Un grupo de familiares de represores se unen para rechazar sus crímenes y exigir que cumplan sus condenas. La Plata 9 JUL 2017 Sus reuniones son duras. Una especie de terapia colectiva. La mayoría lleva años sin compartir su secreto, y tienen muchas ganas de hablar. Necesitan sacarlo. “Al principio fue una catarsis. Acabamos llorando casi todos. Arrastramos una cultura muy arraigada que nos dice honrarás a tu padre. Es muy difícil romper con eso”, cuenta María Laura Delgadillo, una de las fundadoras de "Historias desobedientes", el grupo que ha conmocionado a una Argentina acostumbrada a los relatos terribles de la dictadura. Pero este es diferente, porque se hace desde dentro. Son los hijos de los represores, que se rebelan contra sus padres y se unen para exigir que no salgan de la cárcel, que cumplan sus condenas de cadena perpetua.
Durante años, el mundo de la represión de una de las peores dictaduras del planeta se dividía en dos, como los espacios dentro de los juicios de lesa humanidad: por un lado, los represores y sus familias, por otro, las víctimas y las suyas. Pero eso se acabó el día que este pequeño grupo en el que hay sobre todo mujeres, que empezaron media docena y ahora ya son más de 50, fue a una manifestación con una pancarta: “Hijos e hijas de genocidas por la memoria, verdad y justicia”.
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Allí estaba Analia Kalinec, hija de Eduardo Kalinec, alias doctor K, un conocido represor que cumple cadena perpetua. O Erika Lederer, hija de Ricardo Lederer, el obstetra que ayudó a parir a buena parte de los hijos de desaparecidas, que se suicidó en 2012 al ver que le iban a condenar. Erika no solo ha tenido valor para crear este grupo. También lo tuvo para encontrarse con el nieto 106 de Abuelas de Plaza de Mayo, al que su padre había ayudado a entregar a una familia fiel a la dictadura. La firma de Lederer en el falso certificado de nacimiento era su condena. Erika, también víctima de su padre, que la maltrataba, quería saber cómo podía ayudar a Pablo, el nieto al que el Lederer le había arruinado la vida.
Todos arrastran historias así, por eso sus reuniones son difíciles. “Algunos solo hemos recibido caricias de una mano contaminada por la tortura”, contó uno de ellos en la última cita. Muchos sufren consecuencias físicas de tanta tensión, se enferman. Tiene apoyo de psicólogos para que les ayuden a contar. Todos superan los 40 años, algunos llegan a 60, y sus padres se están muriendo. Lo que más les angustia es que lo hacen sin contar nada, sin decir dónde están los desaparecidos.
Porque el gran sueño de muchos de estos hijos es convencer a sus padres de que se arrepientan y ayuden a encontrar los cuerpos de los desaparecidos o los nietos aún sin recuperar. “Queremos romper el pacto de silencio que hay entre ellos. En las familias a veces hay datos que pueden reconstruir la historia. Si conseguimos unirlos podemos ayudar a otras víctimas”, explica María Eugenia Vergera, otra miembro del grupo, que tiene doble condición: es sobrina de un represor y a la vez esposa de un desaparecido. El grupo de hijos de represores en su primera aparición pública en Buenos Aires, el 3 de junio pasado. El sueño sería que los hijos lograran convencer a los padres. Pero no se engañan, ahora mismo parece imposible. El pacto de silencio de los represores ha resistido. Nadie se ha arrepentido ni ha dado un solo dato de una fosa común. Ni siquiera ante sus hijos. Liliana Furió, hija de un conocido represor de Mendoza, condenado a perpetua en 2013, lo intentó muchas veces. Hasta que él le gritó “No se hablé más, si tuviera que volverme a poner la capucha lo volvería a hacer”. Ahora él está senil, y ella lo visita en su arresto domiciliario. Algunos tienen relación con sus padres, otros no. Muchos han fallecido.
“Mi padre se murió discutiendo conmigo”, cuenta Walter Docters. Su padre era represor y él luchaba contra la dictadura, pasó varios años en la cárcel. Pero no lo mataron precisamente por su apellido, porque Echecolatz, que dirigía la represión en la provincia de Buenos Aires, le prometió a su padre que lo salvaría. “Era de ideología nazi, era arquitecto y trabajó con Echecolatz en el diseño de los lugares donde tenían a los detenidos. Yo militaba en el ERP pero él logró que no me mataran”. También le pidió muchas veces que confesara, sin éxito. “Me decía tú tienes tus compañeros, yo los míos. Ellos te mantuvieron con vida, cumplieron, yo no voy a ir contra los muchachos”.
