, la desconfianza se les notaba en la mirada.
En el grupo estaban Boris, Martín, Carlos, el Pitagua, Heresman y otros dos o tres, rápidamente pasaron a ser nuestros ídolos, el ejemplo a seguir, estaban presos en Rancagua, presos incluso antes del golpe, habían ocupado un fundo y los tomaron detenidos, así los pilló el golpe de estado. Veían difícil su situación y no se les ocurrió mejor idea que tratar de escapar y comenzaron a hacer un túnel, entre ellos había un constructor civil. Un túnel de lujo, con todas las comodidades y adelantos posibles. Se demoraron en hablar, como todos al principio desconfiados y el patio no era el mejor lugar para conversar ya estábamos advertidos, pero la noche es larga.
Bajo los ponchos llevaban las bolsas con tierra que iban dejando en los patios en las largas caminatas, la tierra caía por un hoyo muy pequeño, escuchábamos maravillados todo lo que hicieron para tratar de escapar, como lo hacían, de donde sacaban la madera, lo queríamos saber todo, pero lamentablemente fueron descubiertos cuando el túnel ya había salido del penal, faltaba un par de metros para la libertad, pero no pudieron. Los que llegaron siendo un peligro, se convirtieron rápidamente en nuestros referentes, muchos éramos voluntarios para repetir la experiencia en Tres Álamos, pero los tenían bajo la mira. Eran sospechosos todo el tiempo pero su escape frustrado se había convertido en el ejemplo a seguir.
El campo de detención era un gran espejo, nos veíamos tal cual éramos, allí todos iguales, todos con sueños, todos con ganas de salir en libertad y nos dábamos cuenta de tanta cosa inútil que teníamos en nuestras casas, nada era tan necesario, había agua para ducharse, fría y daba lo mismo el calefón no era indispensable. En el mismo jarro, se tomaba el agua, el café, el mate y te lavabas los dientes, en casa tenías un vaso, una taza, una calabaza y otro tiesto en el baño, con uno bastaba.
Lo importante es la vida, tu pareja, tus hijos, tu familia, los compañeros, los amigos, los abrazos, los besos y la risa, eso es lo importante, tener la libertad y poder expresar ese amor, ese cariño, contar chistes y seguir riendo. Y para todo eso no hay que tener auto, no hay que tener plata, solo tener las ganas de vivir, vivir la vida a conchos, ahora saber que al salir, nada será un sacrificio, todos los problemas serán pequeños, estuviste al borde del abismo y los miedos que vengan, sólo te harán sonreír. Podré disfrutar del viento, de la lluvia, de la nieve, del frío, del calor incluso de los temblores, de todo eso que nos da la naturaleza.
En ese mundo, ese pequeño mundo que es Tres Álamos, encuentras las distintas personalidades, se desnudan los egoístas y están obligados a compartir, los tristes a sonreír, los materialistas tienen que soñar y así todo se comparte. Allí estaban tantos héroes anónimos, había un austriaco que grabó todas las conversaciones de las radios de los militares, era su tesoro, se lo encontraron, lo detuvieron y lo pasó muy mal. Como mal lo pasaron todos los que allí estábamos, con el tiempo se fueron borrando nombres y apellidos.
Un buen día sacaron a las mujeres del pabellón vecino, se las llevaron a Pirque a una cabañas de vacaciones en el Cajón del Maipo. Entre nosotros estaban algunas de sus parejas, sabían de ellas podían hablar pero ahora nuevamente estarán acompañados del silencio, nos tocó nuevamente subir el ánimo de esos compañeros que se quedaban solos, el resto teníamos la esperanza de tener el día de visitas para ellos no había oportunidad.
En una de esas visitas vino a verme mi abuelita, mi abuelita Ana a la que le había prometido que la llevaría a Valparaíso cuando fuese grande, pasaban los años y no lo hacía, ahora era difícil pero el futuro quizás lo permitirá. Todos la prepararon para la emoción de reencontrar a su nieto, para mí fue una sorpresa, habían pasado meses, yo más tranquilo e incluso más gordito. Nos hablamos nos tocamos las manos, le hablé y claro le conté mentiras, no lloró estuvo muy tranquila, todo resultó bien. A la semana siguiente supe que apenas salió de la visita se puso a llorar, la pobre vieja decía, quizás que le hacen al niño, está hinchadito hasta la camisa le quedaba apretadita, nadie pudo convencer a mi abuela que el niño simplemente estaba más gordito.
