TRAS AÑOS DE OCULTARSE EL TIGRE ACOSTA
FUE SORPRENDIDO Y FOTOGRAFIADO EN PINAMAR
El genocida que se quedó sin postre. El triste tigre se quedó sin trigo. El Tigre Acosta, el feroz represor de la ESMA, hizo un culto de ocultarse y esquivar las cámaras fotográficas. Pero, horas antes de su declaración ante la Justicia, fue descubierto e interpelado por el autor de "Recuerdo de la Muerte".
El represor (sentado) fue interrogado por el escritor Miguel Bonasso (de pie) en una parrilla de Pinamar. Por Miguel Bonasso.Desde Pinamar
--Acosta...
--...
--¿Usted es Acosta?
--No,no,no.
--Sí, usted es Acosta.
--No,no.
--Usted es el Tigre Acosta.
--No.
--Hace tiempo que lo ando buscando, Acosta. Le quiero preguntar por todas las personas que tiró al mar. Soy Miguel Bonasso.
--...
--¿Se acuerda de mí?
--...
--¿Puede estar comiendo sin remordimientos? ¿Se acuerda de Rodolfo Walsh?
--Tenga a bien no molestarme más.
--Yo no lo estoy molestando...
--...estoy con mi familia. Alejesé.
--Yo no lo estoy molestando, usted es un asesino y un genocida.
--No grite. Retírese.
--Usted es un asesino y un genocida. Esto es lo que es.
--Retírese.
--Usted ha tirado más de cuatro mil argentinos al mar. Usted mató a Rodolfo Walsh.
--Retírese de acá.
--No me voy a retirar nada.
Se escucha, entonces, la voz de Ricardo Cap, el presidente del Concejo Deliberante de Pinamar, dirigiéndose al Tigre Acosta:
--¿Dónde están los chicos, che? ¿Qué hiciste con los chicos?
--¿Qué le va a decir al juez Bagnasco, qué no robaban ningún chico, que su jefe Vildoza no robó ningún chico?
--Retírese.
--¡No me voy a retirar absolutamente nada! ¡Usted es un canalla y un miserable!
--No me grite.
--¡Sí le grito, lo que se me da la gana le grito! Que sepan todos con quién están comiendo: ¡Están comiendo con un genocida! Los muertos le van a reclamar a usted, Acosta. ¡Le están reclamando! ¡Este es el Tigre Acosta, el jefe de inteligencia de la Escuela de Mecánica de la Armada, responsable de la muerte de más de cuatro mil argentinos!
Interviene una señora de la mesa dirigiéndose al periodista:
--¿Listo? Ya está. ¿Te quedaste tranquilo?
--No, no, no, listo no.
--Pero dejanos comer.
--No, ¡qué comer! Hay mucha gente que ya no puede comer. Rodolfo Walsh ya no come más.
La señora contesta:
--Ese no es mi problema.
--Ya sé que no es su problema, por supuesto, si comparte la mesa con él. Ustedes están comiendo con un genocida. Y están atendiendo a un genocida en este restaurante.
Hay comensales que aplauden, muchos vuelven a sus platos con expresión bovina. En la calle, después del incidente que paralizó las voces de la concurrencia en el restaurante "Estilo Criollo" de Pinamar, algunos turistas se acercan para felicitar al cronista que interpeló al Tigre. Se destacan dos chicos muy jóvenes, conmocionados por la escena, que abren en la noche marina una ventana de esperanza. Contrastan con el hombre gordo, canoso, de frente que se funde con la pelada, que huye por una puerta lateral, acompañado por el arquitecto que está por construirle una casa. La cena, donde se iba combinar lo social y los negocios, se ha estropeado por culpa de los intrusos, que han brotado sorpresivamente de la noche y el pasado. El Tigre se escapa en un taxi, tapándose inútilmente la cara ante la lluvia de flashazos que dispara sobre él el fotógrafo de Página/12. No se atreve siquiera a recoger su BMW rojo, patente B178041, que ha dejado sobre la vereda. De haberse atrevido, tampoco hubiera podido sacarlo: alguien, previsoramente, le ha cruzado el coche por detrás. El señor Herrera fue el único integrante de la mesa de Acosta que asumió una actitud agresiva. Increpó a "Quico" Cap y amenazó al fotógrafo que lo estaba apuntando con la cámara. Con este cronista mantuvo un diálogo áspero, que bordeó el encontronazo corporal. Allí sostuvo que él no conocía los antecedentes de Acosta. Y yo le contesté que la ignorancia no es excusa y que los Acosta andaban tan tranquilos por las calles por gente como él que sólo piensa en hacer negocios. Creo que no le preocupaba el aspecto ético de la cuestión sino la posible pérdida de clientes.
