viernes, 14 de julio de 2017

PRIGUÉ 1 Prisioneros de Guerra Rolando Carrasco M. Novosti. Moscú 1977

Rolando Carrasco M.  Novosti. Moscú 1977
SUMARIO
Introducción
Once
Francotiradores
El que no salta
El Príncipe
El catalejo
Ven
Preludio en do sostenido
Tres más uno
La libertad
Transporte
Bienvenidos
Evasión
¿Hay después?
¿Por qué? ¿Por qué?
Periferia imperial
Con compás
La estatua
Los cosacos
Huevo de oro
Ritoque
Co-li-mi
En el Año Internacional de la Mujer
 
Introducción. Rolando Carrasco Moya (nacido en Santiago, Chile, en 1929) es periodista de la prensa y la radio. En su patria colaboró en distintos periódicos, revistas y emisoras. Cuando sobrevino el golpe de Estado, era responsable de la radioemisora "Luis Emilio Recabarren", propiedad de la Central Unica de Trabajadores de Chile.. 

Trabajó en Praga y Moscú como corresponsal de "El Siglo", órgano del Partido Comunista de Chile (prohibido hoy por la Junta). El 11 de septiembre de 1973 fue detenido por los esbirros de la Junta y, calificado como "prisionero de guerra", sucesivamente confinado en las mazmorras del Ministerio de Defensa, el Regimiento Buin; los estadios "Chile" y "Nacional"; los campos de concentración "Chacabuco" en Antofagasta, "Puchuncaví" y "Ritoque" en Aconcagua y Valparaíso, y "Tres Alamos" en Santiago, pasando un total de dos años de aprisionamiento, para ser después deportado por decisión de la Junta de Pinochet. En setiembre de 1976 la Organización Internacional de Periodistas en su VIII Congreso reunido en Helsinki, premió a Rolando Carrasco con la Medalla de Oro "Julius Fucik".

Rolando Carrasco fue detenido el mismo día del golpe. Lo aprehendieron junto con su compañera, Anita Mirlo, mientras se hallaba en su puesto de Director de la radio Luis Emilio Recabarren de la Central Única de Trabajadores. Lo condujeron al Ministerio de Defensa y de ahí al Estadio Chile, luego al Estadio Nacional y más tarde a Chacabuco, Tres Alamos, Puchuncaví, Ritoque y otra vez Tres Alamos. Durante dos años peregrinó de uno a otro campo de concentración hasta que fue expulsado de su patria. Lo que vio y vivió, lo que sintió intensamente lo ha vaciado en este reportaje que es relato, testimonio y denuncia.

En este libro se entremezclan, de punta a cabo, en permanente confrontación, la bajeza y la bestialidad fascistas y la dignidad y entereza de los prisioneros.

Esta es una narración objetiva de los hechos. Es la pura verdad. Rolando Carrasco describe vigorosamente el comportamiento brutal y sádico de los enajenados esbirros de Pinochet y su comparsa. Los presos son maltratados, vejados y humillados una y otra vez. Se les obliga a desnudarse al llegar a Chacabuco para registrarles "hasta el agujero": son molidos a palos y a patadas en el zafarrancho de Puchuncaví, el Viernes Santo de 1975; son acosados en Ritoque por los perros policiales que azuzan otros perros vestidos de uniforme, y uno por uno, en su mayoría, son de mil formas torturados. Orinan sangre, muestran llagas en los pies cuyas uñas les han sido arrancadas, tienen los brazos dislocados, los tímpanos rotos, los testículos hinchados, "botones negruzcos de cigarrillos apagados en la espalda, rayas moradas de piel que se fue con la cera derretida, astillas chamuscadas bajo las uñas de las manos". El sufrimiento de las torturas y del maltrato permanente, unido al dolor de las vejaciones y a la angustia por la lejanía de los seres queridos cuya suerte se ignora es para volverlos locos, hacerlos caer en la desesperación y decidirlos a cualquier cosa. Sin embargo se cuentan con los dedos de una mano los que no resistieron tanto apremio. Como dice Carrasco, con frecuencia tienen que bajar el moño, pero no la frente. Si no lo hacen, viene el tiro en la nuca, la muerte por la espalda sin pelea. Y están en proporción de uno a cuatro. "Además, los automáticos los manejan ellos". Comprenden que "vale la pena salvar la vida" y se mantienen serenos y dignos.

A los dirigentes de la Unidad Popular nos mantuvieron siempre aislados del resto de los prisioneros tanto en Dawson como en Ritoque o Tres Alamos. Pero, de una u otra manera, mediante un contacto furtivo, a través de un mensaje clandestino, por las conversaciones entre familiares de ambos grupos o, simplemente, por la tuerza y la pasión que había en los cantos que nos llegaban del otro lado de la empalizada, siempre estuvimos enterados de su espíritu revolucionario. Los miles y miles de compatriotas que han pasado por los campos de concentración o que se mantienen hoy en las prisiones de la Junta fascista, han salido o saldrán de ellas más convencidos de la justa causa de nuestro pueblo, más combativos, más firmes luchadores.

En cambio, los soldados, suboficiales y hasta oficiales de las Fuerzas Armadas y de Carabineros, que en estos años han sido obligados a desempeñar el miserable papel de verdugos del pueblo, son hoy hombres gastados. Sus jefes les inocularon el veneno del anticomunismo, del odio a la Unidad Popular, y por lo general actuaron como elementos emponzoñados, con brutalidad y saña. Pero en su contacto con los presos, la mayoría de ellos se ha dado cuenta de muchas cosas. Han conocido la generosidad y el patriotismo de los revolucionarios, su calidad humana, la fraternidad que los une. Los resultados desastrosos de la política económica y social de la Junta fascista les ha abierto también los ojos. Por eso Pinochet se apoya hoy, más que en las Fuerzas Armadas, en su Gestapo, la siniestra DINA.

Son mundos distintos. Es palpable el contraste entre el pueblo y sus opresores. Y el desenlace del conflicto no será otro que el triunfo de los que son más, tienen la razón y la moral más firme. Porque "esta derrota no es más que una de las lecciones históricas que debemos aprender para que nuestra próxima arremetida sea tan poderosa que jamás el pueblo vuelva a ser pisoteado".

Rolando Carrasco, ex-libretista y locutor de Radio Praga y luego corresponsal de "El Siglo" en Moscú, es un hombre modesto, sencillo, de reducido porte; casi no se nota ni se hace notar. Parece que sus propios carceleros no se dieron cuenta de lo que es y lo que vale. Este libro lo sitúa entre los mejores combatientes de la causa antifascista chilena y como un brillante narrador.

Por su veracidad, por su estilo directo, por la fuerza misma del drama que refleja y por estar escrito con "fe rabiosa en que volveremos a levantarnos; "PRIGUÉ" (Prisioneros de Guerra) será para el pueblo de Chile una valiosa contribución a su victoria.
 
 
"Once"

". .. El gobierno de Allende ha incurrido en grave ilegitimidad demostrada al quebrantar los derechos fundamentales de libertad de expresión, libertad de enseñanza, derecho de propiedad y derecho en general a una digna y segura subsistencia".

Bando Número 5 de la Honorable Junta de Gobierno de Chile, el 11 de Septiembre de 1973.

" . . Mi país, en más de un siglo de vida independiente, ha sido un ejemplo de civismo y no ha tolerado las dictaduras, ni ha conocido el racismo o el totalitarismo y sus Fuerzas Armadas, eminentemente apolíticas y profesionales, han sido un ejemplo para el mundo. De esta tradición nos enorgullecemos quienes vestimos el uniforme".

Discurso del Vicealmirante, don Ismael Huerta, Ministro de Relaciones Exteriores de Chile ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 9 de Octubre de 1973.

". . . La verdad sobre los sucesos de Chile ha sido deliberadamente deformada ante el mundo".  Septiembre de 1973. Secretaria General de Gobierno. República de Chile.

Capítulo 1 "Once"

Once de Septiembre de 1973. 8.10 de la mañana.

La red de emisoras de izquierda lanza el primer llamado del Presidente Allende desde La Moneda:  "Insurrección de la Armada. Valparaíso aislado. En el resto del país la situación se mantiene controlada".

Alrededor de las nueve pude aproximarme a los Estudios de la radio Recabarren, edificio del Ministerio del Trabajo, piso trece, esquina a las calles Huérfanos y Teatinos. En el centro cundía actividad desordenada. Oficinistas pálidos abandonaban sus edificios abotonándose apresurados sus chaquetas. Carabineros custodiaban el Palacio de Gobierno y sus tanquetas patrullaban los contornos, plaza de la Constitución, plaza Bulnes.

Tropas de Infantería avanzaban desde el sur por la avenida Bulnes estableciendo barreras para impedir el acceso de vehículos y peatones al centro. Alteré mi rumbo a La Moneda. Decidí pasar primero a la radio. Luego iré, pensé. Total, nos separan dos cuadras.

En la radio estaba ya todo el personal, el turno de noche aguardando instrucciones y el de la mañana a cargo de sus puestos en mesas de control, locutorios, oficinas de prensa, escucha. Veinte personas.

Las noticias señalaban agravamiento de la situación. Las tres ramas de las FF.AA. y Carabineros, erigidas en Junta de Gobierno, habían dado un ultimátum al Presidente Allende. Este debía renunciar de inmediato. En caso contrario se le abatiría. Podía abandonar Chile si lo deseaba. Tenían un avión preparado para tal objeto.

Quedábamos tres emisoras populares en el aire, Magallanes, radio IEM, del Instituto de Extensión Musical de la Universidad de Chile y nosotros, la radio de la CUT, Luis Emilio Recabarren. Las demás de izquierda dejaron de transmitir minutos antes bombardeadas sus plantas por los rockets de los Hawker Hunter.

De nuestra planta llaman por magneto.

- Compañeros, nos están bombardeando. Derribaron el mástil. ¿Qué hago?

- Siga en el aire. Luego lo llamamos. Van técnicos al relevo. Reunión urgente.

- La situación, como sabemos, es grave. Ignoramos exactamente lo que va a ocurrir. Los que lo deseen pueden retirarse. Todavía hay tiempo. Quienes dirigimos nos mantendremos aquí.

- Todos nos quedamos.

- Bien. Reporteros, a la CUT., UP., partidos, defensa y Moneda. Dos técnicos a la planta. Ana, Ud. es la única mujer, salga.

- Me quedo con Uds.

Silenciaron la radio IEM. Magallanes y nosotros nos mantenemos en el aire. Repetimos el llamado de la CUT. "Permanecer en sus lugares de trabajo". Intercalamos el Himno de la CUT.

"Aquí va la clase obrera
hacia el triunfo
querida compañera.
Y en el día que yo muera
mi lugar lo ocupas tú".

Suena el teléfono del control:

- Tomen cadena con Agricultura o Minería, la transmisión de la Junta o callen. Es una orden.

- Métase la Junta en el culo.

El Departamento de Prensa resume la situación.

- Las tanquetas de carabineros abandonan La Moneda. Los carabineros de adentro se mantienen. Bajan tanques por Alameda. Infantería por Huérfanos desde el cerro Santa Lucía, por Teatinos desde Estación Mapocho. Allende está hablando por Magallanes. Ningún teléfono ni citófono de La Moneda contesta. El hombre que mandamos todavía no da señales de vida. Hay trabajadores en la Plaza de la Constitución pidiendo armas.

Llamado de la planta.

- Compañero, vuelven los aviones. ¿Bajo el equipo de emergencia?

- Déjelo funcionando y aléjese. Partió el relevo.

Tiroteo en los alrededores.

Nuestra ubicación en el piso trece nos permite ver el Palacio de La Moneda. Puertas y ventanas permanecen cerradas. En el mástil flamea la bandera presidencial. Allí no se rendirán.

Algunos de los teléfonos a los que llamamos marcan sin que nadie los levante.

En el edificio vecino, el del Instituto de Extensión Musical de la Universidad de Chile, suenan disparos. A su costado se encuentra^ el diario "El Mercurio". Caen vidrios quebrados a la calle.

Las emisoras más potentes de la izquierda siguen calladas. Corporación y Portales. Pero Magallanes se mantiene. Posee buen alcance. Repite el discurso de Allende que escuchamos fragmentariamente. Nosotros nos mantenemos en el aire por casualidad.

(El 15 de Septiembre echaremos a andar los equipos nuevos, de alcance nacional. Los técnicos terminaron ayer las instalaciones y el conectado de energía. Por eso desconectamos nuestro viejo equipo del mástil central y le improvisamos una antena de 25 metros a un costado. Una antena endeble, provisoria, por la que estamos emitiendo. Los pilotos de los cazabombarderos derribaron el mástil con la primera andanada de rockets. Cumplieron su misión. Sin embargo no saben que el blanco efectivo es ese par de palos alejados 60 metros. Nuestro alcance real es limitado. Se nos escucha sólo en la capital. Y no muy bien).

Poco es mejor que nada. Sigamos adelante. Hay tanques rodeando La Moneda. Como el 29 de Junio pasado. Queremos creer que puede repetirse la historia. Que habrá lealtad.

Quebrazón de vidrios en nuestro edificio. Cerramos las persianas metálicas. Balacera generalizada en el centro. Abajo, en la calle, soldados disparan hacia el Palacio de Gobierno.

Llama uno de nuestros reporteros:

- No puedo regresar. El centro está totalmente rodeado, uds. se encuentran en el cerco. Aquí está lleno de milicos. Baleo generalizado. Ordenaron despejar los edificios céntricos porque van a bombardear La Moneda. He visto varios muertos. Seguiré llamándoles. Buena suerte, compañeros.

Al teléfono uno de los técnicos:

- Estoy bloqueado en San Diego. No puedo desplazar mi citroneta en ninguna dirección. Están despejando las calles a balazos, disparando contra la gente. Trataré de cruzar a pie y llegar como sea a la planta. Te llamo luego. Buena suerte a todos.

Magallanes sigue en el aire. Transmitía Ravest, ahora lo hace Sepúlveda.

La cadena de emisoras de la Junta lee bandos.

Repite amenazas. Regirá toque de queda. Nadie debe venir al centro. Marchas militares.

