"PRELUDIO EN DO SOSTENIDO" Capítulo 7
Ocho horas al sol no es tanto, si existe la posibilidad de quitarse la chaqueta. Además si el sol reemplaza a los palos. Y por ende si uno lleva 19 días a la sombra de un encierro helado. Nos sentaron en la mañana a las siete y media en la más alta de las corridas de asientos del velódromo a los 15 prisioneros. Al primero lo llamaron como a las diez y al penúltimo a las 16. A mí a las 16.45. La FACH corría con nuestros interrogatorios.
En el velódromo. Estadio para ciclismo junto al central de fútbol. El Nacional, había mucha gente. Los prisioneros distribuidos en grupos de quince ocupaban diferentes localidades. En las casetas de frente a la Tribuna interrogaban a muchachas del Servicio Nacional de Salud. En el caracol, con medio cuerpo envuelto por las frazadas, permanecían los de la población "La Legua". Nos sacaron a las seis de la mañana de la escotilla. A los trescientos.
- Responderán un par de preguntas y a lo mejor salen libres hoy mismo.
Águila Uno, oficial de Punta Arenas con su tropa nos condujo y sentó en la Tribuna. Armó su automático sobre una repisa. Lo apuntó hacia nosotros. Dio unos pasos con las manos tomadas por atrás como preparándose para decirnos algo. Nos volvió a mirar. Ratificó la posición del automático. Instruyó a un soldado y se fue.
Un milico chico, negro, peludo de ojos pulguientos quedó a cargo de la ametralladora. El habló:
- ¡ P'tas que marchan mal!
Se rió mostrando dientes amarillos.
Volvió Águila Uno. Entregó su casco al asistente, el peludo. Se colocó cuidadosamente un gorro de piel de caracul negro. Sacó una lista de su guerrera y nos distribuyó.
30 de Septiembre de 1973. El Estadio y el cielo estaban recién lavados por la lluvia de la noche y los días anteriores. Si es cierto lo que dicen podríamos salir en libertad hoy mismo. El toque de queda comienza a las seis de la tarde. Hasta las cuatro suelen soltar presos. Entonces tomar una micro hasta San Diego y allí la liebre Renca-Paradero 15. Llegar de sorpresa a la casa. Abrazar a mi gente y después comer, comer pan, pan fresco, mucho pan. Matar este hambre desesperante y apaciguar las punzadas del estómago. Bañarse bien jabonado y dormir en una cama con colchón, sábanas. Botar esta ropa pegajosa y maloliente. Estos pantalones con arrugones de sangre seca y esta chaqueta con el forro descosido. Quemar estos hediondeces. Tal vez meterse en una tina de agua tibia. Llegar al atardecer al barrio y abrir una puerta dando la mejor sorpresa a la familia.
Un capitán de la FACH con casco azul, fornido, se asoma al descanso de la escalera de subida a la galería y nos mira.
- Tú, ven.
El primero de los quince baja rápido y desaparece.
Qué mala suerte, soy el último. Pero por lo menos diez de los que están conmigo pasarán rápidos. Cayeron detenidos por andar en la calle después de las seis de la tarde. Por desobedecer el toque. Generalmente a esos les controlan el domicilio y los sueltan. Así era antes a lo menos. Antes del golpe. En las conversaciones entabladas con la boca chueca cada uno afirma su inocencia y argumenta ante los demás. Como si esto nos ayudara. . .
- Ser socialista no es un delito, me dijo mi vecino. El Partido Socialista era un partido legal hasta el 11. Después lo ilegalizaron. Y desde el 11 yo estoy preso. Entonces no me pueden condenar en calidad de socialista.
- Naturalmente -le decía yo.
- Y Ud. que es comunista está en el caso mío. Tienen que soltarnos.
Por el pasillo que desemboca en las graderías sale nuevamente el oficial azul. Se seca la transpiración de la frente con un pañuelo arrugado. Con el mismo pedazo de género indica al segundo que baje.
Van dos. Y menos de una hora. ¿Dónde los estarán interrogando. . .? ¿Cuántos. . . ? ¿Y, con qué métodos. ..? Quedamos trece. Al hambre se suma la sed.
Mi amigo tiene razón. La ilegalización de los partidos de izquierda se produjo cuando ya estábamos detenidos. Ahora somos miembros de organizaciones borradas en el texto de los decretos. Su existencia no depende de qué decida la Junta. En el caso de los comunistas, más de la mitad de su vida ha funcionado clandestinamente. Un trabajo más delicado, peligroso, pero con miles dispuestos a realizarlo. Eso tiene que saberlo la dictadura. Las persecuciones, las cárceles, los asesinatos, no acaban con los comunistas. Se les plantea entonces una nueva tarea, infructuosa.
Llaman al tercero, cuarto, quinto. 12 horas. El sexto. Restamos nueve. Pero esto marcha rápido. Los interrogados no regresan. Los más optimistas creen que pueden ir ya camino de sus hogares. De aquí
no se siente cuando leen listas al lado, en el de fútbol, el grande. Y de allá salen. Los pesimistas piensan que los han incomunicado de nuevo en otras dependencias de este mismo velódromo, porque las aposentadurías y camarines de las piscinas están ocupadas con las mujeres.
Aumenta el calor. Y nace un pequeño dolor de cabeza. En la pista de cemento de las carreras de bicicleta Águila arenga a las mujeres del Servicio Nacional de Salud. Les exhibe balas. Se las entrega para que las palpen. Nos señala como si nos las hubiera quitado a nosotros.
Son más de las cuatro. Quedamos cuatro. Y al poco rato dos. Y ahora únicamente permanezco yo sentado, solo, en lo alto. Uno de los soldados de guardia pasa cerca y me estira un pan pidiéndome que lo esconda. Lo meto en una cartera de la chaqueta sobre mis rodillas y como nervioso la mitad. Aumenta un poco la sed, pero se aplaca el hambre.
16.45. Sale el tacho.
- Te vamos a dejar para mañana temprano. Realmente lo lamento. Sin interrogatorio formal es imposible pensar en la libertad. Porque el anterior, me imagino que no vale.
- Ven, aún tenemos algo de tiempo.
Desciendo poniéndome la chaqueta. Llego al descanso a su lado. Me señala un pasillo sombrío donde hay una mesa y tres sillas. Algunos papeles, cigarrillos. Avanzo a la mesa. El que me trajo, me sigue. Conversa algo relacionado con el frío o el calor. No les han traído de comer. Ambos se sientan. Son macizos, de hombros anchos. Los dos llevan gafas oscuras. Por la corpulencia deben ser pilotos. Y por la edad, capitanes o algo más. Me afirmo en el respaldo de la silla desocupada. Los cristales ahumados de los anteojos impiden ver hacia donde dirigen sus miradas. Pero aparentemente las tienen fijas en mi. Parecen tranquilos, aunque algo cansados. Lo importante entonces es que no se irriten, porque deben pegar como muías.
- Así que eres comunista ¿desde cuándo...?
- 1950.
- ¿Estuviste en la Juventud...?
- No.
- ¿Estuviste detenido durante el Gobierno de don Gabriel González...?
- No.
- Debes ser una persona muy importante en el Partido, para dirigir una radio.
- No. Simple militante. Y dirigía una radio porque sé dirigir una radio. Únicamente por eso.
- ¿Eres periodista...? ¿En qué diario trabajaste. ..?
- En "El Siglo."
Uno de ellos está sentado frente a mí. El otro mirando de lado. Me desespera no verles los ojos. Miro al de delante y veo el reflejo de mi cara en sus anteojos.
- Los comunistas manejaron la economía de Chile y dejaron la embarrada.
- Hubo errores en el manejo de la economía. El Gobierno los reconoció.
- ¿Qué piensan los comunistas de las fuerzas armadas. . .?
- Que debieran haber gobernado con nosotros.
- ¿Con los comunistas...?
- Con el Gobierno del Presidente Allende. La Unidad Popular.
- ¡ Uds. querían instaurar una dictadura!
- Nosotros queríamos aplicar el programa de la Unidad Popular. Y para llevarlo a cabo requeríamos del concurso de Uds. La tarea era difícil, queríamos completar nuestra soberanía con la soberanía económica.
- Como no, Uds. querían una dictadura. Incluso yo iba a presentar mi expediente de retiro para abandonar Chile. Quería irme a Venezuela, porque yo no podría vivir bajo una dictadura.
Me quedé callado. No había pregunta que responder. Y el tema fue expuesto por él. Se dio cuenta. Titubeó por primera vez. Mencionó la dictadura. ¿Y qué era lo de Chile en estos momentos. . .? Comprendió su "metedura de pata". Gol a mi favor. Ahora me siento un poco más seguro de mí mismo. Y mientras me siguiera preguntando generalidades de la política chilena no habría problemas.
- ¿Por qué querían quebrar la disciplina de las fuerzas armadas?
- Que yo sepa no interesaba al Gobierno. El Gobierno buscaba el concurso de los militares para la realización de un programa conocido por todos y aprobado en una elección.
- Mentira, Uds. intentaron sobornar a altos mandos de las fuerzas armadas. Hemos detenido oficiales de la propia FACH con cheques en dólares firmados por Luis Corvalán.
Aquí sí que lo tengo. No puede haber mentira más grande que esa. Debe buscar la discusión, enredarme. Estoy cansado, pero no tanto. Si conservo la serenidad y la lucidez puedo manejarme.
- Eso me parece improbable, señor. Corvalán no es rico. Vive de la dieta de senador. Mal le alcanzaría para comprar dólares. No tiene cuenta bancaria. Además, como Ud. sabe, los altos funcionarios de la administración pública comunistas entregaban el excedente de un sueldo de obrero calificado del que vivían, para la construcción de jardines infantiles. Los comunistas no son ricos.
- ¿Qué clave tenía la radio de la CUT para los trabajadores. ..?
- No tenía ninguna clave.
- ¿Qué transmitieron el 11...?
- El llamado de la CUT para que los trabajadores se concentraran en sus lugares de trabajo.
- ¿Qué más. . .?
- Nada más porque sus aviones nos bombardearon y derribaron el mástil principal a la primera pasada. Acallaron la planta.
(Total, si eran pilotos se sentirían orgullosos de su puntería. Efectivamente, así fue. . .) Pero son más de las cinco. Guardé un pedazo de pan en la chaqueta. Si pudiera fumar. Fumar mostraría debilidad y comer pan parecería una grosería. Paciencia.
- ¿Allende era comunista...?
- No señor. Socialista.
-- ¿Lo conociste. . .?
- Sí señor. En 1952 durante su primera campaña presidencial. Trabajé en todas sus campañas presidenciales.
- ¿Por qué. . .?
- Los comunistas lo apoyamos en todas sus campañas.
- ¿Y ahora que fue Presidente se llenaron los bolsillos, no. . .?