Esta escena, que presentí e imaginé durante veinte años, se convirtió en realidad el domingo pasado, a las diez de la noche, en una parrilla de la avenida Bunge, en Pinamar. El capitán de fragata retirado Jorge Eduardo Acosta, alias "el Tigre", cenaba con su segunda esposa, sus hijos; un arquitecto de aspecto castrense; Julio Herrera, dueño de una inmobiliaria local, y la esposa del comerciante. El Tigre fue encontrado, por fin, tras una larga serie de casualidades y causalidades. Por una investigación que había comenzado, sorpresivamente, en la noche del jueves. Que, en realidad se puso en marcha hace veinte años, cuando lo denunciamos en París en una conferencia de prensa que presidió el líder socialista François Mitterrand, y siguió en las noches del exilio, cuando Jaime Dri me contó la terrible intimidad de la Escuela de Mecánica de la Armada. El Tigre Acosta se convirtió entonces en la expresión absoluta del mal en las páginas de mi novela Recuerdo de la muerte y en una obsesión que el domingo pasado cerró un ciclo trascendente: durante quince años el Tigre logró evitar las fotografías y los encuentros periodísticos con notable éxito. Paranoico y astuto, cultivó un bajo perfil que le evitó los malos tragos callejeros que ha venido sufriendo Alfredo Astiz, quien perdió su omnipotencia y la frivolidad de aparecer en revistas como Gente o Caras, mientras bailaba con jovencitas en las disco de moda. Las fotos que se conocen del Tigre, en cambio, pueden contarse con los dedos de una mano. Las más nítidas tienen casi veinte años de antigüedad. La más famosa es la que lo muestra, festivo, con Noemí Alan, Adriana Brodsky y Rolo Puente, y otra, junto a Emilio Eduardo Massera, visitando una instalación naval en tiempos de la dictadura. La más reciente le fue tomada hace un par de meses, cuando fue a prestar declaración ante la Justicia. Allí se lo ve salir del tribunal, escoltado por dos guardaespaldas, pero el fotógrafo sólo pudo tomar, de lejos, su ancha frente rodeada de pelo blanco. Dos vehículos en primer plano le ocultan más de la mitad de la cara. Sin embargo, el recuerdo de esa imagen bastó para sobresaltarme la noche del jueves cuando creí verla encarnada en un supermercado de Pinamar. En un ramalazo simultáneo de asco, miedo y odio, que dio origen a la caza del Tigre.
El hombre parecía un abuelo inofensivo, al que habían mandado de compras. Iba como cualquier turista, de remera y short, llevando el carrito hacia la playa de estacionamiento. Era un hombre de estatura mediana, bastante más grueso que el capitán de corbeta que camina junto a Massera, con la gorra en la mano, en aquella foto de los años de plomo. Yo, por fortuna, nunca había visto al capitán Acosta en persona, cuando era el amo del inframundo. Y sin embargo el costado más instintivo de la conciencia me dijo: "Es el Tigre Acosta". La razón, en cambio, se resistía a la magia tenebrosa de un encuentro predestinado, con argumentos más que atendibles: "A ver, ¿por qué es el Tigre? ¿Por la pelada y las canas? ¿Y yo qué sé cómo tiene hoy las facciones el Tigre Acosta? Además éste parece un sesentón largo y el Tigre anda por los cincuenta y seis o cincuenta y siete". Y mientras me demoraba en esas cavilaciones, el personaje se esfumó. La razón trataba de serenarme, pero la adrenalina insistía: es el Tigre Acosta. Con la obsesión instalada, marché a la casa de Alberto Viñas, un periodista de Pinamar que ha hecho excelentes trabajos de investigación sobre los intereses de Alfredo Yabrán en la zona. Alberto no estaba en su casa. Había ido al Concejo Deliberante, que preside Ricardo "Quico" Cap, un médico jovial y corpulento, parecido a Chesterton, enrolado desde la juventud en las corrientes más progresistas del radicalismo. Para mi sorpresa, Cap añadió una cuota de verosimilitud a la adrenalina: seis meses antes a él le había pasado exactamente lo mismo. Y sabía de un vecino que lo había visto apenas dos meses atrás. Ahora ya no había dudas: además de las comadrejas y las liebres, de los venteveos y las cotorras, había que sumar un tigre a la fauna local.
Entonces, comenzamos la búsqueda con Alberto y otros cuatro colaboradores de hierro que no quieren ser nombrados. Los primeros datos fueron vagos y contradictorios. No había precisiones ni en cuanto a la guarida ni en cuanto a los vehículos en que se desplazaba. La noche del viernes, peinamos toda la zona norte de Pinamar, con sus lomadas de arena y sus bosques de pinos, donde las casas de Heidi conviven con cottages, chalets alpinos, amplias y confortables casonas tradicionales de ladrillo expuesto y tejas rojas, mezcladas a tramos con mansiones a lo Beverly Hills de los nuevos ricos menemistas. No hallamos los rastros del Tigre y nos dirigimos a Cariló que, en tiempos de Onganía, era un santuario de milicos. La gira fue infructuosa. Allí sólo nos tropezamos con una liebre y una comadreja. No sabíamos todavía que, un rato antes, mientras dábamos vueltas en el bosque pinamareño, habíamos pasado varias veces frente al objetivo sin saberlo.
El domingo la red de informantes había crecido y llegaron dos datos decisivos: el Tigre se desplazaba en un jeep Maruti color bermellón, con un bidón adosado en la parte trasera y una pequeña bandera argentina pintada sobre la carrocería junto al caño de escape. La casa estaba ubicada en el corazón del bosque, a pocos metros del viejo Golf, en la calle del Tala y Valle Fértil. (Exactamente en la parcela 2 de la manzana 17 de la sección V de la circunscripción IV.) Comenzamos a pasar en distintos vehículos y casi gritamos de alegría al descubrir en la entrada de la casa en cuestión el Maruti (chapa WBW038), junto a un BMW rojo modelo 71 y una pickup Ford F100 gris, con lona negra (patente VOO6078). La casa es un hermoso chalet de dos plantas con buhardilla y techo a dos aguas, rodeada de pinares, que debe costar unos 250 mil pesos. En la flota del Tigre faltaban otros vehículos que se le conocen en Buenos Aires, como la Ford doble cabina 4x4 (placa VX6469) que está a nombre de una empresa con inquietantes reminiscencias: "Solución metalúrgica". Ahora sólo faltaba verlo al Tigre en cuanto saliera de la guarida. A los patrullajes con distintos autos le sumamos dos puestos de observación fija, entre ellos una casa en construcción ubicada a menos de cien metros del chalet.
