HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 2
CAPÍTULO 9
Numancia y otros heroísmos
Roma ocupaba las ciudades, los trigales, los olivares y las minas cartaginesas en Andalucía y Levan- te. Al término de la guerra se planteó el arduo dilema: devolvemos todo esto a los indígenas, como les pro- metimos, o nos lo quedamos. Naturalmente, se lo quedaron. Al fin y al cabo, aquella tierra soleada y rica era su botín de guerra.
El Senado no se quebró la cabeza a la hora de buscar un nombre apropiado para las nuevas provin- cias. Dividieron la Península en dos sectores confusamente delimitados y las denominaron «la de acá» y «la de allá» (Citerior y Ulterior).
El Imperio romano estaba todavía en pañales. Faltaban tres siglos y mucho camino por recorrer para que se extendiera desde Alemania al Sahara y desde Portugal a Siria y agrupara bajo sus fronteras a más de cien pueblos.
Por lo pronto, en España, la plata, los trigales verdes y el garum eran ya romanos, pero como no hay rosa sin espinas los incivilizados celtíberos y lusitanos del interior también codiciaban aquella riqueza. Des- de siglos atrás habían tomado la casi deportiva costumbre de entrar a saco de vez en cuando en los ricos valles del Ebro y del Guadalquivir. Naturalmente, los romanos no podían consentir que unos salvajes vinie- ran a robarles la hacienda. Por lo tanto, establecieron una serie de puestos militares avanzados para preve- nir y detener aquellos ataques. Lo malo fue que los incorregibles celtíberos también hostigaban a estas avanzadas. Entonces, los romanos optaron por métodos más contundentes y lanzaron expediciones de castigo contra las tribus del interior. Fue otra conquista del salvaje Oeste. El valor indómito de los indígenas se estrelló contra la disciplina y la táctica superiores de los invasores. Las legiones romanas eran ya aquel formidable instrumento militar cuya eficacia no ha sido igualada jamás por ningún otro ejército. El estableci- miento de guarniciones y campamentos permanentes fue otra forma de conquista y colonización, que, a la postre, fue asimilando a la cultura romana el interior de la Península. Así surgieron ciudades tan prósperas como Mérida, Zaragoza, Astorga y Lugo.
En las sucesivas guerras de conquista, lusitanas y celtibéricas, primero, y cántabras, después, los gobernadores y generales romanos perpetraron a veces grandes canalladas, y el Senado romano dio mues- tras de notable desvergüenza en la vulneración de los tratados y capitulaciones que sus subordinados en apuros pactaban con los caudillos indígenas. Por ejemplo, un gobernador, un tal Galba, prometió repartir tierras a ciertas tribus lusitanas si deponían las armas. Cuando las tuvo desarmadas y a su merced las pasó a cuchillo. El famoso caudillo Viriato, uno de los pocos que lograron escapar de esa matanza, se convirtió en jefe de la resistencia y hostigó con éxito a los ocupantes, hasta que fue asesinado por tres de sus hombres, vendidos a Roma. En el curso de estas feroces campañas ocurrieron episodios tan sonados como el asedio e inmolación de Numancia.
Numancia resultó un hueso tan duro de roer que Roma encomendó su conquista a su mejor general, Cornelio Escipión, quien tuvo que emplearse a fondo para someterla. Los romanos sitiaron la ciudad y la rodearon con una muralla, para evitar que recibiera auxilios externos. Numancia se rindió por hambre des- pués de quince meses de asedio. La versión patriótica, basada en textos de Floro y Orosio, sostiene que los numantinos prefirieron prender fuego a su ciudad y suicidarse en masa antes que entregarse, pero el escép- tico lector hará bien en conceder mayor crédito a Apiano, según el cual, la heroica ciudad, ya agotada, abrió las puertas al romano. Escipión la trató con ejemplar dureza, para que sirviera de escarmiento a otros pue- blos levantiscos: vendió como esclavos a los supervivientes y repartió las tierras entre las tribus vecinas aliadas de Roma.
Las ruinas de la famosa ciudad celtíbera bien merecen una visita. Están sobre una colina cercana a la ciudad de Soria y se accede a ellas por cómoda carretera, que conduce a un pequeño museo, en el centro mismo de la excavación. Numancia tenía forma elíptica, con dos calles principales, que la cruzaban parale- lamente en la dirección del eje mayor, y hasta doce secundarias en el sentido del menor. Las calles estaban ingeniosamente orientadas para evitar los helados vientos del norte. Las casas, construidas con adobe o tapial, sobre zócalo de piedra, eran rectangulares. Un hogar en el suelo servía para guisar y caldeaba la vivienda. Algunas disponían de bodega subterránea para guardar los alimentos.
Algunos arqueólogos señalaron que unos círculos de piedras hallados extramuros de Numancia, en la ladera del cerro, eran los lugares donde se exponían a los buitres los cadáveres de los muertos en combate. Todo podría ser.