- No señor. Los comunistas luchamos con Allende para conquistar el poder y transformar Chile. No para enriquecemos. Ya ve, yo no tengo ni teléfono en la casa. Tampoco automóvil. Uds. allanaron mi casa y saben cómo vivo.
- Pero tus dirigentes sí.
- Ellos sí que son modestos, señor.
Todas las preguntas las formulaba el que quiso irse a Venezuela, el otro resoplaba en mi oído derecho. ¿Estarán interrogando también desde las ocho de la mañana. . .? Ojalá. Habrán tenido mucha actividad este último tiempo. Mientras más agotados estén mejor para mí. El alargamiento de las cosas, sin que se enojen, me conviene.
- Dame los nombres de los miristas que trabajaban en tu radio.
- En la radio Recabarren todo el personal fue contratado por su calidad profesional. No preguntamos a nadie su militancia política. Importaba solamente que no fueron enemigos del Gobierno. De mi militancia le puedo responder. De las demás, francamente, no lo sé. Los comunistas nos parecemos a los uniformados en que hay cosas que no preguntamos a nuestros amigos y no comentamos siquiera con nuestras esposas. En los demás partidos de izquierda es igual.
Vuelta a reformular las preguntas del comienzo. Una y otra vez. Sin embargo a veces el interrogatorio adquiría visos de una conversación. Me pregunta de mi familia. Sueldo. Si mis hijos estudian o trabajan. Regresa al Plan Zeta.
- Pero buscaban la guerra civil, descabezando primero a los altos mandos. ¿O no conocías el Plan Zeta.. .?
- Aquí en el Estadio lo conocí. Claro que circulan entre los presos versiones diferentes y contradictorias. Producto, por cierto, de la fuente en que uno lo escuchó. Permanecemos incomunicados desde el 11. No recibimos periódicos. No escuchamos radio. Ignoramos absolutamente lo que sucede fuera.
- Pero sabrás que los comunistas han sido puestos fuera de la ley, que se acabó toda la irresponsabilidad politiquera de la mal llamada Unidad Popular. Que ahora gobernamos nosotros. Y que lo que nosotros ordenamos se hace. ¡Eso lo sabes!
- Sé que gobiernan las fuerzas armadas.
- ¿Y qué te parece. . .?
- Desconozco lo que sucede fuera aparte de lo que me sucedió a mi y a mis colegas detenidos, bastante grave, por cierto. Eso si, siento mucha pena por lo ocurrido.
- Uds. lo buscaron. Con sus radios machacando
todo el día la propaganda, las canciones "protesta".
En tu radio hacían excelente propaganda.
- Desgraciadamente si hubiéramos transmitido
excelente propaganda yo no estaría aquí.
- Y nosotros tampoco. Estaríamos en el cementerio.
- Nuestra propaganda no fue buena. Es uno de los errores que nos condujo al derrumbe.
- ¡Pero los trabajadores les escuchaban a Uds. !
¿La CUT les escuchaba a Uds. . .?
- Entre las radios de izquierda las de mayor sintonía eran Portales, Magallanes, Corporación.
- ¿Y los equipos rusos que les encontramos.. .?
- No los alcanzamos a utilizar. Y eran de fabricación checa.
- ¿Iban a ser los más potentes de Chile, no. ..?
- íbamos a ser una radio de alcance medio con 50 kilos. Agricultura, Cooperativa, Minería, Chilena, por nombrarle sólo esas cuatro de derecha, tienen una potencia de 100 kilos cada una. Agricultura, además posee un dispositivo que le permite, en determinados casos, duplicar su potencia. Ud. sabe, sin embargo, que 100 kilos es suficiente para nuestro país. siempre que se cuente con estaciones para cadena en provincia.
Pasamos revista a las instalaciones, influencia.
características programáticas de muchas radios, antes de abandonar el tema para pasear otra vez por lo antes dialogado varias veces.
- ¿Sabes qué piensan hacer los comunistas contra nosotros...?
- No señor.
- Volverán a lo de antes. A lo mismo que les pasó durante el Gobierno de González Videla. Se esconderán y reorganizarán como hormigas. Disimuladamente se meterán en todas partes con la idea fija de conquistar el poder. ¿Es así...?
- Sí señor.
- ¿Y tú, qué piensas hacer si te soltamos. ..?
- Trabajar. Creo que difícilmente encontraré ocupación en los diarios que quedan. No me recibirá ninguna radio. Tenemos en casa un laboratorio de aficionado. A lo mejor con él puedo ganarme la vida. Con mi hijo lo haremos funcionar. Y tendré que hacerlo de inmediato, porque la situación económica es difícil. Tengo entendido que confiscaron la radio, nadie cobró sueldo, ni indemnización.
- Las leyes sociales se seguirán cumpliendo como siempre.
Oscurece. Por el pasillo cruzan ráfagas de viento frío. Extrae de un cajón un papel mimeografiado y me lo pasa. Dice algo como que el firmante se compromete a no participar en actividades políticas de ninguna especie, ni asistir a mítines, ni reuniones.
- ¿Estás dispuesto a firmarlo. . .?
- Con una aclaración. No soy un muchacho y las ideas que sostengo no me comprometo a borrarlas.
- Aquí no se persigue a nadie por lo que piensa.
No combatimos las ideas. Eso sí. Este compromiso
es serio. Lo que se firma ante nosotros se cumple.
Diferimos de Uds. que nunca cumplieron los compromisos que firmaron. El Gobierno de Allende estuvo lleno de informalidades. Ahora si a tí te encontramos metido en algo no te saca ni cristo de la cárcel. ¿Firmas. . .?
- Firmo. ¿Esto significa arresto domiciliario. ..?
- Puedes llevar una vida normal. Claro que si te
ausentas de la ciudad, conviene que avises a carabineros señalando dónde y cuánto tiempo permanecerás fuera. Pero te reitero. Nada de andar metido en marchitas, concentraciones, sindicatos. ¿De acuerdo. ..?
- Si. Llama a un soldado. Le ordena que me lleve y le entrega un papel con algo escrito. Cuando parto los oficiales se levantan suspirando y comentan a mis espaldas que todavía no les han traído el rancho. Fuera del pasillo la claridad difusa de neones. Son las ocho de la noche.
Incrédulo miro hacia atrás. ¿Será posible que hayan terminado? ¿Dónde estará la trampita. . .? ¿Por qué resultó tan fácil. . .? Únicamente transpiré. ¿Iré efectivamente libre...? Repaso las preguntas
que me formularon y las respuestas que les di. Más que tomar nota de lo que yo decía el interrogador jugueteaba con un lápiz de pasta. Tapados por las gafas ahumadas nunca pude leer la expresión de sus ojos. Pero ellos dos, sí la mía. Si me guió por las conclusiones puedo salir libre. ¿Mañana. . ? ¿Pasado. ..? En el interrogatorio del Ministerio de Defensa me amenazaron con 60 días de prisión. Llevo 20. Me faltan 40. Más de un mes. Con soltura pasaré pascua y año nuevo en libertad. Lo claro hasta ahora es que me tienen preso por mi militancia política. Han tenido tiempo de investigarme. Disponían de muchos datos míos. Más de lo que me hubiera imaginado. Comienzo a sentirme cansado y con picazón bajo los párpados. Enciendo un cigarrillo y trago pan al mismo tiempo. Un cosquilleo de satisfacción remece las tripas. ¡ El pan, y el fin del interrogatorio! Inconfundible sensación de rendir con éxito un examen escolar. No conocemos el resultado en notas, pero creemos haber demostrado dominio en la materia. Y el ánimo de haber caminado por el filo de un cuchillo sin herirse.
En la tribuna del velódromo quedamos separados en tres grupos. Águila vigila que no hablemos entre nosotros. Aguardamos quietos casi una hora. Me preguntan los compañeros con gestos: ¿Qué tal...?
¡Bien, les respondo! ¿Y tú. . .? Bien, dice uno. Otro, más o menos. Águila arenga de nuevo a las enfermeras. Estas simulan escucharlo atentas. Todavía anda con la bala en la mano. Hasta que recibe una lista y de acuerdo con ella nos hace formar al lado de afuera. Tres rectángulos. Nos colocamos las frazadas sobre los hombros. Hace bastante frío. Un compañero refunfuña su hambre. El Águila lo escucha :
- ¿Y a vos qué te pasa...? ¿Querís mocha...? Tengo un remedio para los gallitos. ¡ Si te sentís tan hombre, pégate un salto conmigo!
Desafía ufano con las manos empuñadas. Nos cuenta varias veces y varias veces nos pasa lista. Regresamos al Estadio de nuevo. ¿De nuevo a la escotilla. . .? Iba de nuevo entre los incomunicados. Pero yo no sabía eso.
"TRES MAS UNO" Capítulo 8
- Aquí no les sucederá nada. No deben preocuparse. Nosotros somos la garantía. Les reitero, eso sí, que el reglamento es para cumplirlo. Al que se resista lo obligamos por la fuerza. Diana a las seis y media de la mañana. A las ocho revisión de camarines. Durante el día la puerta permanecerá abierta. Pero nadie puede asomarse, ni menos salir al pasillo. Los soldados tienen orden de disparar al que lo haga. Es todo por el momento. Ahora, dormir como se pueda. Buenas noches.
Dio media vuelta, salió y cerró la puerta. Escuchamos girar la llave en la cerradura y retumbar de botas alejándose.
Aflojando las mandíbulas apretadas resoplamos aliviados sin uniformes a la vista, ni ametralladoras presionándonos las costillas y nos movimos buscando espacio para tendernos. Imposible elegir. De pie, uno al lado del otro, entumidos de frío, cubiertas las espaldas con frazadas grises, llevábamos diez minutos en un camarín de futbolistas del Estadio Nacional, calculando la forma de botamos al piso, estirar las piernas, cerrar los ojos y dormir. Poco espacio en realidad. La acción, sin embargo, parecía simple. Sacarse la frazada y elegir utilizarla de colchón o de tapa, luego acostarse abriendo una zanja en los ya tendidos para encajarse en el ancho de una baldosa. Desde la puerta debajo de las regaderas de la ducha goteando se pegaban los cuerpos impidiendo la posibilidad de desplazarse, correrse, darse la vuelta. Incluso sobre las repisas de listones algunos consiguieron pasar a la horizontal nocturna.
Los camarines representaban una etapa de ascenso en la escala de trato. Evidentemente así era. Disponíamos de retrete, lavatorios y hasta duchas. Además, según lo aseverado por el suboficial orejón y trompudo, el Ejército nos escudaba de nuevas pateaduras. Así interpretábamos su arenga al recibirnos. Ascendíamos allí es cierto, después de cumplir el inquietante rito del interrogatorio en el velódromo cercano y seguidos en los archivos confidenciales de los datos que interesaban a los Servicios de Inteligencia sobre nuestra vinculación con el Gobierno constitucional derribado. Central Única de Trabajadores, militancia política, actividades cumplidas desde el 11 de Septiembre a la fecha. Coincidentemente los que roncábamos desasosegados en el nuevo alojamiento caímos el mismo día 11.
