lunes, 26 de septiembre de 2016

Carmen de Burgos, la escritora y activista que Franco borró de la historia.

Mar Abad  06 junio 2016
 
—No seas tonta, Dolores, y no te abatas así —solía decirle—. Yo comprendo que es triste que tu marido no te atienda como tú te mereces y ande por ahí con querindangas. Pero no sabes tú lo que hacen otros. Después de todo nada te falta en tu casa, y no se mete contigo. Créete que lloras sólo con un ojo.
Dolores asentía. ¿A qué quejarse? No pudiendo ser dichosa se conformaba con verse libre de las caricias de su marido. Era aquello lo que buscaba con el divorcio. Le bastaba con poseer el dominio de su cuerpo, con no tener que envilecerse en una unión sin amor; con no verse obligada a cumplir aquella obligación que las damas devotas llamaban el débito conyugal.
Era aquello la mayor monstruosidad con que emporcaba el matrimonio. Al verse libre de ella, pensaba en que verdaderamente era feliz.
(La malcasada, Carmen de Burgos)

El matrimonio durante mucho tiempo fue una jaula con un trapo encima. Lo que ahí pasaba ahí quedaba. Podían ser caricias o, también, gritos y palos. Huir no era mucho mejor. Detrás de los barrotes esperaban, casi siempre, la pobreza y el rechazo. Aun así, algunas mujeres escaparon. Muy pocas. Una de ellas, Carmen de Burgos, no sólo abandonó a un marido áspero y mujeriego. A principios del siglo XX esta almeriense emprendió la primera campaña en prensa a favor del divorcio y luchó durante décadas por el sufragio femenino y la independencia de la mujer.

Carmen de Burgos fue la primera periodista española que trabajó en una redacción y la primera corresponsal de guerra de este país. Escribió más de cien relatos cortos y novelas largas, redactó miles de artículos, dio conferencias por varios países y dejó su último aliento en convertir España en una república democrática, progresista y afanada en educar a sus habitantes.

Colombine, como también la llamaban, fue una de las escritoras y defensoras de los derechos de la mujer más reconocidas y admiradas en las primeras décadas del XX. España quedó pequeña a su fama y en su madurez fue aclamada en Europa y América Latina. Era una de las pocas mujeres de referencia de principios del siglo XX, junto a Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor o Victoria Kent. Pero ¿qué ocurrió para que su nombre fuera borrado de la historia con esa precisión quirúrgica?
 
La malcasada
Carmen de Burgos Seguí (1867-1932) era una mujer hermosa. Tenía los rizos vigorosos y los ojos negros de la belleza andaluza. Era recia y elegante. De naturaleza volcánica, como dijo Ramón Gómez de la Serna. Quizá porque creció en un antiguo cráter de un volcán: el valle de Rodalquilar.

Un día, cuando aún era adolescente, un periodista de Almería llamado Arturo Álvarez Bustos le dedicó un poema de amor. Y no paró hasta que la conquistó. Fue «un episodio de ingrato recuerdo», comentó en una entrevista en La Esfera, a los 55 años. «Lo motivó la equivocación más grande de mi vida. Mi rebeldía me llevó a casarme, contra la voluntad paterna».

La tragedia empezó la propia noche de bodas. La almeriense sufrió el mismo trauma que Sissi Emperatriz, una adolescente alemana de 16 años que llegó a la alcoba con Francisco José de Habsburgo sin que nadie le advirtiera antes que los hijos, en realidad, no vienen de París. En su novela La malcasada (1923), que de forma velada se basa en sus recuerdos, Colombine escribió:

«No encontró en la brusquedad del deseo de Antonio la dulce ternura y la suave caricia que había esperado. No podía olvidar la sensación de miedo que sintió, el deseo de huir y cómo tuvo que replegarse y que esconderse en sí misma ante la ruda acometividad de su marido, que no se preocupó para nada de su pudor alarmado ni de su espíritu».
carmen de burgos 

Arturo Álvarez vivía en las tabernas. Colombine lo dejó entrever en aquella novela: «Pues también es humor estar aquí sola toda la noche, cuando tu marido sabe Dios a qué hora vendrá. (…) Me figuro lo que deben ser esas cosas, aunque he tenido la suerte de no casarme. ¡Qué hombres! El mejor, asadito y con limón».

Ella, mientras, se afanaba en la aspiración de toda mujer de bien: llenar su hogar de vástagos. Pero el destino jugaba en contra. El primer bebé falleció trece horas después de nacer, la segunda a los dos días y el tercero a los ocho meses. Igual que le ocurrió a Mary Shelley (1797-1851), la autora de Frankenstein o el moderno Prometeo, Carmen de Burgos asistió a la muerte de sus tres primeros hijos y entonces, en cierto modo, ella también murió. El escritor Ramón Gómez de la Serna lo contó así años después:

«Hasta que un día a Carmen se la [sic] murió un hijo “en los brazos, sin saber que se la moría, porque como tenía la fiebre, confió en aquel ardor, hasta que se lo quitaron de entre los brazos”. Carmen, cuando sintió que se lo quitaban y el porqué se lo quitaban, cerró los ojos presa de un ataque a la cabeza. Cuando despertó, cuando “remitió” la muerte, era otra, es decir, era la misma, sino que resuelta, llena de insubordinación, con un habla nueva y desatada, extraña a las cosas de su alrededor, combativa y libertada».

La periodista renació con una vitalidad inexplicable. Parecía que algún Victor Frankenstein había recompuesto ese cuerpo roto de dolor en un ser con el mismo deseo de amar que la criatura que diseñó en su laboratorio el científico de la novela de Mary Shelley.

A las dos escritoras la ansiada descendencia llegó después del cuarto parto. En 1895 nació la única hija que sobrevivió a la almeriense. La escritora amó y cuidó a María de los Dolores Ramona Isabel como lo más grande de su vida. Decía que, de todo lo que hizo en su vida, ella era su «obra maestra». Aunque María Álvarez de Burgos (como se conoció después), a los 34 años, perdida entre la cocaína y los desastres amorosos, asestara un último estoque al corazón vapuleado de su madre.

Harta de un marido infame, a finales de agosto de 1901, Carmen de Burgos Seguí metió sus cosas en una maleta y se fue a Madrid. Llegó con su hija y un título de maestra que había sacado, estudiando por las noches, a escondidas de su esposo. Tenía 33 años y una plaza en un colegio de Guadalajara, pero lo que de verdad quería era vivir en Madrid, porque su ambición ya no era formar una familia numerosa. Ansiaba trabajar en periódicos y entrar en los círculos intelectuales y de escritores de la época. Probablemente, igual que la protagonista de su novela La que se casó muy niña (1923), «experimentaba repugnancia por el marido» y decidió:

—«Yo no quiero tener más hijos».

En Madrid, un tío suyo «senador del Reino», Agustín de Burgos, le abrió las puertas de su hogar y le presentó a algunos de sus contactos. Un año antes, la escritora le había dedicado su primer libro de relatos breves, Ensayos literarios. Era 1900 y muchos hombres veían con sorpresa, y un cierto desagrado, que una mujer saliera de la cocina para emprender una carrera literaria. En el prólogo, el conocido poeta almeriense Antonio Ledesma Hernández declaró que las mujeres podían participar del pensamiento y el conocimiento, pero siempre dentro de un orden:

«De eso al feminismo exagerado que se ha despertado en nuestros días, hay ciertamente gran distancia: (…) esa promiscuidad feminista que, no haciendo diferencia entre la distinta misión moral y social de ambos sexos, pretende igualarlos en actividades y derechos, y crear una sociedad histórica donde no haya preeminencias para ninguno, ni autoridad, ni por consiguiente familia ni Estado posibles».

Ese ‘feminismo exagerado’ que llevaría al caos y la destrucción era, en realidad, manso y dócil. Hay que «procurar librarse del egoísmo y anteponer las conveniencias de los demás a las propias, para no hacer nada que disguste a los otros», escribió la autora en El arte de ser mujer (1920).

Era un feminismo conciliador que jamás intentó hincar el diente a nadie. «No es la lucha de sexos, ni la enemistad con el hombre», explicó en La mujer moderna y sus derechos (1927), «sino que la mujer desea colaborar con él y trabajar a su lado».