Cayó Numancia, y cayeron igualmente otras tribus y poblados rebeldes. En poco más de cincuenta años, Roma se adueñó de toda la Península. Sólo quedó libre una delgada franja norteña, habitada por cántabros, astures y vascones, que no se incorporaría al Imperio hasta el siglo siguiente.
CAPÍTULO 10
El oro de Roma
Roma había extendido su dominio por todo el contorno mediterráneo. La oligarquía aristocrática que controlaba el Senado se había enriquecido con los botines de las guerras, pero el pequeño campesino y el artesano se arruinaron al no poder competir con la mano de obra esclava que aportaban las conquistas. Las tensiones sociales se polarizaron en dos partidos políticos, los populares y los optimates: es decir, izquier- das y derechas, lo de siempre.
El enfrentamiento entre populares y optimates desembocó en guerras civiles y sangrientas alternan- cias de poder, que repercutieron también en las provincias. Cuando el dictador Sila conquistó el poder, mu- chos caudillos populares tuvieron que huir de Roma para salvar la vida, entre ellos Quinto Sertorio, que se refugió en España.
Sertorio estaba dispuesto a resistir. Era un hombre hábil, que supo atraerse a los indígenas, cada vez más romanizados. Incluso recurrió a la argucia de hacerles creer que los dioses estaban de su lado y lo aconsejaban por medio de una cierva amaestrada, con la que conversaba cada tarde en un claro del bos- que. Los hispanos, acostumbrados como estaban a padecer codiciosos funcionarios romanos que aprove- chaban el cargo para enriquecerse, quedaron encantados con aquel romano honrado y tolerante, que reba- jaba los impuestos y respetaba las costumbres del país. También nombró un gobierno en el exilio con su Senado y sus instituciones, y hasta fundó una especie de universidad en Osca (Huesca) para educar en la cultura romana a los hijos de los caudillos hispanos.
Al mismo tiempo, le servían de rehenes y garantizaban la lealtad de sus padres, claro.
No tuvo suerte Sertorio. La empresa que se había propuesto era demasiado ambiciosa para sus débi- les fuerzas. Durante un tiempo, se mantuvo firme, e incluso sus tropas celtíberas y lusitanas derrotaron a algunos ejércitos enviados por Roma; pero luego sus asuntos se torcieron, muchos de sus partidarios deser- taron y uno de sus hombres de confianza lo asesinó durante un banquete. Su guardia personal, formada por hispanos, se suicidó en el acto, según la tremenda costumbre del país.
¿Pompeyo o César?
El vencedor de Sertorio fue Pompeyo. Era un hombre magnánimo e inteligente este Pompeyo. En lu- gar de crucificar a los caudillos indígenas derrotados, les devolvió la libertad y los trató con magnanimidad. Ellos, vivamente impresionados por tan inesperada generosidad, le quedaron agradecidos de por vida. Cuando Pompeyo regresó a Roma, dejaba atrás una fidelísima clientela, que iba a necesitar más adelante.
Quizá Pompeyo las veía venir. Porque el viejo y enconado contencioso entre optimates y populares distaba mucho de quedar zanjado con la derrota de Sertorio. Al poco tiempo, se reprodujo, esta vez con un formidable campeón al frente del bando popular: Julio César.
Nuevamente, la Península representó un papel esencial en el conflicto. Los indígenas —quizá ya va siendo hora de que los denominemos hispanorromanos— tornaron a dividirse en dos bandos, los unos por César, y otros, los más numerosos, por Pompeyo.
La guerra se riñó por todo el Imperio, en Grecia, en África y en España. César derrotó por doquier a los pompeyanos, pero no pudo disfrutar largo tiempo de su victoria: un grupo de senadores conjurados lo asesinó en Roma en —44. Es la famosa escena en que el gran César, al ver que entre sus asesinos figura su presunto hijo Bruto, de cuya fidelidad nunca se le hubiera ocurrido dudar, le reprocha «Tú también, Bruto, hijo mío», y asqueado del mundo, renuncia a defenderse. Se cubrió romanamente la cabeza con la toga y se entregó dócilmente a los puñales.
César murió, pero su magna obra perduró porque su heredero y sucesor, el emperador Augusto, rea- lizaría sus ambiciosos planes.
Augusto no era hombre de guerra, sino, más bien, un oficinista bajito y enfermizo, propenso a los en- friamientos, pero en la invencible Roma, regida desde hacía casi un siglo por generales victoriosos, se espe- raba que el heredero de César revalidase su nombramiento con alguna hazaña militar. Augusto, en el trance de cumplir con el trámite, escogió la zona de Hispania que faltaba por conquistar, la cornisa cantábrica, aquel húmedo y montuoso territorio de los astures y los cántabros. No era lerdo el perillán: a cambio de un simulacro de guerra, que sería más bien una operación de policía, se adueñaba de una comarca cuyas riquezas auríferas cubrirían sobradamente los gastos de la campaña. La guerra duró diez años y, contra todo pronóstico, fue tan sangrienta que se zanjó con el virtual genocidio de los nativos. «Clavados en la cruz, morían entonando himnos de victoria», escribe Estrabón de aquellos bravos e irreductibles cántabros (y astures, no quisiera herir el ego patriótico de ninguna autonomía dejando razas en el tintero; si alguna se me pasa, considérese incluida).
