martes, 1 de agosto de 2017

Mamífera.


Decidieron abrazar el dolor por hasta 20 horas para darle el tiempo necesario al cuerpo para tener un parto normal y conectarse con su instinto animal. Algunas lo hicieron solas, otras junto a sus parejas –quienes experimentaron su propio trabajo de parto– e incluso acompañadas por amigos y familiares. Con doulas y matronas, en casa o en hospital. Este es el testimonio y registro fotográfico personal de siete mujeres, desde las primeras contracciones hasta el nacimiento de sus hijos.  Por Almendra Arcaya L. / Fotografía: Sergio Gajardo.

Los preparativos.  Karen Lira (34), profesora de arte, y Freddy Cerda (37), veterinario. Nacimiento de Alondra, 17 de junio de 2016.   “El día que nació Alondra yo ya tenía 42 semanas de embarazo y estábamos yendo a la clínica día por medio a control. Ya había abandonado la presión de que parir por cesárea me significaría una frustración. Jueves, 4 de la tarde, 4 de dilatación. No quería un parto teatral, no estaba buscando algo específico. Si nacía de pie, hincada, en la tina o en la pieza, no era relevante. Confiaba en que mi cuerpo encontraría la manera de hacerlo. Freddy había preparado todo. Luces suaves, música, la tina, un aroma a hierbas que inundaba el departamento y unos sánguches y jugos para mi mamá, la matrona y el fotógrafo. Gesticulo, vocalizo, muevo las caderas. El dolor guía a mi cuerpo a buscar maneras de acomodarse. Camino de la pieza al baño, del baño a la cocina y de la cocina al living. Sudo, me quejo, grito un poco. Mis ojos se achican y se agrandan. Dejo de pensar y controlar mi cuerpo. Dejo que todo se vuelva físico”.

La frustración. Fotografía: Sergio Gajardo. sgajardofoto@gmail.com.  “Son las 9 de la mañana. Llevo más de 10 horas en trabajo de parto. Tuve una noche de dolor, descanso y dolor. Frío y calor. Agua. Mi cama. Por qué no sale, por qué todo lo que hago no funciona, no sirve. Muevo mis caderas. Adelante, atrás, en círculos. Veo el librero en el living y camino hacia él. Me paro al frente y pongo mis manos en una de sus repisas. Subo, bajo, en cuclillas. ‘¿Estás segura de que no quieres irte a la clínica?’, me pregunta Freddy, mientras veo de reojo a mi mamá. Está asustada, tomándose la cabeza. Yo me alivio porque está y porque su presencia marcará la vida de mi hija desde el momento de nacer. Quería que se convirtiera en abuela de una manera significativa. Algo estoy haciendo mal, algo no está ocurriendo. Pido un tacto. Tengo dilatación completa, pero Alondra no está encajada. Latidos perfectos. Es cosa de tiempo. Avanzo en automático. Vuelvo a la pelea”.

Un animal llamado mujer. Fotografía: Sergio Gajardo. sgajardofoto@gmail.com. “Son las 12 de la tarde y llevo más de 15 horas de trabajo de parto. Estoy en el suelo, en cuclillas y semiacostada mirando hacia arriba. Las piernas me tambalean. Mi mamá sostiene la izquierda y Freddy la derecha, haciendo fuerza, mientras yo las retraigo y pujo. Mi matrona está justo al frente. ‘Tú eres la única que puedes sacar a Alondra de ahí, ahora viene’, me dice. Siento su cabeza entre las piernas y el ‘aro de fuego’ del que hablan. Es como una quemadura. Miro mis pechos. Ya hay leche, mucha. Épico. Mi cuerpo es más inteligente que yo. El tiempo avanza más lento. Pujo de nuevo. Alondra sale y, cual pez, comienza a moverse con su boca estirada queriendo encontrarme. Estamos tan habituadas, que olvidamos lo milagroso que es dar vida. Todo mi cuerpo está sensible, abierto, pero yo no lo siento. El departamento hierve entre estufas, guateros y calientacamas. Nos quedamos ahí, los tres, durmiendo. Abrazándonos. Todo lo puedo, que vengan los que quieran. Sublime”.

