sábado, 31 de diciembre de 2016

Mi hijo Raúl Pellegrin 1




Judith “Tita” Friedmann Volosky
Mi hijo Raúl Pellegrin
Comandante José Miguel 
Nuestra moral Revolucionaria, con nuestro total apoyo a la lucha cocial y lucha contra los aparatos de inteligencia que aun operan en Chile.Nuestro Total repudio a la dirigencia del FPMR.CL ya que se han unido al sabotaje Popular, se han sumado al desprestigio
y al apoyo por la traicion de nuestra Hitoria. Todo por Ramiro Todos por Ramiro. 2015
A los Rodrigo que quiero y a todos en los que mi hijo pudo confiar.
A los que me contaron pedacitos de su vida. A mis hijas y nietos, a las mamás y abuelas que arriesgándose, atenuaron con ternura el rigor de su clandestinidad.

Prólogo
La mitad de la vida de Raúl Pellegrin transcurrió en la clandestinidad. Decidió muy joven transformarse en combatiente para enfrentar el horror, el exterminio y la decepción. Estaba a punto de cumplir los 15 años cuando Allende resistió en La Moneda. El Presidente pudo hablar por última vez con su pueblo a través de la radio. Treinta y cinco años después continúa conmoviendo el metal tranquilo de su voz. Los asesinos no lograron legitimarse jamás y brotaron los nuevos luchadores. Entre ellos creo que Raúl Pellegrin, Comandante José Miguel, ocupa el lugar principal. Encabezó la resistencia armada a la dictadura y gracias a su coraje, generosidad y dignidad, y la de los jóvenes que lo acompañaron, los chilenos pudimos dar unos pasos más en pos de nuestra libertad.
Su madre reconstruye en este libro una vida breve. Apenas 30 años. Nos muestra la etapa de formación de Raúl, su carácter y sus sueños. Judith Friedmann no hace concesiones apologéticas ni da respuestas que desconoce. No acepta verdades reveladas ni utiliza el cartón piedra. No pretende tener la última palabra. Ha escrito este texto emocionante y necesario. Quiere pelear contra el olvido, quiere que recordemos la existencia generosa de su hijo.
Chile mira con temor su pasado o prefiere no mirarlo. Nada en sus calles recuerda a Carlos Prats, Clotario Blest o Víctor Díaz, para poner solo tres ejemplos. Los asesinos envejecen invocando la ley de impunidad. Sus cómplices se enmascaran de políticos “respetables” y “patriotas”…
Muchos invocan fariseicamente el “progreso”, “el mirar al futuro” como remedios milagrosos de “paz social”, sin calibrar el peligro de ser un pueblo sin memoria y sin historia, o con la historia falseada y distorsionada, de pretender cerrar heridas en falso; en definitiva, de intentar hacernos transitar por la senda del olvido, lo que inevitablemente llevaría a repetir los horrores del pasado dictatorial. El desconocimiento de nuestra historia nos hace débiles y manipulables.
Apenas puedo imaginar el mayor dolor posible: la pérdida de un hijo.
Conmueve este retrato cargado de amor y de verdad. Gracias, Tita.

Carmen Hertz
Abogada de Derechos Humanos
Presentación

Siento que la vida de solo 30 años de mi hijo Raúl Pellegrin debe ser conocida. Especialmente quiero que la conozcan y recuerden mis nietos. Por eso escribo. ¿Por qué la urgencia de estos textos ahora que ya pasé los setenta años? A mi generación le han prolongado la vida, pero la memoria no ha dejado de ser frágil. Y esa limitación hace apremiante escribir mis recuerdos antes de que sea tarde.
Por lo no vivido pedí ayuda a muchos de sus compañeros, amigos y conocidos. Uní lo que me fueron contando. Más de algún recuerdo o anécdota fue desmentido por otro. La mayoría de las veces pude constatar cuál era la que se acercaba a la verdad y esa fue la versión que incluí señalando la fuente. Cuando no pude, o no obtuve contestación del autor, la dejé fuera del relato. También dejé fuera algunos testimonios que me contaron de su vida en la clandestinidad, pero pienso que les corresponde a ellos escribirla, a sus compañeros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Creo que lo están haciendo. Allí podré entender, quizás, las etapas y acciones que realizaron en el contexto político y militar de Chile.
Fue complejo cambiarle los nombres que fue asumiendo mi hijo en las diversas etapas de su trabajo clandestino. Algunos cuentan que le decían “Chico”. Uno de sus amigos se acuerda que ese apodo nació en la época en que los dos Raúles, padre e hijo, trabajaban en la misma célula del Partido. Para diferenciarlos les decían “Raúl Grande” o “Raúl Papá” y “Raúl Chico”. Los mismos recuerdan que les parecía una falta llamarlo “Chico”. Cuentan: “Era bajo de estatura pero Grande”.
En orden cronológico me parece que después de Raúl Alejandro –su nombre legal– se llamó Alejandro en Frankfurt, Benjamín en Nicaragua; Ricardo, Rodrigo y José Miguel en Chile. No conocí su vida en la clandestinidad. Solo sé que estaba en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Su quehacer compartimentado me impidió incluso sentir todo lo que me quería. A mí y a la familia. Lo supe años después. Paulita, a quien amó, me contó que él se arrepentía de no habernos sabido expresar su amor. Le agradezco que durante los cinco años de clandestinidad que vivió en Chile, nunca se olvidara de felicitarme por mi cumpleaños. Ese día, cada año, recibí un gran ramo de claveles rojos. Siempre incluyó una tarjeta blanca con palabras de cariño y la letra inicial de su nombre como firma.
(Después de 1988, una persona siguió enviando las mismas flores. Me conmueve recordarlo, pero no lo agradezco. Seguramente pensó que era un hermoso gesto. Pero cada año, me remecía en lo más profundo cuando llegaba a mis manos ese ramo con igual tarjeta blanca. Me preguntaba: ¿Estará vivo mi Alejandro? Al caer nuevamente en la realidad, revivía la angustia inicial.) Los primeros años después de su asesinato, en la cercanía de Los Queñes, en la Séptima Región, imaginaba su captura. Él, corriendo perseguido por perros adiestrados que se lanzaban sobre su cuerpo.
Tendido, destrozado y sangrando en el suelo. Me tranquilizaba imaginar que estaría inconsciente. Luego que conocí un informe del trabajo de investigación sobre su captura y muerte realizado por mi hija Carla y “Miguel”, supe que otros de sus compañeros habían ido esparciendo pimienta detrás del grupo para engañar el olfato de los perros. Me serenó saberlo y durante un largo tiempo dejé de pensar en los momentos de su detención. Hasta hoy el juicio legal se mantiene abierto. Carla ha logrado que no se cierre, a pesar de haber sido sobreseído once veces. Yo soporté solo unos meses el trámite con los abogados. Todo era engorroso y me dolía demasiado. El sistema judicial me derrotó. Mi falta de fe en la justicia chilena me hizo pensar que era inútil seguir bregando por la verdad. Desde hace diecinueve años el juicio sigue y Carla sigue.
Recién en octubre del año 2007, en el Cementerio General, recordando el décimo noveno aniversario de su muerte, supimos la noticia: Confesos y encarcelados los torturadores y asesinos directos de Raúl Pellegrin y Cecilia Magni: Mauricio Bezmalinovic y Julio
Verne Acosta.
Esta sorpresa, cuando preparábamos un gran acto para el vigésimo aniversario de su muerte, el lanzamiento de un video sobre su vida y este libro, nos reconfortó dentro de la interminable pena. No creímos que se haría justicia. Solo se logró con la persistencia de Carla, de Rafael Walker, de Juan Carlos Hernández, abogado de San Fernando; de los abogados Sergio Hevia Larenas y Ema Salinas, y los abogados del Consejo de Defensa del Estado María Inés Horvitz y Marcelo Oyharcabal. Gracias a todos ellos.