Al pabellón que abandonaron las mujeres llegó el grupo de los cien, cien expulsados a todos ellos México le había ofrecido residencia, comenzamos a llamarle los cien o los mexicanos. Despertaron mucho interés, todos queríamos saber quiénes eran, las razones de la expulsión a los días nos dimos cuenta que no había lógica alguna en la medida, presos antiguos, de distintos partidos, algunos simples dirigentes de base otros sin militancia. Rápidamente nos dimos cuenta que aquello que parecía atractivo era un nuevo castigo, podías obtener la libertad pero lejos de tu país.
Te llevan lejos de tu patria, de tu familia, pierdes a tus amigos, tu entorno, no sabes hasta cuando dejaras de ver nuestra hermosa cordillera, la misma que también allí dejamos de ver, la casona de la comandancia nos lo impedía. Pero al mismo tiempo era una suerte de fuga masiva, un pasaporte con una L que te impedía volver, pero tendrías que empezar todo de nuevo en otras tierras, pero México les esperaba con los brazos abiertos.
Un día se supo que saldría el primer grupo, no eran muchos, había que hacerles saber que los queríamos despedir. No podíamos abrazarlos, desearles suerte o un simple apretón de manos. La totalidad de los presos del pabellón, nos juntamos en el patio y como un enorme coro a una sola voz comenzamos a cantar, no era cualquier canción desde ese día se convirtió casi en un himno de las despedidas. 
Escucha hermano la canción de la alegría, el canto alegre del que espera un nuevo día, ven canta sueña cantado, vive soñando el nuevo sol, en que los hombres volverán a ser hermanos. 
Ven canta sueña cantado, vive soñando el nuevo sol, en que los hombres volverán a ser hermanos. 
Si en tu camino solo existe la tristeza, y el llanto amargo de la soledad completa, ven canta sueña cantado, vive soñando el nuevo sol, en que los hombres volverán a ser hermanos. Si es que no encuentras la alegría en esta tierra búscala hermano más allá de las estrellas.
Se nos apretaba la garganta a cantar, era la combinación perfecta entre la sana envidia y la emoción de la partida obligada de nuestros compañeros. La escena era tan fuerte que Pacheco Cárdenas quiso impedir que se realizaran las despedidas, los carabineros de las guardias que no tenían la disposición de cantar que había en nosotros, no les quedaba más que secar sus lágrimas con la manga del uniforme, entendían lo que pasaba y lo que estábamos cantando y soñando, en aquel nuevo sol en que los hombres volverán a ser hermanos.

CABALLITO DE MAR – 18
Llegó un nuevo oficial de carabineros para hacerse cargo de la guardia, era día de visitas y prohibió el ingreso de los cítricos para los presos de Tres Álamos, uno de los encargados de ir a buscar los paquetes de las visitas nos llegó con la novedad, nos estábamos preparando como consejo de ancianos para hacer el reclamo ante el comandante y se comienzan a abrir los paquetes y bolsas que traían los familiares y allí estaban limones y naranjas. Al terminar el trabajo del turno quisimos saber que había pasado en realidad. Nos cuentan que el oficial reunió al grupo de carabineros encargados de la revisión y les encargó perentoriamente impedir el ingreso de cítricos, pues con esas frutas los presos podían hacer bebidas alcohólicas en el penal. 
El oficial no sabía de los tarros de duraznos ni menos que con cualquier fruta agua y azúcar se podía hacer un exquisito licor, para los presos el licor no era tema. Además para hacer el pájaro verde con el que mueren reclusos en las cárceles comunes al cortar el barniz, es necesario tener el barniz, no lo teníamos, no lo ocupábamos y no se nos hubiese pasado por la cabeza hacer ese brebaje mortal. Lo mejor en esa ocasión fue ver a los uniformados buscar los cítricos bolsa por bolsa, paquete por paquete entre medio de las frutas que nos llegaban, sacando naranjas y limones para asegurarse que no hubiese cítricos entre ellas.
Las conversaciones y en algunos casos las discusiones sobre temas contingentes, que eran pan de cada día, a los minutos uno sabía en qué partido militaban o eran simpatizantes, sólo al calor de los argumentos o la forma en que analizaban las razones y consecuencias del golpe de estado quedaban claras sus diferencias. Ese análisis la Dina lo había superado hace mucho rato, ellos no discriminaban bastaba con que fuesen opositores al régimen para constituirse en un peligro. El partido o movimiento en el que militaban para los agentes era un detalle, unos y otros eran torturados por igual y eran sometidos a los mismos vejámenes.