Familia de parto. Marisol Larraín (42), fitoterapeuta, doula y partera, y Alejandro Astorga (52), guía de rafting, leñador y podador de altura. Nacimiento de Alelí, 7 de octubre de 2014.  Fotografía: gentileza Marisol Larraín. Facebook: daraluzsabiduriancestral.

“Mi baño se conecta a través de una puerta corrediza con mi pieza. Está abierta de par en par y allí, sobre mi cama están Canela (25), Indra (19), Amanda (17), Lautaro (15), Alma (7) y Altán (5), nuestros hijos. Todos en silencio esperan a que llegue su hermana, Alelí, a las 41 semanas. Son las 4 de la tarde y se retiraron antes del colegio para estar aquí, todos calladitos, escuchando, esperando. Canela cose las compresas, Alma está a cargo del agüita de hierbas e Indra será quien recibirá a su hermana. Mis contracciones están avanzadas. Mi cuerpo se dobla. Respiro. Puedo controlar el dolor, lo he hecho con mis 4 hijos anteriores, que han nacido por parto natural, en mi casa en el Cajón del Maipo. Espontáneamente Alma (en la foto de 5 años) se acerca a la tina y me pasa las agüitas, mientras me hace masajes y acaricia mi pelo. Luego, con un vaso, me echa agua caliente en la espalda. Mi pequeña doula. Las contracciones son fuertes y muy dolorosas. Les pido a mis hijos que se retiren, quiero pujar. Alejandro, mi pareja, pasa sus brazos por debajo de los míos y me levanta. Cuelgo de sus brazos, con las piernas abiertas y el agua hasta las rodillas. Silencio. ‘Creo que viene con cordón’, me dice Ale. Me hago un tacto. Mientras respiro, meto mi mano entre el cuello y el cordón de Alelí, y suavemente lo voy soltando. Sale. Grito como una guerrera. Veo las cabezas de mis hijos asomarse por el costado de un clóset, una arriba de la otra, como enanitos. Nací en un parto triste, frío, de violencia y malos tratos. En una sala sin espacio, donde mi mamá compartió camilla con otra madre y en la de al lado yacía una mujer que había abortado. Lo reivindico. Doy vida en un relajo colectivo, donde nadie está alarmado, cada uno tiene su tarea, y nos comunicamos sin hablar”.

60 horas.Romina Vicencio (30), magister en matemática y profesora universitaria, e Iver López (33), profesor de matemática en el colegio Seminario San Rafael de Valparaíso. Nacimiento de Maika, 24 de abril de 2016. Fotografía: Claudia Paz. holaclaudiapaz@gmail.com.

“Siete meses de embarazo y mientras más leo menos me convence mi equipo médico y más me entusiasma la idea de un parto respetado. Surgen preguntas: ‘¿es obligación la episiotomía?, ¿podré esperar a las 42 semanas o a las 38 me apurarán?, ¿en qué momento te ponen la anestesia?, ¿me preguntarán?’. En la clínica, la respuesta siempre es la misma: ‘depende, hay protocolos, decisiones de equipos médicos’. Mi parto depende de todos, menos de mí. A la semana 37 nos arriesgamos y cambiamos de ginecólogo y matrona, e incluimos una doula.

40 semanas y 5 días, es jueves por la noche y tengo mi primera contracción. Estoy recostada en mi cama junto a Iver. La ignoro y duermo. 4 horas después me despiertan contracciones avanzadas, son cada 5 minutos y a mayor luz de día, más espaciadas se vuelven una de otra. Cada 10, cada 20, cada 25 minutos. Misma intensidad, menor frecuencia.

Viernes por la tarde. Tengo un sangrado leve. Nos reunimos con Nancy, mi matrona, en la clínica y me dice que es normal. Tengo 3 de dilatación y contracciones cada 20 minutos. Volvemos a la casa, comemos rico y vemos una película. Le leo una carta a mi marido, donde le pido confianza en mi cuerpo, protagonismo, discreción con nuestro entorno y sinceridad, si la situación lo sobrepasa. 15 minutos de descanso, me paro y me pongo frente a la pared, con las manos apoyadas y mi cadera meciéndose de derecha a izquierda. Miro hacia abajo, siento que mi panza está cada vez más grande. Así me paso la noche.