Más o menos 300 partimos a interrogatorio esa mañana. Alrededor de setenta u ochenta volvieron a las escotillas con buena nota en el examen engrosando el contingente de los cinco o seis mil en Libertad Condicional (LC) que tomaban el sol de día en la galería norte. Los ochenta habitantes del camarín permaneceríamos por plazo indeterminado mientras corroboraban nuestras declaraciones o buscaban nuevos antecedentes, nos dejaban libres o nos interrogaban de nuevo. Del resto no supimos hasta después, porque los apartaron a las primeras preguntas de los interrogadores y los encerraron con los de "La Legua".
Al anochecer ingresamos al estadio de fútbol vacío por la puerta de maratón, doblamos a la izquierda y caminamos por la pista de ceniza de cinco en fondo, rodeados por las filas de soldados de Punta Arenas. Dirección: Tribuna Presidencial. Tres bloques. Adelante los LC, después nosotros y finalmente los de interrogatorios vendados. Estos últimos caminaban trabajosamente, apoyándose unos contra otros, arrastrando los pies, cabezas caídas al pecho, uno ciego con la frente levantada y las rodillas tiesas tomado de la punta de la frazada del de adelante, otros hamacados en frazadas portadas entre varios. Estrofas de hombres muy cansados, con hambre acumulada de un mes, con voltaje en sus organismos y huellas de golpes. Desde la maratón hacia la derecha surgió el bloque de mujeres del SNS procedente como nosotros del velódromo. Frente a la marquesina nos detuvimos esperando destino los cuatro rectángulos. Brillaba húmedo el césped de la cancha vacía a la potencia blanca de los "matamoscas". Entonces estallaron los disparos.
- A las armas. Orden a los soldados.
- Al suelo todo el mundo. Manos a la nuca. Orden a los prisioneros.
Chisporroteo de bengalas enceguecedoras. Soldados corriendo entre los asientos de las tribunas. Ametralladoras retumbando. La guardia que nos conduce se atrinchera y nos apunta agazapada tras los muros. Olor a pólvora. Fusileros en cuatro patas cruzan la cancha. Relámpagos. Desde el exterior del Estadio llegan estampidos de canon, metralletas. Las mujeres lloran boca abajo desparramadas de la formación que traían. Las botas que pasan cerca salpican tierra negra.
- Al primer atacante que vean entrar me matan a todos estos güevones y güevonas.
Ni una voz más. Sólo esas órdenes gritadas por el oficial. Pasos en el cemento de la marquesina. Ecos metálicos y vainillas humeantes. Explosiones. Uniformes y correas trepan a saltos por las galerías vacías hacia los tramos superiores. Asoman el casco a la calle, descargan bocanadas de ideas en las chispas y estruendo de sus SIG y se agachan.
- A Uds. les digo. Levantarse. Rápido.
Desorientados nos paramos y corremos por el pasillo de culatazos. Una hilera de camarines con sus puertas cerradas, menos una. A él se nos dirige al galope. Entramos atropellándonos. Termina la mudanza.
Ya no se oía la batalla. Pero cuando una semana después se repitió el espectáculo supimos que no existió el ataque, sino un ejercicio cumplidor de dos objetivos: mantener a la tropa presta a combatir y a nosotros alertados de su fuerza y capacidad, disposición implacable de agujerearnos al primer atisbo de insurgencia.
De pie, dando saltitos, contando seis pasos, refregando las manos o formando grupos cautelosos, pasábamos el día en el camarín, esperando el momento de los porotos que podían llegar a las 12 del día o a las cuatro de la tarde. También no venir. Si venían con pan, poníamos en práctica variantes conversadas, discutidas. Guardarlo en el bolsillo para comerlo miga a miga cuando los desgarros del hambre impedían dormir. Comerlo de sopetón para sentir la masa que baja acariciando el esófago. En todo caso, en ambas soluciones, vencía el hambre. Los cigarrillos muy escasos, ingresaban por anónimas rutas de manos uniformadas. La ceremonia de fumar la compartíamos todos. El que lo prendía lo entregaba a su vecino después de chuparlo una vez, el siguiente al próximo y así hasta que se apagaba en el filtro. Aquí se retomaba la posta encendiendo el segundo, o el tercero, si los había. Los fumadores compartíamos una dosis a media mañana o al anochecer, o en ambas ocasiones si los correos funcionaban sin obstáculos.
Improvisadamente, hermanos desconocidos hasta el 11. compartíamos los pocos bienes que poseíamos, los cigarrillos o la barra de chocolate que apareció una vez. El círculo de barbas crecidas admiró la destreza del que dividió el chocolate en 80 pedacitos iguales sobre una frazada jugando de mantel. Al chiquillo tan triste como los demás jóvenes y habituado a gemir de noche en el retrete le dimos ración doble, ignorando sus accesos de angustia, achacándolo al hambre, a los malos tratos, aceptando sus reivindicaciones al llanto provocado por el dolor al corazón y felicitándolo por su hombría de no lagrimear jamás ante los carceleros.
Allí no hablábamos de nosotros. A veces los conocidos se desconocían en miradas comprensivas. Nos sabíamos infiltrados de soplones de oreja parada y palabra experta en extraer nombres de vinculaciones aún no detenidas.
Mientras punteábamos en los calendarios de bolsillo los días. las semanas, escuchamos y vimos retazos de prisioneros de otros camarines. Oprimidos de indignación constatamos que si nosotros nos asardinábamos ochenta, al lado la cifra subía a noventa, más allá de ciento veinte, hacía el fondo ciento cincuenta. Pero en peores condiciones aún vivían en la obscuridad absoluta los encerrados de los cuatro túneles de acceso de la cancha, con los pies en el agua mezclada con sangre y excrementos, sin comida, ni frazadas, punzados por ratones, tosiendo en vapores fétidos.
Un día nos sacaron al sol. Primero formamos dando vueltas en el camarín y luego estiramos la fila en el pasillo. Mientras nos numerábamos reparamos en detalles que no captamos cuando semanas atrás ingresamos corriendo. El techo del pasillo cae oblicuo casi hasta el suelo frente a las puertas de los camarines. Ese pedazo de tierra húmeda, helada, está dividido del resto por columnas de concreto sin enlucir. Parados, día y noche, permanecía una hilera de prisioneros silenciosos de ojos grandes que nos miraban tensos. Colmado el Estadio hasta en sus más escondidos vericuetos, colocaron aquí a centenares de incomunicados, vigilados constantemente por la mira de las "Punto treinta". Si caían, nadie los auxiliaba. Ni de entre ellos podían intentarlo. La arriesgada maniobra de lanzarles pedazos de pan o colas de cigarrillos funcionaba cada vez que un camarín -como ahora el nuestro- marchaba al sol. Claro que siempre en algún bolsillo quedaba un saldo para otro más necesitado que uno. Entre esos incomunicados estaba Osiel Núñez, Presidente de la Federación de Estudiantes de la Universidad Técnica del Estado. Nos sentaron cinco minutos en las tribunas antes de encerramos de nuevo. Los días posteriores gozamos de la luz natural una hora, tres, cuatro.
Graderías repletas para un partido que no se jugaría nunca. Cada asiento en las tribunas de marquesina permanecía ocupado. De la misma manera las tribunas Andes. Bajo la torre del marcador una multitud, las graderías norte apretujadas. Sólo las filas altas mostraban huecos. En la valla de seguridad flameaban camisas secándose al viento. Respaldos de asientos y trozos de tablones desocupados asoleaban frazadas. Los amplificadores atronaban canciones del conjunto "Los Quincheros" y de bandas con marchas militares de la Alemania nazi. Una Bazooka y ametralladoras "punto treinta" apuntaban desde lo alto de la marquesina. En los ángulos de la cancha más ametralladoras y sus servidores vigilando. Detrás de los cristales de las casetas de las radioemisoras miembros de los servicios de inteligencia lamían a los prisioneros con anteojos de larga vista y aparatos fotográficos provistos de teleobjetivos. ¿Quién conversa con quién? ¿Quién hace señas a quién?
Cuando permanecíamos hasta el anochecer veíamos retornar caminando por la pista de ceniza larguísimas columnas de hombres cansados y maltratados, de andar lento. A estas alturas, a casi un mes del golpe, algunos conscriptos se compadecían de los caminantes andrajosos, dejándolos en su trayecto pausado, autorizándoles a tenderse en las llaves y beber estremecidos de estertores. Así vimos portar a Luis Alberto Corvalán, procedente del velódromo donde lo electrificaron repetidamente por ser hijo del Secretario General del Partido Comunista. Al joven dirigente socialista, hijo de la senadora Carrera, Corvalán Carrera.
Dos dirigentes sindicales de una industria de la calle San Joaquín, sentados muy juntos, inmóviles, con las manos en las rodillas, habían llegado al camarín durante nuestra primera ausencia colectiva. Crecíamos en número.
Detenidos en sus domicilios pocos días después del asesinato del Presidente Allende fueron conducidos a un cuartel de carabineros para cumplir un trámite de rutina del que quedarían libres en media hora. Pero en la misma sala de guardia los obligaron a desnudarse, arrojaron al suelo a lumazos y arrastraron a un calabozo. Aparte del nombre no les preguntaron nada. Dos días después les entregaron los zapatos, pantalones y chaqueta, encaramándolos en un furgón policial para dejarlos en los pabellones de la Feria Internacional de Santiago (FISA) con sus pertenencias, les dijeron, en manos de efectivos de la FACH. Constaron sus nombres en los registros, les metieron la cabeza en sacos harineros que les llegaban a la cintura y les empujaron a una sala grande como gimnasio, con muchos presos más que no veían, pero que sentían saltar al compás "soul beat" amplificado a volumen ensordecedor.
Puntazos de fusil, órdenes gritadas les indicaron que debían moverse, atender el ritmo, seguirlo, desplazarse adaptándose al culebreo colectivo. Un disco dura tres minutos, repetidos diez veces seguidas suma más de media hora. 20 veces arman una hora. Multiplicado con 14, 23, 85 o lo que fuera necesario si pudiera medirse ese chicotazo, se sabría con exactitud cuánto permanecieron amarrados al vaivén taladrador estos dos hombres y cuatro centenares que ya estaban de antes, conformando la diabólica diversión de altos mandos de la FACH.
Transpiración. Sed. Uno se desploma. Filo de bayoneta quemando la tetilla izquierda. Sin dejar marcas, mierda, estalla la orden. Lento medio erguirse y ritmo. Ritmo beat. Sordo golpe de cabeza azotándose contra el cemento. Taco de suela revuelca los testículos. Alarido. Ritmo soul. Ahogo. Luces amarillas dentro de los ojos. Una babosa danza en el estómago, crece, abulta el vientre, repta al paladar, vómito amargo. Beat. Ritmo. Los pies pisan con la punta, independientes del resto del cuerpo. Flautas y voces delgadas se anudan a la melodía del piano. No pensar en nada. Tambores de papel llevan el ritmo soul, beat. Hay un charco viscoso bajo los zapatos. La orden es ritmo y las marchas beat, ritmo. Me esperan en casa. Cuerdas de guitarra eléctrica trenzadas a la cola de un gato. Maullido furioso. Humo ácido. Ritmo. Turbulencia aguda. Silencio. Inmovilidad.
