martes, 17 de octubre de 2017

Federico Galende, “Memorias de Octubre”: “El comunismo sigue siendo la gran potencia liberadora de la humanidad”

 
Federico Galende, autor de “Memorias de Octubre”: 
“El comunismo sigue siendo la gran potencia liberadora de la humanidad”
Del día que Marx se cortó la barba, la revolución feminista de Alexandra Kollontai hasta cómo la vida de un payaso cuenta la historia del comunismo. Hoy se cumplen 100 años de la revolución rusa y conversamos con Federico Galende, autor del libro que elige contar los hechos de octubre a través de una serie de episodios del mundo de la cultura y las artes.
 
Su nombre era Vladimir Dúrov y amaba a los animales. Venía de una familia rica y no sabía mucho del comunismo ni de los hechos del 17 de octubre de 1917, tal vez los más relevantes de todo el siglo XX. A Dúrov le bastaba con que el comunismo convocara al desarme bélico y a la construcción de una nueva sociedad con y para los más postergados. Y para él, no había nadie más postergado en el mundo que los animales.

La historia de Dúrov es el reflejo de la esperanza que generó la revolución rusa. El comunismo también estaba en los detalles: el mismo año en que el payaso ruso lloraba a Baby, su pequeño elefante con el que iba de lado a lado, Thomas Edison, en Estados Unidos, probaba su silla eléctrica -su creación más lucrativa- en una elefanta.

La de Dúrov es una de las tantas historias que el filósofo argentino Federico Galende recopiló en el libro Memorias de Octubre, que ofrece una fina selección de experiencias del mundo cultural en torno a la revolución rusa. En conversación con El Desconcierto, el director del departamento de Teoría de las Artes en la Universidad de Chile repasa los pormenores de sus historias y del acontecimiento que, hace 100 años, cambió el mundo.

– A 100 años de la toma del Palacio de Invierno, ¿cómo definirías la revolución rusa?
– Partiría diciendo que es uno de los acontecimientos más importantes, si no el más importante, de los últimos tres siglos junto a la revolución francesa. Es muy interesante que un acontecimiento tan importante haya coincidido con un momento muy único de las artes, con los últimos momentos de los sueños y de la felicidad de la humanidad en su conjunto.

– Llama la atención que a través de las artes y de historias del mundo de la cultura intentes reflejar lo que significó la revolución rusa.
– Sí, porque para mí todo está en las artes. Desde que el arte existe como arte, está en el mundo. Todo lo que está en el mundo está abreviado y resumido en las artes. Si uno va a las vanguardias soviéticas y las prácticas artísticas de ese período, tienes una lectura de ese horizonte utópico que se abre con la revolución rusa, que en realidad si uno quiere saber cuál iba a ser el futuro que se palpitaba en los años 15 en Rusia, los experimentos del joven Eisenstein o lo que está pintando Malevich resulta ser más expresivo que lo que encontramos en el diario de un zar. Esto no es exclusivo de la revolución rusa. Si quieres saber cómo era un país como Chile en los años 70, no necesitas revisar página a página el gobierno de Allende, a lo mejor basta con ver cuál es el horizonte que está trazando Balmes, qué pasa con el muralismo, con las pintadas callejeras, con las ferias del arte, con Matta subiéndose al carrito de la Ramona Parra para pintar la ciudad. Entiendo que el capital avanza hoy a una gran destrucción de las artes y me parecía clave rescatarlo, porque esa destrucción es como un servicio que el capital se sirve a sí mismo para empastillarnos a todos, dejarnos sin sueños y dejar que cada uno se salve por la suya. La defensa del arte como gran práctica política de las épocas y como memoria de los procesos de las épocas es una figura tremendamente importante.