Roma impuso la paz de los cementerios. Durante los siglos siguientes se dedicó a extraer oro tan concienzudamente que álteró por completo el paisaje en la región leonesa de las Médulas de Carucedo, donde el mineral se explotaba a cielo abierto, a veces por el expeditivo procedimiento de desviar ríos para que inundaran las galerías, y arrastraran la tierra y dejaran al descubierto el mineral.
CAPÍTULO 11
Ciudades, carreteras, teatros, prostíbulos
Roma enviaba a sus provincias hispánicas numerosos colonos y funcionarios. Por otra parte, muchos soldados romanos se casa ban con españolas, y los guerreros hispanos se alistaban por decenas de miles en el ejército romano: comida sana y abundante, soldada segura, un porvenir. La Península terminó por aceptar las costumbres y el modo de vida romano. Quizá sea más exacto denominarlo helenístico, porque los romanos, a su vez, habían imitado los modelos griegos, unos pueblos de cultura superior a los que tam- bién habían conquistado.
El estilo de vida romano—helenístico, que se extendía por todo el Imperio, se basaba en la ciudad (civitas) como elemento civilizador. La ciudad era un núcleo urbano independiente, regido por un ayunta- miento o senado, sujeto a leyes precisas, con territorio y recursos propios de aprovechamiento comunal, con una estructura económica compleja y una organización social que integraba a los ciudadanos en un marco jurídico avanzado, superando las limitaciones del marco tribal anterior.
Los romanos habían encontrado en España pocas ciudades dignas de tal nombre: sólo las de la cos- ta mediterránea, casi todas de origen fenicio. Augusto concedió títulos de coloniae (colonias) y municipia (municipios) a muchas otras. La colonia era ciudad de nueva creación, cuyos primeros pobladores eran a veces colonos llegados de Italia, generalmente soldados veteranos a los que se recompensaba con lotes de tierras. Los municipios, por el contrario, eran poblaciones indígenas que recibían la consideración de ciudad. En los dos casos, el gobierno municipal dependía de una asamblea de ciudadanos con derecho a voto, entre los que se elegían los dos alcaldes (duumviri) y los concejales (aediles y quaestores). Los cargos eran anuales, y sus aspirantes debían cortejar al electorado con banquetes y promesas. Un poco como ahora.
Las ciudades romanas de nueva planta presentaban un trazado racional. Eran cuadradas o rectangu- lares, con una serie de calles que se cortaban en ángulo recto, con sus plazas y espacios públicos. Las dos calles principales, más anchas, se cruzaban en el centro, sobre la plaza mayor porticada (forum maximum), en torno a la cual se alzaban los edificios públicos, templos, termas, mercado, etcétera. En las ciudades importantes había un teatro semicircular, al aire libre, y un anfiteatro, elíptico, cerrado, donde luchaban los gladiadores.
La casa romana, a la que todo ciudadano acomodado aspiraba, era un edificio cuadrangular, sin ven- tanas a la calle, con estancias abiertas a un patio central columnado del que recibían luz y ventilación. A menudo había otro patio trasero, más amplio, ajardinado. Es lo que hoy vemos en la casa andaluza con patio, de Córdoba o Sevilla, a veces erróneamente llamada casa árabe. Los árabes se limitaron, como en tantas otras cosas, a reproducir los modelos romanos que encontraron en las tierras que conquistaban.
La decoración de la casa romana resultaba un poco abigarrada para el gusto moderno. Las paredes solían decorarse con pinturas murales de vivos colores o con tapices, y los suelos se cubrían de mosaicos formados por diminutas piedrecitas de colores. En contraste, no había más muebles de los necesarios: ca- mas, mesas, sillas. Los hispanos acomodados aprendieron a comer a la griega, recostados en una tarima de tres plazas (triclinium), con el codo apoyado en un cojín.
En la ciudad romana había tiendas, almacenes, posadas, bibliotecas y todos los servicios necesarios. No faltaban médicos, boticarios, carpinteros, abogados, alfareros, profesores, herreros, músicos y artistas, ni tabernas y prostíbulos, cada cual con el indicativo propio de lo que ofrecían. Y recaudadores de impues- tos.
El equivalente al casino o al club social moderno eran las termas. Además de su higiénico cometido, estos baños públicos (a menudo, construidos y decorados con gran lujo, para prestigiar la ciudad) eran men- tidero, casino, barbería, sala de masajes, centro cultural y polideportivo. El usuario de las termas pasaba por cuatro salas sucesivas: la primera era una especie de sauna en la que sudaba (sudarium); en la segunda, se daba un baño caliente (caldarium); a continuación, rebajaba su temperatura en la sala templada (tepida- rium), antes de bañarse en agua a temperatura normal en el frigidarium. Las termas, y algunas casas espe- cialmente lujosas, disponían de ingeniosos sistemas de calefacción, que hacían pasar el aire caliente pro- cedente de las calderas por canalizaciones dispuestas bajo el suelo y a través de los muros.