Lo espié a unos cincuenta metros de distancia y comprendí que la adrenalina es más certera que la razón: era el viejito del súper. Que se movía sin custodia y tan pancho por las calles del pequeño pueblo donde asesinaron a José Luis Cabezas, mientras muchas persianas, duras y gélidas como sus dueños, permanecían cerradas.
En cuanto llegó el fotógrafo de Página/12 comenzamos a recorrer las colinas arenosas para encontrarlo, pero la búsqueda fue infructuosa. Recién bien entrada la noche pudimos comprobar que estaba en la casa del bosque. Tras una corta reunión de evaluación (y después de haber tenido que aguantar los consejos de algunos varones prudentes), imaginamos un plan de acción para el lunes. Suponíamos que podría viajar temprano a Buenos Aires, para presentarse el martes ante el juez Adolfo Bagnasco por la causa de sustracción de menores, y concebimos seguirlo y atajarlo en una estación de servicio. A las diez de la noche del domingo, llenos de ansiedad y temor de que el Tigre hubiera olfateado algo y se nos perdiera, decidimos hacer un alto para ir a cenar. Pero, por las dudas, fuimos con grabador, cámara y celulares. A las diez y media nos disponíamos a entrar en un restaurante de la Bunge, cuando sonó mi teléfono y una voz me informó: "Están entrando a Estilo Criollo". Una parrilla ubicada justo enfrente del lugar que habíamos elegido para cenar y fantasear ardides para que el Tigre cayera en la trampa.
Entonces Diego, Alberto Viñas y yo tomamos aire y cruzamos la avenida. Al entrar a la espaciosa parrilla vimos al grupo en la parte derecha del alero, en un recodo incómodo para acercarnos de improviso. Por una extraña casualidad Quico Cap cenaba con dos amigos en una mesa cercana. Los vimos por detrás. Acosta de espaldas a la puerta, como un principiante. Como un abuelo despreocupado. Con los niños. Preparándose para comer los platos fríos del buffet. Vi la cabeza canosa de atrás. El hombre del súper con una camisa de cuadros celestes. Riendo. Apreté las teclas de play y record, mientras el fotógrafo se desplazaba con sus dos cámaras hacia la derecha de la mesa burguesa, amistosa, familiar. Pensé en Alicia Eguren, en Walsh, en el Sordo, en el Nariz Maggio. Y pregunté con una voz amable:
--Acosta...
Acosta ni siquiera podrá pedir prisión domiciliaria
Hoy debe declarar ante Bagnasco quien, como hizo con Massera y Vañek, se dispone a detenerlo por el robo de bebés. El capitán de navío retirado Jorge "Tigre" Acosta empieza un desfile propio por Tribunales.
Por Adriana Meyer
El capitán de navío retirado Jorge Eduardo "Tigre" Acosta quedará detenido hoy tras declarar como imputado en la causa que investiga la sustracción sistemática de los hijos de las desaparecidas durante la dictadura, iniciada por seis Abuelas de Plaza de Mayo en el juzgado de Adolfo Bagnasco. El próximo lunes debe volver a los tribunales federales para presentarse como testigo ante la jueza María Servini de Cubría, en el caso sobre la apropiación de Javier Penino, el hijo de los desaparecidos Cecilia Viñas y Hugo Penino, nacido en la Escuela de Mecánica de la Armada en 1977, cuando él era amo y señor de los destinos de los detenidos que padecían en ese centro clandestino. Este emblemático represor tiene un prontuario que incluye también delitos económicos.
Acosta no tiene más de setenta años ni padece demencia o una enfermedad terminal, por lo cual el cumplimiento del arresto que le dictará Bagnasco será en alguna celda en Campo de Mayo y no en su domicilio, como sus ex superiores Massera, Vañek, Suppicich. Todo indica que se hará presente a las diez en el juzgado del cuarto piso de Comodoro Py 2002. Si intentara abandonar el país y fuera detenido por Interpol, podría ser reclamado por España, porque el juez Baltasar Garzón lo incluyó en la lista de represores argentinos con pedido de captura por la desaparición de ciudadanos españoles. En la causa que impulsa Bagnasco, al represor "escrachado" el domingo en Pinamar (ver nota central) se le atribuye haber participado en la "sustracción sistemática de menores hijos de mujeres que habrían dado a luz en centros clandestinos de detención, y haber participado en el ocultamiento de esos niños y en la supresión de sus identidades".
