viernes, 18 de agosto de 2017

LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR. JOSEPH ROTH

 
LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR. JOSEPH ROTH

I
Un atardecer de la primavera de 1934, un caballero de edad madura descendía por las escalinatas de piedra que, desde uno de los puentes sobre el Sena, conducen a la orilla. Como sabrá casi todo el mundo, aunque la ocasión merece rememorar este hecho en la mente del lector, allí suelen dormir, o, mejor dicho, acampar los clochards de Paris.
Y uno de esos clochards fue como por azar al encuentro del caballero de edad madura, que por cierto iba bien trajeado y daba la impresión de ser un viajero que se propone contemplar las curiosidades de las ciudades que visita. Aunque aquel clochard ofrecía ciertamente el mismo aspecto harapiento y digno de compasión que todos aquellos con quienes compartía su infortunio, parecía sin embargo merecedor de la atención especial del caballero de edad madura bien trajeado. Mas no nos es dado conocer la causa de tal preferencia.
Como queda dicho, estaba atardeciendo, y bajo los puentes, a orillas del río, la oscuridad era ya más cerrada que arriba en los muelles y sobre los puentes. Aquel hombre sin hogar y manifiestamente desaliñado avanzaba con paso vacilante. No parecía percatarse de la presencia del caballero mayor bien trajeado. Más éste, que no vacilaba en absoluto sino que con total aplomo dirigía sus pasos directamente hacia el
vacilante clochard, por lo visto le había descubierto desde lejos. El caballero de edad madura le cerró prácticamente el paso. Ambos detuvieron sus pasos, frente a frente.
—Adónde le llevan sus pasos, hermano? — inquirió el caballero mayor bien trajeado.
El otro le echó una leve mirada, para contestar
luego:
— Que yo sepa, no tengo hermano, ni se
adónde me lleva el camino.
—Yo intentaré mostrárselo —prosiguió el caballero, —pero no deberá enojarse conmigo si, como contrapartida, le pido un favor poco frecuente.
—Estoy dispuesto a cualquier servicio, —accedió el harapiento.
—Claro que me doy cuenta de que tiene usted algunos defectos, mas Dios ha dispuesto que se cruzara en mi camino. A buen seguro estará necesitado de dinero. —No, no me tome a mal mis palabras! A mi me sobra. ¿Querrá decirme con toda franqueza cuánto necesita? Por lo menos para salir del paso...
El otro permaneció unos segundos sumido en reflexiones, pero en seguida profirió:
—Veinte francos.
—No creo que esta suma sea suficiente —replicó el caballero—. Seguramente necesitará doscientos.
El harapiento retrocedió un paso. Parecía como si fuera a caer, pero, aunque vacilante, se mantuvo en pie. Y entonces dijo:
—No puedo negar que preferiría doscientos francos en lugar de veinte, pero soy un hombre de honor. Parece que me está usted juzgando mal. No
puedo aceptar el dinero que me ofrece, y ello por varias razones: en primer lugar, porque no tengo el placer de conocerle; en segundo lugar, porque no se cómo ni cuándo podría devolvérselo; y, en tercer lugar, porque usted tampoco tiene la posibilidad de reclamármelo, al carecer yo de domicilio fijo. Casi a diario me establezco bajo un puente diferente de este río. A pesar de todo ello, y aun careciendo de domicilio fijo, como ya le he dicho, soy un hombre de honor.
—Tampoco yo poseo domicilio fijo — respondió el caballero de edad madura —y también yo me instalo cada día bajo un puente distinto. Mas, a pesar de ello, le ruego que tenga la amabilidad de aceptar los doscientos francos, al fin y al cabo una suma ridícula para un hombre como usted. Y en lo referente a la restitución, habré de extenderme algo más para poderle hacer entender por qué no puedo indicarle el nombre de algún banco donde usted pudiera ingresar el importe. Resulta que me he convertido al cristianismo después de haber leído la historia de la pequeña santa Teresa de Lisieux. Y ahora venero muy en especial la estatuilla de la santa que se guarda en la capilla de Sainte Marie des Batignolles, que usted podrá localizar con facilidad. Así que, tan pronto tenga reunidos los doscientos francos y su conciencia le obligue a zanjar esta ridícula deuda, diríjase por favor a Sainte Marie des Batignolles y entregue la suma en manos del sacerdote cuando éste termine de oficiar la misa. Suponiendo que adeuda usted el dinero, se lo debe a santa Teresita. Mas, cuidado, no lo olvide: tiene que ser la de Sainte Marie des Batignolles.
—Veo —dijo el harapiento— que usted ha comprendido que soy una persona de honor. Le prometo que cumpliré mi palabra. Sin embargo, sólo puedo ir a misa los domingos.
—Como usted prefiera, un domingo, pues — concedió el caballero mayor—, al tiempo que de su cartera sacó doscientos francos, que entregó al vacilante clochard—. Y muchas gracias.
—Ha sido un placer se despidió el desharrapado, que al punto desapareció en las tinieblas.
Porque entretanto ya había oscurecido por entero, mientras arriba, en los puentes y muelles habían sido encendidas las farolas plateadas para anunciar la alegre noche de Paris.
 
II
También el caballero bien trajeado desapareció entre las tinieblas. Le había tocado en suerte, efectivamente, el milagro de la conversión. Y había decidido encauzar la vida de los más menesterosos. Y por ello vivía bajo los puentes. Pero por lo que se refiere al otro, era un bebedor, o, mejor dicho, un borracho. Se llamaba Andreas. Y, como muchos bebedo res, vivía del azar. Hacía tiempo que no poseía doscientos francos juntos. Y quizás porque ya hacia tanto tiempo de ello, a la tenue luz de una de las escasas farolas bajo uno de los puentes sacó un trozo de papel y el troncho de un lápiz, y apuntó la dirección de santa Teresita y la suma de doscientos francos que, desde aquella hora, le adeudaba.
Ascendió por una de las escalinatas que desde las orillas del Sena conducen a los muelles. Allí, y esto lo sabía muy bien, ha bía un restaurante. Y allí entró, y comió y bebió en abundancia, y gastó mucho dinero, y además se llevó todavía una botella entera para la noche, que, como de costumbre, pensaba pasar bajo el puente. Sí, incluso hurgó en una de las papeleras y de ella sacó un periódico. Pero no con intención de leerlo, sino para taparse. Porque los periódicos mantienen el calor, como bien saben todos los clochards.
 