En el camión abierto que los sacó de noche al Estadio Nacional todavía movían rítmicamente los pies y los dos dirigentes sindicales escuchaban el ritmo beat varias semanas después en el camarín y ocho meses más tarde en Chacabuco despertaban sudando empujados por ese compás febril.
Nunca consiguieron que les devolvieran los relojes, billeteras, ni ropa interior.
Desde entonces se aceleró el ingreso de los nuevos porque esa misma madrugada nos despertó la caída de un cuerpo balbuceante encima de los que dormían cerca de la puerta. Miraba sin ver con los ojos muy abiertos. Venía en mangas de camisa, sin zapatos. El resto de su ropa rodó con él en una pelota amarrada con el cinturón. Se tendió murmurando enronquecido y se durmió en encogimientos y suspiros ruidosos.
En la mañana se duchó temprano, lavó meticulosamente calzoncillos y pantalones mugrientos de escamas verdinegras. Anduvo dos días envuelto en su frazada tratando de taparse el cuello amoratado, rastro de la soga. Tres veces lo suspendieron, aflojándolo cuando los pies descalzos se agitaban buscando apoyo.
Interventor de una industria cercada el 11 por el ejército, detenido con todos los demás trabajadores el 12, fue separado de sus compañeros y trasladado de un lugar a otro con los ojos vendados, hasta que se confinó en un cuarto del Nacional. Le preguntaron sobre armas de las que no tenía conocimiento y de relaciones ignoradas en altos mandos de las FF.AA. No lo golpearon. En cambio le comunicaron al vigésimo día de incomunicación que ante su negativa de reconocer los cargos acumulados en su contra, éstos, ya comprobados en las interrogaciones a otros prisioneros, allanamientos e investigaciones, el Consejo de Guerra le condenaba a la horca. La sentencia se cumpliría a la madrugada siguiente. Próxima a su oído la voz de quien se dijo sacerdote, le rogó piadosamente confesara sus pecados, filtrando melosamente en las oraciones las mismas preguntas de los interrogadores. Oyó súplicas y plegarias toda la noche hasta el momento en que le colocaron la cuerda al cuello otorgándole una última oportunidad de arrepentirse. ¿Dónde están las armas? ¿Con qué uniformados mantenía relaciones? ¿Qué rol desempeñaba en el Plan Zeta? Pronto caerá tu familia, le advirtieron. Le ayudaron a trepar a la banca sobre la cual permaneció sentado inmóvil todo el tiempo. Ajustaron el nudo detrás de la cabeza y suavemente retiraron el sostén de sus pies. Su mujer y sus hijos giraron en el vértigo de sangre agolpada en los ojos empujándolos hacia afuera. Notó un chorro tibio sobándole las piernas. Se aflojó la tenaza del cuello y cayó. A su lado una voz chillona refunfuñó contra el carpintero que atornilló la argolla a la viga. ¡Salva tu vida que el Altísimo ha protegido! -dijo el que oficiaba de cura.- Piénsalo -agregó otro-. Tienes tiempo hasta que arreglemos esta porquería.
Le dieron agua. Sobre su mano colocaron papel higiénico. Limpíate. Y le dejaron otra vez solo.
Antes de recomenzar las preguntas, cuando volvieron, le informaron: Tu mujer fue detenida. La pillamos en un hotel revolcándose en la cama con su amante. For-ni-can-do. Tus hijos continúan prófugos. Pero los encontraremos. Ahora, vamos. Cuéntanos todo lo que sabes.
Cuerda al cuello. Pararse en la banca. Zapateo en el aire. Caída violenta. Lágrimas bajo la venda por la detención de su mujer y las infamias con que quieren emporcar su imagen. Otro plazo de vida. ¿De qué extensión? Nunca lo supo. De nuevo está parado en la banca, repetición de preguntas, ronroneo sacerdotal. Arriba lentamente. Abajo con violencia. Silencio. Agua. Un camarín repleto de hombres tirillentos. Ahora sin venda.
El 4 de Noviembre cuando las puertas del Estadio cedieron a la presión de los familiares de los presos abrazó a sus hijos animosos, besó a su mujer embarazada de siete meses y derramó lágrimas, con pena, es cierto, pero con la dicha de la dignidad probada en medio de ese basural castrense.
Otro vino caminando en la mañana desde el Hospital de Campaña, sostenido del brazo por dos presos. Se sentó en la punta de una banca que le desocuparon y se quedó allí cuatro días antes de poder acostarse. El dolor de sus costillas quebradas le impedían hablar, limitándose a repetir casi con fluidez: Gracias, gracias, compañeros, al sopear los porotos que le recibíamos. A su interrogatorio también asistió un médico, así que cada vez que los gomazos o las descargas eléctricas lo desmayaban, el doctor medía en su corazón la capacidad de resistencia que podría restarle. Pueden seguir, decía. O bien. Esperen un rato que se reponga. Este gallito aguanta mucho. Le golpearon con las manos abiertas en las orejas, que le zumbaban quitándole el aliento. El crujido lo sintió inmediatamente después que una bota sucedió a otra y el peso de un cuerpo cargó su pecho. De espaldas en el suelo, brazos y piernas abiertas, nunca supo quién se le subió encima. Tampoco cómo lo llevaron al hospital y cuándo. Ni en qué momento despertó vendado hasta el cuello. Opiniones coincidentes indicaban a los médicos de ese mismo hospital como los asesores.
Adaptamos camas con frazadas dobladas en un rincón para cuidar racionalmente a los enfermos organizando turnos para su atención. Rapiñamos frazadas y pusimos en práctica un sistema destinado a conseguirles doble ración de rancho. A la cabeza de la fila de los porotos formaban tantos presos con frazadas sobre los hombros como enfermos yacían acostados. Cogían su ración del fondo que colocaban frente a la puerta en tanto de más atrás alguien llamaba la atención del suboficial o cargo de la comida. Bastaba que éste volviera los ojos para que el pocillo lleno desapareciera bajo la frazada para estirar la mano en busca de otro. También el que encabezaba la fila con frazada, se ponía nuevamente a la cola, ahora sin frazada. Extendimos este sistema a un viejo y tres muchachos. Con el correr de las semanas pedimos enviar comida incluso a algunos aislados. Y en alguna ocasión despachamos ropa recolectada en el camarín para quienes llegaban desnudos desde los cuarteles policiales y regimientos. La idea. justo es reconocerlo, no nació en nuestro camarín. La red solidaria de las decenas de miles de detenidos surgió y se desarrolló con la transformación misma del Estadio Nacional en Campo de Concentración.
Pronto bordeamos y superamos el centenar, extendiéndose el rincón de los enfermos a más de la mitad del espacio. Nuestra preocupación se limitaba a evitar los ruidos, fumar únicamente si nos sacaban al sol, llevarles agua, taparlos, estimularlos. Entonces no teníamos radio, no recibíamos diarios, carecíamos de todo contacto con el exterior. Ignorábamos lo que sucedía en Chile, aparte de la detención de mucha gente, del asesinato de miles, de las redadas en marcha.
Nos juntaron las imágenes estáticas que portamos: trabajadores tendidos de vientre con las manos en la nuca en el pavimento frente a las fábricas de Avenida Vicuña Mackenna. Gritería en una comisaría donde 18 pacos violaban a una muchacha. Un avión picando sobre el Palacio de La Moneda. Cristales cortados por una ráfaga de balas cayendo sin ruido en cortina de hielo encima de una grabadora en el Estudio de radio. Una mujer con un pie enyesado muerta de boca en calle Huérfanos. Las butacas verdes y azules del Estadio Chile ocupadas por hombres callados mirando fijo ante sí. Cuerpos semihundidos en el polvo de yeso dentro de vagones de ferrocarril en Puente Alto. Puertas derribadas en San Miguel. Estampido de botellas de champán antes los palacetes de Vitacura. Libros amontonados en Plaza Italia ardiendo y esparciendo ceniza. Columnas de hombres amarrados avanzando por calle Bandera de noche. Soldados pateando liceanas en Alameda. Multitud arrancando por San Diego de un jeep que les dispara por la espalda. Árbol de humo iluminado por el fuego. Cadáveres en la escala central de la Intendencia de Santiago. Patadas de uniformados a prisioneros atados del cuello en el Ministerio de Defensa. Sangre coagulada en los adoquines del regimiento Tacna. Camión militar atrepellando muertos en la Panamericana Sur. Yataganes cortando cabelleras femeninas. Ciudad patrullada por el ejército ocupante: saqueo, robo, fuego, balacera.
Las imágenes cobran movimiento en las pesadillas nocturnas y se inmovilizan nuevamente durante el día, persistentes, tenues. El chasquido de un fósforo al encenderse o el agua goteando en las duchas, las anima otorgándoles nuevamente la capacidad de animarse y repetirse hasta que un nuevo estimulo las retrotrae congelándolas en fotografías pegadas en la pared interna del cráneo. Incapaces de aquilatar la dimensión exacta de la situación para proyectarnos más allá de las murallas blancas del Estadio Nacional, atinamos únicamente a volcarnos a la atención inmediatamente urgente que nos reclaman aquellos compañeros que llegaron en peores condiciones que nosotros. Y esos compañeros se multiplicaban incesantemente. Venían orinando sangre, con las uñas de los pies arrancadas, brazos dislocados, tímpanos rotos, testículos hinchados, botones negruzcos de cigarrillos apagados en la espalda, rayas moradas de piel que se fue con la cera derretida, astillas chamuscadas bajo las uñas de las manos. Así también se desgajaron a otros camarines y escotillas los 140 que apartaron de nuestro grupo de 300 cuando nos interrogaron. Por eso nos angustiábamos tanto al despedir a los que partían a interrogatorio y nos costaba tanto callar el odio al recibirlos castigados, vejados con frialdad y energía.
El suboficial trompudo a cargo de nuestro sector no formulaba ni permitía comentarios. Nos miraba rabioso si sugeríamos algo y se marchaba. Su actitud inmutable se alteró una sola vez. Con el caso de los cuatro.
Formábamos para rancho a las tres de la tarde. Un oficial de la FACH apartó a cuatro jóvenes dirigentes estudiantiles: uno de la Universidad Técnica del Estado, otro de la Católica y dos de la Chile. Amigos detenidos el 11. Salió con ellos. En la pista de ceniza se les unió un piquete de cascos azules que los arreó en dirección exterior. A las siete de la tarde regresaron sin custodia al camarín afirmándose unos en otros, cara y ropa con sangre entierrada. Les rodeamos desconcertados, porque hasta rechazaban el agua y los cigarrillos que les tendíamos.