Sus exigencias quedaban muy lejos de las reivindicaciones que pedían 4.000 kilómetros hacia el este: las líderes de la revolución rusa. La primera mujer de la historia que tuvo un puesto en un gobierno, Alejandra Kolontai (1872-1952), pedía que el Estado se ocupara del cuidado del hogar y de la crianza de los hijos para que las mujeres pudieran desarrollar una carrera profesional y participar en la vida política y social igual que lo hacían los hombres.

La Comisaria del Pueblo para la Asistencia Pública de los primeros años de la URSS promulgaba que en el siglo XX había nacido una ‘mujer nueva’ que exigía su independencia porque «sus intereses sobrepasan ampliamente los límites de la familia, el hogar y el amor». En Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada y otros textos sobre el amor, escribió:

«Las virtudes femeninas que durante siglos se han cultivado en ella —pasividad, sumisión, dulzura— se revelan enteramente superfluas, inservibles, perjudiciales. La severa realidad exige otras virtudes: actividad, firmeza, decisión, dureza, es decir, “virtudes” que hasta hoy se han tenido por propiedad exclusiva del hombre».

Carmen de Burgos se estableció en calle Echegaray, número 10, hasta que poco después abandonó la casa huyendo otra vez de un hombre. Don Agustín de Burgos se acercaba a ella reclamando unos besos que poco tenían que ver con el cariño entre dos familiares. No era raro. Los varones de esa época pensaban que una mujer sin marido era barra libre, igual que hoy muchos creen que porque una mujer dirija un programa de sexo en la radio, está a disposición del público.
 
«La divorciadora»
Carmen de Burgos consiguió su objetivo y se quedó en Madrid. En octubre de 1901 obtuvo una autorizaron para ampliar estudios en el Colegio Nacional de Sordomudos y Ciegos de Madrid, y eso le permitió permanecer en la ciudad hasta 1905. Dos años antes había empezado a escribir en el Diario Universal una columna diaria titulada ‘Lecturas para la mujer’. Ahí hablaba de moda y de modales, pero, a la vez, iba deslizando las ideas liberalizadoras que veía en otros países de Europa.

En 1901, Pío Baroja, Ramiro de Maeztu y Azorín pidieron la aprobación del divorcio, pero la propuesta naufragó en un país regido por curas. En 1904, Colombine lo volvió a intentar. La periodista aprovechó que su columna tenía muchos lectores, de los sectores más conservadores y más progresistas, para plantear la cuestión del divorcio. El 20 de diciembre de 1903, en su columna, añadió una noticia que decía:

«Me aseguran que muy en breve se fundará en Madrid un ‘Club de matrimonios mal avenidos’, con objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las Cámaras».

La idea armó un gran revuelo y trece días más tarde escribió en su columna: «La noticia del Club de matrimonios mal avenidos ha desencadenado una tempestad no solo entre las señoras, sino también entre los hombres». Colombine fue publicando las cartas que recibía de los lectores, los intelectuales y los cargos públicos sobre el divorcio, y en marzo anunció que el debate continuaría en un libro titulado El divorcio en España. Aquella obra recogió la opinión de Unamuno, Baroja, Azorín, Vicente Blasco Ibáñez, Antonio Maura, Francisco Silvela o Raimundo Fernández Villaverde.

Lo más curioso es que la feminista declarada Emilia Pardo Bazán, que también escapó de un matrimonio desgraciado, no participó en la encuesta. «No tengo opinión alguna sobre el divorcio. (…) Necesitaría dedicarme a estudiar esa cuestión, y no dispongo de tiempo», se excusó.

En 1904 apareció El divorcio en España y, como ahí recogió las voces de tantas personas, la autora lo presentó como «un libro ‘colectivo ó social’, muy adecuado al espíritu de nuestro tiempo». En los comienzos del XX también existía el discurso de lo colaborativo y las redes sociales del que el siglo XXI parece querer apropiarse. La diferencia es que, en vez de usar ordenadores, echaban cartas al buzón. Y en vez de usar Facebook, se reunían en cafés.

El resultado de la encuesta fue contundente: 1462 votos a favor y 320 en contra. Vicente Casanova, el escritor que la animó «á dar la noticia de formarse un ‘Club de matrimonios mal avenidos’», dijo que «la idea del divorcio ha caído, entre las señoras mujeres, como gota de agua en tierra sedienta».

Los que estaban a favor denunciaban que «en todas las épocas se permite el divorcio á los poderosos y se multiplican las causas de nulidad para concederlo». Pero, además, «los cuerpos no deben estar unidos si los espíritus se repelen (…). Es horrible el hogar de dos séres que se aborrecen y que saben que sólo la muerte puede separarlos».

Los que estaban en contra, los «fervientes católicos», temían que «si se ofrece a los esposos la posibilidad de la disolución del matrimonio y de formar otro nuevo, habrá un verdadero desorden en las familias y se estará expuesto á la tiranía y á los caprichos». Además, «la suerte de los hijos es horrible».

En Europa el divorcio era ya algo habitual. «Sólo Italia, Portugal y España no tienen establecido el divorcio, aunque consienten el matrimonio civil. El hecho de que se empiece á discutir entre nosotros la conveniencia del divorcio como una idea nueva demuestra un lamentable retraso. (…) De nuestro plebiscito resulta que la opinión de España es favorable al divorcio», concluyó Colombine, «y es indudable que se establecerá entre nosotros como conquista de la civilización».

Esta campaña dio una gran popularidad a Carmen de Burgos. Muchos de los autores que siempre había admirado, como Giner de los Ríos y Blasco Ibáñez, empezaron a valorar sus escritos y reconocieron su tesón para luchar por sus propósitos. Otros, en cambio, descubrieron a una enemiga de la tradición. La Iglesia y los sectores más reaccionarios («la gazmoñería, la mojigatería y la beatería ambiente», como ella los describió en una entrevista con el Caballero Audaz) intentaron desacreditar a la escritora con insultos y calumnias.

El periódico carlista y ultraconservador El Siglo Futuro se cebó con ella. «Se metió conmigo en forma muy desabrida», relató Colombine al periodista de La Esfera E. González Fiol en 1922. «No pude soportarlo y me presenté en la redacción de El Siglo. Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora. Suárez de Figueroa se quedó de una pieza al saberlo. Pero yo no me conformé con dar las bofetadas y le escribí a D. Cándido Nocedal, que dirigía El Siglo Futuro, diciéndoles que si no rectificaba, le iba a esperar a la puerta de la redacción con una zapatilla e iba a correrlo a zapatillazos por la calle. No sé si fue temor a que llevase a cabo la amenaza o galantería. Ello es que El Siglo Futuro rectificó en un suelto bastante largo y expresivo para mí».

Pero los guardianes de la tradición decimonónica siguieron con la espada en alto. La bautizaron como ‘la divorciadora’ y años más tarde, en su ciudad, alguien que buscaba un nombre para su lupanar se acordó de esos viejos rumores y lo llamó Colombine.
El descrédito

Es el insulto más repetido en la historia: ‘puta’. Es el lugar donde desembocan muchas discusiones y la etiqueta con la que descalifican a las mujeres que discrepan con la tradición. La ofensa se extiende al hombre en el apelativo ‘hijo de puta’, porque así, de rebote, la maldecida también es una mujer.

El autor de Madame Bovary, Gustave Flaubert, apuntó en su Diccionario de lugares comunes que «una mujer artista no puede ser más que una ramera». La estilográfica y los pinceles eran asunto de hombres. Las mujeres debían permanecer en su papel de musas inspiradoras, en silencio, allá en los cielos.

Durante mucho tiempo fue el calificativo con el que recordaron a la pionera del feminismo británico, Mary Wollstonecraft. En 1792, la filósofa publicó un libro que dejó perplejos a los londinenses: Vindicación de los Derechos de la Mujer. Fue una obra polémica que despertó las simpatías de unos y las iras de otros. Pero los indignados no buscaron argumentos para rebatir sus ideas. Recurrieron al descrédito habitual y la tacharon de «lasciva e indecente».