Según el ex capitán de corbeta Adolfo Scilingo, hay tres listas de personas secuestradas y asesinadas por la Armada y una de ellas la tiene Acosta. Las otras dos estarían en poder del ex almirante Emilio Massera y del almirante Rubén Franco, quien la habría enviado a Suiza en 1983. La Justicia lo había procesado por 82 delitos cometidos como jefe de Inteligencia del Grupo de Tareas 3.3.2, entre ellos la desaparición de la familia Tarnopolsky. También es responsable de los secuestros en la iglesia de Santa Cruz, en diciembre de 1977 y de las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet. Integró la COPECE (Central de Informaciones sobre la Represión). En 1981 viajó a Sudáfrica donde se desempeñó como asesor en lucha contrainsurgente. Este diario publicó los detalles de los pagos por tareas de represión que hizo en su cuenta suiza el grupo paramilitar "Los perros blancos". En la ESMA actuó bajo los seudónimos de "Tigre", "Santiago" y "Aníbal". En febrero de 1987 fue detenido y cinco meses más tarde recuperó la libertad por la Ley de Obediencia Debida.
En junio de este año Sara Osatinsky --una sobreviviente de la ESMA-- testimonió que fue torturada por Acosta: "Me ataron a un elástico de metal con los brazos y las piernas abiertas. Acosta y Pernías me torturaron con picana eléctrica", declaró en Berna. Osatinsky asistió al parto de quince compañeras de cautiverio en ese infierno. En abril de este año el "Tigre" declaró en el juicio por la verdad sobre los desaparecidos que impulsa la Cámara Federal, pero no respondió ninguna pregunta.
En 1988 fue procesado por una millonaria estafa al Banco Central de la República Argentina, a través de un crédito que debía servir para construir embarcaciones. Acosta formó parte de Astilsur S.A., una pequeña sociedad que le sirvió para defraudar al Central por una suma cercana a los 40 millones de dólares. Pero terminó sobreseído definitivamente por prescripción de la acción penal. En 1991 se denunció que Eximport Funds S.A., otra compañía creada por el "Tigre" junto a otros torturadores de la ESMA, había sido contratada por el Mercado Central para realizar tareas de vigilancia y control. Acosta habría cobrado 80 mil dólares por mes y presuntamente suspendió sus actividades cuando Rubén Pons --un empresario designado por Carlos Grosso, inhabilitado por quiebra fraudulenta-- renunció a la presidencia del Mercado Central. Según el matutino Clarín, el represor controla el astillero Río Bravo de la isla Maciel.
El mes pasado la Justicia pidió a Suiza el levantamiento del secreto bancario de la cuenta que Acosta tiene en ese país, a raíz de una denuncia de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos por evasión impositiva, en un intento de que el represor tenga la misma suerte que Al Capone. Dinero no es lo que le falta al "Tigre". El hijo del desaparecido Conrado Gómez --Federico-- denunció que todas las cuentas bancarias de su padre fueron saqueadas por Acosta, así como su auto, sus caballos de carrera y sus campos valuados en 10 millones de dólares. Además es probable que se haya quedado con parte del dinero que cobró Montoneros por el rescate de los hermanos Born, según publicó Miguel Bonasso en Página/12 en julio.
Acosta fue protegido por la Armada cuando se difundió su pasado como torturador, pero fue pasado a retiro cuando la revista Libre publicó una foto suya junto a la vedette Noemí Alan, cubriéndose con su gorra. ++++
Así se llamaba a sí mismo el entonces capitán, cuando decidía sobre la vida y la muerte de sus prisioneros. Altivo, ambicioso de poder, amante de las bromas macabras, confesaba que él no resistiría la tortura que aplicaba día y noche en su fábrica del terror.
Por Miguel Bonasso
Selenio era el nombre en clave que los marinos del Grupo de Tareas 3-3/2 le pusieron a su base, la Escuela de Mecánica de la Armada. Acaso porque la concebían como una luna enferma allí en el confín de la Capital, a metros de las Escuelas Raggio y la General Paz. Y Selenio, la faz en eterna sombra de Selene, tendría un amo y señor de sus espacios desalmados, que se venía preparando desde la infancia para reinar en el inframundo. Un niño al que le decían "Gales" que había construido un patíbulo de aves allá en su casa de Saavedra donde muchas tardes espió a solas la agonía y el silencio de los inocentes. Un niño al cual el escalafón naval y la historia trágica de la Argentina contemporánea convertirían, en 1976, en el capitán de corbeta Jorge Eduardo Acosta.
Gales, el hijo mayor de una maestra viuda, había dado los pasos imprescindibles para llegar a suna02fo02.jpg (13585 bytes) destino: el patíbulo clandestino de hombres. Ya en sus tiempos iniciales de la Escuela Naval, cuando todavía era un "bípedo", supo elegir bien su "padre" entre los cadetes de cuarto año. Porque su protector pertenecía a la secta interna de los "luteranos", cuyos miembros se reclutaban cada cuatro promociones. Y el "padre" lo inició en los ritos. Imponiéndose respeto ante la diosa hindú de los cuatro brazos: la implacable Kali. Luego, cuando él mismo fue un cadete de cuarto, hizo bailar en el "orden cerrado" a los bípedos que no se cuadraban al grito de "¡Kali!". Y esa pertenencia, aunque parezca absurdo, llegaría a servirle para abrir algunas puertas decisivas en su carrera futura, cuando otros dos "luteranos", el contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro (alias "Delfín") y el almirante Emilio Eduardo Massera (alias "Negro" o "Cero"), comandaran la mayor cacería de hombres de la historia argentina contemporánea y convirtieran a la Armada en una organización mafiosa consagrada al robo y el crimen. Ya en sus tiempos de cadete, Gales oyó hablar de Massera como un líder de su camada. Un tipo piola al que se le permitía lo que en otro oficial se hubiera considerado indigno: que le diera al trago, que fuera burrero y mujeriego. Pero, más adelante, a comienzos de los sesenta, ese deslumbramiento ante el personaje cobraría una nueva dimensión orgánica cuando Massera fue designado segundo jefe del Servicio de Informaciones Navales (SIN) y comenzó sus primeros contactos, discretos, con políticos, sindicalistas, prelados y periodistas que le servirían una década más tarde para acceder a la Comisión Política de las Fuerzas Armadas y llamar la atención del hombre a quien se había propuesto asesinar en noviembre de 1972: Juan Perón.