III
A la mañana siguiente Andreas se levantó más temprano que de costumbre, pues había dormido insospechadamente bien. Tras larga reflexión logró recordar que la víspera le había acaecido un milagro; sí, un auténtico milagro. Y puesto que creía que en esa cálida noche, tapado por el periódico, había dormido desacostumbradamente bien como no lo había hecho en mucho tiempo, decidió lavarse, cosa que no había hecho desde hacia meses, concretamente durante toda la época tría del año. Sin embargo, antes de desprenderse de sus ropas metió la mano en el bolsillo interior izquierdo de su chaqueta, donde, según recordaba, debía encontrarse el resto tangible del milagro. Entonces buscó un punto bastante solitario de la orilla del Sena, para lavarse por lo menos la cara y el cuello. Mas, como le parecía que en todas partes podía haber personas, personas desgraciadas como el mismo (venidas a menos, como de pronto ya para sus adentros se calificaba a sí mismo), personas que podían ver cómo se lavaba, renunció por fin a su propósito y se contentó con sumergir sus manos en aquellas aguas. Acto seguido volvió a vestirse la chaqueta, tornó a palpar el dinero en el bolsillo interior izquierdo, y se sintió completamente limpio y como transformado.
Se iba adentrando en el día —en uno más de sus días, que hasta donde era capaz de recordar, solia pasar vagando— decidido a dirigirse también en esta ocasión a
la acostumbrada rue des Quatre Vents, donde se encontraba el restaurante rusoarmenio TariBari, donde solía gastar en bebidas baratas el escaso dinero que el cotidiano azar le deparaba.
Pero he aquí que, al llegar al primer quiosco, interrumpió sus pasos atraído por las ilustraciones de algunas revistas, pero también llevado por una repentina curiosidad por saber el día que era, conocer la fecha y el nombre de aquel día. Así que adquirió un diario y comprobó que era un jueves. Y de pronto recordó que había nacido un jueves, y sin fijarse lo más mínimo en la fecha, decidió considerar precisamente aquel jueves como el día de su cumpleaños. Y, puesto que ya estaba embargado por una infantil alegría de día festivo, no dudó ni un instante en entregarse a buenos e incluso nobles propósitos, renunciando por lo tanto a entrar en el TariBari, para elegir en su lugar un local algo mejor donde pediría un café, aunque regado con ron, y una rebanada de pan con mantequilla.
Así, pues, y a pesar de su andrajosa vestimenta, seguro de sí mismo dirigió sus pasos a un bistro burgués, tomó asiento ante una mesa, el, que desde hacía tanto tiempo sólo estaba acostumbrado a permanecer ante la barra, mejor dicho, a apoyarse en ella. Así que tomó asiento. Y como frente a su asiento colgaba un espejo, no pudo evitar el contemplarse. Era como si en aquel instante volviera a conocerse a sí mismo. Y se asustó. Y al mismo tiempo supo por qué durante todos aquellos años había tenido tanto miedo a los espejos. No era bueno contemplar con sus propios ojos la depravación de uno mismo; mientras uno no se vea obligado a contemplar su propio rostro, es como si simplemente no se tenga rostro,
o que éste sea el antiguo, aquel de antes de caer en la depravación.
En ese momento, sin embargo, se asustó realmente al comparar su aspecto con el de uno de los hombres prósperos sentados cerca de el. Hacía ya ocho días que se había hecho afeitar, mal que bien, como saliera, por uno de sus compañeros de infortunio que a cambio de una pequeña retribución se mostraban dispuestos a afeitar aquí y acullá a un hermano. Mas ahora, decidido a emprender una nueva vida, se imponía un buen afeitado, un afeitado a fondo. Así que decidió acudir a una auténtica barbería antes de encargar la comida.
Dicho y hecho. Fue presto a una barbería.
Cuando regresó a la taberna, el sitio donde había estado sentado antes había sido ocupado ya, de modo que sólo pudo contemplarse de lejos en el espejo. Pero era suficiente para darse cuenta de que estaba cambiado, rejuvenecido y embellecido. Sí, era como si su rostro irradiara un brillo que hacía olvidar sus vestimentas andrajosas y la visiblemente desgastada pechera así como la corbata a franjas rojiblancas, que rodeaba el cuello de bordes raídos.
Así, pues, nuestro Andreas tomó asiento y, consciente de su renovación, pidió, con esa voz segura que había poseído antaño y que ahora parecía haber retornado como una vieja y buena amiga, un café, arrosé rhum. Así se lo sirvieron, y según creyó percibir con todos los respetos debidos, que los camareros suelen reservar a los clientes respetables. Ello halagó de forma muy especial a nuestro Andreas, levantaba sus ánimos y le confirmaba en la suposición de que aquel era precisamente el día de su aniversario.
Un caballero sentado cerca del clochard lo observó un buen rato, se volvió luego hacia el y preguntó:
—¿Quiere ganarse algún dinero? Podría darle trabajo. Mañana me mudo de casa, así que podría usted echarle una mano a mi esposa y a los transportistas. Me parece usted bastante robusto. Porque estoy seguro de que podrá hacerlo, —¿verdad? —¿Verdad que acepta?
—Naturalmente que quiero contestó Andreas
—¿Y qué pide usted prosiguió el caballero por trabajar dos días? Sería mañana y el sábado. Debe saber que vivo en una casa bastante grande y me mudo a otra todavía mayor, por lo que tengo bastantes muebles. En cuanto a mí, debo atender mi tienda.
—De acuerdo, ¡acepto! contestó el clochard.
—¿Toma algo? le preguntó el caballero.
Encargó dos absentas, y el caballero y Andreas brindaron y también llegaron a un acuerdo en lo referente al precio: doscientos francos.
—¿Tomamos otra absenta? —inquirió el caballero tras acabar la primera copa.
—Pero ahora invito yo contestó el clochard Andreas—. Porque usted no me conoce: soy un hombre de honor, un trabajador honrado. Contemple mis manos... —y mostró sus manos—, son muy sucias, callosas, manos de un trabajador, pero honradas.
—Así me gusta —asintió el caballero.
Tenía los ojos brillantes, un rostro infantil, rosado, y justo en el centro un diminuto bigote negro. Podía considerársele, en líneas generales, un tipo bastante amable. Así lo catalogó Andreas.
Así que siguieron bebiendo juntos, y Andreas pagó la segunda ronda. Y cuando el caballero de rostro infantil se levantó, Andreas se dio cuenta de que era muy gordo. Sacó de su cartera una tarjeta de visita y apuntó en ella su dirección. Acto seguido sacó de la misma cartera un billete de cien francos y entregó ambos papeles a Andreas con estas palabras:
—Para que no me falle usted mañana. A las ocho en punto, ¡no lo olvide!. El resto lo recibirá al terminar el trabajo. Y una vez acabado éste, volveremos a tomar un aperitivo juntos. ¡Hasta la vista, buen amigo!
Con estas palabras se despidió el caballero gordo de rostro infantil, y lo que más sorprendió a Andreas fue que el extraño hubiera sacado la tarjeta de visita de la misma cartera en la que guardaba el dinero.
Bien, ahora que estaba en posesión de aquel dinero y tenía expectativas de ganar todavía más, decidió comprar una cartera. A este fin fue en busca de una tienda de pieles. La primera con la que se cruzó en su camino estaba atendida por una joven dependienta. Le pareció muy bonita, colocada allí detrás del mostrador, en su vestido negro ajustado, con el petillo blanco, el cabello rizado y el pesado brazalete de oro en la muñeca derecha. Sacó el sombrero en presencia de la muchacha y con voz risueña dijo:
—Desearía una cartera.
La muchacha echó una mirada furtiva a aquellas ropas raídas; sin embargo, no mostraba el menor asomo de desprecio: simplemente pretendía catalogar al cliente; en aquella tienda había carteras caras, menos caras y muy baratas. Para ahorrarse preguntas inútiles, subió de inmediato por una escalera de mano y sacó una caja del
estante más alto. Allí arriba estaban guardadas aquellas carteras que algunos clientes habían devuelto para cambiarlas por otras nuevas. En ese momento Andreas se dio cuenta de que la muchacha tenia unas piernas estupendas y unos zapatos muy finos. Ello le hizo recordar aquellos tiempos ya semiolvidados, cuando el mismo había acariciado pantorrillas parecidas, besado parecidos pies. Mas ahora ya no recordaba los rostros, las caras de las mujeres, a excepción de una única cara, aquella por la cual tuvo que ir a prisión.
Mientras tanto la joven había bajado de la escalera y abierto la caja. Andreas eligió una de las carteras colocadas encima de todo, sin examinarla con más detalle. Pagó, volvió a calarse el sombrero, y sonrió a la muchacha, que le devolvió la sonrisa. Metió distraído la cartera en un bolsillo, pero sin colocar el billete en ella. De pronto la cartera le pareció no tener ningún sentido. Su mente, por el contrario, seguía ocupándose de la escalera de mano, de las piernas, de los pies de la muchacha. Esta era la razón de que encaminara sus pasos hacia Montmartre, en busca de aquellos lugares en los que antiguamente había disfrutado del placer. En una angosta y empinada callejuela logró localizar la taberna con las chicas. Tomó asiento en una mesa ocupada por varias de ellas, pagó una ronda y eligió a una, concretamente la sentada a su lado. Luego la siguió a su habitación, y aunque sólo era la tarde, durmió hasta la mañana siguiente. Mas como los patronos eran buena gente, le dejaron dormir.
A la mañana siguiente, es decir, el viernes, acudió al trabajo, a casa del caballero gordo. Allí ayudó al ama de casa a empacar, y aunque los transportistas estaban trabajando de firme, todavía quedaba bastante trabajo más,
y menos duro, para Andreas. En el transcurso del día se dio cuenta de cómo la fuerza retornaba a sus músculos. Se sentía contento de aquel trabajo, pues el había crecido con el trabajo, había sido minero como su padre y también un poco campesino como su abuelo. Ojalá no le hubiera irritado tanto el ama de casa, que no paraba de darle órdenes insensatas y que, en un abrir y cerrar de boca, le enviaba a dos lugares diferentes, hasta que ya no supo dónde tenía la cabeza. Pero reconoció que la mujer estaba excitada; no debía resultarle nada fácil trasladarse de casa así por las buenas, y quizás incluso tuviera miedo del nuevo domicilio. La mujer permanecía allí, de pie, completamente vestida con abrigo, sombrero y guantes, con el bolso y el paraguas, a pesar de que hubiera debido saber que todavía permanecería en aquella casa todo el día y la noche e incluso el día siguiente. De tiempo en tiempo la mujer se veía obligada a pintarse los labios; Andreas lo comprendía muy bien, pues al fin y al cabo se trataba de una dama.
Andreas estuvo trabajando el día entero.
Cuando hubo acabado, el ama de casa le dijo:
—Mañana procure venir puntualmente a las siete.
De su bolso sacó un monedero repleto de monedas de plata. Hurgó un buen rato en el, tomó una pieza de diez francos, pero volvió a dejarla y se decidió por una pieza de cinco.
—Tome, una propina, pero —añadió— no se la gaste toda en bebida y sea puntual mañana.
Andreas le dio las gracias, se marchó, gastó la propina en bebida, pero sin añadir ni un céntimo más. Aquella noche la pasó durmiendo en un pequeño hotel. Le despertaron a las siete de la mañana y, como nuevo, se encaminó al trabajo.
 