Wollstonecraft murió cinco años después y a muchos no les extrañó. Era la justa venganza del cielo. Dijeron que fue Dios quien le envió la infección que sufrió al dar a luz al hermano pequeño de Mary Shelley, la joven que a los 18 años, en un verano indómito en Ginebra, escribió Frankenstein o El moderno Prometeo.

La carrera política de Victoria Woodhull (1828-1927) también acabó bajo la misma acusación. La mujer que se presentó como candidata a la presidencia de EEUU en 1872 acabó entre rejas el día de la jornada electoral por «adúltera». Muchos sufrieron espasmos de pensar que una mujer divorciada, defensora del voto femenino y el amor libre, pudiera siquiera plantearse aspirar a ser la presidenta del ‘país de las libertades’. Mas aún cuando proponía como vicepresidente a Frederick Douglass, un afroamericano que había nacido esclavo.

Woodhull también sufrió a un marido alcohólico y mujeriego cuando sólo tenía 15 años. Pero tuvo el valor de divorciarse y proclamarse defensora del amor libre en una sociedad constreñida por el pensamiento victoriano. «Sí, creo en el amor libre. Tengo un derecho inalienable, constitucional y natural a amar a quien yo quiera, por el tiempo que pueda; a cambiar ese amor todos los días si así lo deseo, y ninguna persona ni ley está autorizada a interferir ese derecho».

El insulto sigue en pie. El pasado 10 de abril un usuario de Twitter escribió a la vicesecretaria de estudios y programas del Partido Popular (PP), Andrea Levy: «Andrea una catalana del PP suena a traición o a venta por dinero. Putilla». Ella le contestó: «La libertad política es un derecho. Llamarme puta es machismo. De nada». 

A las diputadas de la CUP les llueven las ofensas por pedir la independencia de Cataluña. Las llaman ‘putas’, ‘retrasadas’, ‘traidoras’, ‘gordas’, ‘feas’, ‘malfolladas’, ‘viejas’. Les escriben: «¿Quieres decir a la Gabriel no le conviene un buen clavo? Tiene cara de estar mal follada», «No es que quieran separarse de España: es que quieren que las echemos. Por horrorosas y antiestéticas».

Un concejal del PP, Óscar Bermán, dijo que Ada Colau debería estar «limpiando suelos y no de alcaldesa de Barcelona». Ella le contestó en Twitter que «en una sociedad sana ser alcaldesa y fregar suelos es compatible. Ser machista y concejal no debería serlo».

Pero la cosa fue a más. El académico de la Real Academia Española Félix de Azúa, descontento con la gestión de la regidora, la mandó a vender salmonetes: «Ada Colau debería estar sirviendo en un puesto de pescado». Ante el malestar de la alcaldesa, el hombre que ocupa el sillón H de la RAE remató el asunto diciendo en una entrevista en Vozpopuli: «A ella las pescaderas deben de parecerle algo espantoso, porque le ha dolido mucho. Pude haber dicho verdulera, que debería de trabajar en un puesto de verduras o en una zapatería. Pero eso le ha molestado mucho. Es ella quien ha humillado a las pescaderas». 

Todos los días, por la mañana temprano, llegaban los periódicos a la casa de los padres de Carmen de Burgos. Había prensa española y también portuguesa porque su padre era, desde 1872, el vicecónsul de Portugal. El Jornal do Comercio rondaba siempre por el comedor y en su libro Mis viajes por Europa recordó: «Yo aprendí a leer espontáneamente en la plana de anuncios de ese Jornal que iba a perderse en las soledades de mi cortijo de Rodalquilar. La impresión que hacían en mi ánimo las negritas rotundas, redondas y gruesas de sus letreros no se ha borrado aún».

José de Burgos dio a su hija la mejor educación que se podía ofrecer en ese momento. Le abrió su biblioteca y le cedió sus periódicos. Igual que hizo el padre de Emilia Pardo Bazán, un «feminista» (como ella lo calificaba) que decía a su niña: «Mira, hija mía, los hombres somos muy egoístas, y si te dicen alguna vez que hay cosas que pueden hacer los hombres y las mujeres no, di que es mentira, porque no puede haber dos morales para los dos sexos».

Aquellas lecturas de poetas románticos, novelistas modernos y filósofos escépticos fueron forjando el carácter autodidacta de Carmen de Burgos. Y fue quizá ese interés por la literatura lo que la llevó a «fascinarse por un tenorio» que le escribía versos de amor. Arturo Álvarez Bustos era un periodista hijo de un conocido poeta y director de periódico. La almeriense se casó con él, cuando aún no sabía que, en realidad, se trataba de un «señorito juerguista».

Álvarez Bustos había heredado una imprenta en la calle de las Tiendas y desde ahí dirigió un periódico que primero se llamó Almería Cómica, después Almería Bufa y, al final, Almería Alegre. Ella aprendió el oficio en esa redacción. En una entrevista de 1922, en la revista La Esfera, relató:

«En aquel periódico, para ayudar a sostener mi hogar, me vi precisada a trabajar de cajista; y como mi marido, esclavo de sus vicios, no se ocupaba del periódico más que para sacarle provecho, muchas veces, para poder componer original, me valía de la tijera y recortaba de otros periódicos; otras, redactaba yo unas cuartillas, y así fui adquiriendo el entrenamiento periodístico».

Pero a finales del XIX, con un matrimonio roto y la ambición de hacerse escritora, poco más podía hacer ya en Almería, el lugar que en su novela La malcasada describió como «la ciudad del bostezo». En aquellas tierras andaluzas, las mujeres eran «alegres, ligeras y algo indolentes». Así las describió en una conferencia en Italia, en 1906, titulada ‘La mujer en España’.

«Conservan mucho de la negligencia árabe. Sentarse á tomar el sol en las horas de descanso es el más grato de sus placeres. Viven resignadas con su suerte, con una especie de fatalismo morisco y una inconsciencia de sus derechos que no las invita á la rebeldía», dijo. «Es común ver en los caminos el padre subido en una mula, mientras la mujer y los chiquillos siguen detrás á pie. Se cree que el hombre para mostrar su fuerza y ser varonil ha de ser despótico y hacer sentir siempre que es el amo y el señor».

Al llegar a Madrid esperaba encontrar la ayuda de su tío, el senador, pero al tener que salir huyendo de su casa, se vio sola en su búsqueda de un destino literario. Carmen de Burgos había perdido a su cicerone en una sociedad que se movía por el amiguismo y la recomendación. Pero no iba a desaprovechar la oportunidad de estar en Madrid después de tantos kilómetros recorridos. La maestra imprimió tarjetas de visita con el nombre de su tío y envió cartas de presentación en su nombre para dar a conocer su trabajo de periodista y escritora.

En noviembre de 1902 empezó a escribir artículos sobre el derecho penal en La correspondencia de España. Después, se hizo con una columna titulada ‘Notas femeninas’ en El Globo. Ahí comenzó a tratar ya temas como ‘La mujer y el sufragio’ o ‘La inspección de las fábricas obreras’. Estaba muy ilusionada y lo dejó ver en uno de sus primeros textos: «Al dar cuenta del brillante progreso que la mujer realiza, creemos que esta sección resultará agradable y útil a nuestras lectoras». 

Apenas dos meses después, el 1 de enero de 1903, Augusto Suárez de Figueroa (1852-1904) fundó el Diario Universal, tras abandonar la dirección del Heraldo de Madrid. El famoso periodista malagueño llamó a Carmen de Burgos para que formara parte de su periódico. Pero esta vez no le pidió una colaboración. La contrató. Jamás había ocurrido algo así en España. Era la primera vez que se reconocía a una mujer como periodista profesional.

Desde su primer número, el Diario Universal saldría con una columna diaria titulada ‘Lecturas para la mujer’. La autora sería Carmen de Burgos pero querían una firma más sugerente.

—Usted se llamará ‘Raquel’ en el periódico —dijo, en voz alta, Augusto Figueroa, el día antes de que apareciera el número cero, un periódico de prueba que sólo leyeron los redactores.

Pero justo antes de que saliese el primer número de verdad, el director cambió de opinión:

—Mejor. Usted se llamará ‘Colombine’ —indicó, otra vez, en voz alta, entre el sonido de las teclas nerviosas de las máquinas de escribir.

