miércoles, 21 de septiembre de 2016

Juan Eslava Galán. UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 5

 Juan Eslava Galán.  UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL   QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 5
CAPÍTULO 39
La batalla de Brunete
La República cuenta ahora con un ejército más disciplinado e ins¬truido, forjado sobre el ejemplo del Quinto Regimiento comunis¬ta. El V Cuerpo de Ejército de Juan Modesto Guilloto consta de tres divisiones mandadas, respectivamente, por Líster, el Campe¬sino y un asesor soviético, conocido como general Walter.
Los consejeros militares soviéticos convencen al nuevo jefe de Gobierno, Juan Negrín, y al ministro de Defensa, Prieto, para que desencadenen una ofensiva cerca de Madrid, al objeto de ali-viar la presión rebelde sobre la capital. El mejor estratega republi¬cano, Vicente Rojo, planea la operación. Atacarán por Brunete, un pueblo a treinta kilómetros de Madrid, en medio de un llano carente de defensas naturales, que los nacionales tienen casi des¬guarnecido.
La moral es alta. «Un entusiasmo nuevo llenaba el ambiente —recuerda Vicente Rojo—, aquellos hombres se sentían orgu¬llosos de lanzarse a una empresa ofensiva de importancia y cierta-mente lo hacían con una disciplina y un orden perfectos.»
El gobierno de la República cifra grandes esperanzas en esta batalla. Indalecio Prieto y otros líderes se hospedan en la finca «Canto del Pico», cerca del teatro de operaciones.
Lo que son las cosas: Franco heredaría unos meses después, en noviembre de 1937, esta finca «Canto del Pico», casi un millón de metros cuadrados, con su enorme mansión en el centro, la «Casa del Viento». La finca era propiedad del conde de las Alme¬nas, que al morir sin hijos la legó en su testamento a Franco como reconocimiento por «reconquistar España».
Antes del ataque, comandos del Batallón Especial se infiltran tras las líneas nacionales guiados por campesinos de la zona y estudian el terreno. Con la información aportada, el día 5 de ju¬lio de 1937 las tropas republicanas se ponen en movimiento. Al¬gunos regimientos penetran silenciosamente en territorio enemi¬go. Atacarán el pueblo de Brunete por la retaguardia, al mismo tiempo que otros lo hacen de frente. Cincuenta mil hombres apoyados por carros de combate y abundante artillería abren una amplia brecha en las líneas nacionales. Brunete cae a media ma¬ñana, vencida la resistencia de sus escasos defensores. Los repu¬blicanos hacen sesenta prisioneros, entre ellos dos enfermeras, las hermanas Luisa y Carmen Larios, a las que tratan caballerosa¬mente. Poco después las canjearán por prisioneros de los nacio¬nales.
Después de ocupar Brunete, las tropas republicanas se demo¬ran en el pueblo por espacio de cinco horas (¿afán de saqueo o fal¬ta de iniciativa?). Esta pérdida de tiempo se revelará decisiva para el desarrollo de la batalla porque da un respiro al enemigo y le permite reaccionar. Franco se ve obligado a distraer tropas del norte (lo que ralentiza la conquista del Cantábrico), pero a los dos días consigue taponar la brecha.
Sigue el clásico forcejeo de carnero, cada ejército quemando material y hombres contra el otro: diez días de combates de puro desgaste, en los que los nacionales imponen su abrumadora su-perioridad.
El mercenario Tinker patrulla los cielos de Madrid cuando observa a unos aviones enemigos que persiguen a un bombarde¬ro republicano. Se lanza tras ellos y derriba a un caza de modelo desconocido, estilizado y veloz. Es uno de los flamantes mono¬planos alemanes Messerschmitt BF 109, que acaban de debutar sobre los cielos de España. El aparato iguala o incluso supera li-geramente en velocidad a los aviones rusos más modernos. Tiene, además, la cabina cerrada, y está dotado de equipo de radio y de oxígeno para que el piloto respire en grandes alturas.
Cuando aterriza, Tinker recibe los parabienes de sus camaradas de escuadrilla y una mala noticia: el piloto del bombardero derribado por los nacionales era su compatriota Dahl. Ha logra¬do lanzarse en paracaídas, pero lo han capturado. Lo tienen en una cárcel de Salamanca, en espera del Consejo de Guerra que habrá de juzgarlo.
Edith recibe una nota de Tinker: «Harold prisionero de los fascistas en Salamanca.» Su esposo, que la tiene como una reina, prisionero. ¡Horror! Los fascistas fusilan a los prisioneros. Por un momento se imagina en el papel de viuda enlutada, un vesti¬do negro, ceñido, con la cabellera rubia descendiendo sobre los hombros y la espalda. Quizá pueda salvar al pobre Harold. Al menos lo intentará. Edith le escribe una carta a Franco:

Mi esposo no es comunista, ni siquiera de izquierdas. Estábamos recién casados. No encontraba trabajo con el que mantenerme dig¬namente y aceptó volar para la República, por el sueldo. Sólo lleva¬mos casados ocho meses. No tengo a otra persona en el mundo. Sé que ustedes un hombre valeroso y de gran corazón. Le doy a usted mi pa¬labra de que Harold no luchará de nuevo contra usted si tiene la compasión de liberarlo y enviármelo. Ahora que la victoria está casi a su alcance, la vida de un piloto norteamericano no puede signifi¬car mucho para usted. Yo fui actriz durante varios años, pero ahora he encontrado la felicidad a su lado. No la destruya. Por favor, res¬ponda a mi carta a fin de que sepa qué hacer y si puedo albergar esperanzas.

Edith pasa la punta de la lengua por la goma del sobre. Va a pegarlo cuando una nueva ocurrencia la detiene. Una foto. Si le envía una foto a Franco, quizá lo mueva más a compasión. Los es¬pañoles son de naturaleza romántica. Quizá el general no sea in¬sensible a su belleza.
Busca entre sus fotos y al final escoge una en la que aparece en traje de baño, con los estupendos muslos y las torneadas piernas al sol de la Riviera.
Una semana más tarde llega la cortés respuesta del Estado Ma¬yor de Franco. La carta y la foto no han llegado al Caudillo, pero el general Millán Astray, jefe de propaganda, ha contemplado las redondeces de la norteamericana rubia platino y le ha respondido con una carta tranquilizadora rematada con un cortés «suyo que besa sus pies»: Harold seguirá preso pero no lo fusilarán.
La noticia circula por la prensa mundial. Franco perdona la vida de un piloto mercenario gracias al amor de una mujer. La co¬tización profesional de Edith sube como la espuma. Los clubes nocturnos de la Riviera en los que actúa la anuncian como «La mujer que derritió el corazón de Franco».
Harold es un buen piloto, pero como diplomático deja bas¬tante que desear. Cuando está a punto de que lo intercambien por otro piloto nacional apresado por la República se le ocurre declarar a un periodista que a él le importan un comino las cau¬sas, que sólo lucha por dinero y que está dispuesto a volar ahora a favor de Franco. Naturalmente, los republicanos se olvidan de él y realizan el intercambio con otro prisionero.
Tinker lleva combatiendo siete meses, en los cuales ha derri¬bado ocho aparatos enemigos. Entre sueldos y recompensas ha ahorrado más de veinte mil dólares, una cantidad más que sufi¬ciente para regresar a casa y dedicarse a otras cosas. Escribe una carta solicitando la rescisión de su contrato.
La batalla de Brunete continúa en su esplendor. Los anticua¬dos He-51 quedan relegados a misiones de bombardeo y ametrallamiento de las trincheras enemigas, la clásica «cadena» o «pescadilla»: una circunferencia de aviones que va rodando a lo largo de las trincheras de manera que siempre haya uno disparando.
En el cielo la lucha queda en tablas y en tierra la batalla no se decide tan fácilmente. En la cómoda llanura actúan ciento vein¬te carros T-26B republicanos con escasa fortuna porque casi la mitad resultan destruidos o capturados.
En pleno combate, Líster se acerca al alto mando a recibir instrucciones. «Prieto y Miaja estaban delante de una botella de champaña. Les saludé reglamentariamente y los informé de la si¬tuación del sector que ocupaban mis fuerzas. Había tenido cerca de un cincuenta por ciento de bajas y tenía algunos casos de com¬batientes que se volvieron locos. Solicité el relevo de la división y que mis hombres tuvieran dos o tres días para lavarse y dormir sin sentir día y noche sobre sus cabezas el ruido de los aviones y el es¬tampido de los obuses y de las bombas de aviación. Dije todo esto de pie, firme, casi sin poder tenerme de cansancio y, cuando ter¬miné, Prieto se levantó, tomó un último sorbo de champaña y dijo: "Bueno, como esta es una cuestión de militares, yo me voy a echar una siestecita." Y levantando la mano con aire cansino, agregó: "¡Que haya suerte, Líster!" Y salió del comedor.»
La ofensiva de Brúñete no cumple los objetivos previstos. Sólo concede un respiro de seis semanas a Santander y quizá sir¬ve para que los estrategas republicanos adviertan que, pese a sus carencias de mandos subalternos y de una dirección capaz de sa¬car provecho de sus carros de combate, tan superiores a los del enemigo, ya existe un germen de Ejército Popular infinitamente mejor que las milicias. También es cierto que los oficiales han adoptado las tácticas de los nacionales para evitar que sus hom¬bres chaqueteen y se den a la desbandada.
—Las ametralladoras situadas tras las posiciones de primera línea tienen órdenes de disparar contra todo individuo que, bajo cualquier pretexto, trate de abandonar sus posiciones —advierte Modesto.
Esto y el coñac de garrafa, el «saltaparapetos», sustentan en los dos bandos el heroísmo de la tropa, para qué nos vamos a engañar.


CAPÍTULO 40
La batalla de Belchite



A principios de agosto, Vicente Rojo se entrevista en un pueblecito levantino con el teniente coronel Antonio Cordón, el que rindió el santuario de la Virgen de la Cabeza. Prieto ha concebi¬do una ofensiva sobre Belchite, un saliente en las líneas naciona¬les, a cuarenta y tres kilómetros de Zaragoza. Con un poco de suerte pueden arrebatarle Zaragoza a los nacionales y, en cual¬quier caso, los obligarán a distraer tropas y a aflojar el dogal que tienden en torno a Santander. Eso es, al menos, lo que pretende Rojo, en vista de que Franco entra al trapo cada vez que pierde unos kilómetros de territorio en cualquier parte.
El tiempo apremia. Cordón idea apresuradamente un plan de operaciones. Primero, cinco ataques parciales a lo largo de cien ki¬lómetros de frente. Cuando los nacionales hayan gastado todas sus reservas sosteniendo una línea tan dilatada, ellos concentrarán el ataque principal sobre Zaragoza, englobándola en una pinza.
En la madrugada del 24 de agosto de 1937, los republicanos atacan a lo largo del frente para conquistar las localidades de Codo, Quinto, Mediana y Fuentes del Ebro.
Los cálculos de Cordón se revelan demasiado optimistas: las fuerzas no funcionan sobre el terreno según lo planeado. Falta co¬hesión, falta coordinación y falta disciplina. Por el contrario, los nacionales resisten más de lo previsto los primeros golpes del ene¬migo y ganan tiempo para que les lleguen refuerzos que permitan resistir y posteriormente contraatacar. Esto ya ha ocurrido en otras batallas (y seguirá ocurriendo a lo largo de la guerra).
Los republicanos avanzan treinta kilómetros el primer día, con poca oposición, pero pierden el tiempo en someter pequeñas bolsas, ese temor a explotar la victoria que parte de cierto com¬plejo, temor al vacío, lo llama Rojo.
Actúan cincuenta carros T-26 B de los que se pierden quince.
Las fuerzas de Kleber llegan a seis kilómetros de Zaragoza, pero no se atreven a proseguir porque muchas de sus unidades se han extraviado en el avance.
Las unidades, defectuosamente coordinadas, pierden al reagruparse un tiempo precioso que los nacionales aprovechan para reforzar sus líneas. La artillería prevista, de 75 mm, no puede dis¬parar porque ha recibido la munición errónea. Unas compa¬ñías avanzan y las que deben cubrirles los flancos no lo hacen. Un desastre.
Lo único que sale según los planes es que algunas fuerzas atra¬viesan el río Ebro y toman la estación de ferrocarril de Pina, cor¬tando la vía que comunica con Quinto.
Codo resiste más de lo previsto. Sus defensores aguantan un día el ataque de fuerzas muy superiores, con tanques. Cuando la situación se torna insostenible, un centenar logra cruzar las líneas enemigas y abrirse camino hacia Zaragoza.
Belchite, cercado, sufre el bombardeo de la artillería y la avia¬ción.
Uno de los cazas republicanos que sobrevuela el pueblo está pilotado por el joven teniente Emilio Herrera Aguilera, al que de¬jamos en diciembre entrenándose en la base soviética de Kirova-bad, en el Cáucaso, junto con otros ciento noventa pilotos espa¬ñoles. En julio regresó, por tierra, a través de Francia, y tras un segundo curso de vuelo acelerado en la base de Los Alcázares se ha incorporado a «La Gloriosa» como jefe de patrulla de la 2.a Es¬cuadrilla de Chato con base en Sariñena. La escuadrilla opera en combinación con los Mosca pilotados por Boris Smirnov, Vjor y otros soviéticos.
Franco se reúne con sus generales en Alfaro. Discuten la si¬tuación. Deciden no retirar tropas del frente norte (Santander ha caído, pero queda la bolsa de Asturias), pero refuerzan la aviación trasladando a Belchite a sus mejores aviadores: García Morato, Gallarza, Carrillo y Haya.
En tierra se recrudecen los combates bajo un sol abrasador, que hasta ocasiona dos casos de insolación entre los moros. Los republicanos abandonan otros objetivos para concentrarse en Belchite. Los nacionales resisten bien atrincherados tras los sóli¬dos muros de mampuesto y ladrillo, pero comienzan a escasear los víveres y el agua. Además, la numerosa población civil atrapa¬da en el pueblo es una carga.
El 1 de septiembre de 1937 los republicanos se lanzan al asal¬to. Un morterazo mata al alcalde, Ramón Alfonso Trayero, que días antes había escrito a Zaragoza: «Los españoles de aquí no te-nemos prisa. Si antes de que lleguéis vosotros llega la muerte, ¡bien venida sea!»
En la noche del día 2, los nacionales evacúan el seminario (el santo y seña son las palabras «Roma-Berlín»). Dos días más tarde pierden la iglesia de San Martín, el bastión que defiende Belchite por el norte. El camino queda libre hasta el centro del pueblo. Los republicanos van tomando la población casa por casa. Desde la posición «Vértice del Lobo», Dolores Ibárruri y otros líderes contemplan el avance de sus tropas.
En uno de los parapetos, una mujeruca se compadece de un oficial nacional:
—¡Ay, señorito, cuánto trabajan ustedes!
Prosigue la batalla en el aire. Los nacionales bombardean Va¬lencia con trimotores Savoia escoltados por numerosos Chirri. El 4 de septiembre los siete Mosca y Chato de la escuadrilla mixta a la que pertenece Emilio Herrera Aguilera intentan interceptar una formación de bombarderos y entablan combate con sus Chirri de escolta. Resultan derribados un caza nacional y cuatro republica-nos, entre ellos el 1-15 matriculado 43 que pilota Emilio Herrera. El aparato se estrella al noroeste de Mediana, en Zaragoza.
El general Herrera, padre de Emilio, recibe la noticia en Va¬lencia. Solicita un coche y recorre los pueblos del frente en busca del avión de su hijo. No lo encuentra. El general Queipo de Lla¬no, en su charla radiofónica nocturna, comenta cruelmente: «Ya que el padre no ha podido subir tan alto como hubiera querido, su hijo ha bajado más de prisa de lo que hubiera deseado.» El avión del joven Herrera ha caído en la zona nacional. Un perió¬dico francés asegura que se lanzó en paracaídas y que los nacio¬nales lo han fusilado. El general Kindelán, en persona, desmiente la noticia en una carta que dirige al atribulado padre, su compa¬ñero y ahora enemigo:

Tu hijo murió bravamente en combate y con muerte instantánea, según parece, pues no estaba incendiado el avión. No sabes lo que Lola y yo nos hemos compadecido y nos compadecemos. Para qué ha¬blar más. Es tanto lo que habríamos de hablar y tan triste que más vale dejarlo. Sabe sólo que has sido y sigues siendo para mí una de las amarguras de la guerra.