Sábado por la mañana. Llevo dos noches sin dormir. Llega mi doula, Javiera, y nos acompaña a tomar desayuno. Contracción. Le enseña algunos masajes a Iver, él repite. Javiera nos sugiere simular la noche, donde, con menos luz, mis contracciones se aceleran. Iver tapa todas las ventanas con frazadas, enciende velas y rezamos juntos. Javiera llena la tina y me meto. Punto de inflexión. Contracción cada 5, cada 4, cada 3 minutos. La forma y espacio de la tina me incomoda. Me pongo de pie, apoyo mis manos sobre la muralla, posición fetal, sobre la pelota. No encuentro una postura. Empiezo a familiarizarme con las contracciones, soy consciente de que tienen un inicio y un fin.

Sábado por la noche. Mi ansiedad le gana a mi cuerpo y visualizo el momento expulsivo. Son las 4 de la mañana, han pasado demasiadas horas. Nos vamos a la clínica. Tengo 7 de dilatación, pero la sala de parto está ocupada. El dolor se hace insoportable. Javiera me susurra al oído: ‘no te desesperes, esto es normal, confía en tus capacidades’. Me siento en el piso, junto las plantas de mis pies y tomo aire. A medida que transcurre la contracción boto lenta y continuamente.

Domingo, 7 de la mañana. Llega Nancy, mi matrona particular, y me trasladan a la sala de parto. Me meto a la piscina de agua caliente, pero esta vez no pasa nada. Tengo dilatación completa, pero Maika no está encajada. Entra el ginecólogo de turno. ‘Vamos a tener que hacer que esta cosa avance’, dice. Accedo a la oxitocina –que inducirá mi parto- y mientras se incorpora a mi cuerpo, siento cómo mis movimientos se tornan agresivos, anormales. Maika no quiere salir.

El doctor interviene de nuevo. Ahora sugiere romper membrana. No tengo fuerzas para decir que no, lloro sin parar. Tengo contracciones de oxitocina artificial, sin anestesia y estoy acostada. ‘Si no advertimos avances, vas a tener que considerar una cesárea’, lanza el doctor. Un balde de agua fría. ‘No me esforcé cuatro días para terminar en una cesárea. No lo acepto, no lo quiero. Mi abuela paterna tuvo 12 partos y mi abuela materna seis, todos naturales, ¿cómo no voy a poder?’. Los latidos de Maika están perfectos y yo me levanto de la camilla para hacer unos ejercicios con cuerdas que facilitaran su posición. Vomito. Pido la epidural. Estoy consciente de que este es el último intento y sé que voy a lograrlo. Sentada en la punta de la camilla, con los pies colgando, y Javiera e Iver a cada lado, pujo. 10 minutos, 4 pujes. Viene su cabeza. Euforia. Pesaje. No me separo de ti”.  Fotografía: Claudia Paz. holaclaudiapaz@gmail.com.

A los 16 en soledad, a los 30 en compañía. Karen Pincheira (31), estudiante de Diseño de Vestuario, y Juan Raddatz (33), ejecutivo de ventas. Nacimiento de León, 30 de agosto de 2016. Fotografía: Roxana Ramírez. www.fotoroxanaramirez.com

La primera vez que Karen y Juan fueron padres, con otras parejas, tenían 16 y 20 años respectivamente. Karen llegó a las 11 de la mañana, de 36 semanas y seis de dilatación al hospital, y hasta que nació su hijo Demian (15), a las 3 de la tarde, recuerda que las enfermeras y matronas le dijeron frases como ‘no te gustó hacer cosas de grande’ o ‘grita si quieres que te atiendan’, mientras doctores y estudiantes en práctica le realizaban tactos sin su consentimiento. Tuvo un parto normal, de pocas contracciones y dolor. “Recuerdo que tiritaba de frío y miedo. Demian no venía en posición, entonces lo dieron vuelta con la mano. Eso duele. Lloré durante el resto del parto, sentía que estaba en un infierno”, recuerda. Juan, por su parte, no pudo involucrarse demasiado en el de su hijo Benjamín (13): estuvo atrás de la mamá, sentado, acompañó a la enfermera a que limpiaran a su hijo y luego lo dejaron tomarlo solo un rato.