- Seguiremos en el aire todo lo que podamos, anunciamos.

Podemos poco. Silencian la planta. Le dieron a nuestra antenita de repuesto. El magneto directo no contesta.

Brinzo mueve cables.

-- El transmisor FM funcionará mientras tengamos corriente en el edificio. Tenemos electricidad en el edificio.

Nuestro campo de sintonía, ya reducido, disminuye aún más. Es el pequeño equipo que utilizamos para transmitir desde los estudios a la planta. Poco es mejor que nada, carajo. Adelante.

Temblor. Explosión abajo. Como si hubieran derribado la puerta del edificio con dinamita. Caen vidrios rotos. Ordenes. Tableteos. Desde la Alameda humean disparos. Aplastándose contra los edificios siguen viniendo desde el cerro por Huérfanos soldados con pechera anaranjada. Otros convergen por Teatinos. Una ráfaga de ametralladora despedaza las ventanas de la sala de control. Llueve vidrio molido sobre los equipos. Nos disparan desde alguna azotea cercana. Nos acurrucamos. No hablamos. Si lo hiciéramos tampoco nos escucharíamos. El estruendo bate techo, paredes, puertas. Un radio operador se mete al locutorio y sale arrastrando el boom con el micrófono Neumann. ¡Hay que protegerlo! dice cuando observamos su acción inútil y absurda. Caen trozos de enlucido. Permanecemos agachados en los estudios, salas de control, los demás sentados en el suelo con las espaldas afirmadas a las puertas de los ascensores. Los vidrios de las oficinas también desaparecen desparramándose hacia la calle y los escritorios. Algunos impactos dan en la consola. Pierde velocidad el disco del Himno de la CUT. Engruesan las voces que cantan. Alargamiento gomoso:

"y en el día que yo mueraaa. mi luugaaaarrr . . .!"

Después el silencio. Sólo los disparos. Unicamente las explosiones. Nada más que el retumbar del cañoneo. Exclusivamente las ametralladoras.

Inactivos nos miramos las caras. Y entonces comenzamos a comprender la situación, el peligro. Abajo tiembla el pavimento. Una tanqueta de carabineros abandonada con sus puertas abiertas humea en Teatinos y Catedral. Huérfanos está vacía. La Plaza de la Constitución sin una sombra. ¿Y los trabajadores reunidos allí instantes atrás? El núcleo de fuego pareciera concentrado en la esquina del edificio que ocupamos. Desde la radio "a pilas" que quedó funcionando colgada en la oficina de prensa surgen más bandos y proclamas atemorizadoras. Cuenta regresiva para el bombardeo de La Moneda. Giramos el dial en busca de la Magallanes. Ya no transmite. La Junta copa el espectro. Quedan pocos vidrios en nuestro piso trece. Desde las terrazas vecinas todavía disparan en esta dirección. Suena la campanilla de uno de los teléfonos diseminados en el suelo cerca de nosotros. Voz femenina;

- ¿Por qué no transmiten? ¿Qué ocurre?
- Pronto estaremos nuevamente en el aire. Calma.
- Buena suerte.
Discamos en vano intentando alguna comunicación.
Cesan los disparos en el primer piso.
- Hagamos empeño de salir ahora, dice uno. Utilicemos la escala.
Inicia el descenso. Desaparece hacia los pisos inferiores.
Los demás aguardamos su retorno o la señal convenida antes de aventurar a un segundo.
- ¡ Eh, muchachos!, nos llega su voz desde el hueco de la escala. Bajen.

Pisa suavemente los peldaños bajando el otro. De la escala por la que desaparece sube olor a pólvora y luego sus palabras.

- Bajen no más, cabros. ¡No hay nadie ¡ Nos metemos dos en la escala con Ana en el centro. Vamos cautelosos eludiendo vidrios rotos y las cascaras de yeso caídas en los peldaños. En el descanso del piso 12 no hay nadie. Dejamos arriba los pasillos del piso 11 igualmente desocupados. Aparentemente el edificio fue evacuado temprano y hemos quedado únicamente nosotros, los de la radio. Piso diez. El polvo opaca los pasamanos de aluminio. Las huellas de nuestras manos le devuelven el brillo. Piso nueve. Apresuramos el descenso más aliviados. En el piso ocho nos inmovilizan los soldados aplastándonos con los fusiles contra la pared.

- Manos a la nuca y sigan bajando. Rápido. En dos filas trepan lenta y silenciosamente los invasores con los cascos atados con una correa al mentón. Algunos lucen la cara tiznada. Todos llevan pechera anaranjada. Vaho de sudor les precede. Nos desplazamos entre ellos mecánicamente, empujados desde la espalda por un fusil cada uno. A nuestro lado las dos filas de uniformados continúan subiendo. Casi trotando llegamos al primer piso.

Con las piernas abiertas y la nariz pegada a las paredes de cristal, las manos extendidas y apoyadas en ellas, permanecen blancos los dos compañeros que nos antecedieron. Y muchos más. Ese primer piso del Ministerio del Trabajo es una vitrina desde la que miran a la calle más de cien civiles prisioneros. Funcionarios del Ministerio, el propio Ministro, subsecretarios, directores de departamentos, jefes de servicio, ascensoristas, mayordomo, chóferes, personal jurídico. Nos urguetean enteros buscando armas y nos destinan lugar. A Anita la empujan al pequeño teatro y allí la encierran con las otras mujeres. Esa mañana, cuando se la llevaban, sin despedida, me dijo muy triste:

- Perdimos. Nos van a fusilar. Mantente sereno. No tengo miedo.

Intentó sonreír al alejarse muy blanca.

Vemos la esquina de Huérfanos con Teatinos sin vehículos ni peatones. Un soldado emerge del portal. Se para en la bocacalle y descarga su automático en dirección a La Moneda. Agazapado retrocede disparando para guarecerse en su escondite. Protegidos por las columnas otros aguardan. Corren al espacio descubierto, disparan y retroceden. Apuntan a las ventanas entornadas de los edificios. Tres civiles botados en manchas de sangre yacen de espalda. Rugen los aviones en el ciclo. Pasan a muy baja altura. Los cristales en los que nos afirmamos se comban temblando. Todo el edificio se estremece. El estampido cercano ensordece y deja vibrando su silbido en los oídos.

- Empezó el bombardeo, carajo. Que se hunda y reviente todo. Y Uds. en primer lugar, cabrones. Que se asen vivos los hijos de puta de La Moneda. Salte en pedazos esta porquería. ¡Por fin, fuego, mieeecrdaaa . . !

Otros soldados que nos apuntan repiten exclamaciones parecidas o peores. Nos zamarrean y tiran patadas. Gritan a todo pulmón. Manotean. Los de la calle están tendidos, apegados a las murallas o metidos en las cunetas. Desde los pisos altos llueve vidrio molido al pavimento. De nuevo los aviones. Bombas. Temblor. Alaridos a nuestras espaldas.

- Formaaar.

Volvemos las caras sin despegar las manos de nuestros apoyos.

- Manos a la nuca. A la escala. Rápido. Manos a la nuca. A la escala. Rápido .. .

A tropezones y atropellándonos estructuramos una fila desordenada metiéndonos a la escala de los sótanos. La hilera de soldados nos deja espacio justo para que descendamos hacia las profundidades a toda carrera. Un pasillo de cemento sin enlucir. Otra escala. Otro pasillo. La puerta que se abre a la habitación donde entramos todos.

- Sentarse en el suelo con las manos en la nuca.

Nos cuentan. Ciento cuarenta y dos.

Aquí hay silencio y poca luz. Un par de tubos de neón en el techo. Al fondo del cuarto, detrás de nuestras espaldas, un montón de muebles viejos.

Los temblores de bombardeo llegan atenuados a esta hondura.

Dejan abierta la puerta metálica. Desde allí nos vigilan apuntándonos con los SIG.

- Prohibido moverse, prohibido hablar, prohibido fumar.

Mediodía. Ahora sí que nos aislaron del mundo. Ya no sabemos lo que sucede. Ni siquiera disponemos del pedazo de cristal ante los ojos que nos permitía abarcar algo de la calle. Paredes blancas. Algunos guardias en la puerta. Nosotros sentados en el suelo con las manos en la nuca, callados. Retumba alejado el bombardeo de La Moneda. Ecos de disparos salpican pasillos subterráneos. Afuera debe crecer el desconcierto. Sólo se oye la radio de la Junta. Los trabajadores en sus fábricas aguardan. ¿Qué? La tropa que nos detuvo actúa enfurecida. Les impulsa algo más que entrenamiento. Odio. ¿Caerá el Gobierno? ¿Renunciará Allende? Al abandonar el piso trece hace un rato la bandera presidencial flameaba esplendorosa entre nubes ralas de humo azul. La guardia de palacio es capaz de contener el asedio durante bastante tiempo. El tiempo necesario para que... ¿Para qué...? Fuerzas del ejército rodearon la casona del Comité Central del PC a una cuadra de nosotros, a nuestra vista del piso trece. Dispararon contra él. ¿Lo ocuparían?

Aparece un oficial en la puerta. Ningún distintivo en la guerrera. Pistola al cinturón y en la mano derecha un automático. Habla con los soldados indicándonos.

- Prohibido moverse, prohibido hablar, permitido fumar.

Se retira.

El trajinar de bolsillos por los cigarrillos y los fósforos nos permite evaluar su contenido, empuñar papeles con nombres, direcciones, y después apelotonarlos en bolitas, ponerlos en la boca y rumiarlos disimuladamente.

Dos uniformados arrastran a un muchacho con casaca de cuero. Viene desmayado. Lo arrojan a las baldosas ante nosotros. Se retuerce en gimoteos. Abre los ojos y pide agua. Lo ponen de vientre. Uno se le sienta en la cintura y le levanta la cabeza tirándole el pelo. Le golpea la cara contra el suelo. Este se humedece de saliva y sangre. El otro soldado le da puntapiés en los costados. Nos miran desafiantes. Los de la puerta también nos observan.

- Arráncate ahora, desgraciado. Dejan al muchacho inmóvil en el suelo, con sus brazos abiertos en cruz, y salen.

Al chasquido de un fósforo tensa a los de la puerta. Nos recorren con los fusiles.

El caído mueve lentamente la cabeza, la alza leve, abre la boca para hablar y envuelto en quejidos
vomita líquido verdoso espeso. Encoge los hombros y arrastra las manos hacia donde la cara reposa sobre la mugre. Escarba entre las viscosidades, y comienza a comer sus vómitos, sangre, saliva. De ojos opacos, pretende insinuar serenidad. Murmura bajito:

- Las direcciones, las direcciones ...

Echándoselo a la boca intenta tragar aquello. El esfuerzo lo agota, e inmóvil de nuevo calla. Su cabello negro permanece pegado a la frente en una ramazón de costras rojizas.

Retumbar lejano y leves estremecimientos del edificio. El bombardeo continúa, asordinado, persistente.

El soldado más alto del grupo de la puerta es delgado, joven. Tiene bigote cuidadosamente recortado. Ha ladeado su casco sobre un ojo. El uniforme carece de distintivos. Imposible determinar a qué regimiento pertenece, qué grado ha conquistado. Debajo de su gesto soberbio hay temor, trazado por las ojeras y el leve temblor de los labios. Está pálido como nosotros.

Abriendo la cortina de uniformes entra uno macizo.

- ¿Dónde está el mayordomo del edificio . . .? Los maricones dejaron muchas puertas cerradas. Necesito las llaves. Si no me las entregan derribaré las puertas, y las tendrán que pagar Uds.

Un viejo de overol azul grasiento hace sonar un aro abarrotado de llaves.

- Tráelas.

Las toma y se va taconeando botas y campaneando llaves.

Agitación en la puerta. Se asoman caras maduras desplegándose en abanico hacia el interior. Muchos más fusiles nos apuntan ahora. Como si vinieran visitas para mirar el trofeo que quienes nos custodian exhiben sacando pecho. Uno de voz aguardentosa armado únicamente de pistola, con la que acciona al hablar, pregunta:

- ¿Me escuchan bien?... ¿Me entienden todos...? ¿Me comprenden...? Correcto. Entonces que se paren los cubanos y formen a este lado. A este otro lado se me forman los rusos. Los rusos allá, los cubanos acá.

Pestañeamos desconcertados. Nadie habla ni se mueve.

- ¿No me escucharon o no me entendieron? (¿Y por qué está este hombre aquí en el suelo . . .? ¿Está herido o está muerto . . .? Ah, ya lo vio el practicante. Y no tiene nada. Pónganlo en este rincón. Despiértenlo y que limpie la mierda que dejó aquí). ¡Los rusos y los cubanos, levantarse! Ah, rogados los niños. Muy bien. Pero óiganlo, cabrones. Lo sabemos todo. Los conocemos bien a Uds ... Los tenemos bien identificados. Agradezcan a Dios que están vivos, porque debiéramos haberlos matado a todos Uds . . . Uds. los francotiradores que nos mataron los soldados en esta esquina las pagarán caras. Y peor lo pasarán por tratar de ocultar a sus cómplices extranjeros. Tú, párate.

El muchacho rubio señalado con la pistola se levanta.

- ¿Eres chileno? ¿Dónde naciste?
- Soy chileno ... De Talca.

- ¡Tú eres cubano! Se dirige a otro.
- No señor. Soy de Temuco.

- Al primero que se mueva me lo liquidan, subraya, guardando su pistola.

Da media vuelta y sale digno. Su Estado Mayor también se retira.

Otros detenidos engrosaron durante esa tarde nuestro grupo. Personas que no alcanzaron a escapar y permanecieron acorralados en los portales o huecos de ventanas. Después de identificarlos y otorgarles la reglamentaria paliza, les permitían sentarse en el suelo con nosotros. Y como nosotros permanecen sin moverse, silenciosos. La llegada de los nuevos detenidos, los culatazos a que los sometían, sus quejidos nos impidieron determinar el momento de término del bombardeo cercano, pues de pronto una capa de silencio cubrió el sector. Los nuevos, así como los que relevaron a la guardia de la puerta, venían empapados, chorreando agua. ¿En qué momento comenzó a llover? ¿En qué momento terminó el bombardeo? ¿Cuál puede ser el significado de esta pausa en la batalla? ¿Coparían La Moneda?