Era tan evidente aquello que a Tres Álamos llegaban dirigentes demócrata cristianos como Claudio Huepe, que lo pasó muy mal durante su detención y solo aquí logró soltarse un poco para contar su calvario, así y todo el silencio era su consigna, hablaba muy poco y lo hacía solo con algunos. Otro de los silenciosos era José Carrasco Tapia, Pepone, periodista conocido del MIR para mí era un referente, un periodista de verdad y valiente, logramos que formara parte del equipo de redacción del Nuestro Diario Mural, escribió en dos tres ocasiones, notas que solo daban cuenta de lo que allí pasaba, también muy reservado casi no hablaba, logramos saber que había sido detenido en Concepción y no venía en buenas condiciones, no contó de talles de su detención. 
Claudio Huepe, que venía de Cuatro Álamos nos confidenció que supo de compañeros que estaban en las piezas chicas del pabellón vecino que estaban en muy malas condiciones, quería hacer llegar información a las familias, estaba ansioso y prometió que tomaría contacto con ellas apenas lograra su libertad, en su caso era muy probable que ello ocurriese, era un dirigente conocido y en cada informativo de Radio Balmaceda, la radio que escuchábamos para informarnos daban cuenta de su detención y había múltiples reacciones incluso a nivel internacional pidiendo su libertad.
La información de Huepe nos inquietó, hubo que esperar un par de días para tomar contacto con la pieza grande de Cuatro Álamos, la trece, nuestro hombre de confianza demoró en regresar desde Villa Grimaldi donde lo estaban una vez más interrogando. Era urgente conocer los nombres de los nuevos detenidos que había en ese pabellón, al día siguiente ya teníamos el listado y en la entrega de ropa logró salir el documento, la red para informar al exterior seguía funcionando y eso en más de una ocasión sirvió para salvar vidas de quienes se seguía negando que estuviesen detenidos por la Dina.
Este era un lugar de paso, fue así como de forma muy estudiada se producían los traslados a Ritoque o Puchuncavi. ¡¡Todos en fila!! Gritaba el Cuervo, una vez hecho eso gritaba ¡¡ Enumerarse ¡! Era la orden y comenzábamos desde el uno hasta más allá del cien. ¡¡Los pares, un paso adelante ¡! Y la mitad avanzaba un metro respecto del resto, ya ustedes preparen sus cosas se van a Ritoque. Así de científico y exhaustivo el método de para elegir a quienes se trasladaba. Yo estaba en la fila delantera y escucho a alguien que me susurra, Mario te cambio se están llevando a mi hermano, di un paso atrás y él tomó mi lugar. Eso facilitaba las cosas para su familia y yo seguía en Tres Álamos, no podía dejar mi cargo en el Consejo de Ancianos por un simple traslado.
Así como llegaban detenidos personajes públicos más o menos conocidos llegaban otros que no lo eran tanto, pero en Tres Álamos pasaban a ser personajes. Llegó una mañana a mal traer, con muy poca ropa y no hacía calor, le prestaron ropa, útiles de aseo, le dieron de comer y fue integrado a la carreta de la pieza en la que había un espacio para que pudiese dormir, durante un par de días se negaba a entablar dialogo con nadie. Una mañana se me acerca y me dice, oiga usted es el jefe aquí, no le digo, no soy jefe sólo los compañeros me eligieron para representarlos, ya pos con usted quiero hablar, me llamo Juan. Nos sentamos lejos del pasillo de cemento, para conversar, allí el ruido de las monedas que se pulían en el suelo era bien molesto, antiguas monedas de pesos que amoldadas al interior de una madera iban perdiendo el dibujo original para transformarse en palomas o en púas, colgantes que con orgullo lucían sus compañeras una vez terminados, pero el ruido era molesto.
Ya Juan ¿cuéntame porque estás aquí?, ya era parte del misterio, nadie le conocía, tenía una actitud extraña y si era un soplón o colaborador había que tomar medidas. A ti que eres el jefe te puedo contar, yo falsifico pasaportes y carnés de identidad, alguien gritó y me agarraron preso, otras veces yo he estado detenido, los ratis me conocen, pero los que me tomaron ahora sí que son malos, como es eso le pregunto para que siga contando, primera vez que me tienen vendado como una semana, me pusieron corriente por todos lados y me sacaron la cresta. Poco a poco me doy cuenta que Juan no es un preso político. ¿Los pasaportes y carnés para quién eran? Para amigos que quieren salir, lanzas internacionales y gente así pos jefe, mi mamá es lanza en Italia y mi hermano en Estados Unidos.