Gales siguió los pasos de Massera y se convirtió en oficial de Inteligencia, realizando los infaltables cursos con "asesores" extranjeros, que lo formarían en el macartismo contrainsurgente y trasladarían su afición por aves y gatos a "peronachos", "subversivos", y "comunistas". El país de entonces estaba dividido entre peronistas y antiperonistas, y el mundo, en la época de la guerra fría y los misiles soviéticos en Cuba, era visualizado por estos oficiales (y sus instructores estadounidenses e ingleses) como un campo casi metafísico donde dirimían sus fuerzas el Occidente Cristiano y el Anticristo Marxista.
Gales encuentra su circunstancia
A comienzos de 1976, cuando el gobierno de Isabel Perón naufragaba en la incompetencia, la hiperinflación, el escándalo y el terrorismo de Estado que ya había dado sus primeros zarpazos con la Tripe A (Alianza Anticomunista Argentina), los marinos se preparaban, junto con sus colegas del Ejército y la Fuerza Aérea, para dar un golpe, que esa vez debía ser "definitivo". Es decir: que no sólo debía acabar con la guerrilla guevarista del ERP y la peronista de Montoneros, sino con todo vestigio de organización popular y muy especialmente obrera. Lo que el líder radical, Ricardo Balbín, marcaba con lenguaje policial como "la guerrilla industrial". Un presupuesto indispensable para imponer un plan económico que suponía la "apertura de la economía", la concentración monopólica y la destrucción del Estado tutelar organizado en los primeros gobiernos de Perón. La Marina había sido históricamente la fuerza número dos, detrás del Ejército. Con un protagonismo mayor, luego diluido, en los tiempos de la llamada Revolución Libertadora y el halcón Isaac Francisco Rojas. Ahora también debía ser número dos, con un agravante en su contra: el peronismo la detestaba por el bombardeo del 16 de junio de 1955 y la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972. Sólo que su jefe de entonces, el almirante Massera, que había trepado al poder de la mano del Brujo José López Rega y la logia mafiosa italiana Propaganda Dos, no se resignaba al eterno papel del segundón y competía con los jefes del Ejército. Por lo que, en la represión generalizada y sistemática que ya era inminente, la Armada debía descollar en el celo persecutorio, para sumar los puntos que luego le permitieran tener un rol protagónico en el triunvirato militar y abonar las aspiraciones individuales de su jefe. Que pretendía ser el presidente "constitucional" que sucediera a la dictadura. Aunque eso implicara volver a concederle espacio a los sectores más conservadores del populismo. Por eso, y no sólo porque la viuda de Perón se los había ordenado, como después dirían para justificarse, los militares y los marinos comenzaron las operaciones clandestinas de represión antes de dar el golpe el 24 de marzo de 1976.
En el caso de la Marina se decidió que la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y el Apostadero Naval serían dos centros claves de "reunión de prisioneros". Y algo más importante aún: que en la jurisdicción de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, los marinos tendrían como misión central la captura y aniquilamiento de los Montoneros: la organización a la que las Fuerzas Armadas más temían a nivel político. Así comenzaron a operar, aún antes de las Directivas Secretas del Proceso y de su propio plan interno. No tenían todavía una teoría bien clara, que fueron definiendo sobre la marcha, pero desde el inicio entendieron que los viejos mecanismos institucionales de espionaje y provocación con que operaba el SIN, no les servían mucho para la nueva etapa. Era preciso crear Grupos de Tareas especiales, de gran movilidad, que actuaran con reglas clandestinas muy estrictas. Como el uso de nombres de guerra para ocultar la identidad de sus integrantes. Y adquirir un mayor conocimiento de técnicas de tortura, incorporando al Grupo a los expertos que podían adiestrarlos: policías de Coordinación Federal y miembros de otras fuerzas de seguridad, como la Prefectura Naval Marítima y el Servicio Penitenciario Federal, que había construido una red eficaz de inteligencia infiltrando "buches" entre los presos. Había que reclutar asesinos y torturadores y esbozar un plan de acción que diera rápidos resultados y los mandos navales pensaron que el hombre indicado era un teniente de navío de 35 años, casado, con dos hijos, que pronto ascendería a capitán de corbeta. Había llegado la hora de Gales.