Estas y otras interrogantes recién las empezaríamos a develar dentro de algunas horas cuando saliéramos a la calle, cuando camináramos por el Santiago damnificado y testificáramos en el interrogatorio al que se nos sometería en el Ministerio de Defensa. Ahora el silencio nos ayuda a tratar de recapitular el mensaje del Presidente Allende transmitido por Magallanes antes de caer silenciada: "tengo fe en Chile y su destino, superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse".
 
 
"FRANCOTIRADORES" Capítulo 2

Tenemos los músculos de las piernas endurecidos, la ropa húmeda pegada al cuerpo, caras ojerosas y las lenguas cocidas de tanto fumar. Cumplimos ocho horas inmovilizados en nuestra detención, cuando nos ordenan levantarnos y formar junto a una de las paredes laterales. Fila de a uno. Nos amarran las manos a la nuca y con la misma soga atan a toda la fila. Llevamos las muñecas amarradas detrás de la cabeza. Mi barbilla topa la espalda del que me precede y sobre mi espalda presiona la cara del de atrás. Pegados unos a otros nos cuesta avanzar, pese a los empujones de los guardias. Constituimos una cuelga de chorizos de piezas verticales trepando a tanteos la escala, estimulados por los culatazos y los gritos.

- Así los queríamos ver. Ahora los liquidaremos a todos. Apúrense desgraciados.

El puntazo del fusil me hace tastabillar. Sin embargo me mantengo en pie. Prácticamente cuelgo de la cuerda. El estirón aprieta más el nudo hiriendo la piel, cortando la circulación a las manos, que se hinchan. Siento un pisotón y la respiración vinagre del que me sigue soplando agitado. Recuperada la estabilidad aprendo a dar el paso cuando el de delante lo hace con el mismo pie. Y el de atrás aprende de mí. Los tobillos desollejados nos obligan a desplazarnos con extremada cautela. Llegamos al primer piso y nos sacan a la calle. Nos organizan en una formación de a tres. El pavimento brilla mojado. Chispean espejos de vidrios rotos. La esquina de Huérfanos y Teatinos donde nos cuentan es un campamento militar apenas iluminado por algunos faroles municipales encendidos. Descienden soldados de los camiones. Nos rodean apuntándonos. Son pasadas las ocho de la noche. Hay clima de madrugada. Las ventanas de los edificios del sector permanecen cerradas, todas sus luces apagadas. Cuelgan destripados y opacos algunos letreros luminosos. Estallan disparos aislados. Las tres filas de prisioneros amarrados quedamos al centro de la calzada. La infantería se pega a ambas veredas ordenando el avance después de una arenga:

- Irán por el centro de la calle para que los francotiradores los maten a Uds. Si alguno de Uds. intenta escapar los matamos a todos.

Grotesca amenaza en realidad porque amarrados como vamos apenas podemos caminar. Es imposible correr. Por eso nos demoramos bastante en cubrir una cuadra hasta Morando. Ahí torcemos a la derecha. Nuestra columna de hombres sin cabeza, solitaria, flotando en las penumbras, avanza otra cuadra arrastrando los pies, dando y recibiendo pisotones. Esquina de Agustinas. Desde ese ángulo de la Plaza de la Constitución girando un poco la cabeza, vemos el Palacio de La Moneda.

La nube de humo surge de las ventanas delanteras y del techo, arremolinándose, expandiéndose muy alto. Llamaradas ocultas por las murallas carcomidas iluminan el humo desde abajo dándole consistencia sanguínea. Algunos carros bombas lanzan chorros de agua. Bomberos de toalla al cuello bracean en lo alto de las escalas telescópicas. Sus sombras se proyectan alargadas hacia la plaza donde hay soldados agazapados mirando. Caminamos entre escombros.

He ahí el símbolo de la institucionalidad republicana lamido por el fuego y el agua. Relumbran las llamas despejando fugazmente las sombras. El olor a madera quemada impregna el aire. Y la picazón de la pólvora persiste acá con más intensidad.

Únicamente una semana antes el panorama era aquí distinto. Había luces y frente a La Moneda, iluminada por reflectores de colores, desfilaban los trabajadores festejando el tercer aniversario del triunfo. Obreros de la construcción formaban una guardia de honor ante la tribuna del Presidente Allende y sus Ministros. Ciertamente que esa manifestación bulliciosa de marchas y canciones contenía la alarma de peligro de golpe latente. Bosques de banderas navegaban por el centro de la ciudad y los letreros en manos de la gente pobre reclamaban la destrucción del perfil del fascismo presente en el terrorismo y el sabotaje. Durante muchas horas desfiló el pueblo y los manifestantes se calcularon en medio millón y algo más. Eran días difíciles. Como lo fueron los tres años, sin pausas ni descanso.

Habíamos llegado al triunfo de 1970 después de una campaña intensa, sacrificada, activada por huelgas, tomas de terreno por los sin casa, concentraciones a la salida de las fábricas, choques con la policía, detenciones. Había que quitarle horas al sueño para rayar paredes y dibujar murales de propaganda antiimperialista. Proteger los locales de los asaltos de las bandas armadas de la derecha. Reunir escudo a escudo el dinero apenas suficiente para comprar papel, pintura, adquirir vehículos, brochas, arrendar espacios radicales, sostener periódicos populares. El 22 de Enero de 1970, a pocas cuadras de aquí, el senador Luis Corvalán proclamó en un mitin del Partido Comunista: "salió humo blanco". La izquierda aglutinada tras un programa de acción concreto para Chile lograba designar como candidato a la Presidencia de la República al Dr. Salvador Allende. Esos mismos días de Enero nacieron las brigadas "Ramona Parra" de las juventudes comunistas, integradas por obreros, campesinos, estudiantes. Los muchachos salían de sus lechos a las doce de la noche para pintar murales en todo el país hasta las siete de la mañana, hora en que se dirigían a sus trabajos o sus escuelas. Los otros partidos de la UP forjaron también brigadas juveniles que no dejaron rincón de Chile donde no escribieron su decisión de triunfo y las motivaciones de la lucha en marcha. Nueve meses de vigilia y movilización de los trabajadores hasta el triunfo del 4 de Septiembre de ese año. Las cifras del triunfo, conocidas al final de la tarde, fueron ocultadas hasta pasada la medianoche.

Conciliábulos de la derecha, intrigas palaciegas, secreteos en los cuarteles, tanques en la calle. Así fue el triunfo. Con nerviosismo y movilización humanas. Alameda rebalsando manifestantes decididos a defender la victoria a lo largo de 40 cuadras. Santiago sin transporte camina kilómetros para respaldar al Presidente electo en su proclama desde los balcones de la Federación de Estudiantes. Qué distinta noche esa de nuestro triunfo a ésta de nuestra derrota. Entonces ni un vidrio roto por las masas populares, fervorosas invadiendo el centro de la capital decididas a todo. Mucha disciplina, orden, vigilancia, canciones. Espontáneamente suben las banderas al tope de los rancheríos, poblaciones obreras y se extiende su flamear al centro de las ciudades. Ahora arde La Moneda. Los trabajadores permanecen cercados en las fábricas, minas, instituciones. Otros prisioneros o muertos. Y nosotros atados como en galera hacia un lugar que no conocemos y con propósito también ignorado. Simbología fácil de traducir.

Ráfaga de metralla en la plaza. - ¡Apurarse!

Bandera es un desfiladero oscuro con automóviles de parabrisas agujereados volcados en sus estacionamientos. Vitrinas rotas, postes retorcidos o quebrados hacia la calzada. Tropezamos con los terrones y trozos de pavimento removido. Pisamos humedad pegajosa de sangre que nos dejará el sello en los zapatos. Los bultos inmóviles botados sin orden en las cunetas, confundidos entre papeles y basura quemada que hemos visto fragmentariamente en el trayecto, aquí en Alameda y Bandera revelan identidad humana: civiles muertos. La columna de camiones tronando hacia el este los alumbra directamente con sus reflectores al pasar. Los repasan otras luces antes de que nuevamente los borre la oscuridad.

Soldados hombro con hombro cubren el frontis del Ministerio de Defensa, aparentemente la meta donde se nos conduce. Nos desatan. Ordenan numerarse de a cinco y partir a la carrera entre los uniformados. Hay que correr unos cincuenta metros, subir los escalones de la entrada principal del Ministerio, y siempre al centro de la tropa abriendo un callejón, cubrir el vestíbulo para arrojarse de vientre sobre las baldosas. Veo partir los grupos de a cinco y desaparecer entre las culatas de los fusiles golpeando, botas en zancadillas, puños a las narices, rodillas a los genitales en un tejido de gritos y escupitajos. Me corresponde: ¡cinco! -grito. Agacho la cabeza y corro tratando de mantenerme pegado al número cuatro. Vaho de sudores envuelve los cascos. Los golpes no duelen. Llegan en remezones y presiones rápidas e imprevistas a las orejas, al estómago, disminuye la flexibilidad de las articulaciones. Provocan ardor. Pero los culatazos en la espalda y riñones cortan la respiración. El uno tropieza en un pie que le tapa el callejón y cae ovillado al suelo. Los demás le caemos encima. Aumenta el volumen de los gritos. Revientan carcajadas histéricas. Nos revolvemos tratando de pararnos. Me cogen del pelo y me levantan hacia atrás. Disparan. Con los fusiles palanquean en la mata viva de brazos y piernas. Uno, dos, tres. Transpirando trotamos en nuestro lugar. Cuatro, cinco. Las caras sombreadas por el acero nos miran desde más adelante donde se abre un poco la paralela uniformada. Una bayoneta me hiela el cuello. Me empuja. Nuevamente avanzamos, corremos recibiendo puñetazos, patadas, hasta que caemos jadeando y apoyamos la cara en las baldosas. Hemos cruzado el pasillo tronante de ferocidad por el que ahora vienen otros, siempre en grupos de a cinco. Como nosotros se arrojan al piso. Y vamos quedando ordenados uno al lado del otro. Cubierto el fondo del vestíbulo. Otra hilera se tiende adelante. Los pies de los de la primera fila, ahora última, quedan topando la muralla. Los de la segunda entre las cabezas de los anteriores. Constituimos al rato una alfombra de cuerpos por la que caminan los soldados, poniendo sus botas sobre manos, espaldas, piernas. Entre nosotros, que cubrimos como cien metros cuadrados, la mitad del espacio, queda únicamente en pie don Bernardo 0'Higgins, cuyo busto de mármol sobre pedestal de granito tiene escritas algunas palabras sobre la libertad, envueltas en ramas de olivo.

El muchacho que queda a mi derecha vuelve la cara de ojos hinchados y me mira. ¡Tengo frío! dice.

- Silencio, grita alguien. Aquí nadie habla, nadie se mueve.

- Así que estos son los francotiradores, agrega otro.

Una voz de mujer llega desde lo alto.

- Infelices. Desgraciados. Asesinos. Mátenlos a todos. Perros de mierda, upelientos maricones. Rotos hediondos.

Lanzan algunos objetos que rebotan en nuestras espaldas.

La voz de mujer se aleja maldiciendo por los corredores superiores.

Y comienza el interrogatorio.

Somos unas seis u ocho filas de hombres tendidos de vientre. Viniendo de la calle yazgo en la segunda. Los de adelante salen primero. De a uno. Escuchamos las preguntas, las respuestas, los golpes y los gritos.

- Párate tú. De carrera al frente. Afirma las manos contra la pared. Abre las piernas. ¿De qué partido eres.. .?

Cualquier respuesta era insuficiente para los interrogadores, constituidos por tríos representantes de la marina, la aviación y el ejército. Oficiales sin gorra, rabiosos, eficientes en sus funciones. A comunistas y socialistas les pegaban por su condición de tales. Dudaban de inmediato de alguien que manifestara militancia en el Partido Radical o el API. Los dejaban para una segunda vuelta de preguntas. Pero los que recibían más violento y prolongado castigo eran quienes señalaban haberse mantenido afuera de los partidos en condición de "independiente". Hasta el momento en que escuché a nadie oí confesarse del MIR. De esta primera pregunta se desprendían las demás. Veníamos con la acusación de constituir una banda de francotiradores capturados en los rascacielos del sector céntrico de la capital, causantes de la muerte de varios soldados, dueños de poderoso arsenal. Por lo tanto la labor de los interrogadores se circunscribía a determinar el lugar desde donde combatimos, las armas que utilizamos, la confesión de haber dado en el blanco a las tropas, el sitio donde guardábamos armamento y munición, nombre y dirección de los cómplices.

El grupo de tres uniformados sin gorra golpeando a un civil se multiplica en toda la extensión de las murallas. Las preguntas y respuestas se confunden. Alaridos de dolor empujando negativas de las gargantas se interrumpen con los quejidos y el descompasado tamboreo de puños.

- ¿Con que, independiente, no? Aquí te vamos a hacer cantar.

- Así que te trajeron por equivocación. ¿Quiénes cayeron contigo?

- ¡Llévense a este gallito al sótano!

- Tú no disparaste, de acuerdo. Dame los nombres de los que lo hicieron.

- Repíteme la dirección.

- ¿Dónde perdiste los documentos? ¡Más fuerte! ¡No te oigo!

- Allende era maricón, repítelo.

- Si no hiciste el servicio militar ¿dónde aprendiste a disparar? ¿Quién te enseñó? ¿Quién te enseñó?

A uno lo paran en el hueco del ascensor. Presionan el botón de las puertas que se abren. Le introducen las manos. Sueltan el botón. Las puertas se cierran apretando los dedos. Sobre el quejido le agregan:

- En el sótano te daremos más duro. ¿Dónde tienen escondidas las armas?

- ¡Ahora son todos independientes! ¿Y quiénes iban a las marchas?

- ¡Déjamelo a mí, éste es mapucista! Del bolsillo del pantalón del joven de la chomba azul le extraen un brazalete de género grueso donde hay dos letras rojas: UP.

- Cómetelo. ¿No te gusta sin sal? Eso es. ¡Trágate mejor el trapo antes que te hagamos tragar mierda!