Los excelentes ingenieros romanos no se arredraban ante las dificultades técnicas. Todavía nos ad- miramos ante obras como el puente de Alcántara (Cáceres), el acueducto de Segovia y el faro de La Coru- ña, llamado Torre de Hércules. Una de las grandes ventajas del carácter autonómico del municipio romano era que los políticos que querían contar con el favor de sus votantes tenían que embarcarse en ambiciosas obras públicas: fuentes, plazas, cloacas, ,letrinas, calzadas, sistemas de irrigación, puertos e incluso com- plejos sistemas de drenaje para desecar zonas pantanosas. También el poder central sabía financiar las obras necesarias cuando era menester.
Las ciudades estaban unidas por una considerable red de carreteras, tan excelentemente construidas que algunos tramos todavía se usan como caminos vecinales. Todo el Imperio, hasta sus últimos confines, estuvo recorrido por estos caminos, que favorecían el tráfico de viajeros y mercancías y permitían el rápido desplazamiento de tropas. Una idea copiada por el plan de autopistas de Hitler, aunque su «imperio de los mil años» fue más efímero que el romano. El viajero que recorría una calzada romana encontraba una pie- dra miliar con su número cada 1470 metros. Si no iba provisto del itinerario (equivalente a nuestro mapa de carreteras), podía calcular la distancia hasta la siguiente venta (mansio).
La Vía Augusta, que remontaba el Guadalquivir para enlazar con Levante y proseguir la costa medite- rránea hasta Roma, estaba adornada con monumentos tan espléndidos como el arco de Bará, en Tarrago- na. La llamada Vía de la Plata enlazaba Galicia con Cádiz, pasando por Salamanca y Mérida. De ella partía un ramal que discurría por León, Castilla y el valle del Ebro hasta Tarragona, y otro que pasaba por Toledo y enlazaba con la Vía Augusta a la altura de Valencia. Finalmente, la Vía Hercúlea, bordeaba la costa de toda la Península, de Galicia a Levante, donde enlazaba con la Vía Augusta. Consecuencia del centralismo im- perial: todos los caminos conducían a Roma.
Augusto, además de impulsar la red de carreteras, organizó nuevamente la Península y dividió en dos la provincia Ulterior: la Bética, con capital en Córdoba, y la Lusitana, con capital en Mérida. La antigua Cite- rior mantuvo su capital en Tarragona.
CAPÍTULO 12
Crucificables y decapitables
Roma trataba a las ciudades como a los individuos. Casi todas eran estipendiarías (stipendiariae), es decir, sujetas a tributo en dinero, especie o servicios. Las celtíberas solían pagar en cabezas de ganado o en productos manufacturados locales; por ejemplo, las capas de lana, llamadas sagum, lejano antecedente de la prieta capa zamorana, muy apreciadas en Roma.
Junto a las ciudades contribuyentes existieron otras, pocas, federadas y libres, que disfrutaban de exención tributaria (Cádiz, Málaga, Tarragona). Era el premio por haber ayudado a Roma en momentos de apuro o por haberse mostrado particularmente sumisas.
También las personas estaban divididas en dos grandes categorías: esclavos (servi) y libres (ingenui). Los libres se subdividían en tres grupos: los que no tenían ningún derecho (que eran casi todos los indíge- nas o incolae); los que tenían derecho de ciudadanía itálica (un premio otorgado a los aliados de Roma), y los que disfrutaban de plena ciudadanía romana, por lo general comerciantes, recaudadores, técnicos y soldados de origen romano.
La ciudadanía romana confería pleno derecho a votar o a ser elegido para desempeñar puestos ofi- ciales, lo que comportaba sustanciosas ventajas fiscales y jurídicas.
Al principio, la inmensa mayoría de la población española estaba constituida por indígenas libres y desprovistos de derechos de ciudadanía, pero luego, a partir de las reformas de Augusto, el número de ciudadanos (cives) creció, por concesiones a la aristocracia indígena y a los que prestaban servicios a Ro- ma. Como la ciudadanía romana era hereditaria, se fue extendiendo y, al poco tiempo, amparó a casi toda la población. En el año 70, el emperador Vespasiano concedió la ciudadanía latina a todos los españoles l i- bres. La antigua barbarie dio paso a una forma más civilizada de vida y a la adopción de costumbres roma- nas; incluso los idiomas vernáculos se olvidaron, y los españoles aprendieron a hablar latín, aunque con un acento peculiar, que a los romanos les resultaba muy gracioso. El futuro emperador Adriano, recién llegado de España, intentó hacer un discurso en el Senado, y en cuanto abrió la boca, sus colegas se desternillaron de risa. Vaya usted a saber cómo sonaba aquel latín que Cicerón describe como «pingue atque peregri- num», es decir, gangoso y extraño.