– ¿Cómo llegas a elegir estas historias tan particulares? Como la de Dúrov, el payaso comunista y el paralelo con el capitalismo en Estados Unidos.
– Esa historia es mi favorita jaja. Hay siempre un contrapunto entre lo que pasa. Acabo de llegar ahora de Detroit, que es donde nació la cadena de montajes creada por el perverso Henry Ford. Entonces uno dice, qué curioso que se esté desarrollando una cadena de montajes con los sufrimientos y penurias que todos sabemos qué significaron para el hombre y en el mismo momento el montaje soviético se convertía en un método de liberación de las experiencias y la forma de recepción de los grandes públicos revolucionarios. Y está este contrapunto de la relación de Dúrov con sus animales. Él es alguien que viene de la dinastía, muy vinculado a un padre que era un defensor del zarismo, pero invierte esta relación. A mí me encantan esas vidas que terminan siendo completamente distintas a lo que la educación había trazado para ellas. Dúrov es un ejemplo fabuloso de eso, de su cariño por los animales que amaestraba, de su relación de igual con los animales y de cómo esa relación era expresión del igualitarismo que comenzaba a funcionar como un presupuesto performático en los años de la revolución.

– ¿Cómo fue ese proceso de recopilación e investigación? A veces parece una amalgama de información desordenada, que después se entrecruza…
– Es el libro propio de alguien que, para bien o para mal -porque puedo hacerme cargo de que también sea un defecto mío-, no se hace cargo del canon. Es decir, no leo la literatura ni el testimonio ni la historia en términos de un canon autorizado académicamente, sino que prefiero ir pasando de un libro a otro de la manera que más me gusta y más me acomoda y después cocinar algo con lo que leí. No quiero hacer el texto definitivo de nada porque sé que nunca voy a hacer un texto definitivo. Es expresivo de lo que estoy leyendo en un momento determinado y lo que consigo. En todo caso, aplico lo mismo para comer en mi casa, cocino con lo que tengo a mano.

– Tienes también un estilo particular de contar en tus palabras las historias, utilizando tu propia formación, tus propias lecturas. Es una apuesta de escritura.
– Sí, es verdad. Creo que mi apuesta es un poco heterodoxa, que de pronto cobra malas jugadas tanto en el campo académico con en el de la ficción literaria. Yo definiría mi trabajo como el de alguien a quien le interesa literaturizar la teoría. No pensarla como un acumulado de conceptos que sirven para explicar cualquier cosa, sino explicarla como una práctica experimental que tiene siempre un carácter literario Una verdadera teoría, como lo pensaba Foucault o Benjamin, se juega en el modo de exponer las ideas.

– ¿Qué nos puedes contar de Alexandra Kollontai y del feminismo en la revolución rusa?
– Una persona que ha consultado mucho la obra de Kollontai es Alejandra Castillo y, como le tengo un poco de miedo, no me gustaría nombrar nada de lo que ella hable sin nombrarla a ella también jaja. Es una querida amiga, una feminista muy valiosa, muy activa, un activismo donde el problema es la reconfiguración en las relaciones entre los cuerpos.

– A eso apunta lo de Kollontai.
– Claro, hay mucho de eso. Su historia tiene que ver con recordar algo que no se recuerda, ya que la revolución rusa se asocia a los hombres, al machismo, cuando la primera ley de la revolución fue la liberación del vientre de todas las mujeres y la asesoría a través de abogados expertos para que todas dejen a estos rusos violentos que las agredían de diversas maneras. Esa liberación tenía que ver con dos cosas a la vez: con la idea de que el adulterio no puede existir en una sociedad que abolió la propiedad privada. Y por otro lado, con la tensión que empieza a entablar el comunismo con la familia, porque finalmente como algunos lo han señalado, la familia fue el gran problema que tuvo el comunismo, es una especie de núcleo milenario de acumulación, de reproducción de rituales convencionales, que impidió que un proyecto como el de Kollontai consumara la idea de revolución. Mi mayor admiración y cariño va a alguien como ella.