Después de esa conversación quedó claro que no era soplón, pero tampoco preso político, era un personaje se convirtió en el Choro Juan, choro Juan que luego de las primeras visitas se paseaba con una bata de dormir de seda azul brillante por el medio del campo contando sus aventuras a quién le quisiera escuchar y tenía mucho que contar. Cuando salga compañeros, a todos nos llamaba compañeros, yo los voy a aniñar afuera, se han portado un siete conmigo, no me conocían y me dieron de comer, me podían haber sacado la chucha p’a que hablara y nadie ni siquiera me amenazó y yo lo habría entendido. El choro Juan venía de otro mundo, un mundo que queríamos cambiar, en su familia había ladrones, cuenteros y estafadores, amigo de las prostitutas, ese submundo dispuesto a todo para dejar la pobreza y logró entender que no todos estaban contra él, se le trató como uno más a tanto llegó su cariño que ofrecía a quienes tuvieran la posibilidad de salir libres todos los documentos falsos que quisieran para salir del país.
Los pericos que me agarraron lo único que querían era saber para quién trabajaba, para que partido político hacía los papeles, estaban convencidos que yo era político, no conocía a nadie y les juro que si hubiese conocido un nombre claro que se los doy, ya no daba más, no quería que me siguieran pegando, no quería más corriente, me trataron como a un perro. Pero compañeros ahora que los conozco, que los aprendí a conocer, ahora que sé cómo son, ni cagando los entrego pueden contar con el choro Juan ahora son mis compañeros,nos dijo con cara de mucha seriedad. El choro Juan salió en libertad de Tres Álamos.-

CABALLITO DE MAR – 19
Las desconfianzas eran muchas, no era fácil romper el silencio de algunos compañeros que llegaban de Cuatro Álamos, incluso de quienes llegaban de otros campos, ellos no sabían que les podía deparar el futuro, todo era incierto. Los que venían de las manos de la Dina era normal, lo que habían pasado no cicatrizaba todavía y el miedo les seguía acompañando. Para los que regresaban a Santiago a Tres Álamos, que era un lugar de tránsito, salir libres que era una posibilidad incierta era un verdadero peligro, eran sabidos los casos que alcanzaban su libertad sólo por algunas horas, se les había detenido justo después del golpe, no existía la Dina y ahora tenían más antecedentes y peores formas de hacer los interrogatorios. El campamento estaba ubicado en Calle Canadá a metros de Departamental, muy cerca de Vicuña Mackenna, antes fue un recinto al cuidado de menores de los curas canadienses, llegó el golpe, expulsados los curas y el recinto al poco tiempo se convirtió en campo de prisioneros.
Mientras al interior se vivían momentos de horror, sobre todo en Cuatro Álamos, a sólo metros se conocían escenas de amor y mucha solidaridad. Los vecinos de ese lugar en muchas ocasiones silenciosamente y a pesar de los riesgos ayudaban a los presos y a sus familias. A pesar de conocer con antelación las ordenes de libertad, los carabineros a cargo del recinto, liberaban a los presos minutos antes del toque de queda, una bolsa con sus enseres y una frazada hacían reconocible al recién liberado y los vecinos le daban alojamiento o simplemente lo escondían en sus casas ante el riesgo de caer nuevamente en manos de los militares o de la Dina, si la orden de liberarlos era simplemente una trampa. Esos mismos vecinos de las casas aledañas a Tres Álamos eran los que entregaban agua a los familiares que hacían largas colas los días de visita o de entrega de paquetes, ellos habrían sus puertas para prestar sus baños, había familiares que viajaban de provincias y allí estaban esas familias que arriesgando su propia integridad se la jugaban por ayudar. 
Habían pasado semanas incluso meses después de mi detención, seguía en ese lugar y la rutina se hacía interminable, pero había hechos que ayudaban a mantener la moral en alto, había una guitarra y ella acompañaba las largas jornadas, uno de los presos le llamábamos el pajarito, tocaba y cantaba muy bien, allí fue que por primera vez escuche una canción distinta en homenaje a Manuel Rodríguez y la cantaba el pajarito y allí entre rejas tenía una connotación distinta “Dicen que es Manuel su nombre y que se lo llevan camino a Til Til, que el Gobernador no quiere ver por la cañada su porte gentil, dicen que en la guerra fue, el mejor y en la ciudad, lo llaman el guerrillero de la libertad”. Pasábamos horas escuchando las canciones, unas tristes otras más alegres, desde boleros hasta el Negro José con un poco más de ritmo.