Precisamente el conmovedor testimonio de la hija de Echecolatz, que apareció en la revista Anfibia, impulsó a muchos de estos hijos a unirse. Algunos ya habían aparecido con sus historias en el libro Hijos de los 70 (Sudamericana) de Carolina Arenes y Astrid Pikielny, un texto sobrecogedor. Pero Mariana, que ya no se apellida Echecolatz porque se lo cambió, removió muchas cosas al contar el horror de ser hija de ese monstruo que también lo era en casa, como muchos de ellos. Aunque no todos, algunos se comportaban como padres muy cariñosos. Quieren justicia. Exigen que a sus familiares no se les apliquen un beneficio, el llamado dos por uno (dos días por cada uno pasado en prisión preventiva) que sacaría a muchos a la calle. Algunos tienen terror ante la idea de que sus padres salgan libres.
A otros, como Delgadillo, cuyo padre murió sin condena, les mueve una necesidad de hacer algo para reparar un daño que ni siquiera conocen del todo. “Mi papá era comisario de policía. Un día encontré una capucha entre sus cosas. Alguna vez trajo ropa, zapatos, un reloj, un microscopio, de sus operativos. Mi madre siempre nos prohibió tocar esas cosas. Lo quemó todo salvo el microscopio. Era muy violento, nos pegaba con una caña. Mi mamá se intentó suicidar metiéndose en un cuartel de noche, para que mi viejo viera cómo eran sus compañeros, pero no le dispararon”.
Otros sí conocen con detalle los crímenes de sus padres, los han leído en sentencias judiciales, han escuchado los testimonios de las víctimas. Y les cuesta vivir con ese peso. Por eso se unen. Están recibiendo mensajes de todo el mundo, y en Chile algunos hijos de represores quieren organizar algo parecido. Todos quieren gritar lo mismo: no en mi nombre.
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Desde mediados de 2016, hijos de desaparecidos y de ex militantes e hijos de policías y militares, que defienden a sus padres y otros que los denuncian, se reúnen en la intimidad. No hablan de reconciliación, no comparten una agenda política: algunos defendieron públicamente el 2x1 y otros marcharon juntos contra el fallo de la Corte que lo habilitó. Varios entraron en contacto a partir del libro “Hijos de los 70”. Sus autoras, Carolina Arenes y Astrid Pikielny, fueron testigos de esos encuentros y cuentan este proceso. -Yo no sabía que iba a estar acá la hija de Héctor Leis, no puedo quedarme- dice la hija de un represor condenado por lesa humanidad que ha declarado contra su padre.
Acaba de llegar y parece no estar al tanto de las características de este encuentro atípico. Mariana Leis está sentada a pocos metros y no se entera. Su padre, Héctor Leis, ex militante montonero, fue el autor de “Testamento de los 70”, libro en el que pidió perdón por la violencia de las organizaciones armadas y llegó a proponer un memorial conjunto para todas las víctimas, las de la dictadura y las de los grupos insurgentes. -Yo me voy –dice la mujer que acaba de llegar -, ése es mi límite. Y se va.
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El encuentro y el desencuentro ya están arriba de la mesa. Hay nuevas caras y nuevas voces en esta convocatoria heterogénea, inclasificable, tal vez para algunos, sospechosa: hijos de desaparecidos y de ex militantes; hijos de policías y militares que cuestionan los juicios de lesa humanidad; hijos de policías y militares que denuncian a sus padres, que marchan contra la impunidad. Muchos se vienen encontrando desde hace un tiempo, otros llegan por primera vez. Es un almuerzo para unas veinte personas. No hay una agenda, una obligación de llegar a acuerdos o consensuar un documento final. ¿Habrá una conversación posible o estallará todo en mil pedazos antes de que puedan terminar de saber quiénes son? Hay un momento de inquietud cuando esa hija se enoja y se va, pero no se expande, y entre tartas, quesos y salamines, en el vino que pasa de una punta a la otra, la incomodidad se refugia en sonrisas o en frases de ocasión. La conversación se abre paso como puede.
Es un feriado atípico. La ciudad es un caos de tránsito por el controvertido desfile militar del 25 de Mayo y muchos llegan tarde al centro cultural del barrio de Congreso. Abajo, en un salón en el sótano, un grupo se reunió más temprano para canalizar tensiones con una meditación de kundalini yoga guiada por Ram Krishan Singh, nacido Juan D’ Fabio, practicante del culto indio sikh, hijo de un militante desaparecido. También harán un ejercicio de constelaciones familiares a cargo de Paolo Rasetti, cuya madre está desaparecida. La práctica de kundalini es llamada también el yoga de la conciencia. La técnica de las constelaciones trabaja con traumas familiares heredados: lo que no resuelve una generación, explican, pasa a la generación siguiente.