En el bolsillo de la guerrera del teniente Herrera encuentran una carta dirigida a su padre. Se la devuelven a la familia:

30-8. Alcañiz

He recibido tu carta del 28, la que está dirigida a este pueblo. Mis señas las repetiré, pues supongo que no habrás recibido las cartas anteriores; son Aeródromo de Alcañiz. No puedo telefonear ni tele¬grafiar porque todo está al servicio del frente. Como tu carta no ha tardado más que dos fechas me figuro que pronto recibirás ésta.
Hace dos días estuvo haciéndonos una visita el comandante Urzaizy me dijo que te hablaría diciendo te dónde estoy.
Yo sigo perfectamente y puedes decirle a mamá que esto está muy tranquilo y que pronto podré ir.
Dale recuerdos a Greta y demás familia.

SPQESSKO
Spqessko era la forma rusa de su apelativo familiar Pikiki, que el joven piloto usaba desde su estancia en Kirovabad.
El día 5 el mando nacional autoriza a los defensores de Belchite para que abandonen sus posiciones e intenten ganar las lí¬neas nacionales. Por la noche, unos seiscientos supervivientes al mando del comandante Santapau se concentran en la calle del Señor e intentan romper el cerco. Al principio avanzan como una tropa organizada, abriéndose paso a tiros, pero cuando el coman¬dante muere cunde el pánico y se lanzan a la desbandada. Los re¬publicanos los cazan en campo abierto. Sólo unos doscientos al¬canzan las líneas nacionales.
A primeros de octubre, la República inicia la segunda ofensi¬va de Belchite. La gran novedad técnica de esta batalla es la apa¬rición del tanque soviético BT-5, del que la República ha recibi¬do cincuenta unidades. El carro es estupendo, pero su debut en combate resulta calamitoso. El gran estratega soviético Mijail N. Tujachesky ha determinado que los carros actúen integrados con la infantería. Dado que el carro es mucho más rápido que el in¬fante, los técnicos soviéticos deciden que los soldados se acomo¬den sobre los carros.
Llegan los BT-5 al frente y los asesores comunican a los ofi¬ciales de la 15.a Brigada Internacional que al día siguiente deben encaramarse sobre los carros para avanzar sobre el enemigo. Los afectados aceptan a regañadientes.
El 13 de octubre de 1937, poco antes del anochecer, cuaren¬ta y nueve carros BT-5 avanzan sobre las posiciones nacionales llevando un racimo de hombres sobre cada vehículo. En las sacu¬didas de los blindados al salvar los obstáculos del terreno irregu¬lar muchos soldados caen y resultan aplastados por los que vienen detrás. A esa calamidad se suman otras muchas: en las primeras líneas republicanas los toman por enemigos (ya que pertenecen a un modelo desconocido) y disparan contra ellos. Para cuando el malentendido se aclara, se ha perdido un tiempo precioso y, lo que es peor, el tiroteo ha alertado a los nacionales del sector opuesto, que emplazan convenientemente sus cañones anticarro. Por si fuera poco, los hombres de la 120 Brigada, que, de acuer¬do con los planes del alto mando, debe seguir a los tanques en su ataque, se resisten a abandonar sus trincheras. Sólo obedecen cuando los oficiales se dejan de miramientos y los obligan a pun¬ta de pistola.
Las posiciones republicanas están en un alto. Después de re¬basarlas, los carros deben descender por una pronunciada pen¬diente hasta la llanura donde están las trincheras nacionales. Los pesados armatostes escogen mal el lugar del descenso (de nuevo la falta de reconocimiento previo) y no advierten que el cañaveral en el que se internan está encharcado. Los primeros mastodontes de acero se atascan en el barrizal y sus compañeros deben remol¬carlos bajo el fuego enemigo. Un desastre: mueren ochenta hom¬bres, causan baja un tercio de los tanquistas participantes en la acción y se pierden diecinueve carros.
El descalabro de Fuentes del Ebro es el canto de cisne de los carristas rusos en la guerra de España. En adelante volverán a ac¬tuar en acciones limitadas de apoyo a la infantería.
Sin embargo, las doctrinas de Tujachesky sobre el uso de los blindados eran acertadas y el BT-5, directo antecesor del T-34 ruso, era un eficaz carro de combate, como se demostraría cum-plidamente durante la segunda guerra mundial. Tujachesky no vivió para verlo. Stalin lo había fusilado, en una de sus purgas, tres meses antes de los acontecimientos que estamos narrando.
Tras la guerra, Franco decide que Belchite permanezca tal como está, en ruinas, como monumento perenne a su heroica de¬fensa, Así sigue hoy: unas melancólicas ruinas pobladas de lagar¬tos a las que la lluvia y el tiempo van limando los perfiles. El Pa¬tronato de Regiones Devastadas construirá un pueblo nuevo a pocos kilómetros del antiguo.

CAPÍTULO 41
Camaradas del frente



El Cantábrico republicano se va desmoronando. Primero Bilbao; después, Santander; finalmente, Asturias.
En la campaña de Santander, los mecánicos alemanes idean una versión rudimentaria de la bomba de napalm (naphta-palm oil): un depósito de gasolina y aceite al que le atan una bomba incendiaria y otra explosiva. «Era un procedimiento primitivo —recordará Galland—, pero su efecto moral y real era conside¬rable.»
Gijón y Aviles caen el 21 de octubre después de una notable resistencia. «Tengo que confesar que nos equivocamos en lo que iba a ser esta campaña, la más dura de todas las del norte —escri¬be el general Solchaga—. (...) Es increíble la resistencia que han opuesto (...) Los asturianos fueron los enemigos más duros que encontramos en toda la guerra (...) lástima que fueran rojos.»
El norte pertenece a Franco. La República ha perdido un cuarto de sus fuerzas (ciento noventa y dos batallones de infante¬ría, trescientos cincuenta cañones, más de cien aviones, dos sub¬marinos y un destructor).
En la compañía 23 del 6.° Batallón de Soria necesitan un me¬cánico que entienda de coches. Se presenta Darío Méndez.
—-¿Tú sabes de coches?
—Más que nadie, mi teniente. Usted me da un vehículo, le quito una espuerta de tornillos y sigue funcionando.
—¿Y eso?
—Porque les ponen muchas tonterías para justificar la millo¬nada que vale el vehículo, mi teniente.
Darío Méndez nunca dice coche, sino vehículo. Abre el capó y chismea dentro con la pulcritud de un afinador de pianos.
Ser mecánico es una suerte en el frente, como ser mecanógra¬fo. Los que no tienen una habilidad civil necesaria van a las trin¬cheras, donde, heroísmos aparte, nadie quiere estar. Por eso se alegran tanto cuando una herida limpia (un tirito mollar) los en¬vía al hospital, a retaguardia, sábanas limpias, paciente enferme¬ra, y luego un mes de permiso al pueblo, a lucir la raspa plateada en la manga, la distinción de la herida, que viste mucho.
Medita Andrés Oliva mientras fuma un caliqueño. Hace dos meses que llegó al frente. Como si hubieran pasado dos años. Re¬cuerda el día que recibió el equipo, casi con ilusión: fusil, correa¬je, cartucheras con cuarenta balas, dos granadas de mano Laffite, con su cintajo, macuto, manta, cantimplora, plato y cuchara. En cuanto se ve solo abre el paquete que contiene la cura individual: una venda, un bote de desinfectante blanco, una goma elástica para contener las hemorragias y pare usted de contar.
Dos años de guerra. Un tiempo más que suficiente para pro¬ducir veteranos que se las saben todas. El oficio de la guerra, si no la palma uno antes, se aprende pronto. Rufino Hernández, antes miliciano, ahora sargento del Ejército Popular, es un virtuoso de la ametralladora. Es capaz de soltar una ráfaga de seis u ocho tiros debidamente espaciados que reproduzcan el compás de Una copita de ojén. Cuando viene al frente algún «turista» importante (así llaman a los políticos o periodistas que se acercan a las trin¬cheras un día tranquilo a hacerse fotos), sus superiores le piden que demuestre su habilidad. Lo malo es que a veces los de en¬frente responden, se arma la ensalada y hay que retirar al «turista» corriendo, antes de que se lo haga en los pantalones.
Avelino Carballo, escribiente del ayuntamiento, lleva un dia¬rio en el que anota las sensaciones de la guerra. «Ayer nos bom¬bardearon dos veces. Las bombas te suspenden los latidos del co¬razón, retienes la respiración, luego la sangre circula con violencia y te late en las sienes como un martillo, la notas a borbotones en las orejas, detrás de los ojos. El hombre se repliega como un ani¬mal amenazado, disimulando miedos, ese sudor viscoso, frío, que te queda en la nuca y en las manos, después del miedo.»
«Lo peor no son los tiros —escribe José Alarcos a su herma¬no—, lo peor es la miseria, la mugre que arrastramos, los saba¬ñones y los piojos.» Los soldados se lo toman a chufla. A veces organizan carreras de piojos. Cuando no tienen otra cosa que hacer se despiojan rastrillando el pelo con las uñas negras, largas. Cuando atrapan un parásito lo lanzan al fuego y se divierten con el estallido.
El frente, el desorden, la confusión. La guerra e bella ma inco¬moda, dicen los italianos. Mulos, morteros, cañones, camionetas, tractores, relinchos, pozos de tirador, voces de mando, risas, im-precaciones, largas filas de soldados que se dirigen a las posiciones.
«Hoy, rancho frío.» Señal inequívoca de que va a haber jaleo. Una cantimplora de coñac barato por escuadra, el saltaparapetos, que infunde en la sangre el necesario gramo de locura. Los rostros demudados cuando suenan motores en el aire, la angustia mortal, las centinelas, las escuchas en los hocicos del enemigo, tiritando de frío o de miedo, junto a las alambradas, el oído atento, la mano en la cuerda de la que tirarás para dar la alarma. «Antes que ver, oiremos cuando llegue el momento.»
La voz «¡Armen!» del sargento que suena en la helada madru¬gada, el siseo de la bayoneta al salir de su funda de cuero, el chas¬quido al acoplarla en el extremo del fusil.
El veterano tiene su propia jerga y eso lo hermana con el ene¬migo y lo distancia de los estrategas de café, los enchufados de la retaguardia. «Trimotor», piojo (más lento que la pulga); «leche¬ro» o «churrero», el avión que nos bombardea todos los días por la mañana temprano; «pepino», cualquier proyectil; «chocolate», el barro de la trinchera; «naranjita», la granada de mano italiana Breda, tan apreciada por las novias porque la carcasa sirve para ta¬baquera o monedero.
Tierra batida, tierra de nadie, tierra amorosa desgarrada por la metralla, tierra sembrada de hierro, de latas de sardinas, de toma¬te, de melocotón...
Acaba 1937 y la guerra no se termina. Franco ha mudado su gobierno a Burgos, donde reside en el palacio Muguiro. Con ayuda de su cuñadísimo Serrano Súñer prosigue con las labores de ingeniería jurídica conducentes a crear un Estado respeta¬ble a partir de un pronunciamiento militar. El presidente Azaña también abandona su chalecito valenciano de La Pobleta para trasladarse a otra casa de campo, la «Barata», en Tarrasa, cerca de Barcelona.
En la retaguardia son ya muy numerosos los mutilados. Fran¬co crea una dirección General de Mutilados de Guerra por la Pa¬tria que encomienda, naturalmente, a Millán Astray, nadie tan mutilado como él. En su discurso inaugural, en un teatro repleto de desechos humanos, que esperan alguna sinecura con la que ga¬narse la vida, el pintoresco general intenta transmitirles el espíri¬tu indomable de la Legión. Al término de la confusa arenga dice:
—Y ahora, mutilados todos, estad preparados para recibir en cualquier momento la orden o el grito de «¡A mí los mutilados!», para que, igual que cuando mis legionarios oyen el grito de «¡A mí la Legión!», acudamos todos juntos para que con los miembros que nos resten y con nuestros corazones, que siguen latiendo con igual ardor, formemos el Tercio de Mutilados.
La guerra ruge en todo su apogeo, un año más.