Boleros que en muchos casos interpretaban historias de vida, muchos se sentían interpretados por esas letras que les llegaban muy dentro de sí, quienes se conocían de antes le ponían nombre y apellido a las mujeres en las que pensaban cantando los boleros, boleros que muchas veces no alcanzaban a competir con la realidad, todos supieron del preso que con caminar cansino, llegó hasta la puerta donde le llamaba el “22 corto” en un día de visitas, ¡¡ Oye chico, tengo el escandalo haya afuera, las dos dicen que son tu mujer ¡¡ le mostró dos carnés de identidad, silencio en el patio, vos tenís que elegir, ¿Cuál de las dos entra a la visita? El chico indicó uno de los documentos y salió tras el uniformado. En menos de un minuto, era el comentario obligado, a su regreso aunque todos lo escucharon, su situación no fue tema. Había otras preocupaciones en la que había compañeros, que a solo metros de ahí estaba en el límite de la vida y la desaparición forzada, ese era tema y no había boleros para esos dramas.
En la noche se nos encerraba en el pabellón, había un autocuidado muy severo, solo la autodisciplina podía cuidar de nosotros, cuidado con los piticlines, con los anafes de ladrillo, en suma todo lo que podía provocar una tragedia. El uso de los piticlines era parte de la organización con todos funcionando era cortocircuito seguro, así que antes de prender el de la celda, se esperaba que apagaran los vecinos primero. Lo que no estaba previsto era un temblor fuerte y una noche ocurrió, debe haber sido grado cinco a lo más, igual se movió e hizo ruido, todos al pasillo del pabellón y allí vimos al paco de la torre de vigilancia bajando con una velocidad increíble, a nosotros nos dio risa, el temblor no fue tan largo, pero para mala suerte de guardia al que se le movió bastante el piso, no solo lo vimos los presos, también el oficial a cargo. El reto fue a grito pelado, que no le dijeron al pobre paquito, desde cobarde hasta llamado de atención por abandonar su puesto de guardia, fue el único temblor que recuerdo, felizmente nada fuerte, nosotros estábamos encerrados con llave y nuestras vidas no le interesaban a nuestros carceleros.
Largos los días y las noches interminables hacían de Tres Álamos el lugar de todos los recuerdos, de todas las anécdotas, de todos los chistes y de las historias de familia, largas historias, había que situar los personajes, contar sus propias historias y hacer del relato un cuento entretenido, así nos fuimos conociendo los del norte, los de Punta Arenas, había de todas las provincias y en los paquetes se esmeraban para que llegaran sus propios sabores. Yo era el de la fruta y los tomates, cuando se separaron mis viejos, mi madre se fue a trabajar a la vega a la pilastra de mi abuelo Augusto, ya les causaba risa el nombre de mi abuelo y no era para menos, se levantaba muy temprano mi vieja y se las arreglaba con mi señora para hacer llegar las cajas de tomates, muchas se las regalaban otros comerciantes para Marito el niño, me conocían de pequeño también iba a la vega a gritar habas, porotos y arvejas, las especialidades de mi abuelo. Vivía en un cité por Santa Filomena junto a su madre y mi abuela en otro cité en calle Olivos, pero almorzaban juntos en casa de la abuela, estaban juntos pero separados, era raro pero no hacía preguntas.
Contaba la historia para llegar al último de los capítulos más entretenidos, la muerte de mi bisabuela, la abuela Pancha, Francisca se llamaba, murió en febrero del 72 a los 106 años, mucho duró la abuela, la cuidaba la tía Inés, enfermera en la Posta Central, quedó solterona cuidando a su madre, todas las vacunas, todas las vitaminas y vaso de vino todos los días y fumó hasta el último día. Hasta que un buen día de verano se fue la abuela Pancha, la familia de vacaciones fui sólo al velatorio, velatorio inolvidable, además de la familia, a la abuela la conocían todos, todo el barrio y buena parte de la vega. Comenzó a llegar la gente, su ataúd al medio del living comedor, era grande pero quedó chico, hubo que correr el cajón hacia un costado, nadie lloraba, a los 106 era buena edad para descansar. La cocina llena de mujeres, sobrinas, amigas y vecinas, partieron con canapés, luego salió el consomé, mas tarde una carbonada y el infaltable gloriado, para brindar por la abuela Pancha. Tenía a varios presos que ya eran parte del velorio escuchando mi historia. 
Y les cuento que a los pocos minutos llegó una guitarra, luego una segunda, un bongó y se armó el canturreo, tonadas y boleros para empezar, a los pocos minutos llegó Mario Catalán conocido cantante de cuecas, el tocaba los platillos y empezaron a tañar las cuecas “Quisiera ser marinero, te la llevarís, te la llevarís, te la llevaras y navegar por los mares”, luego siguieron con el Alo Alo otra cueca bien movida, ya había llegado acordeón y los deudos acompañaban con las palmas “queréme como te quiero alo alo , amáme como yo te amo, con quién hablo yo … “ nadie bailó por respeto a la abuela Pancha o porque hacía mucho calor. Ese sí que fue velorio, duró toda la noche, inolvidable llegó un amigo de mi abuelo Augusto era dominicano le llamaban el negro Smith, tocaba saxo y cantaba boleros, boleros que se sabían todos y le acompañaban a coro, no hubo reclamos, los vecinos también estaban allí, a solo metros estaba la Iglesia Santa Filomena, después del desayuno en tazones de café con leche, huevos fritos y pan con pernil se calmó el velorio y se llevaron a la abuela Pancha a su última misa. Al día siguiente en Tres Álamos había compañeros que me buscaban para repetir la historia se habían perdido el velorio de la abuela Pancha.
Pero no sólo de historias se mataba el tiempo en el campamento, llegó uno de verdad que tenía la capacidad de mantenernos a todos despiertos, cayó preso Oscar Castro, actor que ya era conocido, muchos le conocían por el cuervo, le cambiamos el apodo, el bruja, ya había un cuervo el suboficial que era parte de la guardia. Pasaron sólo días y ya tenía un grupo de teatro, nos conseguimos el permiso con Pacheco Cárdenas y se presentó su primera obra, estábamos representados nosotros mismos, nuestras rutinas, las visitas, la llegada de los paquetes, nuestros vigilantes, el cuervo, el 22 corto y el 22 largo, hubo risas y emoción, con nada prácticamente con nada, hicieron su obra magistral el actor y director era Oscar, los otros presos que nunca lo habían hecho, fue genial nos hizo reír y mucho, en esas condiciones la risa no aflora con facilidad pero con gracia y con ingenio, ayuda a calmar los dolores del alma y del cuerpo. En una de las visitas a Tres Álamos a Oscar lo fueron a ver su madre y un cuñado, durante la visita los dos fueron detenidos, allí a metros de donde Oscar nos hacía reír. Juan Rodrigo su cuñado y María Julieta Ramírez su mamá desde el año 1974 están desaparecidos y Oscar Castro siguió haciendo teatro en los otros campos donde fue trasladado.

CABALLITO DE MAR – 20
La solicitud llevaba mucho tiempo y finalmente se cumplió, uno de los presos había pedido la posibilidad de tener un telar en el pabellón de detención, hubo gestiones de las organizaciones internacionales luego de meses de tramitación el telar llegó a Tres Álamos, sólo él sabía colocar las lanas enmarañar el sinfín de cuerdas y que iban dando melodía a lo que mucho tiempo después sería un poncho, eran los colores de la situación que se tejía en el lugar, gris, negro y lana cruda. El tejido era un movimiento automático casi monótono pero con una suavidad casi insoportable para las decenas de embobados que mirábamos como avanzaba el trabajo, tratando de descifrar la técnica para entretejer las lanas y darle un sentido a los matices de los colores. El público, los mirones, los aprendices iban rotando en torno al telar que se ubicó entrando a mano derecha, justo antes del ingreso al pabellón, ese lugar estaba techado. Con el telar se agregó un nuevo destino a los interminables paseos por el patio, siempre el mismo patio, con los mismos muros, el mismo mirador y a fuerza de caminar uno se encontraba hasta con las mismas piedras.