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Muchos de estos hombres y mujeres que ya son padres, alguno ya abuelo, están en este almuerzo convocados en su condición de hijos. Hay quienes se ven por primera vez y también quienes se conocen de distintos ámbitos de pertenencia. Algunos, los organizadores, se vienen encontrando desde 2016 . Se pusieron en contacto después de la publicación de “Hijos de los 70”, el libro en el que reunimos testimonios de personas cuyos padres estuvieron relacionados de distintos modos con la violencia política de aquellos años (hijos de padres desaparecidos, hijos nacidos en cautiverio, hijos de militantes revolucionarios, hijos de policías y militares involucrados con la represión ilegal -algunos que los defienden y otros que los condenan-, hijos de víctimas de las organizaciones armadas o del poder paraestatal).
Después de la salida del libro, algunos de los entrevistados nos pidieron los correos de los otros y empezaron a verse; más tarde armaron un grupo de WhatsApp. Entre ellos estaban Analía Kalinec, hija de un policía condenado a quien le exige que se haga cargo de su participación en el terrorismo de Estado; Mariana Leis, secuestrada junto con sus padres durante un día y exiliada en Brasil desde el momento en que fueron liberados; Luciana Ogando, nacida en Campo de Mayo durante el cautiverio de su madre; el escritor Félix Bruzzone, hijo de dos militantes del ERP desaparecidos; Aníbal Guevara, hijo de un militar preso por lesa humanidad y vocero de Puentes para la legalidad, una ONG que denuncia irregularidades en los juicios (ambos ya se habían conocido antes, cuando Bruzzone escribió para Anfibia la nota “Hijos de represores: 30.000 quilombos”).
Más de una vez se juntaron a tomar cerveza en bares o en sus propias casas. De a dos o de a tres hablaron de sus historias, de sus diferencias. En charlas informales, el tema común de los 70 -los padres, el terrorismo de Estado, la acción de la Justicia, el dolor de los hijos- podía discutirse sin temor a los prejuicios y sin la presión de forzar coincidencias. Hubo contrapuntos ásperos, pero no más. Con el tiempo se fue sumando gente. Ram Krishan, invitado por Aníbal Guevara; Liliana Furió, hija crítica de un coronel de Inteligencia hoy con prisión domiciliaria; Paolo Rasetti, a través de Analía Kalinec, y varios miembros de la ONG que cuestiona los juicios.
Supimos de esos encuentros en diciembre pasado: algunos de ellos se juntarían a cenar y querían invitarnos. Había un clima de cierta camaradería, amigable pero también contenido. Era un encuentro social, una comida. Igual las diferencias cada tanto aparecían. Alguien habla de irregularidades en los juicios, cuenta su dolor por la situación de su padre preso, a quien cree inocente. Alguien recuerda los caminos insondables que unen el amor de hijo con la negación. Alguien lamenta la situación de un ex militar hoy preso en Campo de Mayo. “Uy, Campo de Mayo –dice Luciana Ogando como al pasar -. Ahí nací yo”. Sonrisas incómodas, silencio. Uno de ellos saca una foto y consulta después si puede subirla a Facebook. Negativas: una cosa es la potencia de lo íntimo y otra, la escena pública. Quién sabe cómo podría leerse una imagen como ésa, qué usos políticos la convertirían en algo que no buscó ser.
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Hacía semanas que venían armando el almuerzo del 27 de mayo. Pero en los días previos al encuentro, estalló la crisis que produjo el fallo de la Corte Suprema de Justicia sobre el 2×1 y el cimbronazo también se sintió en el chat. Mientras Aníbal Guevara, vocero de Puentes para la legalidad, explicaba en los medios por qué considera que sí corresponde ese beneficio, una pregunta en el grupo de WhatsApp recordó las diferencias que pueden pulverizar acercamientos: “¿Quién se prende para marchar el miércoles contra el 2×1?”, preguntó Luciana Ogando. Confirmaron presencia Analía Kalinec, Liliana Furió y tres de los hijos cuyos padres fueron víctimas del terror estatal: Félix, Ram y Paolo. La conmoción del 2×1 había producido otra novedad. Hasta ese momento sólo los hijos de policías y militares que impugnan los juicios de lesa humanidad habían tenido presencia mediática. El testimonio en Anfibia de Mariana D. -la hija del represor Miguel Etchecolatz que marchó contra el fallo de la Corte- liberó una corriente subterránea, la de los hijos de represores que cuestionan a sus padres, les piden que rompan el pacto de silencio y que den información.