CAPÍTULO 42
Donde las derechas se unen mientras las izquierdas andan a la gresca



En 1936, las derechas españolas se dividían en cuatro partidos: la CEDA, los carlistas, los monárquicos alfonsinos y Falange Española.
La CEDA se eclipsó en los primeros meses de guerra para ce¬derle todo el protagonismo al ejército.
Los carlistas empuñaron las armas con gran entusiasmo el 18 de julio para proseguir con su tradición antiliberal, integrista y gue¬rrera. Querían mantener su independencia como habían hecho en las guerras carlistas del siglo XIX, pero cuando se les ocurrió crear una Real Academia Militar de Requetés, Franco les paró los pies, suprimió la academia y desterró a Portugal al jefe del carlis¬mo. Los carlistas se sometieron disciplinadamente con la espe¬ranza de que, al final de la guerra, Franco los recompensaría con la entronización de su candidato.
Algo parecido esperaban los monárquicos alfonsinos, que también obedecieron de buena gana a Franco, convencidos de que restauraría a Alfonso XIII en el trono.
La Falange, por su parte, había sido un partido minoritario durante la República, pero después del 18 de julio su popularidad se disparó porque los burgueses, asustados de la revolución mar-xista, se afiliaron masivamente. El número de falangistas creció tanto en tan pocos meses que la ideología joseantoniana se dilu¬yó y el partido pasó de «un cuerpo minúsculo con una gran cabeza (la de José Antonio) a un cuerpo monstruoso sin cabeza». La Falange de antes de la guerra, una ideología revolucionaria que levantaba las sospechas de las otras fuerzas de derechas (la llama¬ban FAIlange para señalar sus coincidencias con los anarquistas de la FAI), se convierte en un partido de masas rendido a Franco e integrado por estómagos agradecidos por los favores que les dis¬pensa el nuevo Régimen. Como dijo Dionisio Ridruejo, el parti¬do no había conquistado el Estado, como se proponía José Anto¬nio, sino el Estado al partido.
La prematura desaparición de José Antonio y de sus principa¬les dirigentes dejó a Falange en manos poco cualificadas. A su nuevo jefe, Hedilla, mecánico de profesión, le venía ancho el cargo y no supo mantener la pureza ideológica de la herencia joseantoniana frente a la invasión de oportunistas que engolfó al partido. Hubo incluso un conato de guerra civil entre los partidarios y los detractores de Hedilla que se resolvió a tiros, «los sucesos de Sala¬manca». «No sé lo que quieren, ni creo que lo sepan ellos mis¬mos», comentó Mola. Estos nuevos falangistas se encargaron de la represión tras las líneas nacionales y de los múltiples asesinatos, «las limpias que espeluznan, sin juicio ni formalidad ninguna», a las que alude, en su diario, el conde de Rodezno.
Franco, dentro de la simpleza de su pensamiento político, sa¬bía que para ganar la guerra y para llevar a cabo su proyecto patriótico-personal era necesario que todos se sometieran a un mando único, el suyo. En cuanto pudo impuso este punto de vis¬ta, que coincidía con la postura tradicional de las derechas.
Los distintos partidos de la derecha entendieron, desde el principio, que la dirección de la guerra requería el mando único e indiscutido de los militares. Este convencimiento, unido a la cir¬cunstancia de que tanto los carlistas como los falangistas sufrían una crisis de liderazgo, los llevó a entregar al ejército todo su po¬der político. Los nacionales aceptaron la consigna unificadora «Una Patria, Un Caudillo, Un Estado», directamente copiada de la Italia de Mussolini y de la Alemania de Hitler, los dos modelos totalitarios que inspiraban al nuevo Estado.
El inmenso prestigio del Duce y del Führer sirvió para ci¬mentar el prestigio del naciente Caudillo y, ampliando el parale¬lismo, para justificar sus prerrogativas absolutas, la exaltación de su figura y el culto a su personalidad.
El Caudillo, hombre limitado, inculto, mediocre militar (sólo buen comandante de batallón), nulo estratega, bajito y de voz atiplada, cuenta, sin embargo, con la astucia necesaria para navegar con paso corto y vista larga. A ello se añade su misteriosa baraka, que va eliminando a sus posibles opositores.
El 19 de abril de 1937 Franco decreta la unificación de requetés y falangistas en un partido único, estatal, una unión cir¬cunstancial contra natura, acatada por los dos partidos en un alarde de disciplina y obediencia militar. El resultado no se llama partido (palabra sospechosa que trae efluvios de liberalismo y de¬mocracia) sino Movimiento: Falange Española Tradicionalista y de las JONS.
El nuevo Estado totalitario formado por Falange, «con sus masas juveniles», y los requetés, con el «sagrado depósito de la tradición española», se prolongará, bajo la firme rienda de Fran¬co, hasta cuarenta años más allá del final de la guerra.
Unir a los tradicionalistas con los falangistas es un logro no¬table, las cosas como son, dado que, en sus orígenes, los dos par¬tidos eran biológicamente incompatibles, como una cucaracha y un pulpo. Los falangistas, mucho más numerosos, se hacen la ilu¬sión de que simplemente absorben a los tradicionalistas y éstos, a su vez, piensan que la fusión es provisional, dictada por las cir¬cunstancias, pero que el movimiento secular navarro se manten¬drá cuando, tras la efervescencia de la guerra, la Falange se extinga.
Franco no se hace ilusión alguna. Astuto y calculador, viste la camisa azul y se toca con la boina roja para posar en el cuadro de Zuloaga, pero conserva el pantalón caqui y las botas del ejér¬cito.
En el bando nacional, tras la declaración de Franco como Ge¬neralísimo, la oficina de Propaganda equipara al Caudillo con los prestigiosos dictadores que rigen los destinos de los países hermanos: el Duce italiano y el Führer alemán. Guillermina Beltrán, una joven de la mejor sociedad de San Sebastián, se luce en el pa¬seo con una pulsera patriótica con los retratos de Franco, Hitler y Mussolini sobreimpresos en las banderas de España, Alemania e Italia.
Todos para uno y uno para todos, como debe ser.
Inspirado por su cuñado Serrano Súñer, su cañudísimo, Fran¬co forma gobierno en Burgos el 1 de febrero de 1938.
El gobierno tiene una composición plural: dos falangistas, dos monárquicos, dos militares, un cedista, un tradicionalista, dos ingenieros. Todos fieles al Caudillo y sin gran significación política anterior.
Los ministros trabajan a buen ritmo y no tardan en promul¬gar sus primeras leyes, entre ellas la Ley de Responsabilidades Políticas (encaminada a dar una cobertura legal a la sangrienta represión derechista), la Ley de Prensa y el Fuero del Trabajo, copiado de la Italia fascista, que desmonta la reforma agraria y la legislación social de la República.
Los nuevos legisladores devuelven a la Iglesia, con aumentos, sus antiguos privilegios: se suprime el divorcio, se restablece la Compañía de Jesús. De este modo Franco recompensa el apoyo incondicional que recibe de la Iglesia (importantísimo entre las poderosas comunidades católicas extranjeras). Además le confía la educación de la juventud (una meta que la Iglesia se ha pro¬puesto desde el Concilio Vaticano I para frenar los avances del pensamiento moderno, que tanto quebranto causa a los mitos irracionales sobre los que el clero sustenta su autoridad). Sin per¬sonal docente en el país tras las depuraciones ideológicas, la Igle¬sia ocupa la enseñanza primaria y secundaria.

CAPÍTULO 43
La jaula de grillos republicana



El mismo día en que estalló la rebelión militar, Azaña había for¬mado un gobierno conservador, con su amigo Giral al frente, con la esperanza de apaciguar a los militares sublevados y de lle¬gar a un acuerdo con ellos. El proyecto fracasó. Además, las ma¬sas armadas de anarquistas y sindicalistas liquidaron la legalidad republicana e impusieron su voluntad revolucionaria a través de sus milicias. Azaña comprendió que la situación se escapaba de sus manos y se eclipsó voluntariamente durante el resto de la guerra para dedicar sus esfuerzos a conseguir la paz. De pronto, toda la obra política y social a la que había consagrado su labor como dirigente se venía abajo: «La tolerancia religiosa intro¬ducida por la fuerza de ley en un país de intolerantes, la liber¬tad de conciencia y de cultos, se ha anegado en la matanza de curas, en la quema de iglesias, en convertir en almacenes las catedrales, de una parte, y, de otra, en fusilar masones, protes¬tantes y ateos.»
En Barcelona, el poder efectivo lo detentan los anarquistas; en Madrid, la UGT. En Aragón, un consejo anarquista; en el País Vasco, en Santander y en Asturias funcionan sendos gobiernos casi autónomos. Cada cual tira por su lado.
Cuando el bando republicano se percata de que por ese cami¬no se pierde la guerra, en septiembre de 1936, se forma un nue¬vo gobierno, el de Largo Caballero (izquierda socialista), una coalición en la que participan todos los elementos del Frente Popular y los anarquistas. El nuevo gobierno intenta restaurar el poder de la República, centralizar las decisiones y la conducción de la guerra, racionalizar la política. Suprime los comités, consi¬gue que se reanuden las sesiones de las Cortes y procura restable¬cer el orden público en la retaguardia y acabar con los asesinatos.
Sin embargo, aumentan los recelos mutuos entre anarquistas y comunistas (éstos, crecidos con la ayuda soviética). El emer¬gente poder de comunistas, republicanos y socialistas arrincona a los anarquistas y torpedea sus proyectos de revolución.
Los anarquistas se alían entonces con el POUM, grupo co¬munista de disidentes antiestalinistas encabezados por Andrés Nin (que había sido secretario particular de Trotski, el mortal enemigo de Stalin). Unos y otros están convencidos de que los comunistas han traicionado a la causa al aplazar la revolución para contentar a las democracias burguesas de Europa que, de to¬dos modos, no están ayudando a la República.
En mayo de 1937, mes de grandes calores, estalla una especie de guerra civil dentro de la guerra civil. Las tensiones acumuladas rompen en guerra abierta cuando los anarquistas que controlan las oficinas de la Telefónica de Barcelona defienden su posición a tiros frente a las fuerzas gubernativas que intentan desalojarlos.
Lord Pendelbury, del Foreing Office, recibe un informe del cónsul británico en la capital catalana.
—Nada demasiado grave —comenta a su mujer—. Las mili¬cias anarquistas y poumistas de Barcelona que andan a tiros con los comunistas.
—¿Quiénes son esos poumistas, darling? —inquiere lady Pendelbury.
—Comunistas de la facción de Trotski.
—Gentuza contra gentuza —deduce lady Pendelbury termi¬nando de empolvarse la nariz. Se toca con esencia de Chanel detrás de las orejas, delicadamente—. ¡Qué dolor de cabeza esa mo¬lesta guerra española!
—Los comunistas fieles a Stalin han crecido a la sombra de la ayuda soviética. Creo que acabarán por arrinconar a los otros par¬tidos revolucionarios.
Mientras estos británicos ven los toros desde la barrera, en Barcelona, su compatriota Richard Benett debe afrontar a dos jóvenes armados que irrumpen en su domicilio y le preguntan:
—¿En qué lado estás?
—En el vuestro, naturalmente —responde el prudente y sa¬gaz británico.
En Barcelona se restablece, por fin, la paz después de unos días de tiroteos, que se saldan con doscientos muertos. Los anar¬quistas deponen las armas. El gobierno central recupera la auto¬ridad en el orden público, en vista de que la Generalitat no se ha mostrado competente.
Esta agonía de la revolución se difundirá entre la progresía internacional por el relato del escritor británico George Orwell, «el testigo más despistado del combate más confuso».
Los comunistas (sin otra opinión que la que Stalin dicta des¬de Moscú) le exigen a Largo Caballero que disuelva el POUM y arreste a sus dirigentes, a los que acusan ¡de agentes fascistas! Agentes soviéticos del NKVD (mandados por Orlov) secuestran a Andrés Nin y lo trasladan a una checa cercana a Alcalá de Henares. Allí lo presionan para que se inculpe junto a otros diri¬gentes de su partido. No lo consiguen, a pesar de que lo torturan y lo desuellan vivo. Muere Nin y sus secuestradores inventan una historia increíble para justificar su desaparición: un comando nazi lo ha rescatado y lo ha trasladado a la España nacional.
El Tribunal de Espionaje y Alta Traición de la República, que juzga a los otros dirigentes del POUM, dictamina que las prue¬bas presentadas por los comunistas son falsas. Con todo condena al POUM «por intentar suprimir la República democrática para instaurar un régimen según sus propias concepciones sociales».
Largo Caballero se resiste a disolver el POUM. Entonces, los comunistas exigen su destitución. Falto de los apoyos de los so¬cialistas moderados, cada vez más distanciados de él, se ve forzado a dimitir. Su sucesor ideal hubiera sido Prieto, pero este socialista moderado (y la mente más lúcida de la República, junto con Azaña) se desmarca: «No soy el hombre que requieren las circuns-tancias.» Prieto está enemistado con comunistas y anarquistas.
Entonces, Azaña ofrece la presidencia del gobierno al doctor Juan Negrín, uno de los científicos más brillantes del país.
Juan Negrín conducirá la República, con mano firme, hasta la derrota más absoluta. Negrín pierde la partida, no porque jue¬gue mal sus cartas, sino porque con los naipes que le han tocado no tiene la menor posibilidad.
Formado en Alemania, Negrín ganó muy joven la cátedra de Fisiología de la Universidad de Madrid. Es un hombre de mun¬do, culto, refinado, amante de la buena mesa y de las mujeres, con una gran capacidad en los dos campos. Políticamente, es un socialista prudente y un gobernante pragmático. Termina con los últimos vestigios de la revolución e impone un gobierno mode¬rado. Favorece a los comunistas porque sabe que la única manera de ganar la guerra reside en aceptar la injerencia soviética.
¿Y Azaña? Azaña apenas figura en la escena política. Su dolorosa lucidez y su voz, que clama en el desierto, se reflejan en algu¬nos escritos y discursos a lo largo de la contienda. Poco más. Al presidente, ninguneado por todos, le duele el panorama nacional, en el que sólo ve «la ineptitud de los gobernantes, inmoralidad, cobardía, ladridos y pistoletazos de una sindical contra otra, en-greimiento de advenedizos, insolencia de separatistas, deslealtad, disimulo, palabrería de fracasados, explotación de la guerra para enriquecerse, negativa a la organización de un ejército, parálisis de las operaciones, gobiernitos de cabecillas independientes...». El Partido Comunista, que antes de la guerra era poco significativo (sólo un diputado en 1933), ha crecido como la espuma por su acertada política, que aplaza la revolución hasta que se gane la gue¬rra. A principios de 1937, los comunistas cuentan ya con doscien¬tos mil afiliados. El propio Ejército Popular, que sustituye a las fra¬casadas milicias, surge por extensión del Quinto Regimiento comunista, las únicas tropas disciplinadas con las que cuenta la República el primer año del conflicto.
Prieto, flamante ministro de Defensa del gobierno Negrín, y Vicente Rojo, el mejor estratega del nuevo Ejército Popular, plan¬tan cara a los nacionales con algunas ofensivas. Pero por muy bue¬na voluntad que le pongan, el ejército rebelde es superior al leal en hombres, en armas y en logística. Los nacionales van arrinconan¬do a la República lenta y dolorosamente. Finalmente, en abril de 1938, Prieto abandona el Ministerio de Defensa, tras cosechar una serie ininterrumpida de fracasos. Prieto, siempre lúcido, sabe perfectamente que la guerra está perdida. Negrín también lo sabe, pero intenta organizar el naufragio y despide a Prieto porque «no puede mantener al frente del Ministerio de Defensa a un hombre convencido de que tiene perdida la guerra».
Negrín consigue fortalecer el poder del Estado, sanea la reta¬guardia, devuelve la libertad a los sacerdotes encarcelados, resti¬tuye las tierras a muchos propietarios a los que se las arrebató la revolución y normaliza la justicia. Esta normalización entraña li¬quidar la revolución y marginar políticamente al anarcosindica¬lismo.


CAPÍTULO 44
Teruel, bajo cero



Franco prepara una nueva embestida en la zona de Guadalajara, el quinto intento de conquistar Madrid. Para ello convergerán hacia Alcalá de Henares tres cuerpos de ejército: el marroquí de Yagüe, el Castilla de Varela y el italiano.
El ataque se fija para el 18 de diciembre de 1937.
Tres días antes Vicente Rojo se adelanta y ataca por Teruel, desbaratando los planes de Franco. Las mejores tropas republica¬nas toman la cresta de la Muela de Teruel y cercan la ciudad. Franco aplaza su ofensiva y envía refuerzos.
La guarnición turolense, al mando del coronel Rey d'Harcourt, se parapeta y resiste como puede las embestidas republicanas.
Consejo urgente de generales franquistas. La opinión domi¬nante es proseguir con el plan de Guadalajara. «Si atacamos hacia Madrid obligaremos a los rojos a distraer tropas de Teruel para contenernos. Nuestro objetivo es más importante que el suyo.»
Quizá tengan razón, pero Franco hace tiempo que no piensa en términos militares, sino políticos. Su prestigio está en juego. El Generalísimo no puede permitir que los rojos le conquisten una capital de provincia, aunque sólo sea Teruel.
Le ordena a Rey d'Harcourt que resista a ultranza.
La batalla de Teruel se desarrolla entre fuertes nevadas, a veces a veinte grados bajo cero, sobre placas de hielo de diez centímetros de espesor. Con esas temperaturas se congelan las tropas (en los hospitales de campaña no dan abasto a cortar dedos, pies y manos congelados), la grasa de los carros de combate, la de los aviones, la de las ametralladoras, que dejan de funcionar. La piel de la mano se queda pegada al cañón congelado del fusil. Se paralizan los comba¬tes, Franco no podrá auxiliar la ciudad hasta que el tiempo mejore.
A la niña de doce años Carmen Tejero García, de Beceite, una bala cansada (las que llegan sin fuerza, perdidas) se le aloja junto al corazón. Los médicos que la atienden deciden que es más peli-groso extraerla que dejarla donde está.
Los defensores de Teruel disponen de pocos víveres y municio¬nes. Los republicanos atacan con denuedo. El capitán José Navarro Ruiz emplaza sus ametralladoras sobre la Muela. En uno de los ni-dos, techado con una chapa de uralita que no detendrá un morterazo, pero puede proteger de las heladas, el cabo furriel de la compañía, un veterano de Cádiz, templa la guitarra y canta con sentimiento:

Yo me subí a un pino verde
Por ver si lo divisaba
Y sólo vi un tren blindado
Lo bien que tiroteaba.
Anda jaleo y jaleo
Silba la locomotora
Y ya empieza el tiroteo
Y ya empieza el tiroteo.
Yo me subí a un pino verde
Por ver si lo divisaba
Y sólo divisé el polvo
Del coche que lo llevaba.
Anda jaleo y jaleo
Suena una ametralladora
Y ya empieza el tiroteo
Y ya empieza el tiroteo.

El 8 de enero, agotados el agua y los víveres, Rey d'Harcourt se rinde. Lo llevan al castillo de Montjuic, lo juzga un Consejo de Guerra y lo fusilan cerca de Figueras al término de la guerra. En el campo nacional se deshonra su memoria: lo consideran un co¬barde que ha desobedecido al Generalísimo y entregado Teruel a los rojos.
Teruel se ha perdido. Ahora, Franco podría retomar la ofen¬siva sobre Guadalajara, sugieren algunos generales, pero el Cau¬dillo sigue en sus trece. La recuperación de la única capital de provincia perdida por los nacionales es una cuestión de honor. En cuanto mejora el tiempo, a finales de enero, los nacionales atacan.
Franco cuenta con absoluta superioridad en hombres, en avia¬ción y artillería. El piloto alemán Wilhelm Balthasar, que vuela un moderno Me-109, derriba, en un solo combate, tres bombarderos Katiuska y un caza.
Los aviadores alemanes están cómodamente instalados en un tren-residencia, protegido con cañones antiaéreos de tiro rápido, el famoso 88. Son doce vagones, en los que disponen de dormi-torios, comedor, baño, cocina, taller y área de descanso. Siempre ha habido clases. Sus colegas españoles e italianos no gozan de tantas comodidades, especialmente los que vuelan aviones de ca-bina abierta (el Chirriy el He-51). Si en tierra hace frío, en las al¬turas ni te cuento. Los pilotos se quedan helados. Cuando aterri¬zan, los auxiliares de tierra tienen que sacarlos de la cabina tiesos como la mojama y les hacen entrar en calor con traguitos de co¬ñac y friegas de alcohol.
En esta última batalla de Teruel actúa por vez primera una es¬cuadrilla de tres aparatos alemanes de bombardeo en picado, los Ju-87 Stuka (modelo A), que se harán famosos en la guerra mun¬dial. Los Stuka alcanzan una velocidad de 320 km/h y una altitud de hasta cinco mil metros. Su gran impulsor, el piloto y jerarca nazi Udet, los ha dotado con una sirena, «la trompeta de Jericó», que provoca el pánico del enemigo cuando desde tierra ve agran¬darse sobre su cabeza el perfil agresivo del ululante pájaro de presa, un ardid de guerra psicológica similar al de los tambores al¬morávides o al grito sostenido de los moros. Desde una gran altura, el piloto del Stuka abate su avión casi verticalmente, suel¬ta sobre el blanco una bomba de hasta 500 kg, con bastante pre¬cisión, puesto que apunta con el avión mismo, frena bruscamen¬te y recupera altura.
Uno de los Stuka acierta con una bomba en un nido de ame¬tralladoras, mata a más de veinte hombres y hiere a otros tantos. Entre los heridos figura el capitán José Navarro Ruiz, de la 84.a Brigada Mixta. Lo evacúan a un hospital de retaguardia. En cier¬to modo tiene suerte porque su unidad resulta casi aniquilada el 7 de febrero (1938), cuando Yagüe abre una gran brecha en la lí¬nea republicana del río Alfambra. Como en una estampa de las guerras napoleónicas, la caballería del general Monasterio, más de tres mil jinetes, carga sobre los republicanos que acudían a ta¬ponar la brecha y hace una carnicería en ellos. Después, los na¬cionales rodean Teruel en un ataque envolvente y encierran en la bolsa a gran cantidad de tropas republicanas.
La enfermera británica Priscila Scott-Ellis, voluntaria en el bando nacional, escribe en su diario: «Intenso día de trabajo en el hospital. No paramos en todo el día: diez operaciones: seis he¬ridas de estómago, tres de cabeza, un brazo amputado y un hom¬bre herido en los pulmones que murió en la camilla antes de lle¬gar al quirófano. Acabamos de regresar de un almuerzo rápido, patatas fritas y durísima carne enlatada, cuando nos lo encontra¬mos en la camilla prácticamente muriéndose. Consuelo mandó a buscar al capellán para darle la extremaunción y lo único que pu¬dimos hacer fue sentarnos tristemente a su lado viéndole morir. Estaba inconsciente, blanco como una sábana. Miramos en sus bolsillos a ver si llevaba alguna dirección a donde escribir, pero sólo encontramos una patética carta arrugada de su novia dicien¬do que, después de todas las dificultades que ponía la familia de ella, por fin había accedido a que se casaran cuando regresara de la guerra. Fue tremendo leerlo con él muriéndose a nuestro lado. Había prisa por empezar a operar y el capitán, que es bruto, se en¬fadó y ordenó que se lo llevaran al depósito, cuando el hombre es¬taba todavía vivo. Supongamos que volviera en sí y se encontrara tirado entre cadáveres o sepultado vivo.»
El 21 de febrero Valentín González, el Campesino, solicita per¬miso para retirarse con sus tropas. Juan Modesto, que está pla¬neando un contraataque en combinación con Líster, le ordena que se mantenga en su puesto. Diez minutos antes de lanzar el ataque, Modesto recibe una llamada del jefe del Estado Mayor.
—¡Deten las operaciones porque la división del Campesino ha abandonado las trincheras de la Muela y se ha retirado al pue¬blo de Castralvo!
El ataque se suspende. Los nacionales reanudan su ofensiva después de capturar la Muela sin disparar un tiro. Todo el dispo¬sitivo republicano se derrumba con grandes pérdidas. Prieto co¬menta:
—Un desastre sin compostura.
Valentín González, el Campesino, salva sus responsabilidades asegurando que consiguió a duras penas escapar del cerco abrién¬dose paso, pistola en mano, entre oleadas de asaltantes fascistas. Modesto pone en duda su versión. Piensa más bien que desam¬paró la ciudad por cobardía, abandonando a muchos de sus hom¬bres. El caso es que la obcecación de Modesto en defender lo con¬quistado, un objetivo sin gran valor estratégico, les ha causado grandes pérdidas.
Peter Kemp, voluntario británico en el ejército de Franco, figura entre las tropas que ocupan la ciudad. Hace horas que ha cesado la resistencia. Los nacionales registran los edificios. De pronto suena una descarga de fusilería. Kemp se vuelve hacia el capitán Cancela.
—¡Dios mío, mi capitán! ¿Están fusilando a los prisioneros?
—Son internacionales —responde Cancela.
A la caída de la tarde, el capitán Cancela interroga a un inter¬nacional de la brigada Thaelmann. Le sirve de intérprete un le¬gionario alemán de nombre Egón.
Terminado el interrogatorio Cancela ordena matar al prisio¬nero. Egón solicita hacerlo personalmente.
Un jovencísimo soldado nacional, José Luis de Vilallonga, conoce casualmente a la enfermera Priscila Scott-Ellis, que años después será su mujer.
«Yo vagaba por la ciudad recién conquistada (...) de repente, a la vuelta de una esquina, la vi a ella (...) una mujer alta, rubia, con un uniforme de enfermera de un blanco inmaculado y una gran capa azul que le llegaba hasta los pies (...) estaba apoyada en el capó de una ambulancia, con matrícula de Londres, y fumaba sin dar grandes muestras de rechazo a cuanto ocurría a su alrede-dor, niños medio desnudos que tiritaban de frío, una mujer que sollozaba arrodillada junto al cadáver de un hombre joven recién degollado con esa maestría que tienen los moros para separar la cabeza de un cuerpo que todavía está vivo (...) Priscila me ofre¬ció uno de sus cigarrillos, sacó de uno de los bolsillos interiores de su capa una petaca de plata y me ofreció un sorbo de gin Beefeater. Luego me invitó a almorzar (...) foie-grass francés y un ex¬celente burdeos que sacó del cofre de la ambulancia. A los pos¬tres, bombones rellenos de licor (...) Nuestra conversación se vio interrumpida por una serie de deflagraciones que parecían venir de detrás de la iglesia.
»—Ya están fusilando gente —comentó Pip—. Eso quiere decir que ya han llegado los falangistas (...) dicen luchar a favor de los obreros pero en cuanto se encuentran uno vivo lo colocan contra una pared y se lo cargan.
»En el interior de la ambulancia había dos literas conforta¬bles (...). Hicimos el amor cómodamente hasta la caída de la noche.
»—¿Haces esto muy a menudo? —le pregunté mientras co¬menzaba a vestirse.
«Bostezó largamente antes de contestar.
»—Sólo cuando siento que me es necesario, y no siempre por gusto. Pero es bueno para mi salud física y mental.»
El día de la pérdida de Teruel la República llama a filas los reemplazos de 1929 (tienen treinta años) y de 1940 (tienen die¬cinueve años). En el centro de Reclutas de Castellón, el sargento de oficinas Avelino Muñoz repasa las listas en busca de gente de su pueblo.
—Ya se va viendo el fondo del puchero —comenta meditativo.
—Y todavía queda guerra para rato —añade bajito el escri¬biente, que es algo pariente suyo.
En el otro bando, como llevan las de ganar, cunde el optimis¬mo. La nueva España que en medio de un baño de sangre va sur¬giendo de las cenizas de la antigua, como el ave fénix, cuenta en¬tre sus más bizarros exégetas a Gonzalo de Aguilera, conde de Alba de Yeltes, capitán del ejército nacional adscrito a labores de propaganda. El conde le ofrece a Charles Foltz, corresponsal de Associated Press, una insólita explicación del origen de los males de la patria:
—Todos nuestros problemas proceden de las alcantarillas. Las masas obreras de este país no son como las americanas o las inglesas. Son esclavos. No sirven para nada salvo para hacer de es¬clavos y sólo son felices cuando se les hace trabajar como esclavos. Pero nosotros, las personas decentes, cometimos el error de dar¬les casas nuevas en las ciudades donde tenemos nuestras fábricas. En esas ciudades construimos alcantarillas, y las hicimos llegar hasta los barrios obreros. No contentos con la obra de Dios he¬mos interferido en Su Voluntad. El resultado es que el rebaño de esclavos crece sin cesar. Si no tuviéramos cloacas en Madrid, Barcelona y Bilbao, todos esos líderes rojos hubieran muerto de ni¬ños, en vez de excitar al populacho y hacer que se vierta la sangre de los buenos españoles. Cuando acabe la guerra destruiremos las alcantarillas. El control de la natalidad perfecto para España es el que Dios nos quiso dar. Las cloacas son un lujo que debe reser¬varse a quienes lo merecen, los dirigentes de España, no el reba¬ño de esclavos.


CAPITULO 45
El hundimiento del Baleares



En el Mediterráneo la guerra resulta adversa a la República. Los nacionales han terminado con el tráfico marítimo enemigo gra¬cias a sus grandes navíos de superficie, a la secreta colaboración de los submarinos italianos y a la actuación de sus hidroaviones con base en las islas Baleares.
El 6 de marzo de 1938 un convoy nacional navega de Mallor¬ca al cabo de las Tres Forcas, custodiado por los cruceros Canarias, Baleares y Almirante Cervera. A dos kilómetros de distancia se cruza con barcos republicanos, que han salido de la base de Cartagena, los destructores Barcaiztegid, Almirante Antequera y Lepanto, y, más lejos, los cruceros Méndez Núñez y Libertad. Poco después de las doce de la noche el Barcaiztegui dispara dos torpedos contra el Cervera, que cambia de rumbo y los esquiva. Los cruceros Baleares y Libertad se cañonean. Pasadas las dos de la madrugada varios navíos republicanos lanzan una salva de tor¬pedos contra el Baleares (el Barcaiztegui, cuatro; el Antequera, cinco, y el Lepanto, tres).
Dos torpedos y varios obuses alcanzan al Baleares. Un pañol de munición estalla bajo el puente y mata al almirante y a casi to¬dos los oficiales. Los depósitos de combustible se incendian, ilu¬minando la noche. El buque se va a pique a las cinco de la ma¬drugada con 788 hombres a bordo.
Al día siguiente Anselmo, el ujier de la Presidencia, invita a un chato con berberechos a su primo Bernardo y a otros compa¬ñeros para celebrar el hundimiento del Baleares.
—¡Un pirata menos! —dice levantando el vaso de jumilla—. ¡Verás tú cómo de aquí en adelante se andan con cuidado antes de farruquear! —Mira a Bernardo, que no parece tan convencido—. ¡Coño, primo, alegra esa cara, que parece que estás con los fac¬ciosos!
—Y bien que me alegro —se justifica Bernardo—, lo que pasa es que hoy me he levantado con el cuerpo cortado.
El primo de Anselmo no se alegra del hundimiento del Balea¬res. Hace tiempo que cree que la guerra está perdida y que los po¬líticos deberían parlamentar con el enemigo y detener la matan¬za. Por sus manos pasan a diario papeles que demuestran que la escuadra republicana ha cedido el mar a la nacional.
Los nacionales van ganando la guerra, pero les cuesta lo suyo y no siempre avanzan. La Cuarta Bandera de la Legión, que va de frente en frente, apagando fuegos, recibe orden de replegarse el 7 de marzo de 1938. Una unidad que se repliega se pone siempre en peligro porque el enemigo puede atacarla por la espalda antes de que alcance sus nuevas posiciones y cazarla en campo abierto. El comandante Carlos Iniesta Cano aguarda a que se haga de no¬che y ordena encender algunas fogatas a lo largo del frente para que el enemigo crea que siguen en sus puestos. Cantan flamenco de trecho en trecho, como todas las noches, para que los de en¬frente no noten nada anormal. «La retirada voluntaria fue un éxi¬to completo y muy emocionante como también muy divertida», comenta Iniesta Cano.
El cabo Emilio González, del ejército de Yagüe, herido por un metrallazo en la toma de Teruel, ha permanecido un mes en el hospital y ahora regresa a casa, en un pueblecito de Toledo, con un mes de permiso y un uniforme nuevo en el que luce, sobre la manga izquierda, la «raspa», un angulito blanco que significa una herida de guerra. Los soldados, y no digamos los civiles, admiran mucho a los militares con raspa, algunas de hasta tres o más angulitos, la de Millán Astray con cuatro, lo que demuestra la bra¬vura del portador.
Emilio encuentra el pueblo algo cambiado. En las paredes hay carteles patrióticos y rostros de Franco con casco de acero hechos con una plantilla, que destacan vivamente sobre las paredes enca-ladas. Del balcón del ayuntamiento cuelgan las banderas nacio¬nal, de Falange y del Requeté. En el muro de la farmacia de don Higinio, que antes era republicano y hasta se decía que masón, pero que ahora está muy corregido y se ha hecho de comunión diaria, hay un tablero que enumera las virtudes de Franco:

Honor Franco
Fe Franco
Autoridad Franco
Justicia Franco
Eficacia Franco
Inteligencia Franco
Voluntad Franco
Austeridad Franco
¡Viva España!

Después de los parabienes y los abrazos de la familia, padres, abuelos, hermanos y los primos y amigos que desfilan por su casa a verlo, casi medio pueblo, la madre, que no ha dejado de llorar y de abrazarlo desde que llegó, lo lleva a la iglesia para que lo vea don Próculo, el cura, y le bendiga un «Detente bala» que le ha bordado, con mucho primor, su hermana Esperancita.
—¡Quiera Dios que te guarde y que vuelvas pronto para siempre, hijo!
Emilio González nota los cambios ocurridos desde que mar¬chó al frente. La gente se ha hecho más cristiana, aún más, de lo que era y las novenas y rogativas por la guerra se superponen de tal manera que don Próculo no da abasto a recoger la cosecha del Señor.
Con la familia en torno a la mesa camilla, Emilio cuenta cómo es la guerra, omitiendo los detalles más desagradables para que su madre no se alarme. El que más preguntas le hace es su sobrino Ri-cardín, que se ha puesto en su honor su camisa azul con el yugo y las flechas sobre el bolsillo superior que lo acredita como flecha o alevín de Falange. Ricardín lo marea a preguntas sobre la guerra, los obuses, los aviones, los tanques, y Emilio se explaya en detalles téc¬nicos, unos reales, otros inventados, para no decepcionarlo. Por la tarde, después de rezar el rosario, mientras esperan la hora del par¬te que dará Salamanca por la radio, después de avisar con un toque de corneta para que la gente deje de charlar y atienda, Celedonio González, padre de Emilio, lo pone al tanto de las cosas del pueblo.
—Pascualín, el hijo del aparcero, cayó preso en Baracaldo cuando entraron los nacionales. Le pidieron informes al cura y como era rojo lo fusilaron. El Segundo de la Noria está en el pue¬blo de la madre, con un pie menos, mutilado de la patria, parece que le darán una paga. A don Felipe, el maestro, y a Cosme, el se¬cretario del ayuntamiento, los han cesado y por ahí andan ga¬nándose la vida como pueden, y gracias que no los han fusilado porque algunos declaramos que aunque fueran de izquierdas eran buenas personas. A Conchita, la del aperador de los Muñoces, como era de izquierdas y tonteó, cuando las elecciones, con un pañuelo rojo, ¿te acuerdas?, la pelaron al cero, le dieron un vaso de aceite de ricino y la pasearon por el pueblo cagándose las patas abajo. Desde entonces se ha encerrado en su casa y no la hemos vuelto a ver. ¡En fin, las cosas de la guerra...!
En su mes de permiso, Emilio engorda varios kilos. La comi¬da en la zona nacional no escasea, aunque hay que mirar por ella. Doña Concha le prepara a Emilio su plato favorito, la ensaladilla rusa, ahora llamada ensaladilla nacional. Sólo ha cambiado el nombre, los ingredientes siguen siendo los mismos. Y después del postre, don Celedonio le sirve una copita de jeriñac, la nueva de¬nominación del antiguo coñac.
—No le des eso al niño, que es muy fuerte —protesta doña Concha.
—¿Al niño? —interviene el padre, orgulloso—. ¡Es un hom¬bre y viene de la guerra!
Han cambiado algunos nombres. La calle de la Libertad se llama ahora paseo de San José.
En el casino, que es el único bar del pueblo, hay un mapa de España donde se van señalando con banderas los avances nacio¬nales. Allí hacen tertulia por la tarde, a la vuelta del trabajo, los fa-langistas del pueblo, que lo son casi todos, y la máxima autoridad es Abundio, el alcalde, y don Cosme, un propietario de Madrid que se ha instalado en el pueblo en espera de la liberación de la ca¬pital. Algunos sospechan que no tiene tanto dinero como dice, aunque él es muy señor y hace veladas promesas de prosperidad futura a los que lo ayudan en «estos meses malos que por las cir-cunstancias de la vida estamos pasando».
El domingo, en misa mayor, con todo el pueblo arrodillado, don Próculo lee con pausa y entonación la pastoral del cardenal primado, Gomá:
—«La guerra es un castigo por el laicismo y la corrupción im¬puesta al pueblo español desde las alturas políticas, por la propa¬ganda de los malos políticos. Judíos y masones envenenaron el alma nacional con doctrinas absurdas, con cuentos tártaros y mongoles convertidos en sistema político y social en las socieda¬des tenebrosas manejadas por el internacionalismo semita.»
Otro domingo don Próculo lee los párrafos de la Carta Co¬lectiva del Episcopado español que avalan mejor los valores espi¬rituales de la guerra.
Tras la homilía, cuando llega la hora de comulgar, todo el mundo se levanta a recibir el Pan del Señor, incluido don Higinio, el boticario, que hasta llora de arrepentimiento por sus peca¬dos pasados cuando recibe la comunión.
Al salir de misa, Ricardín le pregunta a su tío:
—¿Qué son los tártaros?
—Gente mala que vive en Rusia.
Las mujeres no van a la guerra, pero hacen su propia guerra en la retaguardia. La prima Camino, que antes de la guerra era bastante coqueta, apenas se maquilla, viste con modestia y dedica los ratos libres a tejer prendas de lana para el ropero de Auxilio de In¬vierno. También acompaña a Esperancita en su visita diaria al Santísimo. Tanto Esperancita como ella son madrinas de guerra de dos soldados nacionales a los que sólo conocen por carta y por foto. Les mandan de vez en cuando un paquete con tabaco, una bufanda, guantes, chorizos en una bolsa de hule, cosas así. El sol¬dado de Camino la ha correspondido con un monederito que él mismo ha fabricado de la carcasa de una granada de mano Breda. El primer domingo del mes hay cine. Emilio ve la película España heroica. Encuentra algo floja la descripción que hacen de la guerra, pero ya se hace cargo de que mostrarla como es no ayu¬daría a mantener la moral en la retaguardia.

CAPÍTULO 46
La República partida por gala en dos



Bernardo Afán, en el café Las Victorias, se sincera con el ujier Anselmo.
—Vamos mal, primo. Los fascistas arriman tropas a Guadalajara. «La Gloriosa» ha fotografiado centenares de camiones.
—Van otra vez por Madrid —concluye Anselmo, preocupado.
Madrid se salva esta vez. El ataque franquista apunta a Ara¬gón, al mar.
Catorce días después de la caída de Teruel, el 9 de marzo, cua¬tro cuerpos de ejército atacan las posiciones republicanas desde los Pirineos (Bielsa, Valle de Aran) hasta Levante, por el ancho valle del Ebro. Una poderosa combinación de fuerzas terrestres, cien mil hombres, apoyadas por doscientos carros de combate alemanes y rusos (éstos capturados al enemigo). La aviación na¬cional, con casi mil aviones, es la dueña del aire.
El coronel alemán Wilhelm von Thoma, al mando de los tan¬ques de la Legión Cóndor, propone un avance rápido, la guerra relámpago, la Blitzkrieg, que los alemanes ensayan para cuando sea menester, pero Franco lo frena con su habitual prudencia.
—Calma, que no hay tanta prisa. El paso corto y la vista larga.
Sin embargo, Yagüe hunde el frente y avanza más de cien ki¬lómetros en dos semanas con moros y legionarios en camiones norteamericanos con gasolina norteamericana. ¿Es que el Caudi¬llo se ha convencido, por fin, de las excelencias de la guerra célere o blitz que tanto le recomiendan el Duce y el Führer? No. Lo que ocurre, más bien, es que los republicanos están desmoralizados y escasos de medios.
En Valencia no quieren enterarse. Siguen creyendo que el avance de Yagüe es un movimiento de distracción para favorecer el ataque principal que Franco prepara en Guadalajara. Retienen cerca de Madrid a Miaja con sus mejores divisiones.
15 de abril de 1938. Anselmo, el ujier, entrega la saca de co¬rreo en la secretaría de la Presidencia. Su primo Bernardo le hace una señal. Lo espera en el pasillo, entre el trasiego de escribientes que reparten partes y carpetas entre los despachos.
—¿Has desayunado, primo? —le pregunta Bernardo tomán¬dolo por el brazo.
—Un café siempre viene bien.
La escalera está desierta. En el rellano, Bernardo mira para asegurarse de que nadie los oye y suelta la bomba:
—¡Ayer, los nacionales llegaron a Vinaroz!
Anselmo está perplejo.
—¡Vinaroz, hombre! ¡En la costa! Han partido en dos el te¬rritorio de la República. ¡La guerra está más que perdida!
Anselmo se queda mirando por la ventana. Enfrente, al otro lado del patio de luces, una maceta de petunias acaba de florecer.
—El ministro de la Guerra quiere negociar la paz con Franco —añade Bernardo.
—¿Prieto ha dicho eso? —se extraña Anselmo.
—Eso he oído en las alturas.
Negrín le dice a Prieto que no puede permitirse el lujo de te¬ner a un pesimista al frente del Ministerio de la Guerra y le ofre¬ce la cartera de Obras Públicas y Transportes. Prieto, humillado, dimite el 5 de abril, aunque el PSOE y la CNT lo presionan para que se mantenga en el gobierno.
Prieto no es el único que cree que la guerra está perdida. Los muros de Madrid están empapelados con carteles contra los de¬rrotistas, pero el derrotismo se desliza en las colas del hambre, en los refugios del metro, en las trincheras de la Ciudad Universitaria. Aumenta el número de los que piensan que la República va a perder la guerra. El «No pasarán» ha perdido aquella solemnidad patriótica del año 1936. Ahora le hacen chistes castizos:
—¿Y si pasan?
—Pues con no hablarles...
Circulan los chistes atribuidos al caricato Romper. En una función de teatro, Romper finge que está decorando un salón con los retratos de Azaña, Negrín y Companys y el mapa de España.
—Cuelga a éstos —ordena a su ayudante—, y arriba España.
Romper, acojonado, se defiende:
—Me atribuyen muchos chistes que no son míos. Yo soy un patriota.
El humorista Romper es un patriota. Los gallegos que por cuestación popular obsequian al Caudillo con el Pazo de Meirás no lo son menos. La idea de regalar un palacio a Franco ha parti¬do de un grupo de patriotas presididos por Julio Muñoz Aguilar, jefe de la Casa Civil de Franco, y Pedro Barrié de la Maza, el fi¬nanciero más rico de Galicia.
Manuel Casas, presidente de la Real Academia Gallega, ha re¬dactado la convocatoria: «El sacrificio que el pueblo de La Coruña y su provincia se impongan para la adquisición del Pazo de Meirás será con exceso recompensado en múltiples ventajas para nuestra región, aparte de que servirá como refugio tranquilo al Generalísimo, asaeteado por las tremendas inquietudes de nues¬tra Santa y Gloriosa Cruzada.»
El Pazo de Meirás es una de las mansiones históricas de Gali¬cia, antigua propiedad de la condesa de Pardo Bazán, tres mil me¬tros cuadrados de edificación en el centro de una finca de ciento diez mil metros cuadrados. La comisión reparte unas papeletas-recibo entre empresarios, industriales y particulares. Aunque co¬rren malos tiempos y el que más y el que menos debe hacer eco¬nomías, nadie ha negado su óbolo para el obsequio del Caudillo.
Franco escucha complacido la lectura del pergamino miniado que lee en voz alta y ensayada Pedro Barrié de la Maza, como pre¬sidente de la comisión gallega.
—«El día 28 de marzo de nuestro Segundo Año Triunfal, año del Señor de 1938, la ciudad y la provincia de La Coruña hicie¬ron ofrenda-donación de las torres de Meirás al fundador del nuevo Imperio, Jefe del Estado, Generalísimo de los Ejércitos y Caudillo de España, Francisco Franco Bahamonde. Galicia, que le vio nacer, que oyó su voz el 18 de julio, que le ofreció la sangre de sus hijos y el tesoro de sus entrañas, que le siguió por el cami¬no del triunfo de la unidad, grandeza y libertad de la patria, aso¬cia en esta fecha, para siempre, el nombre de Franco a su solar, en tierras del señor san Yago, como una gloria más que añadir a su historia.»
Un aplauso cierra la lectura. El Caudillo, algo panzoncete, desde que se albergó en el palacio episcopal de Salamanca, recibe el diploma.
—Acepto gustoso, especialmente porque se trata de un obse¬quio de mis queridos paisanos.


CAPÍTULO 47
Tortilla de patatas sin huevos y sin patatas



Franco medita sobre sus mapas. Las tropas nacionales tienen Lé¬rida. Sus conmilitones son partidarios de proseguir la conquista de Cataluña, pero él decide avanzar por el Maestrazgo hacia Va¬lencia. ¿Es torpe o está retrasando adrede el final de la guerra por motivos políticos? Quizá una conjunción de ambas cosas.
Mientras Franco progresa con dificultades por el Maestrazgo, una región muy abrupta, lo que favorece su defensa, el Ejército Popular, que estaba muy debilitado, se recompone. Otra vez se ha abierto la frontera francesa (que se abre o se cierra dependiendo de los avatares políticos del país vecino) y llegan nuevas remesas de armas soviéticas. El Ejército Popular necesita más tropas para formar una masa de maniobra. Llaman a filas a «la quinta del bi¬berón», reclutas de dieciocho años.
Se extiende el hambre por la zona republicana. Se ven gentes demacradas, especialmente en las ciudades. Los que antes de la guerra eran gordos tienen las papadas fláccidas y los pellejos caí¬dos. La gente de la ciudad viaja a los pueblos del entorno, cada vez más lejos, en busca de comida. Se cambia una cubertería de plata por una talega de garbanzos. A pesar de las sanciones gu¬bernativas, el acaparamiento y el estraperlo aumentan. Mucha gente cultiva hortalizas en jardines y hasta en macetas. Hace tiempo que desaparecieron las palomas de los parques y los gatos de los descampados. Se crían conejos y gallinas en las terrazas y en los patios, en jaulones improvisados con cuatro tablas y alambre de gallinero.
En Radio Amanecer se ofrecen al ama de casa recetas sustitu¬torias. Las primeras hojas de la lechuga, que antes se tiraban, pue¬den hervirse y rehogadas con ajo parecerán espinacas; la cascara de cacahuete tostada y molida sirve para hacer café o algo parecido; las suelas de las alpargatas usadas resultan un buen combustible, aunque algo fétido, para las cocinas económicas.
Leonor Pareja, la Cocinera Ideal, les prepara a sus seres queridos tortillas de patatas sin patatas y sin huevos y chuletas de cordero.
«¿Que cómo se consigue eso, querida radioescucha? Es muy fácil. Apunte: para la tortilla de patatas se pelan naranjas, esas es¬tupendas naranjas que nos brinda la huerta valenciana, y se echan en remojo de aguasal, durante un par de horas, esas peladuras blancas que salen entre la cascara y la pulpa. Se hace una gachuela de harina con un puntito de colorante para que parezca huevo batido. ¿Lo tenemos todo? Estupendo. Pues ahora se sofríe el blanco de la naranja y cuando alcanza la textura adecuada, como patata frita al pelotón, se añade al falso huevo y se cocina como una tortilla, dorándola por un lado, dorándola por el otro y procu¬rando que el interior quede jugosito. Sus seres queridos lo agrade¬cerán.»
Breve sintonía con música de La bien paga cantada por Estrellita Castro, y nuevamente la voz de Leonor Pareja, la Cocinera Ideal, que se dirige a sus radioescuchas:
«¿Sigues ahí, amiga? ¿Sigues ahí, querido soldadito que desde la trinchera escuchas mi voz? Un saludo cordial para todos. Aho¬ra vamos con las chuletas. Os habréis preguntado: ¿y cómo de¬monios puedo hacer yo unas chuletas sin carne? Verás que es muy fácil: se hace un puré espeso de algarrobas, se reboza de pan ralla¬do y se fríe. Tan simple como eso. Incluso le puedes dar la forma de una chuleta verdadera y si le añades un palito de madera te sal¬drá hasta el hueso.»
Otro día, Leonor Pareja da la receta de la «Merluza a la Eva¬cuada»:
«Se cuece arroz, el riquísimo arroz de la Albufera valenciana, hasta que se seca y queda una pasta compacta. Entonces lo recor¬tamos en forma de filete de merluza, lo rebozamos y lo freímos como si fuera merluza.»
Leonor Pareja, la Cocinera Ideal, procura mostrarse animosa y feliz para transmitir optimismo a los oyentes, pero la verdad es que razones para el optimismo quedan pocas. El hambre co¬mienza a ser un problema acuciante en la España republicana. Los productos básicos —pan, aceite, azúcar, huevos, carne— están racionados, aunque pueden adquirirse en el mercado ne¬gro, de estraperlo, a un precio muy superior al oficial. Se tram¬pea con las cartillas de racionamiento. Algunas familias conti¬núan sirviéndose de los cupones de un difunto que no han declarado.
En la zona nacional, por el contrario, nadie pasa hambre, aunque hay que administrar los víveres y una vez al mes se cele¬bra el Día del Plato Único, una especie de abstinencia patriótica para contribuir al esfuerzo de la guerra. Ese día la gente suele po¬ner cocido de garbanzos de tres vuelcos, con lo que el plato úni¬co se convierte en tres platos: la sopa, los garbanzos y el compan¬go o los avíos o la pringa. También es cierto que los cocidos de ahora llevan menos carne y menos garbanzos porque quien más quien menos tiene que apretarse el cinturón para llenar la olla hasta fin de mes.
Los estrategas de salón que pueblan los cafés de la retaguardia alegan que el Caudillo, en su sagacidad, rehúsa conquistar los nú¬cleos más poblados del enemigo, no porque no pueda, que pode-río le sobra, sino para no tener que hacerse cargo de las masas fa¬mélicas que se agolpan en el lado republicano. «Por eso no hemos entrado todavía en Madrid.»
El joven José Luis de Vilallonga descubre un secreto familiar:
«A mi padre se le cayó al suelo, al abrir su maletín, un cua¬derno que se quedó abierto en una página en la que había una lar¬ga lista de nombres extranjeros. Mi madre recogió el cuaderno y se puso a leer en voz alta: "Adam Lipkowsky, polaco, profesor de Biología. Dos daneses sin nombre, a todas luces homosexuales. Cuatro norteamericanos directores de empresa. Hasso von Zarkenau, un alemán antinazi con carnet de miembro del Partido Comunista checoslovaco. Siete rusos sin nombre. Ocho france¬ses, entre ellos tres profesores de universidad y cinco estudiantes de Ciencias Políticas. Sir Alan Seaford, un inglés sin más docu¬mentación que sus tarjetas de visita. Guido Ferrara, un terrate¬niente de Calabria..." Mi madre dejó de leer.
»—Salvador, ¿quién es esta gente?
»—Miembros de las Brigadas Internacionales cogidos con las armas en la mano. Los he mandado fusilar personalmente, sin previo juicio ni zarandajas. Uno por cada par de zapatos que (los rojos) me robaron en Barcelona.
»Y como mi madre no decía nada, añadió:
»—De todas maneras los íbamos a fusilar. Lo mismo que ha¬cen ellos cuando cogen a los alemanes o a los italianos que luchan en nuestras filas.
»Mi madre, sentada ante su tocador, se estaba peinando.
»—Ese inglés, Alan Seaford, me dice algo —murmuró.
»—Es un pariente de los duques de Portland, un sobrino, un primo o algo así.
»—¿Cómo lo sabes?
»—Me lo dijo él mismo. Le invité a tomar una copa de coñac antes de darle mi pistola para que se pegase un tiro. Y, claro, es¬tuvimos hablando un rato.
»—¿Se suicidó con tu pistola?
»—Sí. Al fin y al cabo era un señor. No iba a dejar que se lo cargasen como si fuera uno de esos cerdos que salen de Dios sabe dónde.
»Mi madre acabó de peinarse y le pidió a mi padre que le ase¬gurase el cierre de su collar de perlas.
»—Esos ingleses —comentó, molesta— siempre se meten donde nadie les llama.
»Mi padre se ajustó el correaje del uniforme y dijo con esa rí¬gida media sonrisa que le permitía el monóculo:
»—Lo que nunca sabrán los Portland es que el primo Seaford ha muerto por un par de zapatos.»
¿Qué fue de Luis Bolín, el animoso corresponsal de ABC que acompañó al Dragon Rapide a Marruecos y marchó luego a Roma con la carta de Franco para Mussolini?
Luis Bolín sigue trabajando para la causa nacional desde la oficina de Prensa y Propaganda. Atiende y controla a los corres¬ponsales extranjeros que visitan los frentes de guerra y organiza las «rutas nacionales de guerra», una especie de turismo bélico para personalidades distinguidas de los gobiernos amigos, espe¬cialmente esposas de altos dignatarios católicos simpatizantes de Franco, que quieren vivir emociones fuertes en la indómita Espa¬ña para contarlas luego al círculo de amigas a la hora del té. Bolín tiene a su servicio varios autocares Dodge norteamericanos, cada uno bautizado con el nombre de una batalla victoriosa: Teruel, Belchite, Oviedo.
En un folleto publicitario del Servicio Nacional de Turismo leemos: «Visitad las rutas de la guerra de España: 1: el Norte; 2: Aragón; 3: Madrid; 4: Andalucía. El Servicio Nacional de Tu¬rismo organiza excursiones que acompañadas por guías compe¬tentes se harán en autocares de lujo y hospedándose en hoteles de primera clase. Duración: 9 días; Precio: 8 libras esterlinas o su equivalente. Compruebe usted mismo las huellas, aún ardientes, de una epopeya inverosímil, la situación y circunstancias de la Es¬paña Nacional.»
Bolín acompaña una expedición al santuario de la Peña de Francia, cerca de Salamanca, después almuerzan en la plaza ma¬yor, todavía adornada con colgaduras y banderas nazis, portu¬guesas e italianas para el acto de hermandad con las potencias amigas. Visita a la catedral, donde admiran el sillón, casi un tro¬no adusto, desde el que el Caudillo asiste a la santa misa mayor el domingo. Al día siguiente salen para Santiago de Compostela, a ganar las indulgencias. Luego visitarán Oviedo, la heroica ciudad de los sitios, con visita a las trincheras; León; Ávila; el frente de Madrid, ése es el plato fuerte, donde podrán visitar una trinche¬ra de segunda línea y saludar a los combatientes.
—¿Puede tomarme una foto? —solicita mistress Adams, es¬posa del rey de la leche condensada en EE.UU.
—Por supuesto, señora. ¿Le pongo al lado un legionario o un moro?
La señora Adams titubea. Ha oído hablar de los moros que asaltan las trincheras rojas con ferocidad africana, degüellan a los comunistas y violan a las milicianas.
—Creo que un moro resultará más...
—¿Exótico?
—Sí, eso, exótico.
—Sin problema. A ver, tú, paisa. —Señala a un moro atezado de zaragüelles y turbante que contempla extasiado al rebaño de señoras, tan blanquitas y tan perfumadas.
—Sus órdenes —dice el moro saludando reglamentariamente.
Bolín va de paisano, pero él le calcula que debe de ser, por lo menos, teniente coronel.
—Ponte ahí, al lado de la señora. Sin tocarla, ¿eh?
El moro posa para la foto con una ancha sonrisa de dientes desparejados, lobunos, amarillos.
Se animan las demás y se retratan con el moro. Incluso la superiora de la comunidad de Christ Church de Toronto, una mon¬ja cincuentona de rotundas hechuras cuya grupa admira Bolín cada vez que le tiende la mano para ayudarla a subir al autobús.
Una de las ilustres visitantes es la esposa del primer ministro británico Neville Chamberlain. Bolín le organiza un viaje parti¬cular en automóvil por «la ruta de la guerra del norte». Tras visi¬tar Santiago se desvían del itinerario habitual para visitar a doña Carmen Polo de Franco en el Pazo de Meirás.
El 22 de abril de 1938 el presidente Azaña se entrevista con Negrín.
—Desde que comenzó la rebelión —se queja Azaña— soy un valor político amortizado y un presidente desposeído. Cuando usted formó gobierno creí respirar, y que mis opiniones serían oídas, por lo menos. No es así. Tengo que aguantarme. Soy el único a quien se puede violentar impunemente en sus sentimien¬tos, poniéndome siempre ante el hecho consumado. Me aguanto por el sacrificio de los combatientes de verdad, lo único respeta¬ble. Lo demás vale poco.


CAPÍTULO 48
Aunque me tiren el puente (la batalla del Ebro)



El siguiente objetivo de Franco es Valencia. Al principio, el avan¬ce nacional hacia la ciudad del Turia es bastante rápido, pero a partir de Castellón los republicanos, bien atrincherados, defien¬den tenazmente sus posiciones.
«Lo mismo que nos pasó en Madrid —piensa el comandante Aldo Trechuelo—. Veremos a ver lo que nos espera.»
Unos y otros comienzan a estar bastante cansados de la gue¬rra, sobre todo los que la van perdiendo.
Muy lejos de aquellas tierras meridionales, en Londres, en una oficina del Foreing Office, lord Pendelbury concluye su ruti¬nario comentario sobre los asuntos de España para el primer mi¬nistro: «Todo parece indicar que el ejército republicano ha perdi¬do toda capacidad ofensiva y solamente aspira a retardar cuanto sea posible su total derrota.»
Se queda pensando, tacha las tres últimas palabras y escribe: «el fatal desenlace».
Se lo entrega a su secretario:
—Pásalo a limpio y lo envías a Whitehall.
En las cancillerías europeas, y en las del resto del mundo, na¬die da un céntimo por la República Española. Sin embargo, la República no se rinde.
Así amanece el 23 de julio de 1938.
En el Bajo Ebro, algunos oficiales de Yagüe sospechan que el enemigo trama algo. Al otro lado del río hay más movimiento del acostumbrado. Los escuchas perciben ruidos nocturnos. ¿Estará el enemigo concentrando tropas? ¿Preparan un ataque de diver¬sión, quizá? Yagüe es perro viejo y prefiere asegurarse antes de po¬ner en estado de alerta a sus cansadas tropas. Eso sí, ordena in-tensificar los vuelos de reconocimiento antes de retirarse a dormir a su cuartel general de Caspe.
A medianoche, una barca con siete soldados republicanos, con el comandante Alonso al frente, cruza el Ebro sigilosamente al norte de Rayón.
—¡Remad sin sacar los remos, que hacen ruido!
En otros sectores del río se repite la misma escena. Cerca de Amposta, el batallón franco-belga André Marty tiende una pasare¬la hasta la isla de Gracia y acumula en ella hombres y material. Varios nadadores se meten en el agua en calzoncillos y ganan la ori¬lla enemiga armados solamente de machetes y bombas de mano.
Se despliegan en los bancales del río. Prestan oído.
Quietud y oscuridad. Croar de ranas. Los escuchas naciona¬les dormitan en sus puestos. Estupendo. Ya tienen emplazadas al¬gunas ametralladoras y todavía no los ha descubierto el enemigo. Comienzan a pasar soldados en barca.
Un soldado de las avanzadas da un traspié y cae al suelo. El ruido de su cantimplora contra una piedra sobresalta a un escu¬cha enemigo.
—¿Quién va? ¡Santo y seña!
Nadie responde.
—¡Santo y seña, he dicho! —grita el soldado, acerrojando su máuser.
Suena un disparo magnificado por la noche. En el puesto avanzado lanzan una granada a ciegas. Suenan más tiros. Más granadas de mano. Las ametralladoras tabletean. Los que pasan el río se apresuran. En cuanto amanezca, los cazarán como patos. Los de Ingenieros intentan tender el cable hasta la orilla bajo el fuego enemigo, pero no lo consiguen. Después de sufrir sesenta muertos desisten.
En otros lugares, el desembarco tiene éxito y los asaltantes de¬salojan las posiciones nacionales con granadas de mano. En algu¬nos puntos, los republicanos apoyan el desembarco con artillería de 80 mm. Las barcas traen de vuelta a los heridos.

Día 24. Dos y media de la madrugada

Un ordenanza despierta al general Yagüe:
—¡Los rojos han pasado el Ebro, mi general!
Yagüe tiene el sueño ligero y lleva días durmiendo con un ojo abierto, como las liebres.
—¡Gracias a Dios! —exclama—. ¡Ya era hora! ¡Todo el mun¬do a sus puestos!
En el mando nacional están desconcertados. No aciertan a comprender la envergadura del ataque, pero envían refuerzos de retaguardia a los lugares que parecen más comprometidos. La ar-tillería y las ametralladoras disparan contra las barcas y las pasa¬relas. En cuanto amanece se les une la aviación, que ametralla las posiciones recién conquistadas por la República.
En Amposta, los brigadistas del batallón Comuna de París que acaban de pasar el Ebro aguantan el ataque frontal del Tabor 292 de Tiradores de Ifni. Los moros ululan, su característico gri¬to de guerra que pone los pelos de punta a los más templados. El combate es empeñado, pero la cabeza de puente republicana, precariamente instalada en desmontes y pozos de tirador, recha¬za al enemigo con nutrido fuego de ametralladora y fusilería. A lo largo del día sucesivos ataques rebeldes reducen el perímetro de la cabeza de puente, pero a costa de mucha sangre. Finalmente, al anochecer, los franquistas los envuelven. Algunos internacionales se lanzan al agua para cruzar el río, pero los moros los cazan con disparos certeros desde la orilla.
El batallón Comuna de París aniquilado. En un primer mo¬mento, los rebeldes cuentan trescientos cincuenta muertos y tres¬cientos prisioneros, después se corrigen y hablan de setecientos muertos. La costumbre es fusilar a los internacionales, del mismo modo que entre los republicanos se fusila a los moros.
La maniobra de diversión de Mequinenza sale a pedir de boca. Durante toda la noche doce barcas cruzan sigilosamente el río una y otra vez con tropas y equipo de guerra. En total pasan dos batallones, que se despliegan en silencio esperando a que amanezca. Con las primeras luces del alba avanzan y sorprenden a las dispersas posiciones nacionales. Hacen más de cuatrocientos prisioneros y capturan una batería de obuses del 155. En uno de los blocaos de mando encuentran un café recién hecho y un abre¬latas prendido de una lata de leche condensada a medio abrir. En el cruce de la Venta de Camposines apresan a todo el estado ma¬yor enemigo con su coronel al frente.
—Los hemos cogido en bragas —bromea Adolfo Romero, cabo de la Brigada Bayón, mientras llena una saca con la docu¬mentación intervenida.
Entre Mequinenza y Amposta, los nacionales tienen unos ca¬torce mil hombres en guarniciones muy diseminadas. Poca tropa que oponer al enemigo que ha roto el frente en setenta y cinco ki-lómetros y los ha sorprendido por completo.
La maniobra principal republicana, simultaneada con otras dos de mera diversión, para despistar al enemigo, una sobre la de¬sembocadura del río y otra sobre Mequinenza, ha sido un éxito completo.
Las primeras noticias, todavía confusas, sorprenden a Franco en su cuartel general de Burgos. ¿Por dónde atacan los rojos? ¿Qué pretenden? ¿Se ha hundido todo el frente?
Al día siguiente, la gran sorpresa es titular en muchos periódi¬cos del mundo: en la madrugada del 25 de julio de 1938, sesenta mil soldados republicanos, seis divisiones completas eficazmente apoyadas por cien baterías, han cruzado el río Ebro por doce pun¬tos, usando barcas, pontones y otros medios de fortuna, y han arrollado a las fuerzas franquistas que guarnecían la orilla opuesta.
La explotación del éxito requiere ahora que los republicanos consigan construir pasarelas y puentes por las que suministrar a sus tropas el equipo y la munición necesarios. Lo malo es que apenas cuentan con medios mecanizados, artillería y aviación. Las tropas que han ganado la orilla derecha del río profundizan por la brecha abierta mientras los desconcertados nacionales ce¬den terreno. Han intentado detener el flujo de tropas enemigas abriendo las compuertas de las presas de Camarasa y Tremp, aguas arriba, para que la crecida del río arrastre las pasarelas. In¬cluso echan al agua troncos de árboles, algunos de ellos equipa¬dos con cargas explosivas que detonarán al chocar con los puen¬tes, pero los republicanos continúan pasando. Sufren muchas bajas, eso sí, pero no parece importarles.
Franco requiere el auxilio de la Legión Cóndor. Hay que evi¬tar a toda costa que el enemigo tienda puentes en el Ebro. La zona atacada se divide en tres sectores: el norte, para la aviación espa-ñola; el centro, para la alemana, y el sur, para la italiana. Unos doscientos aviones bombardean o ametrallan las pasarelas y las concentraciones de tropas republicanas.
Los soldados ametrallados escrutan el cielo.
—¿Dónde cono está «la Gloriosa»?
«La Gloriosa» no aparece por los cielos del Ebro. Casi todos sus aparatos están empeñados en la defensa de Valencia. Nadie les ha ordenado que cambien de frente.
Urgentes conciliábulos en el cuartel general de Franco. Ge¬nerales y estados mayores se inclinan sobre el mapa de opera¬ciones.
—Es evidente que el enemigo pretende abortar nuestro ata¬que a Valencia —comenta alguien.
El general Vicente Rojo, autor del plan, quiere caer de revés sobre el frente nacional de Levante a través del Maestrazgo y la Plana de Castellón.
En el bando republicano reina el optimismo. El teniente co¬ronel al mando de las fuerzas, Juan Modesto Guilloto, informa al general Vicente Rojo:
—Han pasado todos los que tenían que pasar. Los que fueron detenidos han pasado por la zona inmediata. Hemos ocupado Miravet y el castillo. Las vanguardias han cubierto sus primeros objetivos; las pasarelas, todas tendidas; los puentes de vanguardia, dos tendidos y otros dos tendiéndose... No hay bajas acusadas.
Los republicanos ocupan nueve pueblos y continúan avan¬zando. La operación, sorprendentemente bien planeada y ejecu¬tada, reverdece las marchitas esperanzas de la España republica¬na. A Modesto Guilloto lo comparan con el Cid y lo aclaman como nuevo héroe nacional.
¿Y los rebeldes? Los diarios y emisoras del bando nacional tra¬tan de ocultar la gravedad de la situación. Apenas repuestos del susto, los generales de Franco trabajan frenéticamente para tapo¬nar la brecha. La 50 División ha perdido la mitad de sus hom¬bres, muertos, heridos o prisioneros.
La victoria republicana parece segura. Sin embargo, a pesar de la sorpresa, los nacionales demuestran, una vez más, su superiori¬dad logística: en menos de veinticuatro horas refuerzan sus líneas con tropas traídas apresuradamente de Lérida y Levante en ca¬miones o en trenes de ganado.
Amanece el día 25.
Los republicanos, a pesar de sus deficientes medios de trans¬porte y de su escasa artillería y aviación, han conquistado casi ochocientos kilómetros cuadrados en un día. El próximo objeti¬vo es el pueblo de Gandesa, importante nudo de comunicacio¬nes. Los nacionales adivinan las intenciones y resisten enconada¬mente en el cercano Puig de l'Aliga, el sangriento Pico de la Muerte.
Pero Gandesa es un hueso demasiado duro de roer para unas tropas que no disponen de tanques ni de artillería. Tagüeña lo sabe. Además, el V cuerpo de ejército de Líster, que debía coope¬rar en la conquista, se retrasa, entretenido en objetivos secunda¬rios. Tagüeña se desespera. Manda correos. Cada minuto que pasa favorece a los nacionales, que están metiendo en Gandesa constantes refuerzos.
Un día perdido, un retraso fatal.
El día 26 el avance republicano se detiene. Llegan al frente de Gandesa los primeros cuatro carros de combate T-26 que han lo¬grado pasar el río y se topan con las piezas antitanque franquistas. El primero recibe dos impactos y se incendia. Los otros retroce¬den. Los nacionales, dueños del aire, bombardean y ametrallan a las tropas. ¿Dónde está «la Gloriosa»?, se impacienta el general Rojo. También se lo preguntará Kindelán, el jefe de la aviación enemiga: «Aumentó el rendimiento de nuestras unidades aéreas un hecho extraño: siendo del enemigo la iniciativa del paso del Ebro, nuestra aviación fue la que actuó desde el primer día, mien¬tras que la roja tardó tres días en acudir al teatro de operaciones, a pesar de las reiteradas demandas (...) de las tropas de tierra.»
El mando republicano no se atreve a trasladar su aviación de los aeródromos en torno a Valencia. Tarda en comprender la tras¬cendencia de la batalla que se está librando en el Ebro y pierde, una vez más, un tiempo precioso. Mientras tanto, Franco ha du¬plicado las fuerzas que defienden el sector, con lo que el número de combatientes se equilibra.
El 28 de julio, los republicanos tienden puentes y los prote¬gen con cañones de tiro rápido Oerlikón, suizos, y ametrallado¬ras de cuatro tubos Boffords. La aviación franquista evita descen¬der demasiado y descarga sus bombas con poca precisión. Sólo una de cada mil bombas alcanza plenamente su objetivo.
Los republicanos andan escasos de artillería. Tampoco tienen gran confianza en sus habilidades como artilleros. Los de la XIII Brigada Internacional reservan las tres piezas del 155 capturadas en Corbera para evitar que el enemigo las localice y las destruya con fuego de contrabatería.
Dos días más. Por el puente de hierro de Flix, una incesante caravana de camiones con los faros pintados de gris, que sólo de¬jan escapar una rendija de luz, alimenta la batalla con vituallas, munición y cañones. Los oficiales imparten órdenes y alinean a los que esperan al resguardo de los árboles de la ribera. No hay un minuto que perder. La operación debe terminar antes de que amanezca y la aviación nacional bombardee y ametralle los puen¬tes y sus accesos.
Los aviones rebeldes bombardean los pasos del Ebro diaria¬mente, pero en cuanto se hace de noche, los ingenieros republi¬canos reparan los destrozos con elementos preconstruidos y res¬tablecen las comunicaciones.
Gracias a los puentes han podido acarrear material pesado con el que atacar las posiciones franquistas de la carretera de Pinel. El mismo 30 de julio seis carros T-26 avanzan contra los pa-rapetos enemigos, pero se ven obligados a suspender el ataque y regresar porque la infantería no los sigue. Los instructores sovié¬ticos están hartos de explicarlo: un carro sin apoyo de los infantes está perdido. Los moros persiguen a los carros fugitivos y consi¬guen incendiar uno con botellas de gasolina. Al día siguiente, los carros restantes vuelven a intentarlo, pero el enemigo ha traído varios cañones antitanque. Cuatro blindados arden en el llano achicharrado por el sol.
En la batalla del Ebro actuarán 87 carros T-26B republicanos y treinta nacionales (anteriormente capturados). Los republica¬nos pierden treinta y cinco y los nacionales once.
Se suceden los golpes de mano de uno y otro lado. Algunos moros escalan la cota 705 para tomar por sorpresa la ermita de la Magdalena, pero llegan a la cumbre tan exhaustos que caen pri-sioneros de sus defensores. Los despeñan desde el risco que do¬mina la ermita. El escribiente del regimiento vecino, un licencia¬do en Filosofía y Letras de gafitas, ilustra a sus compañeros:
—Quizá no lo sepan, pero ésa es una pena de muerte medie¬val, el despeñamiento, como a los hermanos Carvajales en la peña de Mar tos.
—¡Un gran consuelo! —comenta el sargento Mata, un hom¬bre encallecido por la guerra, que casi nunca habla.
El teniente Amable, en su chambao a las afueras de Gandesa, corta la hoja del calendario de coñac El Avance.
—¡Agosto! —murmura como para sí—. Ya veremos si llega¬mos a septiembre.
Sus hombres se miran y se encogen de hombros. Al que le toca, le toca.
Después de sus primeros compases magistrales, la obertura republicana ha fracasado y el frente se estabiliza delante de Gandesa. El último objetivo republicano ha resultado excesivamente ambicioso. Entre el Ebro y la Plana levantina, Franco cuenta con cerca de cuatrocientos mil hombres y abundante aviación y arti¬llería. Gandesa y Villalba deis Ares, que al principio estaban des-guarnecidas, han recibido refuerzos, moros, legionarios y falan¬gistas, mucho más fogueados que los de la 50 División, gente muy capaz de resistir la embestida republicana.
Vicente Rojo, nuevamente decepcionado le escribe a su colega Matallana: «Lo del Ebro está casi paralizado. Después del impulso extraordinario de los dos primeros días, la cosa está bastante parada, pues han acudido las reservas con mayor rapidez que nunca y ade¬más porque se ha producido el fenómeno de siempre en nuestras ofensivas y es que la gente parece que se desinfla. En realidad aquí hay una moral extraordinaria, pero falta decisión en el momento de echar adelante. Como siempre, lo achaco a la falta de iniciativa de los mandos, que son capaces de aprenderse bien y desarrollar con acierto la primera parte de las papeletas (...) pero cuando se ven solos en el campo y tienen que actuar por propia iniciativa carecen de confianza en sí mismos. De todas maneras, aunque no pudié¬ramos ocupar Gandesa, lo que estamos intentando hoy, la línea alcanzada es buena y espero que podamos defenderla bien y ten¬dremos una cabeza de puente asegurada para el día de mañana.»
Ese día no llegará nunca. Los republicanos se fortifican y fijan sus líneas frente a Villalba deis Ares y Gandesa. Han avanzado vein¬ticinco kilómetros sobre una base de treinta y cinco de largo, han ocupado ochocientos kilómetros cuadrados, pero no han tomado Gandesa y han perdido doce mil hombres de los más valiosos.
Quizá tenían razón los técnicos soviéticos Maximof y Lazarev cuando desaconsejaron la operación porque desconfiaban de que el ejército del Ebro pudiera trasladar al otro lado del río el equipo y la artillería necesarios para cubrir con éxito los objetivos.
A los lectores de periódicos y radioescuchas del mundo co¬mienza a sonarles el nombre de Gandesa. Incluso inspira unas famosas coplillas de trinchera:

Si me quieres escribir,
Ya sabes mi paradero:
Tercera Brigada Mixta,
Primera línea de fuego.
Aunque me tiren el puente
Y también la pasarela
Me verás pasar el Ebro
En un barquito de vela.
Diez mil veces que los tiren
Diez mil veces los haremos
Tenemos cabeza dura
Los del Cuerpo de Ingenieros.
En la venta de Gandesa
Hay un moro Mohamed
Que te dice: «Pasa, "paisa"
¿Qué quieres para comer?»
El primer plato que te dan
Son granadas rompedoras,
El segundo, de metralla
Para recordar memoria.
Si me quieres escribir,
Ya sabes mi paradero:
Tercera Brigada Mixta,
Primera línea de fuego.

El 2 de agosto de 1938 Franco llega a la posición de Coll del Moro para dirigir personalmente la batalla. Desde esa altura se domina una buena panorámica del frente. Sus asistentes le insta¬lan un potente binocular de campaña. Franco despliega un mapa y observa por los anteojos la zona de combates mientras los fotó¬grafos de prensa le toman fotos que la oficina de propaganda se-leccionará. Antes del almuerzo, el Generalísimo conferencia con sus generales. El Caudillo ha crecido mucho —figuradamente, claro— desde que le dieron el mando absoluto dos años atrás. La expresión gallega de su cara, indescifrable, se le ha acentuado. Ahora levanta más la cabeza, quizá para parecer más alto, o quizá para disimular la incipiente papada que le ha crecido bajo el men¬tón (también le han engordado la panza y el trasero).
El Caudillo escucha pareceres, pero no arriesga el suyo. Algu¬nos generales, García Valiño, Kindelán, Aranday Yagüe, se mues¬tran partidarios de sostener las líneas donde han quedado e ini-ciar una ofensiva por Lérida que conduzca a las tropas nacionales a Barcelona, lo que equivaldría a terminar la guerra de un plu¬mazo.
Franco, como siempre, entra al señuelo que le tiende Vicente Rojo. Quiere recuperar a cualquier precio ese terreno perdido en la margen del Ebro, aunque carezca de valor estratégico. Quizá sea, para él, una cuestión de prestigio, pero también pudiera ser que lo muevan consideraciones políticas: evita acercarse a la fron¬tera con Francia, lo que podría acarrear problemas con el gobier¬no galo. De todos modos, los franceses han cerrado de nuevo su frontera a los suministros de armas para la República.
El plan del Caudillo es simple: atacar hasta expulsar al enemi¬go a sus posiciones de partida, al otro lado del Ebro o, si fuera po¬sible, machacarlo sin darle tiempo a retirarse.
Aranda apenas puede disimular su enfado. El tosco plantea¬miento estratégico de Franco lo irrita: «una ciega lucha de carne¬ros que se topan en las cabezas hasta que se agote el más débil».
Pero Franco se mantiene en sus trece. En alguna ocasión con¬fía sus pensamientos: «No me comprenden. En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado lo mejor del ejército rojo. Si lo aniquilo, ¿con qué continuarán la guerra?»
Declina la tarde. En la trinchera tranquila alguien rasguea una guitarra y canta coreado por sus camaradas:

El ejército del Ebro
Rumba la rumba, la,
Una noche el rio pasó.
¡Ay, Carmela!¡Ay, Carmela!
Pero nada pueden bombas,
Rumba la rumba, la,
Donde sobra corazón.
¡Ay, Carmela!¡Ay, Carmela!
Contraataques muy rabiosos
Rumba la rumba, la,
Deberemos resistir.
¡Ay, Carmela!¡Ay, Carmela!
Pero igual que combatimos,
Rumba la rumba, la
Prometemos resistir.
¡Ay, Carmela!¡Ay, Carmela!

El soldado Juan Pujol García y otros dos camaradas se alejan del corro de cantores. La gente está entretenida. El correo repar¬tió esta mañana y muchos están contestando cartas en los chabolos o releyendo las que recibieron. Es el momento. Pujol respira profundo sintiendo el corazón que late desbocado en el pecho. Se sobrepone al miedo y salta de la trinchera con sus amigos. Van a pasarse a los nacionales. Han dejado los fusiles y la impedimenta y sólo van armados de bombas de mano. Juan Pujol se pierde bus¬cando el riachuelo que discurre ante las líneas nacionales. Mira hacia atrás. Sus compañeros han desaparecido. Una patrulla ha salido a buscar a los desertores. Perdido en la noche advierte, de pronto, que ha regresado a las líneas de las que había partido (en la oscuridad se tiende a caminar en círculo). El castigo de los de¬sertores es el paredón de fusilamiento, especialmente si intentan pasarse al enemigo.
—¡Alto! ¿Quién va?
A Juan Pujol no le llega la camisa al cuerpo mientras huye pendiente abajo sintiendo zumbar las balas a su alrededor. Perse¬guido de cerca por la patrulla se oculta en los cañaverales del río. Pasa la noche aterrado, empapado de un sudor frío y viscoso. An¬tes de que amanezca oculta las granadas y las botas en el hueco de un árbol y prosigue su huida descalzo hasta que una patrulla na¬cional da con él.
—Tranquilo, muchacho, que estás a salvo —lo tranquiliza una voz.
En la trinchera franquista le proporcionan alpargatas, ropa y comida. Después vienen los intensos interrogatorios y el internamiento en el campo de concentración de Deusto hasta que al¬guien lo avale.
Cualquier soldado pasado al enemigo es sospechoso de ser un espía.
Juan Pujol tiene suerte y consigue el aval de un sacerdote cono¬cido, el padre Celedonio, superior de la orden de San Juan de Dios.
En Burgos, Juan se hospeda en el hotel Condestable. Allí co¬noce a una enfermera de Lugo, Araceli González, con la que se casará meses más tarde. En los salones se cruza con Kim Philby, el corresponsal del diario británico The Times, condecorado por Franco, que en realidad es un espía de la Unión Soviética.
Juan Pujol no sabe que, en el futuro, él también será espía al servicio de los aliados, durante la segunda guerra mundial, con el nombre de Garbo.
Franco decide atacar frontalmente la bolsa marginal de Mequinenza donde la 42 División republicana se despliega precariamente en sólo veinte kilómetros cuadrados. La artillería y la avia-ción se ensañan con las posiciones republicanas, causando cuan¬tiosas bajas. Tras esta preparación, los nacionales avanzan sin di¬ficultad. Los republicanos se retiran y vuelven a cruzar el río al amparo de la noche.
Tras la eliminación de la bolsa de Mequinenza, Franco, en¬valentonado, se dirige a la bolsa principal. Tiene más y mejores tropas, más cañones, más aviones y más munición; sabe que el tiempo corre a su favor, tanto en el frente diplomático como en el bélico.
Sin embargo, su actuación no será tan lucida como espera.
Una vez más va a librar una batalla de desgaste, al estilo de aquellas de la primera guerra mundial que ensangrentaron los campos de Francia y acabaron con la resistencia alemana. Duran¬te tres meses, entre agosto y octubre, se mantienen las posiciones. Franco asume que las cuantiosas pérdidas que sufren sus tropas quedarán sobradamente compensadas con el resultado final. «Vosotros me dejaréis tuerto, pero yo os voy a cegar», parece pen¬sar el Caudillo.
La batalla del Ebro se reduce a una serie de ataques frontales nacionales sobre las posiciones republicanas, la táctica del carnero.
El primer ataque se desencadena el 10 de agosto. Después del bombardeo de la artillería y de la aviación, que ocasiona la mayor concentración de fuego después de la primera guerra mundial, los nacionales intentan ganar el macizo de Pándols, pero se topan con la obstinada resistencia de un enemigo bien fortificado. A los tres días, la ofensiva se estanca. Entonces contraatacan los repu-blicanos con sus mejores unidades, sin resultados apreciables. Las líneas se estabilizan.
La República alista a la quinta de los nacidos en 1919, «la quinta del «biberón». Al recluta César Bertomeu lo acuartelan a las afueras de Sitges, en tiendas de campaña, dentro del 4.° Bata¬llón Thálmann, de la XI Brigada Internacional. La instrucción es exhaustiva. Primer día: ejercicios con armas; por la tarde, fuego de fogueo; al día siguiente, fuego real.
«Al cuarto día nos despertó un toque de diana prematuro, an¬tes de amanecer. Nos hicieron formar en dos largas hileras mi¬rando al frente. Aparece un pelotón armado que custodia a tres hombres. Los colocan a pocos metros de nosotros, delante de un talud.
»Una ejecución.
»Un oficial alemán nos dirigió una breve alocución. Los in¬ternacionales estaban en España para ayudar a nuestro pueblo en su lucha contra el fascismo, no para humillarlo cometiendo actos como el que habían cometido los tres militares que iban a fusilar. Habían violado a una muchacha del pueblo. Dos cosas me im¬presionaron: presenciar una ejecución en frío y que los tres que iban a morir pidieran perdón al pueblo español. Seguidamente gritaron al unísono: «¡Viva la Internacional! ¡Muera el fascismo!» Comenzaron a cantar la Internacional, «Arriba parias de la tie¬rra. ..», que no terminaron, pues fueron abatidos por una descar¬ga cerrada.»
En el Ebro, calma. Franco se toma un respiro. Cinco días para lamerse las heridas, acopiar material y vuelta a la carga. Hasta trescientas piezas de artillería martillean un frente de sólo dos ki-lómetros. Las granadas pulverizan las rocas y sus fragmentos mul¬tiplican los efectos de la metralla.
Otros cinco días de combates ininterrumpidos bajo el tórrido sol de agosto. Las tropas de choque marroquíes, mera carne de ca¬ñón, asaltan las posiciones republicanas con bombas de mano. Transcurrida una semana, los nacionales sólo han avanzado cua¬tro kilómetros. Los oficiales de primera línea se lamentan: aquel terreno escabroso parece diseñado para favorecer la defensa. Ade-más, los republicanos responden con contraataques nocturnos.
Las bajas son cuantiosas por ambas partes. A ello se suma la combinación de calor, escasez de agua y alimentación deficiente que provoca una epidemia de enterocolitis.
Llegan al frente corresponsales de periódicos extranjeros. En¬tre ellos Kim Philby.
Los generales de Franco están preocupados. Pasaron los tiempos felices en que el ejército miliciano se cagaba de miedo frente a los moros o los legionarios. Ahora se muestran tan dis-ciplinados y coriáceos como los nacionales y mueren defendien¬do sus posiciones. Las órdenes son claras: «Cada jefe, oficial, cla¬se o soldado de este ejército es responsable de la vigilancia y defensa a toda costa del terreno o la posición que se le confíe, bien entendido que su abandono será inmediatamente sancio¬nado con la pena de muerte, que podrá ejecutar en el acto cual¬quier jerarquía de su unidad. Los automutilados serán fusilados en el acto, pudiendo hacerlo cualquiera de sus camaradas. Nadie podrá decir que sus fuerzas están copadas, rodeadas o perdidas, pues ello demuestra poca vigilancia o desconfianza en la victo¬ria, siendo severa y enérgicamente castigado quien pronuncie ta¬les palabras.»
O sea, que han aprendido lo que es un ejército en guerra.
El presidente de la República, doctor Negrín, va a Zurich con el pretexto de asistir a un congreso de fisiología, su especialidad médica. En realidad pretende entrevistarse con un emisario de Hitler, el conde de Welczek, para proponerle que Alemania pre¬sione a Franco para que negocie el fin de la guerra. La propuesta encuentra escaso eco. Consumida esta última baza, Negrín será partidario en lo sucesivo de la guerra a ultranza.
Mussolini comienza a dudar de que Franco sea capaz de aca¬bar esa guerra alguna vez. Le dice a su yerno, el guapo Ciano:
—Hoy, 29 de agosto, profetizo la derrota de Franco. Este hombre o no sabe cómo hacer la guerra o no quiere. Apúntalo en tu diario.
La última semana de agosto, Franco se concede un respiro, otro más, y concentra tropas de refresco en torno a Gandesa. Cada día, al caer la tarde, los técnicos de la oficina de propagan¬da instalan sus altavoces sobre los parapetos y comienzan a darle barrila al enemigo:
—¡Eh, rojillos! ¡Ataos las botas porque vais a correr y a cruzar el Ebro otra vez! El que no sepa nadar que se confiese y enco¬miende su alma a Stalin.
El contraste de pareceres discurre por los cauces acostum¬brados:
—¡Maricón fascista, confiésate tú con tu puta madre!
Eso levanta el ánimo del personal, que está contristado de pa¬sar tanta fatiguita para nada.
El 3 de septiembre, nueva preparación artillera. Treinta bom¬barderos descargan trilita y metralla sobre las posiciones repu¬blicanas. Franco lanza una nueva ofensiva en el sector de los Gironesos. La artillería republicana replica bombardeando las posiciones de Gandesa. En maniobra envolvente, las tropas na¬cionales ocupan sus primeros objetivos, pero el avance se ralentiza después. Los republicanos acuden con tropas de refresco, las que tienen, echando toda la carne en el asador. El desgaste es te¬rrible por ambas partes.
El soldado César Bertomeu lleva quince días en el frente del Ebro y ya es casi un veterano. «El comandante de mi compañía, Aniano García, y el comisario, Celestino Domínguez, derrochaban valor y una temeridad increíbles. Además, Celestino mataba sin contemplaciones a los que presos del pánico abandonaban el arma y huían, incapaces de soportar aquel infierno. Es una regla genera-lizada, no escrita, de la guerra. Los mandos se convierten en jueces y ejecutores para frenar las deserciones causadas por el pánico.»
Entre los días 17 y 23 de septiembre, Franco lanza por Camposines su quinto ataque, al que los republicanos replican con contraataques por otros sectores. «El topetazo del carnero —pien¬sa otra vez el gordo Aranda—: cuantiosas bajas por ambos ban¬dos y desgaste de material para nada. Si este hombre fuera ajedre¬cista no ganaba una partida.»
Pero Franco no es ajedrecista: es, o era, antes de alcanzar la púrpura, jugador de mus.
El soldado César Bertomeu participa en uno de los combates cuerpo a cuerpo. «Cuando los nacionales estaban a un tiro de piedra de nuestro grupo (reducido a una docena de hombres) los atacaron por el flanco derecho el comisario político, su ayudan¬te, un teniente alemán y el teniente Malpesa. El capitán nacio¬nal, al advertir que lo atacaban por el flanco, se revolvió con ra¬pidez y abatió de un disparo a nuestro comisario, pero fue a su vez alcanzado por los disparos del teniente Malpesa. Los nacio¬nales se desanimaron al ver caer a su capitán y cedieron terreno ante una nueva embestida de los nuestros. Cuando se restableció la calma vi a Celestino, que sólo tenía una herida superficial arrodillado junto al capitán de los nacionales. Todavía vivía. Asía con fuerza un crucifijo que le colgaba del cuello y le había pedi¬do agua al comisario. Malpesa se acercó y le preguntó si podía hacer algo por él. Le contestó que lo enterráramos y pusiéramos sobre la tumba su gorra y una bandera nacional que llevaba. Miró a Malpesa, que lo había herido, y le dijo: "Tú sabías lo que hacías."»
En otro sector, moros y legionarios toman las trincheras de¬fendidas por los brigadistas de la compañía Botwin de la XIII Bri¬gada Internacional, integrada mayoritariamente por judíos pola¬cos. Los supervivientes levantan las manos. Los legionarios apartan a los españoles y fusilan a los polacos.
El sanitario Alfonso Cascales acaba su servicio derrengado. Se sienta en una piedra fuera del hospitalillo y contempla una hilera de cadáveres tiesos bajo las mantas, con un hervor de moscas, que dos soldados cargan en una camioneta para trasladar a un ce¬menterio cercano. Advierte lo inútil del gesto. Mal oficio el de los sepultureros. Cuando encuentran muchos muertos en lugares de difícil acceso, donde además el suelo es tan pedregoso que impi¬de cavar fosas, hacen un socavón, apilan los cadáveres, los rocían de gasolina y les arrojan una cerilla. Los cuerpos arden durante horas, la grasa estalla al calor, abriendo vientres y desparramando tripas, escapan los gases contenidos en el intestino y arden con un sonido de fuelle agotado: «los muertos suspiran».
Al principio vomitaba. Ahora, ya no. Alfonso Cascales se ha acostumbrado al pestazo a carne quemada que se extiende por todo el valle, que se mezcla con el olor nauseabundo de la carne podrida a la intemperie y lo impregna todo. Los sepultureros va¬cían unos cuantos sacos de cal sobre los restos humeantes y los cubren con unas paletadas de tierra y algunas piedras.
El coronel Juan Modesto convence a los comunistas de la necesidad de destituir y apartar del mando a Valentín González, el Campesino, el peón caminero extremeño ascendido a teniente coronel que manda una división. Los comunistas abrigan serias dudas sobre su valor y su capacidad mental. El Campesino se ha mantenido en su rango con el apoyo del Partido Comunista, que lo ha exaltado como héroe popular. Últimamente se ha extrali¬mitado en sus requisas de coches y de hoteles.
Bernardo Afán se lo anuncia esa mañana a su primo:
—Retiran del Ebro al Campesino.
—Eso es porque preparamos algo gordo en otra parte —de¬duce Ambrosio entusiasmado—. ¡A donde va el Campesino tiemblan los fascistas!
Ambrosio se sabe de memoria el romance que le ha dedicado el poeta Miguel Hernández:

Valentín tiene por nombre,
Por boca un golpe de hacha,
Por apellido González
Y por horizonte, España.
Aquí, entre muertos y heridos
Y alrededor de las balas,
Fieramente se pasea,
Castellanamente habla (...)
La cobardía lo esquiva
Y el valor duerme en su casa.
Hombres que seguís a este hombre
Por laberintos que marchan
A páramos de derrota
Ya viñas de triunfo y palma:
Que sus cejas de coraje
Y su frente de arrogancia
Y su piel de valentía
Hallen eco en vuestra cara.

La carnicería del Ebro prosigue rutinariamente. Ha dejado de ser noticia. Los diarios europeos la relegan ahora a páginas inte¬riores. Vicente Rojo es consciente de que unos y otros se han me¬tido en un callejón sin salida. La República no puede progresar en el Ebro. Le faltan reservas, armas, masa de maniobra.
Vicente Rojo espera que sus conmilitones de Levante ataquen a los nacionales, lo que contribuirá a aliviar la presión del ejérci¬to del Ebro, pero el contraataque nunca se produce. El Ebro se re¬suelve en una cruenta batalla de desgaste que sólo Franco, mejor pertrechado, puede ganar.
La carta militar ha pasado, pero queda la política. ¿Le convie¬ne al gobierno mantener esa absurda cabeza de puente? Desde luego que no, pero regresar al punto de partida sería admitir el fracaso. El ejército del Ebro es eminentemente comunista. Si vuelven al otro lado del río y admiten el fiasco, los comunistas de¬bilitan su posición frente a republicanos y socialistas, sus enemi¬gos naturales.
Los nacionales han acumulado artillería y aviones, pero debi¬do a la configuración del terreno, los bombardeos sólo consiguen un efecto limitado. En cuanto escuchan los obuses o ven aparecer los aviones, los soldados se meten en sus agujeros, entre las pie¬dras. Cuando cesa la tormenta de metralla y de lascas de roca que saltan, cortantes como cuchillas, salen de sus madrigueras, ocupan nuevamente sus puestos, montan sus morteros y ametralla¬doras y rechazan el ataque de los nacionales.
Ese juego puede prolongarse indefinidamente. Los ingenieros republicanos son capaces de reparar puentes y garantizar el paso del río, al menos unas horas cada día, a pesar de los bombardeos de la aviación.

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