Mientras se dirigían al velódromo cambiaron miradas interrogadoras. El oficial marchaba adelante. silencioso, serio. Se detuvo ante una de las hileras de puertas del velódromo. Pasen, les indicó. El mismo les abrió camino cediéndoles el paso. Alcanzaron a ver un escritorio viejo, una silla, ampolleta colgando del techo y varias figuras avanzando. No vieron nada más porque les ensacaron las cabezas anudándoselas diestramente al cuello. A uno le cruzaron una tira de tela adhesiva ante los ojos. Les anudaron las manos a la espalda y esposaron los tobillos. Giraron varias veces sobre si, volteados con fuerza, dando botes contra las paredes y muebles. Les envolvía la refrescante fragancia de loción de afeitar. Arrinconaron a tres y al cuarto le bajaron los pantalones. ¡Agáchate en la mesa! Grito susurrado cerca de sus oídos. Pinzas en el pene. Con un alambre le hurguetean el ano. Se retuerce y salta al fluido eléctrico seco que olea violentamente contra los pliegues internos del cerebro, chicharreando en los oídos. Alza la cabeza, pero un lacazo se la baja aplastándole la nariz contra la madera de la cubierta. Suspenden la corriente. El metal frío de las pinzas y alambre provoca escozor de burbujas. La segunda descarga es más potente. En los ojos tiritan telarañas luminosas chorreando lágrimas. Escucha un grito desgarrado. Sale de su propia garganta. El corazón late en cada tímpano desde fuera. Aire helado circula sobre la transpiración de las piernas desnudas. Yace de un costado en el suelo. Abre los ojos. Oscuridad. Voces. Alguien se queja a su lado con la boca abierta. Al segundo muchacho, cabalgando en la silla, le mantienen la lengua afuera tirándosela con pinzas, como pez cazado por el anzuelo. Si intenta entrarla se la atraviesa. De sus labios cuelgan gotas de saliva enrojecida. Y la electricidad entra en chorro de arena caliente y corrosiva. Aprieta desesperado los dientes, mordiéndose su propia lengua se atora tragando líquido viscoso, salobre. Oye una palabra repetida, amplificada, superpuesta: ¡Párate! Se levanta. Manos y pies están libres. Camina débilmente empujado por la espalda. La lengua hinchada colgando fuera de la boca le dificulta respirar, pero no duele. Le quitan la venda. Delante hay una puerta abierta. Velódromo. A su lado un brazo se apoya en su hombro. Atrás le siguen dos personas más. Los otros dos. A éstos solamente los golpearon. Bofetadas a la cara y estómago, puntapiés en los testículos, botándolos, levantándolos. En el capuchón con que les cubrieron la cabeza quedaron trozos de dientes y un par de anteojos molidos. Habían pasado casi cuatro horas. Y no les preguntaron nada.
Llamamos al suboficial que no arengó al llegar, pedimos médico que testificara las heridas de los cuatro muchachos. Apareció el suboficial orejón y el médico jefe del Hospital de Campaña que anotó y recetó. Más tarde envió remedios. Los médicos prisioneros del camarín los atendieron durante semanas, hasta su convalecencia. Los muchachos se negaron a aceptar atención militar en el hospital. Prefirieron el suelo y el hacinamiento de seres humanos entre los que podían dormir tranquilos. El suboficial escuchó nuestros reclamos airados, nos abandonó y posteriormente nos instruyó: ¡Nadie me sale de aquí si no es por orden mía, expresa mía, y si otra institución armada los pide a Uds. sólo podrán salir si van custodiados por mis hombres que me responderán directamente a mí!
Esa palabra se cumplió. Carabineros, tachos y hasta marinos llegaron a buscar gente. Si requerían su traslado a otra dependencia del Estadio la custodia corría a cargo de la guardia militar del sector. A veces salieron con papeleo, órdenes, formas y timbres. No supimos del destino de éstos. Lo cierto es que no volvieron al Estadio.
Los interrogatorios de ese período, ¿qué buscaban. . . ? Nos preguntaban por armas y por el Plan Zeta. Si los trabajadores amontonados por decenas de miles en el Estadio hubieran dispuesto de armas no serían prisioneros. El golpista Pinochet señaló posteriormente a la prensa que manejaba desde muchos meses antes los hilos de la conspiración. Si la oficialidad torturadora creía la existencia del Plan Zeta -con el que se eliminaría a todos los altos mandos de las instituciones armadas- estaba engañada. Si conociendo la verdad, castigaba y mataba, ¿qué factores la impulsaban a hacerlo? La pregunta nunca la pudimos responder en el Estadio, ni tampoco en los campos de concentración, donde nos apiñaron durante meses, años. La única explicación a tal ferocidad quizás parta del escarmiento a la "rotería" destinado a grabarle cicatrices tan profundas que nunca más volvieran a alentar propósitos de gobernar Chile.
Esa tarde habían partido tres militantes de las Juventudes Comunistas al velódromo. Después del escarmiento, volvieron cuatro.
"LA LIBERTAD" Capítulo 9
Jugábamos ajedrez comiendo cascaras de naranja y plátano. Cartas dibujadas en cajetillas vacías de cigarrillos alentaban interminables partidas de brisca. Suponíamos competir por el pago de la cuenta de una cazuela y una botella de vino. Y entre bastos de oro devorábamos ávidamente chunchules y prietas. Docenas de empanadas jugosas, racimos de uva moscatel, pan tostado, huevos fritos. Los más tímidos pedían una sopa de ave y caldillo de congrio. Y al igual que el resto finalizaban clavándole el diente al pernil con puré picante. Visiones inquietantes de las noches en que los huesos en posiciones desacostumbradas permitían dormir y soñar. Llenábamos nuestros paladares de sabores, ya que los estómagos continuarían vacíos. En el reposo nocturno y en la forzada displicencia de la partida de naipes.
Un sábado de comienzos de Octubre, soleándonos en las butacas de la tribuna, con las cartas en los tapices de frazadas, los parlantes desgranaron una extensa lista de prisioneros que debían formar ante el Disco Negro. Un disco eminentemente negro, sobre una estaca, señalización de meta para la concurrencia de detenidos a interrogatorios. Ubicado bajo la marquesina miraba directamente a la Tribuna Presidencial. Todos los nombrados éramos periodistas. Oscar Weiss, director del diario "La Nación". Carlos Naudon, de la revista jesuita "Mensaje", Alberto Gamboa, director de "Clarín", Manuel Cabieses, director de la revista "Punto Final", Franklin Quevedo, director de la radio de la Universidad Técnica del Estado, Guillermo Torres, reportero de "El Siglo", Ramiro Sepúlveda, de radio Magallanes, el director de la radio Luis Emilio Recabarren, y muchos otros reporteros de esas y otras publicaciones, emisoras y canales de televisión.
Nos habló un funcionario del Ministerio del Interior, informándonos de la decisión de la Junta de otorgarnos la libertad de inmediato, pues le había sido solicitada por la Directiva del Colegio de Periodistas. Había buenas relaciones entre la Junta y el Colegio profesional. Carlos Sepúlveda. el Presidente, acababa de ser nombrado director del diario "La Patria" nacido al calor del golpe para reemplazar al oficialista "La Nación". ¿Hay más periodistas detenidos que yo no haya nombrado. ..? -preguntó el funcionario.
- Si, le dijimos. Está Rodrigo Rojas, incomunicado en los camarines de Tribuna Andes.
- ¿Rojas cuánto... ?
- Andrade.
- Correcto. Anotaré su nombre para incluirlo en la lista. ¿Todos Uds. han sido interrogados.. . ?
- Todos.
- Aguarden un momento aquí mismo. Redactaré el oficio y Uds. saldrán en libertad.
No creíamos tanta dicha. Al mediodía podríamos llegar a nuestros hogares. Compartir nuestra alegría. Ángel Parra, al que llamaron con nosotros para comunicarle que habían llegado tantas comunicaciones del extranjero al Ministerio de Relaciones Exteriores pidiendo su libertad que la Junta había accedido, también saldría libre con nosotros. Por primera vez después de tantos días de incertidumbres, golpes, incomunicación, nos juntábamos un grupo de periodistas como esperando un acontecimiento para registrar en nuestros medios informativos. Faltaban las cámaras fotográficas, grabadoras, y las libretas de apuntes. Parecía que de un momento a otro nos dispersaríamos a los teléfonos para lanzar una noticia de último minuto.
La noticia que recibiéramos no la podríamos publicar. Los órganos de difusión a los que pertenecíamos, ya estaban clausurados. Subsistían únicamente aquéllos irrestrictamente adictos a Pinochet. Y cuando nos confirmaran esa noticia sería para vivirla en carrera desbocada a los brazos de la mujer y los hijos. Pasaron algunas horas hasta que apareció un recadero del funcionario. Vuelvan a sus lugares. Cuando el oficio esté concluido, firmado y timbrado, les llamaremos a este mismo lugar por los parlantes.
Los compañeros del camarín me abrazaron despidiéndose. Les agradecí alentándolos. La solidaridad que nos sacaba a nosotros de ese campo de concentración también les extraería a ellos. Y pronto. Ese breve contacto de viejos compañeros de trabajo de diarios, radios y televisión, sirvió para que intercambiáramos noticias. El golpe, el asesinato de Allende, provocó un estremecimiento de horror en todo el mundo. Protestas por los crímenes y detenciones estallaban desde el mismo día 11. Algunos países decretaron duelo nacional a la muerte del Presidente de Chile. Las Naciones Unidas constataron la bestialidad desencadenada por las tropas de Pinochet, violando cuanto acuerdo internacional existe sobre respeto a los Derechos Humanos. La Social Democracia europea repudiaba el golpe. De la misma forma la Democracia Cristiana. Y ésta enmendó la plana a dirigentes de la Democracia Cristiana chilenos, que salieron al mundo en busca de apoyo para la dictadura. Las iglesias cristianas del país se desoficializaron del régimen en sus sermones e instituyeron un organismo destinado a solidarizar con los detenidos, sus familias, albergando huérfanos, sosteniendo viudas. Al Colegio de Periodistas de Chile llegaban peticiones de los colegios del mundo entero pidiendo nuestra libertad. Las embajadas en Santiago rebalsaban asilados a los que se les negaba salvoconducto. Diplomáticos acreditados en Chile reclamaban la libertad de sus compatriotas encarcelados en el Nacional.
Ángel Parra me dijo: no quiero ser muy optimista. Creo que no saldré hoy. Me doy plazo el miércoles próximo. Entonces saldré, no antes.
- Cómo se te ocurre, le discutía. Hoy saldremos. Y antes de las trece horas en que terminan su trabajo en las oficinas. Vino especialmente el funcionario del Ministerio. Ahora debe estar sentado en la máquina de escribir o de vuelta del Ministerio de Defensa con el Oficio debidamente redactado.