IV
A la mañana siguiente llegó incluso antes que los transportistas. Y, al igual que el día anterior, el ama de casa ya se encontraba allí, totalmente vestida, con sombrero y guantes, como si ni siquiera hubiera dormido por la noche, y le dijo en tono amable:
—Veo que ayer hizo caso de mi advertencia y no gastó todo el dinero en bebida.
Andreas se puso a trabajar. Y luego acompañó a la mujer al nuevo domicilio, donde esperó la llegada del amable caballero gordo, quien le pagó lo acordado.
—Le invito a unas copas —le dijo el caballero gordo, —le ruego que me acompañe.
Pero el ama de casa lo impidió, interponiéndose en el camino de su esposo:
—Es hora de comer.
Así que Andreas fue solo, bebió solo y cenó solo aquella noche, y a continuación todavía entró en dos tabernas más para tomar unas copas en la barra. Bebió mucho, mas no se emborrachó, y puso buen cuidado en no gastar demasiado dinero, pues a la mañana siguiente, y en cumplimiento de su promesa, quería acudir a la capilla de Sainte Marie des Batignolles, para restituir por lo menos parte de la deuda a santa Teresita. Pero había bebido ya justo hasta el extremo de no tener ya la mirada certera, ni el instinto que sólo proporciona la pobreza para encontrar el hotel más barato del barrio.
Así que entró en un hotel algo más caro, y también allí pagó por adelantado, por sus ropas raídas y por no llevar equipaje. Pero no se preocupó lo más mínimo por ello y durmió tranquilo hasta bien entrada la mañana. Le despertó el repique de las campanas de una iglesia cercana, y al punto supo qué día importante era aquél: un domingo. Y supo también que debía acudir junto a santa Teresita para cancelar su deuda.
Se vistió con rapidez, y con paso ligero se encaminó a la plaza en la que se levantaba la capilla. A pesar de sus esfuerzos, no llegó a tiempo para la misa de diez; los feligreses ya estaban saliendo del templo. Preguntó por la hora de la siguiente misa, y le informaron que seria a las doce. De pie allí, ante el portal de la iglesia, se mostró algo indeciso. Todavía le quedaba una hora, y no tenia la menor intención de pasarla en la calle. Echó una mirada en derredor en busca de algún lugar acogedor para pasar aquel rato, y oblicuamente frente a la iglesia descubrió un bistro, hacia el cual encaminó sus pasos con la intención de matar allí la hora de espera.
Con la seguridad de la persona que sabe que lleva dinero en el bolsillo, pidió una absenta, y la bebió también con la seguri dad de una persona que ya ha bebido muchas en su vida. Tomó un segundo y también un tercer vaso, pero cada vez echaba menos agua. Y cuando pidió el cuarto, ya no supo si habla tomado dos, cinco o seis vasos. Y tampoco recordaba por qué habla entrado en aquel café. Tan sólo le parecía recordar que estaba en aquel barrio para cumplir con una obligación; se trataba de una cuestión de honor.
Así que pagó, se levantó, salió por la puerta con paso todavía seguro, vio enfrente la iglesia, y de inmediato recordó dónde se encontraba y por qué había acudido allí. Estuvo a punto de dar el primer paso en dirección a la capilla, cuando de pronto oyó como gritaban su nombre: — ¡Andreas !
Era una voz de mujer, una voz que emergía de tiempos ya olvidados. Se detuvo y volvió la cabeza hacia la derecha, de donde había sonado la voz. Y de inmediato reconoció aquel rostro: por su culpa había estado en prisión. Era Caroline.
—¡Caroline! —Cierto que llevaba sombrero y vestía como nunca la había visto, pero por otro lado no cabía duda de que aquella era su cara. No dudó, pues, en arrojarse a los brazos abiertos que ella le tendía.
—¡Vaya encuentro! —le saludó ella, y era realmente su voz, la voz de Caroline—. ¿Estás solo?
—Sí —corroboró—, estoy solo. Ven, charlemos un rato.
—Sí, pero... —interrumpió— es que precisamente ahora pensaba acudir a una cita.
—¿Con una mujer?
—Sí —admitió temeroso.
—Con quién?
—Con Teresita.
—Bah, no vale la pena —dijo Caroline.
En aquel momento pasó un taxi, y Caroline lo llamó con su paraguas. Musitó una dirección al conductor, y antes de que Andreas se diera cuenta estaba sentado en el taxi junto a Caroline, rodando, no, corriendo como le parecía a Andreas por calles en parte familiares en parte desconocidas, Dios sabe con qué destino.
Llegaron a un paraje en las afueras de la ciudad. Un verde luminoso, el verde del inicio de la primavera, irradiaba de aquel paisaje, mejor dicho del jardín tras cuyos escasos árboles se ocultaba un discreto restaurante.
Caroline fue la primera en apearse. Con ese paso decidido que el bien conocía, salió cabalgando por encima de sus rodillas y pagó. La siguió. Entraron en el restaurante, donde estuvieron sentados el uno junto al otro en una banqueta de terciopelo verde, como antaño, en los años jóvenes, antes de la cárcel. Caroline encargó la comida, como siempre, y fijó la vista en él, que no se atrevía a enfrentarse con su mirada.
—¿Dónde has estado todo este tiempo? — preguntó ella.
—En todas partes y en ninguna. Hace tan sólo dos días que vuelvo a trabajar. Todo este tiempo desde la última vez que nos vimos he estado bebiendo y he estado durmiendo bajo los puentes, como cualquier pordiosero. Tu probablemente hayas llevado mejor vida... Con hombres —añadió al cabo de unos instantes.
—¿Y tu qué? —espetó ella—. En medio de todo esto, borracho y sin trabajo y durmiendo bajo los puentes, todavía te ha sobrado tiempo para conocer a una tal Teresa. Y si yo no hubiera aparecido casualmente, ahora incluso habrías ido a verla.
No contestó. Permaneció en silencio hasta que ambos hubieron terminado el plato de carne y el queso y la fruta. Y tras haber dado cuenta del último resto de vino que quedaba en su copa, le sobrevino de nuevo ese repentino temor que tantas veces había sentido hacía
años, cuando estuvo conviviendo con Caroline. Quiso escapar de nuevo de ella, así que llamó al camarero:
—¡Camarero, la cuenta! Pero ella le interrumpió:
—Esto es asunto mío. —¡Camarero!
El camarero, hombre experimentado y de ojos sagaces, dijo:
—El caballero ha llamado primero.
Así que Andreas fue quien pagó. Para ello había sacado del bolsillo izquierdo todo el dinero que llevaba encima, y, una vez hubo pagado la cuenta, comprobó con asombro, mitigado por el consumo del vino, que ya no disponía de la suma entera que adeudaba a la pequeña santa. «Pero en la actualidad me están sucediendo tantos milagros —se dijo para sus adentros—, que la próxima semana seguramente podré reunir la suma y restituirla.»
—¡Vaya, eres un hombre rico! —soltó Caroline, ya en la calle—. Seguramente te dejas mantener por esa Teresita.
No contestó, por lo que Caroline tuvo la certeza de haber dado en el clavo. Pidió que la invitara al cine. Así fue como, después de mucho tiempo, Andreas volvió a ver una película. Pero hacía ya tanto desde que había visto la última, que le costó entender el argumento y se quedó dormido sobre el hombro de Caroline. A continuación acudieron a un salón de baile donde tocaban el acordeón, pero como también hacía tanto tiempo que no había bailado, al intentarlo con Caroline no supo bien cómo moverse. Otros hombres lo hicieron en su lugar; ella todavía seguía lozana y apetecible. Andreas, mientras tanto, permanecía sentado y volvió a tomar una absenta.
Le parecía haber retornado a los viejos tiempos, cuando Caroline también solía bailar con otros y el permanecía solo, bebiendo. Pero de pronto la arrancó de los brazos de su acompañante y le dijo:
—¡Vayamos a casa!
La agarró por el cuello y ya no la soltó. Pagó y la llevó a casa. Caroline vivía muy cerca.
Y así todo volvió a ser como en los viejos tiempos, en la época anterior a la prisión.
 