Cuando tenían cinco meses de embarazo de León, Karen y Juan buscaron una matrona particular y evaluaron la posibilidad de tenerlo en la casa: debía nacer entre la semana 37 y 40, y asistir a cinco consultas particulares con la matrona y tres ecografías. Fueron a un taller de parto, hacían semanalmente ejercicios de respiración y compraron un doppler para escuchar sus latidos. Karen complementó su embarazo con flores de Bach, medicina natural y jarabes de zinc y calcio. “Tener a León fue como ser padres primerizos”, recuerda Karen. Semana 39, 1 de la tarde, Karen rompe bolsa. Cinco horas más tarde, después de monitorearse en el hospital, Karen tomó una sopa, durmió y se duchó. Juan registraba el tiempo entre contracciones y procuraba que no faltaran velas ni flores. Jacuzzi inflado, el agua a 37 grados. En la casa: Juan, Demian, los padres y dos hermanos de Karen y dos amigas. “Parir así, calentita y protegida por un escudo familiar, un pequeño acuario. Siento un dolor muscular en la espalda baja y me meto al jacuzzi. Mi cuerpo se mueve de un lado a otro, como un pez. Me cuelgo del borde con la guata hacia abajo. Me encorvo hacia arriba y hacia abajo. Repito. Pelvis arriba, pelvis abajo. Inhalación y espiración fuerte. Por fuera del jacuzzi, Juan me toma la mano y mis amigas se sientan en silencio. Con cada contracción siento que no lo voy a lograr. Mis dos matronas, Mónica y Giselle, ya están aquí. Estoy lista para pujar. Mi mamá en la cocina, mi papá con la cabeza fría y el auto listo por cualquier emergencia. 5 A.M. Pujo sin pensar. Esto es lo más loco que he hecho en mi vida. Pujo. Fui como mis gatas, busqué mi lugar. Pujo. Grito. Mis huesos se expanden. Quiero llorar, me voy a morir. León ya está aquí. Apego.

Demian acompaña a Giselle a tomar los datos de su altura, peso y signos vitales, y esperan juntos la placenta, para estamparla con pintura sobre una cartulina. Mónica y Juan me ayudan a salir del jacuzzi, ponen sobre mí una bata suave y calentita, me acuesto en mi cama. Veo entrar a Demian, mis padres y hermanos, mis amigas, Juan… León”. Fotografía: Roxana Ramírez. www.fotoroxanaramirez.com

Resignificar el dolor. Darline Guerra (30), diseñadora de vestuario y profesora de música, y Carlos Arancibia (27), cocinero. Nacimiento de Aukan, 27 de septiembre de 2016.  Fotografía: Paula Santibáñez. paula.santibanezp@gmail.com.

“Tú eres súper sensible”, “a ti todo te duele”, “no vas a poder parir así”. Eso fue lo primero que le dijo su familia a Darline cuando decidió tener a su hijo en su casa, de manera natural y sin intervenciones médicas, en la compañía de una matrona y a minutos del Hospital de La Florida. “Desde que nacemos nos inculcan el miedo y a desconectarnos de él. Mientras menos lo sintamos, mejor. Cueste lo que cueste. Y ojalá que la guagua salga lo más rápido y lo más indoloramente posible. Nos anestesian, nos llenan la cabeza de fantasmas, de limitaciones. No conocemos nuestro ciclo menstrual y odiamos nuestra menstruación. Somos un género herido”.

Las contracciones de Darline comenzaron un sábado por la mañana y el trabajo de parto el lunes a las 6 de la tarde. Se metió a la tina y comenzó a respirar y vocalizar. A ratos se dormía, hasta que una contracción la levantaba y la hacía pasar sus brazos alrededor del cuello de Carlos, su pareja, para dejarse caer. “Soltar, expandir, soltar, expandir”, pensaba. Luego se colgó de la sábana que amarró en el pasillo de su departamento. “Tiré, tiré y tiré, con todas mis fuerzas. Sentía que las contracciones me tiraban al suelo. Mi cuerpo quería bajar, revolcarse en la tierra y refugiarse en un hoyo”, recuerda. Eran las 4 de la mañana y Aukan no se asomaba. Un par de horas después decidieron irse al hospital. Allí, Darline pidió anestesia, durmió, comió y recuperó fuerzas para pujar. El martes, a las 2 de la tarde, nació Aukan. “Tuve un trabajo de parto de casi 20 horas y lo volvería a repetir. Es un dolor tan distinto a todos los demás que incluso debería tener otro nombre. Tan poderoso, tan fuerte y tan necesario para asimilar lo importante que acaba de pasar, para comprender en lo que te has convertido: un animal capaz de dar vida, de traer a un ser a este mundo. Cuando te entregas, te conectas con el dolor y dejas de resistirte ocurre el trance: no escuchas, no ves. Parir con dolor es morir y nacer de nuevo”.

Parto compartido, crianza compartida. Carlos Arancibia (27), pareja de Darline Guerra y papá de Aukan. Fotografía: Paula Santibáñez. paula.santibanezp@gmail.com.

“Comienzan las contracciones y me voy incorporando al trabajo de parto. En mi mente están los documentales que habíamos visto, el taller de yoga y de rebozo para control del dolor y la instancia Papi doulo, donde aprendí masajes, preparaciones de hierbas y todo lo que debía o no preguntar. Mi mente está aquí, con Darline y Aukan. En cada posición que ella toma, mi cuerpo se acomoda para que pueda apoyarse en mí. No dejo de hacerle cariño, tomarle la mano o abrazarla. Siempre en contacto. ‘Tú puedes, esto es lo que queremos, vamos a ver a nuestro hijo, ya falta poco’. Me entrego al proceso y trato de sentir lo que ella siente. Empatizo. Su cansancio, su agote. No habría aceptado no participar de este proceso. Lo que provoca en ella la fuerza de cada contracción es sorprendente. La pone en un estado animal. Llevo un día sin comer ni dormir, siento el cansancio. Debemos llevar horas, pienso. No me puedo mantener en pie, pero pronto voy a ver a mi hijo y eso me devuelve la energía. No soy un espectador, soy un participante. Quiero reconstruir la imagen y el rol que tenemos los hombres en la familia. Darline es madre medio día, yo soy padre la otra mitad”.

La soledad. Sarah Bavaud (42), coach corporal, 15 de noviembre de 2015. Fotografía: gentileza Sarah Bavaud.

“Esa mañana, cuando ya llevaba más de 10 horas de trabajo de parto, mis dos hijas –de 15 y 12 años– despertaron, me dieron un beso y salieron de la pieza. Mi marido iba y venía. Mi mamá cocinaba para mi familia, la doula y la matrona que me acompañaban. Las contracciones venían cada vez más seguidas. Me sentía empoderada. Gritaba. Pensaba en mis hijas. Respiraba. Pensaba en mi mamá. Avanzaban las horas. Ya son 15. ¿Estarán asustadas de escuchar a su mamá gritar? ¿Qué pasa?, ¿por qué esto no avanza?. Me desespero. A lo lejos, una puerta se cierra. Mi doula decide que es un buen momento para que todos salgan de la casa. ‘Nosotras también nos vamos. Estaremos al otro lado de la puerta’, me dice. Estoy sola. Sobrevivencia. Visualizo la sábana que cuelga a un lado de mi cama. Somos tú y yo Caetano. Mano derecha, mano izquierda. Tiro hacia abajo con todas mis fuerzas. Sí, sí, sí. No puedo… no puedo. Sí puedo, sí podemos, lo podemos todo Caetano. No necesitamos a nadie más. Una fuerza primitiva me hace rugir. Soy un animal todopoderoso. Cuan pequeña me sentiría en un hospital. Me concentró, recibo el dolor. Lo abrazo, me abro y el dolor fluye. Es un conductor. Estoy despierta, estoy viva. Me siento ágil. Rujo de nuevo. Recojo la sábana. Derecha, izquierda. Vuelvo a tirar. Soy más poderosa que ella. Inhalar, exhalar, soy potente, no me canso, adrenalina. Parir a oscuras, en soledad, como en una madriguera.

Mis brazos y piernas no se cansan, tengo una energía infinita. Músculos tensos, huesos acoplados. Todo en el centro, como en una línea vertical imaginaria que pasa justo por el medio de mí. Todo el cuerpo junto trabajando a favor de la misma causa, alentándome. Me meto a la tina, la energía pasa a través de mí como un canal. La vida pasa y la dejo salir. 19 horas, 4 kilos 300 gramos. Cordón corto, trabajo lento, pedacito a pedacito. Bienvenido Caetano.

Después me enteraré de que ahí, en esa foto, llevaba 19 horas de parto. Ahí, en el momento en que tomaron esa foto, rompí bolsa”.

De cesárea a parto normal. Paula Mogollón (37), ingeniera comercial, doula y medicina placentaria, y Alberto Manso (35), ingeniero comercial. Nacimiento de Pablo, 29 de abril de 2015. Fotografía: Marcia Fonseca. marciahaydeephoto@gmail.com. Desde el 31 de julio en wwwmarciahaydee.cl.

“Después del nacimiento de Diego (5) en Barcelona, un parto de poco más de 40 semanas e inducido con misoprostol, que terminó con dos pinchazos en su cabeza, sufrimiento fetal y una cesárea, me encontré con el mundo del doulaje. Quería entender qué había hecho mal, por qué no dejé que Alberto, mi marido, siquiera me rozara, y cómo podía lograr que mi segundo hijo no pasara por esto. Por el trabajo de Alberto nos vinimos a vivir a Viña del Mar y comencé a trabajar como doula. Esperando a mi segundo hijo participé de un parto natural, de una mamá que había tenido anteriormente cesárea. Información es poder. Dejamos la presión familiar de lado. Es nuestra familia, son nuestros hijos. Monté mi equipo: una ginecóloga, una matrona y dos doulas. Eran las 4 de la tarde. Estaba cumpliendo las 40 semanas y tomando una siesta junto a Diego cuando rompí bolsa. Las contracciones son rápidas e intensas y voy basculando la cadera y agradeciendo lo bendita que es la oxitocina natural por darme esos trocitos de descanso. Diego, de 2 años y 9 meses, está ahí. ‘¿Ya tienes una contracción, mami? Ya puedes gritar mami, ya puedes gritar’, me decía. Era consciente de todo, había aprendido cómo esperar el nacimiento de un hermano con un libro de diálogos e ilustraciones. Quise educarlo, quiero que, si decide tener hijos, empodere a su pareja, la acompañe y vea como algo normal y natural que los bebés nazcan por la vagina. Me quejo, entro en la contracción, respiro y descanso. Repito. Llevo 12 horas. Escucho el sonido de las micros, está amaneciendo”.

Fotografía: Marcia Fonseca. marciahaydeephoto@gmail.com. Desde el 31 de julio en wwwmarciahaydee.cl.

“Ya no tengo voz. Me caigo al suelo, estoy enfadada, frustrada, molesta. Por qué no sales, joder. Me voy a la clínica y recibo la inyección de raquídea. Dormí una hora. Brutal, la anestesia me hizo arrancar y ¡pum!, dilatación completa. Escucho sus latidos, es un caballo galopante. Venga, estoy lista, ya vamos a parir. Pujo, lo estoy dando todo, la fuerza es absurda. Un imán que me tira al suelo. Podría levantar un auto. Salvaje. Yo de cuclillas y al frente, Diego, al lado de la matrona. Alberto y yo estamos conectados al máximo. Me está sujetando con fuerza. Lleva 26 horas despierto. Venga, sufríamos los dos y descansábamos los dos. Aquí afuera es un caos. Adentro, Pablito –hasta entonces desconocíamos su sexo– abriéndose paso con calma. ‘Mira mami, se le ve la cabeza, y ¿por qué tiene sangre?’, pregunta Diego. La matrona le explica. Suelto el control, mi cuerpo puja, lloro de la emoción. Tengo amnesia del dolor”.

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