Analía Kalinec fue una de las primeras hijas que se atrevió a sostener en público ese infierno privado. Desde hace años, participa de la marcha del 24 de Marzo por la Memoria, la Verdad y la Justicia. Alguna vez ella estaba ahí cuando en la plaza se coreaba el nombre de su padre seguido de insultos. Unos meses después de la salida del libro, Analía creó “Historias desobedientes y con faltas de ortografía”, una página de Facebook a la que subía reflexiones sobre su trauma familiar. Buscaba que otros hijos como ella se descubrieran también en esa experiencia. En un posteo del mes pasado, “Hijas de represores, 30.000 motivos”, escribió: “El primer encuentro fue con Lili (Furió) en 2016. Me dijo que su papá también estaba condenado por delitos de lesa humanidad. Ella había leído mi testimonio en el libro Hijos de los 70. Historias de la generación que heredó la tragedia argentina y necesitó buscarme. En cuanto supimos de nuestra mutua existencia corrimos a encontrarnos. Nos abrazamos. Reímos y lloramos. Y nunca más nos separamos”.
La repercusión del testimonio de Mariana D. y luego las entrevistas en distintos medios a Erika Lederer, otra hija crítica de un padre condenado que se suicidó en 2012, hizo que “Historias desobedientes”, convertida en punto de referencia de los nuevos testimonios que salían a la luz, se viralizara: en una semana, la página pasó de 100 seguidores a más de 5.000. El posteo de Analía, “Hijas de represores, 30.000 motivos”, tuvo en apenas dos días 16.000 visualizaciones. Hoy les escriben de todas partes del mundo y les piden orientación otros hijos con historias similares. Cada vez se consolidan más como un grupo con identidad y agenda política propia. El sábado 3 de junio participaron, como colectivo militante, de la marcha del #NiUnamenos: el machismo como cultura de dominación también formaba parte de la violencia de sus padres. Y acaso se podría bucear allí, desde una perspectiva de género, razones que logren explicar porqué son casi exclusivamente mujeres las que expresan la ruptura con los padres. El camino abierto por otras mujeres que se plantaron ante el poder para denunciarlo y arrancarle una reparación -Madres y Abuelas de Plaza de Mayo- es el linaje en el que se inscriben estas hijas desobedientes que salen del espacio íntimo y toman la palabra en el ámbito público.
Analía y Liliana descubrieron en los comentarios de los foristas sobre el testimonio de la hija de Etchecolatz los rastros de otras hijas como ellas y las contactaron por Facebook. Así llegaron a Rita Vagliatti, hija de un policía que en 2007 se cambió el apellido para no llevar el de un torturador. Así también llegaron a Erika Lederer y Laura Delgadillo, otras hijas que cuestionan a sus padres. Las sumaron al chat grupal y las invitaron al almuerzo al que nosotras íbamos a ir, en principio, con la idea de tomar algunas imágenes para un documental basado en el libro. Entre el desorden de los que llegan y de los que pasan un rato, saludan y se van, no se arma una conversación general, un debate. Lo que hay son charlas de a dos o de a tres alrededor de la mesa, algunos parados, otros que arriman sillas y se suman a alguna conversación en marcha.
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Analía Kalinec sale conmovida de la actividad en el subsuelo y se siente agradecida a Ram y Paolo por proponerlas. Hacen bien, son catárticas, aunque para lo que hay que reparar, dice, no alcanza con la espiritualidad, se necesitan actos concretos, política.
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Paolo Rasetti y Analía Kalinec tienen un momento aparte. Junto con Ram Krishan, Liliana Furió y Aníbal Guevara fueron los impulsores de este encuentro, pero ellos dos comparten una historia singular. Hasta donde Paolo pudo averiguar, su madre, integrante del órgano de prensa de Montoneros, había estado detenida en el circuito ABO, que formaban los centros clandestinos Atlético, Banco y Olimpo, en los que el subcomisario Eduardo Kalinec ejerció como represor. Paolo, que vive en Madrid y sigue buscando información para saber qué pasó con su madre, nos pidió los datos de Analía después de leer el libro. Se conocieron en uno de sus viajes a Buenos Aires. Quería pedirle si podía hacerle llegar a Kalinec una carta. Al final de este día sabremos que el ex subcomisario detenido ya recibió ese sobre.
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Liliana Furió, Laura Delgadillo, Analía Kalinec, Rita Vagliatti y Erika Lederer conversan a un costado del salón. Erika no se queda mucho tiempo, tiene algunas obligaciones familiares, pero además, nos dirá después, la incomodaba estar con los hijos de militares y policías que siguen defendiendo a sus padres. La repercusión de “Historias desobedientes” las conmueve y las abruma. Llamadas de otros hijos, consultas periodísticas de todas partes del mundo. También amenazas. Erika está preocupada por los mensajes de los foristas que leyó en el sitio Seprin. Este medio, al que se vincula con los servicios de inteligencia, había subido la entrevista que le hizo Télam: “Mi padre fue el obstetra de la maternidad clandestina de Campo de Mayo y no lo perdono”. Uno de los comentarios le recordó lo que es el miedo: “Que se junten, que emitan un padrón de los rejuntados, así tendremos una hermosa lista negra aportada por ellos mismos. Y a no chillar cuando cambien de verdad los tiempos.”