«¿Por qué?», explicó después la autora en Al balcón (1913). «¿Quizás creyó por la desenvoltura, por la agilidad y por la frivolidad que necesita el periódico mezclar a la sesudez de sus artículos de fondo y sus políticas era necesario que yo firmase ‘Colombine’?». En ese nombre se encarnaba la «mujer frágil, caprichosa e inconstante en el amor». Esa era Colombine en la comedia del arte italiana, desde el siglo XVI, según Concepción Núñez Rey, la catedrática y filóloga que ha dedicado toda su vida a investigar la figura de la autora almeriense.

Figueroa y Colombine sólo pudieron trabajar un año juntos. El 1 de enero de 1904, un día antes de que Carmen de Burgos publicara su artículo ‘El club del divorcio’, el director del Diario Universal murió a sablazos en un duelo al que se citó con un hijo de un antiguo gobernador de Cuba. El vástago del general Manuel Salamanca se sintió ofendido por las críticas que el periodista había hecho sobre el mandato de su padre e intentó restaurar su honra con el filo de un espadón.
 
El sufragio femenino
Decía Colombine que siempre había que tener la maleta preparada. La escritora deseaba viajar y conocer otros lugares donde no pesara la mantilla sobre la cabeza de las mujeres. En 1905 el Ministerio de Instrucción Pública le concedió una beca para estudiar los sistemas de enseñanza de otros países. Carmen de Burgos agarró a su hija y una valija llena de libros, y se lanzó al descubrimiento de Francia, Italia y Mónaco.

El país de Émile Zola, una de sus grandes referencias literarias, provocó un gran impacto en la maestra. Había que aprender del racionalismo de Francia. Era algo en lo que siempre había creído y la visita reafirmó su idea: sin educación, un país es una jungla. En la Memoria correspondiente al curso de ampliación de Estudios en el Extranjero realizados por la autora desde 1º de octubre de 1905 a 30 de septiembre de 1906, escribió: «Allí no solo no existe el analfabetismo, sino que todo el mundo es profesor o alumno, enseña o aprende. La frase célebre de que ‘cada escuela que se abre cierra una prisión a los veinte años’ es allí un hecho».

En 1906 volvió a Madrid y se estableció en la calle Eguilaz, número 7, cerca de la Glorieta de Bilbao. De su paso por Francia había traído un propósito que ya no abandonaría el resto de su vida. Carmen de Burgos estaba convencida de que había llegado el momento de que las mujeres pudieran votar y no pararía hasta conseguirlo.

En el Lyceum Club de París conoció a sufragistras británicas que le animaron en su empeño. Ellas eran las más avanzadas. La escritora anglosajona Katerine Mansfield relataba en un libro autobiográfico publicado en 1910 que un día, en un balneario alemán, bajó al restaurante y se sentó a comer con un grupo de alemanas. Una de ellas, viuda, le preguntó mientras se limpiaba los dientes con una horquilla:

—¿Es verdad que es usted vegetariana?
—Sí, ¿por qué? Hace tres años que no como carne.

—¡Imposible! ¿Tiene usted hijos?
—No.

—Ahí está, ¿ve? A eso está usted llegando. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de tener niños a base de verduras? No es posible. Pero ya no tienen ustedes grandes familias en Inglaterra. Supongo que están demasiado ocupadas con el sufragismo.

En España el tema del sufragio había derrapado años antes. En 1892, Emilia Pardo Bazán había fundado la publicación La biblioteca de la mujer para hablar del sufragio y de temas relacionados con la liberación femenina, pero, conforme avanzaban los números, se fue desanimando.

La escritora esperaba que sus referencias a obras como La esclavitud femenina, de John Stuart Mill, hicieran despertar en las mujeres el deseo de autonomía e independencia, y de exigir los mismos derechos que los hombres. Pero eso no ocurrió. La periodista coruñesa, decepcionada, terminó la colección con recetas de cocina.

«Cuando yo fundé La biblioteca de la mujer, era mi objeto difundir en España las obras del alto feminismo extranjero (…). He visto, sin género de duda, que aquí a nadie le preocupan gran cosa estas cuestiones, y a la mujer, aún menos. Cuando por caso insólito, la mujer se mezcla en política, pide varias cosas distintas, pero ninguna que directamente, como tal mujer, le interese y convenga», escribió. «Aquí no hay sufragistas, ni mansas, ni bravas. En vista de lo cual, y no gustando de luchas sin ambiente, he resuelto prestar amplitud a la sección de economía doméstica de dicha Biblioteca, y ya que no es útil hablar de derechos y adelantos femeninos, tratar gratamente de cómo se prepara el escabeche de perdices y la bizcochada de almendra».

Dos años después de sacar a escena el tema del divorcio, Carmen de Burgos se propuso azotar la opinión pública con una campaña en prensa a favor del sufragio femenino. El 19 de octubre de 1906 inauguró una columna titulada ‘El voto de la mujer’. La periodista volvió a hacer una consulta entre firmas de prestigio para publicar sus respuestas con esta carta:

Muy Sr. mío y de mi consideración:

En el Heraldo del día 19, se ha abierto un plebiscito cuya finalidad consiste en conocer la opinión que merece a todas las personas autorizadas la cuestión del voto de la mujer, planteándolo con la mayor amplitud posible.

1º ¿Debe o no, concederse voto a las mujeres? 2º En caso afirmativo, ¿ha de ser en sufragio universal, o solo para las que reúnan determinadas condiciones? 3º ¿La mujer puede ser además de electora, elegible?

El 7 de noviembre se publicó una respuesta procedente de París. El periodista Luis Bonafoux, en tono de ironía, dijo:

«Colombine, ma chère, eres terrible. Que si las mujeres pueden elegir y ser elegibles. ¡No han de poder! ¡Si desde los quince, sin contar las que madrugan, no se ocupan de otra cosa!».

En esa columna publicó setenta opiniones de políticos, escritores y periodistas de distintas ideologías. El 25 de noviembre cerró la campaña con 4.962 votos: 922, a favor y 3.640, en contra. Parecía que el país aún no estaba preparado para que las mujeres votaran. Carmen de Burgos concluyó:

«El pueblo español, comparado con el de otras naciones, sufre un notable atraso; es aún mayor el peso de los atavismos que la fuerza del progreso que lo impulsa. La mujer necesita en España conquistar primero su cultura; luego, sus derechos civiles, puesto que en nuestros Códigos no la conceptúan en muchos casos persona jurídica, y después hacer que las costumbres le concedan mayor libertad, más respeto y condiciones de vida independiente. Entonces estará capacitada para conquistar el derecho político».

El plebiscito no había funcionado. Daba la impresión de que en España se producía esa misma falta de interés de la viuda alemana del balneario por el sufragio femenino. La tierra estaba aún yerma y había que seguir sembrando. La escritora, convencida de que la única forma de conseguir los progresos que se estaban produciendo en otros países era mediante la educación, tradujo un libro que encontró en Venecia titulado En el mundo de las mujeres. En la obra, el dramaturgo Roberto Bracco afirmaba que para que la mujer se integrara en la sociedad era imprescindible que estudiara y trabajara fuera de su casa, igual que hacían los hombres.

Carmen de Burgos volvía a desafiar la tradición. Los guardianes del acervo se revolvían ante sus palabras y, como cuervos al acecho, buscaban la ocasión para acallar su voz. Les hervían los ojos ante textos como el que la autora escribió, en abril de 1904, en el Diario Universal:

«Es intolerable que la madre no tenga dentro de la familia los mismos derechos del padre, y que la mujer casada no tenga el de administrar libremente sus bienes y el pleno uso de los derechos civiles, considerándola siempre como una menor sometida a la tutela del marido».

La oportunidad se produjo en enero de 1907. El conservador Maura ascendió al gobierno y nombró a Rodríguez Sampedro ministro de Instrucción Pública. Desde esa institución el acoso a la escritora fue incansable, según su biógrafa Concepción Núñez, y culminó con una especie de sutil destierro a Toledo.
 