V
Se despertó muy temprano. Caroline todavía estaba durmiendo. Por la ventana abierta se oían los trinos de un pájaro solitario. Andreas permaneció un rato en la cama con los ojos abiertos, pero no más de unos pocos minutos. Aprovecho esos breves instantes para reflexionar. Tenía la impresión de que hacía mucho tiempo que no le habían acontecido tantas cosas extrañas como en aquella única semana. De pronto volvió la cara y contempló a Caroline a su diestra. Lo que no había visto la víspera, lo comprobó entonces: había envejecido; pálida, hinchada, y respirando con dificultad, estaba durmiendo el sueño de las mujeres que envejecen. Entonces se percató del paso del tiempo, que hasta aquel momento no había percibido, y se dio cuenta de la transformación que había ejercido también en él. Así que decidió levantarse al punto, sin despertar a Caroline, y desaparecer con la misma casualidad o, mejor dicho, de la misma forma azarosa como ambos, Caroline y él, se habían encontrado el día anterior. Se vistió a escondidas y se esfumó, caminando hacia un nuevo día, uno de sus acostumbrados nuevos días.
Es decir, hacia uno de sus días desacostumbrados. Porque cuando introdujo la mano en el bolsillo superior izquierdo, allí donde solía guardar el dinero recién obtenido o encontrado, se dio cuenta de que ya sólo le quedaba un billete de cincuenta francos y algunas monedas. Y el, que desde hacía años ya no sabía lo que era
el dinero y que ya no solía conceder importancia a su valor, se asustó de repente como suele asustarse quien está acostumbrado a llevar siempre dinero en el bolsillo y que de golpe se ve en el apuro de comprobar que sólo tiene muy poco o ninguno. En medio de aquellas calles matinales, grises y vacías, a él, que desde incontables meses no había dispuesto de dinero, le parecía haberse arruinado de la noche a la mañana al no notar en el bolsillo los mismos billetes de banco que en los últimos días. Y le pareció que la época en que iba por el mundo sin dinero quedaba ya muy, muy atrás en el tiempo; que el importe adecuado para mantener el nivel de vida que a el le correspondía, lo había despilfarrado irreflexiva y tontamente con Caroline.
Estaba encolerizado con Caroline. Y él, que jamás había concedido importancia a la posesión de dinero, comenzó de pronto a estimar su valor. Tuvo la súbita idea de que la posesión de un billete de tan sólo cincuenta francos resultaba ridículo para un hombre de su importancia. Llegó a la conclusión de que, para poder tener consciencia de esta su importancia, le resultaba imprescindible reflexionar tranquilamente sobre sí mismo ante una copa de absenta.
Así, pues, entre las tabernas más cercanas, eligió una que le parecía más acogedora, tomó asiento y pidió un pernod. Mientras iba bebiendo, le vino a la mente que de hecho se encontraba en París sin el correspondiente permiso de residencia. Revisó sus papeles y llegó a la conclusión de que en realidad podía considerarse expulsado, pues había llegado a Francia en calidad de minero, procedente de Olschowice, en la Silesia polaca.
 
VI
Mientras contemplaba sus papeles medio desgarrados, extendidos ante él, le vino a la memoria que cierto día, hacía de ello ya muchos años, había llegado a Francia porque los diarios habían anunciado que allí hacían falta mineros. Siempre había sentido deseos de emigrar a un país lejano. Así fue como encontró trabajo en las minas de Quebecque y vivienda, en calidad de realquilado, en casa de unos compatriotas, el matrimonio Schebiec. Llegó a enamorarse de la mujer. Y cuando cierto día el marido quiso matarla, él, Andreas, dio muerte al marido. Ello le valió dos años de prisión.
Aquella mujer era Caroline.
Todo esto lo estaba recordando Andreas mientras contemplaba sus papeles caducados. Así que pidió otra absenta, pues se sentía muy desgraciado.
Cuando, por fin, se levantó, sintió una cierta hambre, pero esa clase de hambre que sólo pueden percibir los bebedores empedernidos. Se trata de una forma muy especial de avidez (no avidez de alimento), que tan sólo dura unos pocos instantes y desaparece tan pronto como el individuo que la siente se imagina una determinada bebida, precisamente la que más le apetece en aquel momento.
Hacía tiempo que Andreas había olvidado su apellido. Pero ahora, al revisar una vez más sus papeles
caducados, recordó que se apellidaba Kartak: Andreas Kartak. Y fue como si después de muchos años volviera a descubrirse a sí mismo.
De todos modos se sintió un poco enojado con el destino, que no había vuelto a enviar a aquel café a un hombre bigotudo y de rostro infantil que —como la última vez— le posibilitara ganarse algún dinero. Porque no hay nada a lo que más fácilmente se acostumbre una persona que a los milagros, cuando los ha conocido una, dos o tres veces. Sí, la naturaleza del hombre le lleva a enfadarse cuando no obtiene de forma continuada lo que parece haberle prometido un azar casual o pasajero. Así son las personas. ¿Qué otra cosa podríamos esperar pues de Andreas?
De modo que pasó el resto del día en diversas tabernas, y ya se había resignado a que el tiempo de los milagros que había vivido hubiera terminado, definitivamente terminado, y que se hubieran reanudado sus viejos tiempos. Y decidido a este lento hundimiento al que siempre se muestran propensos los bebedores (¡los sobrios jamás conocerán esta sensación!), Andreas se encaminó de nuevo a las orillas del Sena, allá bajo los puentes.
Allí se puso a dormir, un poco de noche y un poco de día, tal como estaba acostumbrado a hacerlo desde hacía un año, pidiendo prestada de vez en cuando una botella de aguardiente a algún compañero de infortunios. Hasta que llegó la noche del jueves al viernes.
Porque durante aquella noche soñó que la pequeña Teresita se le acercaba en forma de muchachita de rubios rizos, para decirle: «¿Por qué no fuiste a verme el domingo pasado?» Y la pequeña santa ofrecía el mismo
aspecto que, muchos años atrás, se había imaginado él para su propia hija. ¡Y eso que no tenía ninguna hija! En este sueño le contestó a Teresita: «¿Como te atreves a hablarme así? ¿Has olvidado que soy tu padre?» Mas ella se limitó a contestarle: «Perdóname, padre, pero hazme el favor de ir a verme pasado mañana, domingo, a Sainte Marie des Batignolles. »
Después de la noche en que tuvo este sueño, se despertó muy fresco, al igual que una semana atrás, cuando todavía le acontecían milagros. Sí, como si aquel sueño fuera para él un verdadero milagro. Decidió lavarse de nuevo en el río. Pero, antes de sacarse la chaqueta para este menester, introdujo la mano en el bolsillo izquierdo, con la vaga esperanza de que todavía pudiera encontrar allí un poco de dinero, de cuya existencia no supiera. Así que hundió la mano en el bolsillo interior izquierdo de la chaqueta, y si bien sus dedos no hallaron allí billetes de banco, sí en cambio se toparon con aquel monedero de piel que había adquirido pocos días antes. Lo sacó. Era un monedero realmente barato, ya usado, de vuelto a cambio de otro nuevo; no podía esperarse otra cosa. Piel agrietada, piel de vaca. Lo estuvo contemplando, pues ya no recordaba cómo, cuándo y dónde lo había adquirido.
«¿Cómo habrá llegado esto a mi poder?», se preguntaba. Por fin lo abrió y vio que tenía dos compartimentos. Picado por la curiosidad, miró en ambos, y he aquí que en uno de ellos apareció un billete de banco. Lo sacó. Se trataba de un billete de mil francos.
Metió los mil francos en el bolsillo del pantalón y se encaminó a la orilla del Sena, y, sin preocuparse lo más mínimo de sus compañeros de infortunio, se lavó la cara e incluso el cuello, y lo hizo casi con alegría. Acto seguido
volvió a ponerse la chaqueta e inició su jornada, encaminando sus pasos a una expendeduría de tabacos, pues quería comprar cigarrillos.
Todavía tenía la suficiente moneda pequeña para el tabaco, pero no sabía en qué otra ocasión podría cambiar el billete de mil francos, que tan milagrosamente había hallado en el monedero. Claro que era suficiente hombre de mundo para percatarse de que a los ojos del mundo, es decir, a los ojos del mundo decisivo, existía un notable contraste entre su vestimenta, su aspecto, y su billete de mil francos. A pesar de ello decidió, envalentonado por el nuevo milagro, mostrar el billete de mil. Pero utilizando todavía el resto de inteligencia que le quedaba, le dijo al caballero de la caja:
—Por favor, si no le fuera posible cambiar los mil francos, le puedo dar moneda pequeña. Pero me interesa cambiar el billete.
Con gran asombro por parte de Andreas, el caballero de la caja le contestó:
—Al contrario, precisamente necesito un billete de mil. Me viene de perillas.
Así que el billete de mil francos cambió de propietario. En vista de ello, Andreas continuó algún rato en el mostrador y se tomó tres vasos de vino blanco; a modo de gratitud para con el destino.
 
VII
Acodado sobre el mostrador, su mirada se fijó en un dibujo enmarcado que colgaba detrás de las anchas espaldas del patrón, y ese dibujo le recordaba a un antiguo compañero de escuela de Olschowice. Así que le preguntó al patrón:
—Quién es? Creo que lo conozco.
Sus palabras provocaron que no sólo el patrón, sino todos los parroquianos en la barra prorrumpieran en estruendosas carcajadas. Todos se pusieron a gritar:
—¡Cómo! —Pero es que no sabe quién es?
Porque se trataba, en efecto, del famoso futbolista Kaniak, de origen silesio, bien conocido por cualquier persona normal. —Pero cómo habían de conocerlo los alcohólicos que duermen bajo los puentes del Sena, y cómo, por ejemplo, nuestro buen Andreas? Éste, como se avergonzaba, y muy en especial porque acababa de cambiar un billete de mil francos, dijo entonces:
—¡Oh, claro que lo conozco! E incluso es amigo mío, pero este dibujo me parece poco acertado.
Y para que no le hicieran más preguntas, se aprestó a pagar y se fue.
Sintió hambre. Así que entró en el primer restaurante que encontró, donde comió y bebió vino tinto, y tras el queso todavía pidió café. Luego decidió ir a ver una película, aunque todavía no sabia a qué cine ir. Consciente de que en aquel momento estaba en posesión
de tanto dinero como el que pudieran tener los hombres acomodados que pudiera encontrar en la calle, se dirigió a los grandes bulevares. Entre la Opera y el Boulevard des Capucines fue buscando una película que le pudiera gustar, y por fin la encontró. El cartel que la anunciaba mostraba a un hombre que, por lo visto, pretendía perderse en una exótica aventura. Como parecía indicar el cartel, el hombre se arrastraba por un despiadado y tórrido desierto. Así que Andreas entró en aquel cine. Contempló la película del hombre que atraviesa el desierto quemado por el sol. Y Andreas ya estaba a punto de considerar simpático al protagonista y sentirse emparentado con él, cuando la cinta sufrió un brusco cambio, pues el hombre aquel del desierto era salvado por una caravana científica que se cruzó en su camino y lo devolvió al seno de la civilización. En vista de ello, Andreas perdió todas sus simpatías por el protagonista de la película. Y ya estaba levantándose de la butaca, cuando en la pantalla apareció la imagen de aquel compañero de escuela cuyo retrato había visto poco antes tras la espalda del patrón. Se trataba del famoso futbolista Kaniak. Y Andreas recordó entonces que, veinte años atrás, había compartido con Kaniak el mismo banco en la escuela. Así que decidió informarse a la mañana siguiente de si su viejo compañero de escuela se encontraba en París.
Porque resulta que nuestro Andreas tenía en el bolsillo la respetable suma de novecientos ochenta francos. Y esto no es poco.
 
VIII
Antes de abandonar el cine, sin embargo, se le ocurrió que no era necesario esperar a la mañana siguiente para enterarse de la dirección de su amigo y compañero de escuela; ante todo en vista de la ingente suma que llevaba en el bolsillo.
El dinero que le quedaba le había conferido tanto valor, que decidió preguntar a la cajera por la dirección de su amigo, el famoso futbolista Kaniak. Había supuesto que sería preciso preguntar al mismísimo director de la sala cinematográfica. —¡Pero no! —¿Quién gozaba en París de tanta fama como el futbolista Kaniak? El mismo portero ya le supo dar la dirección. Vivía en un hotel de los Champs Elisés. El portero incluso le indicó el nombre del hotel, por lo que acto seguido nuestro Andreas se encaminó al citado lugar.
Se trataba de un hotel distinguido, pequeño y silencioso. Precisamente uno de esos hoteles en los que suelen alojarse futbolistas y boxeadores, la elite de nuestra época. En el hall, Andreas se sintió algo desplazado, y también los empleados del hotel le miraron como a un tipo raro. De todos modos le informaron de que el famoso futbolista Kaniak se encontraba en la casa y que bajaría en cualquier momento al hall.
Al cabo de unos minutos bajó, en efecto, y ambos se reconocieron al instante. Todavía de pie,
intercambiaron viejos recuerdos de escuela, y luego fueron a comer juntos, y entre ambos reinaba la mayor alegría. Y mientras estuvieron comiendo, el famoso futbolista preguntó a su harapiento amigo:
—¿A qué se debe que ofrezcas este aspecto tan desharrapado? —¿Cómo es que llevas estos andrajos?
—Sería horrible —contestó Andreas— si te contara cómo sucedió todo. Y también perturbaría notablemente la alegría de nuestro feliz reencuentro. No malgastemos palabras en ello. Será mejor que hablemos de algo más alegre.
—Tengo muchísimos trajes —insistió el famoso futbolista—, y sería un placer para mí poderte regalar alguno. Habíamos compartido el mismo banco en la escuela, y tu me dejabas copiar. Al fin y al cabo, ¿qué significa para mí un traje?
¿Dónde quieres que te lo envíe?
—No puedes hacerlo —contestó Andreas—, simplemente por el hecho de que no tengo domicilio. Has de saber que desde hace algún tiempo vivo bajo los puentes del Sena.
—En este caso —dijo el futbolista Kaniak— te alquilaré una habitación, aunque sólo sea con el fin de poderte enviar allí uno de mis trajes.
¡Vamos!
Concluida la comida, el futbolista Kaniak alquiló una habitación, que costaba veinticinco francos por día, y se encontraba en las proximidades de esa magnífica iglesia de Paris conocida por el nombre de Madeleine.
 
IX
La habitación estaba situada en un quinto piso, así que Andreas y el futbolista tuvieron que utilizar el ascensor. Como es natural, Andreas no llevaba equipaje. Pero ni el portero, ni el ascensorista ni nadie del personal del hotel se extrañaron de ello. Porque simplemente era un milagro, y dentro del milagro no hay nada extraño. Cuando ambos se encontraban arriba, en la habitación, el futbolista Kaniak le dijo a su compañero de escuela Andreas:
—Seguramente necesitarás jabón.
—La gente como yo —contestó Andreas— también sabemos vivir sin jabón. Pienso quedarme aquí una semana sin jabón, e igual me lavaré. Pero ahora, y en honor a esta habitación, quiero que encarguemos en seguida algo para beber.
Así que el futbolista encargó una botella de coñac. Y la bebieron hasta la última gota. A continuación dejaron el hotel, tomaron un taxi, y se dirigieron a Montmartre, precisamente a aquel café de las chicas, donde Andreas había estado pocos días antes. Después de haber pasado allí dos horas intercambiando recuerdos
de su época de colegiales, el futbolista acompañó a Andreas a casa, mejor dicho, a la habitación del hotel que le había alquilado, y le dijo:
—Ahora ya es tarde, te dejo. Mañana te haré llegar dos trajes. Y... ¿necesitas dinero?
—No contestó Andreas, —tengo novecientos ochenta francos—, y eso no es poco. Vete tranquilo.
—Volveré dentro de dos o tres días —se despidió su amigo, el futbolista.
 
X
La habitación del hotel en la que Andreas vivía ahora llevaba el número ochenta y nueve. Tan pronto se vio solo, tomó asiento en el mullido sillón rojo y comenzó a dejar vagar la vista en derredor. Lo primero que vio fue el papel pintado de seda rosa, salpicado de cabezas de papagayo en tenue oro, tres cabezas de marfil en las paredes, una mesita junto a la cama, a la derecha de la puerta, y la lámpara de pantalla de un color verde oscuro. Y luego una puerta de picaporte blanco, tras la cual parecía esconderse algo misterioso, por lo menos misterioso para Andreas. Además, en la proximidad de la cama había un teléfono negro, instalado de modo que una persona tendida en la cama también pudiera alcanzarlo cómodamente con el brazo derecho extendido.
Después de haber contemplado durante un buen rato la habitación, esforzándose en familiarizarse con ella, a Andreas le picó de pronto la curiosidad. Le irritaba la puerta del picaporte blanco, y a pesar de su miedo se levantó, decidido a comprobar adónde daba la puerta. Había supuesto que estaría cerrada. ¡Pero cuán enorme fue su sorpresa al comprobar que se abría voluntariamente, casi solícitamente!
Vio entonces que se trataba de un baño, recubierto de brillantes azulejos y provisto de una
bañera reluciente y blanca, un lavabo y, bien, lo que en sus círculos se podría llamar un lugar para hacer sus necesidades. En aquel momento, precisamente, sintió el deseo de lavarse, así que dejó que de ambos grifos manara agua caliente y fría a la bañera. Y mientras se desvestía para meterse en ella, lamentó que no tuviera camisas de repuesto, pues al quitarse la que llevaba puesta, comprobó que estaba sucia. Y ahora le entró miedo del instante en que, al salir del baño, tuviera que ponerse otra vez aquella camisa.
Se metió en la bañera. Era consciente de que había transcurrido ya mucho tiempo desde que había podido disfrutar la última vez de un baño. Se bañó con voluptuosidad, se levantó, se volvió a vestir, y entonces ya no supo qué hacer consigo mismo.
Más por desconcierto que por curiosidad abrió la puerta de la habitación, salió al pasillo y descubrió allí a una mujer joven que, al igual que el, acababa de salir de su habitación. Era joven y hermosa, según le pareció. Sí, le recordaba a la vendedora de la tienda en la que había adquirido el monedero, pero también un poco a Caroline. Así que esbozó una leve reverencia y la saludó, y al ver que ella le respondió con una leve inclinación de cabeza, hizo de tripas corazón y le dijo abiertamente:
—Es usted hermosa.
—También usted me cae bien —contestó ella—.
Quizás nos veamos mañana.
Y siguió adelante por la oscuridad del pasillo. Andreas, de repente necesitado de amor, buscó el número de la habitación de la cual acababa de salir la mujer.
Era el número ochenta y siete. Guardó este número en su corazón.
 
XI
Regresó a su habitación, esperando, aguzando el oído, y ya estaba decidido a no aguardar a la mañana siguiente para reunirse con la bella muchacha. Porque, aunque por la serie casi ininterrumpida de milagros de los últimos días estaba convencido de que la misericordia se había fijado en él, a pesar y precisamente por ello creía estar autorizado a una especie de alegría desbordante, y supuso que por una cierta amabilidad debería anticiparse a la misericordia, sin herirla lo más mínimo.
Así que, cuando creyó percibir las leves pisadas de la muchacha del ochenta y siete, entreabrió suavemente la puerta y vio que efectivamente era ella, que regresaba a su habitación. Sin embargo, lo que Andreas no había percibido, debido a los largos años de falta de práctica, era que la bella muchacha se había dado cuenta de que él la espiaba. En consecuencia, y tal como la profesión y la costumbre le habían enseñado, con rapidez y precipitación creó un aparente orden en su habitación y apagó la lámpara del techo, se echó en la cama y, a la luz de la lamparilla de noche, tomó en sus manos un libro. Pero era un libro que ya había leído hacía tiempo.
Poco después llamaron suavemente a la puerta, tal como ella había esperado, y Andreas entró en la habitación. Se detuvo en el umbral, aunque ya tenía la certeza de que un instante después sería invitado a pasar. Porque la bella muchacha no cambió de postura, ni siquiera dejó el libro, limitándose a preguntar:
—¿Y qué es lo que desea?
Andreas, ya seguro de sí mismo después del baño, el jabón, el sillón, el papel pintado, las cabezas de papagayo, y el traje, contestó:
—No puedo aguardar hasta mañana, señorita. La muchacha guardó silencio.
Andreas se aproximó más a ella, le preguntó qué estaba leyendo, y con toda franqueza le dijo:
—No me intereso por los libros. Estoy aquí de paso —contestó la muchacha desde la cama—. Sólo me quedo hasta el domingo, pues el lunes tengo que volver a actuar en Cannes.
—¿En calidad de qué?
Bailo en el Casino. Me Hamo Gabby. Nunca ha oído hablar de mi?
—Claro, la conozco por los periódicos —mintió Andreas—, y estuvo tentado a añadir «con los cuales me tapo», pero optó por callar.
Tomó asiento en el borde de la cama, sin que la bella muchacha se opusiera. Incluso dejó el libro, y así Andreas permaneció hasta la mañana siguiente en la habitación ochenta y siete.
 
XII
El sábado por la mañana se despertó con la firme decisión de no separarse de la muchacha hasta su partida. Sí, en su mente incluso germinaba la idea de un viaje a Cannes al lado de la joven, porque, al igual que todas las personas pobres, estaba inclinado a considerar las pequeñas sumas de dinero que llevaba en el bolsillo (y a ello tienden en especial los pobres bebedores) como cantidades realmente importantes. Así que por la mañana volvió a contar una vez más sus novecientos ochenta francos. Y como éstos estaban en un monedero y este monedero se encontraba en un traje nuevo, la suma le pareció diez veces mayor.
En consecuencia tampoco se mostró excitado cuando, una hora después de haber dejado a la bella muchacha, ésta entró en su habitación sin llamar a la puerta. Y cuando ella le preguntó cómo podrían pasar juntos el sábado, antes de su regreso a Cannes, el contestó al azar:
—Fontainebleau.
En algún lugar, como en sueños, quizás lo había oído nombrar. Pero ya no sabía por qué y cómo pronunció el nombre de aquella población.
Así que tomaron un taxi, que los condujo a Fontainebleau. Y resultó que la bella muchacha conocía allí un buen restaurante, donde servían buenas comidas y
buenos vinos. Y también conocía al camarero y le llamó por su nombre de pila. Y si nuestro Andreas hubiera sido de naturaleza celosa, incluso hubiera podido enfadarse. Pero no era celoso, por lo que tampoco se enfadó. Estuvieron bastante tiempo comiendo y bebiendo, después de lo cual tomaron otro taxi para regresar a París. De repente se abría ante ellos la esplendorosa noche de París, pero no sabían qué hacer con ella, como les sucede a las personas que apenas se conocen y que se han encontrado por azar. La noche se desplegaba ante
ellos como un desierto sin puntos de referencia.
Ya no sabían qué hacer el uno con el otro, después de haber malgastado frívolamente la vivencia esencial entre hombre y mujer. Así que se decidieron por la solución que les es dada a las gentes de nuestros días cuando no saben qué hacer: ir al cine. Allí estaban sentados pues, pero en la sala no reinaba la oscuridad, apenas podría decirse que había cierta penumbra. Se tenían cogidos por las manos, la muchacha y nuestro amigo Andreas. Pero Andreas le apretaba la mano con indiferencia, de lo que el mismo se apenó mucho. Luego, durante el intermedio, decidió salir con la bella muchacha al vestíbulo para tomar algo, así que ambos salieron y bebieron. A Andreas la película ya no le interesaba lo más mínimo. Con una cierta angustia regresaron al hotel.
A la mañana siguiente, domingo, Andreas se despertó consciente de su obligación de tener que devolver el dinero. Se levantó con mayor rapidez que el día anterior, de modo que la bella muchacha vio interrumpido su sueño y le preguntó:
—¿A qué vienen estas prisas, Andreas? —Debo acudir a pagar una deuda. —¿Cómo? —¿Hoy, un domingo? —inquirió la bella muchacha.
—Sí, hoy domingo —corroboró Andreas.
—¿Se trata de una mujer o de un hombre?
—Una mujer —respondió Andreas vacilante.
—¿Cómo se llama? —Teresa.
La bella muchacha saltó de un brinco de la cama, cerró ambos puños y golpeó la cara de Andreas.
Andreas salió huyendo de la habitación y abandonó el hotel. Y sin volver la vista se encaminó a Sainte Marie des Batignolles, con la consciente seguridad de que aquel día, por fin, podía restituir los doscientos francos a la pequeña Teresa.
 
XIII
Quiso la providencia —o, como dirían las personas menos creyentes, el azar— que una vez más Andreas llegara poco después de la misa de diez. Y era natural que descubriera en las proximidades de la iglesia el bistro en el que había estado bebiendo la última vez. Así que volvió a entrar allí.
Ordenó algo de beber. Pero precavido como era, y como lo son todos los pobres de este mundo, incluso cuando les sobre viene milagro tras milagro, comprobó primero si realmente llevaba el suficiente dinero. Así que sacó el monedero y tuvo que constatar que de los novecientos ochenta francos ya no le quedaba casi nada.
Tan sólo tenía doscientos cincuenta francos. Se puso a pensar y decidió que la bella muchacha del hotel le había robado el dinero. Mas no era algo que importara a nuestro Andreas. Se dijo que todo placer había que pagarlo, y puesto que el había disfrutado del placer, era natural que también pagara por él.
Se propuso aguardar allí hasta que escuchara el tañido de las campanas de la cercana iglesia, para acudir a misa y cancelar por fin la deuda que había contraído con la pequeña santa. Mientras tanto bebería, así que encargó algo que beber. Y bebió. Cuando las campanas comenzaron a repicar llamando a misa, exclamó:
—¡La cuenta, camarero!
Pagó, se levantó, salió a la calle, y justo delante de la puerta chocó con un individuo alto y de anchos hombros. Los dos se saludaron al unísono:
— ¡Woitech!
— ¡Andreas!
Los dos hombres se abrazaron, pues ambos habían estado trabajando juntos en las minas de Quebecque, en el mismo pozo.
—Si quieres, espérame aquí —dijo Andreas—, sólo veinte minutos, el tiempo que dure la misa, ni un minuto más.
—Ni hablar —contestó Woitech. Además, —
¿desde cuándo vas a misa? No soporto a los curas, y mucho menos todavía a quienes van tras ellos.
—Sí, pero es que yo voy a ver a Teresita —se disculpó Andreas—, pues le adeudo dinero.
—¿Te refieres acaso a santa Teresita? — inquirió Woitech.
—En efecto, a ella me refiero.
—¿Cuánto le debes? —quiso saber Woitech.
—Doscientos francos.
—En este caso te acompaño.
Las campanas seguían retumbando. Se encaminaron a la iglesia, y cuando se hallaban ya en su interior y la misa acababa de comenzar, Woitech dijo con voz susurrante:
—Entrégame enseguida cien francos. Allí enfrente me aguarda un tipo. De lo contrario me llevarán a la cárcel.
Sin pensárselo, Andreas le entregó los dos billetes de cien francos que le quedaban, y dijo:
—Te seguiré en seguida.
Y cuando se dio cuenta de que ya no tenía dinero para cancelar la deuda con Teresita, comprendió que no tenía sentido alguno seguir en la misa. Sólo por educación siguió allí unos cinco minutos más, pero luego volvió al bistro, donde ya le estaba esperando Woitech.
Está claro que Woitech no le debía dinero a nadie. Uno de los billetes de cien francos que Andreas le había prestado, lo escondió cuidadosamente en su pañuelo, al que practicó un nudo. Con los restantes cien francos invitó a Andreas a beber y a volver a beber, y a beber de nuevo. Y ya de noche fueron a aquella casa en donde estaban las muchachas complacientes, y allí permanecieron ambos durante tres días enteros, y cuando salieron ya era martes. Woitech se despidió de Andreas con estas palabras:
—Nos volveremos a ver el próximo domingo, a la misma hora y en el mismo lugar.
—¡Hasta la vista! —gritó Andreas.
—¡Hasta la vista! —contestó débilmente Woitech.
 
XIV
Era un lluvioso martes por la tarde, y llovía con tanta intensidad, que Woitech efectivamente se había esfumado en un santiamén. Por lo menos así le pareció a Andreas.
Le pareció que su amigo se había perdido bajo la lluvia de la misma forma imprevista como lo había encontrado. Y puesto que ya no le quedaba dinero en el bolsillo, excepto treinta y cinco francos, y mimado por el destino, según creía, y seguro de que todavía le habían de acontecer muchos milagros más, decidió —como suelen hacer todos los pobres y todos los bebedores— entregarse a Dios, al único en quien creía. Así que se encaminó al Sena y bajó por la escalera de costumbre, que conducía al refugio de los desamparados. Allí se topó con un hombre que en aquel instante se disponía a subir la escalera, y que le pareció conocido, por lo que Andreas lo saludó cortésmente. Se trataba de un caballero algo mayor, de aspecto cuidado, que se detuvo, contempló detenidamente a Andreas, para preguntarle por fin:
—¿Necesita usted dinero, buen hombre?
Por la voz, Andreas reconoció al caballero que se le había aparecido tres semanas atrás. Así que contestó:
—Recuerdo muy bien que todavía le adeudo dinero, que debiera haber entregado la cantidad a santa
Teresita, pero me han ido sucediendo una serie de imprevistos. Por tres veces me ha sido imposible devolver el dinero.
—No sé de qué me está hablando —le interrumpió el caballero mayor y bien trajeado—, no tengo el honor de conocerle. Por lo visto me está usted confundiendo con otro, pero sin embargo creo deducir que se encuentra usted en un aprieto. Y en lo referente a santa Teresita, a la que acaba de mencionar, me siento tan estrechamente ligado a ella, que naturalmente estoy dispuesto a adelantarle el dinero que le debe usted. ¿A cuánto asciende la deuda?
—Doscientos francos —contestó Andreas—. Pero perdone, usted no me conoce. Soy un hombre de honor, pero usted nada podrá reclamarme, pues aunque posea honor, no poseo domicilio: duermo bajo estos puentes.
—Oh, eso no importa —contestó el caballero—. También yo acostumbro dormir aquí. Y si acepta usted el dinero, me haría un favor que yo no le podría agradecer lo bastante, pues también yo le debo mucho a la pequeña Teresa.
—En este caso —dijo Andreas— estoy a su entera disposición.
Tomó el dinero, aguardó un instante hasta que el caballero hubo subido las escaleras, y luego también remontó aquellos mismos peldaños, para dirigirse directamente a la rue des Quatre Vents, a su viejo restaurante rusoarmenio, el TariBari, donde permaneció hasta la tarde del sábado. Entonces recordó que al día siguiente sería
domingo, y que tendría que acudir a la capilla de Sainte Marie des Batignolles.
 