De los actuales idiomas españoles, el castellano, el catalán y el gallego descienden de aquel latín que aprendieron nuestros antecesores. De lo que se hablaba antes de la llegada de los romanos sólo ha sobre- vivido el vascuence, como es natural.
Había mucho tráfico de esclavos en el Imperio romano. Los esclavos eran prisioneros de guerra o hijos de otros esclavos que algún día fueron prisioneros de guerra. Algunos pertenecían al Estado o a los ayuntamientos, pero la mayoría eran de propiedad privada. Especialmente apreciados (y caros) eran los esclavos griegos empleados por familias pudientes, como médicos, pedagogos, contables y administrado- res, a los que sus dueños trataban con amistosa deferencia. Los de propiedad estatal solían ser poco cuali- ficados y vivían en peores condiciones, a menudo dedicados a trabajos agotadores o insalubres. Sólo en las minas de Cartagena llegó a haber cuarenta mil esclavos estatales. Los que labraban los latifundios andalu- ces se calculan en doscientos mil. Casi todos eran extranjeros porque los romanos procuraban deportar a los esclavos para que, al apartarlos de sus lugares de origen, se acomodaran mejor al cautiverio. Esto expli- ca que en las lápidas sepulcrales de esclavos y libertos halladas en España abunden los nombres foráneos, mientras que las de los esclavos españoles aparecen en países lejanos.
CAPÍTULO 13
Trigo, aceite y vino
La romanización acabó con las precarias economías de autoabastecimiento indígenas e impuso una agricultura basada en el cultivo racional de la llamada tríada mediterránea: el aceite, el trigo y el vino. Junto con los metales y la salazón de pescados, fue la gran aportación española a Roma. El aceite de Andalucía competía ventajosamente con el italiano y se exportaba junto con el trigo en esas ánforas en forma de estili- zada peonza que vemos en los museos o decorando las paredes de las tabernas marineras. La proyección inferior estaba destinada a clavarse en el lastre de arena que cubría el fondo de la bodega de los navíos mercantes. Una vez vaciadas en los almacenes del Tíber, estas vasijas se rompían, y los tiestos se arroja- ban a un descampado cercano, en el que se fueron acumulando hasta formar un verdadero monte de cin- cuenta y cuatro metros de altura y un kilómetro de contorno, el Testaccio (de testae, «tiesto»), que hoy se integra en el caserío romano, no lejos de la Puerta de San Pablo. Casi todas las ánforas del Testaccio llevan sellos identificativos que señalan su origen español, especialmente los niveles del siglo il, antes de que la competencia del aceite barato y de peor calidad del norte de África amenazara el mercado andaluz. Ya se ve que la decadencia del Imperio romano tuvo también su capítulo gastronómico.
Y junto al aceite, el trigo. Prácticamente todo el trigo de Roma (y necesitaba mucho porque era el producto básico que repartía la seguridad social a una muchedumbre de desempleados) procedía de Egip- to, de Sicilia y de la meseta y el sur de España.
Donde el terreno lo permitía se instalaron grandes fincas explotadas desde villae, remoto antecedente del cortijo andaluz y también, ¡ay!, del denostado latifundio, tantas veces y tan injustamente achacado a los conquistadores cristianos que heredaron la tierra un milenio más tarde.
Falta el vino. Hubo vinos famosos en la España romana, principalmente en Cádiz y Cataluña, pero nunca fueron artículos de exportación masiva porque la técnica que permite conservar y mejorar el vino estaba poco desarrollada y los caldos se agriaban con facilidad. Por eso, solían mezclarlo con especias. Hasta que se divulgó el tonel, a mediados del siglo ü, el vino se envasaba en ánforas (como el aceite o el trigo), cuyo interior revestían con hollín de mirra o con pez para conservar mejor su precioso contenido. Parte de este revestimiento se desprendía y ensuciaba el vino, lo que obligaba a filtrarlo antes de beberlo.
Si los romanos no llegaron a degustar los famosos caldos de Cádiz, el jerez y la manzanilla, sí disfru- taron de otro producto de la tierra que alcanzó gran fama, tanta que mejor será que le dediquemos capítulo aparte.
CAPÍTULO 14
Las alegres chicas de Cádiz
Ya ha notado el escéptico lector que España había comenzado suministrando a Roma metales y mercenarios, porque otra cosa no tenía, pero cuando los beneficios de la cultura que sembró Roma entre nosotros rindieron sus sazonados frutos, pudo ofrecer escritores, como los cordobeses Lucano y Séneca, o Marcial (éste de Calatayud); científicos, como el gaditano Columela, y hasta emperadores, como Trajano y Adriano, que eran de Itálica, junto a Sevilla.
No todo fueron cerebros. También aportamos figuras del espectáculo y la revista; por ejemplo, el fa- moso atleta lusitano Diocles, el mejor auriga de todos los tiempos, ídolo de las multitudes, que entonces se pirraban por las carreras de carros como ahora por el fútbol. Diocles comenzó su vida profesional a los die- ciocho años y se retiró, querido y respetado por todos e inmensamente rico, a los cuarenta y dos, después de cosechar mil quinientas victorias.