Las represalias
Las mujeres que desafiaban la tradición resultaban molestas. No sólo para los hombres. A menudo, lo eran más aún para otras mujeres. En 1915, Emilia Pardo Bazán, que se declaraba «radical feminista» porque creía que «todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer», indicó en una entrevista con el Caballero Audaz: «Tengo la evidencia de que si se hiciese un plebiscito para decidir ahorcarme o no, la mayoría de las mujeres españolas votarían que ¡sí!».  
 
El día que Carmen de Burgos dejó la ciudad, el periódico en el que trabajaba, el Heraldo de Madrid, publicó un artículo titulado ‘Un atropello’, donde denunció:

«Ahora desempeña una cátedra en la Escuela de Artes e Industria de Madrid, y sin asomo de motivo se la envió en comisión a Toledo. (…) Enferma y todo sale para Toledo, y excusamos decir que desde allí seguirá honrando las columnas del Heraldo con sus trabajos. (…) Podríamos comentar esta serie de abusos y de menosprecios a los derechos ganados en buena lid por Colombine».

Así apartaron a la profesora de Madrid, pero ella siguió escribiendo y dando conferencias allá donde la invitaban. En mayo de ese año, en la Institución para la Enseñanza de la Mujer, en Valencia, volvió a reivindicar la igualdad entre hombres y mujeres. En unos salones «atestados de gente» reclamó:

«No somos personas jurídicas. Estamos sometidas a una minoría casi perpetua, hijas y esposas no podemos vender, hipotecar, obligarnos ni recibir donaciones. Solo si tienen algunos de estos derechos en el caso de estar casada bajo el régimen de separación de bienes, y aun así, no son completos. (…) Quiero para ambos sexos idénticos derechos, las mismas leyes e igual educación».

En enero de 1918 aprobaron en Inglaterra la Ley de Representación del Pueblo. Las mujeres por fin podían votar. Aunque no todas. Esa primera ley concedía el voto a esposas de los propietarios, mujeres propietarias y universitarias de más de 30 años. Y había llegado muchos años después que en algunas de sus antiguas colonias: Nueva Zelanda lo aprobó en 1893 y Australia, en 1902. También después que en Finlandia (1906), Noruega (1913), Dinamarca e Islandia (1915), y sólo un año antes que en Alemania.

La sociedad victoriana intentó impedir que las mujeres fueran a las urnas. Pero fue un hombre, John Stuart Mill, quien desafió por primera vez esa idea. En 1867 propuso en el Parlamento una reforma electoral para eliminar la exclusión por sexo. Perdió por 123 votos. Pero la ambición fue creciendo, entre reivindicaciones y protestas, hasta aquel invierno de 1918. Y no fue tanto una conquista social como una consecuencia de la guerra.

La I Guerra Mundial, la contienda más catastrófica que había vivido el mundo hasta entonces, había dejado al Reino Unido sin electorado. Los hombres estaban en las trincheras y muchos de ellos no volverían jamás. Además, durante los años de batalla, las mujeres ocuparon los puestos que ellos dejaron para irse al frente y habían dejado claro que no necesitaban a ningún varón para custodiar su destino.

España, en cambio, parecía congelada en el tiempo hasta que el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República. Colombine tenía 64 años y una salud hecha añicos, pero aún le quedaban fuerzas para lanzar una nueva campaña que exigía el derecho al voto de la mujer.

Entonces era ‘presidente’ general de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas. La palabra ‘presidenta’ no existía. Igual que hoy no es posible presentarse como ‘escritora’ o ‘realizadora’ en la red social más usada en el mundo. Lo denunció la escritora Ángeles Caso en una conferencia sobre BookTubers el pasado mes de abril. «Fui a abrirme un perfil en Facebook y sólo tenía la posibilidad de calificarme como ‘escritor’. No veía eso de: “Ángeles Caso: escritor” y decidí que apareciera: “Ángeles Caso: libro”».

Daba la sensación de que, con la llegada de la república, el voto estaba a la vuelta de la esquina. Pero la opinión de las feministas se había dividido en dos. Algunas, como Victoria Kent, lo temía. Pensaban que la papeleta de la mayoría de las mujeres obedecerían las órdenes de sus sacerdotes. «En este momento lo estimo un poco peligroso», dijo la radical socialista en una entrevista con Josefina Carabias en el periódico Ahora en noviembre de 1931. «La prueba la tiene usted en que las derechas están encantadas de que voten las mujeres. Esas mismas derechas se oponían al sufragio universal en tiempos, alegando que la masa no estaba preparada».

Otras, en cambio, como Colombine o Clara Campoamor, lo querían a toda costa. La periodista almeriense escribió en La mujer en política:

«Hace años en una encuesta que organicé en el Heraldo respecto al voto femenino, me contestó el señor Lerroux en carta que conservo, que ese temor al reaccionarismo de la mujer era injustificado, pero que aunque dicho peligro existiera, no debíamos oponernos a la libertad en nombre de la libertad».

El 19 de noviembre de 1933 las mujeres votaron por primera vez en España.
La primera corresponsal de guerra

En el verano de 1909, en España, cantaban esta coplilla.

Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla.

Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.

La letra hacía referencia al desastre del Barranco del lobo. El 26 de julio los rifeños empezaron a disparar desde el monte Gurugú contra los soldados españoles. Más de 100 murieron y unos 600 resultaron heridos en ese episodio de la Guerra de Melilla.

El desastre del Barranco del lobo llevó a Colombine hasta Málaga. Quería estar más cerca del campo de batalla. A principios de agosto publicó varias crónicas en el Heraldo desde esa ciudad. Habla de los heridos, de la labor de la Cruz Roja y de la falta de agua en Melilla. A los pocos días, se traslada a Almería, junto a su hermana Catalina, su escudera en muchos de sus viajes y una de las personas más fieles de su vida.

Las cartas de los soldados llegaban a Almería y de ahí partían a su destino en el resto de España. Eso la acercaba aún más al corazón del conflicto. La ciudad mediterránea, por su cercanía a Melilla, daba «un bello ejemplo de entusiasmo patriótico y humanitario», escribió Colombine. En una de sus crónicas, la periodista lo retrató con esta escena:

«Todas las noches, un periódico local expone los telegramas al público en la farola del paseo, uno de los sitios más concurridos de la población, y la gente, hombres, mujeres y niños, forman cola, ávidos de leer las noticias».

El 25 de agosto, de pronto, apareció en el Heraldo un ‘Telegrama de Colombine’ enviado desde Melilla. «Ir al campo de batalla era el modo eficaz de vencer la censura militar, de conseguir un documento real de la guerra», escribe Concepción Núñez en Colombine en la edad de plata de la literatura española. «Desde Almería, apoyada por familia y amigos, consiguió el medio de trasladarse a la ciudad asediada. Tal vez viajó en el ‘vaporcito Siglo’ que diariamente transportaba el correo y al que ella alude con ese diminutivo».

Cinco días más tarde, en la primera página del Heraldo, un titular anunció: ‘Colombine, en Melilla’. En sus crónicas, a menudo, hablaba como una madraza. «Me siento invadida de una tristeza profunda. El soldado en campaña inspira un sentimiento de respetuosa ternura, que no sentimos al contemplarlo en tiempos de paz. Todos los días, al verlos salir con el convoy, morenos, sudorosos, llenos de polvo, experimento algo semejante a la tierna piedad que parece desprenderse del ambiente de amor y lágrimas con que los rodea el recuerdo de las madres y las amantes lejanas».

Carmen de Burgos aludía a las mujeres. «He tenido respecto a esto ocasión de hacer una observación importante del espíritu de la mujer. Muchos me enseñan retratos y cartas de sus hijos y de sus esposas. Estas últimas se quejan del dolor de la separación y expresan todas las angustias propias de las mujeres amantes que ven en peligro a los seres queridos; pero todas censuran con desprecio a los militares que pidieron la separación del servicio o rehuyeron acudir a la guerra».

Era una corresponsal que escribía desde la emoción. En el artículo del 30 de agosto de 1909 relató:

«Bien pronto, bajo el manto de la noche africana, se oye el dulce acorde melancólico de las guitarras, y los brindis de los oficiales se mezclan a los cantos de la tropa. Un soldado entona la triste elegía de una malagueña:

Estando muerta mi madre,
A su cama me acerqué,
Le di un besito en la frente,
Llorando me retiré.

Una ola de melancolía se extiende por el ambiente.