El compositor y cantante tenía razones para sentirse pesimista. Dos semanas antes le llamaron al Disco Negro, para salir libre. Nos despedimos. Al partir me regaló una bolsita de plástico con dulces.
- Para matar el hambre, me dijo. En un rato más estaré en casa comiendo algo sustancioso.
Pero a Parra no lo dejaron libre. Lo incomunicaron en la piscina, desde donde lo volvieron a nuestro lado, cuando allí encerraron a las mujeres detenidas.
Ese sábado no nos volvieron a llamar al Disco Negro. Tampoco el domingo ni el lunes. El martes llamaron a Parra. Por fin. Adiós. Buena suerte. Que te vaya bien. Descenso a la carrera por las escalas de la tribuna. Detención en el Disco Negro. Alejarse custodiado por dos soldados hacia la puerta de maratón.
Ya nos llamarán a nosotros, pensábamos, tratando de contener las ilusiones diluyéndose fatalmente ante la inusitada informalidad del alto funcionario del Gobierno.
Entrada la noche Ángel Parra regresó al camarín, pálido, con la ropa destrozada, lleno de moretones, sangrando, profundamente amargado.
Lo llevaron al velódromo. Le cubrieron la cabeza con una frazada y le pegaron en todo el cuerpo durante varias horas. Lo volvían de los desmayos con chorros de agua y le continuaban golpeando. No le preguntaron ni le dijeron absolutamente nada. Permaneció seis meses más preso en Chacabuco. Le otorgaron entonces la libertad, y después de otros seis meses recién le permitieron salir de Chile. Llevaba nuevas canciones escritas en prisión.
Correos internos repetían informaciones alarmantes de los interrogatorios a Rodrigo Rojas, ex Director del diario "El Siglo". El macizo Consejero de Difusión del Presidente Allende retomaba semidesmayado a su lugar de incomunicación de los camarines Andes, amoratado, estremeciéndose por los coletazos de la electricidad. Había perdido muchos kilos. En tres oportunidades lo condujeron al piquete en otros tantos simulacros de fusilamiento. Le dispararon y le culetearon. Varias veces vomitó sangre durante el sueño. Lo sacaban de madrugada y lo devolvían al atardecer. En una ocasión lo trajeron totalmente inconsciente. Desde los hombros lo arrastraban dos soldados. Con los cordones le amarraron los zapatos al cuello. Los talones sobaban el piso. Traía las plantas de los pies hinchadas por los gomazos. Antes, ahora, ni después le arrancarían ni una sola confesión a ese limpio, valiente miembro de la Comisión Política del Partido Comunista.
En la segunda quincena de Octubre llamaron de nuevo a los periodistas. Sabíamos para qué. Un oficial amigo transmitió a uno de los reporteros la siguiente información: aquí en el Estadio existe el más increíble caos de documentación de los prisioneros. Se han confundido y extraviado los informes de los interrogatorios que les han hecho. Y los que no se traspapelaron en el Estadio se revolvieron con alguna otra documentación en el traslado de la Sede de la Junta, que hasta entonces había sido el Ministerio de Defensa, al Edificio Gabriela Mistral, hoy bautizado Edificio Diego Portales. El ex Palacio de la UNCTAD Tres. Por eso, para obviar más dificultades y acortarles la espera de la libertad los vamos a interrogar de nuevo. Será un interrogatorio más bien formal. Traten de recordar lo que declararon antes, para repetirlo ahora.
Allí mismo, en cuartos ubicados sobre las tribunas, funcionaban las comisiones de fiscales interrogadores de las cuatro ramas de las fuerzas armadas. Esperamos en una escala interior dos días. Al tercero nos trasladaron a las butacas de incomunicados, bajo la tribuna Presidencial. Cerca del mediodía pedí permiso a un sargento para ir al baño. Ordenó a un soldado que me acompañara. Este se quedó en la puerta. Junto con otro soldado con la misión de cuidar a otro prisionero.
Entonces nos encontramos con Samuel Riquelme. Sabíamos que estaba incluido entre los "diez más buscados y peligrosos de Chile", según la Junta. Hasta el golpe era subdirector de Investigaciones. El día 11, permaneció en su puesto en la Dirección de Investigaciones hasta que cayó el Gobierno y asesinaron a Allende. Entonces reunió al personal en el Teatro del Cuartel y les habló:
"Señores, Uds. saben que yo he sido nombrado por el Gobierno Constitucional que acaba de ser derribado por un golpe militar fascista. Mi cargo es de confianza absoluta del Presidente de la República. No represento, ni representaría a las autoridades ilegalmente gestadas en un putch reaccionario. Por lo tanto me retiro. Nombro en este cargo, de Subdirector, al Prefecto Romero, el hombre más antiguo y de mayor grado. Pero antes de retirarme quiero agradecerles la lealtad con que respaldaron las decisiones de esta Dirección y al Gobierno Popular. Agregándoles que el proceso de cambios puesto en marcha por los trabajadores chilenos, temporalmente suspendido por la traición, renacerá. Haremos nuevamente libre nuestra Patria. Para ese entonces queremos contar otra vez con la honesta colaboración de Uds. Con su hombría, eficiencia y patriotismo. Mi última orden: ¡Viva Chile!".
La policía civil le aplaudió. Riquelme dio la mano a cada uno de los inspectores y prefectos. Tomó su maletín y salió a pie, como llegó, caminando por General Mackenna, hacia su barrio popular. Se lo tragó la solidaridad proletaria. Su fotografía apareció en la primera página de "La Tercera" y el diario de la empresa "El Mercurio". Finalmente cayó detenido y volvió a desaparecer.
La Junta no confiaba en el Servicio de Investigaciones y esa misma noche las tropas rodearon el cuartel de General Mackenna, encañonaron a los detectives y los esposaron tendidos en el mismo Teatro donde Riquelme les había despedido. El operativo de ataque y detención de la Policía Civil estuvo a cargo de quien al día siguiente asumiría su Dirección, el General Baeza.
Ahora aparecía en este retrete del Estadio Nacional Samuel Riquelme, el ayer rozagante y robusto dirigente comunista, amoratado y despellejado, muy flaco, ojeroso. De tobillos y muñecas pendían pétalos de carne ennegrecida, abiertos por los alambres de acero, el vientre mostraba un solo manchón morado. Le habían traído la madrugada anterior y lo mantenían incomunicado en una pieza frente a esos mismos retretes, sin alimentación y sin frazadas. Su ropa consistía en pantalones sueltos, camisa rota, sucia, y zapatos sin cordones. Estropajos malolientes le cubrían.
- Me siento bien porque no me sacaron una sílaba estos carajos.
-- Trataré que los compañeros te traigan comida y ropa.
No conversamos más. Los guardias nos apresuraban desde la puerta. Llevé la noticia al grupo de periodistas. De aquí se difundiría rápidamente, porque los compañeros se nos acercaban a preguntamos si teníamos alguna novedad, y también a contarnos lo último que sabían o terminaban de oír.
La escuadra de servicio nos trajo los porotos. En ella trabajaba Luis Alberto Corvalán, moviéndose con fondos de comida y canastos de pan por diferentes dependencias. Le contamos del arribo de Riquelme y el delicado estado en que venía, las condiciones del cuarto donde le aislaban. Luis Alberto, recogiendo pocillos distribuyendo cucharas pasó por todos los camarines del Sector Sur bajo la Marquesina. Los prisioneros que los atiborraban le escucharon: "Compañeros, acaba de llegar un dirigente comunista en muy malas condiciones físicas. Lo torturaron terriblemente. Viene casi desnudo. No le dan comida. Entrégenme lo que puedan y con la escuadra trataremos de entregárselo".
De bolsillos anónimos aparecieron pedazos de pan, cigarrillos a medio fumar. Pedazos de azúcar. Dos camisas. Calzoncillos. Pastillas verdes y rojas de vitamina. Se partieron frazadas para regalarle mitades sin que se notara. Con su valioso cargamento Corvalán traqueteó por los pasillos, corredores, ubicó la puerta y sorteando la guardia con los compañeros de la escuadra de servicio, ingresó a la habitación, entregó los regalos, abrazó y dio la bienvenida a Riquelme. Hijo de tigre, agradeció Riquelme.
Luis Alberto había sido maltratado tan duramente como Riquelme.
Y como Riquelme en esos momentos, recibió el calor solidario y fraterno de los compañeros en aquellos elementos tan insignificantes y tan preciosos, representativos del desprendimiento de todos los bienes que se poseen en el mundo. Riquelme encontró de nuevo la existencia de Chile habitado también por seres humanos.
Dos días después el subdirector de Investigaciones del Gobierno Popular era confinado con delincuentes comunes en el Estadio. Pretensiones de la Junta, que aquellos traficantes de drogas tomaran desquite con quien los persiguió implacablemente. Que lo mataran, concluyendo así la tarea tan eficientemente iniciada por ellos. Sin embargo, aquellos delincuentes, atendieron con respeto a Riquelme, compartieron con él la abundante provisión de comida que les autorizaban ingresar. Su tremenda fortaleza física permitió que sobreviviera las sesiones de electricidad, golpes, ayuno. Su prestigio le salvó de la muerte programada para él en un camarín del Nacional. Su honestidad política y moral, su valentía le agrandó a los ojos de sus propios captores.
Por fin. al cuarto o quinto día nos comenzaron a llamar para interrogamos.
Las oficinas existentes arriba de las tribunas son en realidad separaciones de madera y cristal empavonado con un pasillo entre ellas. Afirmados contra las paredes había media docena de detenidos cubiertos de la cintura a la cabeza por un saco papero. Los entraban a empellones, les hacían girar rápidamente sobre sí mismos. Luego los dejaban pegados a la pared, señalándoles la prohibición absoluta de moverse estáticos, figuras a las que se les detuvo en la mitad de un gesto. Quedaban horas y horas, silenciosos, ciegos, atemorizados.
Me indican debo entrar a una de esas separaciones donde hay un escritorio, un sillón, máquina de escribir y una silla.
- Vacía los bolsillos. Y todo lo que llevas déjalo encima del escritorio.
Un pañuelo arrugado, llaves, carnet de identidad, algunas cascaras de naranja guardadas para cenarlas, corbata que no usaba a esas alturas, el cortaúñas, una camiseta sin mangas para reemplazo de la camisa cuando lavaba y que también utilizaba de pijama, jabón, peineta, cepillo de dientes, siete escudos en moneda, dos botones, un calendario de cartón en el que anotaba los días de prisión, un juego de dominó dibujado por Alfaro, portero de la radio, en cartulina y un clavo. Ah, también un lápiz de pasta Big. Todas mis posesiones. Mi equipaje completo. (Ah, dichosos aquellos días en que no debíamos cargar ni maletas, ni bolsas en los traslados. Como los caracoles andábamos con la casa a cuestas). La toalla que usaba de bufanda la colgué en el respaldo de la silla con la inseparable frazada.