Gales se convierte en el Tigre
Acosta presentó un plan de inteligencia bastante simple, que fue aprobado de inmediato, y el Grupo de Tareas se lanzó a operar. Jerárquicamente tenía por arriba al director de la ESMA, Chamorro, y al capitán de navío Salvio Menéndez, malherido en uno de los primeros operativos y reemplazado por el hoy prófugo capitán Jorge Vildoza (alias "Gastón"). Pero nadie dudaría, andando el tiempo, que el hombre imprevisible e irónico, de sonrisa a lo Guasón, que se hacía llamar "Santiago" (y pronto, "el Tigre") era --por así decir-- el "alma" del Grupo. En febrero de 1976, un mes antes de que el golpe militar generalizara el terrorismo de Estado, con facilidades especiales como las "áreas libres para operar", el GT de la ESMA debutó secuestrando a una mujer uruguaya. El hecho apareció en los diarios pero fue atribuido a la Triple A. Algunos de cuyos miembros, como el suboficial penitenciario Orlando Generoso (alias "Fragote"), llegarían a integrar la escuadra terrorista de los navales, para sumarse --en tiempos de la democracia-- a Bridees, el aparato de inteligencia y seguridad del empresario Alfredo Yabrán.
A partir del 24 de marzo, el Grupo de Tareas de la ESMA ya tenía una estructura orgánica, que dividía sus funciones en tres grandes unidades: Operaciones, Inteligencia y Logística. Los primeros secuestraban y saqueaban las viviendas de sus víctimas; los segundos torturaban, iban delineando el organigrama enemigo y planificando nuevas operaciones y los terceros administraban el botín de guerra y proveían de recursos a operativos y torturadores. El Tigre Acosta era el jefe de Inteligencia. Con oficinas en el área secreta de "El Dorado", en el casino de oficiales de la ESMA, donde en los sótanos y el altillo empezaban a desfilar, encapuchados y encadenados, los hombres y mujeres que desaparecerían para siempre.
Al comienzo, perpetraron macabros errores en su plan de exterminio, como arrojar desaparecidos al Río de la Plata y pronto los diarios del Uruguay dieron cuenta del hallazgo de cadáveres en la otra orilla. Se establecieron entonces los vuelos de la muerte sobre el Atlántico. Los prisioneros que iban a morir eran bajados desde la Capucha a la enfermería de la ESMA donde los inyectaban con "pentonaval" (pentotal) y los llevaban en aviones Fokker mar adentro para hacerlos desaparecer en los abismos. Los "traslados", como se los llamaba eufemísticamente en la jerga de la ESMA, se hacían los miércoles. Ese día hombres y mujeres encapuchados y engrillados esperaban en el altillo de la Escuela a que un "verde" (uno de los jóvenes guardianes) los llamara por su número. Si el prisionero no era convocado respiraba aliviado en su jergón: viviría la menos hasta el otro miércoles. Pero si escuchaba los cuatro guarismos a que había quedado reducida su identidad, comprendía que esa tiniebla hedionda de Capucha, que ni siquiera podía ver, era la última estación de su existencia. Su destino había sido sellado --sin defensa ni apelación-- por un tribunal integrado por un grupo reducido de verdugos, entre los que descollaba el Tigre. El dejaba la tasa de café, tomaba con morosidad un dossier, lo abría y comentaba a sus jefes si la persona cuyos datos figuraban en esa carpeta debía "irse para arriba" (en el Fokker), si convenía "pasarlo por derecha" a la cárcel; si podía ser "recuperado" para convertirlo en auxiliar de inteligencia de los represores o si (lo más raro) estaba allí por equivocación y podía ser liberado.
En 1976, las emanaciones de espanto que se filtraban del edificio de Avenida Libertador aterraban a los militantes que aún circulaban libres y perseguidos por las calles de Buenos Aires. Se hablaba de despellejamiento de prisioneros (como en el caso de Jorge Lizaso), de corte de miembros con una sierra, además de los métodos tradicionales de la picana eléctrica y el submarino. Los que tenían hijos pequeños recordaban casos de torturas frente a los padres. Y los que militaban temían por sus parientes más cercanos, porque familias enteras (como los Tarnopolsky) habían sido devoradas por el gigantesco "chupadero". Pero Acosta y los otros burócratas del terror podían exhibir estadísticas exitosas ante Cero: entre marzo de 1976 y marzo de 1977 habían secuestrado dos mil personas. Un año más tarde la cifra ascendía a cuatro mil setecientos cincuenta. Todas o casi todas habían pasado por la misma rutina: el secuestro, la tortura en los sótanos del Casino de Oficiales; la espera del "traslado" en los hediondos yacijos de Capucha y, en la inmensa mayoría de los casos, el pentonaval y el vuelo final sobre el Atlántico. De esa etapa, de terror absoluto, el ex capitán Acosta prefirió no hablar, en estos días, con el juez que lo procesa por robo de niños, Adolfo Bagnasco. ("Nadie se quejó nunca de haber estado en la ESMA", llegó a ufanarse con su proverbial cinismo.) Sin embargo, en esos días febriles, él entraba y salía de los "camarotes" 13 y 14 de los sótanos de la ESMA, para sonreír en el pasillo (que había bautizado "La calle de la felicidad"), tomarse un vaso de agua, volver a entrar a los cuartuchos de aglomerado, empuñar la picana "Carolina" (que le había diseñado especialmente un ingeniero electrónico) y preguntarle a una guerrilla que se había tomado la pastilla de cianuro y habían logrado "sacarla" para que hablara: "¿Sabés dónde estás? Este no es el Cielo y yo no soy San Pedro. Estás en la Escuela de Mecánica". O besar, a través de la capucha, a un prisionero que llegaba a la "parrilla", para decirle al oído: "¡Chachito, por fin viniste, eras el único que me faltaba para completar el organigrama!". En esos días no había sutiles maniobras de inteligencia, como las que Acosta describió con desparpajo ante