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Aníbal Guevara había sido uno de los primeros en llegar y participó, junto con su mujer, de la meditación y del ejercicio de constelaciones. “Hace tiempo que trato de no tener demasiadas expectativas con estos encuentros –dice-, ir lo más vacío que puedo. Las propuestas de Ram y Paolo fueron alucinantes para empezar porque ayudan a bajar defensas y conectar desde otro lado. No se dan respuestas sino que se generan preguntas y eso es lo que abre siempre el juego y puede ayudarnos a procesar tantos dolores.”
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En 2007 Rita Vagliatti logró que la Justicia le permitiera cambiarse el apellido, no quería llevar el de su padre torturador. Cuando investigábamos para el libro hablamos con ella, pero decidió no dar testimonio. “No pude hablar en aquel momento -dice ahora -, estaba pagando precios muy altos por haberme cambiado el apellido. La exposición pública tuvo muchos costos en mi vida, todavía tengo ese temor. Pero de a poco va apareciendo algo más grande que yo y mi historia individual: apareció Liliana Furió con un ramo de hermanas, las de Historias desobedientes.”
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Martín, hijo de un ex hombre de la Armada hoy con prisión domiciliaria, dice que la lucha que ahora se hizo visible, la de tantos hijos de represores que quieren hacer escuchar su voz, es parte de un proceso interno de repensar su lugar como sujetos de la historia. “Nos sentimos hermanados con las víctimas. Cada pasito en la búsqueda de la verdad va recomponiendo todo y cada paso en contra de eso, como el 2×1, la impunidad, lo que hace es romper los lazos.” También habla de su dolor de hijo: “No en todos los casos los represores fueron monstruos con sus familias. Eso no excusa de nada, es sólo parte de la complejidad, los represores también son fruto de una sociedad determinada.”
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Ram Krishan, hijo de un militante montonero que desapareció en Mar del Plata, habla con Martín, el hijo de ese hombre de la Armada hoy detenido. “Su padre era marino –dice Ram- y nosotros vivíamos frente a la base naval, desde donde salían los barcos a tirar gente al mar. Es el primer contacto potencial que tengo con algún dato posible sobre mi padre”.
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Liliana Furió, hija desobediente, dice que ella no puede poner en la misma bolsa a los hijos que a sus padres, aunque los defiendan, y por mucho que difieran de su pensamiento. “Siempre es interesante reunirnos, son intentos válidos y me resultan muy conmovedores cada vez. Son una prueba, además, del dolor que todavía cargamos por semejante hecho de violencia y buscamos desesperadamente un abrazo, un reencuentro que se transforme en catarsis, aunque estemos en veredas opuestas en algunos casos. Pero nos hermana un dolor por el pasado de nuestros viejos que seguimos cargando como una mochila”.
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Cuando se entera, a Mariana Leis le cuesta reponerse del rechazo de esa hija que no aceptó estar en el mismo lugar que ella. “¿Qué sabe cómo pienso?, si nunca habló conmigo. ¡Yo no escribí el libro de mi padre! Y además soy hija de Héctor Leis y de Silvia Gerschman, que también era montonera y fue secuestrada junto con él y conmigo, que tenía cuatro años. Mi mamá está en desacuerdo con lo que planteó mi papá en su libro. ¡Ni lo quiso leer! Al principio, tampoco entendía porqué yo iba dar testimonio en ‘Hijos de los 70’. ¡Cómo su hija iba a estar en un libro donde hablaran también hijos de militares! Pero yo le dije: ‘¿Qué culpa tienen los hijos de lo que hicieron sus padres?”.
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“Allí estábamos un grupo de almas unidas por el dolor –dirá después Ram Krishan sobre la reunión-. Creo firmemente que estos encuentros sanan el tejido personal, así, en el contraste y la diferencia.” Como el equipo del documental no obtuvo permiso para entrar con las cámaras al centro cultural, ofrece ir al centro de yoga donde da clases para seguir el encuentro. Son unos quince los que aceptan, hijos de unos y de otros, esposas y novios. Muchos no saben quién es el que tienen al lado. Algunos prefieren que sus nombres no aparezcan en la crónica y se pondrán a un costado cuando llegue el fotógrafo de Anfibia. El clima de intimidad de esta segunda parte deja a las cámaras del documental otra vez afuera. Descalzos y sentados en ronda, cada uno se va presentando. Liliana Furió, Analía Kalinec y Laura Delgadillo, las hijas desobedientes, hablan de cómo se quebraron sus familias y la soledad en que quedaron cuando rompieron con el relato de la tribu. Aníbal Guevara y el hijo de un policía, que prefiere no aparecer en la crónica, hablan del dolor por el padre preso y de sus razones para denunciar una supuesta ilegalidad. Ram Krishan, Mariana Leis, Paolo Rasetti y Virginia Croatto, todos hijos de padres montoneros alcanzados por el terror de la dictadura, cuentan los distintos caminos que cada uno fue encontrando para comprender su herencia. Más cerca de las banderas de sus padres o más críticos, las marcas están ahí.