Entró un oficial de carabineros. Me parece que era Capitán o algo así. Maduro, robusto, cara redonda. Con la palma abierta pasó la mano sobre mis pertenencias, apartando unas, mirando detenidamente otras. Con dos dedos cogió el carnet de identidad y se sentó a la máquina.
Preguntó edad, domicilio, estado civil, escribiendo todo. Al lado interrogaban a Cabieses y a Gamboa. Sentía los vozarrónes de los que preguntaban. El que me interrogaba a mí, también hablaba a gritos. Los ensacados del pasillo temblaban.
- ¿Dónde ingresaste al Partido Comunista?
- En Santiago.
- ¿Qué hacías en la Consejería de Difusión de la Presidencia?
- Propaganda política.
Era como un escribiente tomando un dictado. Me miraba al hacer la pregunta y luego agachaba la cabeza ante la vieja Underwood, tecleando en una hoja de papel sin copia. Traté de repetir más o menos textual lo que había declarado en el interrogatorio número dos. Pero éste quería llevarme más atrás.
- ¿Por qué te mandaron a trabajar a La Moneda?
- Todo el equipo que trabajó en la propaganda de la campaña presidencial de la Unidad Popular pasó a integrar la Oficina de Radiodifusión de la Presidencia, OIR. Yo pasé a la Consejería.
- ¿En qué propaganda te especializabas en la campaña?
- Radio.
- ¿Radio Minería?
- No, para todas las radios del país que aceptaban contratarnos propaganda.
Al reiterar detalles sobre la labor de la Consejería, le expliqué ampliamente los planes trazados de llevar claramente a la población el contenido del programa de Gobierno de la UP, sus realizaciones, la edición de los discursos del Presidente, las cadenas radiales desobedecidas por las emisoras de derecha, las órdenes de clausura y el levantamiento inmediato de ellas por el poder judicial.
Anotó todo. Gritó. Me retó. Reiteraba las preguntas varias veces, pero no dijo groserías.
- ¿Por qué pasaste de la Presidencia a la radio de la CUT?
- Porque ganaría mayor sueldo. Vuelta a las preguntas sobre el Plan Zeta, opinión sobre las FF.AA.
Me extendió dos hojas escritas a renglón seguido. Firma.
Firmé.
En el otro escritorio daban cachuchazos a Gamboa porque como director de Clarín era responsable de los titulares donde se llamaba "Pacomios" a los carabineros. Le habían cortado los bigotes y el pelo entre pregunta y pregunta. Cabieses disertaba en torno a la orientación política de los editoriales del vespertino "Ultima Hora". Sus interrogadores no sabían de la existencia de "Punto Final", revista bastante más conflictiva que el diario socialista.
Pasamos a los camarines de "libre plática". Terminaba nuestra incomunicación, pero la nueva situación no se diferenciaba de la anterior, porque igualmente estábamos impedidos de recibir visitas, escribir o recibir cartas. Únicamente estábamos autorizados para que se nos entregaran los mensajes de una línea, cuatro palabras, que nuestras mujeres nos mandaban desde las puertas exteriores.
Por esa fecha tuve la primera noticia de mis familiares y de que mi esposa había salido en libertad. Todavía guardo ese papelito amarillento. Un verdadero poema. Con la retaguardia segura, como le escribió Corvalán a su hijo Luis Alberto, se puede resistir lo que sea. Y el tiempo que sea. Por fin dormí tranquilo esa noche. Ya no me importaba que el nuevo interrogatorio, o los que vinieran, carecieran de resultados, que constituyeran maniobras después tan conocidas de nosotros, de ilusionamos con el abandono de la prisión para meternos aún más al fondo del calabozo.
"Te esperamos. Ten confianza. Ana".
Analizaba su contenido. La espera en plural significaba que toda la familia existía y el Ana de firma ratificaba su vida fuera de un campo de concentración.
Me faltaba poco para cumplir los dos meses de prisión a que me habían condenado en el Ministerio de Defensa. Estos interrogatorios seguramente pretendían de alguna manera justificar tan larga privación de libertad. Las acciones ahora consideradas "delitos" por la Junta como la militancia en un partido popular no nos alcanzaba. Nos mantenían encerrados única y exclusivamente como una forma de darnos una lección. Según ellos a mí me bastarían sesenta días, porque comenzaba a dudar de la efectividad del ofrecimiento de libertad del funcionario del Ministerio. Pero no totalmente. Estaba tan equivocado. Creía conocer ya a la Junta. Me hacía ilusiones de dos meses, cuando debiera hacérmelas de dos años. Allí habría andado más cerca en los cálculos. Como que me reuniría con mi esposa y mis dos hijos en 720 días más en la cabina de un avión volando al destierro.
Pero con la retaguardia segura, me envolví en mi frazada color ratón y dormí profundamente, por fin.
"TRANSPORTE" Capítulo 10
Un par de botas y desde allí hasta el casco un infante de Marina. Su fusil nos vigila mientras comemos porotos calientes en la cubierta del carguero "Andalien". Por entre las botas parpadean lejanas las luces de los cerros de Valparaíso. Lavamos los pocillos y gateamos descendiendo a la bodega. Otro grupo sube los diez metros de peldaños de acero. Igual que nosotros disponen de un minuto para trepar a la cubierta, tragar los porotos y bajar otra vez al encierro limitado al viaje.
Abajo terminamos de extender frazadas y preparar los lechos. Únicamente una ampolleta colgada al centro del rectángulo metálico ilumina el recinto. En dos bodegas más, iguales a ésta, va el resto de los prisioneros. Totalizamos quinientos. Los quinientos más peligrosos de Chile, informan ese día los diarios santiaguinos.
Apenas notamos el vaivén del barco cuando los remolcadores lo conducen mar afuera. El ronroneo de los motores nos indica que navegamos.
Tendidos de espalda algunos fuman sin camisa. Otros duermen. Los bultos de ropa sirven de cabecera.
El operativo de traslado les ocupó todo el día. Muy temprano esa mañana nos ordenaron formar con maletas y bolsos al hombro. Todo el equipaje que el 4 de Noviembre nos llevaron nuestros familiares al Estadio. Marchar a la pista de ceniza del Estadio Nacional y responder con un "firme" a la lista repetida varias veces. Pasado el mediodía, en grupos de treinta, subimos a los buses. La caravana partió alrededor de las tres de la tarde- Adelante, radiopatrullas y motociclistas de carabineros, jeeps con ametralladoras, un bus con treinta prisioneros y veinte soldados apuntándonos, jeep, bus, jeep, bus. . . al final más radiopatrullas y motociclistas. Desde el aire nos seguían revoloteando dos helicópteros y una avioneta artillada.
Dos días antes nos informaron oficialmente de nuestro traslado a Chacabuco, una oficina salitrera entonces abandonada, en medio de la pampa entre Antofagasta y Calama. Allí permaneceríamos entre dos y cuatro meses "mientras se aclaraba" nuestra situación. Esto es, detenidos sin cargo ni acusaciones concretas, impedidos por lo tanto de enfrentamos a los tribunales, trabajaban los servicios de inteligencia de las FF.AA. en la investigación de nuestras actividades políticas anteriores al 11 de Septiembre. Si no se nos encontraba nada, saldríamos en libertad. En caso contrario iríamos a la justicia (?) militar u ordinaria. ¡Pero nunca más tiempo que el que les digo! -señaló oficialmente el Coronel Espinoza, encargado nacional de los detenidos políticos desde el día del golpe. El mismo comandaba el operativo, dando órdenes, controlando personalmente las listas, transpirando copiosamente bajo el casco, con una metralleta en la mano izquierda, revólver al cinturón y binoculares colgándole del cuello. De cara amoratada por aficiones etílicas y nariz de "porrón", lucía como hombre plenamente realizado, orgulloso en el uniforme, implacable con sus subordinados, soberbio frente a nosotros que sosteníamos con desprecio su mirada acuosa. Con una mano extendida más adelante de su colosal barriga, Espinoza encabezó la columna desde el Estadio Nacional en Santiago hasta uno de los muelles de Valparaíso, donde nos metieron al barco a empujones, indicándonos arrojar nuestros bultos desde la cubierta a la bodega antes de permitírsenos la bajada.
Abajo flotaba polvillo blanco de salitre. Ropas, bultos, caras, manos estaban albos de mineral salobre. Improvisamos escobas para limpiar lo mejor posible el espacio elegido para la cama.
Los cuatro tambores petroleros cortados por la mitad, "chutes" destinados a ese propósito se colmaron pronto con el vaciado de intestinos y vejiga, agregando otro grado a la hediondez acida de cuerpos transpirados y encerrados sin aire en el cubo de la bodega metálica. Nos daban agua una vez al día extendiéndonos una manguera desde arriba.
Nos alegró dejar el Estadio Nacional, y aún cuando Chacabuco encerraba solamente incertidumbres, nos mirábamos optimistas, más todavía, contentos. Resbalaban sin herirnos las habituales amenazas e insultos, la aprendida lección de adjetivos obscenos que nos recitaban los uniformados. El chasquito de quitar el seguro a las armas a nuestras espaldas nos dejaban impávidos.
Apretados en la podredumbre de un barco viejo estábamos tan mal o peor que en el Estadio y sin embargo, volvíamos a sonreír, hundidos en una oscuridad acentuada por el humo de los cigarrillos. ¿Por qué? ¿Acaso nos habíamos vuelto locos? ¿No sabíamos que los cuatro meses programados para nosotros en Chacabuco eran una simple mentira? Sí. Sabíamos eso. ¿Y que nuestra evacuación de Santiago significaba exclusivamente una forma de retirar del foco de atención nacional e internacional un Estadio gigantesco convertido en Campo de Concentración? ¿No escuchábamos hasta unas horas antes los gritos de los flagelados y no veíamos llegar a cada momento más y más detenidos? ¿Y no nos abrumaba el espanto de esos días? Eramos conscientes de todo eso. Y la destrucción paulatina y metódica, feroz, del andamiaje organizativo que se dio la clase obrera y el movimiento popular en jornadas de lustros, ¿no nos la refregaban a cada momento en la cara? Si. Conocíamos ese objetivo puesto en marcha afanosamente por la Dictadura. ¿Es que no vimos palacetes embanderados el 12 de Septiembre cuando nos trasladaron al Estadio Chile? ¿Y cómo en sus champañazos de amanecida los oligarcas y feudales rapiñaban desde detrás de los tanques todo aquello que significaba adquisición y construcción de todos los chilenos? Lo vimos. ¿Y que las bodegas momias repletas de productos acaparados se abrieron? ¿Y que el cerco establecido a todas las ciudades antes del 11 para impedir el ingreso de alimentos y salida de productos se había deshecho porque cumplió con el objetivo de ahogar al Gobierno Popular? Así fue. ¿Y que la delicada telaraña imperialista que actuó impunemente durante tres años provocando escasez artificial de productos en el mercado, alimentada con dólares norteamericanos se desintegró automáticamente? Sí, lo comprobamos. ¿Y que ahora eran Gobierno cuatro generales traidores que manejaron astutamente sus servicios de inteligencia para volar puentes, derribar torres de conducción de energía eléctrica, asesinar al Jefe de la Casa Militar de la Presidencia, Comandante Araya, para ilustrar anarquía y caos. y aniquilar previamente la defensa del Estado? Esa era la situación. Efectivamente. ¿Y que infiltrados atizadores del revolucionarismo a ultranza aparecieron con su auténtica identidad de miembros de los Servicios de Inteligencia de las FF.AA., entre los torturadores y asesinos? Sí, aparecieron. No desnudaba sus propósitos el Departamento de Estado de EE.UU. archivando el boicot económico a Chile una vez derribado el marxista Allende de Chile? Así es.