el juez. Las swat de operaciones, precedidas por un patrullero donde iba un "dedo" a marcar a sus antiguos compañeros, llevaban una picana a pilas para no perder tiempo y sacar un nombre, una cita, en el camino, antes aún de regresar a la base, a Selenio. Porque si la cantada llegaba con premura, podían seguir cazando y llevar otras presas a la base. En ese entonces los únicos "agentes" (como los llama ahora Acosta, pretendiendo que incluso cobraban un sueldo de la Marina) eran un puñado menor de hombres y mujeres degradados por el Tigre, que habían decidido salvar sus vidas a cualquier precio y ponían todo su esfuerzo en recordar lugares y caras en las calles de Buenos Aires. Colaboradores activos que le habían proporcionado al Tigre, además, algo mucho más importante: los métodos organizativos, la estructura, el organigrama, y hasta la visión del mundo que tenían los Montoneros. El pequeño núcleo de traidores, kapós y amantes de los verdugos --claramente minoritario en un espacio donde predominaron la dignidad y el martirio de la mayoría anónima-- había sido bautizado por Acosta (en su pedestre estilo pseudoempresario) como el ministaff. Faltaban unos meses, todavía, para que se fuera conformando otro grupo de sobrevivientes, bien diferenciado del primero, que sería obligado a trabajar, desde la esclavitud, desde la "reducción a servidumbre" que pena la ley, para el proyecto político del Almirante. Llegando a constituir lo que Massera llamaría "mis asesores de izquierda" y el Tigre, simplemente, el staff.
El dedo de Dios
La creación del staff se fue dando de manera paulatina y, como suele suceder, fue una mezcla dena03fo01.jpg (8403 bytes) circunstancias casuales y proyectos claramente delineados. A comienzos de 1977 la organización Montoneros había sido prácticamente devastada, aunque su conducción, que había debido replegarse al exterior, no quisiera reconocerlo. El ritmo de caídas comenzó a decaer y los marinos empezaron a prestar más atención al ángulo político que al exclusivamente militar. Massera se despegó más notoriamente de Videla y a medida que se acercaba su retiro como comandante, fue cobrando mayor peso su proyecto de sucesión "constitucional". Contemporáneamente, los marinos comenzaron a preocuparse por lo que les parecía una notoria ingratitud: ellos habían peleado por el Occidente Cristiano contra el comunismo y el gobierno de James Carter los censuraba por sus violaciones a los derechos humanos. Además, a diferencia del Ejército, que era un partido militar y se la había pasado haciendo política desde el '30, ellos carecían de experiencia y de cuadros. Por último, pensaron que era bueno dejar un núcleo de sobrevivientes y largarlos por el mundo, para evitar futuras acusaciones y presentarse con una faz "humanitaria" que no habían tenido "los fósforos". (Lo que Acosta ha tratado de hacer en estos días en sus declaraciones ante Bagnasco y en el reportaje concedido a Ambito Financiero.) Una serie de circunstancias propicias que favorecieron el surgimiento del staff.
La mayoría de los prisioneros que integraron la nueva estructura habían resistido la tortura sin delatar a sus antiguos compañeros. Algunos, como el antiguo dirigente de la JP Beto Ahumada, habían sido torturados durante meses, sin que entregaran un nombre o una cita, pero sin embargo estaban profundamente desmoralizados por lo que habían conocido en el infierno y vieron como una posibilidad de sobrevivencia la colaboración real o fingida con los marinos en un plano político. Pensaban que se podía sacar a los marinos de la cacería y salvar así sus vidas y las de otros compañeros que aún conservaban la libertad. El grupo estaba formado por hombres que habían tenido un cierto grado de representatividad pública y por mujeres que también eran "cuadros" de la Organización o eran viudas de jefes montoneros. Entonces la ESMA cambió. Incluso físicamente. En el antiguo Pañol Grande donde antes se depositaban los bienes robados a los desaparecidos (el famoso botín de guerra con el que se enriquecieron Acosta y otros oficiales), se levantaron cubículos de plástico que dieron origen a otro nombre de la jerga interna: La Pecera. No habían cesado ni las torturas ni las ejecuciones --como las de Héctor Hidalgo Solá, Azucena Villaflor, las monjas francesas o la fundadora de Montoneros, Norma Arrostito, a la que el Tigre hizo asesinar en contra de la opinión del propio Chamorro--, pero los vuelos eran menos frecuentes que en el pasado inmediato. Las condiciones de vida de los elegidos para sobrevivir mejoraron, porque Acosta entendió que para hacerlos producir debía otorgar algunas concesiones. Empezando por la promesa de sobrevivir. El soñaba con ser la mano derecha del Almirante luterano (aunque ahora lo niegue ante el juez, alabando al Massera comandante y criticando al Massera que pretendió ser político) y sabía que en la nueva etapa que se iniciaba los sobrevivientes podían serle tan útiles para trepar, como antes lo habían sido los desaparecidos que había arrojado al océano. A los prisioneros tardíos, que cayeron a fines del '77, como Jaime Dri, un Tigre que discurseaba sobre el tomismo y el Orden Natural solía decirles: "Todo eso que ustedes andan proclamando por el mundo es mentira. No tiramos a nadie al mar, no los cortamos en pedazos. Y la picana tiene solamente un fin táctico: sacar información. Cuando lo logramos dejamos de hacerlo. No somos sádicos". Sin embargo, el chantaje y la amenaza estaban siempre presentes. "Yo soy el dedo de Dios", solía advertir el capitán Acosta a los esclavos que hoy llama "agentes"; "hablo siempre con Jesucristo y él me dice quién se salva y quién se va para arriba". Y lo terrible es que, en ese caso al menos, no mentía.