Constanza Guevara, hermana de Aníbal, al principio sólo tiene lágrimas cuando le toca hablar. Instructora de yoga, cultora de caminos espirituales, busca un entendimiento humano que trascienda las diferencias políticas. Es tanta la congoja cuando se refiere a su padre preso que Laura Delgadillo, hija de un policía al que sabe comprometido con el horror, se levanta de su lugar al otro lado de la ronda y va directo a abrazarla. Es un abrazo fuerte y prolongado. Cuando sea su turno de hablar, dirá que pese a todo el dolor que ellos también cargan, las únicas víctimas son los que todavía buscan a sus familiares desaparecidos. Y que a ellos les toca contribuir a buscar información, reclamarles a sus padres que digan lo que saben. Habla con dulzura, pero les dice a los otros hijos de militares y policías, que aunque siempre puede haber fallas en la Justicia, no se puede decir que el padre de uno es una excepción y por eso poner en duda los juicios, porque en todo caso la excepción confirma lo que fue la regla. Laura sabe de lo que habla: es hija de un policía que murió antes de ser condenado. Una tía suya, la hermana del padre, también fue víctima del terror: había sido la partera de los Reggiardo Tolosa y dio la información que permitió ubicar a los mellizos apropiados por Samuel Miara. La Fuerza se lo cobró como traición: hace tres años encontraron sus restos –y los de su marido- en una fosa común del cementerio de La Plata.
Virginia Croatto llegó invitada por Liliana Furió, documentalista como ella, a través de Historias desobedientes, y no conoce a nadie más. Explica su historia en pocas palabras. Es hija de dos militantes montoneros –su padre murió en la Contraofensiva de 1979- y es la directora del film La guardería, donde narró su experiencia en Cuba con otros hijos de militantes. Cuando se hable de padres condenados con pruebas falsas, ella volverá a intervenir sólo para sumar un dato que no había mencionado, que es querellante en causas de lesa humanidad y que trabaja junto con la fiscalía para aportar al trabajo de la Justicia.
“Siempre me intrigó saber cómo era la vida de las familias de militares involucrados en la represión clandestina –explicará unos días después-. Cuando leí las notas de Anfibia, el corazón me dio muchos vuelcos. Yo me siento muy identificada con la lucha de mis viejos y tal vez, así como estoy profundamente conmovida por las historias de las hijas desobedientes, con otras no puedo. Me parece increíble escuchar algunos planteos contra los juicios. Yo participo activamente y sé cómo nos rompemos el alma para conseguir pruebas. Me preguntaba si los padres que fueron represores alguna vez habrán pensado en lo que estaban legándoles a sus hijos”.
El hombre al que le toca hablar ahora casi no puede articular una palabra. No tiene problemas en que contemos su historia, pero prefiere que no trascienda su nombre. Se ríe entre lágrimas, no se esperaba ese traspié de angustia que le cierra la garganta. Se enamoró de la hija de un ex militar condenado a perpetua y él viene de una familia militante, muy comprometida con las luchas de los organismos de derechos humanos. Una familia a la que ama profundamente, dice, y que sigue buscando a dos desaparecidos: su tía y el hijo que llevaba en el vientre. Tenían motivos para decir lo que decían, que los “milicos eran todos iguales”. Pero él ahora conoce de cerca a la familia de su novia, a sus hermanos, incluso al padre preso, con quien estuvo hablando en el penal, y siente que también son buenas personas. Hace más de dos años que están de novios, pero todavía no pudo contárselo a su abuela, una Abuela de Plaza de Mayo.