En la Roma decadente e imperial eran famosas las artistas de variedades procedentes de la licencio- sa Cádiz, como las adjetivan los severos censores. Todo banquete de señoritos libertinos que se preciara debía ir seguido de la actuación de algún grupo de puellae gaditanae, que cantaban y bailaban al son de las castañuelas andaluzas (baetica crusmata). «Su cuerpo, ondulado muellemente —pondera el aragonés Mar- cial, describiendo a una de ellasse presta a tan dulce estremecimiento y a tan provocativas actitudes que sacudiría la virtud del casto Hipólito si la viese.» «Cuando bailan, contonean sus atractivas caderas —otra vez Marcialy hacen gestos de increíble lubricidad, pero si se ponen a cantar, sus canciones son tan desver- gonzadas que no las osarán repetir ni las desnudas meretrices.» Cabe suponer que la actuación de las bailarinas gaditanas iría seguida, en muchos casos, de desenfrenada bacanal.
Uno sospecha que las alegres chicas de Cádiz, a medio camino entre la prostitución y las varietés habaneras, debían ser, al término de la fiesta, chicas tristes, explotadas por empresarios macarras y prema- turamente ajadas y entregadas a una aciaga vejez.
Con la Iglesia hemos topado
Los romanos eran muy tolerantes en materia de religión. Incluso podemos decir que eran bastante escépticos y hasta agnósticos. «¿Quod es veritas?», le pregunta Pilatos a Cristo. No tenían inconveniente en adoptar como propios los dioses de los pueblos sometidos. El cristianismo, en principio una creencia entre muchas, no tuvo dificultad para extenderse por el Imperio romano. Sus problemas vendrían más ade- lante porque, como toda religión monoteísta, tendía a la intolerancia y a la exclusión de los dioses ajenos, y esto ya lo aceptaban peor los paganos.
Una serie de leyendas, piadosas y entrañables, pero enteramente falsas, sostienen que el cristianis- mo se propagó en España por obra del apóstol Santiago, de san Pablo y de un grupo de misioneros conoci- do como los Siete Varones Apostólicos (Torcuato, Cecilio, Indalecio, Eufrasio, Texifonte, Hesiquio y Segun- do), que establecieron sendos obispados por tierras de Granada y Jaén. Paparruchas. Hoy sabemos que el cristianismo llegó a la Península desde las provincias romanas de África hacia el siglo ü. Primero iluminó espiritualmente la Bética y Levante, y luego, Extremadura y León. Al comenzar el siglo III, el apologista Ter- tuliano escribía, con entusiasmo quizá exagerado: «La fe de Cristo gana ya en todos los confines de Espa- ña.» La verdad es que amplias zonas de la Península continuaban siendo paganas. Las Vascongadas y Navarra, por ejemplo, no se cristianizaron hasta la Edad Media.
A lo mejor por eso, se le ocurre a uno, sus actuales habitantes dan muestras de mayor reciedumbre en la fe que los de otras regiones, que ya flaquean y parecen estar un poco de vuelta del asunto.
La primera conferencia episcopal que se recuerda (Concilio de Ilíberis, Granada, en el año 300) esta- ba integrada por diecinueve obispos y veintiséis presbíteros. También fue un español, Osio, el obispo de Córdoba, el alma del Primer Concilio Ecuménico, celebrado en Nicea para dirimir si el arrianismo era here- jía. Después de discutirlo, los santos padres decretaron que lo era, y de las más gordas.
El cristianismo fue en aumento desde que el emperador Teodosio, un segoviano de Coca, lo declara- ra religión oficial del Imperio en el año 380. Desde entonces, se produjo un rápido maridaje entre Iglesia y oligarquía, que dura hasta nuestros días.
CAPÍTULO 15
La caída del Imperio romano
Roma vivió su apogeo y grandeza en los siglos 1 y II. Luego, en el IIi, inició su rápida decadencia. Muchos siglos después, los historiadores románticos pusieron en circulación una teoría: Roma se engran- deció gracias al carácter austero, sufrido, valeroso y emprendedor de sus primeros ciudadanos, pero sus descendientes, enriquecidos por las conquistas de feraces territorios y desentendidos del procomún durante la dictadura imperial, fueron degenerando y se tornaron viciosos, perezosos y cobardes. Una legión de nue- vos ricos vivía de las rentas, y otra de nuevos pobres, de la seguridad social (annona), todos ellos a costa de las oprimidas provincias del Imperio, lo que acarreó, fatalmente, la decadencia y la ruina del Estado. Quizá sea verdad, pero también habría que mencionar otras posibles causas de ruina, como el fin del paga- nismo y la expansión del cristianismo, y el cáncer del fanatismo religioso y la barbarie. Voltaire lo sugiere:
«El cristianismo abrió el cielo, pero arruinó el Imperio.»