La ingratitud de los "agentes"
La creación del staff, sumada a la existencia previa del ministaff, dio lugar a una situación perversa, que prefiguró (a escala de micromundo) lo que algunos políticos trataron de lograr a escala nacional con las leyes del olvido y los indultos: la convivencia de verdugos y víctimas en una relación social, aparentemente normal, no exenta de cortesía y hasta --en algunos casos-- de lazos afectivos. Lo que Acosta y los montoneros arrepentidos llaman hoy la "pacificación" y la "reconciliación". El "Cuervo" Astiz solía caer de visita por La Pecera para charlar amablemente con algunos chupados y leer las revistas del corazón que luego lo harían tan identificable. Algunos marinos como Chamorro, Radice y Pernías formaron pareja con sendas prisioneras. Y el propio Tigre se enamoró de una guerrillera, que a diferencia de las otras no era una colaboradora, y a la que por razones obvias preservé su real identidad en Recuerdo de la muerte bajo el nombre falso de "Pelusa". Como suele suceder tantas veces en la historia, los vencedores sentían una irrefrenable curiosidad por esos vencidos que, salvo excepciones, habían sido más nobles, generosos y valientes que ellos. Era lo que le ocurría al "Delfín" Chamorro con "Gaby" Arrostito, que se mantuvo digna y heroica durante todo su cautiverio y con la que gustaba charlar, muchas veces, de temas sociales y políticos. Era lo que le pasaba también al Tigre, que con su alma mezquina de arribista se acercaba a Alberto Girondo Alcorta, seducido por sus apellidos patricios. (Al mismo Alberto Girondo al que ahora injuria presentándolo como lo que no fue: el "agente" que lo habría ayudado a "desalentar" a los militantes de la columna Capital de Montoneros.) Uno de los "ingratos" que según él, fueron "sus amigos" y ahora vuelven a "perseguirlo desde el odio".
Ese espacio gris de convivencia favoreció también que algunos marinos (no todos), educados para considerar a "los subversivos" como no-humanos, para poder así destruirlos sin complejos ni remordimientos (según la infalible teoría de Frantz Fanon), descubrieran que sus víctimas eran mucho más humanas que ellos. Y tuvo consecuencias no deseadas por los genocidas. Como la fuga, a comienzos de 1978, de Horacio Domingo Maggio, "el Nariz", que dio a conocer clandestinamente el primer testimonio de un sobreviviente de la ESMA. Maggio murió combatiendo con piedras contra una patota del Ejército. Y el Tigre usó su cuerpo ensangrentado para atemorizar a los "chupados" en el playón de estacionamiento de la Escuela: "El que lo imite, va a terminar como él". Advertencia que afortunadamente desoyó Jaime Dri, el segundo fugado de la ESMA que en septiembre de 1978 denunció ante el mundo lo que ocurría a pocos metros del estadio inaugural del Mundial. El embrión de lo que después sería Recuerdo de la muerte.
En 1979, las ex prisioneras Ana María Martí, Alicia Milia de Pirles y Sara Solarz de Osatinsky presentaron un testimonio demoledor ante la Asamblea Nacional de Francia. Las tres habían integrado el staff y habían sido liberadas por la Armada. Acosta, con su lógica de hampón, las consideró "ingratas". Después se sucedieron los testimonios. Primero en el exilio, ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) de Madrid; después ante la Conadep o en el juicio a los comandantes, donde varios ex prisioneros como Víctor Melchor Basterra y Miriam Lewin presentaron algunas declaraciones que permitieron condenar a Emilio Eduardo Massera. En 1987, esos y otros testimonios dieron origen a la famosa Causa ESMA, por la cual fue procesado el Tigre junto con otros dieciocho oficiales del Grupo de Tareas. A los que la Cámara Federal dictó la prisión preventiva y a quienes devolvió a la calle y a la impunidad la Ley de Obediencia Debida. Pero el proceso sirvió al menos para mostrar que tenía un cierto sentido autocrítico. En la ESMA solía decirles a los mismos prisioneros que si a él le pasaban la picana "cantaba enseguida, no aguantaba ni medio disco". (En tétrica alusión a la música ensordecedora que ponían en el Sótano cuando estaban torturando.) Ante el Tribunal, sin picana, habló hasta por los codos. Convirtiéndose en el más locuaz de los procesados. En aquel momento, el Tigre se pasó apenas cinco meses preso en el buque de la Armada Bahía Paraíso, recibiendo un trato privilegiado.
Para regresar enseguida a sus negocios de inteligencia y sus estafas al Banco Central. Es de esperar que ahora no ocurra lo mismo. Que Gales se enfrente, por fin, a las voces que se esconden tras el silencio de los inocentes.
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