Risotadas.

- Llévense abajo a este huevón cobarde. Se desmayó.

El del trapo en la boca se dobla en arcadas.

- Ayúdate con las manos. ¡Tienes que tragártelo ! ¡ Perro upeliento!

Carrusel de cabezas despeinadas, sangrantes.

- ¡Levántate!

Me alzan del cuello de la chaqueta, indicándome un espacio vacío en la pared, muy cerca del ascensor. La patada me hace correr. Resbalo en algunos escalones en los que antes no había reparado.

- Levanta las manos y afírmalas contra la pared. ¡Abre las piernas!

El trío revolotea a mis espaldas.

Parece que el primer golpe fue a los riñones, porque después de los dos manotazos simultáneos en las orejas sentía que me tiraban ruidos a la cabeza. Incluso escuché el chasquido provocado por los lentes al caer.

- Es éste -grita uno a mi lado.- Aquí lo tenemos.

Me toca el cuerpo buscando armas. Es el tercero o cuarto registro en lo que va corrido desde la detención hace diez horas. De cara a la pared no veo los rostros del trío pero sí distingo gotitas de sangre coagulándose en la pared y arrastrándose trabajosamente hacia abajo. Las bolitas rojas dejan tras sí una estela opaca al secarse.

- ¿Cómo te llamas?

Doy mi nombre.

- ¿A qué partido perteneces?

- Al Partido Comunista.

El puño que viajaba en dirección a mi cara se detiene junto a un ojo sin tocarme.

- ¿Así que eres comunista? ¿Y no tienes vergüenza de confesarlo?

- No.

El puño vuelve y me tuerce la cabeza al impacto. Multiplicado cae en el cuello, espalda, orejas. Una rodilla encuentra desde atrás los testículos. Aprieto las mandíbulas y cierro las manos en un encogimiento desesperado.

- ¿Quién disparó desde el edificio de la radio?

- Nadie. No teníamos armas.

- Nos mataron dos conscriptos. ¿Quién disparó? ¿Tú? ¿Si no fuiste tú dínos quién? ¿Quién?

Ellos saben bien que nadie disparó desde ese edificio, porque si alguien lo hubiera hecho nos habrían matado a todos. Si en el allanamiento posterior a nuestra detención hubieran encontrado armas, igualmente habrían procedido a fusilamos a todos ahí mismo.

- Eres uno de los francotiradores. ¿Sí?

- No, soy periodista.

- De los que cayeron contigo, ¿quién disparó? Dínos un nombre y te despachamos en auto al tiro a tu casa. O de no, te vamos a tener por lo menos dos meses preso.

¡Dos meses preso! ¡Qué monstruosidad!

Ronca en mi oído:

- Bien. No alcanzaron a sacar las armas de donde las tienen escondidas... ¿Dónde me dijiste que las guardaron? Vamos, dilo. Estás cansado. Te vas a tu casa de inmediato. ¿Dónde me dijiste? Te soltamos a tí y a tus compañeros de la radio y aquí no ha pasado nada. ¿Dónde, ah? ¡Tienes aspecto de ser una persona decente! ¡Cómo puedes estar protegiendo a delincuentes y rateros! ¿Te mandamos al tiro para tu casa, ah?

Tal como corresponde al caso, después de la aprendida monotonía de aparente amistad y deferencia descolgada de sus palabras pausadas, venía el tumulto de la furia contenida. El organismo es un tambor sordo al exterior, rebotando únicamente hacia adentro el repiqueteo intenso y desordenado prodigado por manos y pies de tres altos representantes de nuestras gloriosas fuerzas armadas, dóciles a las riendas que maneja Pinochet. Tres oficiales egresados de academias, aplaudidos seguramente en las paradas de Fiestas Patrias, hombres de mundo y sociedad, educados para guardar las fronteras y cultivarse en el desarrollo de la sofisticada ciencia bélica, transformados aquí en vulgares matones. Patotas uniformadas vejando en la impunidad más absoluta por el llamado empatriotecido de quienes les manipularon la capacidad de razonar y discernir. Los golpes no duelen, escuece el corazón por la impotencia del poderoso palpitando en esos pechos de pijes renacido, horadando con odio desatado el amontonamiento de la rotería nuevamente puesta en el lugar que ellos creen debe vivir, en el suelo, pisoteada. Pretenden humillar, descorazonar. Consiguen gritos de dolor, quejidos de desesperación. Pero reniegos ninguno. Tampoco logran que los presos repitan las blasfemias contra el Generalísimo de las FF.AA. asesinado por ellos hace algunas horas, en una acción que tiene un solo nombre: traición. Traidores a la Patria que aseguran conocer y repiten amar y respetar. Traidores despreciables. - Te vamos a fusilar.

Me empujan a un rincón hacia el que, parece increíble, me cuesta desplazarme. Un hombre maduro con la camisa rota y la cara ensangrentada permanece solo e inmóvil con las manos en alto apoyadas en la pared. Quedo a su lado y espero. ¡Cómo me gustaría encender un cigarrillo! Llega otro. Somos tres. Resoplamos como después de una carrera agotadora. ¿En qué momento supimos que Allende había muerto? Y, ¿a cuántos más habrán matado?, ¿acabó, entonces, el Gobierno Popular?

Cogidos en los vaivenes de la demolición del régimen constituimos piezas aisladas de un mecanismo paralizado en su centro y desintegrándose hacia la periferia. Ramaje despegado del tronco al que calcinaron sus raíces, simplemente vegetaremos hasta el momento en que orgánicamente volvamos a encajar en el cuerpo coherente de la vida necesariamente impulsada a renacer y desarrollarse.

Es medianoche, llevamos aquí más de 4 horas.

- Numerarse.

- ¡Uno, dos, tres, cuatro, cinco! Nuevamente el grupo de a cinco. Esto significa otro cruce por el callejón de la muerte.

- Manos a la nuca.

Ahora ocupo el lugar dos. No está tan mal. La peor ubicación es la del número cinco. Pobre del compañero que cierra la fila. Las pasará duras. Pero no llevará mucho tiempo llegar hasta la puerta. ¿Adonde nos llevarán ahora. . . ?

- Nos van a matar, susurran de más atrás.
- Ni volantines, le responde el de mi espalda. Somos simples ñeclas.
- ¡A la carrera. . . maaarr.!

Repetición de una escena ya vivida. ¡Corremos aparragados entre los soldados que nos golpean y nos gritan. El trayecto lo complementan las culatas a los que entran y a los que salen. Y como tanta gente ha estado entrando y saliendo en las últimas horas, ya hay muestras de agotamiento en los apaleadores que nos despiden. Sus golpes aunque intensos caen más ralentizados y con menos entusiasmo que unas horas antes. Terminamos de cruzar el callejón, parados en la parte posterior de un camión militar estacionado junto a la vereda. Un jeep con soldados y ametralladoras le antecede y otro le precede. Trepamos de a uno. En el piso metálico del camión hay piedrecilla y arena. Nos botan de vientre y siempre con las manos en la nuca. Prohibido volver o levantar la cabeza. Tampoco se puede hablar. Quedamos allí un rato. Traen dos grupos más de compañeros. Los obligan a tenderse de la misma manera que a nosotros. Afirmados en la barrera de atrás, varios soldados nos custodian apuntándonos con sus automáticos. Partimos con rumbo desconocido.
 
 
"EL QUE NO SALTA..." Capítulo 3

Durante un buen rato rodó el camión por calles desocupadas. Imposible determinar la dirección. Las barandas metálicas detenían las miradas en latones sucios. Crecían las peladuras de los codos. Calle asfaltada, una vuelta, adoquines, pavimento liso. Camino con luces de neón muy blancas. Oscuridad otra vez. Frenada. Pasamos lentamente bajo un arco de cemento amarillo. Parece que llegamos a nuestro destino. ¿Dónde nos encontramos.. .? Detención. Olor a aceite quemado.

- Bajarse.

Con dificultad nos erguimos y caemos al suelo.

- Numerarse de a cinco.

Los que nos conducen nos rodean y nos obligan a correr agrupados entre ellos hacia pabellones de un piso. Un pasadizo entablado. Retumban las pisadas en la madera vieja. Ante una puerta abierta trotamos en nuestro lugar acicateados por los culatazos y los gritos.

- Déjenlos aquí. Ahora son nuestros. Más golpes en las costillas.

- Déjenlos aquí he dicho, y retirarse.

Los que nos conducen dejan de golpearnos y retroceden blasfemando. En la habitación hay bancas apegadas a las cuatro paredes. Nos hacen pasar indicándonos que podemos sentamos. Tubos fluorescentes en el cielo raso. La intensidad de la luz nos molesta la vista. Una ventana cerrada. Desde la puerta nos observan varios uniformados, un suboficial alto, narigón, moreno. Un capitán boina negra. Varios soldados. Curiosidad en sus miradas.

Realmente traemos un aspecto lamentable. Despeinados, camisas sucias con desgarros, pedazos de forro escapando de las hombreras de las chaquetas, pantalones con rajaduras. Y sobre esa vestimenta las manchas de tierra, sangre, meados, grasa. Caras de mirada deformada por el desconcierto, la rabia, la angustia de la espera a lo desconocido en acecho. Pronto las manchas moradas reemplazarán a los abultamientos de las cejas, bocas, mejillas. Pero además portamos un cargamento de fetidez añeja, del acumulamiento de suciedades trapeadas por las ropas, de transpiradas frías que se evaporaron.

Pronto llega otro grupo y otro. A las dos horas ocupamos la totalidad de las bancas, las que nos esperaban y las que trajeron. Los nuevos grupos comienzan a ocupar también el suelo, hasta que la habitación se repleta de cabezas, rodillas, respiraciones fatigadas.

- Se encuentran transitoriamente detenidos en el Regimiento Buin, hasta tanto la Fiscalía Militar se haga cargo de Uds. Ahora deben formar en el pasillo.

Lo hacemos.

- A este lado dejan los cinturones, corbatas y cordones, y sobre esta mesa los documentos. A medida que lo hagan entran de nuevo a la pieza.

- ¿Puedo pasar al baño? - pregunta uno.

- Si. Pero en orden y no más de dos a la vez. La totalidad sentía necesidad de evacuar o beber. Así que debimos mantenemos con la mano levantada en tanto nos llegaba el tumo de pasar al retrete. Desde algunos metros de distancia nos custodiaban los soldados indicándonos el trayecto. Luego se quedaban en la puerta esperándonos.

A la casi totalidad le sucedió lo mismo: arrepentirse de la obligación de ceder ;il cumplimiento de una necesidad biológica, porque unas uñas afiladas despertaban en los conductos internos y los recorrían con la orina, que goteaba enrojecida por la sangre. Alambres finísimos parecían envolver los riñones y tironearlos a un descenso inútil encajonándolos en cavidades endurecidas y taponeadas con filtros de arena caliente. Vértigos.

Lo poco de noche que nos quedaba lo pasamos en esos viajes atormentadores después de cada uno de los cuales el que volvía emitía gemidos similares.

El sol de la mañana nos agregó palidez. Y esas dos o tres horas de descanso sin dormir en el silencio de la habitación de aire viciado nos dio conciencia del estropeamiento muscular. El acomodamiento en la banca o tablas primero molestaba y después dolía, hasta que el simple detalle de volver la cabeza repercutía en los huesos.

A media mañana nos dieron café, disculpándose de no acompañarlo con pan. Después escribieron nuestros nombres en una lista a la que sacaron copias.

- La copia con los nombres de Uds. quedará en el Buin. Es la constancia que llegaron vivos y que de aquí saldrán vivos.

Como a las dos de la tarde pidieron voluntarios para acarrear unos tablones con los que armaron un mesón en el pasillo. Nos proveyeron de tazones de plástico llenos de porotos con papas y carne, agregaron un medio pan por cabeza. El suboficial moreno seleccionó a los cuatro más gordos y les repitió la ración. Soldados sin fusil se asomaban entre los hombros de sus camaradas de guardia, nos miraban al interior y se iban comentando en voz baja. Quedaban pocos cigarrillos, así es que sin hablar establecimos su distribución racional entre los sesenta u ochenta prisioneros. Cuando abrieron la ventana para airear la habitación vimos árboles en el exterior y a lo lejos los faldeos del cerro San Cristóbal. De por allá llegaron ecos de disparos. Flotaron helicópteros y la balacera se acercó por algunos momentos. Cuando finalizó volvieron a cantar los pájaros. Pasaron lista y corrigieren los nombres o apellidos mal escritos. A las cinco de la tarde nos comenzaron a llamar. La relativa tranquilidad fue suprimida de inmediato por el anuncio formulado.

- Los reclama la fiscalía militar. Vuelven al Ministerio de Defensa.

Sabíamos su significado. Las horas vividas allí la noche anterior presagiaban su repetición inquietante.

Marchamos formados de a uno pasando al lado de un montón de corbatas desde donde debíamos recoger rápidamente la nuestra. Después los cinturones y los cordones de los zapatos. Los carnets los devolvían gritando nombres. La fila caminó al exterior donde varios microbuses "Recoleta Matadero" esperaban con sus motores en marcha flanqueados por jeeps y tropa.

- La guardia que les acompaña, va para protegerlos. La gente quiere matarlos. Nosotros lo impediremos. Hay muchos francotiradores todavía que disparan contra los prisioneros.

Curiosa situación. Guardamos los comentarios. Subimos y nos ubicamos. También al lado de chófer y en el asiento de atrás van soldados, nos apuntan.

En los patios, bajo los árboles descansan soldados de pechera anaranjada y cabeza descubierta. Otros con su armamento pasan número. Suben veloces a los camiones y parten. Cuando la caravana que nos conduce se pone en movimiento miran desganados y continúan paseándose silenciosos o tendidos en la sombra. Pocos entre los prisioneros son tan jóvenes como ellos. ¡Y cómo se endurecieron en las últimas 24 horas! Ahora son hombres que dispararon sus armas contra hombres de su familia. Y los mataron. ¿Pensarán eso.. .? ¿O en su hogar de barrio pobre. ..?. No. Todavía vibran en sus cerebros juveniles las arengas de los oficiales pronunciadas en la madrugada de ayer. Los llamados al combate contra una fuerza indeterminada y diabólica, atrincherada en el Palacio de La Moneda, dispersa en las poblaciones obreras, tendiendo las celadas en los cordones industriales. Organizaciones malignas preparadas para el exterminio de esos oficiales-padres guardadores solemnes del honor de la tricolor. Por eso la necesidad de arreciar la disciplina y reaccionar rápidamente en la misma dirección de la orden superior. Correr sin mirar sobre el obrero muerto, porque si no lo matas tú primero te matará él a ti. La patria recogerá tu nombre y tu figura. Y aparecerás modelado en mármol formando en la galería de los inmortales, envuelto para siempre en los pliegues imperecederos de la gloria eterna. . . O, ¿pensarán en sus hogares de barrio pobre?

Toman por Recoleta. Casas de dos pisos y fachadas deslucidas. Ropas asoleándose en balcones y patios. Puertas y ventanas cerradas. Banderas en algunos mástiles. ¿Banderas. . .? Las veredas sin transeúntes en el atardecer de un barrio de Santiago no existen. Las puertas con la silla donde la comadre aprecia el transcurrir del tiempo en su vecina, tampoco existen. Y las esquinas con la gritería de los chiquillos, no son verdad. La pareja tomada de la mano en dirección al beso que oficializa el romance, es pura imaginación. Vega Central. Sólo paraguas de moscas bajo toldos abandonados recorren la verdura secándose podrida desde el día anterior. Estación Mapocho. Desaparecieron los cargadores de gorra roja capitaneando escuadrones de maletas y canastos. El llamado eterno del ofertante gentil de un taxi al puerto, no se escucha. Banderas huérfanas flamean en los hoteles de amor furtivo.

Hay casas embanderadas. Al sol las casas cerradas, las calles peladas y las banderas blandiendo colores a las paredes, a los grifos, a los escombros. a la muerte presente en la transparencia del vacío.

De pronto la multitud, el gentío, el ruido, las voces, el movimiento. Desde Alameda desembocamos en un costado del Estadio Chile. Muchos llegaron antes. Se pierden de vista los vehículos estacionados. Tropas de ejército y aviación en gran número. También marinería. Y grueso contingente de carabineros. El resto de la muchedumbre, aplastantemente mayoritaria, son presos saltando. Bailan encajonados en filas de a uno, largas, apretadas. Cubren en rayas rítmicas la calle angosta de la entrada del Estadio y las primeras cuadras de Alameda. Bajamos de nuestro microbús aliviados pese a todo de encontramos cerca del Estadio Chile y no en la sordidez del Ministerio de Defensa. La mentira de los del Buin sobre el destino que llevábamos la calificamos de mal menor en el avispero actual.

Apenas bajamos caemos sometidos al ritmo de la danza de los demás prisioneros. Con las manos en la nuca hay que saltar constantemente. Esas son las órdenes. Trotando nos desplazamos lentamente hacia la entrada principal del Estadio, picaneados por la guardia, rígida valla separadora de otras filas de gente saltando hacia la derecha, izquierda, adelante, atrás. Culebreamos en el oleaje de cabezas emergiendo y escondiéndose por entre bayonetas.

Transpiramos cansados. Todos transpiramos menos los uniformados, alegres de la diversión que protagonizamos únicamente para ellos. Los últimos rayos de sol desaparecen de los techos vecinos. Nosotros continuamos danzando en las penumbras.

- ¿El que no salta es momio, no...? grita un oficial.

Réplica bestial de una práctica nacida durante la campaña electoral de 1970, cuando los jóvenes para entrar en calor en los mítines realizados en pleno invierno al frío coreaban: el que no salta es momio. Su ritmo festivo contagiaba a los asistentes y sólo culminaba en el momento en que en la tribuna los dirigentes también saltaban. En el Estadio Nacional repleto la tarde del 4 de Noviembre de 1970, fecha de la asunción de Allende a la Presidencia, la multitud acogió entusiasmada el desafío de los jóvenes y saltó en galerías y tribunas, en el césped de la cancha, en la pista de ceniza, otorgándole ritmo al grito colectivo y desplegando un vaivén de manos tomadas por varios minutos. Era una muestra de vitalidad y juventud decidida a levantarse por sobre el formalismo de los mediocres a los que, derrotados en las urnas, había que derrotar ahora en su potencial económico, desde las organizaciones populares desarrollándose con ímpetu. Era el comienzo optimista de la concreción de ideales salvajemente interrumpidos. ¿En qué cerebro germinó la burla...? ... ¡ Ahh qué perfecta armonía en la aplicación de la guerra total con su complemento sicológico! Claro que el triunfo carece de gloria cuando un ejército invade una ciudad abierta. Y cuando ese ejército invade sus propias ciudades, inermes, porque a él corresponde defenderlas, la guerra no es tal, es barbarie y cobardía. ¡Cómo se sonrojarían en estos momentos los estrategas del golpe, contemplando su obra! A lo mejor no. Quién sabe si la hallarían magistral. Como el retardado mental que se contenta admirando la perfección con que vomitó en su lecho.

Si en una fila decaen las energías, ahí aparece la argumentación estimulante, el culatazo en la espalda. El que no salta. La marejada se repite monótona. Trotando hacia adelante. Retrocediendo al trote. El que no salta. Es de noche. Respiraciones fragmentadas. Humedad en el cuerpo. Chasquido de metales y correas. Niños de uniforme escolar en las columnas de presos. Adolescentes de uniforme militar en las columnas de carceleros. Charreteras doradas. Un libro pisoteado en el suelo.

Nos enfrenta el capitán boina negra del Buin. Nos indica la puerta central y da órdenes que no entendemos. Despegándonos de la jalea humana en estertores nos acercamos a la entrada y la cruzamos. Corremos trepando escalas. Ingresamos al Estadio. El capitán adelante, agita papeles. Nos señala una corrida de butacas que debemos ocupar, a la segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta. Nos pasa lista. De pie le contestamos, presente y volvemos a sentarnos. Repite por segunda y tercera vez nuestros nombres. Se cuadra. Da vuelta y desaparece. Un rato más tarde agradeceríamos la inusitada y aparatosa preocupación demostrada por nosotros hasta dejarnos ubicados en el primer rectángulo inferior de butacas, al lado derecho del lugar que normalmente ocupa el escenario cuando allí hay espectáculos. Ese capitán nos salvó de la paliza con que se recibía en el Estadio Chile ese día 12 de Septiembre de 1973 a los siete mil chilenos y extranjeros que comenzaban a ingresar para protagonizar alucinantes jornadas planificadas para aplastar física y moralmente a los contendores derrotados de una guerra a muerte.

Del segundo rectángulo inferior de las butacas del otro lado de la cancha de basketbol nos observaban hombres de ojos muy abiertos, sentados tiesos, silenciosos. Reconocí rostros amigos. Funcionarios de la Universidad Técnica del Estado. Quinientos o seiscientos estudiantes y profesores. Entre ellos miraban dos niños pequeños tomados del brazo de su padre canoso, vestido solamente con calzoncillos y camiseta. El resto del local esperaba a sus ocupantes. A éstos los reciben en los pasillos exteriores en una ceremonia que duró 48 horas seguidas. Ingresaban del trote callejero para tenderse de boca y entregar relojes, billeteras, corbatas, cordones, documentos, dinero, llaves, cinturones, lapiceros, libretas, anillos, vertiginosamente recolectados en cajones de manzanas. Les culeteaban y anotaban identidad. Después, de pie con las manos levantadas apoyadas en la pared les sometían a un cuidadoso chequeo de bolsillos para evitar filtraciones de armas o mensajes. Actuaban los linchacos fustigando genitales. Entonces, de nuevo a la fila de a uno. Alanos a la nuca y trote mar. Ocupar las butacas que previamente se les asignaba. Así se extendieron los manchones de prisioneros por las filas inferiores, superiores, balcones y tribunas, hasta que en la madrugada del jueves corrieron sin zapatos por la cancha decenas de hombres de overol azul para sentarse en la superficie encerada. Los obreros de Horizonte.

Los queridos compañeros de Horizonte, empresa gráfica que hasta el martes 11 editaba el diario "El Siglo", "Puro Chile" y otras publicaciones de combate. El arresto de estos camaradas significaba que Horizonte vivió otro asalto y su personal sufría una nueva represión. Entre ellos venía Barría, descalzo, sólo con pantalones, y sin sus lentes indispensables. Barría, su gerente, obrero macizo y corrientemente silencioso trabajó muchos años en Horizonte, aprendiendo y enseñando cada especialidad de la imprenta popular hasta ocupar la delicada responsabilidad de su administración. Nos estremecimos de pena cuando los vimos llegar tan maltratados del Regimiento Tacna. En 1957 Horizonte fue asaltado por la policía política, destruida su maquinaria, detenido todo su personal, encarcelado y relegado a los sitios más inhóspitos de nuestra geografía. Como ahora los sacaron de madrugada, casi desnudos, golpeándolos salvajemente. La libertad de esos compañeros se logró después de grandes batallas de masas y Horizonte se reconstruyó nuevamente con el aporte de los trabajadores de todo Chile. ¡Tantas veces que ha sido destruida su maquinaria, arrestado su personal, asesinado!. . . Y otras tantas veces retoma a la vida de guía en el combate que es su razón de existir.

Durante la tiranía del traidor González Videla, también el furor oligárquico cayó sobre Horizonte, ahogándola hasta cerrarla en 1948. Su gerente era entonces un obrero gráfico, Américo Zorrilla, primer Ministro de Hacienda del Gobierno Popular derribado hace dos días. Empastelada su imprenta, presos sus trabajadores en el campo de concentración de Pisagua, los periódicos patriotas allí editados continuaron viviendo en nacimientos y distribución clandestinos, custodiados por la invisible capacidad creadora de los trabajadores, organizando y activando la lucha que llevaría al aislamiento y derrota del régimen traidor.

Sus talleres de calle Lira 363 han sido nuevamente profanados. ¡Qué tremenda vejación se comete otra vez contra los trabajadores más conscientes de este país, superando los rigores de la persecución de comienzos de siglo cuando a los dirigentes obreros se les consideraba bandidos y el ejército y la policía los baleaba donde los capturaba. La presencia de los compañeros de Horizonte, aunque parezca irónico, nos trae fe rabiosa en que volveremos a levantarnos. En que reconstruiremos pulgada a pulgada lo que el pueblo se dio en escuela de medio siglo. Y que esta derrota no es más que una de las lecciones históricas de las que debemos aprender para que nuestra próxima arremetida sea tan poderosa que jamás el pueblo vuelva a ser pateado.

Las mancomunales obreras organizadas por Recabarren a comienzos de siglo en el norte vivieron rigores como éstos. En Punta Arenas incendiaron los locales sindicales con los obreros dentro, quemándolos vivos. En Antofagasta los echaban a correr por la pampa y los "palomeaban" por la espalda. En Valparaíso los arrojaron al océano asfixiándose en sacos paperos. En Temuco y Colchagua les amarraban en porquerizas y eran devorados por los cerdos. En la Escuela Santa María de Iquique masacraron a varios miles en un solo día. En Ranquil fusilaron a los campesinos con sus mujeres e hijos y prendieron fuego a sus ranchos, y ¿si hubo tanta brutalidad inútil, creen que insistiendo ahora con los mismos métodos, van a conseguir asentarse indefinidamente en el trono movido por control remoto desde Washington...?

(Recabarren, presos como tú, los gráficos como tú de Horizonte, conquistarán la libertad apoyados por el brazo del que no cayó. Y aparecerá otra vez "El Siglo" como tantas madrugadas amanecieron con los periódicos que escribiste para orientar el puño obrero. Los tres años de dignidad de Chile serán de lección y meta. Tu partido sigue al frente. Los mineros del carbón marcharán de nuevo sobre Concepción. Los salitreros arriarán las insignias del Pirata North que les imponen a tiros. El cobre no está solo. En el campo hay siembras. El socialismo que nos describiste y enseñaste a amar estuvo a un paso. Llegaremos).

Se completaron todos los espacios vacíos de la cancha. Ya no hay lugar en el Estadio. Ahora inmovilizan a los que llegan en los pasillos, entre las puertas de cristal de la entrada central. Hacinamiento iluminado a toda potencia por las luces de colores del Estadio, reflectores que nos recorren alumbrándonos siempre a los ojos. Desde las plataformas nos apuntan las ametralladoras y los piquetes de soldados. Segunda noche sin dormir. En la calle balean para los saltos de los que todavía no han entrado y mantienen su ritmo de rodillas al aire desde hace doce lloras. Pronto el espectáculo ingresará también especialmente preparado para nosotros por las computadoras de la CIA en Lengly.
 
 
"EL PRÍNCIPE"  Capítulo 4

Un Príncipe rubio de ojos verdes, alto, fornido. Ajustado en la talla del uniforme militar portaba a manera de cetro un "linchaco" flexible y dócil a sus requerimientos. Cabeza esférica de pelo casi rapado. Pretendía afirmar su virilidad en la potencia y sonoridad de su voz de barítono. Pero si camina mirándonos desde lo alto de su grado de oficial esa humanidad musculosa se ablanda en un quiebre de caderas más bien feminoide. Cuando nos habló la primera vez apartó el micrófono conectado al potente juego de amplificadores del Estadio Chile:

- ¿Me escuchan los de abajo...?
- Si.

- ¿Me escuchan allá arriba...?
- Sí.

- ¿Me escuchan bien en aquel rincón...?
- Sí.

- ¿Me escucha la cloaca extranjera...?
- Sí.

- Tengo una voz de príncipe.

Era el amo. Manejaba la recepción y acomodamiento de los prisioneros. Ordenaba a una fila completa trasladarse numerada a las aposentadurías del frente. Regresar después de cuatro horas al sitio primitivo. Reiteraba el carácter estricto de las medidas de seguridad vigentes allí y su decisión de obligamos a cumplirlas irrestrictamente, demostrándonos la obediencia suprema de las tropas a su cargo.

- Esas ametralladoras ubicadas allá arriba son punto cincuenta. Sus balas no atraviesan, cortan. Las cuatro de las esquinas son punto treinta, también cortan a un hombre con sus ráfagas. Mi gente, como Uds. ven, maneja fusiles ametralladores. Y sabe manejarlos bien. Aparte de la guardia interna, hay una guardia externa rodeando este Estadio, luego otros anillos vigilantes más afuera. No se hagan ilusiones de que podrán ser liberados por una fuerza atacante, porque sus amigos serían detenidos muy lejos. Y en ese caso, además, los sirvientes del interior les matan a Uds. en un par de minutos, ¿está claro.. .?

Francamente no estaba claro. ¿En qué mundo vivía el Príncipe. ..? ¿Qué supuestos ejércitos en combate acudirían al Estadio Chile a liberar a estos prisioneros. . .? Tiempo después entenderíamos que no hablaba tonterías. Su discurso, aparentemente dirigido a nosotros, iba con otra dedicatoria: sus tropas. Nos vigilaban atentas, pero oían a su superior repitiéndonos a nosotros, los que antes les informaron a ellos. Saldrían a combatir con tropas enemigas con las que hasta ese instante no habían contactado. Limpiando el terreno cayeron civiles muertos y estos otros prisioneros. Pero el encuentro se produciría fatalmente de un momento a otro. De ahí las medidas adoptadas.

El discurso del Príncipe fue largo. Suspendido a veces por sus salidas, los proseguía desde otro lugar y en otro momento, paseándose por corredores superiores o desde los balcones laterales. Uno de los pocos militares que cuidaba no remachar con groserías sus alocuciones y que además, una verdadera excepción, hablaba de corrido. Era sin embargo temible, despiadado.

- ¡Salga al trote y formada de a uno la cloaca extranjera!

Desde su rincón, donde los mantenían apartados de nosotros, se levantaban los extranjeros allí detenidos. Como cien. En una lección ya aprendida se paraban lado a lado mirando una muralla, alzaban sus manos y abrían las piernas. El PRÍNCIPE pasaba detrás de ellos, y hábilmente, con su linchaco, les azotaba los testículos.

- ¡ Regresen a su sitio, a la carrera! Personalmente actuaba en la recepción de los que llegaban.

- Se acabaron los sindicatos, señores, y el desorden. Ahora habrá que trabajar y producir. No más mítines y desfiles. Tampoco aceptaremos nunca más a los extranjeros en nuestro territorio. Resaca venida de otras tierras no la queremos. Que se guarden sus inmundicias en sus países. ¿Escuchó la cloaca extranjera. . .? Nuestra raza chilena es noble y bella. Debemos limpiar nuestra sangre de las mezclas inferiores que la estaban degenerando. Fuera los judíos y los negros, sí señores. Estamos sepultando para siempre el marxismo y a Uds. marxistas despreciables, óiganlo bien. No sé lo que van a hacer con Uds., pero mientras permanezcan en mis manos, les daré lecciones que nunca olvidarán.

En las aposentadurías del Chile no existía diferencia entre el día y la noche. Al enceguecí miento provocado por las luces ubicadas en el techo y las barreras separadoras de las diferentes localidades se sumaba la intermitencia de faro de los reflectores manejados por los uniformados batiendo y retornando con sus rayos a las caras, ladeándose por el sueño. Únicamente el viaje a los retretes del lado de la entrada principal permitía saber si en el exterior había sol o continuaba la oscuridad. La tercera noche sin dormir acentuaba la tensión de los nervios respondiendo en respingos independientes de la voluntad a los estímulos de luz y sonido. El Príncipe hablaba y hablaba. Mandaba formar a los extranjeros para palparles el crecimiento de los testículos sometidos al tratamiento del linchaco. Ordenaba a seis soldados descargar sus armas contra el techo. Cumplía su propósito de darnos lecciones que nunca olvidaríamos. Como que nunca las olvidaremos.

Como esa del jueves o viernes cuando el hombre de traje azul marino y camisa blanca sentado en una primera fila estiró inconscientemente un pie al pasillo en un momento inoportuno. Pasaban por allí seis soldados con fusiles apuntando al techo. Tropezó levemente el de adelante y los restantes se detuvieron. El hombre despertó sobresaltado y se mantuvo tomado a los brazos del asiento.

- Limpia tu honor mancillado, le gritó desde el otro lado el Príncipe.

Se dio vuelta el soldado propinándole un culatazo en la cara al prisionero. Este, enceguecido por la sangre y la rabia le agarró el fusil pretendiendo arrebatárselo. Los cinco restantes se alejaron unos pasos en semicírculo apartando a quienes se encontraban cerca y apuntándoles con sus armas.

-- Nadie se mueve, tronó el Príncipe. Al que se mueva me lo matan.

Las ametralladoras pesadas giraron en sus soportes. La gente de la cancha volvió a sentarse lentamente. De cada asiento una cara miraba en dirección del incidente.

El prisionero, hombre cincuentón, de pelo ralo, sangraba de la boca, pero no soltaba el fusil tratando de desviar la culata. El soldado lo arrastró fuera del asiento tirando del arma y le entró un rodillazo en el bajo vientre. Pero el civil, doblándose en quejidos, lanzó desesperadamente su mano hacia adelante e impactó en la mandíbula del adversario. Un casco rebotó en el pavimento con estruendo de latas. El soldado perdió apostura, ahora sobre su rostro de adolescente con espinillas mostraba más que furia, espanto y dolor. Los demás soldados del grupo se fueron encima del civil y terminaron de derribarlo en lanzazos de los cañones de las armas.

- Déjenlos solos, aulló el PRÍNCIPE espectante.

El soldado sin casco pateó la cara del caído. El también sangraba y chorrillos rojos bajaban por la guerrera. El terno azul marino del hombre del suelo también estaba enlucido de rojo. Y salpicó sangre alrededor cuando abrazó las botas del uniformado palanqueando con su cuerpo para botarlo. Sin embargo le quedaban pocas fuerzas y en el aturdimiento entregaba su cabeza como blanco perfecto a la culata. Tomado con las dos manos su fusil, el guardia lo levantaba y dejaba caer sobre la cabeza de su contendor apisonándola, desgarrándole la piel del cráneo, ya blanqueando sobre una oreja partida. Y como el hombre no le soltaba los pies aumentaba la velocidad y potencia de sus golpes. Erró la cabeza dos o tres veces. Crujió la madera y volaron astillas de la culata. El bulto del suelo rodó escala abajo, desvanecido. Trastabilló el soldado, descendió los peldaños, y descargó el arma de culata descascarada sobre la cabeza. En el silencio total de las respiraciones contenidas el acero quebraba huesos y volvía al aire impregnado de masa amarillenta. La cabeza del cadáver, despedazada, abierta en la nuca. concentraba toda la luz de los reflectores dirigidos a ella. Con los ojos cerrados el uniformado golpeó dos o tres veces más. Soltó el fusil. Llevó sus manos a los oídos y se estremeció en llanto histérico mirando la obra realizada, el cabal cumplimiento de la orden. Sus compañeros lo rodearon y condujeron al exterior a la carrera. En la escala, el muerto de terno azul marino abrió los dedos que mantenía empuñados rígidamente. Las manos encallecidas quedaron con las palmas vueltas hacia arriba, hacia donde partía la luz de los reflectores.

El asesinato del niño de nueve años transcurrió mucho más rápido y en ese mismo momento. Se levantó el muchacho del lugar donde lo mantenían sentado, trepó a saltos a una escala, chocó un soldado y le topó el fusil. El uniformado, casi doble en estatura y corpulencia dirigió el cañón del arma al pecho del niño y disparó una, dos, tres veces. El cuerpo pequeño congeló las acciones y se desplomó muy despacio.

Dos cadáveres en dos puntos distintos enseñaban que las amenazas del PRÍNCIPE efectivamente eran reales. Porque incluso los dos cuerpos ensangrentados permanecieron varias horas a nuestra vista antes que acudieran unos médicos de delantal blanco a certificar las muertes, y posteriormente los camilleros a retirarlos.

- Torpes, estúpidos. Aquí no hay reclamos, ni desobediencia. El que no acata totalmente mis órdenes, lo mato, clamaba el PRÍNCIPE.- ¿No entienden que Uds. ya no son nadie. . .? ¿Nada? Prisioneros de guerra, esa es su condición. Bazofia. Excremento. Menos que animales.

Uno se paró en el borde de las barandas superiores. Levantó ambos brazos y gritó:

¡Viva el Presidente Allende! ¡Abajo el fascismo!

Y se lanzó hacia la cancha, diez metros más abajo. Al estrellarse se quebró el cuello y murió en los brazos de los compañeros. Su cadáver estuvo también horas, muchas horas, solitario, observado en circulo de prisioneros impotentes, rígidos.

El Príncipe entonces ordenó a sus tropas disparar. Flotó humo y cayó polvo de yeso del techo perforado. Obedeciendo su orden los prisioneros nos tiramos bajo los asientos y los de la cancha se tendieron de vientre. Desde el exterior llegó otra sinfonía de tiros. Las lecciones que no debemos olvidar.

En la noche del viernes al sábado nueve compañeros enloquecieron. Les cortaron el mal rodándoles la muerte a balazos.

La imposibilidad de dormir aceleraba el desconcierto en torno a los horarios y los ritmos de la vida normal. Se cabeceaba apenas y las órdenes del Príncipe obligaban a pararse, cambiarse de lugar, volver de nuevo. El hambre la apagábamos con agua. Reglamentariamente se nos alimentaba, pero en la práctica los fondos de café y los porotos que ingresaban una vez al día alcanzaban para algunos. La gran mayoría no tocaba rancho. Por eso el agua. Cuando uno se desmayó y gimió apretándose el estómago con ambas manos, los que estaban cerca afirmaron que el ataque lo produjo el hambre. Conocedor del comentario, el PRÍNCIPE ordenó desparramar en el suelo un fondo de lentejas y los que tuvieran hambre lamieran el piso.

Una mañana, sin la presencia del PRÍNCIPE, apareció el Mayor Acuña. Hombre reposado de garganta asordinada por la nicotina, cambió el trato. Personalmente vigiló la llegada del pan y su repartición de a media unidad por cabeza. Posteriormente lo encontramos en el Estadio Nacional leyendo listas de los que salían en libertad. Nunca tuvo una palabra de aliento para los presos, pero tampoco nunca un insulto. Repentinamente desapareció. Comentaron en el Estadio que su ausencia se debía a un "accidente" automovilístico.

Después de breves desapariciones, el Príncipe asomaba su cabeza rapada y reiniciaba los discursos. Infaltablemente se dirigía a los extranjeros arrimándolos contra la pared para cumplir su rito. Acariciarles por atrás los testículos y luego fustigárselos con el linchaco.

Los retretes rebalsaron excrementos muy pronto y los orines corrían por los pasillos en caudales malolientes.

En uno de esos pasillos inundados y fríos, donde mantenían a determinados prisioneros, vimos a Víctor Jara, quieto, en una silla aislada. Nos saludamos. Al día siguiente todavía permanecía allí. En su frente crecían machucones. Pero mantenía la serenidad de su sonrisa. La misma que lo vistió siempre. El lunes 10 de Septiembre lo habíamos encontrado en la radio oyendo una de sus últimas grabaciones, el Himno de los Trabajadores de la Construcción. Aquí, en el Chile, vivía sus últimas horas. porque cuando nos evacuaron hacia el Estadio Nacional, Jara ya había muerto a manos del Príncipe y sus hombres. El estremecimiento causado por la noticia de su muerte nos impulsó a cantar sus canciones en los campos de concentración, sabedores que las oiremos de nuevo cuando abramos las grandes alamedas por donde pase otra vez el hombre libre de esta tierra.

El domingo 16 de Septiembre finalizó la evacuación del Estadio Chile, íbamos al Estadio Nacional, porque allá se aceleraría la revisión de cada uno de nuestros casos por los fiscales militares, quienes no contaban con comodidades para trabajar en este recinto atestado de gente. El lunes a más tardar gozaríamos de la libertad porque el lunes 17 había que estar ya trabajando. Así lo dijo el coronel Espinoza cuando nos visitó por primera vez y nos habló a todos. Era una de las primeras mentiras oficiales que escucharíamos, porque después tendríamos tiempo de oírlo tratando de envolvernos en muchas otras.

Trotamos a la calle enfilados de a uno, manos en la nuca, casi rozando los microbuses de recorridos capitalinos y provincianos arrimados a la cuneta. Subimos y tomamos asiento aliviados del contacto con la luz natural de un suave sol de atardecer.

- ¡Al sucio upelientos del carajo!

El carabinero nos daba estas indicaciones desde el asiento del chófer.

- ¡Botarse en los pasillos y bajo los asientos! ¿Que se imaginan los huevones...? ¿Van de paseo. . .? ¿Hijos de puta. . .? ¡Y miren, estas cagadas querían gobernar el país. ..!

Llegamos al Estadio Nacional sin ver el trayecto, mirando únicamente las latas oxidadas del piso del vehículo y las botas lustrosas donde guardan el cerebro nuestros carceleros. Cinco días sin dormir y sin comer nos han debilitado y nos movemos maquinalmente, indiferentes a la verborrea de estos uniformes verdes y sus aspavientos machistas. Incapaces de asestar una bofetada el desparramo de veinte del piso del microbús llevamos una custodia que nos duplica en número. Ellos se relamen altaneros y feroces. Nosotros amargados por los muertos y el derrumbe de nuestro Gobierno, y tan avergonzados por el espectáculo protagonizado por el Príncipe. Nos recalcó que no lo olvidaríamos. Y claro que no lo olvidaremos. Recordaremos siempre ese centenar de extranjeros pateados por un régimen que no es nuestro, pero que es de Chile. Porque fue en nuestra patria donde les aprisionaron, humillaron y vejaron. Lo que suceda con nosotros no tiene importancia, porque estamos en casa y lavaremos un día esta ropa sucia. Conocemos precedentes de una brutalidad masiva desplegada contra seres humanos venidos de otros países, únicamente en la racista Alemania hitleriana. No lo olvidaremos. A ti Príncipe, te vimos bien varios miles de chilenos y recordamos cada uno de tus rasgos. Aunque te saques el uniforme y te dejes crecer el pelo y la barba te reconoceremos.

Y si te escondes te reconoceremos y te encontraremos.
Tú, y los otros como tú, pagarán cada golpe, cada insulto.
Asesino traidor de tu patria, tu bandera y tu uniforme.
¡No tendrás paz, hasta que revientes!
¡Recuérdalo tú, también!
 
"EL CATALEJO" Capítulo 5

Correr con las manos en la nuca por entre los asientos ocupados, endilgar al baño sorteando las filas de los incomunicados, trotar en su lugar aguardando espacio en el tercer retrete, ingresar y en vez de bajarse los pantalones, poner los pies en la taza. Estirar el cuello e ir encajando las señas aprendidas: el ángulo superior izquierdo de la puerta del baño ajustarlo al cristal de la mitad de arriba de la entrada principal. Allí aparece un sector del letrero luminoso de una tienda que comunica el pasaje del Estadio Chile con la Avenida Bernardo 0'Higgins. Desde esa posición se ve un pedacito de calle, montones de tierra, autobuses. Manteniéndose un buen momento en el observatorio se las podía ver dándose vueltas, mirando hacia acá, serias.

Fue la primera vez que las vimos, esposas de presos buscando a sus maridos desaparecidos. Buscándonos.

La noticia nos alentó. Circuló en susurros de uno a otro grupo. Nuestros familiares nos buscan. Afuera hay mujeres.

Rudimentariamente tratamos de controlar los turnos de salida al baño. Funcionó más o menos hasta que debimos suspenderla porque la aglomeración casi denuncia la existencia del observatorio secreto. Pero ya regia otra vez en las calles el toque de queda y nuestro catalejo se salvó para entregamos la información en los días posteriores.

Llevábamos 48 horas en el Estadio Chile copándolo totalmente, galerías y cancha, pasillos y sótanos. Aparte del golpe y nuestra detención el mismo once no sabíamos nada. Nada del país y nada de nuestros familiares. Entre los conocidos se establecían diálogos pero la extensión de los hechos finalizaba en el lugar y momento del arresto o traslado al Chile.

Procedíamos de diferentes regimientos en los cuales quedaron más detenidos y muchos muertos. El trayecto de uno se parecía al de otro.

Cerco del lugar de trabajo por el ejército, aviación o carabineros. Ablandamiento a cañonazos, derrumbe de puertas, orden de salir con las manos en la nuca para tenderse en el pavimento, ingreso de las tropas al allanamiento y limpieza. Esto es, liquidar a los que no salieron en la primera orden y destruir en la búsqueda de los supuestos arsenales justificadores de los muertos y el golpe. Amontonamiento de hombres y mujeres en los camiones militares alineados y superpuestos como sacos de maíz, desembarque en un regimiento, primeros interrogatorios y repetición de flagelaciones. Pregunta más o menos igual a todos: ¿Dónde y quién tiene las armas. . .?

La operación puesta en marcha el 11 por la Junta cumplía sincronizadamente su misión de destrucción de los probables focos de resistencia en los cordones industriales de la capital. Mirando a los obreros con sus overoles apreciábamos la magnitud y alcances de la razzia. El Estadio Chile se repletó al segundo o tercer día. Supimos entonces que al Estadio Nacional afluía el excedente, fabricanos y pobladores raptados de sus hogares en operativos gigantescos e implacables.

Nos oprimía la angustia de la interrogante sobre las proyecciones del derrumbe.

Hasta el mismo día del golpe los estudiantes sentados como nosotros en las butacas del Chile dedicaban su tiempo y sus energías al traslado de trigo para abastecer los molinos y luego la harina para las panaderías. Santiago gemía bloqueada por el paro de los camioneros. Las carreteras a los puertos de San Antonio y Valparaíso, así como las panamericanas sur y norte, se encontraban prácticamente cortadas. Trenes o caravanas de camiones leales sólo podían romper el cerco si iban escoltados por tropas o grupos de obreros. Nos estaban agotando por

hambre.

Los obreros, mayoría entre los detenidos del Chile, eran los que mantenían la producción en las fábricas y minas. Las protegían del sabotaje y la huelga constantemente atizada por el enemigo derechista. La capital disponía de muy poca movilización colectiva, así que la mayor parte de la ciudad había que caminarla. Los trabajadores la caminaban. El pijerío provocaba desórdenes en el centro y durante las noches cortaba con neumáticos encendidos la Avenida Providencia, puerta del barrio alto. Sólo los médicos de izquierda y el personal auxiliar mantenían en funcionamiento los hospitales. La huelga del colegio médico causó muchas víctimas en las postas de urgencia y maternidades. Estaban matando a los pobres. El momiaje en el Congreso y Tribunales de Justicia extendía un amparo de palabrería constitucionalista para enmascarar el terror blanco desatado. En las fábricas, pese al agotamiento físico, se mantenía la producción a tres turnos y se garantizaba la distribución. Por arriba la neblina del caos, por la superficie la serenidad del trabajo. ¿Cuánto podríamos resistir en estas condiciones, y, en qué terreno se daría la definición? No lo sabíamos.

El tablazo por la espalda se descargó de uniforme

allanando las fábricas en busca de armas que no existían. Ley de Control de Armas. Cobertura legal, engendrada por la derecha en el Congreso y puesta aceleradamente en acción por los mandos golpistas de las Fuerzas Armadas a medida que conquistaban posiciones clave con el desplazamiento de los patriotas. Desorientación entre los trabajadores. Desorientación en la propia tropa retornando a la tradición de perseguir y matar a los pobres. Hábilmente articulan la divisoria entre los que visten uniforme militar y los que visten overol.

¿Las Fuerzas Armadas, cuyo generalísimo es el Presidente de la República, protegen los parques de camiones en huelga en lugar de sacarlos a trabajar, o requisarlos, como es su obligación...? .. .Así es. Y triunfan en la magistral baraja de cartas marcadas, trampeando con astucia de tahúr.

Ahora nos miramos las caras machucadas dando vueltas sobre nuestros zapatos como animales en la antesala del matadero. El agotamiento de las últimas semanas es lo de menos. Los cardenales morados de la piel, tampoco. Ignorados, permanecemos sombríos y anónimos, registrados en listas confidenciales, postergados por el olvido al mismo fin de aquellos que quedaron en las calles o regimientos atravesados por los corvos. Por eso un cosquilleo refrescante nos envalentona. Alguien silva despacito un himno que conocemos y cantamos numerosas veces: "en el día que yo muera... mi lugar lo ocupas tú..."

Caídos, deshabitado el lugar que ocupábamos en la vida accionando nuestra palanca, esas sombras fugaces animadas ante el catalejo nos inyectan su savia y las pulsaciones de su existencia. Existimos de nuevo.

Compañeras de años. Compañeras de hambres, huelgas, de festín en día de pago. Allí están empeñando energías por la libertad. Arriesgan también el carcelazo. Pero están. Se agrupan decididas en las proximidades del Chile.

Recién iniciamos el tránsito a la segunda mitad de Septiembre.

Contra la cordillera se recorta la humareda de los incendios de bombardeos aéreos. Tanques controlan el centro de la ciudad y patrullas acorazadas se internan a los barrios y poblaciones populares. Cualquier transeúnte es sospechoso y al sospechoso se le arresta a lacazos. Si su ademán sugiere intento de huir se le dispara y mata. Hay vidrio, madera astillada y desconchaduras de concreto en las veredas. Manchas de sangre mal borradas. Tronar de motores, gritos que son órdenes, muebles rotos, libros quemados. Chile entero paralizado para permitir la exclusiva ocupación obsesiva de esos días: uniformados cazando civiles. Otro terremoto arruina la veleidosa coquetería de Santiago, ensangrentado trozo del planeta que gira en el espacio despidiendo detonaciones.

Dos días después del golpe levantado por unas horas el toque de queda las viudas presuntas salen en busca de los suyos. Dejan los hijos con las vecinas. Recorren caminando las cuadras que les separan del primer cuartel policial o regimiento. Preguntan y no obtienen respuesta. Las expulsan sin explicaciones. Como conejos asustados aproximan sus cabezas dos o tres. Dicen que allá... depósito de cadáveres, hospitales. . . dicen que acá. . . asistencia pública, morgue... Establecen rutas y las siguen exactamente. Otro regimiento, un nuevo cuartel. Prefecturas. Comandancias. Tenencias. No pueden formar grupo y dos que vayan juntas son un grupo. Desgranado traqueteo de la ciudad de sur a oeste y de norte a norte. Transporte circula poco. Arribar

a una meta es largo y cansador. En el centro y extramuros se dispara. Pero incluso la mujer que camina con su chiquillo menor en brazos contacta con el punto fijado. A veces la carretela es excelente medio de movilización, y se utiliza. Las echan de todos lados. Ellas se apartan y observan desde alguna distancia. Allí se quedan. Uniformado al que ven, le preguntan. Violan rígidas reglamentaciones de conducto regular. Golpean a algunas, detienen a otras. Y hay quienes reciben por respuesta un tiro. Pero aparecen más. Las poblaciones son inagotables hervideros de angustia destellando interrogantes acusadoras.

Uno de esos grupos desarticulados vimos desde el catalejo del Chile. Al otro día era más grande y más compacto. Las empujaban con las culatas de los fusiles. Algunas caían. Revolcadas y sin quejarse esperaban el cansancio de los guardianes y recuperaban el sitio conquistado antes. Allí permanecían. Y preguntaban. ¿Está vivo. . .? . . .¿Dónde lo tienen? ¿Por qué? . . Mi hombre no es delincuente. ¿Cuándo lo van a soltar. .? El fusilero de casco naturalmente no sabe. Se activa por una orden. Pero le agota su ronroneo persistente y se aleja hasta que la orden superior le recuerda su obligación de echarlas. Con una carga de bayonetas las obligan a correr, cayéndose y levantándose. Y con disparos al aire las dispersan más lejos. De a una iban apareciendo de nuevo, acercándose tímidas, parándose cerca, preguntando. El combate de la bien entrenada tropa con las mujeres desesperadas finalizaba con el toque de queda y se repetía al día siguiente. A medida que pasaban los días las mujeres llegaban en mayor número y más próximas al objetivo.

Retornaban silenciosas y cansadas a sus hogares llorando las nuevas viudas. Y las otras, aún cuando ignoraban si sus compañeros vivían, y, si vivían, dónde yacían apresados, les bastaba detectar un centro de detenciones para concentrar allí su colmenar de merodeo de horas, días, meses. Circuló el rumor que ¡en el Chile encerraron gente! El acordonamiento y el descomunal despliegue de guardia lo confirmó. Las balaceras, los chorros de agua de los "guanacos", las detenciones, los apaleos fracasaron con ellas, porque sólo desaparecieron cuando el estadio se cerró vaciado de su primera época porque todos los prisioneros fueron trasladados al Estadio Nacional. Pero ellas, acrecentada su masa infatigable aparecieron sitiando el Estadio Nacional, tantas y tan activas, que las fuerzas de combate escogidas por su eficiencia y disciplina para custodiar treinta mil prisioneros de guerra, perdieron la iniciativa y el terreno después de los infructuosos embates para dispersarlas.

Guiadas por el afecto descubrían campos de concentración agrupándose en su tomo. Organizaban caravanas de vehículos y llegaban a Chacabuco. Les negaban salvoconductos y autorizaciones. Sus viajes a Antofagasta, y después al interior de la pampa, demoraban semanas. Recorrían a pie kilómetros cargadas con paquetes de ropa y alimentos. Se sentaban jornadas enteras bajo los árboles de Puchuncaví aguardando el permiso para ver y conversar con los prisioneros de Melinka. Hostigaban a interrogaciones a la guardia de la Base Aérea de Quintero para conseguir entrada a Ritoque. En Punta Arenas reiteraban por romper la negativa de embarcarse a Dawson. No perdieron nunca la confianza de lograr los objetivos trazados, aceptando como conformidad provisoria, primero el mensaje, luego la carta, pero bregando por la entrevista personal, la visita directa, la solución definitiva: la libertad. El Talcahuano, frente a la Quiriquina hacían colas calladas y tercas; en los muelles de Valparaíso custodiaban pacientemente al Lebu con sus bodegas atestadas de hombres detenidos. En Rancagua, en Temuco, Linares, Copiapó, rodeando el Estadio Regional de Concepción, otra prisión como el de Santiago. Regimientos, cuarteles policiales y cárceles pasaron a constituirse en sinónimos incesantemente recapitulados de su hormigueo de faldas batiendo esperanzadora solidaridad.

Acudieron a los curas de sus parroquias. Hablaron con los obispos. Se entrevistaron con el Cardenal. Las iglesias las acogieron y consolaron. No preguntaron por ideologías. Las vieron desamparadas, perseguidas y les tendieron su fraternidad cristiana. Las primeras mujeres que lograron penetrar a Chacabuco antes de la Navidad del 73 iban escoltadas por monjas y sacerdotes. Durante el demoroso trayecto cedieron sus conventos para reposo de las peregrinas.

El 4 de Noviembre de 1973 conquistaron la victoria de una visita colectiva a los prisioneros del Estadio Nacional. Terminaron así con la incomunicación impuesta a decenas de miles de presos, entre los que había centenares de mujeres. Las autoridades militares no las conocían todavía. Pensaban en histeria colectiva, desmayos, y programaron el aprovechamiento en su favor del desborde de cariño. Por eso distribuyeron tiendas de la Cruz Roja y camillas. Mantuvieron alerta a la televisión en plan de registrar su humanismo.

Las mujeres guardaron sus lágrimas conteniendo la emoción. Callaron desvelos y trasnochadas insomnes. En cambio animaron, sonrieron. Arremolinadas tras la cerca captaron la primera visión directa de los suyos, concluyendo en la necesidad de garantizar la máxima periodicidad de estos encuentros.

Hasta ese día miraron al Estadio desde afuera, oyendo a los altoparlantes llamar nombres al Disco Negro. Vieron las salidas en libertad de algunos y su carrera de deslumbramientos por las calles abiertas, respondiendo nerviosamente las preguntas que les formulaban. Pero el sobrecogimiento de horror y miedo producido en el interior del Estadio tras cuyas rejas de seguridad se apelotonaban como monos maridos, hijos, padres, novios, hermanos, lo sobrepusieron. Y no comentaron el envejecimiento y roturas fulminantes de ropas, encanecimientos prematuros, delgadez de siluetas y color amarillo y verdoso de las pieles. Descolgaron con serenidad algunas penurias, las indispensables. Y desde los portones movían sus manos en alto cuando salían. Durante horas flotaron sus perfumes.

Las tiendas de la Cruz Roja permanecieron inactivas y las camillas inmóviles. Las mujeres posiblemente desbocaron el tormento de su llanto esa noche en la intimidad de sus sábanas.

Desapareció el marido y desapareció el salario. Nos desespera la impotencia para aportar sustento a la economía del hogar. Pero ignoramos la total magnitud del esfuerzo diario emprendido por las mujeres para la subsistencia, pues las que trabajaban, también fueron despedidas de sus ocupaciones. Algo nos cuentan de costuras de amanecida, del tejido y la elaboración de la ropa, compra y venta de artículos de belleza, atención de un kiosko de fruta, cocido de pan y empanadas, distribución de dulces a la salida de los colegios. Se las ingenian de muchas maneras para mantener a los hijos y enviarlos limpios a la escuela. La solidaridad del barrio es grande, pero insuficiente. La agradecen, pero no la desean como norma de vida. La noche de la enfermedad de la hija decidió la venta del televisor y para pagar el pasaje a los hijos que también querían visitar a su padre recluido en un campo de concentración vendieron los relojes y el tocadiscos.

Al hombre se le lleva semanalmente alimento tratando de evitar que continúe enflaqueciendo. Deshace su living y remata los muebles. Ella nunca falta el día de visita. Y cuando los hijos no han sido expulsados llevan su mejor regalo, buenas notas en su libreta.

Las casas se desmantelan lenta y fatalmente. La ausencia del hombre y la partida de aquellos objetos conformadores de un hogar, la repisa y los manteles, la lámpara y las cortinas, la hacen aparecer más grande y fría. Se producen mudanzas. A veces la casa se cambia por una pieza si es que no hay parientes capaces de recibirlas como allegadas. Vaciado irreverente del ordenamiento de objetos caseros, elegidos y colocados por sus manos, más, la ausencia del marido, torna la angustia en un sentimiento que la mujer rechaza acoger y alimentar: ¡ODIO!

Nos cuentan visiones reveladoras de las que son testigo. Brotan plantitas entre escombros llovidos. A sus ligas de solidaridad concurren gentes de procedencia insólita. Las caras de quienes las atienden en diversos establecimientos a los que deben concurrir cambian paulatinamente en su favor en atenciones solícitas. Los uniformados, soberbios al principio, visten de civil para caminar por las calles. Al consolidarse la dictadura los profitadores del régimen desnudan sus dientes manipulando hilos económicos tras uniformes galardonados. Caen los letreros del área social y se clavan apellidos conocidos de la fauna criolla y transnacional. Con los viejos apellidos retorna a la nave de la fábrica el paseo del capataz de sobre azul. Reclamar al fin de semana por un descuento desmedido significa autocalificarse de extremista con destino a la cárcel. Para quienes alertaron y combatieron el golpe es la situación prevista. Para aquellos que permanecieron indiferentes o lo alentaron es descubrir el terror tras la duda. Menos trabajo y peor pagado. Dos categorías de parias acrecientan su número: los perseguidos políticos y los cesantes. Ambos, por cierto, carecen de derechos.

Lo que no destruyó el allanamiento desapareció transformando en cebollas y leche. También en la casa del trabajador que no participó en política.

Estas cosas nos las ilustran las mujeres en sus visitas al contamos del compadre viudo, del mecánico vendedor de pescado frito, del vecino que se pegó un tiro, de la muchacha de trenzas de la casa con balcón convertida en salidora con hombres profesional. Aquello que callan lo escuchamos de los nuevos detenidos. Caen por decenas y sufren rigurosos castigos en los interrogatorios. Y muchos de ellos forman parte del delicado aparataje de respuesta al rigor fascista.

Mirando a Chile al revés, como nos sucede a nosotros, captando únicamente retazos de una realidad transcurrida más allá de paredes y alambradas, despejada la polvareda del derrumbe, asistimos de lejos, y sin poder ayudar, al amarre del articulado del tejido transparente, activador del renacimiento y del que no estuvieron ausentes las sonrisas dulces de los ojos femeninos. No era errada la revelación que nos hizo el catalejo el primer día.
 
"VEN" Capítulo 6

Escotilla 7. Más de doscientos prisioneros paseándose en la oscuridad. En un extremo, reja. Al otro, una escala a la galería norte, bajo la cual vivimos. Vemos únicamente las patas del trípode de la ametralladora al extremo superior de la escala, tapón de vigilancia con tres soldados y el artefacto. A ambos lados de este pasadizo de escape al campo deportivo, retretes inundados. Por entre los barrotes de la puerta de reja asegurada con cadenas y candados, aparece el paisaje que nos separa de la calle, tanques y tropa. Recibiendo en tumultos la ración de media taza de porotos cocidos cada 24 horas, viviremos allí 14 días.

Constituimos un grupo heterogéneo, donde hay cerca de 100 estudiantes y profesores de la Universidad Técnica del Estado, cargadores de la Vega y Mercado Central, funcionarios de CORFO, vendedores de hierbas medicinales, obreros textiles, trabajadores de la radio Recabarren. A los dos días nos repartieron una frazada para cada cuatro personas, y tres días después, una por cabeza. A la semana aparecieron colchones, de a uno para cada seis y paquetes de la Cruz Roja Internacional con una toalla rosada, jabón, peineta, pasta y cepillo de dientes. Entonces circulábamos con todas nuestras pertenencias a cuestas. Nos dejaron tranquilos en el encierro y pese a la obligación de levantarnos a las seis disponíamos de muchas posibilidades de tendernos en los rincones oscuros y dormir buena parte del tiempo. Los días de lluvia nos empapábamos enteros y de noche las queridas frazadas flotaban incapaces de aislamos del agua escurriendo con barro de las galerías, nuestro techo. Aislados del mundo exterior veíamos una lejana fila de mujeres reclamando afuera, portando bultos con alimento y ropa que no les permitían enviamos. En Octubre aceptaron la entrada de paquetes que en los trámites de "revisión" perdían la mitad, tres cuartas partes, o la totalidad de su contenido.

A los pocos días los muchachos de la UTE establecieron relaciones con los soldados de la ametralladora en el extremo de la escala. Entre jóvenes el diálogo se mantuvo fácil y fluido. Los conscriptos, traídos de Antofagasta el 11, preguntaban por las tropas extranjeras. Les dijeron que venían a combatir con tropas regulares de cubanos y soviéticos. Todavía no los habían topado. Mientras cumplieron allí su guardia negaron aceptar las verdades que les exponían los estudiantes prisioneros. El transcurrir del tiempo deberá haberlos convencido, en las semanas y meses siguientes, de que fueron engañados.

Los de Madeco llegaron a medianoche con los bolsillos colmados de pan. Los 80 venían de la Base Aérea de El Bosque amoratados de golpes. Al despedirlos para El Nacional les regalaron comida en abundancia y pan para el camino. Traían frío, sueño, cansancio. Nosotros padecíamos hambre acumulada. Por eso el intercambio funcionó de inmediato. Una frazada valía un pan. Varios compañeros durmieron destapados después de comerse la tarifa de la cubierta, el pan. Los de Madeco lamentaban dos días después haberse deshecho de su pancito, porque habían sacrificado igualmente el hambre al frío.

Acusados de fabricar tanquetas en su industria metalúrgica, los obreros de Madeco venían tan maltratados como el resto. Sin embargo plagados de cicatrices y ansiosos de comer, no perdían su capacidad de organización y empuje para resolver problemas.

- Aquí andamos al lote, constataron. Producimos mucho desorden cuando nos traen los porotos. Por eso algunos compañeros se quedan sin comer. No puede ser. ¿No ven que a los milicos les conviene eso. . ? Pero a nosotros, no.

- De acuerdo, dijimos todos. Resolvamos el problema.

Los 300 nos agrupamos en seis "filas" de a 50. Al aparecer el rancho, ordenadamente se presentaba la Fila Uno, la Dos y así sucesivamente hasta la Seis. Al día siguiente la fila Dos se acercaba primero a la repartición. Nombramos "cuadrillas" de limpieza, para el secado constante de los baños con llaves goteando. Distribuimos los rincones con menos corrientes de aire para los más afectados por las flagelaciones y los viejos. Establecimos turnos de vigilancia para evitar que quienes durmieran en el día fueran descubiertos por las rondas. Contabilizamos la existencia de cigarrillos, creando con ellos un fondo común y los racionamos. Un correo, inesperadamente establecido, con el exterior proveyó este fondo de más cigarrillos. Obligamos a bañarse a Martínez, traído de los calabozos de una comisaría, hirviendo de piojos y ladillas. Pedimos a la Cruz Roja desinfección de la escotilla. Nos enviaron un tarro con un líquido lechoso que nos sirvió para blanqueamos todo el cuerpo con una brocha de pintor.

Los de Madeco fueron detenidos con posterioridad al golpe del 11. Después de los días de toque de queda íntegros, y reanudadas las actividades en el país, se presentaron en su industria. Trabajaron normalmente varios días. Una mañana llegaron camiones y autobuses de la FACH. Formaron a los trabajadores en el patio. Leyeron una lista de los que tenían que acompañarlos a una "breve declaración" a la Base Aérea de El Bosque. No hubo tal declaración, sino que el tratamiento habitual a todos los detenidos. Como nosotros esperaban decisión de "su caso".

Pero los habitantes de la escotilla 7 nos opusimos bulliciosamente a la realización de un "show" artístico propuesto por esos obreros. Eso sí que no. Estamos demasiado amargados para soportarlo. Nos han golpeado incesantemente durante nueve días. Traicionaron a Chile. Arrasaron con el gobierno popular, obra de generaciones de lucha. Aguantamos difícilmente la necesidad de llorar a nuestros muertos, así que perdonen. Están meando fuera del tiesto.

No hay show.

- Hay show, insistían ellos. ¿No se dan cuenta que por este camino de lamentaciones y amarguras no llegamos a ninguna parte. . .? Lo importante ahora es vivir y para vivir precisamos desear vivir, es comprometerse a rehacer lo que nos derribaron.

- Por ningún motivo aceptaremos canciones, poemas o chistes. ¿Quién sabe si mañana lo volvamos a discutir? Ahora no. Hay mucha, mucha pena. Algunas de nuestras mujeres también están detenidas. ¿Dónde están.. .? Todos Uds. saben lo que hacen con nuestras mujeres. Se las entregan a la tropa para que las violen. Y las torturan como a nosotros. Y peor. ¿Y vamos a cantar y reímos...? Por ningún motivo.

- Nuestras compañeras necesitarán hombres enteros y fuertes cuando renazcan. Precisarán mucho nuestro apoyo. Comencemos por demostramos a nosotros mismos que somos capaces de sobreponernos a esto y a lo que vendrá. Ya "Peineta", ¡comienza!

El "Peineta González", un muchacho muy flaco, de pelo engominado terminado en un jopo en la frente, cantó con tres o cuatro más, anunció recitadores, relató decenas de chistes con los que se reía él y sus amigos. Eran aproximadamente las nueve de la noche cuando finalizó el espectáculo.

Los de la UTE observaron silenciosos. El resto silbó, reclamó, abucheó, insultó. Los dos bandos sostuvieron sus puntos de vista. Las cuadrillas de aseo actuaron de moderadores impidiendo pugilatos.

A la noche siguiente no plantearon ninguna alternativa. Y simplemente nos invitaron a asistir a su "alegre espectáculo". Los jóvenes de la UTE les acompañaron y sumaron sus propios cantantes, recitadores y humoristas. Transcurrida una hora y tanto, afónico "el Peineta", asesorado por "el Chanfaina", dirigía a todos los participantes en aquellos compases que posteriormente constituirían "el himno de los presos":

"Escucha hermano la canción de la alegría y el canto alegre del que espera el nuevo día" ...

Envueltos por la supersensibilidad de nuestros corazones escuchamos inmóviles y silenciosos;

"ven

canta

sueña

cantando

vive

soñando

el

nuevo

sol"

¡Familiares! ¡Compañeros muertos! ¡Los vimos botados entre la basura de las calles! ¿Ana, dónde estás. . .? Apresada el 11. ¿Lograste la libertad o transcurres un trayecto como el de los demás, de prisión y vejaciones...? ¡Hijos míos! ¿Viven aún...? ¿Cómo? ¿Hijo, partiste decidido al centro el 11. . . hubo baleos y muertos en la ruta. . .? ¿Qué es de ti? Valia, ni tu madre ni tu padre te fueron a buscar al mediodía del 11 a tu escuela del barrio. ¿Dónde quedaste cuando se vaciaron las salas de clase y partieron tus compañeros y maestras espantadas. . .? ¿Te llevaron consigo. . .? ¿O permaneciste en la sala de clases solitaria...? .. .Quiero confiar en que están libres y sanos, durmiendo y soñando esta pesadilla.

".. .en que los hombres volverán a ser hermanos"

"Peineta" gesticula emocionado al centro del círculo de brazos tomados en lo alto. Los universitarios cantan. Todos cantamos:

"en que los hombres volverán a ser hermanos. .." - ¡ Todos contra la pared. . . !

No vimos ingresar a la tropa invadiendo la escotilla. Únicamente sus empellones y vociferaciones al irrumpir a la carrera en nuestra ceremonia, electrizarla y transformarla en un vértigo de caminatas, trotes, flexiones de brazos, vueltas y más vueltas por la pista de ceniza. Luego, permanecer algunas horas al frío de la noche y entrar con las orejas azules escuchando la repetición de las amenazas si organizábamos manifestaciones políticas como ésta. Los de Madeco tenían razón.

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