Raúl Pellegrin, mi hijo

1958: Dos luceros claros

Fui muy feliz cuando a principios de 1958 empecé a sentir un nuevo corazón creciendo dentro de mí. Hicimos todo lo posible por preparar a su hermana para que no sintiera celos del niño que venía a compartir su amor. Vivíamos en la calle Central, en el barrio Independencia de Santiago, una hermosa avenida de casas de un piso con antejardín lleno de flores. Al fondo, bajo el parrón, una gruta con la Virgen de Lourdes. Un parque separaba las dos aceras que unen Independencia y Vivaceta. Ahí, entre los árboles y bancos de piedra, salía a jugar con mi hija esperando su nacimiento.
Recuerdo un día en que mientras paseaba anunciaron un eclipse de sol. Yo iba con las manos en los bolsillos. La señora Ena, nuestra vecina, llegó corriendo a decirme que bajara los brazos porque estaba tocando a la guagua y así nacería con la cara manchada.
Pasó el tiempo y la noche de octubre en que se le ocurrió empezar a nacer no sentía la emoción tantas veces descrita de traer un hijo a la vida. Tampoco pensaba en el niño que venía, sino en “¿cómo se me habían olvidado los sufrimientos de tener guagua?”
Cuando nació, cansada de tantos dolores, trataba de dormir sin pensar en el nuevo velloncito de carne. Solo hasta que lo depositaron encima de mi cuerpo lo sentí. Sin abrir los ojos, lo recorrí entero. Fuimos conociéndonos la suavidad de nuestra piel, acariciando cada uno de sus dedos, sus manos y pies. Pasé mi mano por la redondez de su cabeza cubierta de pelo tieso y me bajó un río de amor por él que permanece igual hasta hoy. Abrí los ojos y me encontré con dos luceros claros, azul profundo, sonrientes, que miraban con avidez el mundo al que le había tocado venir y que me desafiaban en una presentación formal como diciendo: “Aquí estoy para darte mucha alegría y la más grande de las penas”.
Aun mis manos recuerdan cómo era su pelo tieso como espinas de quisco, la blancura de su cara, sin ninguna mancha como me habían vaticinado con el eclipse de sol. A los pocos días de su nacimiento nos fuimos de la clínica a la casa. Siempre nos quejamos de que era bien llorón, pero ese día sonrió cuando nos recibieron floridas las rosas color té. Cubrían la pérgola de acceso a la casa. Por eso, muchos años después escribí:

Me hacen llorar las rosas color té
En especial cada 28 de Octubre en que las riego.
Las distingo desde lejos.
Altas, orgullosas de su fuerza.
El intenso color de sus pétalos me indica el camino donde está enterrado mi hijo. Florecen ese día recordándome la primera vez en que regresé a casa con él en mis brazos.
Un precioso llorón al que las rosas esperaban alegre. Florecidas para enseñarle su belleza, acompañarlo, colorear el cielo en cada uno de sus cumpleaños. Pero me engañaron
Yo quería que fueran rosas de la pérgola las que lo celebraran cada año. Que lo cuidaran mientras gateaba, mientras jugaba al sol, mientras crecía. Y jugó con ellas, deshojándolas, pinchando sus manos con las espinas. Pero me engañaron las rosas color té. Yo quería que lo acompañaran allí. Siempre allí, bajo la pérgola.
Yo quería que no fuera sobre el nicho en que ahora sólo puedo recordarlo Y mis manos y las suyas no se juntan a deshojar sus pétalos.
Creció en medio del amor de su hermana Andrea, de Raúl, su papá, y mío. Gateando aprendió a subir por la escalera de tijera al parrón. A cada rato algún vecino alarmado tocaba el timbre para avisarnos del peligro que estaba viviendo el niño. Que lo bajáramos de los racimos de uvas verdes que comía a manos llenas. Para protegerlo lo pusimos en un andador. Lo levantaba con sus dos manitas para correr más rápido y arrancarse por el parque. Llegando a la Avenida Independencia, casi al borde de la vereda, lo alcanzábamos.
Cuando tenía año y medio, fue por poco tiempo a su primer jardín infantil. Al mes nos pidieron que lo retiráramos. De las dos parvularias que atendían a diecisiete niños, una tenía que dedicarse solo a Raulito. La jornada completa debía perseguirlo en sus escalamientos por mesas, sillas y estantes o lo que estuviera en altura.
Una tarde me preparaba a salir de casa, cuando, a través de la ventana, vi que Sandra, la empleada de la casa, lo besaba y apretaba con mucho cariño en sus brazos, muy nerviosa. Era un rucio lindo, rechonchito, de ojos claros y muy querible. En ese momento entendí por qué Andrea, su hermana, no quería quedarse en la casa cuando los dejaba a los dos con Sandra. Comprendí los celos por ese hermanito al que, en forma ostensible, la “nana” prefería.
Intuyendo algo, ese día decidí llevarlos conmigo a los dos y dejar sola a la empleada. Así, ella tendría tranquilidad para ordenar el caos posterior a una intensa mañana de juegos dentro de la casa. Y partí con mis dos cachorros de uno y tres años a visitar a la abuela. Durante unas horas jugaron, mostraron las gracias que les pedían y bailamos con la música del tocadiscos que aún no teníamos. Al regresar, encontramos puerta y ventanas abiertas, cajones y roperos descerrajados y nosotros quedamos solo con la ropa que teníamos puesta. Según los vecinos, dos taxis habían hecho la mudanza. Los más chismosos comentaban que era tanto el amor de Sandra por el niño que su intención era llevárselo. Que ella lo había insinuado más de alguna vez. Por eso, luego de los calmantes y llamados a la policía, nos tranquilizamos. Aceptamos que la verdadera tragedia habría sido el rapto del niño.
Sus orígenes: Besarabia, Loncoche, Chillán, París y Odessa

Sus bisabuelos y abuelos eran políticamente de izquierda. Algunos más que otros. Uno de ellos, mi abuelo José Aarón Friedmann, llegó de Besarabia, Rusia. Un señor judío sobreprotector le mandó el pasaje para que viniera a Chile a enseñar el Talmud a su hijo. Por eso se radicaron en la sureña localidad de Loncoche. Era “Jazán”, ayudante de rabino. Cantaba en todas las ceremonias judías y así iba a saludar a nuestra familia para los cumpleaños. Hacía su aparición golpeando la puerta muy fuerte a eso de las seis de la mañana. Nos despertaba a todos y cuando quedábamos desvelados y con el consabido regalo de cumpleaños al festejado, se iba muy contento a sus oraciones en la sinagoga. Su día lo compartía entre estudios, discusiones con otros religiosos sobre la Biblia y sus cánticos.
El carro mortuorio en que se marchó el abuelo José fue deteniéndose en la sinagoga de la calle Serrano, en el Policlínico Israelita de la calle Nataniel y en el Bicur Joilem en la Avenida Matta. En cada uno lo despidieron con cánticos, rezos y palabras de cariño. Su esposa, Clara Bordan, fue quien con gran esfuerzo se preocupó de obtener el dinero necesario para la numerosa familia. En la misma casa tenía su almacencito, donde, hasta las doce de la noche, tenía que prepararle pan con mortadela a la ronda de carabineros y de madrugada ir a la Vega a comprar. El vecindario le decía “el almacén de La Rusa”. Ella logró que de sus siete hijos, tres llegaran a ser profesionales.
Israel, mi papá, abuelo de mis hijos, era el mayor de seis hermanos. Pudo estudiar en la Escuela de Artes y Oficios (hoy Universidad de Santiago) hasta que, durante la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo, fue expulsado por anarquista. Luego, siendo militante del Partido Socialista, fue regidor (hoy concejal) por la Comuna de Santiago. Carlos Pellegrin Celedón, su otro abuelo, por parte de padre, fue masón, anarquista-socialista y candidato a diputado. Llegó muy niño desde Francia, donde quedaron sus abuelos. De su pasión juvenil, el cine, escribe Mario Godoy Quezada en la Historia del Cine Chileno: “Carlos Pellegrin recuerda que él fue uno de los primeros en llegar a la casa de Santa Filomena 195, en aquella mañana del 19 de diciembre de 1924. Había escuchado algunos disparos y acudió a ver qué sucedía. Entró a una habitación y allí encontró el cuerpo sin vida de Luis Emilio Recabarren, líder de la clase trabajadora y fundador del Partido Obrero Socialista, que dio origen al Partido Comunista de Chile. Acosado por muchas angustias, había tomado la dramática decisión de suicidarse”.
Con el camarógrafo, el tata Carlos filmó escenas del suceso. Junto con las que tomó en los funerales dieron forma a un noticiario que después se exhibió en teatros de todo el país.
El dirigente Elías Lafertte logró comprar los negativos en tres mil pesos, guardándolos en la imprenta en la que se imprimían las proclamas del Partido Comunista. Se perdió el rastro después que el local fuera destruido en medio de la violencia política. Etelvina Arias, “la Ninita”, esposa del tata Carlos, era su abuela chillaneja. De soltera fue telegrafista. Los nietos gozaban cuando ella les enseñaba a comunicarse en morse.
Además de quererla mucho, Raulito me acusaba a ella por las comidas… En el tiempo de las alcachofas, que se las repetía casi a diario. Mis queques tampoco tenían variación. Entonces la Ninita pasaba con el abuelo al Mercado Central para comprarle maní, huesillos y todo lo que sabía que le gustaba. Anita Volosky Yadlin, su abuela materna, era químico-farmacéutica y naturista ciento por ciento. No creía en antibióticos ni remedios. Yerbas o jugo de limón con bicarbonato era lo que recetaba para mejorar cualquier enfermedad. Varias veces fue despedida de las farmacias donde trabajaba, porque en vez de vender aconsejaba a los enfermos que usaran yerbas. La última farmacia donde trabajó, a los 80 años, quedaba en la calle Recoleta a la altura del 7500. Los clientes la consultaban como a una experta, pero el dueño la despidió. Por eso, todos nos reíamos de ella, especialmente Raulito, que le tenía mucho cariño y le gustaba que a su abuela no le molestara que se rieran de sus mañas.
Mi mamá había llegado con su familia desde Odessa a Buenos Aires y de allí a Santiago. Su amor por la lectura lo trató de inculcar a toda la familia. Como a Raulito le gustaba leer, sus primos le decían que era el nieto preferido.