Las causas debieron ser múltiples, aunque fundamentalmente económicas. En primer lugar, Occiden- te se descapitalizó debido a la hegemonía del este. La agricultura decayó y se empobreció, escaseó la ma- no de obra, se deterioraron las obras públicas por falta de reparos, la inflación congénita disparó los precios y devaluó la moneda, lo que arruinó a la clase media, que era el principal sostén del sistema. Y las arcas públicas estaban más necesitadas que nunca de un dinero que no llegaba.
El ejército, cada vez más implicado en la elección de los emperadores, descuidó las fronteras. Ya en el siglo Iii, los bárbaros francos y alamanes irrumpieron en las Galias e Hispania, donde saquearon Catalu- ña, el valle del Ebro y Levante. Fue sólo el comienzo. Durante los siglos IV y v, Roma vivió en casi constan- te estado de guerra contra los bárbaros, que presionaban las fronteras del Danubio y el Rin, y contra los partos de Oriente. Mantener el ejército necesario para contenerlos requería un gran esfuerzo económico. En su época de expansión, Roma se mantenía gracias al botín de los pueblos sojuzgados, pero cuando dejó de conquistar nuevas tierras los ingresos se limitaron a los tributos. Por otra parte, la administración imperial se había vuelto demasiado compleja para los limitados medios de la época. No era posible administrarlo todo.
A partir del siglo in, la autoridad central se disgregó, sucedida por la anarquía militar. En medio siglo, se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales fueron derrocados por golpes de Estado y asesinados. Roma quedó a merced de su ejército, tanto del acantonado a las afueras de la capital como del que guardaba las fronteras del Imperio. Muchos de los generales ni siquiera eran romanos, sino bárba- ros contratados por Roma. Primero se repartieron el poder en tetrarquías; luego, lo descentralizaron y lo divideron en capitales administrativas, que fueron el germen de futuras naciones. Finalmente, las provincias se desmembraron en un mosaico de Estados, sobre los que reinaron, casi autónomamente, caudillos ván- dalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos a Roma.
La propia ciudad de Roma decayó, se despobló, y sus bellos edificios se fueron arruinando, despoja- dos de estatuas, bronces, mármoles y artesonados. El Foro, la plaza mayor del Imperio, expoliado de sus trofeos, fue invadido por la hierba y acabó en pasto de vacas (Campo Vaccino).
¿Y España?
El emperador Diocleciano dividió las provincias imperiales en diócesis gobernadas por un vicarius (advierta el lector cómo la Iglesia ha reproducido en su organigrama el proyecto imperialista romano). La diócesis llamada Hispania se subdividió en seis provincias (Tarraconensis, Carthaginensis, Gallaecia, Lusi- tania, Baetica y Mauritania Tingitania, esta última en África).
La sociedad entró en crisis. La autoridad se diluyó a todos los niveles. Se aflojaron los lazos comuni- tarios. La gente se desentendió de la vida municipal. Los cargos edilicios acabaron siendo una pesada car- ga (como las presidencias de ciertas comunidades de vecinos en nuestro tiempo). Las ciudades decayeron y se despoblaron. Los potentados que antes rivalizaban en sufragar obras públicas dieron la espalda a la urbe y se retiraron a vivir en sus latifundios (fundi). El abismo social se ensanchó: por un lado, los deshere- dados; por el otro, los propietarios latifundistas y los obispos. Con la crisis económica, el comercio decayó, y el número de esclavos se redujo, lo que provocó la ruina de la industria. Los ricos (ahora denominados honestiores, potentiores o possessores) ya no fueron tan ricos, y los pobres (humiliores) se tornaron mucho más pobres de lo que solían. El país se infestó de forajidos, casi todos colonos y pequeños propietarios arruinados, que se echaban al monte para buscarse la vida.
A la hora del balance por cierre de negocio, ¿qué es lo que el mundo debe a Roma?
Algunos historiadores nos han presentado el mundo antiguo como una inmensa vaca, cuya leche fluía generosamente sobre las insaciables fauces de la explotadora Roma. La historia de Roma es, en efecto, la de una expansión imperialista, que perseguía la explotación sistemática de las tierras, de los recursos y de los pueblos sometidos. No obstante, el balance final resulta muy favorable porque, a cambio de aquellos recursos, Roma civilizó el mundo antiguo. Roma somos nosotros: los europeos y cuantas naciones del mundo han tenido sus orígenes históricos o culturales en Europa (es decir, la mayoría de ellas). Lo que los europeos somos hoy es, para bien o para mal, el resultado de la interacción de dos vigorosas corrientes que se fundieron en el crisol de Roma: la cultura helénica y el pensamiento religioso judío, una peculiar aleación que quizá sea prudente seguir denominando civilización cristiana occidental.
Roma nos legó su forma de vida, sus instituciones, impuso a los pueblos sometidos hermandad de- ntro del marco jurídico y administrativo del cives romani y nos legó el patrimonio precioso de su lengua, los dos pilares básicos sobre los que aún se asienta este Occidente que lentamente camina hacia la integración supranacional, es decir, hacia el ideal de ser de nuevo, básicamente, Roma.