—No cantes eso —exclaman varias voces.

Y una copla enamorada se corea de palmas. (…) Nuestra fiesta no tardó en ser interrumpida por las detonaciones de los Pacos y las descargas de fusilería. El suceso de todas las noches; la lenta contribución que traicioneramente cobran los rifeños a nuestro ejército».

Colombine no sólo contaba lo que ocurría. También trataba de informar a los familiares de los soldados de su estado de salud. El periódico publicaba todos los días una lista de heridos.

Unos veinte días después, volvió a Madrid y, aún con el olor a bala, escribió un artículo titulado ‘¡Guerra a la guerra!’. La consideraba una suprema barbarie humana y defendió el derecho de todo humano a negarse a matar. En su libro Al balcón, habló de los pioneros de la objeción de conciencia:

«El mundo civilizado pone el fusil en la mano del hombre, le da orden de matar, y si el hombre arroja el arma y rehusa ser homicida, se le trata como delincuente… Todo hombre debe, ante todo, y cueste lo que cueste, negarse a tal servidumbre».

Parecía que esta mujer tenía un chaleco antibalas contra el miedo. Ni le asustó meterse entre los tiros que se estaban pegando en el monte Gurugú ni dejó de viajar por Europa cuando el continente ardió en guerra. En esa época, estuvo a punto de ser fusilada.

—Fusilada, sí. Fue en Alemania —dijo en una entrevista con José Montero en 1930—. Empezaba la Gran Guerra. Volvía yo de presenciar el magnífico espectáculo del ‘sol de media noche’. Me acompañaba mi hija. Unos soldados iban buscando en el tren a una espía. Creyeron que era yo, y por unos instantes tuve las bayonetas junto a mi. Eran aquellas jornadas las del máximo encono entre los países de uno y otro bando. Y a mi me habían tomado por una espía rusa… Hasta que la cosa se pudo aclarar ya puede usted suponerse las molestias y las zozobras… Se apoyaban, para considerarme espia, en varios hechos que eran totalmente pueriles. Entre ellos, el de que yo había dicho, al ver pegar a unos prisioneros rusos, compadecida: “¡Pobrecitos!”.

—Usted, en realidad, Carmen, fue la primera mujer periodista, ¿verdad?

—Sí. He hecho el periodismo vivo, activo, de batalla. He sido la primera mujer que se ha visto ante la mesa de la Redacción, que ha hecho reportajes, que ha organizado encuestas, que ha vivido y sentido. En fin, el periodismo de combate, ágil, nervioso y bohemio.

El cambio de siglo supuso un giro radical en la vida de Carmen de Burgos. Primero se fue a Madrid y, al poco, tomó un tren que la llevó a descubrir Europa. Empezó por Francia e Italia. «Se dice que los viajes han perdido en poesía lo que ganaron en comodidad», escribió en Por Europa (1906). «Prefiero que sea así, aunque no pueda referir á usted los encantos de las diligencias, tan poco diligentes en los viajes de nuestros padres».

En esos países conoció los salones literarios. Eran lugares refinados donde hablaban de altísima cultura. Aunque, en sus cómodos sillones, no era más fácil ser mujer. El peso de esa frase que dijo Pardo Bazán, «cómo habría cambiado mi vida de haberme llamado Emilio», caía ahí también como un plomo. En su libro de viajes, la almeriense se quejaba de que, en Francia, «muchas damas aristocráticas se hacen notar por sus gustos literarios y como aficionadas entran en el mundo de las escritoras, pero no logran tomar en él carta de naturaleza, a pesar de los aplausos que debidos a su posición social se les tributa en los salones».

La idea de reunirse para hablar de cultura le fascinó y, al volver a Madrid, montó su salón literario. Todos los miércoles, a las cinco en punto, comenzaba en su casa ‘La tertulia modernista’. Colombine servía té, como hacían en aquellos países. Imitaba sus modales exquisitos y establecieron que, de puertas adentro, la libertad de pensamiento sólo tendría como límite el infinito.

«Por mi casa de Madrid pasan escritores, periodistas, músicos, escultores, pintores, poetas… y cuantos artistas americanos y extranjeros nos visitan… Todos somos hermanos, todos hablamos de arte… todos son soñadores que luchan por el ideal», relató en Al balcón.

La tertulia en su casa de la calle San Bernardo, número 76, duró varios años y de allí salió la Revista crítica. A los gobernantes conservadores que la trasladaron a Toledo no sólo le incomodaban sus escritos. También veían en esas citas un polvorín. Pero a pesar del ‘destierro’, no consiguieron disolver el grupo. Colombine viajaba todos los fines de semana a Madrid y todos los domingos, como antes hacía los miércoles, a las cinco en punto, servía el té.

Carmen de Burgos debió de ser una persona arrolladora. Tenía la corpulencia, los ojos oscuros y los rizos negros del duende andaluz. En una sociedad asfixiada por la moral, ella era indómita y eso, probablemente, la hizo irresistible. «En mi inolvidable Rodalquilar se formó libremente mi espíritu y se desarrolló mi cuerpo. Nadie me habló de Dios ni de leyes, y yo me hice mis leyes y me pasé sin Dios», contó en ‘Autobiografía’, en la revista Prometeo, publicada en agosto de 1909. «Allí sentí la adoración al panteísmo, el ansia ruda de los afectos nobles, la repugnancia a la mentira y los convencionalismos. Pasé a la adolescencia como hija de natura, soñando con un libro en la mano a la orilla del mar o cruzando al galope las montañas».

Colombine mantuvo toda su vida ese espíritu anárquico. Desafió todas las cadenas, hasta las del espacio y el tiempo. Ni se ató a un domicilio fijo ni jamás dijo su edad. Prefería darse a esa naturaleza salvaje de la «tierra mora» donde se crió. En una entrevista en La Esfera, en 1922, el periodista le preguntó:

—¿Qué digo de la edad?

—Pues diga usted que le he contestado lo mismo que á un policía al llegar á la frontera suiza. Me preguntó la edad y le dije: “Pues mire usted, no sé la que habré puesto en la cédula, ¡porque como miento tanto en ese punto!”. Cuantos me oyeron quedaron asombrados de mi ingenuidad, tomándola por osadía.

De esa mujer sin miedo se enamoraron muchos hombres que pasaron por la tertulia. Pero ella ya no era presa fácil. Muchos artistas le declararon su amor y ella rechazó a todos. Algunos, ofendidos y despechados, la llamaron frívola y coqueta. Ella, para esquivar estos galanteos, alardeó de «incapacidad de amar».

Hasta que en abril de 1908 apareció en el salón un joven que estudiaba derecho. Tenía 18 años y se llamaba Ramón Gómez de la Serna. Ella tenía 37, pero la diferencia de edad no detuvo el flechazo. Bastó un año para que un día, de pronto, unos besos derribaran la armadura que Colombine se había calzado. Así empezó una relación que pasó por la pasión, los celos, la admiración, la complicidad, la traición y la amistad. Esos besos, atribuidos a personajes ficticios, están escritos en un párrafo que descubrió Núñez Rey en La hija fea:

«Lo leí sobre su hombro, y sin retenerme la besé en la nuca. No la había besado nunca y no se incomodó. Aquel beso estaba incluido de tan grandes cosas, eximias y maravillosas, que no manchaba». Poco después decidieron dejar la tertulia y dedicarse en cuerpo y alma a escribir. Ella ya era reconocida y admirada en el mundo literario. Él aún no. Pero Carmen de Burgos siempre creyó en su talento y lo apoyó mucho antes de que se hiciera famoso por sus greguerías.

La literatura era la pasión de los dos. «En aquella época hubiera matado al que me dijese que la literatura no lo era todo», escribió el madrileño en Automoribundia. Y entre las lecturas compartidas, y los días y las noches escribiendo en la misma mesa, fue creciendo su amor.

No iba a ser fácil. Desde que el padre de Gómez de la Serna escuchó hablar de este idilio empezó a mover hilos para intentar separarlos. En 1909 don Javier consiguió que nombraran a su hijo secretario de la Junta de Pensiones de París. Ramón se fue a vivir a Francia y Colombine permaneció entre Madrid y Toledo.