En una de las formaciones del mediodía, la segunda de la jornada que contemplaba tres, se nos anuncias la lectura de un nuevo decreto de expulsión para 23 de los presos que estábamos en ese lugar. El oficial da los nombres, uno tras otro hasta llegar a los 23, para mi sorpresa estaba entre ellos. Disuelta la formación, nos comenzamos a juntar los nuevos expulsados, lo bueno es que a partir de algún momento tendríamos los beneficios de los expulsados, nos cambiarían de pabellón y derecho a visita de lunes a viernes, todo los días, pero el saber que la expulsión significa que quedas libre al subir al avión, eso te corta las alas. Te echan de tu país, no puedes volver, nunca más tu barrio, tus amigos, la familia. 
Nos dábamos ánimo y al mismo tiempo juntábamos rabia al sabernos expulsados, lo peor era tratar de encontrar una lógica entre quienes estábamos en la lista, había de todos los partidos e incluso algunos que no militaban en ninguna parte, presos que estaban desde septiembre de 73 y otros que llevaban solo meses detenidos. Nada pero nada en común, no había lógica alguna en la manera de elegir a los que estábamos en el decreto. Sólo quedaba esperar. En el espacio de la soledad comenzaba la resignación, estábamos vivos y entre el campo de detención y cualquier otro destino en libertad no había donde perderse, poco importaban las condiciones, ya habíamos aprendido que lo único importante es la vida, el resto se va adquiriendo solo para mejorar la condición de estar aquí y todo lo que pueda suceder o debas enfrentar será pequeño en el futuro. 
Llegó una delegación de la Cruz Roja Internacional, había que inscribirse para dialogar con ellos y los carceleros determinaban la cantidad de entrevistas que podían hacer. Hacían muchas preguntas y uno aprovechaba la oportunidad para denunciar lo que estaba pasando con otros presos que aún estaban en manos de la Dina, nuestra situación era casi paradisiaca comparada con la de quienes permanecían en calidad de desaparecidos, sólo pasaban a ser reconocidos cuando llegaban a Tres Álamos. Todos o la mayoría dábamos cuenta del pabellón vecino llamado Cuatro Álamos donde había prisioneros no reconocidos, se limitaban a responder que no podían ingresar, no se les permitía ya que en la puerta había un cartel que indicaba que era una bodega con productos peligrosos, nos daban a entender que sabían lo que allí ocurría con una sonrisa cómplice al momento de escuchar la denuncia.
Humberto Mewes, mi jefe en el diario mural, también estaba expulsado le había llegado una visa de Dinamarca, chiquillo una vez allá me muevo por ti me aseguró, por ahora tienes que entrar a los cursos de alemán eso te puede servir me dijo. A día siguiente comencé a participar del curso de alemán, había cursos para todos los gustos, allí estaban los mejores profesores en todas las materias, se podía regodear, no se pasaba asistencia, la discusión era abierta, la rotación de los alumnos era constante, unos salían libres, otros expulsados y la mayoría trasladados a otros centros de reclusión, Puchuncaví o Ritoque allí estaban las cabañas que el gobierno de Allende había construido para las vacaciones de los trabajadores, ahora estaban transformados en campos de detención.
En un momento comenzaron a repartir una suerte de uniforme para los detenidos, un pantalón de mezclilla y una polera blanca, nunca supimos si era un regalo de organizaciones internacionales o se nos quiso uniformar, para mejor reconocimiento, éramos muchos, evidentemente las tallas no calzaban en todos, era casi chistoso ver a muchos vistiendo el trajecito, no duró demasiado la moda. Había en la medida un gustillo a campo de concentración nazi durante la segunda guerra, la resistencia a su uso fue casi inmediata, rápidamente se abandonaron los pantalones, pero la mayoría sino todos mantuvimos la camiseta, podía servir incluso de pijama. No pasó mucho tiempo y se comenzaron a plasmar dibujos en un costado de la camiseta, algunos lucían unas púas muy artísticas, otros simplemente escribían PRIGUE 74, prisionero de guerra 74 y de un momento a otro, se comenzó a masificar el diseño de un caballito de mar. Era unificador, había militantes o simpatizantes de todos los partidos de izquierda o de oposición a la dictadura, otros independientes pero que se identificaban con el sueño de querer cambiar la sociedad. La discusión no pensaba estar terminada para reconocer responsabilidades o errores que se cometieron durante la Unidad Popular, el caballito de mar allí en Tres Álamos nos representaba a todos.