1960: Silabario habanero

Al triunfo de la Revolución en Cuba, en 1960, cientos de médicos, arquitectos y agrónomos abandonaron la isla incentivados por los sueldos astronómicos que les ofrecía el gobierno norteamericano. Raúl y yo respondimos al llamado a arquitectos chilenos y partimos a colaborar con la Revolución. Fuimos muy bien recibidos por el Departamento América y la jefatura del Ministerio de la Construcción. Nos alojaron un tiempo en el piso doce del patrimonial Hotel Nacional. Raulito nos tuvo aterrorizados durante unos cuántos meses: una vez lo vi caminando por los alféizares de la ventana, mientras yo hablaba por teléfono con mi papá a Santiago de Chile. La impresión de verlo pasar detrás del vidrio a unos cincuenta metros de altura, me dejó muda, y mientras me desplazaba felinamente para sacarlo de ahí, escuchaba a mi papá que preguntaba: “¿Qué pasa?
¿Estás llorando? ¿Te desmayaste? ¡Dime algo!”. Con el niño bien agarrado, tapándole la boca, desde donde salían fuertes berridos, terminé la comunicación a tan larga distancia.
Con otros sustos, varias veces nos hizo ir hasta el Hospital Naval. Una de ellas fue por tragarse cien pastillas con sabor a naranja de un frasco de vitamina C. En otras ocasiones en que descansábamos en el césped se lanzaba a la gran piscina del hotel. No tenía conciencia de que había que saber nadar para hacerlo y más de una vez alguien tuvo que tirarse al agua con ropa para sacarlo. Además del pánico, era impresionante ver su blanco cuerpo marcado por unas enormes y negras manos y pataleando para que lo soltaran. Le gustaba el agua y creo que fue entonces cuando comenzó a nadar.
Aprendió a leer en los enormes carteles de educación política de La Habana. Las consignas, “la revolucion no te dice cree, te dice lee”, “yankee vuelve a tu casa” y muchas otras fueron su silabario. Y, por supuesto, era miliciano: con un palo como fusil, cada fin de semana, permanecía largo rato haciendo guardia en el antejardín de la casa que el gobierno nos había asignado en el barrio del Vedado…

“El líder no quiere que lo bañen”

Lo eligieron líder en el primer jardín infantil al que fue en La Habana. Al comienzo, no quería ir. En las mañanas, los primeros meses gritaba y luego cantaba a coro con Andrea: “¡No quiero ir al colegio, no, no, no! ¡No quiero que me bañen, no, no, no!” Los obligaban a bañarse todos los días. Además, le daba pena escuchar el llanto de su hermana cada hora de almuerzo cuando los hacían comer una yema de huevo cruda. Mucho menos le gustaba que le pidieran sus ojos azules. Me decía: “Explícale a la tía Josefina que si le regalo mis ojos no voy a poder leer”.
En ese jardín “Mi Casita” y luego en el innpil fueron las primeras veces que lo eligieron, además de líder, el “mejor compañero”. Un colega nuestro del Ministerio (negro como teléfono) nos decía: “Descríbanme a su hijo, que el mío no deja de hablar del chileno Pellegrin, y quiere ser igual a él”. Le contábamos algunas gracias del hijo y su personalidad que lo hacía tan seguro de sí mismo, pero por supuesto era imposible igualar la preciosa piel negra como azabache del amigo con el blanco de nuestro hijo. Madelaine, la directora del innpil, nos contaba que en medio del caos de los compañeros, se ponía de pie y en posición firme con la mano derecha en la frente cantaba el Himno Nacional de Chile. Los niños enmudecían y las profes lloraban.

1962: A recibir una hermanita a Chile

Cuando iba a nacer Carla, volví con mis dos hijos por unos meses a Chile. Era agosto de 1962. Quería tener este tercer niño sin dolor y en Cuba no había anestesia suficiente para usarla en los partos. Viajamos en la Línea Cubana de Aviación con algunas deficiencias.
Yo iba con las piernas muy hinchadas y no me cabían los zapatos. Los niños corrían por el pasillo. Raulito con una pistola de juguete lanzaba flechas con ventosas de goma en la punta que se pegaban en la frente de algunos pasajeros. Una formal delegación de diplomáticos chinos, inmutables, sonreía cada vez que les llegaba alguno de los “proyectiles”. Yo no podía impedirlo porque al pararme se me salían los zapatos y los niños se desplazaban como monos animados de una punta a otra del avión.
Fue impresionante el aspecto con que llegamos a Santiago. Toda la familia nos esperaba. Su sorpresa iba en aumento cuando bajábamos por la escalerilla del avión. Raulito con la cabeza rapada, porque antes de partir se le ocurrió tijeretearse el pelo y hubo que pelarlo. Andrea y él con manchas rojas bastante feas en la piel. El sol del Caribe mezclado con el aire acondicionado las congeló en sus caras haciéndolos parecer con sarna. Y yo aparecí muy gorda y calzando zapatos de un señor que se compadeció de mis pies en el avión. Los pensamientos de los parientes deben de haber sido: “Pobrecitos, lo que sufrirán los Pellegrin en Cuba, para llegar tan zarrapastrosos”.
Otra de las grandes sorpresas que traíamos a la familia eran los discursos de los niños: de pie detrás de un gran candelabro de dos brazos, reliquia familiar del escultor Manuel Ortiz de Zárate, Raulito se dirigía a una muchedumbre imaginaria imitando los discursos de Fidel Castro. Absolutamente posesionado de su papel decía: “¡Niños de Cuba: vayan a los Círculos Infantiles para que sus mamás puedan integrarse a la producción! ¡La Revolución las necesita!”

Escritor y escultor chileno discípulo de Pedro Lira. El candelabro fue un regalo al abuelo Israel en uno de los pueblos en los que instaló energía eléctrica que les llevó por primera vez la luz artificial.

Los tíos, impresionados por este político en ciernes, al preguntarle cómo se llamaría el hermanito que estaba por llegar, contestaba: “Presidente Osvaldo Dorticós”.
Pasamos dos meses en Santiago, nació Carla Paz, la hermanita esperada, y disfrutaron de la leche con plátano en azules vasos que les hacía la tía Ety para engordarlos.