Ram y su mujer, Kaur, los anfitriones, están vestidos ambos con las túnicas blancas y los turbantes del culto sikh. A Ram le ha costado hacerse cargo de la herida que dejó la desaparición de su padre y fue Kaur la que, hace unos años, lo conminó a no seguir mirando hacia otro lado. Habla de su padre, dirigente gremial, integrante de la JP de los Trabajadores. Dice que alguna vez se reprochó no haberse sumado a HIJOS ni haber llevado el reclamo por su padre a los organismos de derechos humanos. Pero dice que ahora está en paz. “Honro la lucha de los que tomaron caminos que no transité y ya no siento culpa o pena por no haberlos transitado. Yo necesité una energía inversa a la que se llevó a mi padre (la del odio, el delirio y la fuerza brutal de un puño armado imponiendo el terror) y mi dolor se acomodó por dentro, buscando tibieza y calma para sanar en el silencio y la contemplación. Eso es lo que vengo a compartir con este grupo de almas rotas: amor sin juicio y con memoria”.
La madre de Paolo Rasetti desapareció cuando él tenía 24 años y era también un militante. Su madre, en Montoneros; él, en la Federación Juvenil Comunista. Pero hoy entiende la política de otra manera, ha tenido tiempo, dice, para revisar. Sigue buscando el cuerpo de su madre y exigiendo Justicia, pero valora la posibilidad de compartir dolores “sin que todo salte por los aires, sin que haya más daño; dejar esa violencia en manos de nuestros padres. Todavía hay mucha tensión, mucho dolor y entre todos lo podemos sostener mejor que solos”.
Analía Kalinec pide un momento, quiere leer la carta que le mandó a su padre en febrero para su cumpleaños. En unas líneas le pide que por favor lea también la otra carta que le adjunta, la de Paolo Rasetti. Cuando llega al final, se le quiebra la voz: “Es muy triste saberte maltratando personas y formando parte de un aparato represor. Es vergonzante. Uno puede pensarlo dentro de un contexto y hasta puedo imaginarte sin escapatoria o sin recursos para tomar otro camino. Puedo hacerlo. Lo que no puedo es entender tu falta de arrepentimiento, tu silencio, tu negativa a hablar y a tratar de recomponer (real, simbólica, materialmente) tanto daño, tanto sufrimiento. No te enojes conmigo. Enojate con vos, con lo que fuiste capaz de hacer. (…) Te extraño, te quiero”.
Cuando ya todos hablaron y la ronda se deshace en charlas dispersas, Aníbal Guevara se acerca a las hijas desobedientes para decirles que ellos también (los de Puentes…) quieren contribuir a reparar las heridas y a reunir información que puedan tener los detenidos. Pero no cree que haya un pacto de silencio, cree que hay que revisar lo que se hizo mal en estos años para que nadie o tan pocos hayan estado dispuestos a hablar. Alguien prepara mate, los budines y las tortas llegan desde la cocina, alguien saca sonidos de una tabla de percusión, otros juegan con las fotos, alguien empieza a tocar la guitarra. Laura Delgadillo canta, y su voz es un bálsamo, “Tocando al frente”, de María Bethania: “Ando despacito porque ya tuve prisa y llevo esta sonrisa, porque ya lloré de más. Cada uno busca componer su historia y cada ser en sí tiene el don de ser capaz, de ser feliz”.
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¿Qué son estos cruces? ¿Cómo pensar este encuentro? ¿Qué tipo de artefacto social se pone en juego cuando las líneas se entrecruzan de esta manera? Quién puede erigirse en árbitro de la memoria y el pasado reciente para ordenar (¿disciplinar?) cómo deben ser los agrupamientos, quién puede juntarse con quién, qué voces pueden ser escuchadas, bajo qué rótulos. Por muy diversas razones, tal vez como parte de un momento en su elaboración del pasado, muchos de estos hijos tienen o han tenido interés en asomarse por fuera del territorio propio, sin que eso signifique renegar de sus fidelidades o sus identidades políticas. De esos cruces de frontera que ya existían dimos cuenta en “Hijos de los 70”, aunque nunca hubiéramos imaginado lo que sucedió después. En los últimos meses, algunos de ellos propusieron encuentros en lugares y situaciones sensibles: el Parque de la Memoria; Analía Kalinec en El Olimpo, donde su padre operó como represor; una proyección del documental Tango Queer(ido), de Liliana Furió en la ex ESMA; una función de Campo de Mayo, la obra performática de Félix Bruzzone. Mucho antes, Félix y Aníbal Guevara habían ido hasta el penal de Marcos Paz a hablar con los detenidos. Este año, Ram Krishan y Aníbal dieron algunas charlas sobre sus historias personales y el pasado reciente; la última, en una escuela, motivó una denuncia del gremio de docentes privados y quejas de algunos padres.
Nadie podría conferirles a estas experiencias carácter representativo. Quizás sean sólo eso, experiencias. Pero sería una pena impugnarlas con el argumento de que son agrupamientos no autorizados. El link con el testimonio de Mariana D. “Marché contra mi padre represor” fue subido al chat de Puentes para la legalidad, el colectivo que nuclea a hijos de policías y militares condenados, y allí generó debate. Por qué desestimar esos movimientos. O desconocer las cosas que son capaces de decirse y están dispuestos a escuchar muchos de estos hijos.