Las cartas de amor y una visita a París trituraron las intenciones del padre. Al cabo del tiempo Ramón regresó a Madrid y volvieron a vivir juntos. En las décadas siguientes sólo los separaría el trabajo. Ella nunca dejó de viajar ni rechazó las invitaciones a dar conferencias en cualquier lugar del mundo por estar a su lado.

Colombine era de las pocas mujeres que en aquella época entendió que el amor no debía ser una mazmorra. Aunque ella, de guante blanco, nunca lo dijo en palabras tan directas como la política rusa Alejandra Kolontai: «El hombre siempre intentó imponer su ego sobre nosotras y adaptarnos totalmente a sus propósitos. Así, a pesar de todo, constantemente estalló la inevitable rebelión interior, ya que el amor se convirtió en una prisión».

A lo largo de su vida, Carmen de Burgos escribió más de cien relatos cortos y novelas. Y en muchas de ellas hacía ver cómo la sociedad arrinconaba a la mujer en la sociedad detrás de las cortinas. «Te obligaré. Tú olvidas que yo soy el marido, el hombre», dijo, enfadado, el protagonista de su relato El artículo 438.

Escribía de noche. «Podrían ver que son las cuatro de la mañana y aún arde mi lámpara de trabajo», dijo a José Montero Alonso en una entrevista publicada en La piscina, La piscina. Y con el tiempo sus cuartillas se acercaban cada vez más a sus ojos. Lo contaba Ramón. Era miope.

—En sus novelas, ¿cómo trabaja usted? ¿Traza primero un plan? —preguntó el periodista.

—No. La preparación de cada novela es mental más que nada. Aunque luego, a pesar del ese plan meditado, la fuerza de la acción empuja, varía el curso primitivo de la novela. Yo trabajo siempre de noche. (…) Escribo con facilidad. Si no, escribir sería un tormento. Y escribir debe ser siempre un placer.

—En esa relación, en esa amistad que hay siempre de novelista a lector, de autor a público, ¿recuerda usted alguna anécdota, algún hecho curioso?

Colombine le contó que había escrito una novela llamada Los anticuarios basada en lo que había aprendido de esas tiendas en París. Varios años después, en un hotel en México, un desconocido la detuvo y le dijo: «¡Le debo a usted mi fortuna!». Aquel hombre leyó el libro y copió los trucos y las estafas que relataba para montar un negocio. Después compró todos los ejemplares que había en México para que nadie pudiera descubrir sus artimañas y evitar que otro listo le hiciera la competencia.

—Y yo que quise poner un fin moral en mi libro por el ambiente de picardía y de farsa que mostraba al descubierto, vi que lo conseguido era todo lo contrario: en vez de moralizar, desmoralizaba…

La literatura también la envolvió en un proceso judicial de lo más estrafalario. Una mujer la demandó alegando que su novio, después de leer una novela de sus novelas, renunció a casarse con ella. «Creyó que mi libro influyó en la decisión del hombre. Y me pedía, como indemnización, una cantidad realmente grande», explicó en la entrevista de La piscina, La piscina. «El pleito, que por fin gané, me costó mucho dinero, pues la mujer iba, ante cada sentencia, recurriendo a un Tribunal superior de categoría».

La almeriense contó una anécdota más al periodista. Esta vez, de terror. Ocurrió una noche, mientras escribía una novela de espiritismo, El retorno. De pronto, se apagó la luz. Esperó un rato pero las lámparas no volvieron a encenderse y entonces se fue a dormir. Al día siguiente, por la noche, como era su costumbre, se sentó en su escritorio. Escribió unas cartas y «cuando quería avanzar en las cuartillas, la luz volvió a apagarse. Así hasta cuatro veces en cuatro noches. Como si un poder oculto, misterioso, impidiese salir a mi novela de aquella cuartilla en que se había detenido», relató. «Publicado ya el libro, la señora de un amigo, al oírme contar este caso, quiso, por curiosidad, comprar mi novela espiritista. La estaba leyendo una noche, en el lecho, y cuando apagó, para dormir, la luz, vió a los pies de su cama una fantasmagoría de sombras blancas, extrañas. Se asustó, gritó. El libro prolongaba de este modo su espíritu de miedo y misterio…».

La ciencia reciente exterminó a las almas como Nietzsche mató a Dios. Pero en aquella época los espíritus eran gente corriente. Thomas Edison incluyó en sus trabajos un dispositivo para comunicarse con los muertos y el gran astrónomo Camille Flammarion pensaba que era muy posible que el más allá estuviera habitado por espíritus.

A finales del XIX y principios del XX, «el espiritismo era ocupación de las clases privilegiadas e intelectuales», según el escritor Miguel Ángel Delgado. «Los médiums eran recibidos en los salones más exquisitos». Incluso Victoria Woodhull, la primera mujer que se presentó a presidenta de los Estados Unidos, trabajó de intérprete entre los vivos y los muertos cuando era una niña para llevar ingresos a sus padres.
 
El desengaño

La tarde del sábado 7 de diciembre de 1929, en el Teatro Alcázar de Madrid, Ramón Gómez de la Serna estrenó ‘Los medios seres’. El escritor temía la reacción del público, que en aquella época no tenía ningún pudor en convertir el final de una función en un volcán de alaridos, y se ocupó de que muchas de las butacas estuvieran ocupadas por sus amigos. Allí estaban sus compañeros de la tertulia ‘Sagrada cripta del Pombo’: la periodista Magda Donato, Salvador Bartolozzi, Enrique Jardiel Poncela y, por supuesto, Carmen de Burgos. «Todos estaban estratégicamente situados en el teatro para contrarrestar la reacción esperada de los estrenistas habituales y demás espectadores que se presumía rechazasen la forma y fondo vanguardista de la obra», apunta Simona Moschini en ‘La memoria de un evento teatral a través de la prensa: Los medios seres’.

María Álvarez de Burgos actuó en la obra. La hija de Colombine había vuelto rota de Argentina. Traía la frustración de un matrimonio fallido con Guillermo Mancha y una intensa adicción a las drogas. La madre se empeñó en que Ramón le diera un papel. No fue fácil. Algunos actores se opusieron pero Carmen insistió y María acabó formando parte de la obra. Aquella noche, al terminar la función, Colombine descubrió que su hija, María, y su pareja, Ramón, se habían hecho amantes. La prensa no aireó el escándalo pero sí informó de su huida. El 5 de enero de 1930, apareció en El Sol una noticia titulada ‘Ramón se marcha a París’:

«Esta vez Ramón nos amenaza con una estancia muy larga. Ha tomado ya una ‘garqonnicre’ en el Barrio Latino, y sólo volverá a Madrid en el verano. Ramón dice que su establecimiento en París responde a uno de sus sueños más largo tiempo acariciados. Por nuestra parte, lo dudamos mucho, porque, de haber sido así, se habría preocupado, por lo menos, de aprender francés. Pero él recuerda que ni Víctor Hugo aprendió español cuando vino emigrado a España, ni Fernández y Gonzáless aprendió el francés cuando se trasladó a París como huésped de análoga categoría. Ramón se va, y no por esas razones, sino simplemente por deseo y capricho literario».

Pronto se vio que esa relación no fue más que «un espejismo lateral del teatro», escribió Ramón en Automoribundia. «Una interrupción de locura llenó los febriles días de los ensayos y oí el “siempre había esperado este momento” y en esas noches supe que ella tomaba cocaína y hubo una escena de muerte verdinegra que violentó más aquella pasión».

Al final no fue el padre de Ramón quien los separó. Fue la hija de Carmen. El golpe cayó en un corazón que llevaba años enfermo. «Mi salud no es buena, pues de sustos y sufrimientos siento que me desfallece el corazón. (…) Mi vida hace crisis», escribió un año más tarde en una carta a su amiga Ana de Castro Osorio que Concepción Núñez encontró en la Biblioteca Nacional de Lisboa.

Pero el amor pudo al rencor. No había estocada suficientemente honda para que Colombine diera la espalda a su hija. María, perdida en sus crisis neuropáticas y las drogas, volvió al hogar de su madre. Ramón, en primavera, regresó de París y también halló su puerta abierta. Después los separó Argentina. Quizá para siempre. El escritor se casó en aquel país y al volver a España intentó evitar a su antigua pareja. Sólo poco antes de que ella muriera volvieron a verse. Él la visitaba cada domingo como a una vieja amiga.