Primer Presidente de Cuba tras la caída de Fulgencio Batista.
Regreso sin visa

Compartimos mucho tiempo con los abuelos, especialmente con el tata Israel, que nos llevaba a la casa de El Tabo, en el litoral central de Chile. Para los niños, El Tabo no era un pueblo, era sólo la casa… Carla Paz, la hermana menor, nació en septiembre, llamado el mes de la patria. Las banderas ondeaban por todo el país. La primavera despertando los prunos, blanqueando los almendros y los aromos amarilleando el Cerro San Cristóbal. Con la familia aumentada, una gordita hermosa muy querida por todos, nos preparamos para volver a La Habana. Extrañábamos a Raúl papá. No nos acompañó porque en esa misma fecha tuvo la misión de ir a países socialistas a comprar unas fábricas de ladrillo para el gobierno cubano.
Días antes de regresar se produjo la “Crisis de Octubre”. Los norteamericanos detectaron misiles atómicos soviéticos emplazados en la isla y decretaron bloqueo a Cuba. Fidel Castro suspendió el aterrizaje de aviones en el aeropuerto de Rancho Boyeros y nos quedamos sin poder embarcar. Tampoco nos daban visa para pernoctar en Ciudad de México. Sin visa mexicana decidimos partir y nos quedamos cinco días encerrados en un hotel de Ciudad de México esperando la llegada del avión.
La única vez que salimos fue a una enorme tienda por departamentos donde, por primera vez en la vida –y fueron muchas–, se perdió Raulito. Durante una media hora, no lo vi detrás de los mesones repletos de mercaderías. Ahí compramos las primeras bicicletas que tuvieron en sus vidas. Cuando llegamos al aeropuerto, yo cargando el moisés en que dormía la hermana nueva, los dos mayores, más los bultos y las dos bicicletas, el avión no pudo salir. El Coro del Ejército Rojo se preparaba para embarcar. Calculando el peso de esos ochenta hombres fornidos, de unos 100 kilos cada uno, el capitán del avión dispuso que se alivianara la carga de combustible y estuvimos otras tres horas esperando la partida. El viaje se hizo más corto con los tarareos de los coristas.
Volvimos a la normalidad de la vida familiar en La Habana. Felices nos reencontramos con el papá. Ya estaba trabajando en el Instituto de Investigaciones de Materiales, creado por él en 1960. Yo continué en el Ministerio de la Construcción (micons), en la sección de Normalización de Proyectos, y los niños regresaron a sus respectivos Círculos Infantiles.
En Cuba, para la tranquilidad familiar, nos tenían reservadas esta vez habitaciones en el 2º piso del Hotel Havana Riviera. Allí, entre piscinas y subiendo y bajando ascensores, estuvimos dos meses. Pronto nos asignaron un departamento en Marianao.
Era un edificio de cuatro plantas con ascensor. El dueño, que seguía viviendo allí, lo había entregado al gobierno. Los demás habitantes del edificio eran la que había sido lavandera de la familia, el jardinero, su esposa, y un militar joven con tres hijos. El jardín común del edificio, era orillado por rojas Mar Pacífico y Flores de Pascua. Los vecinos, solidarios y cariñosos, se preocupaban de cada uno de los niños. Más de alguna vez los hijos estuvieron a punto de recibir un coco de agua en la cabeza. El viejo jardinero podaba sin mirar quién estaba bajo el cocotero. Recuerdo uno que pasó rozando la cabeza de Andreíta y dio para hablar varios días porque “los chilenos no cuidábamos lo suficiente a la niña”.
Raulito ideó incorporar dentro de la cabina del ascensor un ladrillo encima de otro. Los vecinos reclamaban pero así él alcanzaba el timbre del piso cuatro, donde vivíamos. Para bajar al primero no los necesitaba. Cierta vez se le ocurrió lanzar una piedra a través de un vidrio quebrado y ahí mismo partimos al hospital a inyectar la vacuna antitetánica. La vida era bien agitada, porque además de trabajar y ocuparnos de los hijos, no teníamos ayuda de familiares, como ocurría con la mayoría de los cubanos. Seguimos alternando el trabajo con días de playa, con el jardín infantil al que asistían los dos menores y al colegio que ya le correspondía a Andrea, la hija mayor.

1964: Largo peregrinar por Europa

En 1964, intentando colaborar en la campaña presidencial de Salvador Allende y escuchando el insistente y cariñoso llamado de los abuelos, decidimos regresar.
Desde Cuba, los mexicanos no daban visa ni de tránsito. Para llegar a Chile el viaje debía hacerse a través de los países socialistas. Fue difícil separarse de los amigos cubanos. Con pena y alegría partimos vía Praga.
Como estábamos escasos de plata, pedimos al Departamento América de Cuba que nos pasara el dinero del pasaje aéreo. Con eso pudimos comprar boletos para regresar a Chile en barco, que era mucho más barato. La diferencia nos permitió viajar durante dos meses por algunas ciudades de Europa.
Un colega húngaro, arquitecto residente en Cuba, nos había prestado la llave de su cabaña en el Lago Balatón en Budapest, Hungría. En un Opel Caravan usado, que compramos por 400 dólares en Viena, partimos a Budapest. Lo recorrimos todo.
Cuando no alcanzábamos a encontrar camping porque se nos hacía de noche o, como en Venecia, nos paralizaba una feroz tormenta, dormíamos en el auto, que preparaba Raúl. En el asiento de atrás, extendido, colocaba un colchón inflable y dormía con los dos hijos mayores. En el hueco a los pies del copiloto, armábamos una camita a la chicoca y yo me acurrucaba en el asiento de adelante.
Agotados del día dormíamos como si fueran camas normales. Yo cocinaba con los medios que tenía a mano en cada lugar. En los campings, como el de Florencia y Génova, Raúl acondicionaba un “ladrón de corriente” a la única ampolleta de la cabaña. Ahí nos arreglábamos con una simple cocinilla eléctrica. Cuando debíamos comer en el camino, resolvíamos con un anafe a parafina. Así, lo que los cinco miembros de la familia habríamos gastado en un día de hotel, alcanzaba para toda la semana.
Preparaba lo que le gustaba a cada uno. No había que luchar para que se tomaran la consabida sopa en los restoranes.
Esto de los campings lo decidimos la primera vez que pedimos alojamiento en una residencial en Roma y nos contestaron un humillante: “¡Bambinis no!”
Y así, de cabaña en cabaña, o en el auto, fuimos conociendo Budapest y Viena, Roma, el sur de Francia, Barcelona, Madrid, Venecia, Milán, Verona, Florencia y Génova.
En Budapest arrendamos una pieza en casa de una familia húngara. Teníamos que pagar dinero extra para bañarnos en tina. No había ducha en ese entonces.
Allí, los niños eran reprimidos por los dueños de casa, que no estaban acostumbrados a que se subieran a los árboles o que saltaran de dos en dos los peldaños de la impecable escalera de pino oregón.
Nosotros debíamos hacer trámites por un posible trabajo. Tibor Weiner, arquitecto húngaro, nos había ofrecido una oportunidad en la Universidad de Budapest.
Para gestionarlo tranquilos, no se nos ocurrió nada mejor que inscribir a los tres hijos en un jardín infantil. A ellos les era insoportable no poder comunicarse ni siquiera para ir al baño. Por eso, al segundo día, Raulito llevó una hoja con palabras como “agua, sí, no, patio, pipí, baño” y otras traducidas al húngaro que buscamos en un diccionario. Le mostraban el papel a las profesoras y así se hacían entender. Alcanzaron a estar unos pocos días en el jardín.
Decidimos no asumir la difícil etapa de adaptación a una nueva realidad, sin familia ni conocidos, y desistimos del trabajo en la Universidad.
En las diversas ciudades tratábamos de explicarles a los hijos la historia que conocíamos.
En Roma, después de un largo rato conversando sentados en las gradas del Coliseo Romano, Raulito preguntó: “¿Y a qué horas van a salir los leones?”
También, en los pavimentos bajo la Capilla Sixtina, organizaban carreras en que terminaban deslizándose de rodillas por el mármol.
Grupos de niños se sumaban a sus juegos sin ningún respeto por Miguel Ángel. Él dirigía y enseñaba trucos para arrancarse de los guardias.
Tuvimos la oportunidad de conversar muchas horas entre los cinco y transmitirles el amor por la belleza. Escuchaban nuestras conversaciones sobre ciudad y urbanismo, arquitectura, paisajes y colores, y hasta muchos años después, en sus composiciones y dibujos, reflejaron sus recuerdos.
En la Colina de Miguel Ángel en Florencia estuvimos en un camping desde donde la vista dominaba la ciudad. Las cabañas, azules, color paquete de vela, estaban dispuestas de manera que no era peligroso que los hijos se desplazaran sin nosotros. Y así por primera vez en sus vidas pudieron ir “solos, como grandes” a comprar “pane y latte”. Se disputaban el derecho hasta con la hermana menor.
Nos tocó presenciar muchas parejas de recién casados que después de la boda se fotografiaban con la ciudad de Florencia de fondo. Nos entretenía ver a los típicos novios italianos. Él, flaco y narigudo, y ella entradita en carnes, a veces reventando el vestido siempre blanco. Igual que en Chile, las parejas seguían el mismo orden en las poses para las fotos. Primero solos, luego con los suegros. Todos los hermanos y todos los primos. Los amigos con el novio, las amigas con la novia. Que todo calzara. Sabíamos la hora exacta en que debíamos subir a la Colina para ver cada día una película italiana en vivo.
En los canales de Venecia los niños lanzaron decenas de barquitos de papel. Corretearon tras las palomas para molestia de los turistas que intentaban tomarse fotos con las avecillas sobre sus cabezas. Con el papá conocieron la Catedral de Venecia Yo andaba en pantalones y en esa época era prohibido el ingreso a las mujeres que los vestían.
Después de este periplo llegamos a Génova, desde donde debíamos partir hacia Chile. Luego de las averiguaciones del caso supimos que el barco había retrasado la salida en una semana.
Esperando la partida desde Génova

Teníamos que esperar en la ciudad y ya el dinero escaseaba. El invierno llegaba con frío y los buenos recuerdos de los días que pasamos en camping nos apuraron a encontrar uno bueno.
Recorrimos el centro antiguo, de calles muy estrechas, en que los pisos altos de las casas se unen a través de cordeles para secar la ropa. Eran pintorescas estas cuelgas, especialmente las de calzones y calzoncillos largos.
Nos reíamos inventando historias sobre las familias que vivirían allí, basándonos en sus vestimentas.
Al contrario, los palacios del siglo xvi inspiraban respeto por su sobriedad. Pudimos conocer por dentro más de alguno abierto al público.
Encontramos un camping retirado del centro, en medio de un bosque de árboles inmensos con unas pequeñas cabañas donde desempacamos solo lo necesario para una semana.
Nos conformamos por no partir de inmediato, ya que tendríamos unos días para descansar. Los niños se relajarían del largo trayecto recorrido desde Roma, y sería el lugar donde podríamos abandonar el auto que habíamos comprado dos meses antes en Viena.
Solo podíamos deshacernos de él pagando un dinero que ya no teníamos y llevándolo a un lugar muy lejano. Así que, al estilo chileno, decidimos que nos convenía ese camping porque podríamos dejar el auto escondido entre los árboles.
Había una cabaña habitada: un italiano muy flaco y una gitana. Estacionado muy cerca de ellos había un enorme carromato desde donde salían olores y rugidos. Sentíamos curiosidad por conocer su historia. Nos intrigaban y tratamos de conocerlos.
Cuando llegó el día de embarcarnos y aunque el barco partía a mediodía, decidimos dejar cabaña y auto muy temprano.
Íbamos con la mayor discreción posible, aunque sabíamos que la pareja se levantaba después de las once de la mañana. Tranquilos, en un taxi, llegamos hasta el embarcadero del puerto de Génova.
Subimos a bordo del Giusseppe Verdi y con toda calma acomodamos nuestro equipaje en la cabina.
Estábamos probando los camarotes, cuando escuchamos los gritos de la gitana y su marido que además de traer las panteras, ahora con correa y bozal, se hacían acompañar por dos carabinieri.
–¡Ellos son! ¡A ellos! –gritaba el italiano, indicando hacia nuestra puerta. ¡Abandonaron su auto entre los árboles del camping! –aullaba la gitana.
Ahí mismo, entremedio de los pasajeros que iban subiendo al barco, y que miraban entre extrañados y risueños, empezó el tira y afloja para pagar la multa con relojes y los pocos dólares que nos quedaban, incluyendo la tajada para la pareja.
Esto nos liberó de acompañarlos a la estación de policía.

En barco hacia la patria

Viajamos un mes en el Verdi, barco italiano. Había que perseguir a los hijos, que corrían de la cubierta a los camarotes y así por todos lados. Se bañaban en una piscina que movía sus aguas al vaivén del barco.
Con todos los pasajeros celebramos la travesía de la Línea del Ecuador.
Raulito conversaba con adultos hombres y mujeres que lo interrogaban al verlo tan despierto, sobre todo para inventar maldades. Escuchaba atentamente las conversaciones entre las monjas españolas y laicos que iban a Chile, que discutían temas teológicos. Sobre todo sobre la virginidad de la Virgen María. De allí sacaba sus conclusiones y nos relataba lo escuchado.
Su mayor aporte a la familia fue explicarnos cómo funcionaba el Canal de Panamá cuando el barco lo iba cruzando. Era difícil comprenderlo, pero él se concentró, lo aprendió y orgulloso informaba al que se lo pidiera cómo se iban levantando las esclusas para que el mar las llenara y así el barco pudiera avanzar.
Fuimos conociendo algunos puertos en que los habitantes eran muy diferentes. Pero la pobreza, que se olía además de verse, era lo que más nos impresionaba. Esos niños morenos que buceaban en el mar para recoger las monedas o manzanas que les lanzaban los pasajeros del barco. Se las cambiaban por carteras de cuero de cocodrilo, collares y artesanías.
Nos causaba mucha impresión, especialmente a los hijos, que no conocían esa realidad.Todos los pasajeros sufrimos el gran mareo al atravesar al Pacífico. El médico italiano ahorraba medicamentos distribuyéndolos solo a un miembro de cada familia. La explicación era que uno pudiera atender a la familia. Entre los pasajeros hubo gran indignación.
En una oportunidad fue al camarote a atender una amigdalitis de Carla y ella sin ningún respeto por el profesional se defendió con patadas directas a la entrepierna. Se retiró encogido. En el mes de viaje nunca quiso volver a atendernos.

¡Un perro chileno! ¡Un perro chileno!

Por fin llegamos a Arica. Desde el barco bajamos en bote al muelle. Allí causó mucha risa a los pasajeros los gritos de alegría del Rauli al ver “¡Un perro chileno! ¡Un perro chileno!” Andrea ya tenía ocho años, Raulito seis y Carla, la cachorra, menos de dos.
El mismo día volvimos al barco y seguimos a Valparaíso, donde muchos familiares y amigos nos recibieron muy cariñosos. Pronto, a algunos los sentimos distantes. Tal vez era por el temor a contaminarse con nuestra condición de “revolucionarios”. Más de alguna vez, en micros repletos de gente, los tres niños cantaban a todo pulmón la Internacional. Los pasajeros miraban con curiosidad. Obreros que sabían el himno los ayudaban en los trozos olvidados y se armaba un buen coro. Por otra parte, nuestra cesantía, que nos obligaba a vivir lejos del centro, nos aislaba de los antiguos amigos.
Era un Santiago frío, con enormes edificios, caracoles acristalados, tajamares opacos y el río barroso cruzando una ciudad casi desconocida. La precaria situación económica con que llegamos nos obligó a vivir unos meses en casa de los abuelos paternos, en Independencia 1546. Ellos fueron muy cariñosos al acogernos en esa casona con un patio interior chiquito. Ahí crecía el naranjo regalón que no habían conocido en su vida habanera.
Desde la terraza, en la esquina del segundo piso, veían pasar carretas llenas de zanahorias que iban a la Vega Central. Muchas veces, en vez del trote de los caballos, con mucho asombro escuchábamos el jadear de los hombres que empujaban sus carretelas cargadas de zanahorias, betarragas, apios, acelgas o sacos con verduras.
1965: “Querido diario”

En su único diario de vida que inició con: “Desde Junio 1965 hasta Nunca”, a los siete años cuenta un sueño. Hasta ahí le duró el impulso de escribir sus memorias:
Jueves 17 de junio 1965
Yo soñé en que undia huvo una inflación en Chile y mi tia Ruth estaba en el colegio del Arturo y yo estaba solo en casa porque havia ido con ella de vacaciones con el Arturo y derrepente se me aparesieron varios soldados y toda la gente salió arrancando en auto y yo no.

Del Colegio Inglaterra a La Girouette

En 1965, viviendo en el barrio Independencia, Andrea y Raulito asistieron al Colegio Inglaterra, que dirigían tres profesoras muy conservadoras y escrupulosas. Tenían una larga lista de normas en la que, por supuesto, mantener el silencio era esencial. Mis irrespetuosos hijos llevaban un gran conejo blanco que corría por la sala perseguido por sus compañeros. Lo celebraban tanto que insistían en llevarlo una y otra vez. A las señoritas les molestaba el desorden que se formaba con las risas y carreras detrás del animalito… y más todavía con el payaseo del Rauli.
Luego, vivimos un año con Anita e Israel, mis padres. Fue muy bueno también, porque ellos los regalonearon a gusto. Conocieron bien al cariñoso tata Israel y alcanzaron a disfrutarlo.
El departamento quedaba en la calle Don Carlos, en el barrio El Golf. Desde allí el tata Israel llevaba a los tres Pellegrin al Colegio La Girouette. Raulito era estudioso, fue buen alumno, solo con algunos problemas de conducta.

En el colegio La Girouette

Con uno de sus grandes amigos, Lucho Weinstein, hijo de médicos, dictaron la primera clase de “sexualidad” que se dio por esos años. Sin consultarle a nadie llevaron un gran libro de Anatomía y Fisiología con el que se explayaron y exhibieron imágenes en detalle de lo que, según ellos, debían saber todos. Incluso algunas niñas se enteraron por primera vez de la menstruación.
El hecho, muy bullado, tuvo numerosos reclamos de parte de los apoderados, por lo que tuvimos que ir a dar explicaciones a la dirección del colegio.
Eran muy ingenuos. Lucho me contó que en un cumpleaños de Andrea, en que él y Rauli eran los únicos hombres, se escondieron bajo la terraza de listones de madera separados por unos tres centímetros. Divagaban sobre sus asuntos cuando yo, la madre exagerada, los hizo salir de ahí retándolos porque estaban mirando los calzones a las niñas. Salieron y muy asombrados se dijeron: “¡Seremos asopados! Ni se nos ocurrió vérselos”.
Escribe uno de sus compañeros de colegio: 
Un día llegó la noticia al colegio: que la señorita María Angélica Edwards, profesora de Castellano, iba a formar un taller literario. Al tiro todos quisimos ser de él. El taller era después de clase. Todos estuvimos ahí esperando que empezara. Así, todos los miércoles fuimos al taller a actuar. Un día la señorita María Angélica nos leyó “La Leyenda del Cid”. Después, en el taller literario nos contaron partes de la verdadera historia sobre el Cid de Corneille y nos leyeron algunos romances medievales referentes al héroe castellano. Nosotros escribimos las escenas, las que se podían inventar; claro que con el mismo tema. Así, hasta tener completa toda la obra. Colaboró Luz Albert, profesora de música, para ponerle música antigua al “Romance del Prisionero”, poesía que nos leyó.
Luz leyó la primera línea y un niño levantó el dedo y cantó esas palabras con una melodía, y así hasta tener con música toda la canción. Para el baile popular, se eligió al primer canon conocido en la historia de la música y que proviene de Inglaterra. Una vez aprendida la música con la letra en inglés, inventamos nosotros palabras en castellano, conservando el mismo tono del verano que la canción tenía. “Veámonos niña”, canción que se canta al principio de la obra, es una antigua canción de Burgos.
Los hermanos Pellegrin, que estudiaban flauta, presentaron música, danzas y bailes de la edad medieval a la profesora de Educación Física.
La melodía que se escucha durante la ida al convento es una antigua canción. Todos los demás sonidos: la música de los moros, la llegada triunfante del Cid, son improvisaciones que nos han salido a medida que se nos ocurrían ideas para armonizar la obra de teatro.
Luz Albert, su profesora de música recuerda:
Hay niños a los cuales se les puede presentar cualquier materia: dóciles, receptivos. Raúl, en cambio, hacía que uno preparara la clase a nivel de Raúl Pellegrin. Era súper activo. Era listo para cuestionar o proponer variaciones con un alto poder de encantamiento, cuando los temas iban bien encauzados como para interesarlo… Súper inteligente era Raúl. Podía llegar a formular una idea consigo mismo y luego con todos los que quería podía formular esta apreciación al revés. Las personas a las que él consideraba valiosas eran aquellas a quienes se les podía exigir y él se interesaba por ellos. En 1973, después del Golpe Militar, tenía catorce años, Raulito estaba muy preocupado porque su papá no tenía trabajo. Se dedicó a vender cosas que ya no se usarían, entre ellas el bote de la familia y el motor. También hizo intentos para trabajar.
Chely, Su profesora de castellano relata:
Para los profesores es difícil recordar a todos sus alumnos, especialmente cuando el trabajo ha sido por más de treinta años. Hace muchos años, cuando aún era una novel profesora, me llamaron de un colegio, hoy grande y prestigioso, pero en aquel tiempo era pequeño y tenía pocos alumnos. El desafío era trabajar con niños de Enseñanza Básica cuando recién se implantaba la Reforma. Mi experiencia era con muchachos de cuarto, quinto y sexto humanidades. El curso que me asignaron fue un séptimo grado y por ser la única vez que trabajé con niños de esa edad, recuerdo con ciertos detalles la situación.
Allí conocí a Raúl Pellegrin. Desde el comienzo me impresionó. Era pequeño, pero sobresalía en todas las actividades que realizábamos. Poco a poco me familiaricé con los nuevos programas de Ciencias Naturales y las clases eran más fluidas. Improvisábamos los experimentos y nos divertíamos. Recuerdo que el curso estaba constituido por alumnos muy diferentes, lo que me hacía difícil a veces atender a niños como Raúl, más inteligentes e interesados.  Muchas veces, al plantearles un problema, ya antes que yo terminara él tenía la solución, pero no me molestaba, pues lo hacía sin tratar de sobresalir, simplemente su mente funcionaba como un niño más maduro que el resto.
Al terminar el año yo no volví a hacer clase. A lo mejor se me hubiera ido borrando con el tiempo, pero el destino me tenía reservada una sorpresa. Su madre había estudiado en el mismo Liceo Manuel de Salas y yo no lo sabía. Al volver del exilio obligado, tuve la ocasión de unir, mediante una fotografía, a ese niño que yo conocí, y que me había impresionado tanto, con el hombre que sacrificó su vida por sus ideales.

Una larga ventana en la casa de calle Puerto de Palos

El uno de mayo de 1966 nos fuimos a nuestra primera casa propia, proyectada por el pater familia, Raúl Lenin Pellegrin Arias. La tan querida casa de calle Puerto de Palos, una de las primeras construidas en estructura metálica y además usada como “casa piloto”. No resultó mucho, creo, pero igual sorprendía a los niños que hubiera tanta gente interesada en visitarla.
También venían alumnos de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Chile a corregir sus proyectos con el profesor Pellegrin. Se extasiaban mirando cada detalle de la casa. Los niños, orgullosos, escuchaban los elogios mientras se columpiaban. Especialmente Raulito, que hacía barras en la viga metálica de una terraza que prolongaba la sala de estar. Era bajo para su edad, por lo que se colgaba con las dos manos a lanzar patadas al aire para estirarse. En eso pasaba largo rato y cuando bajaba, se medía para saber cuánto había crecido.


Profesora, hija del escultor chileno Tótila Albert.
El patio interior de la casa tenía una cubierta translúcida de un material que actuaba como caja de resonancia. Algunas veces, en invierno, Andrea tenía que suspender su clase de guitarra porque la lluvia hacía más ruido que la música. A los amigos les llamaba mucho la atención este patio con grandes piedras, bolones, hasta una roca, todos redondeados y pulidos durante millones de años por el torrente del río Maipo. De ahí las habíamos acarreado. En ese patio interior surgían higuerillas silvestres y uno que otro filodendro. Una palmera creció a sus anchas frente al ventanal. Nunca pensamos que sería tan alta como para invadir la cubierta. “¿Por qué no está la palmera?”, preguntó Raulito años después, viendo con nostalgia fotos del patio del medio.
Fue en la casa de Puerto de Palos donde por primera vez tuvo pieza para él solo. La ventana horizontal, a la altura de su cama, era del largo de toda la pared. El papá la proyectó así para que a un acostado pudiera ver el jardín y la cordillera. Él se imaginaba que iba en un submarino y mil historias que alguna vez me contó. La ventana era rodeada por un marco de madera de roble que le servía de repisa. Allí, muy ordenadas, estaban sus colecciones de libros de Julio Verne y Salgari. En el escritorio guardaba más libros, radio, cuadernos y grabadora. Esta lo acompañó en todos los discursos de Fidel Castro cuando vino a Chile en 1971. En esa pieza, entre estudios de flauta dulce y amistades múltiples, formó su “colección de colecciones”: cajetillas de cigarrillos, estampillas, monedas, casetes de música y así hasta rebasar los cajones.
Un solo hecho enojoso tuvo en esa época. Por un año se invadió su pieza con un piano donde estudiaría Carla. Su muda indignación no hizo reaccionar a nadie hasta que Luz Albert, la profesora de música, no tuvo más tiempo para hacer las clases y devolvimos el piano. Así pudo retornar a su privacidad. ¿Qué pasó con los tesoros de mi pieza, cuando tuvimos que abandonar la casa, ese 11 de septiembre? La señora Carmen, que antes de que los militares la dejaran encerrada en el baño, en noviembre de 1973, debió acompañarlos por cada dormitorio en el primer allanamiento a nuestra casa, le contó:
Hasta el arco y flecha con plumas que don Lito le trajo de Ecuador se lo llevaron. Dijeron que era un arma. Fíjese Raulito que los señores milicos dijeron que su pieza era de un hombre, no de un joven de catorce años como yo les decía… También les asombraba el baño con los lavatorios y el WC tan bajito. ¿Sabe? Se llevaron la radio y la grabadora. Esa en que usted iba a grabar los discursos de don Fidel, ¿se acuerda?
Cómo no vamos a recordar esos días de alegría del año 71 en que con sus hermanas y amigos junto a miles de jóvenes sentados en el pasto del Parque Forestal, detrás del Museo de Bellas Artes, escuchaban embelesados los interminables discursos del líder cubano. Luego seguían las discusiones. Fidel Castro hablaba horas y horas y Rauli grababa y grababa.
1969: Tribunal Infantil

Ese año trasladé varias veces a la semana a mis hijos y a los amigos Weinstein Cayuela al Canal 9 de televisión. Quedaba en Inés Matte Urrejola, en el barrio Bellavista Participaban en el programa Tribunal Infantil que dirigía René Largo Farías. Me cuenta Andrea que eran ocho niños dentro de la citroneta y que les parecía un viaje muy lejos desde nuestra casa hasta el Canal. Allí se sentaban en unas graderías de madera, como las de circo. Carla los acompañaba calladita, era muy chica. Los demás opinaban sobre problemas que René Largo leía en cartas enviadas por pequeños telespectadores. Andrea recuerda que alguna vez llegó una que decía que el Tribunal Infantil estaba formado por niños superdotados, que no representaban a los chilenos. Ellos contestaron que no, que se consideraban niños totalmente normales.
Lo hacían con mucha tranquilidad, sin preocuparse de las cámaras que los estaban filmando. Alguna carta la hice yo pidiéndoles consejo para que no se pelearan tanto entre hermanos. No recuerdo la respuesta, pero sí que en el viaje de vuelta discutían sobre quién habría hecho esa consulta. “Qué casualidad”, decían, “lo mismo que pasaba en nuestra casa y en la de los amigos Weinstein”. Hace un tiempo Lucho Weinstein me contó que una vez Rauli y él quedaron muy desilusionados. Descubrieron en una agenda que la letra de René Largo era igual a la de las cartas. Y aunque lo pasaban muy bien y les gustaba mucho participar en el programa, perdieron el interés y no fueron más.

Aventuras precordilleranas

Durante años celebramos los cumpleaños en nuestra casa. En el cumpleaños número ocho de nuestro hijo, la fuerza irrefrenable de los juegos de los hombrecitos hizo que los vidrios de un ventanal de Puerto de Palos cayeran a piedrazos. Ahí decidimos cambiar la modalidad de celebración. Raúl iría de excursión con los invitados al Valle de la Muerte. Le inventaron ese nombre a una quebrada pre-cordillerana al final de las parcelas de La Reina. En un chuico llevaban agua con harina tostada y azúcar, bolsas con ración doble de sándwich en marraqueta y torta o similar con las consabidas velitas de cumpleaños. Eran solo hombres y sentían que era un privilegio que ese papá sabio los llevara por senderos peligrosos, atravesando hilos de agua que no alcanzaban a ser riachuelos.
Una temible aventura iba inventando. Nunca más se quebró un vidrio de la casa y era de un goce infinito para el festejado y sus amigos… Eso sí que, al día siguiente, llegaban a casa algunas mamás a preguntarme si sus hijos habían corrido mucho peligro al cruzar el río caudaloso, como les habían descrito…

“No sabía que me querían tanto”

Los fines de semana de invierno las disfrutábamos en la casa de los abuelos en la playa de El Tabo. Allí el tata Israel había construido primero una casita de madera y luego una “de material”. Inventamos muchas historias paseando por las calles deshabitadas y entrando a los jardines de las casas. Recorríamos los bosques y deslizándonos por las quebradas resbaladizas 37 con las agujas de los pinos, atravesábamos para aspirar el perfume de los eucaliptos. Hacíamos coronas con ramas y nos adornábamos la cabeza. Los ascensos a la peligrosa roca Mickey, en medio del bosque, era el primer paseo que se hacía. Otros eran a Isla Negra, donde por esos años vivía el poeta. Miraban por las rendijas las antigüedades que Neruda coleccionaba en el patio. Varios veranos de esa época –Raulito tendría unos seis años– participó en gymkhanas organizadas por la Junta de Vecinos de El Tabo, con premios y diplomas. Él tenía que ganar. Corría hasta llegar a la meta, desfalleciendo, pero vencía.
Cuando crecieron dejamos de ir en los veranos a la casa de El Tabo y recorrimos con carpas de sur a norte el país. Íbamos de camping a diversos lugares. Variábamos de un año a otro de Bahía Inglesa, Guanaqueros, Pichicuy, o a orillas del lago Villarrica y Todos los Santos, a Puerto Montt. Muchas veces acompañados con los primos De Carolis, con los Hernández Milet; alguna vez con mi hermana Loreley. Armábamos nuestras carpas: una chica para nosotros y otra grande para ellos y sus amigos. Alguna vez fue con nosotros la tía Dorita Volosky, la política más fanática de la familia. Fue famosa su venta de ejemplares del diario El Siglo en Caldera, cerca de Bahía Inglesa, donde teníamos nuestro campamento. También iba los domingos a venderlo al Quisco o a San José de Maipo. Nos entreteníamos mucho. Entre lagos, mar, dunas o cerros. Buceando o nadando. Pero siempre inventando alguna aventura con suspenso, que se le ocurría al papá. Ya en esa época lo llamaban “turismo aventura”.
Cuenta el tío Pablo De Carolis que cierta vez que se bañaban en unas pozas termales cerca del Lago Llanquihue, entre piqueros, gritos y chacotas, escuchó que alguno de los siete primos preguntó: “¿Para qué servirán las aguas de estas termas? “ Vicente, el futuro médico, contestó con mucha seguridad: “Para el reumatismo”. Y se escuchó la voz de Raulito: “¡Lástima que ninguno de nosotros sea reumático!” En Guanaqueros, adonde fuimos en varias vacaciones, armábamos en la arena de la playa una carpa naranja. Con la luz del sol se alteraban los colores del interior. Incluso los bistecs los veíamos verdes. Por eso y porque tenían la oportunidad de pescar todos preferíamos el pescado.
Los dos Raúles salían a alta mar con sus amigos pescadores que les relataban historias. El hijo hombre, volvía orgulloso a contarnos. Una noche los acompañó don Manuel Solimano, considerado el patriarca de Tongoy. Los pescadores, en su honor, los llevaron a la “picá” donde estaban los cardúmenes de peces grandes y sabrosos. Creo que había hasta congrio colorado. Regresaron en la madrugada muy bulliciosos para que nos despertáramos. Inflados de alegría nos mostraron su “Gran Pesca Gran” y contaron las historias que habían escuchado esa noche. Desde ahí Raulito se tituló “pescador profesional” y amigo de todos los pescadores de Guanaqueros.
Muy contento, cada almuerzo en el Restaurante “El Pequeño”, el histórico y que todavía existe, lo trataban igual que a un veterano pescador. Muchas de las anécdotas que allí vivimos se recordaron por años (Una de ellas fue la vez que partimos en el auto arrastrando la carpa. Habíamos amarrado cordeles para secar toallas y trajes de baño. Lo peor de esa vez no fue rearmar la carpa. Yo había dejado adentro un gran balde con agua para que se entibiara y poder lavar a los niños a la vuelta. Se nos empapó todo: sacos de dormir, colchonetas y ropa). En ese camping de Guanaqueros fue que se nos perdió el hijo durante dos horas. Bajo el sombrero azul marinero en que escondía el corte de pelo que le hizo el papá a principios del verano, “para que estuviera fresco”, salió a caminar por la orilla de la playa. Pateando piedras, entre canción y canturreo, conversaba con peces y jaibas, machas y caracoles, gaviotas y pelícanos. Varias veces enredó los pies en algas y huiros, para hacerles el quite a las conchitas que, sobresaliendo de la arena, lo pinchaban, por lo que se dejaba caer al suelo atacado por los monstruos del mar. Subía corriendo por las rocas y resbalaba por el luche verde oscuro que las envolvía. Caminó y caminó disfrutando la libertad que sentía por ser grande. Había cumplido seis años en octubre e iba contento porque a su hermana Carla, que quería ir con él, no la dejaron acompañarlo, por chica. Dejó atrás la conversación familiar y siguió la huella del oleaje suave que obliga a las pulgas de mar a agujerear la arena mojada impidiendo la entrada de aire a sus cuevas.
Caminó y caminó, sin pensar los kilómetros que se alejaba de la familia. Gozaba del paisaje y de sus pensamientos. Al decaer la conversación y trajines, la preocupación familiar se trasladó a él. Lo buscamos dentro de las carpas donde tal vez se hubiera quedado dormido. Unos a otros se repetían que él ya sabía nadar, así que era imposible que hubiera sufrido un accidente. Los pescadores experimentados, sus nuevos amigos, obligaron al papá a subirse a un bote para, de todos modos, buscarlo en alta mar. El resto de amigos y familia seguían la búsqueda por todos los rincones de la playa. Cuando ya la desesperación causaba llanto, alguno con larga vista vio, muy a la distancia, un sombrero azul marinero que se acercaba. Muchos corrimos a recibirlo. En el encuentro, lleno de lágrimas, sollozos y fuertes abrazos, nos sorprendió diciendo:  “No sabía que me querían tanto”.