XV

El TariBari estaba repleto de gente, pues algunos, que no disponían de techo, dormían allí varios días y noches seguidos; durante el día tras el mostrador, durante la noche sobre las banquetas.
El domingo Andreas se levantó muy temprano; no tanto por temor a perder la misa, cuanto por miedo a que el patrón le conminara a pagar todos aquellos días de bebida y comida y techo. Pero se equivocó, pues el patrón se había levantado mucho más temprano que el. Y es que le conocía ya desde hacía tiempo, y sabía que Andreas tenía cierta tendencia a aprovechar cualquier oportunidad para escabullirse sin pagar. En consecuencia, Andreas se vio obligado a pagar la abundante comida y bebida, desde el martes hasta el domingo, y todavía mucho más de lo que realmente había consumido, pues el patrón del TariBari sabía distinguir entre quiénes de sus clientes sabían llevar las cuentas y quiénes no. Nuestro Andreas, como tantos bebedores, se contaba entre aquellos que no sabían sumar.
Así que tuvo que desprenderse de buena parte del dinero que llevaba encima, y a pesar de ello se encaminó hacia la capilla de Sainte Marie des Batignolles. Probablemente ya sabía que no llevaba la suma necesaria para devolverle a santa Teresita todo lo que le debía. Al
mismo tiempo estaba pensando en su amigo Woitech, con el cual había quedado citado, en la misma medida en que pensaba en su pequeña acreedora.
Llegó, pues, a las proximidades de la capilla, pero desgraciadamente poco después de la misa de diez, y una vez más fluían a su encuentro los feligreses. Cuando, como de costumbre, tomó el camino del bistro, oyó que le llamaban a sus espaldas, y de repente notó una mano enérgica sobre su hombro. Y al girarse se dio cuenta de que se trataba de un agente de policía. Nuestro Andreas, quien, como ya sabemos, no llevaba los papeles en regla, como tantos de los suyos, se asustó y metió la mano en el bolsillo, simplemente para aparentar que llevaba algún papel encima. Pero el policía le dijo:
—Ya se lo que echa de menos, pero en el bolsillo lo buscará en vano. Acaba usted de perder su monedero.
¡Aquí está! Y esto suele ocurrir —añadió medio en broma— cuando los domingos ya se han bebido tantos aperitivos a esta hora tan temprana...
Andreas agarro rápido el monedero. Apenas tenía la suficiente soltura para saludar con el sombrero, y se encamino con presteza al bistro de enfrente.
Allí ya encontró esperando a Woitech, aunque no lo reconoció a primera vista, sino sólo después de algunos instantes. Pero entonces Andreas lo saludó con tanta mayor cordialidad. No pararon de convidarse mutuamente, y Woitech, con esa amabilidad que tiene la mayoría de la gente, se levantó de la banqueta y ofreció a Andreas el asiento de honor y, a pesar de su andar vacilante, dio la vuelta a la mesa, se sentó en la silla de enfrente, y no paraba de decir amabilidades. Sólo bebían absenta.
—Acaba de sucederme otra vez algo sorprendente —contó Andreas—. Cuando me disponía a cruzar la calle para acudir a nuestra cita, un policía me agarra por el hombro y me dice: «Ha perdido su monedero.» Y me entrega un monedero que no me pertenece. Ahora voy a mirar qué contiene.
Y mientras decía esto, sacó el monedero y descubrió en él diversos papeles que no le afectaban lo mas mínimo, y también dinero. Contó los billetes, que sumaban exactamente doscientos francos.
—¿Ves? exclamó Andreas. Es la señal de Dios.
Ahora voy y cancelo definitivamente mi deuda.
—Pero para esto —insinuó Woitech— tienes tiempo hasta que termine la misa. ¿Para qué necesitas la misa? Durante la celebración no puedes pagar nada. Acabada la misa te diriges a la sacristía, pero mientras tanto beberemos algo.
—Claro, como quieras aceptó Andreas.
En aquel preciso instante se abrió la puerta, y mientras Andreas sentía una gran pena en el alma y una gran debilidad en la cabeza, vio como entraba una muchacha que tomó asiento justo en la banqueta frente a él. Era muy joven. Creyó no haber visto nunca a una muchacha tan joven. Vestía completamente de azul celeste; un azul como sólo podía serlo el cielo, aunque sólo algunos días, únicamente los días bendecidos.
Así que, vacilante, fue hacia la muchacha, se inclinó ante ella, y le dijo:
—¿Qué haces aquí?
—Estoy esperando a mis padres, que deben estar a punto de salir de misa. Tenemos por costumbre encontrarnos aquí cada cuarto domingo —dijo. Se sentía
muy intimidada por aquel anciano que la había abordado tan de repente. Le tenía un poco de miedo.
—¿Cómo te llamas? —siguió preguntando Andreas.
—Teresa.
—¡Ah! —exclamó Andreas—, ¡esto es realmente encantador! No creí que una santa tan pequeña y a la vez tan grande, una acreedora tan pequeña y tan grande me dispensara el honor de venir a buscarme, después de que durante tanto tiempo no hubiera acudido a ella.
—No se de qué me está hablando dijo la jovencita, bastante confusa.
—En ello reside precisamente tu delicadeza — contestó Andreas—, he aquí tu delicadeza, que yo se apreciar tan bien. Hace tiempo que te adeudo doscientos francos, pero no me ha sido posible devolvértelos, santa jovencita.
—Usted no me adeuda dinero alguno. Pero aquí en el bolsillo llevo un poco de dinero, aquí, tómelo y váyase, que mis padres llegarán de un momento a otro.
Y, al decirlo, le entregó un billete de cien francos.
Todo esto lo fue siguiendo Woitech a través del espejo, y se levantó vacilante de su asiento, pidió dos absentas, y ya estaba a punto de arrastrar a nuestro Andreas hacia el mostrador para que bebiera con él. Pero en el mismo instante en que Andreas se dispuso a dirigir sus pasos al mostrador, se derrumbó como un saco, espantando a toda la clientela del bistro, incluso a Woitech. Pero quien más se asustó fue la muchacha llamada Teresa.
Como quiera que allí cerca no había médico ni farmacia, lo llevaron a la capilla, concretamente a la
sacristía, porque al fin y al cabo los curas entienden algo de los moribundos y de la muerte, según creían, a pesar de todo, los descreídos camareros. Y la jovencita llamada Teresa no pudo evitarlo, y siguió a la comitiva.
Así que llevaron a nuestro pobre Andreas a la sacristía. Pero, lamentablemente, ya no era capaz de hablar. Tan sólo hizo un gesto como si quisiese introducir la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, donde guardaba el dinero que debía a su pequeña acreedora, y murmuró:
— ¡Señorita Teresa... !
Así exhaló el último suspiro y murió. Dénos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte.

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