Proclamación de la Segunda República
La república

El 14 de abril de 1931 se proclamó la segunda república española. Era el fin de la ‘dictablanda’ de Miguel Primo de Rivera y de la monarquía borbónica. Las elecciones del día anterior mostraron que las grandes capitales del país no querían un rey. Los lacayos de Alfonso XIII tuvieron que preparar sus maletas urgentemente. «Has de salir del país antes de que se ponga el sol», le advirtió Niceto Alcalá-Zamora, en nombre del Comité Revolucionario.

La nueva Constitución proclamó España como «una república de trabajadores de toda clase». El país se hizo laico y Colombine vio por fin sus sueños cumplidos. La carta magna reconoció el matrimonio civil, el divorcio y el voto femenino. «Creo que el porvenir nos pertenece», escribió en la revista Mujer el 27 de junio de ese año.

Había pasado meses retirada de la vida pública, escribiendo relatos, entre las sombras de su dolor. La república, al fin, la sacó de casa. Se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y se presentó como candidata a diputada en las elecciones de 1933. Era ‘presidente‘ general de la Cruzada de Mujeres Españolas y de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas. La eligieron ‘vicepresidente primero’ de la Izquierda Republicana Anticlerical, una agrupación que seis días después de publicar su manifiesto, reunió a 10.000 personas.

Su tiempo pasaba entre la actividad frenética de los mítines y el descanso que le exigía su corazón. Apuraba sus energía para seguir con sus campañas. Esta vez, contra la pena de muerte y la prostitución. «Me cogió un vértigo de trabajo. No quise confesar que mi salud está delicada, lo llevé todo a cabo y me puse a morir», escribió a su amiga Ana de Castro, a mediados de noviembre. «Por fortuna tengo una naturaleza fuerte y una semana a leche, y con reposo absoluto, me han puesto bien. (…) Era un esfuerzo necesario. Ya podremos ir más despacio. Se necesitaba escalar la fortaleza y ganar el tiempo que había perdido con mi alejamiento de todo».

Antes del fin de 1931, en noviembre, ingresó en la masonería. Carmen de Burgos fundó la logia Amor y le otorgaron el grado de máxima autoridad, Gran Maestre, después de casi 20 años de excelente relación con esta organización donde se hermanaban los grandes intelectuales de la época.

En marzo de 1932 publicó Guiones del destino. Lina, la protagonista, «avanzó hacia el público, saludando y enviando puñados de besos que parecían materializarse y volar sobre los espectadores». De pronto, estalló un «grito de inmenso horror exhalado por el público. El telón bajaba rápidamente sobre Lina, que no se apartaba. Por pronto que quisieron acudir espectadores y empleados en su ayuda, llegaron demasiado tarde. El enorme telón había aplastado a la actriz. La mitad de su cuerpo quedaba a la vista del público, descansando entre las flores, frescas y olorosas, que le acababan de arrojar».

Colombine, de algún modo, estaba anunciando su propia muerte. Ocurrió siete meses después. La tarde del sábado 8 de octubre de 1932 la escritora acudió a la sede del Círculo Radical Socialista para participar en una mesa redonda sobre educación sexual. Quería acabar con esa imagen pecaminosa que los clérigos daban al amor dentro de la alcoba. «En las bodas del futuro», indicó, «al tomarse los dichos, deberá acudir el médico en vez del confesor».

Pero, de pronto, empezó a sentirse mal. Muy mal. Exhausta. En la sala había dos médicos y también llamaron a su amigo y doctor Gregorio Marañón. «Una vez los tres médicos reunidos se procedió a hacer una sangría y a la inyección de varias ampollas de aceite alcanforado. Sin embargo, la ilustre escritora continuaba empeorando», escribieron al día siguiente en el periódico El Sol. «A pesar de su estado, conservaba la serenidad. Sin perder energía pronunció estas palabras: “Muero contenta, porque muero republicana. ¡Viva la República! Les ruego a ustedes que digan conmigo: ¡Viva la República! (…) Se avisó a una ambulancia que trasladó a doña Carmen de Burgos a su domicilio donde falleció a las dos de la madrugada».

Enterraron a Colombine en el Cementerio Civil de Madrid, un día de lluvia fina. En la comitiva estaban los principales políticos e intelectuales de entonces. La noticia apareció en decenas de medios internacionales. Hubo varios homenajes en su honor y muchos intelectuales, entre ellos, Clara Campoamor, pidieron que Madrid diera su nombre a una calle. Carmen participa en una conferencia contra la pena de muerte de la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Iberoamericanas

La escritora no pudo ver que, en realidad, el porvenir no les pertenecía. Había sido un espejismo que acabó a balazos, en una guerra civil y una dictadura nacionalcatólica. El fin de la república fue también el fin de su memoria. El general Franco incluyó su nombre en la lista de autores prohibidos junto a Zola, Voltaire o Rousseau. Sus libros desaparecieron de las bibliotecas y las librerías. Otras autoras que habían defendido los derechos de la mujer, como Pardo Bazán, sobrevivieron al régimen. La condesa se libró porque era católica. En Galería, una recopilación de entrevistas del Caballero Audaz publicada en 1943, aparece una entrevista a doña Emilia de principios de siglo, pero el texto acaba con un parche ideológico que el censor introdujo a capón.

«Con pocos años más de vida que Dios hubiera querido conceder a la condesa de Pardo Bazán, le hubiera sido dado a ésta contemplar la honda y rápida transformación experimentada por la mujer española en todos los órdenes de la vida».

«(…) En las clases estudiantiles y populares, la incorporación femenina a la política produjo efectos desastrosos. Por snobismo en unas, por incultura en otras, prendieron en esas masas de mujeres los extremismos más violentos. Ocuparon escaños en el Parlamento agitadoras desprovistas de feminidad, auténticos viragos llenos de rencores y de envidias vengativas que apoyaron toda la legislación disolvente, antipatriótica y, sobre todo, descristianización de la República».

«Aquellas diputadas sin delicadeza, sin religión y casi sin sexo, hubieran horrorizado el feminismo entusiasta que predicaba la eximia Pardo Bazán, que, si fué uno de nuestros mejores talentos literarios modernos, fué, antes que todo, una fervorosa católica y una española ejemplar».

En esa España las mujeres volvían a asumir el sometido papel del ‘ángel del hogar’. El de la mujer delicada, sumisa, dócil y casta entregada a cocinar, fregar, coser y cuidar de su marido y sus hijos.

Pilar Primo de Rivera, la poderosa fundadora de la sección femenina del partido único, dijo en 1942: «Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles. Nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho».
Veinte años antes un periodista visitó a Colombine en su casa de Madrid. Ella lo recibió en su mesa de trabajo, «que tiene no poco de tablero de plancha o de cortador de sastrería», y dijo:

—Bueno. Pregunte usted, señor confesor.
«Yo no podía tenerme de la risa», escribió el periodista de La Esfera E. González Fiol reconocía y alababa su talento como lo haría con un hombre.

—Mire usted, Carmen: es una interview de amigo y de buen compañerismo. Prescindamos de preguntas y usted me cuenta lo que le convenga… y quien quiera saber más, que vaya a Salamanca.
—Bueno. ¿Por dónde empezamos?
 
—Por la infancia.
—Mis padres estaban en muy buena posición. Eran hacendados en Rodalquilar, un pueblo que yo he descrito en varias novelas mías. Como de niña era muy raquítica y enfermiza, me mandaron al pueblo para que me fortaleciese, y allí me crié, sin enseñanzas de nadie, como los ajos porros, sin esencia de Dios, como dice la gente del pueblo. Bueno, esto de los ajos porros no lo ponga usted.

—¿Cómo que no? Con lo que me gustan a mí los gráficos modismos del pueblo. ¿Cómo era usted entonces?
—Un demonio. Mis juguetes predilectos eran las muñecas y los periódicos. Mi diversión, leer cuanto caía en mis manos y montar a caballo. Era como he sido siempre: un espíritu rebelde, pero con rebeldía de guante blanco.

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