Entre mantarrayas y zorritos

Cuenta su primo Álvaro:
Los recuerdos que tengo son los de un primo ejemplar, digno de imitar. Era envidiable por su inteligencia, buen alumno, y donde ponía su fuerza era casi imbatible. En el Estadio Italiano esas competencias de ping pong, en que era imbatible, el “Rulo” con sus poleras rayadas que no sé si eran elecciones de la Ety, mi mamá o la Tita (tenían los mismos gustos). Tenía unas paletas que encargaba por carta, con diez dólares adentro, y recibía directamente desde China, el país de los campeones del tenis de mesa. En esas partidas no se veía la pelota, y primos, hermanos y amigos gritábamos de alegría.
Ese año en que fuimos las dos familias juntas al camping de Guanaqueros, nos íbamos los primos “hombres” a Playa Blanca por mar en los gloriosos “sabot”, botes de madera que nos acompañaron en lagos y mares de ese Chile de los 70. Recuerdo al Raulito con toda una parafernalia de buzo, hualetas, snorkel, máscara, y el arma todopoderosa, el arpón, que permitía bajar al fondo con tranquilidad para defenderse de los más variados peligros (tiburones blancos de siete metros, mantarrayas de dimensiones inconmensurables y muchos más). Bueno, para hacer corto esto, el gran Raulito bajaba y en menos de un segundo estaba de vuelta sobre el bote gritando: “¡Está por atacarme una mantarraya, hay que tener mucho cuidado porque son eléctricas y te pueden matar!”.
Como mi primo era lo máximo (lo que él decía había que hacerlo) no hubo más que emprender la retirada a toda velocidad e ir a buscar refuerzos. El grandioso buzo de todos los mares, el gran tío Raúl, se enfrentaría a esta mantarraya, que era casi un monstruo. De la mantarraya no se supo más, pero el tío arponeó un par de peces y con eso nos fuimos victoriosos. Así como las anécdotas de vertientes de aguas puras y cristalinas y que luego de haber tomado todos los primos de ellas, nos enterábamos que aguas arriba había algún animalito muerto. Esas luchas con los bambúes o quilas que encontrábamos en los bosques del sur. Los viajes en la citroneta –por supuesto sin el asiento ni la tapa del portamaletas para que cupiéramos toda la prole– a esos parajes del Valle de los Trapenses. Allí, Raulito, con sus ansias de investigación, encontró a una camada de zorros dentro de un gran cactus seco. Nos queríamos llevar uno pero comenzó la historia, no sé si de mi papá o del tío, sobre lo que nos podría pasar si tomábamos alguno de esos zorritos. Debían estar cerca y cosas terribles podrían suceder.

El Valle de la Luna

Solo cuando fuimos de viaje al Norte no llevamos la carpa. Íbamos los cuatro sin el papá. No fue, porque, tal como lo embromaban, si no estaba en su puesto de trabajo, se caerían las paredes de la Corporación de Fomento de la Producción (corfo). Raúl padre era jefe del área de Materiales de Construcción de esa institución. Fuimos en bus primero hasta Los Vilos, donde almorzamos. Andrea, desafiando a los pasajeros del vehículo, escribió en la arena con enormes letras: ¡viva allende! Así todos se enteraron de lo que pensábamos y se definió la correlación de fuerzas hasta el final del viaje. Pernoctamos en San Pedro de Atacama. Por la mañana salimos a caminar por el pueblo.
Los niños ponían en problemas con tantas preguntas a la historiadora Valeria Maino, en ese tiempo estudiante, que les explicaba. Hace unos meses ella me escribió: Los niños quedaron extasiados con un enorme depósito de azufre que se traía de Aucanquilcha, en la cordillera… Saltaban arriba de pedazos amarillo brillante, un tesoro para ellos.
En Peine bajamos a la quebrada a ver cómo el agua había labrado esa formación. Raúl, que con el azufre se sentía eufórico, en la quebrada su asombro fue mayor al ver la altura del farallón y las distintas capas sedimentarias. También la piedra pómez que tallaban los lugareños como si fuera una masa. ¿Por qué era tan liviana? ¿Y cómo la puerta de la Iglesia podía ser de madera de cactus? Metían los dedos para “ver” si era un cactus.
En el Valle de la Luna fueron descubriendo parecidos de animales y personas en las formas salinas. Rauli le pegaba lengüetazos para convencerse de que unos pedazos transparentes eran sal. Todo les causaba curiosidad. Entremedio de mil preguntas jugaban a las escondidas. La noche también fue un momento electrizante, en ese ambiente sin humedad y en el trópico los planetas se veían de distintos colores y la Vía Láctea alumbraba como noche de luna.
Ya saliendo de San Pedro, iba con nosotros una india con un rebaño de llamas, todas con amarras de lana de colores en sus orejas, que trotaban en una nube de polvo como si fuera una escena bíblica. Hubo que parar el bus para que los niños se bajaran a ver a estos animales, más bien tocarlos, como es su forma de conocer. Raúl estaba fascinado con estas llamas que con sus enormes ojos lo miraban fijamente. En esa mirada había una seducción mutua, ni la llama se movía ni él dejaba de mirarla.
El Padre Le Paige había organizado el Museo que exhibía vasijas de greda, cabezas de flecha de piedra y momias rescatadas de excavaciones. Fue allí, en San Pedro de Atacama, donde Raulito sufrió su primera “decepción ético-cultural”.
Valeria Maino: Historiadora y profesora universitaria de Historia y Geografía en la Universidad de Chile y Universidad Gabriela Mistral.
Tres profesoras jubiladas, las señoritas Ovalle, que hacían el viaje con nosotros, estaban intrigadas de esta familia: mis tres niños tocaban flauta y ellas los veían muy interesados por conocer y aprender de todo. Incluso correr tras la procesión a la Virgen que nunca habían visto. La mañana que salimos al Salar estas profesoras se nos sumaron al paseo. Una de ellas se acercó a Raulito y sigilosamente le regaló un puñado de puntas de flecha que había sacado del Museo del padre Le Paige. Él muy serio y enrojecido, no se las quiso recibir. Que un cabro chico no se las aceptara le produjo a la señorita tremenda rabieta e indignada las lanzó lejos. Los principios de ese “cabro chico”, ya a los doce años, no le permitieron recibir ese tesoro arrebatado a la historia de los pueblos originarios de su país.
En un auto colectivo bordeamos el Lago Titicaca. Fuimos muy afortunados, porque nuestra guía era la estudiosa Valeria Maino, hoy reconocida historiadora y ensayista. Íbamos tan entretenidos escuchándola que se nos hizo corto el trayecto y los niños sintieron haber aprendido mucho. De sus raíces, de historia y geografía de la zona. De ahí seguimos en tren. Como era época de carnavales, muchas veces a través de las ventanas nos llegaron bombas de agua coloreada que manchaba nuestras ropas y caras. Los pasajeros se reían de nosotros. Bajábamos del tren que ascendía con lentitud, pasando por poblados desperdigados en el altiplano.
Sus habitantes se acercaban al tren a vender artesanías y tejidos de todos colores. A medida que subíamos, los chalecos de lana de oveja que nos ofrecían, pasaban a ser de llama, luego de guanaco hasta llegar a la suave lana de vicuña. Nos deslumbraba que cada pueblo vistiera tan distinto. Los sombreros que usaban iban cambiando: a mayor altura eran más anchos y chatos. Comentábamos que podría tener que ver con la presión atmosférica… Nunca supimos la causa, pero quedó en el aire la idea de que había que investigarlo.

No hay comentarios:


Estadisticas web

Archivo del blog

Mi foto
Iquique, Primera Región, provincia de Tarapacá., Chile