Una historia que tiene puntos en común los enlaza –“nos hermana”, se atreven a decir algunos de ellos-, pero las herencias y las heridas son muy distintas y también, el sentido político –pasado y presente- de esas heridas. El afuera, la época, deja su huella en las narrativas singulares con las que estos hijos elaboran su propia biografía. Y marca los límites de lo que se puede llegar a decir y escuchar.
Hace unos meses, el nieto de un coronel condenado por delitos de lesa humanidad, hoy fallecido, se refirió en el grupo de WhatsApp a la arbitraria prisión de su abuelo y a su condición de víctima de una justicia discrecional. Hubo un largo silencio en el chat y luego un contrapunto que tuvo varias intervenciones. Analía Kalinec y Liliana Furió fueron categóricas: Memoria, Verdad y Justicia. Constanza Guevara pidió que todos puedan escucharse “con el enorme esfuerzo de no juzgarnos entre nosotros”.
Félix Bruzzone, que hacía rato no participaba ni del chat ni de los últimos encuentros, escribió: “Coincido en que el debate no está mal y confrontar tampoco, siempre que sea honesto y con respeto. Quizás este chat no es el lugar pero por lo visto sirve muy bien como disparador. En líneas generales, creo que solemos confundir nuestros sentimientos con los hechos. Si bien siempre los hechos son interpretaciones, creo que interpretar con el sentimiento lleva a confundir demasiado. Todos tuvimos nuestro momento idílico con nuestros padres, aun sin haberlos tenido. Romper ese idilio para pensar nuestro camino no implica (necesariamente) abandonar a nuestros padres. Entiendo que abandonar a alguien en una cárcel pueda ser, en concreto, mucho más duro que abandonar una entelequia a la que ni siquiera conocimos. Cada uno tiene sus desgracias y compensaciones. Digo abandonar en sentido figurado. Pienso en abandonar lo que ellos dicen que fueron o lo que ellos dicen que son, y perseguir nuestra propia mirada sobre ellos. Pero fundamentalmente perseguir una mirada sobre nosotros mismos. Tampoco pienso que abandonarlos, llegado el caso, sea dejar de amarlos. Creo que todos estamos en diferentes momentos de comprensión de lo que pasó y que, en todo caso, si queremos dialogar entre nosotros, deberíamos poder entender que alguien tenga miradas que aborrecemos. Pero pienso que para esto también debería haber una mínima condición: que esas miradas se piensen a sí mismas como pasibles de ser revisadas, incluso abolidas. Es la condición de cualquier diálogo que no quiera ser mero intercambio de ideas. (…)” Hace pocos días, cuando le pedimos autorización para hacer público ese mensaje que había sido privado, sólo nos pidió que agregáramos esto: “Dado el nivel de tensión que sigue habiendo con estos temas, temo que nadie, y me incluyo, estaría en condiciones de algo que no sea más que un intercambio de ideas.”
En los últimos tiempos, a Luciana Ogando algo empezó a incomodarla. Nacida en Campo de Mayo durante el cautiverio de su madre e hija de un oficial montonero que pidió ser ejecutado por sus compañeros porque había hablado bajo tortura, dio su testimonio en el libro porque quería poner matices donde predominaban los relatos cristalizados. Habló a contrapelo de una idealización militante que le impedía ejercer una voz propia. Fue una de las primeras en tomar contacto con otros hijos entrevistados y en su casa se reunieron más de una vez. Pero el cambio de gobierno y “una agenda negacionista en el aire” -funcionarios que niegan la existencia de un plan sistemático, el intento de cancelar el feriado del 24 de marzo, la frase del Presidente sobre “el curro de los derechos humanos”, el fallo del 2×1- la pusieron en estado de alerta. Tuvo temor de estar siendo ingenua y, más allá de empatías y simpatías personales, empezó a inquietarse con la agenda política de quienes cuestionan los juicios. Después de su última intervención –“¿Quién se prende para marchar contra el 2×1”?- abandonó el chat grupal.
La semana pasada, Bruzzone subió al grupo virtual una invitación para una nueva función de su obra Campo de Mayo. Uno de los integrantes de Puentes para la legalidad, hijo de un ex policía hoy detenido, escribió poco después: “Espectacular la obra de Félix. ¡Para recomendar!”. Unos días antes, Hilario Bacca, nieto recuperado que peleó ante la Justicia para no tener que usar el apellido de su familia biológica, había compartido en el chat una imagen con esta leyenda: “Y tú, ¿en qué miedo descubriste que eras valiente?”. Respondió Analía Kalinec: “En el miedo a la verdad”.
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