– A lo largo del texto se vislumbra también este conflicto entre comunismos, de cómo se contradicen dos formas de entenderlo, cómo una prevalece y cómo finalmente es la otra de la que se sigue hablando hoy.
– En el comunismo gravitaron respecto del arte -por eso digo que es tan importante-, dos fuerzas que trataron de articularse pero que finalmente estaban en un estado de contrapunto o de tensión. Por un lado, la idea de que el comunismo se reduce a una transformación permanente de las comunidades y el mejor lugar para expresar eso es el arte experimental, que cambia la relación entre las cosas. Estos cambios de relaciones que arman comunidades nuevas entre lo material y el sujeto, es un asunto muy fundamental, amparado y defendido por Lenin y el primer proyecto de la revolución. Esto entra en tensión con un segundo momento, que es el de la institucionalidad, que implica, como deja establecido Stalin -aunque no propiamente él, ya que era una máquina anónima infinita- que, como en todo proyecto de musificación, quiso hacer de la URSS un museo donde se exhibiera la inmortalidad de las cosas que han logrado ser retiradas del mundo de las cosas y el capital. Creo que esa convivencia entre la experimentación radical de los primeros años de la vanguardia y la exhibición de estas prácticas que dan cuenta del museo de la vida, tuvo consecuencias muy impredecibles.

– Y para los mismos personajes de las historias.
– Sí, ellos padecen esto. Saqué un librito hace poco, comunismo del hombre solo, que tomaba desde el cine de Kaurismaki, un cineasta finlandés que cogía todas estas prácticas de la vanguardia, lo que entraba en tensión con la imposición orgánica por parte del poder. Lo que me parece bien defender en este libro sobre la revolución es esta forma no orgánica de la comunidad, esta comunidad no mandatada por una especie de orden superior o de gubernamentalidad instalada en el poder.

– A 100 años de la revolución rusa, ¿cómo ves la vigencia del comunismo?
– Soy de los piensan -a contravenir de, creo, todo el mundo- que el comunismo en absoluto está muerto. El comunismo sigue siendo, como término o concepto al menos, la gran potencia liberadora de una humanidad a la que se han cursado a lo largo de la historia grandes penas e inmerecidos dolores. Todo mi trabajo está asociado a que no podemos abandonar la palabra comunismo. Yo me defino a mí mismo como un comunista.

– ¿Y entre estas vertientes del comunismo que hablábamos, la comunidad o lo institucional, a cuál te sientes cercano?
– No pienso el comunismo a lo Stalin, por supuesto jaja. Pienso que todo eso debe ser vuelto a revisarse seriamente, a contrapelo de lo que hizo la intelectualidad occidental con los fondos de la CIA para construir esta leyenda negra. Revisada y todo, esa no es mi propuesta de comunismo, mi propuesta es la igualdad entre todos los hombres y mujeres que participamos libremente de la construcción de nuestros modos de estar juntos y de reunirnos.

– ¿Y cómo se relaciona con la institucionalidad comunista, que es muy distinta según el lugar? El PC chileno es muy diferente a otras expresiones de comunismo en el mundo.
– Me parece que una posición como la de Putin hoy, con todo lo compleja y mala que nos pueda resultar, es importante en relación a lo que está pasando geopolíticamente con una ultraderecha que está volviendo a tomarse el poder de occidente. Veo saludablemente el contrapunto que Putin juega en esa división. Soy de los que piensan que la guerra fría no terminó y, tomando la idea de Derrida de que la guerra es literatura porque es pura retórica, acaba de comenzar una guerra atómica con los pronunciamientos escandalosos de Trump con Corea del Norte y viceversa. Frente a eso, la palabra comunismo tiene algo que hacer, porque está China, está Putin y están los miles de hombres y mujeres que quedaron fuera de esta dialéctica entre una izquierda liberal, parlamentarista y boba, y una ultraderecha que capitalizó todo lo que el parasitismo de esta izquierda mortificada no fue capaz de capitalizar. Institucionalmente el comunismo tiene algo que aportar en contra punto. Dicho eso, que sé que es bien complicado, el comunismo que a mí me interesa no es ese, es el organizado internacionalmente, el de los hombres y mujeres libres que quedan en condiciones de desplegar sus prácticas. Para que eso ocurra, como dice el propio Kaurismaki, hay que matar a los ricos y activar políticas que les dan en el culo jaja.
--------------------------------------------------------------

Memorias de octubre (5): Tribulaciones de un payaso comunista
De repente el asunto estuvo claro: se dedicaría a ser payaso, un payaso pobre que tendría un circo, escribiría obras sencillas para niños y cuidaría de sus animales. Esa tarde no regresó a casa, rompió filas con los de su clase, traicionó un destino y terminó brindando por la revolución.  Por Federico Galende / 12.06.2016
 