Conociéndolo todo, apenas vivos y físicamente más o menos enteros, revolcados en restos de nitrato, un cuerpo tocando al otro, cuando ni siquiera hemos tenido oportunidad de llorar con las viudas y huérfanos, aprovechamos esa oscuridad. . . ¿para sonreír y traspasamos optimismo unos a otros? Sí. ¿Y de dónde viene y en qué se afirma la esperanza renacida? ¿En sueños, ilusiones, cuentos? En el operativo que nos sacó del Estadio, nos condujo en línea directa hasta Valparaíso y nos enlató en una bodega de un barco que naufragará en dos meses más, en el paisaje del transporte. De allí viene. Ahí se afirma.
Comienzos de Noviembre. Sol y aire caldeado. Estadio Nacional en reparaciones cuando partimos sus últimos habitantes. Desde las barreras de las boleterías hacia las calles adyacentes cientos, miles de mujeres mirando en silencio la columna en movimiento. Rodean las puertas centrales de Campos Sports y la salida hacia Nuble. Mujeres y niños. Las esposas de los prisioneros, sus madres, hijos. Abuelas de pañuelo negro al cuello, jovencitas de vestido claro. Brazos gruesos de lavandera. Ellas saben que nos sacan, pero no saben dónde. Como todos los días han venido a formar una guardia solidaria afirmadas en los barrotes, preguntando, reclamando, exigiendo. Como todos los días de Septiembre, Octubre y Noviembre, desde la mañana hasta el momento en que el Toque de Queda, las obliga a retomar cabizbajas a sus hogares medio deshabitados. Nos ven avanzar a los buses entre las filas de soldados. Alzan sus manos. Levantan pañuelos. Apagado por la distancia nos llega el dulce oleaje de sus voces. No podemos responder sus gestos, ni gritarles. Cada uno intenta vanamente distinguir a su compañera en el gentío.
Culebrean los buses hacia una puerta lateral. Fuera del Estadio la multitud femenina se desplaza en esa misma dirección. Corren con chiquillos en brazos. Labios abiertos, trajes sin manga, flores en sus manos, trenzas, pelo suelto hacia atrás, moños. Niñas en uniforme escolar. Cuando cruzamos el portón tomando velocidad las mujeres forman una calle bulliciosa de colores vivos y llanto mezclado con sonrisas. Aletean los pañuelos, se deshojan las flores en el agitar vehemente. Las filas de fusiles les impiden acercarse más. En sus ojos hay cariño, pena, impotencia. Sollozos, adioses, paquetes con comida no entregada. En los marcos de las ventanillas que pasan se reflejan sus cabelleras estropeadas por el viento, las carreras, el calor, el polvo.
Línea directa a Valparaíso. Ñuble. Rondizzoni. General Velázquez. Alameda. Camino a Pudahuel. Camino a Valparaíso y el puerto. Avenida Argentina, el borde del mar. El barco. Línea directa. Sin obstáculos. Garantizada por las tropas del ejército, aviación, marina, carabineros. Tapones en cada bocacalle, en la confluencia de caminos, vías férreas; acordonamiento ininterrumpido entre las dos urbes; tanquetas, jeeps, radiopatrullas, motociclistas, piquetes encasquetados dándonos la espalda todo el tiempo, aguardando en pie de guerra supuestos atacantes liberadores de estas feroces bestias atrapadas, enjauladas en esa columna motorizada victoriosa, amenazadora. A plena luz del día. como el desfile de un circo que atraiga espectadores y deje lecciones.
"¡Aquí, señoras y señores, van prisioneros e impotentes los marxistas! ¡Vean Uds., su miseria! ¡Admiren nuestro valor y todo completamente gratis, señoras y señores!"
Con gesto patriarcal, inflexible, Espinoza simula dar órdenes a su Estado Mayor parado en el asiento delantero del jeep con su transmisor portátil entre el tintineo de las medallas de su pecho.
¡Acerqúense, señoras, acerqúense caballeros, pero sólo hasta los cordones de seguridad! ¡Y miren bien! ¡Diviértanse! ¡Aplaúdannos! ¡Qué bizarría la nuestra! ¡Cuánta monstruosidad en estas fieras encadenadas, que ya no pueden circular libremente por las selvas de nuestras ciudades, mordiendo, insubordinando ! j Espectáculo único en su género, señoras y señores! ¡Todo gratis, para grandes y chicos, respetable público! ¡Y aprendan la lección! ¡Si entre Uds. hay rotería marxista, mire su futuro aqui, jodido entre nuestras lustrosas botas! ¡Perros marxistas! ¡Inmundicia! ¡Cloaca! ¡Mierda! ¡Sí, señoras y señores! ¡Sí, respetable público!"
Naturalmente que el operativo concentró muchedumbre de santiaguinos, muchedumbre de porteños. Atraídos por el acordonamiento de calles, el despliegue de tropas y armamentos, el aspear de los helicópteros y el círculo que trazaban los aviones, desde lejos acudían a ver el paso de ese singular convoy con prisioneros políticos, "los batallones suicidas de la UP", como escribían los diarios. Veían avanzar las motocicletas y las sirenas, luego los buses con los prisioneros de guerra. Miraban con los ojos muy abiertos el descomunal despliegue de fuerza y opresión. No decían nada. No aplaudían a los soldados, ni admiraban su apostura, tampoco les sonreían, ni les felicitaban. Miraban y trataban de reconocer rasgos familiares entre los rostros de los presos. Desde los microbuses parados por los tacos del cortejo triunfal descendían pasajeros y miraban, no comentaban, no transmitían impresiones al vecino. Sus ceños se fruncían condenando. Una mujer llevó su mano abierta a la boca conteniendo un grito, otra apretó los puños y mandíbulas. A ambas les corrían lágrimas. Hombres serios, inmóviles. Bosque de dedos femeninos en gesto de despedida, bocas dirigiéndonos sonrisas húmedas, maternalmente amorosas. Sí, estaban con nosotros. Sí, cantaban sus caras, estamos con Uds. Si nuestra presencia amable les sirve de algo, tómenla amigos. Por allá apareció blanqueando un pañuelo bordado, bailando en el aire para los presos, bajando a secar las lágrimas de su dueña. Más dedos, manos, pañuelos, improvisando un coro mudo. Y la ira, el odio para quienes nos conducen, ahora menos soberbios que antes. Ahora más profesionales en sus uniformes de campaña. Ya no son los gladiadores romanos paseando del pelo la cabeza cercenada del contendor. Ahora son simplemente guardianes, carceleros cumpliendo una misión ingrata. Más de cien kilómetros de solidaridad expresada de mil pliegues humanos y en los cuales sólo vimos una condena hacia nosotros. La de una muchacha adolescente con su madre sorprendida en la Avenida Argentina de Valparaíso en un colmenar de actitudes fraternas. La muchacha extendió el brazo con la mano empuñada, el dedo pulgar tieso hacia abajo, ¡muerte a los prisioneros! significaba eso. La gente se les aparta. Madre e hija permanecen solas. La hija repite el gesto. La madre le marca el rostro con una bofetada. Despeinada, la chiquilla se cubre la cara con las dos manos. La madre nos pide disculpas con su mirada. Levanta su mano y nos dice adiós. Cubierto el círculo es nuevamente compacto el vaivén de manos recibiéndonos, saludándonos, despidiéndose. Nuestra gran familia, íntegra, llena las calles. Esa marcha triunfal organizada para escarmiento ciudadano, tornó su significación ostensiblemente. Cien kilómetros con los presos. Cien kilómetros de repudio a la opresión. Así lo apreciamos nosotros inflamados de orgullo. Así lo apreció la Junta que atrasó mediodía nuestro desembarco en Antofagasta, tachó una repetición de la gran caravana por las principales calles de la ciudad, nos sacó clandestinamente una madrugada, apiñados en un trencito de trocha angosta, eludiendo publicidad y reptando sin pitazos al desierto negro amarillento de la pampa salitrera.
La espontánea muestra de cariño hacia los presos expresada en esa multitud especialmente femenina, cubriendo el trayecto, no podía constituir la presencia física de viudas y familiares de víctimas. Porque por su número significaba una proyección más allá de los límites de los directamente reprimidos. La actitud exhibida ante la guardia amenazante que custodiaba la carga cautiva era de valentía pura. Conocían los riesgos y peligros, pero los enfrentaban decididas. Ello, apenas a tres meses del golpe y cuando las razzias peinaban barrios enteros, castigando con igual brutalidad de hombres a las mujeres y niños, aplastándolas en el piso de los camiones, encerrándolas en los calabozos de los cuarteles y en los campos de concentración alambrados. Su mensaje al aire libre, agrupadas en una esquina o en el cruce de dos caminos, formadas en las veredas, nos impactó directamente. Y cada uno de nosotros recapitulaba e intercambiaba el significado de esas visiones fugaces, coincidiendo todos en la apreciación básica: tengan confianza, hermanos. Nuestra causa está vigente. Seguimos constituyendo la mayoría. ¡Organizados otra vez recuperaremos lo transitoriamente perdido, para llegar más lejos!
El "Andalién" navegó tranquilo durante casi tres días. La monotonía la rompió un oficial de la marina de voz aflautada obligándonos a formar y "pasar número." Tres veces al día subimos por un minuto a cubierta, para desayuno, almuerzo y cena. En la mañana nos permitían izar a cubierta y descargar los chutes al mar, rebalsando excrementos. Algunas guitarras y quenas agruparon voces en su torno esbozando los conjuntos musicales conformados después. Los compañeros temporalmente inválidos subían ayudados por los demás atados de una cuerda a la cintura.
En Antofagasta desembarcamos antes que saliera el sol de un día sábado 10 de Noviembre. Los tanques guarnecían el Puerto. Nos encaramaron al trencito con los bultos al hombro. Y partimos custodiados por batallones de uniformes camuflados para el combate en el desierto.
Amigos anónimos nos despidieron fraternalmente, prometiéndonos cumplir los encargos para los que se ofrecieron voluntariamente. Hacer llegar a nuestros familiares las cartas que escribimos en el barco. Esos amigos anónimos las llevaron a su destino, revelando otro detalle importante: la unanimidad uniformada para con la Junta no era absoluta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario