miércoles, 21 de septiembre de 2016

HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 5

 HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 5
CAPÍTULO 45

Judíos, moros y cristianos
La sociedad española en tiempos de los Reyes Católicos distaba mucho de la utopía del reino feliz que algunos escépticos aprendimos en el bachillerato.
En Castilla, una docena de magnates poseían el noventa por ciento de la tierra, especialmente de la más productiva. Luego, estaba la pequeña nobleza, los hidalgos, quizá unos sesenta mil, puede ser que más, entre cuyos privilegios figuraba el de no pagar impuestos. Finalmente, había los pecheros, es decir los que pagaban impuestos, el pueblo llano, asendereado y mísero.
Ya ven qué país: castas inamovibles coexistiendo en un territorio quebrado y desigual; países con le- yes distintas, con idiomas distintos, con costumbres distintas. A pesar de la historia, muchas cosas no habí- an cambiado tanto desde los romanos acá.
La uniformidad social era impensable, claro, pero Fernando e Isabel, como buenos gobernantes ab- solutos, se habían propuesto fundar su Estado ideal sobre la uniformidad (un ideal, por cierto, plenamente moderno, al que han aspirado tanto los Estados totalitarios como las democracias autoritarias). Los Reyes Católicos creyeron que España ganaría en cohesión interna si, al menos, procuraban la unidad racial y reli- giosa que se observaba en otros países europeos, que también emergían como Estados modernos. Se trataba de una igualdad probablemente más religiosa que racial porque, a estas alturas, y después de un revuelto milenio de historia, el intenso mestizaje de ibero, celta, romano, judío, godo, árabe, eslavo y bere- ber no dejaría distinguir el hilo de la trama.
Había dos minorías raciales y religiosas en España, los moros y los judíos, que profesaban el islam y el judaísmo. Una tercera minoría era más bien racial o cultural: los conversos y moriscos, también llamados cristianos nuevos, descendientes de judíos y musulmanes convertidos al cristianismo. El pueblo llano sos- pechaba de ellos porque dudaba de la sinceridad de su conversión. Muy razonablemente, porque muchos habían sido convertidos a la fuerza, a veces con un cuchillo en la garganta, y seguían practicando oculta- mente la religión de sus antepasados.
Para igualar hubo que eliminar lo que fuera diferente. Esto explica la expulsión de los judíos, una de- cisión objetivamente errónea, aunque no faltan historiadores que la justifican. Unos ciento cincuenta mil judíos tuvieron que malvender lo que tenían y abandonar España. Los que eran pobres fueron a parar al norte de África, donde fueron mal recibidos y, en ocasiones, hasta desvalijados y asesinados. Los más pu- dientes fueron a Portugal, a los Países Bajos o a tierras del turco.
Oficialmente, ya no había judíos en España, pero aún quedaban los conversos, que habrían de ser eliminados o, cuando menos, socialmente desactivados por la Inquisición. Dos razones, la una social y la otra política, aconsejaron a los Reyes Católicos suprimir a los conversos. Primera: porque los planes absolu- tistas de la monarquía chocaban frontalmente con la vocación oligárquica del grupo capitalista converso, cuyo creciente poder estaba adueñándose de las más altas jerarquías del Estado y de la Iglesia. Segunda: el taimado Fernando mataba dos pájaros de un tiro: apuntalaba su escuálida cuenta corriente con el dinero confiscado a los conversos y disponía de un tribunal real para reforzar su poder en Aragón, donde los fueros y los privilegios de sus súbditos lo tenían atado de pies y manos. Una Inquisición a sueldo de la corona garantizaba el control político y social del reino.
A largo plazo fue una medida de desastrosas consecuencias porque, si en los siglos siguientes hubiese habido en España financieros judíos, el oro y la plata llegados de América se habrían invertido se- guramente aquí, creando riqueza y quién sabe si apuntalando una industria, en lugar de ir a parar a las arcas alemanas y genovesas.




CAPÍTULO 46

La Inquisición


Cuando el escéptico se aventura a abandonar la segura placenta del solar hispano y sale al ruedo del ancho mundo, una de las primeras cosas que tienden a fastidiarlo es que le saquen a colación la crueldad de las corridas de toros y la de la Spanish Inquisition. La Inquisición y los toros son el contrapunto oscuro de los tópicos alegres de playas soleadas, sangría, flamenco, vino, alegría, tunos pedigüeños en las terrazas de verano y bolsas de basura en los arcenes de las carreteras, que constituyen la cultura hispánica de mu- chos extranjeros. La Inquisición de los foráneos es una Inquisición tópica, aprendida en noveluchas sado- masocas o en el cine de terror: hermosas doncellas desnudas sobre el potro de tormento, contempladas por encapuchados frailes lascivos a la agria luz de un hachón que pende de una argolla sobre el muro salitroso de la mazmorra subterránea. (Pongo punto seguido y abro pausa para que el lector respire, no por falta de munición descriptiva). Ya sigo: y al fondo de la horrible escena, recortado en el angosto ventanuco, una visión de las noches de Oriente, la Alhambra, la Giralda o la Puerta de Alcalá (¡ellos qué saben!).
Mucha gente ignora que casi todos los países de Europa tuvieron sus inquisiciones, algunas incluso bastante más crueles que la española; pero ninguna tan larga, ni tan impresa, ni tan difundida.
El fundamentalismo cristiano medieval convirtió al hereje en el mayor delincuente social. Entonces, la Iglesia, siempre tan prudente, ideó una figura jurídica desconocida en el derecho romano: la acusación por la autoridad. El párroco quedaba obligado a denunciar ante el obispo a cualquier feligrés sospechoso de herejía para que el prelado interrogara al acusado en una inquisito o pesquisa. Pero como muchos obispos eran personas ignorantes, apenas curas de misa y olla, ayunos de latines y teología, la Iglesia tuvo que crear una policía teológica especializada en descubrir al hereje y hacer que confesara su delito: la más pro- piamente llamada Inquisición. Santa Domingo de Guzmán consiguió que la empresa fuera confiada a la orden dominica por él fundada, dado que poseía lo's conocimientos teológicos necesarios y, al propio tiem- po, estaba libre de los compromisos monásticos de otras órdenes.
Los reyes colaboraron con la Iglesia en la represión de la herejía y dado que el Concilio de Letrán (1179) había prohibido que los clérigos mataran a sus semejantes, era el gobernador civil el que oportuna- mente se encargaba de quemar al hereje en la plaza pública.
Esta Inquisición antigua, que llamaremos pontificia, actuó en Francia, Alemania, Italia, Polonia y Por- tugal. En España, se circunscribió al reino de Aragón.
Los Reyes Católicos resucitaron la institución como tribunal eclesiástico al servicio de la religión. En realidad, era un instrumento represivo al servicio del absolutismo real. No actuaba en nombre de la Iglesia, sino del rey. Todos sus documentos comienzan por la fórmula «Su Majestad manda....». Los inquisidores eran elegidos y pagados por la corona, aunque teóricamente fueran delegados del papa, del que recibían facultades canónicas omnímodas.
Otras inquisiciones actuaron en Europa, a veces más severamente que la española. ¿Por qué, enton- ces, la fama de la nuestra? Porque ninguna Inquisición europea duró tanto. Mientras que nuestros vecinos de continente suprimieron sus tribunales religiosos a lo largo del siglo XVII, España, parece mentira, mantu- vo el suyo hasta bien entrado el siglo XIX. Su solitaria actuación en épocas en que los derechos humanos comenzaban a ser tímidamente reconocidos le granjeó la pésima fama que aún arrastra.
Con esto queda defendida la Inquisición española hasta don de puede defenderse. Porque defensa tiene; lo que no tiene es disculpa. Solamente falseando la verdad puede disculparse una maligna institución, un tribunal en el que el acusador y el juez son la misma persona, en el que las funciones policiales y judicia- les se confunden, en el que el acusado desconoce los cargos que hay contra él; una institución que, con el pretexto de orientar al descarriado para salvar su alma, lo persigue, lo arruina y puede condenarlo a muerte en nombre del dulce Jesús.
El primer pretexto de la Inquisición fue resolver el problema judío. El escéptico lector habrá advertido que en la Europa actual, cuando los excesos del capitalismo generan malestar social, los nativos la toman con los emigrantes extranjeros, especialmente si tienen la piel oscura y cocinan con aceite. En otras épocas, cuando algo marchaba mal, el chivo expiatorio era el judío. A finales del siglo XIV, las masas urbanas des- heredadas andaban hambrientas y mohínas, y el ambiente se fue caldeando hasta que estalló en 1391.

Ciertos predicadores populares acusaron a los judíos, en su condición de asesinos de Cristo, de causar todas las desgracias, y el sencillo pueblo, que en tiempos predemocráticos recibía el nombre de chusma, se inflamó y asaltó las juderías para robar, asesinar y violar a sus pobladores. Aterrados, miles de judíos apos- tataron de su religión y abrazaron el cristianismo; en algunos casos, para escapar de una muerte probable, y en otros, con la esperanza de que en lo sucesivo los dejaran vivir en paz. La sencilla ceremonia del bautis- mo era, para ellos, un salvoconducto.
Los conversos de aquel año fueron tantos que los cristianos de pura cepa, los de toda la vida, nunca los asimilaron. Además, sospechaban que sus conversiones no eran sinceras. El pueblo no los perdió de vista y los llamó, con desprecio, marranos.
Parte de los conversos rompieron los tenues lazos que los ligaban a su antigua religión y, en el plazo de un par de generaciones, se diluyeron en la sociedad cristiana. Otra parte se acomodó a una doble vida: en público, iban a misa y observaban los preceptos del cristianismo, pero en secreto se mantenían fieles a la religión mosaica. Estos criptojudíos serían el pretexto para establecer la Inquisición, su razón de ser ofi- cial (ya queda dicho que la verdadera fue de orden político).
El impacto social de los conversos fue tremendo. Al equipararse a la sociedad cristiana como ciuda- danos de pleno derecho, muchas puertas que hasta entonces no habían soñado traspasar quedaron abier- tas. Libre de trabas, el judío emprendedor y laborioso, escapaba del encierro de la judería y escalaba rápi- damente puestos relevantes en la sociedad cristiana. Muy pronto, los cargos en la administración, en la judicatura, en la universidad, las canonjías y hasta las sedes episcopales se llenaron de antiguos judíos o de sus descendientes; también en la banca y el mundo de las finanzas. Muchos potentados descendientes de conversos emparentaron con la aristocracia. Entonces, como ahora, existían grandes títulos nobiliarios venidos a menos a los que no quedaba más patrimonio que el lustre del apellido. Entonces, como ahora, el gran pecado de la alta burguesía española consistía en aspirar a ingresar en la aristocracia. El trapicheo matrimonial entre aristócratas sin blanca y conversos ricos fue muy intenso, más en Aragón que en Castilla. Los más altos linajes del reino emparentaron con conversos. Incluso el propio Fernando el Católico era nieto de una judía.
¿Cuál pudo ser el origen de esa especial aptitud de los judíos para el ascenso social? Probablemen- te, la instrucción: mientras que los cristianos descuidaban la educación de sus hijos, y la inmensa mayoría de la población, incluidos muchos nobles, se mantenía rigurosa y hasta honrosamente analfabeta, los judí- os, incluso los más pobres, apreciaban la instrucción y cuidaban de que sus hijos aprendieran a leer, a es- cribir, a contar. Luego, procuraban guiarlos hacia profesiones bien remuneradas, como el comercio o la medicina.
La súbita promoción social de la minoría había generado en el pueblo llano el resentimiento que nace de la envidia. La palpable evidencia de que la conversión al cristianismo había favorecido a los judíos dio paso a la sospecha de que había sido dictada por el oportunismo, de que no podía haber sido sincera. Se divulgó la especie de que todos los conversos, especialmente los ricos, seguían practicando el judaísmo en la clandestinidad. De este modo, la envidia se disfrazó de celo religioso, y los cristianos de pura cepa pudie- ron justificar su rencor. Quizá esta circunstancia explique la indudable popularidad de que gozó la Inquisi- ción. Los descendientes de conversos, quizá medio millón de personas, en su mayoría cristianos sinceros, se convirtieron automáticamente en sospechosos.




CAPÍTULO 47

Alguaciles, tormentos, sambenitos


Ya hemos visto que España se gobernaba por una serie de ministerios o consejos. El de la Inquis i- ción era uno de ellos, con el inquisidor general a la cabeza, asistido por un tribunal de apelación, la Supre- ma, dos de cuyos seis miembros pertenecían también del Consejo de Castilla, el máximo organismo políti- co. La Suprema, además de tribunal, era un puntilloso consejo de administración, que vigilaba al céntimo los ingresos y los gastos.
Del Consejo de la Inquisición dependían varios tribunales provinciales, con sus inquisidores, sus se- cretarios, sus escribanos, sus alguaciles, sus carceleros y sus criados. Además de estos funcionarios de plantilla, la Inquisición disponía de numerosos colaboradores voluntarios, es decir, delatores, denominados familiares de la Inquisición. Casi todos eran gente humilde, y estaban tan orgullosos de su vil cometido que hasta se hacían esculpir el emblema de la Inquisición sobre el dintel de sus casas, como una ejecutoria de nobleza. Ser delator de la Inquisición confería honor y prestigio. El familiar, además, no estaba sujeto a la jurisdicción ordinaria. Si delinquía, sólo la propia Inquisición podía procesarlo.
El sistema procesal se basaba en el secreto. Los alguaciles de la Inquisición detenían al sospechoso y lo incomunicaban en un calabozo. No se le daba ninguna pista que pudiera orientarlo sobre la persona que lo había denunciado ni sobre el delito del que se le acusaba. Solamente se le permitía que escribiese una lista con los nombres de personas que pudieran desear perjudicarlo, pero esta garantía era relativa, porque, a menudo, el denunciante resultaba ser un amigo envidioso, un pariente interesado o un vecino del que jamás se hubiese sospechado.
El paso siguiente era la confesión general del detenido, al que no se le facilitaba pista alguna sobre el delito del que se le acusaba. Muchos detenidos revelaban delitos de los que el inquisidor no tenía noticia, que engrosaban el sumario. Si se negaba a declarar o se empecinaba en declararse inocente, se le podía someter a tortura. Los acusados sometidos a tortura revelaban no sólo sus presuntos delitos, sino incluso otros que no habían cometido, cualquier cosa para que el interrogador se diera por satisfecho y suspendiera la sesión de tormento.
Las sentencias eran de reconciliación (castigo) o de relajación (muerte). Los reconciliados podían ser de levi, cuando el delito era leve, o de vehementi, si era grave. El procesado de vehementi tenía que andar- se con mucho cuidado en lo sucesivo. Si reincidía, podían condenarlo a muerte.
Las penas impuestas por el tribunal eran muy variadas: abjuración pública y solemne de los pecados; multa o confiscación de bienes; prisión, destierro, azotes, remar en las galeras del rey, o la muerte.
Las penas de muerte se aplicaban mediante el delicioso eufemismo de «relajar al brazo secular»; es decir, la Iglesia no mataba, lo que hubiese sido contrario a sus enseñanzas, sino que transfería sus reos al Estado para que éste los ejecutara.
Al principio, todas las ejecuciones se cumplían en la hoguera, pero más adelante se impuso la piado- sa costumbre de estrangular al reo y quemarlo ya muerto (excepto cuando el reo era contumaz y se negaba a reconciliarse con la Iglesia; al que se mantenía en sus trece, lo quemaban vivo).
Cada cierto tiempo, el tribunal celebraba un auto de fe, una especie de ceremonia religiosa, pero también teatral, al gusto de los tiempos. Sacerdotes, frailes y autoridades locales acompañaban a los reos en solemne procesión desde la cárcel a la plaza pública, en la que se había dispuesto un estrado adornado con colgaduras y altares portátiles. Allí, en presencia de una muchedumbre de curiosos, llegados incluso del campo y de lugares vecinos para presenciar el espectáculo, los reos se reconciliaban con la Iglesia o eran condenados a muerte y ejecutados, cada cual según su caso.
Los solemnes autos de fe contaban con el aplauso del respetable, pero salían tan caros, entre tabla- dos, ropones, colgaduras, cera y dietas, que a partir del siglo XVII se celebraron muy pocos y siempre coin- cidiendo con las conmemoraciones más importantes de la corona. En 1632 se celebró el feliz parto de la reina con un auto de fe, en el que figuraron cincuenta y siete sentenciados, de los que siete fueron quema- dos.




CAPÍTULO 48

Devoción privada y morcillas públicas


El ambiente de sospecha y delación que envenenó la sociedad española acabó viciando la vida de los pueblos. Cada cual espiaba a sus odiados o envidiados vecinos o enemigos por si los sorprendía en algún desliz que pudiera interesar al Santo Tribunal. El complejo tinglado inquisitorial satisfizo la comezón del vicio nacional de la envidia, del dolor por el bien ajeno. Incluso circularon profusamente panfletos, llama- dos Libros verdes, en los que se censaban familias nobles, o simplemente adineradas, contaminadas con sangre judía. Escudriñar la tara en el honor del vecino o del pariente odiado se trasformó en rutina; la difa- mación, en un hábito, y el miedo al qué dirán, en una obsesión.
En una comedia de Lope de Vega aparece un filósofo horaciano que alaba la vida retirada, pero con- tinúa residiendo en la corte. Alega, para justificar su contradicción, que en los lugares pequeños no se pue- de ser libre, dado que el vecindario observa maliciosamente todos los actos e intenciones. Por eso, él prefie- re vivir en lugar donde pueda pasar inadvertido. Una conclusión que, a cuatro siglos de distancia, todavía suscribirían muchos españoles, al menos los que sienten que en lugares pequeños y vecindades cerradas subsisten hábitos inquisitoriales, y la gente propende a entrometerse en la vida del prójimo. Para que se vea cuánto arraigó la Inquisición.
En el capítulo siguiente, cuando hablemos del Siglo de Oro, tendremos ocasión de explayarnos sobre la obsesión nacional por la pureza de sangre, la limpieza de sangre. Prosigamos ahora con la Inquisición.
El ciudadano que no acataba los dogmas y principios de la Iglesia con fe de carbonero corría peligro de arder en la hoguera. El que quería mantenerse libre de sospecha no sólo tenía que ser cristiano legítimo, sino, además, parecerlo, es decir, exhibir su atuendo más descuidado los sábados y alardear de afición al cerdo. La ingestión pública y notoria de carne de cerdo era la mejor prueba de cristiandad, puesto que resul- taba un animal abominable tanto para moros como para judíos. Quizá ello explique que, en la España tradi- cional, la matanza del cochino se convirtiera en una fiesta familiar, ruidosa y exhibicionista, al aire libre, a la vista de los vecinos, y a menudo seguida de reparto de preseas porcinas entre parientes y amigos. Cada humeante morcilla estofada de piñones o cebolla es una profesión de fe: «Soy cristiano sin tacha; mi manjar es el cerdo.» ¿Y cuál es la suprema golosina de las reposterías de los conventos? El tocinillo de cielo.
En sus cuatro siglos de vida, la Inquisición fue adaptándose a las cambiantes condiciones de los tiempos. Al principio, con la euforia de la novedad, recién abierta la veda del converso, llegaron a funcionar veintitrés tribunales, que se cebaron en el inmenso coto de antiguos judíos, casi siempre ricos, a los que confiscaron los bienes y condenaron alegremente a la hoguera. Con ello se alcanzaron tres objetivos: uno político, otro económico y un tercero social. El político fue la aniquilación de una minoría conversa, empa- rentada con la nobleza, que frenaba el absolutismo real; el económico, las saneadas sumas que el rey y la propia Inquisición percibían de las confiscaciones; el social, porque la desgracia del odiado converso satis- facía al pueblo llano. Los partidarios de la lucha de clases saben que no hay mayor consuelo para el humil- de que la desgracia del poderoso, aunque a él no le reporte beneficio alguno.
Al principio, el negocio inquisitorial marchaba viento en popa, pero luego comenzó a decaer debido a la sobreexplotación de los recursos. Muchos conversos sucumbieron en las hogueras, pero otros, viéndolas venir, transfirieron su dinero al extranjero, hicieron la maleta y pusieron tierra por medio. De los que emigra- ron a diversos lugares de Europa, la mayoría demostró que era cristiana sincera, puesto que en ambientes de libertad religiosa, alejados de toda coacción, se mantuvo fiel a la religión de Cristo.
En cuanto a los judíos oficiales, contra los que la Inquisición no tenía potestad, ya hemos visto que en 1492 fueron expulsados de España por decreto. Las consecuencias fueron desastrosas. El rey Fernando, nada versado en los arcanos de la economía, no pudo prever que su medida repercutiría negativamente: a corto plazo, agotó el manantial de los judaizantes de los que se nutría la Inquisición; a largo plazo, perdió un activo económico importante, representado por la comunidad judía. Tener súbditos judíos resultaba rentable tanto para las monarquías cristianas como para el Gran Turco. Este interés crematístico, y no los sentimien- tos humanitarios, explica que tantas veces nobles y eclesiásticos hayan protegido a sus súbditos judíos de las iras del populacho. Entre los judíos, abundaban expertos comerciantes y economistas, prósperos ban- queros por cuenta propia o del señor, hábiles artesanos y prestigiosos médicos (con los médicos, por cierto, Fernando hizo una excepción).

Quizá, si los Reyes Católicos no hubieran expulsado a los judíos y luego la Inquisición no hubiera perseguido a los conversos, el oro de América se habría quedado en España, creando riqueza y suminis- trando el activo necesario para industrializar el país. Esquilmar y aniquilar a los conversos ricos fue un buen negocio a corto plazo, pero a largo plazo constituyó una de las causas de la decadencia de España.
La Inquisición entró a sangre y fuego en el ubérrimo rebaño de los conversos. Los primeros inquisido- res, como eran nuevos en el oficio, se excedieron en su rigor y mandaban a los sospechosos a la hoguera después de juicios sumarísimos, sin garantía jurídica alguna y sin permitirles siquiera reconciliarse, es decir, mostrar arrepentimiento. En estos primeros procesos se calcula que un cuarenta por ciento de los procesa- dos terminaron en la hoguera. Diecisiete años después, la brutal sobreexplotación del coto converso aca- rreaba un brusco descenso de las capturas, consecuencia lógica de la disminución de las piezas, particu- larmente de las más rentables, los ricos, en los que se habían cebado preferentemente los tribunales.
La Inquisición tuvo que someterse a una radical reconversión y redujo sus tribunales a siete, a los que se añadirían, más adelante, los de Lima y México (1569), el de Cartagena de Indias (1610) y otros en Sicilia y Cerdeña. También disminuyeron las condenas a muerte, que se estabilizaron en un tres por ciento de las sentencias. Se calcula que, en sus tres siglos y pico de actuación, la Inquisición española ejecutó a unos veinticinco mil reos. Otras Inquisiciones europeas, que funcionaron menos tiempo, sobrepasaron cumplida- mente esta cifra.
La Inquisición invirtió medio siglo en aniquilar a la minoría conversa. Lo que no pudo erradicar fue la sangre judía que corría por las venas de al menos medio millón de españoles descendientes de conversos (la población total de España era de unos ocho millones). Habida cuenta de la sorprendente capacidad de los conversos para ascender por la cucaña social, seguía existiendo el peligro de que estos conversos, sospechosos de criptojudaísmo, recuperaran su antigua preeminencia. En el siglo xvi, la anexión de Portu- gal vendría como llovida del cielo porque la Inquisición renovó su coto de caza con la llegada a España de numerosos conversos portugueses, atraídos por el comercio con las Indias.
La historia restante de la Inquisición, que abarca tres siglos y pico, es la tortuosa y a veces patética andadura de un colectivo de funcionarios que lucha por mantener a toda costa su puesto de trabajo y, para conseguirlo, tiene que adaptarse al cambiante paso de los tiempos. Cuando las especies más rentables, es decir, los criptojudíos, se hayan extinguido, se ocuparán de otras hasta entonces despreciadas o inadverti- das: luteranos, iluminados, bígamos, sodomitas, blasfemos, hechiceros, etcétera, es decir, perseguirán a los humildes pececillos, sin desdeñar inmaduros, con tal de justificar su labor y ganarse la vida. Y se la ganaron a costa de ímprobos esfuerzos, pues, casi siempre, como cualquier burócrata real, estuvieron mal pagados. Ello explica que, con el tiempo, la Inquisición prefiriese la multa a los castigos corporales. En 1571 esta empresa estatal que aspiraba a mantenerse de sus propios recursos no tuvo inconveniente en sentarse a la mesa de negociaciones con los potenciales enemigos de la fe y redimir a los moriscos de las confiscaciones de bienes a cambio de un impuesto anual de cincuenta mil sueldos. Y en 1604, acordó. con el grupo con- verso portugués aplicar solamente penas espirituales a cambio de una crecida suma. Si esta actitud intere- sada se observa en las alturas, con mayor razón se dejaban tentar por el dinero los funcionarios subalter- nos, peor pagados, que alargaban el sueldo con sobornos y corruptelas, lo que, paradójicamente, alivió los rigores de los prisioneros.
Los comienzos del reinado de Felipe IV fueron malos para el Santo Tribunal. El Estado estaba en quiebra, bajaba el listón de los valores eternos y sentado con los herejes a la mesa de negociaciones, espe- culaba con las antes inalienables exigencias de la religión. El conde—duque de Olivares sustrajo a los con- versos de la Inquisición a cambio de una fuerte suma de dinero.
La Inquisición, si quería sobrevivir, no podía permanecer anclada en el pasado; debía evolucionar e incorporarse a los nuevos tiempos. Así lo hizo. Comenzó a cambiar condenas por multas y puso precio a los azotes, a los ayunos, a las penitencias y a los destierros. Los quemaderos se, convirtieron en una antigualla utilizada sólo de tarde en tarde para carbonizar a algún pecador insolvente. El hereje rico estaba a salvo siempre que se aviniese a satisfacer su cuota; las comunidades se protegían colectivamente con el impues- to revolucionario.
El número de los procesos descendió notablemente. Aquel celo vengador que dos siglos antes había exterminado a la judería, se trocó en rutina y almoneda. La caída del conde—duque de Olivares devolvió brevemente su esplendor a la Inquisición, pero los conversos importantes emigraron a países más toleran- tes. La Inquisición, privada otra vez de sus mejores piezas, tornó a rebañar su sustento multando herejías y errores de menor cuantía.
El siglo XVIII, llamado de las Luces, el siglo que deslinda religión y derecho (es decir, pecado y deli- to), es también el del acoso y derribo de la Inquisición. El Santo Tribunal era un edificio enorme lleno de achaques, pálida sombra de lo que fue antaño. En la primera mitad del siglo, sólo quemó a ciento once personas y reconcilió a otras mil y pico. En la segunda mitad, los relajados no llegaron a quince, casi todos por motivos políticos más que religiosos. Son cifras exiguas si las comparamos con las del período prece- dente. Es que el monstruo, aplastado por su propio volumen, esclerotizado por la edad y los achaques,

estaba ya para poco. Los tribunales se limitaban a reprimir a blasfemos, bígamos y solicitadores (es decir, clérigos propensos al acoso sexual): delitos contra la moral, no contra la fe. En las altas esferas del poder, el ambiente era desfavorable a la Inquisición. Los ministros ilustrados eran racionalistas, franceses, realistas: que cada ciudadano piense lo que quiera con tal de que permanezca fiel a la corona y pague sus impues- tos. Es decir, más o menos como ahora.
La Inquisición se convirtió paulatinamente en un tribunal de represión de delitos políticos, lo que de- nominaban «proposiciones liberales», las que la Revolución francesa sembraba en Europa. Además, ejerció una severa censura moral. Sus esbirros examinaban la mercancía procedente de allende los Pirineos en busca de libros procazmente ilustrados (cuyos grabados licenciosos arrancaba y destruía), y de cajitas de rapé y relojes con dibujos o mecanismos pornográficos. Incluso confiscaban los bustos de cera demasiado escotados de los escaparates de las peluquerías de Madrid. Minucias así.
A finales del siglo XVIII la Inquisición estaba en franca decadencia. Los poderes fácticos —rey, aristo- cracia, banqueros, intelectuales y barberos—, eran todos ilustrados, incluso lo eran muchos obispos y parte del clero. El obsoleto y herrumbroso mecanismo de la Inquisición chirriaba desagradablemente dentro de la maquinaria del Estado.
Durante la guerra de la Independencia, el tribunal del Santo Oficio fue, por fin, abolido tanto por los franceses que mandaban en media España como por los españoles que resistían en la otra media. Pero luego regresó el rey Fernando VII, el más vil de cuantos han ceñido corona en España, y restauró la Inquis i- ción para servirse de ella como policía política. La última víctima del Santo Tribunal, ajusticiada en agosto de 1826, fue el maestro de escuela Cayetano Ripoll, que se había declarado deísta naturalista.
La Inquisición fue definitivamente abolida durante la regencia de doña María Cristina el 15 de junio de 1834. Larra le compuso un epitafio: «Aquí yace la Inquisición: murió de vejez.»
Murió el tribunal, pero la polémica de si fue buena o mala sigue viva y coleando. ¿Fue la Inquisición culpable de la decadencia de las artes, o debemos achacarla a otras causas? ¿Es responsable del retraso científico y técnico de España respecto a Europa? Unos lo afirman, otros lo niegan, y después de dos siglos de polémica, los contendientes siguen abrazados en el centro de la lona, morados de golpes, sin que el árbitro sepa a quién corresponde la victoria.
Parece cierto que a finales del siglo XV España era, desde el punto de vista científico, uno de los paí- ses más adelantados de Europa y que después, en el siglo siguiente, cayó en una especie de letargo inte- lectual, se cerró a cal y canto, y se marginó de las corrientes del progreso. En 1559, Felipe II prohibió que los españoles estudiaran en otros países. Los agentes inquisitoriales impedían la entrada de libros de pen- samiento en España, pero, a pesar de ello, el tribunal prohibía menos que otros organismos censores de Europa. Probablemente, la decadencia nacional no sea imputable a una labor directa de la Inquisición, sino al ambiente enrarecido por los problemas políticos y sociales. Lo que ciertamente adjudica parte de la res- ponsabilidad al Santo Oficio.
Durante siglos, la Inquisición mantuvo amordazado el pensamiento español, más que por la censura directa por la autocensura, que fue aún más dañina. En 1523, el humanista Luis Vives profetizaba: «Ya nadie podrá cultivar las buenas letras en España sin que al punto se descubra en él un cúmulo de herejías, errores, de taras judaicas [...].» Esto ha impuesto silencio a los doctos.» Un siglo después, el padre Mariana recomendaba jesuíticamente al intelectual doblegarse a las exigencias del ambiente.
Los intelectuales no podían expresarse libremente; los artistas figurativos, tampoco. Los pintores y escultores quedaron confinados al Nuevo Testamento, mientras sus colegas extranjeros vivían días de vino y rosas en las verdes Arcadias de la mitología pagana. La consigna inquisitorial, que las imágenes no se pinten ni adornen con procaz hermosura, era de obligado cumplimiento. Menos encarnadura y más sangre redentora; menos brocados y más trajes talares, tome ejemplo del maestro Zurbarán. A la Magdalena le interpusieron un biombo de cabellos; el desnudo quedó relegado al sacro pretexto de los san Sebastianes y a los despellejamientos de san Bartolomé. Las diosas en cueros, los faunos y las ninfas se desterraron a su Italia natal; allá el pontífice con su conciencia. El desnudo glúteo quedó limitado a sus expresiones menos comprometidas, los asexuados angelitos que sostienen el nuboso soporte de las Inmaculadas. La excepción fue la Venus velazqueña, con esos hoyuelos sugerentes que se le forman en la rabadilla, los cinco centíme- tros cuadrados más gloriosos de la pintura universal, dicho sea salvando gustos.




CAPÍTULO 49

¿Somos moros?


Hace años, cuando, después del fallecimiento de Franco y tercera Restauración borbónica, floreció el cantonalismo autonómico y España pasó a llamarse el país o el Estado, y sus regiones, históricas o no, se constituyeron en naciones que aspiraban a sacudirse la tiranía del poder central, surgió cierto movimiento autonomista en el sur que reivindicaba como seña de identidad el origen árabe de los andaluces. Aquella majadería ya está casi olvidada, aunque todavía florezcan grupúsculos de neomusulmanes que trocan sus nombres de pila, Sebastián, José, Paquita, por Abderramán, Mohamed o Aixa. La onomástica, ya se sabe, va a gustos, como todo lo demás, historia incluida.
En realidad los andaluces tienen de moros tanto como los gallegos, los catalanes o los vallisoletanos. Ya hemos visto que, durante la larga vecindad de los ocho siglos de España islámica, los musulmanes to- maron frecuentemente esposas cristianas. Estos enlaces contribuyeron a la diversidad racial de la población islámica, pero como la ley islámica prohíbe el enlace de musulmana con cristiano bajo pena de muerte, el proceso inverso se produjo sólo muy raramente. Por otra parte, la rica convivencia y provechosa vecindad que cristianos y musulmanes mantuvieron durante los primeros siglos de al—Andalus quedaron interrumpi- das cuando las comunidades mozárabes desaparecieron de tierras musulmanas debido a la emigración a las tierras cristianas del norte o a la deportación a Marruecos forzada por los almohades.
Luego, vino la conquista de media Andalucía en sólo veinticinco años. Alfonso VII había fracasado en esta empresa porque cometió el error de dejar población musulmana a su espalda. Fernando III escarmentó en cabeza ajena y vació de moros, literalmente, el valle del Guadalquivir. A medida que avanzaba, expulsa- ba a los moros y repoblaba las ciudades desiertas con colonos cristianos traídos del norte. Las casas, las alquerías y los campos se entregaban a los colonos gallegos, castellanos, vascos... Los moros expulsados se establecían en tierra musulmana, de donde, a los pocos años, nuevamente los desalojaba el avance cristiano.
Las morerías o barrios moros que Fernando III dejó atrás eran insignificantes, apenas un par de do- cenas de vecinos donde antes hubo muchos miles. De los escasos moros que quedaron atrás, Alfonso X expulsó a muchos después de la rebelión de 1264. Unos se acogieron a la superpoblada Granada; otros, bastantes, pasaron al Magreb. El historiador González Jiménez ha calculado que a finales del siglo XV sólo quedaban en toda Andalucía unas trescientas veinte familias mudéjares.
¿Y los moros de Granada? También tuvieron que abandonar la ciudad para establecerse en las Alpu- jarras. Durante las negociaciones, los Reyes Católicos habían prometido respetar su religión y sus costum- bres, pero en cuanto ocuparon el reino olvidaron el trato. Al poco tiempo, enviaron misioneros y predicado- res a evangelizar a los musulmanes y, en vista de los escasos resultados, los convirtieron por decreto. Los que se resistieron fueron expulsados del país en 1502. Las mezquitas se transformaron en iglesias.
La inmensa mayoría de los moros optaron por fingir que se convertían ante la perspectiva de perder sus bienes y arrostrar un incierto futuro en el norte de África. Aquella conversión en masa planteó grandes problemas a la Iglesia, que no disponía del clero necesario para catequizar a tanto converso. No obstante, los estabularon en los templos y los bautizaron en masa, a veces rociándolos con escobas mojadas en agua bendita. Cumplido el trámite, los moriscos regresaron a sus hogares y continuaron practicando en secreto la fe de sus padres. De este modo, una minoría de criptomusulmanes se agregó a la de los criptojudíos.
La Iglesia sabía que los conversos no habían sido instruidos en los dogmas cristianos. Por eso, les concedió una moratoria de cuarenta años, antes de que ingresaran, como el resto de los cristianos españo- les, en la jurisdicción inquisitorial. Mientras se cumplía ese plazo, la represión fue solamente cultural, con- centrada en el idioma, las costumbres y el atuendo. Sucesivas leyes fueron prohibiendo el uso del árabe, los trajes moriscos, los baños, la cocina sin cerdo, el baile, el folclore... Las más inocentes actividades parecían sospechosas al observador cristiano. Cuando había boda de moros, las puertas de la casa debían perma- necer abiertas para que la autoridad se asegurara de que no se entregaban a ritos prohibidos. En los alum- bramientos tenía que asistir una comadre cristiana por los mismos motivos. Y en los libros de bautismo, se señalaba el nacido con la nota morisco o moriscote.
Los aperreados moriscos vivían con la esperanza de que algún día diese la vuelta la tortilla. Con esa curiosa proclividad del árabe a creerse sus propias patrañas, muchos esperaban que el Gran Turco, en el

que creían como los niños creen en los Reyes Magos, desembarcaría algún día en España para liberarlos de la opresión cristiana; otros estaban convencidos de que un mítico e invencible caudillo, llamado Alfatim, reconquistaría el país a lomos de un caballo verde. (Estamos ya en el siglo XVI, cuando hasta los cristianos más crédulos confían más en la pólvora negra que en Santiago Matamoros.)
La situación llegó a ser tan intolerable que los moriscos se rebelaron en 1568, pero la guerra de las Alpujarras les fue adversa a pesar del apoyo del mundo musulmán, de los turcos, de los berberiscos y de la incordiante Francia. Bautizada y sometida, aquella minoría inasimilable y sospechosa continuó su tortuoso camino enquistada en el flanco de la sociedad cristiana, con una tasa de natalidad superior. Llegará el día, advertían los alarmistas, en que los moriscos serán más numerosos que nosotros y se harán otra vez con España sin disparar un tiro. Más o menos lo que hoy dicen a la vista de la creciente y lenta invasión de ciu- dadanos magrebíes que cruzan el Estrecho para establecerse en Europa.
¿Cómo resolver el problema morisco? Los más moderados se inclinaban por la expulsión, como an- taño se hizo con los judíos, pero Felipe II el Prudente ya había tenido ocasión de constatar en sus propias carnes lo desastrosa que había resultado aquella medida. Los moriscos eran excelentes agricultores, arte- sanos laboriosos, dóciles y frugales obreros y, lo más importante de todo, pagaban impuestos en un país donde, entre privilegios, fueros y franquicias, el ministro de Hacienda se las veía y se las deseaba para arrancar un miserable óbolo a la ciudadanía. La comunidad morisca, esa verruga peluda que afeaba la blanca epidermis de sus reinos, repugnaba a Felipe II, pero renunciar a los impuestos que pagaban le cau- saba una repugnancia aún mayor. Optó por mantenerlos.
Fue su hijo y sucesor, Felipe III, el que los expulsó. En unos pocos años, medio millón de moriscos abandonó España, lo que produjo los desastrosos efectos económicos que se preveían. Es posible que el fisco perdiera la mitad de los ingresos. Algunas provincias quedaron tocadas de ala por espacio de siglos, entre ellas Aragón, donde los moriscos suponían casi el cincuenta por ciento de la población agraria.




CAPÍTULO 50

El traspaso


Los Reyes Católicos habían planeado que su hijo Juan heredara un Estado fuerte, centralizado, mo- derno y aliado (por la política matrimonial) con todas las casas europeas, esto último para hacer la vida imposible a Francia, la gran enemiga de Aragón.
Pero el tiro les salió por la culata. Su heredero, el príncipe Juan, era de constitución más bien endeble y, por el contrario, la novia que le buscaron, Margarita de Borgoña, era una rubia fogosa, fortachona, salu- dable e inclinada a la gozosa coyunda, y se merendó al marido en unos meses. Los médicos de la corte, que veían al desventurado príncipe cada día más delgado, flojo de rodillas y con unas preocupantes ojeras cárdenas, se alarmaron y aconsejaron a la reina que los separara y les diera treguas, que la cópula tan frecuente era un peligro para el príncipe; pero Isabel, por algo llamada la Católica, les replicó: «Los hombres no pueden separar a quienes Dios unió con el vínculo conyugal.»
Si uno además de escéptico fuera desconfiado (que no lo es) pensaría que Margarita de Borgoña se cargó al príncipe a posta, para que las coronas de España recayeran en su familia. El caso es que aquella inoportuna muerte dejó a España en manos de la familia de Margarita, y el negocio monárquico de la Casa de Trastámara, tan española, se traspasó a la de Habsburgo, extranjera, también conocida como Austria. Para evitar confusiones será mejor que en adelante los llamemos Habsburgo—Austrias o, mejor todavía, Austrias a secas.
El escéptico lector quizá tenga oídos grandes elogios al poder y la grandeza de España bajo los Aus- trias. Es porque la historia la escriben historiadores apesebrados por los reyes y los políticos. Bien mirado, el traspaso de la cosa española a la Casa de Austria fue una calamidad nacional y trajo más daño que ga- nancia. España, por fin, culminada la Reconquista, con todo su incipiente y prometedor Imperio colonial, con sus buenos pastos, sus ovejas merinas, sus hierros vizcaínos, sus huertas lechugueras y sus ríos trucheros, cayó en manos de una familia extranjera, reyes rubios que ignoraban el idioma del país, que bebían cerveza en lugar de vino, que desconocían las costumbres españolas y que antepusieron sus intereses europeos a los de España. En el holding de los Austrias fuimos la empresa saneada, cuyos beneficios se utilizan para enjugar las pérdidas de otras empresas ruinosas. La diferencia es que España no sólo dio dinero, sino tam- bién la sangre de sus hijos, derramada en guerras absurdas, de las que, en cualquier caso, no iba a sacar ningún provecho.
Antes de proseguir quizá convenga recordar el origen de la Casa de Austria.
En la Edad Media, los Habsburgo habían sido una familia noble como tantas otras. Tenían unos esta- dos patrimoniales, un castillo y algunas tierras en Suiza, nada del otro mundo.
No eran casi nada los Habsburgo, apenas un puntito en el mapa de los principados alemanes, pero picaban alto. El mnemotécnico lema de la familia rezaba: AEIOU, es decir: Austria Estlmperari Orbi Univer- so. ¿Querían mandar sobre todo el mundo? ¿Y cómo esperaban conseguirlo? Tropas no tenían, o al me- nos, no las necesarias. Entonces, en la cama.

Bella gerant al¡¡, tu felix Austria nube
Nam quae Mars aliis, dat tibi regna Venus.

Es decir: «Deja las guerras a otros; tú, Austria feliz, cásate porque los reinos que a otros otorga Mar- te, a ti te los regala Venus.»
¿Van entendiendo ya que a lo mejor la muerte por consunción del príncipe Juan, tísico como la Tra- viata, no fue tan fortuita?
Eran listos estos Austrias, ¿eh? Casándose y heredando, hicieron su fortuna y crecieron. Entre bodas y alianzas, lograron hacerse con Austria, Hungría, Bohemia y, por supuesto, con España durante los dos siglos en que fue la nación más poderosa del globo, no a causa de ellos, como a veces se dice, sino más bien a pesar de ellos.

Regresemos ahora a los Habsburgo—Austrias. Sin necesidad de echar mano a enredados y no siempre fiables árboles genealógicos, los miembros de esta familia se distinguen por el inconfundible aire familiar de su mandíbula prognática, el labio inferior grueso y caedizo, y el superior retraído. Muchos de ellos presentan, también, la frente demasiado alta y los ojos espantados, pero esto es menos notorio. Du- rante siglos se casaron entre ellos —primos con primas, tíos con sobrinas y sobrinos con tías— , ignorantes de las funestas consecuencias de la consanguinidad, un abuso que acentuó los rasgos negativos hasta convertirlos en taras físicas (y en taras mentales). La degeneración culminó con Carlos II de España, nues- tro último Austria, un verdadero engendro, como veremos cuando le toque.
Otra característica familiar, quizá mero producto de la mentada consanguinidad, fue el carácter obse- sivo, las ideas fijas, la testarudez y, en sus grados más patológicos, la locura. Maximiliano, el suegro por partida doble de los Reyes Católicos y abuelo de Carlos V, no se separaba de su ataúd, ni siquiera cuando viajaba, y sostenía con él largas conversaciones.
Sí. Nuestros Austrias descendían de locos por las dos ramas, porque por la parte española, la de Isa- bel y Fernando, también los había habido. El más conspicuo, como su propio nombre indica, fue Juana la Loca, madre de Carlos V, aparte de que la influencia de la rama borgoñona mandibular y pirada afectaba también a las casas reales españolas desde hacía siglos. Recordemos que las hermanas de Alfonso VI, Teresa y Urraca, se casaron con dos príncipes de Borgoña. Un hijo de Urraca, Alfonso VII, fue ya prognáti- co, así como su nieto, Alfonso VIII de Castilla, el vencedor de las Navas. Luego, la marca familiar se trans- mitió a otros reyes de Castilla sin perdonar a la dinastía bastarda de los Trastámaras. Enrique II de Castilla, abuelo de Isabel la Católica, padecía acusado prognatismo, como se puede comprobar en su retrato fúne- bre de la catedral de Toledo, y no digamos Enrique IV el Impotente, el de las «quijadas luengas y tendidas de la parte de ayuso». Con tantas bodas cruzadas, los Trastámaras volvieron a reforzar el prognatismo de los Austrias. Doña Leonor, hija de Enrique II, se casó con Eduardo 1 de Portugal, que fue abuelo de Maximi- liano de Austria, abuelo, a su vez, de nuestro Carlos V. Por lo tanto, Carlos V heredaría el defecto por dupli- cado, ya que, además, era nieto de Isabel la Católica y biznieto de Juan II. ¿Me siguen?
Lo curioso de la tara prognática es que parece consustancial a la historia de España, porque también se transmitió a los Borbones, como en su momento se verá.
Carlos V, el hijo de Juana la Loca, se parecía más al padre, Felipe el Hermoso. Tiraba a pelirrojo, y su mandíbula inferior era de tal calibre que no podía encajarla al masticar, ni cerrar la boca en reposo. En una visita a Calatayud, un caballero se le acercó para aconsejarle, con socarronería aragonesa: «Mi señor, ce- rrad la boca, que las moscas de este reino son traviesas...» Carlos procuró disimular este defecto dejándose crecer la barba, y sus pintores de cámara echaron fantasía a sus pinceles para mitigar el desaguisado. No obstante, basta echar una ojeada a cualquiera de los retratos de Tiziano para advertir la descomunal quija- da. Los cortesanos, aduladores, se dejaron barba también, se aficionaron a la cerveza y se esforzaron por descifrar el habla ceceante, casi ininteligible, del emperador.
Fue Carlos un hombre vitalista, a la manera alemana; gran glotón, gran bebedor y aficionado a las mujeres, tanto a las de alta como a las de baja condición. Y culito que veo, culito que deseo, si una mujer le caía en gracia. ¿Querrán ustedes creer que preñó a la viuda de su abuelo Fernando el Católico? Hay que alegar, en su descargo, que la viuda era una francesa bastante atractiva, y en su punto exacto de sazón, con veintinueve años recién cumplidos, y que Carlos tenía diecisiete y un hervor en la sangre. Además, su abuelo Fernando, antes de morir, le había recomendado en una carta que cuidara de ella «y la tendréis donde pueda ser remediada de todas sus necesidades» (probablemente, Fernando estaba pensando en otras necesidades). El caso es que Carlos se prendó de su abuelastra y se hizo construir un puente de ma- dera que cruzaba la calle desde su residencia a la de Germana, en Valladolid. De este trato familiar, nació una hija, a la que cristianaron como doña Isabel y a la que algunos documentos titulan infanta de Castilla.
También fue Carlos muy viajero: «Nueve veces fui a Alemania, seis he pasado a España, siete a Ita- lia, diez he estado aquí en Flandes; cuatro, en paz y en guerra, he estado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos contra África... todas las cuales son cuarenta [...]. He navegado ocho veces el Mediterráneo y tres el Océano [...]. Doce veces he padecido las molestias y los trabajos del mar.»
Carlos I de España y V de Alemania había heredado España por parte de madre, y por parte de pa- dre, los dominios de la Casa de Austria, es decir, los Países Bajos, Austria y el sur de Alemania.
Eran muchos lugares, cada uno con su conflicto, donde gastar los hombres y recursos de España. Carlos V se educó en los Países Bajos y ya había cumplido diecisiete años cuando llegó a España.
Por cierto que desembarcó en Tazones, no lejos de Villaviciosa, y los navíos que lo traían causaron alarma
y conmoción entre los lugareños, pues los tomaron por piratas. No iban muy descaminados los rústicos: el numeroso séquito de rubios borgoñones que acompañaba a Carlos venía dispuesto a llenar la bolsa en España. A poco, ya tenían copados los más altos cargos de la administración. El monarca no se quedaba atrás: hizo saber a sus súbditos que necesitaba dinero. Las Cortes de Castilla, Aragón y Cataluña aflojaron la bolsa sin entusiasmo. La mano derecha del emperador era Guillermo de Croy, el señor de Chiévres, cuyo apellido flamenco fue inmediatamente castellanizado por Chevres y traducido por Cabrito. Este hombre

rapaz se hizo muy pronto paradigma de la riza borgoñona, a la que se atribuía la creciente escasez de mo- nedas de oro que padecía el país. El pueblo hizo un chiste de su propia desgracia y saludaba en verso a los cada vez más raros ducados de a dos.

Líbreos Dios, ducado de a dos,
que el señor de Chevres no topó con vos.

Después del primer ordeño y antes de que se cumpliera el plazo establecido, Carlos necesitó más di- nero porque los alemanes lo habían elegido emperador del Sacro Imperio romano germánico, y vestir el cargo conllevaba gastos cuantiosos (especialmente, sobornos a los príncipes electores). España, sobre todo Castilla, volvió a aflojar la bolsa.
En los tiempos de que estamos tratando, el Sacro Imperio, del que ya hablamos páginas atrás, era un club exclusivo, cuyos miembros eran las cabezas de un enjambre de dinastías reinantes en los minúsculos reinos y señoríos del territorio imperial. Abarcaba Alemania y sus zonas limítrofes, Austria, parte de Checos- lovaquia y Francia, Suiza, Países Bajos y la mitad superior de Italia. Los miembros del club, es decir, los príncipes electores, urdían toda clase de intrigas y pactos para ver cuál de ellos resultaba elegido. En la rebatiña por los votos, los muñidores al servicio de los diferentes candidatos no descartaban las más sucias maniobras: el soborno, el chantaje, la prevaricación, el pucherazo y la componenda. De hecho, algunos príncipes venidos a menos casi vivían de estos corretajes.
España nunca fue territorio imperial. Sin embargo, como estamos viendo, en dos ocasiones distintas, dos reyes aparentones la sangraron para atender sus ambiciones u obligaciones imperiales. El primero fue Alfonso X el Sabio, quien, en lugar de terminar la obra conquistadora del padre, malgastó los recursos de la agotada Castilla en sufragar su candidatura imperial. A la postre, no le sirvió de nada, porque el papa lo dejó tirado. El segundo fue Carlos 1. Por cierto, después de que él rompiera los dientes a nuestros antepasados por pretender que la corona de España fuera más importante que la imperial, los dóciles españoles hemos aprendido a conocerlo más como Carlos V, su título imperial, que como Carlos 1, el título español.
Pues bien, Carlos V resultó elegido, para desgracia nuestra, y como era tan novelero y tan lector de libros de caballerías, se tomó a pecho el cargo y, en su papel de protector de la Iglesia católica, no vaciló en sacrificar los intereses de España a los del Imperio romano germánico, financiando con dinero y sangre españoles una costosa e inútil campaña contra el protestantismo que se extendía por Alemania como una mancha de aceite.
El Imperio (en alemán Reich) fue siempre un asunto esencialmente alemán. Por eso, en el siglo XIX, cuando Alemania dejó de ser una federación de principados para constituirse, por fin, en Estado soberano, se denominó pomposamente Segundo Imperio, es decir, Segundo Reich, el que arremetió contra media Europa en la primera guerra mundial. Y Adolfo Hitler instituyó el Tercer Reich, que arremetió contra medio mundo unos años después. Con los fervientes deseos de que nunca haya un Cuarto Reich cerramos este capítulo y regresamos a Carlos V, es decir Carlos I, al que dejamos aguardando con el belfo caído.




CAPÍTULO 51

Los comuneros con su bandera roja


Cuando Carlos pretendió extirpar nuevos impuestos del bolsillo de España para sufragar los gastos de su elección imperial, las Cortes se mostraron más reticentes. El flamenco tuvo que sobornar a unos dipu- tados y amenazar a otros para conseguir que le votaran el nuevo subsidio. Con todo, algunas ciudades se negaron en redondo a aflojar la bolsa, a pesar del resultado de la votación, y hasta lincharon a algún diputa- do. Las cosas se ponían feas. Mientras Carlos iba a recibir el Imperio, España se alzaba en armas.
En Castilla, los representantes de algunas ciudades, los comuneros, decidieron destronar a Carlos y devolver la corona a su madre, Juana la Loca, que vivía su demencia, retirada del mundo, en Tordesillas. Los comuneros constituyeron una milicia ciudadana que tomó como enseña el pendón rojo de Castilla. (La Segunda República española sustituyó una de las dos franjas rojas de la bandera borbónica por otra mora- da en recuerdo de los pendones comuneros, pero se equivocaron de color.)
Juana la Loca rechazó el trono que le ofrecían. No quería malquistarse con su hijo, al que apenas co- nocía. Los nobles, por su parte, no movieron un dedo por el emperador, molestos como estaban porque los había postergado en favor de los flamencos. Solamente cuando vieron que el movimiento comunero iba adquiriendo un preocupante cariz revolucionario y podía caer en manos de agitadores sociales que fueran contra sus intereses de clase, constituyeron un ejército nobiliario que derrotó a los rebeldes en la batalla de Villalar. Es curioso cómo se repite la historia. Unos siglos después, el desmadre de otro frente popular aca- rrearía la caída de otros comuneros que intentaban liberar al país de los abusos de una monarquía corrupta. El pueblo es que no aprende nunca.
Los caudillos comuneros —Padilla, Bravo y Maldonado fueron decapitados, el país quedó pacificado y el poder real robustecido. Las ciudades seguían gozando de cierta autonomía bajo la atenta supervisión del corregidor o gobernador real. Aparte de esto, todo quedó como estaba. Los nobles siguieron sin pagar impuestos y el pueblo continuó pagándolos con creces y aumentos, lo que, a la larga, impidió el desarrollo de una burguesía comercial y de una industria emprendedora, un fenómeno que la modernidad estaba im- pulsando en otros países europeos.
El Imperio tenía sus servidumbres. Del emperador se esperaba que defendiese a la cristiandad, esa vaga sombra de unidad europea alentada por los papas sobre el lejano recuerdo del Imperio romano. Ale- mania era un mosaico de principados cuya tutela ejercía Carlos en su condición de emperador. El lutera- nismo se estaba extendiendo rápidamente por aquellas tierras. Carlos se creyó en la obligación de reprimir la herejía y mantener el Imperio dentro de la obediencia a la Iglesia de Roma. Por lo tanto, tomó sobre sus hombros la tarea de combatir a los príncipes protestantes. Además, en su calidad de paladín de la cristian- dad, acató la tarea de contener la expansión de los turcos por el Mediterráneo. Todo ello con dinero espa- ñol, en especial castellano, naturalmente.
Carlos implicó los recursos españoles en una guerra larga y costosísima, y a la postre, fracasó, pues tuvo que otorgar libertad religiosa a los principados imperiales. Además, involucró a España en una larga contienda con Francia por un territorio ajeno a los intereses españoles, el ducado de Borgoña. El escenario de la guerra fue principalmente Italia, donde los franceses fueron derrotados en Pavía y su rey, Francisco 1, cayó prisionero. El francés se comprometió, entonces, a entregar a Carlos el ducado de Borgoña y el Mila- nesado, en el norte de Italia, pero en cuanto se vio libre, incumplió lo tratado. Nuevamente se encendió la guerra, y las tropas de Carlos V, entre las cuales, además de españoles e italianos, se enrolaban regimien- tos de mercenarios alemanes y suizos, los famosos lansquenetes (muchos de ellos protestantes), asaltaron y saquearon Roma, aliada del francés. Es il sacco di Roma, un sonado y sangriento episodio en el que no faltaron monjas violadas, sacerdotes destripados, iglesias saqueadas, las pinturas de Miguel Ángel en la capilla Sixtina dañadas por graffiti hechos a punta de alabarda, etcétera. Al protonotario pontificio, que era de Jaén, lo colgaron de sus partes nobles para que revelara el escondite de los tesoros del pontífice, pero él murió sin soltar prenda, con un par.
En el Mediterráneo, la guerra contra los turcos fue menos afortunada. Desde sus bases en el norte de África, los corsarios berberiscos atacaban y saqueaban el comercio español y los pueblos del litoral. Uno de los caudillos piratas, Barbarroja, incluso se apoderó de Argel. Carlos V contraatacó, conquistando Túnez,

pero fracasó en otra expedición contra Argel, que quedaría en manos de los piratas y seguiría siendo un peligro para los intereses españoles.
España, especialmente Castilla, se despoblaba mientras sus tropas se multiplicaban para intervenir en todos los conflictos: no sólo había que colonizar América, lo que, después de todo, podía considerarse una empresa rentable, sino suministrar tropas y recursos para las múltiples campañas europeas: Italia, Ale- mania, los Países Bajos y cuatro guerras contra Francia, herencia de los conflictos por el reino de Nápoles.
Así fue como España, sin comérselo ni bebérselo, acabó identificándose con el Imperio europeo de los Austrias, un pozo sin fondo que continuamente demandaba oro y sangre. A las Cortes, tras la derrota de los comuneros, no les había quedado fuerza para imponer sus derechos. El rey ignoraba las súplicas de los representantes del pueblo.
A algunos lectores menos escépticos les puede parecer que, aunque los Austrias fueran extranjeros, a la postre, se hicieron más españoles que nadie, y aquí se quedaron, pues Carlos V murió en Yuste, y Felipe II, su hijo, en El Escorial. También cabría considerar que los Austrias se instalaron aquí por interés, porque España, y especialmente Castilla, era la mejor finca del holding familiar, la situada más estratégica- mente, la más cómoda y rentable, y desde luego, la más dócil.




CAPITULO 52

Dios y rey


Aquella España, en cuyos dominios no se ponía el sol, era más apariencia que otra cosa. El Estado poderoso, monolítico y virtuoso que presentaban los libros de historia de nuestro bachillerato, aquel paladín victorioso del catolicismo contra los herejes protestantes y contra los paganos turcos, era, en realidad, un endeble conglomerado de regiones que no tenían casi nada en común: ni costumbres, ni instituciones, ni lengua, ni intereses económicos. Su precaria unidad política se basaba en la fe, que, como es sabido, mue- ve montañas. Religión y política se fundieron y confundieron hasta el punto de que en la correspondencia palatina circulaba la expresión «ambas majestades», alusiva a Dios y al rey, un pomposo título, traído tam- bién por los Austrias, que había venido a sustituir al genuinamente español alteza, usado por los reyes es- pañoles.
Carlos se casó, ya talludito, con una prima hermana suya, la princesa Isabel de Portugal. El principal móvil del rey era apoderarse de las novecientas mil doblas de oro de dote que aportaba la chica (es que los portugueses, ya abierto el camino de las especias, se habían hecho inmensamente ricos). Para su sorpresa, encontró también a una mujer bellísima y amable, dulce y discreta. Se prendó de ella, claro (aunque, en los viajes, se solazaba con otras, que, en lo tocante a la coyunda, el flamenco siempre fue muy liberal).
La guapa portuguesa cumplió con su oficio con dignidad y eficacia: dio un heredero (Felipe II) al em- perador y gobernó España sensatamente durante las largas ausencias de su esposo. Murió de sobreparto a los treinta y seis años. La escolta de su cadáver hasta Granada recayó en el marqués de Lombay, Francisco de Borja, que estaba secretamente enamorado de ella. Al llegar a su destino, el protocolo requería que se abriese el féretro para formalizar la entrega de los restos. El de Borja se asomó a ver a su amada por última vez: la belleza se había convertido en una horrible imagen de la muerte. Conmocionado, el marqués se retiró del mundo e ingresó en la Compañía de Jesús, en la que llegaría a general y luego a santo. Traemos a colación el episodio porque, aunque no afecte decisivamente a la historia de España, puede, sin embargo, contribuir a la edificación del lector.




CAPÍTULO 53

Felipe II, ¿ángel o demonio?


Carlos V abdicó en su hijo Felipe II en 1557. El emperador no había cumplido todavía los sesenta, pe- ro era ya un hombre acabado, prematuramente envejecido y baldado por la gota, esa enfermedad propia de glotones y devoradores de carne, para la que el seco refranero castellano propone un drástico remedio: se cura tapando la boca. Imposible ~en el caso del emperador, que ni siquiera podía encajar las mandíbulas. Además, el insaciable apetito de aquel émulo de Pantagruel era proverbial. En una misma comida consumía sopas, pescados salados, vaca cocida, cordero asado, liebres al horno, venado a la alemana y capones en salsa, y trasegaba hasta cinco jarras de cerveza, de un litro más o menos, sin contar el vino. Y encima de todo, los postres.
El emperador vivió su jubilación en el monasterio de Yuste, en Extremadura, donde la intendencia de palacio le mantenía la despensa bien repleta: pasteles de lamprea, perdices, liebres, venados, incluso os- tras vivas y picadas, que le enviaban desde Santander.
Su hijo Felipe II fue algo más moderado en la mesa, pero en política salió tan desacertado como el padre. Físicamente, no se le parecía, como no fuera en el maxilar adelantado y el belfo caído. Era menudo, pálido, de pelo rubio y fino, y ojos azules acuosos. Además era estreñido y, a pesar de los anillos de hueso que usaba para remediarlas, padecía almorranas. Es que la dieta de los pudientes era demencial, práctica- mente sólo carne, a palo seco, sin verduras ni fruta.
Felipe II nunca aprendió idiomas (carencia que le acarrearía algún disgusto), pero poseía una cultura considerable, adquirida con buenos preceptores y por sus muchas y variadas lecturas. Era muy aficionado a la música y al ocultismo, y coleccionista compulsivo de todo lo coleccionable (monedas, medallas, estatuas, cuadros, armas, animales africanos). De mozo, fue algo cazador y bailón; luego, se tornó triste y austero. Es natural, puesto que vivió toda su vida aplastado por el peso del Estado, siempre empapelado hasta las ce- jas.
Felipe II fue un «débil con poder» (Marañón), un hipocondriaco inexpresivo y taciturno, distante y frío, terriblemente indeciso y muy tímido, aunque estuviera investido de todo el poder del mundo. No deja de ser curioso que este hombrecillo, siniestro por muchas vueltas que se le dé, y llamado con evidente desacierto
«el rey prudente» por historiadores aduladores, haya tenido siempre sus partidarios, que lo han identificado con la íntima esencia de España. El rígido protocolo Austria exigía que el cortesano aguardase a que el rey hablara primero. Felipe clavaba su helada mirada azul en el desventurado que venía a evacuar consultas durante un tiempo que al otro se le antojaba eterno y, cuando lo veía temblar, le decía: «Sosegaos.» De este modo, lejos de tranquilizarlo, lo desasosegaba más todavía.
Felipe II era un burócrata, un hombre gris (aunque prefería el negro, color que desde entonces fue imitado por la corte). Su padre había pasado la vida viajando; él optó por establecer su corte en un lugar fijo, a ser posible en el centro, como la araña en su tela. La corte, hasta entonces, había sido itinerante, y Carlos V casi la había fijado en Valladolid. Pero Felipe la trasladó a Madrid, que era un poblachón manchego, y luego a El Escorial, el sórdido, aunque monumental y faraónico, monasterio—panteónpalacio real que cons- truyó a su imagen y semejanza. Por cierto que, corriendo el tiempo, inspiró la arquitectura grandilocuente de los nazis. Al megalómano Hitler le encantaba El Escorial y cada vez que uno de sus ministros aterrizaba en Madrid la visita al monasterio era obligada.
Desde El Escorial, Felipe lo controlaba todo. Desconfiado hasta extremos patológicos, pasaba el día en su oficina, revisando resmas de informes y haciendo el trabajo que normalmente hubiera correspondido a media docena de secretarios y ministros.
La maquinaria del Estado se había tornado extraordinariamente compleja. Los cinco ministerios o consejos que tuvieron sus bisabuelos, los Reyes Católicos, habían aumentado a nueve con Carlos V, y él los elevó a catorce. Pero los altos funcionarios, virreyes y gobernadores, no disfrutaban de gran autonomía, pues el rey pretendía controlarlo todo desde su despacho.
Felipe tuvo cuatro mujeres; sucesivas, claro. A los dieciséis años, todavía príncipe, lo casaron con María de Portugal, prima suya por partida doble (los dos eran nietos de Juana la Loca). La novia era gordita y risueña, y el príncipe se aficionó a ella; pero los recién casados no pudieron vivir una gran pasión porque

el emperador les había asignado un ayo rodrigón y plenipotenciario que les racionaba el sexo. Temía Carlos que el exceso de fornicio quebrantara la salud de su heredero como quebrantó la de su tío Juan, el de los Reyes Católicos. No sabemos si sería por esa vigilancia que le restaba intimidad, pero lo cierto es que la coyunda llegó a resultar un penoso ejercicio para el joven Felipe. «Cuando cumple sus deberes conyugales sufre tal irritación nerviosa que procura hacerlo lo menos posible.» Fue en su madurez cuando nuestro hombre aprendió a saborear los sazonados frutos del amor y hasta tuvo también, el santurrón, unas cuantas amantes. No obstante, lo de su relación con Ana de Mendoza, princesa de Éboli —menudita, guapa, tuerta de un ojo, que tapaba con coquetuelo parche de seda— es seguramente un infundio sin la menor base histórica.
La primera mujer, la portuguesa, murió pronto, de sobreparto, después de alumbrar al infortunado príncipe don Carlos. Es alarmante la cantidad de mujeres de la casa real que fallecían de sobreparto. Ello se debe probablemente a la atención médica que recibían. Los médicos lo arreglaban todo con sangrías, que debilitaban al enfermo y, muy a menudo, lo llevaban prematuramente a la tumba. Los pobres, como no po- dían costearse los servicios de un médico, eso llevaban ganado.
El segundo matrimonio de Felipe fue con su tía María Tudor, reina de Inglaterra, la cual, aunque apa- rentaba ser su abuela, sólo le llevaba once años. La señora era repulsiva, beata, neurótica, propensa a los embarazos histéricos y, lo peor de todo, tremendamente apasionada. Felipe hizo de tripas corazón y se sacrificó por razón de Estado. ¿Se imagina el lector lo que podría haber ocurrido de tener esta pareja hijos que heredasen a un tiempo España e Inglaterra? Sin duda, la historia del mundo hubiese sido otra. Pero este matrimonio tampoco duró mucho porque María falleció cuatro años después. La señora era ferozmente católica y antes de morir se llevó por delante a muchos protestantes. Por eso la apodaron Bloody Mary, Mary la Sangrienta, apelativo que hoy, ¡lo que son las cosas!, designa un famoso combinado.
El tercer matrimonio de Felipe fue con la hija del rey de Francia, Isabel de Valois, que antes había si- do prometida al príncipe Carlos, el primogénito de Felipe. Este Carlos era un desequilibrado, típico fruto de la consanguinidad de los Austrias. El chico se enamoró de su madrastra, y ésta fue una de las causas de su temprana muerte (aunque, desde luego, no fue ejecutado por su padre como asegura la leyenda negra). Finalmente, Felipe, de nuevo viudo, se casó por cuarta vez, en esta ocasión con su sobrina Ana de Austria, de la que tuvo a Felipe III, que lo sucedería en el trono.

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