Al suroeste de Moscú, en el cementerio de Novodévichy, donde algunos de los protagonistas de estas memorias duermen bajo hojas secas de abedules y un museo de esculturas tan fastuosas como inextinguibles, una tumba que casi ninguna imagen muestra llama la atención: el cuerpo de un hombre pequeño nace de una inmensa piedra irregular con forma de gorila. El gorila lo rodea con sus brazos, se nota que lo quiere, que han sido en vida muy buenos amigos, salvo que no se trata de un gorila sino de un chimpancé.

El chimpancé es Mimus, había aprendido ya tres o cuatro letras del abecedario, pronunciaba algunas sílabas y renegaba con la “s” el día que murió. Su amigo, el entrenador Vladimir Dúrov, no había encontrado con quien dejarlo y cometió el error de llevárselo de gira por Bielorrusia, donde el chimpancé pescó una pulmonía. Lo quería tanto que le cedió su cama para que se recuperara; él dormía mientras tanto en una colchoneta, a pasos de ese mono con el que permanece abrazado en la estatua que hoy los inmortaliza a ambos.

Dúrov provenía de una familia rica, era hijo de un noble que trabajaba ad honorem como oficial de la policía en la época del Zar y su herencia la había invertido en una academia de animales. El asunto lo había decidido la tarde en que lo habían expulsado a él mismo de una academia: cursaba estudios secundarios en el prestigioso Liceo Militar de Moscú y tuvo la ocurrencia de entrar a dar un examen de religión caminando sobre sus dos manos. A los profesores el malabar no les causó ninguna gracia, lo miraron con desprecio, llamaron al Bedel y una hora más tarde Vladimir fumaba a la intemperie en la escalera del Liceo pensando en qué iba a hacer con su vida.

De repente el asunto estuvo claro: se dedicaría a ser payaso, un payaso pobre que tendría un circo, escribiría obras sencillas para niños y cuidaría de sus animales. Esa tarde no regresó a casa, rompió filas con los de su clase, traicionó un destino y terminó brindando por la revolución. La revolución no la entendía bien, pero le bastaba con que ésta convocara al desarme de las potencias bélicas mundiales y apuntara a la construcción de una nueva comunidad internacional formada por los seres más débiles o postergados. Entre esos seres Vladimir calculaba que debían estar sin duda los animales, tan así que el primer espectáculo infantil que montó llevaba por título “¡Liebres del mundo, unías!”.

Por esos años el comunismo no tenía nada para repartir que no fuera hambre, pero a la entrada del teatro el payaso se las arreglaba igual para regalar a cada niño una zanahoria a fin de que le dieran de comer a los actores. Los actores eran liebres de verdad que él había amaestrado para que lucharan contra un grupo de conejos que custodiaban una reproducción a escala del Palacio de Invierno. La obra era demasiado literal, cierto, pero los niños reían a carcajadas, con mejillitas pálidas que enrojecían de alegría desgarrando el corazón del gran Dúrov.

El espectáculo incluía a un pequeño oso que subía y bajaba el telón vestido con una camisa azul, el oso había ido creciendo y ahora Dúrov enviaba cartas al Comisariado del Pueblo pidiendo dinero para comprarle una camisa nueva. No había cómo convencerlo de que en circunstancias como las que atravesaba Rusia no era grave que al osito le quedara corta la camisa o se presentara simplemente desvestido. Dúrov era insistente y solía argumentar con toda seriedad que no podían pagarle así cuando durante la guerra él le había ofrecido a la Marina sus focas amaestradas para que lucharan contra los submarinos alemanes. Todos creían que era un chiste, pero no era un chiste: en el libro que publicó en 1929 venía una copia de la carta de respuesta firmada de puño y letra por el Comandante a cargo: “El Estado Mayor ha examinado la propuesta del señor Dúrov concerniente al adiestramiento de los animales –focas y fundamentalmente leones marinos- con el objeto de su utilización en la guerra marítima, y encuentra esta proposición muy interesante”.