Apenas se llegaba de Cuatro Álamos una de las primeras peticiones era una ducha, con jabón de verdad, lavarse el pelo con lo que corresponde, con champú, sin importar el tamaño del envase y allí a tus pies estaba el desagüe que llevaba una rejilla en bronce con un caballito de mar. Otra necesidad normal y cotidiana era el uso del wáter, las puertas no llegaban al piso y desde donde te encontrabas sentado lo único bello a tu alrededor era otro desagüe con el mismo caballito de mar. Llegabas a ese lugar después de los golpes, de la corriente, de todos los temores y horrores que tuviste que soportar y el agua te limpiaba de ese padecer, todos los males, toda la rabia, el miedo y los sufrimientos se los llevaba el caballito de mar de la rejilla de bronce. Además todo lo que el cuerpo no soporta, lo que tienes que botar, todo aquello que no sirve se lo llevaba también el largo túnel que nacía en el caballito y que en algún momento alcanzaba la libertad que todos anhelábamos y ese caballito se comenzó a dibujar en las poleras blancas que nos habían regalado. 
En medio del patio, donde se jugaba el campeonato de baby fútbol de nunca acabar, los jugadores también rotaban mucho, había un nogal un enorme nogal, el árbol era cancha, molestaba el arbolito, muchos se lesionaron en el choque con el árbol, no con el adversario, hubo una suerte de consulta popular y se acordó solicitar permiso para sacar el árbol, nadie estuvo por cortarlo, sacarlo de raíz era la solución. Logramos conversar con Pacheco Cárdenas, el comandante del campo, estuvo de acuerdo, pero al momento de solicitar palas, chuzos y picotas para emprender la tarea, nos amenazó con las penas del infierno si llegábamos a pensar en algo distinto con el uso de las herramientas que no fuera sacar el árbol. Incluso se nos dio un horario que debíamos respetar para el trabajo, desde las 10 de la mañana hasta las cinco de la tarde y no más. Comenzó la labor, sobraban los voluntarios, sobre todo los peloteros eran los más interesados en contar con un terreno que pareciera algo como una cancha. Duró varios días el trabajo y a medida que avanzábamos, se multiplicaban los ingenieros forestales, los calculistas y los leñadores, cada cual entregando consejos y casi apostando hacia donde iba a caer el árbol y los cuidados que debíamos tener.
Estábamos en medio de la tarea y aparece a visitarnos una delegación internacional para verificar la denuncia de los trabajos forzados a los que nos tenían sometidos en el campo de detención, nos llevaron a una sala en la casona de la comandancia, ello luego de comprobar que efectivamente había presos sin camiseta a pleno sol trabajando con palas, chuzos y picotas en medio del patio del pabellón de detenidos. Costó explicar que éramos nosotros los que habíamos pedido sacar el árbol, los gringos en voz baja nos decían, confíen en nosotros, nada les va a ocurrir cuenten la verdad. Costó mucho hacerles entender que el famoso árbol impedía jugar a la pelota, ¿por qué ahora en medio del sol y no antes cuando hacía frío? nos preguntaban, se sentían cumpliendo su misión pero finalmente comprendieron y nos contaron que la denuncia se multiplicó cuando la hermana de uno de los presos que era de Punta Arenas, se desmayó en la fila de espera, la llevaron a la enfermería que estaba en un segundo piso y desde allí vio a los presos sudando la gota gorda en la tarea de sacar el nogal. Trabajos forzados dijeron muchos y la denuncia llegó a ellos.
Una tarde se cumplió el objetivo, cayó el árbol no hubo daños, conseguimos cuerdas para evitar peligros. Una vez el nogal en el suelo, a alguien se le iluminó la imaginación y todos comenzamos a sacar trocitos de madera del nogal, unos ya tenían la idea, para otros un trozo de ese árbol era simplemente un bello recuerdo del cruel momento que estábamos viviendo. Se multiplicaron los pedacitos de madera y el grueso del tronco se sacó con ayuda de cuerdas al exterior del pabellón. Ya allí nuevamente, todos comenzamos a tallar en la madera del nogal, caballitos de mar, desde la más artesanal de las herramientas hasta simplemente clavos machacados con piedra se convertían en las mejores gubias para tallar la madera. Era bueno para el dibujo y antes de comenzar mi propio caballito hice decenas de dibujos que servían de referencia para tallar los caballitos de mar. Caballito de mar que estaba destinado a sus parejas, a sus hijos o simplemente lo guardábamos como amuleto de la futura libertad. Jamás nadie imaginó que un simple hipocampo en bronce para disimular el hoyo por donde se libera o escapa lo peor de lo nuestro, se podía convertir en el símbolo de unidad, resiliencia y esperanza para alcanzar nuevamente los sueños tan violentamente castigados.

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