Su amigo Ehrenburg recuerda que por eso mismo Dúrov siguió insistiendo con lo de la camisa, esto a tal punto que un día consiguió por fin audiencia con el mismísimo Lunacharski, el funcionario que en tiempos de Lenin había quedado a cargo del Comisariado de Cultura: Lunacharski prometió darle vueltas al asunto, pero Dúrov lo vio dudar y dejó que del bolsillo de su chaqueta saltara una de sus ratas. La rata estaba entrenada, hizo unas piruetas y se paró en dos patas mientras el Comisario saltaba aterrado y le gritaba que la retirara de inmediato. “Usted no entiende –le decía Dúrov-: esta rata está solidarizando con su camarada el oso”.

Con una de esas ratas se había presentado un mediodía a comer con Ehrenburg en La Coupole y “se sorprendió en extremo cuando las damas comenzaron a gritar histéricas dentro del local”. No entendía cuál era el problema: estaba viejo, no conocía las costumbres de París y por la noche los habían invitado con su esposa a un salón de baile en la rue Blomet. Ninguno de los dos bailaba, pero Dúrov observaba con atención cómo bailaban las demás parejas: “Mira, mamita, cómo se frotan el vientre. ¡Tienen los mismos reflejos que los papagayos!”, le comentaba a su señora. Ehrenburg lo había visitado antes en su academia de Moscú y Dúrov lo había conducido hasta una piscina para presentárselo a sus animales. No se veía a nadie, pero cuando el payaso dijo “este hombre es escritor, poeta y amigo de los animales”, los lobos marinos y las focas salieron repentinamente del agua y se pusieron a aplaudir sacudiendo sus aletas.

Dúrov explicaba con entusiasmo que estos animales que no paraban de salpicar agua helada eran seres extremadamente limpios, mucho más que los humanos, como lo eran también los gatos, los perros o incluso los cerdos, que si se revolcaban en el barro era justamente para deshacerse de los parásitos. La excepción a la regla eran los monos, que solían dispersarse y ensuciar todo de repente. Aunque claro que Mimus no lo era, porque Mimus era tan pulcro que aquella mañana en que dormían en el hotel el payaso vio desde su colchoneta cómo el mono se levantaba en silencio, tomaba un puñado de papel higiénico y se dirigía al baño. Esa mañana alcanzó a dar dos o tres pasos antes de caer muerto boca arriba, con el puñadito de papel apretado en una de sus manos.

A Dúrov los ojos se le llenaron de lágrimas, ese año había comprado una jirafa y se le había muerto Baby, un cachorro de elefante que lo acompañaba a hacer todos los trámites. Del capitalismo el comunismo -el de esa época al menos- se distingue por amplias razones, pero también por detalles nimios: mientras el payaso comunista lloraba como un niño recostado sobre la oreja enorme de su paquidermo, en el país de Donald Trump el inventor Edison electrocutaba a una elefanta para exhibir las cualidades de su nuevo hallazgo: la silla eléctrica. A un animalito no se le hace eso, mascullaba el gran Dúrov, a cuyo entierro acudieron no por nada multitudes de padres que lo habían disfrutado de niños y niños que no se soltaban de las manos de sus padres. En su testamento había vertido como única exigencia que el día de su muerte al cementerio fueran todos sus animales, dejó un sobre con dinero para los gastos del traslado y bajo el sol primaveral de Novodévichy lo despedían ahora sus ratas amaestradas y sus liebres, la jirafa y el fox terrier, y por supuesto que también sus leones marinos y sus focas, quienes aplaudían en medio de la gente sacudiendo sus aletas.

Uno de los caballitos a los que Dúrov había amaestrado tuvo menos suerte y ahora trabajaba tirando de un trineo. Su dueña no entendía por qué cuando pasaban cerca del Manezh, dónde había estado el circo, el caballito hacía algo tan raro: se paraba sobre sus dos patas como un caniche y después movía el lomo como si bailara un vals. Había sido educado para el arte, no para tirar de un carro, y evidentemente no había logrado olvidar a su maestro.

No hay comentarios:


Estadisticas web

Archivo del blog

Mi foto
Iquique, Primera Región, provincia de Tarapacá., Chile