CAPÍTULO 16
La invasión de los bárbaros
A galope tendido, una turba de feroces y vociferantes guerreros, jinetes en peludos trotones, penetra por la Vía Apia. ¿Recuerda el lector el grandilocuente óleo de Ulpiano Checa intitulado Entrada de los bár- baros en Roma, tan reproducido en los libros de texto del antiguo bachillerato? La armonía del mundo clási- co está representada por el acueducto que se divisa al fondo, por la estatua de mármol y por el airoso tem- plo de la derecha. Asomada entre columnas marmóreas, una pudorosa vestal tasa, suponemos que horrori- zada, las fuertes emociones que pronto le sobrevendrán.
El escéptico lector hará bien en creer que la realidad fue menos dramática. Ni los romanos eran tan sofisticados ni los bárbaros tan brutos (de hecho, la voz bárbaro significa «extranjero»; no, «salvaje»), apar- te de que en el Imperio, como suele suceder hasta en las mejores familias, la decadencia fue gradual y se extendió por espacio de varias generaciones, sin grandes sobresaltos ni cabalgadas de bascas varoniles apestando a chotuno. La invasión de los bárbaros fue lenta y gradual. Durante los siglos iv y v, Roma vivió en casi constante estado de guerra con los bárbaros, que presionaban sus fronteras del Danubio y el Rin, y con los partos, que hacían lo propio en Oriente. Mantener a un ejército que contuviese a estos pueblos re- quería un gran esfuerzo económico. En su época dorada, la maquinaria romana funcionaba gracias al botín obtenido en los nuevos territorios, pero desde que había dejado de conquistar, el erario público sólo contaba con los impuestos arrancados a un clase media cada vez más oprimida.
Los ingresos disminuían y los gastos aumentaban sin cesar. Para colmo de males, la administración del Imperio resultaba demasiado compleja para los limitados medios de la época. Roma no podía abarcarlo todo. Por eso, a partir del siglo III, la autoridad central se había ido disgregando en anarquía militar y, en el espacio de medio siglo, se sucedieron treinta y nueve emperadores, muchos de los cuales, ya queda dicho, fueron depuestos por golpes de Estado y asesinados.
A las tribus bárbaras, que Roma admitió al principio en su territorio como aliadas, en calidad de mer- cenarios, se sumaron otras que llegaban a las fronteras con peores modales. Los resignados funcionarios romanos debieron pensar: «Abramos la puerta a estos sujetos antes de que nos la tiren abajo.» Pero llegó un momento en que los bárbaros ya no guardaron las formas y se colaron sin contemplaciones, les ocupa- ron la despensa y les comieron la hacienda.
¿Y los romanos? Los romanos, nada: asistieron impotentes a la rebatiña y riza de su Imperio. Ya no eran ni sombra de lo que fueron.
Con la disolución del poder, llegó el momento en que los bárbaros tampoco sabían muy bien a quién había que pedir permiso ni adónde habían ido a parar los títulos de propiedad de aquel pingüe, aunque decaído, Imperio. Roma quedó a merced de los militares, muchos de los cuales ni siquiera eran romanos, sino bárbaros a sueldo de Roma. Primero, se repartieron el poder en tetrarquías (desde Diocleciano); des- pués, lo descentralizaron, dividiéndolo en provincias sobre las que reinarían caudillos vándalos, visigodos, francos u ostrogodos, sólo nominalmente sometidos al emperador. Finalmente, en el año 364, el Imperio se dividió en dos grandes bloques: Oriente y Occidente. La parte occidental no tardó en desintegrarse porque los bárbaros irrumpían ya violentamente en Francia, en España y hasta en la propia Italia en busca de tie- rras más ricas. La oriental, con capital en Bizancio (moderna Estambul), resistiría todavía durante un mile- nio, hasta su conquista por los turcos.
¿Y la Iglesia? La Iglesia, lista como una ardilla, en vista de que se le iba de las manos el Imperio ro- mano, al que tanto había costado convertir, se adaptó maravillosamente a los nuevos tiempos y se las inge- nió para conservar sus privilegios. ¿Cómo? Ganándose a los reyes bárbaros a través de sus esposas, que solían ser romanas y, por tanto, cristianas. La Iglesia se preguntó: «¿Qué es lo que quiere la mujer [la no liberada, naturalmente]? Un marido importante y colocar a los hijos tan alto como sea posible. La mujer del rey quiere seguir siéndolo de por vida y que sus hijos sean reyes.» Pero los bárbaros eran polígamos, como toda sociedad primitiva. Sus reyes cambiaban de esposa con facilidad. En cuanto se les marchitaba una le buscaban una sustituta más joven. Aquí tenemos a la esposa atribulada, descubriéndose ante el espejo (una bruñida lámina de plata) las primeras patas de gallo. Entonces, la Iglesia le susurra al oído: «Ya ves lo poquito que vas a durar. Ahora, que de ti depende: tú lo conviertes al cristianismo y, antes de que lo advier-
ta, ya está casado con vínculo indisoluble ante Dios y ungido por la Iglesia, y tienes marido para toda la vida, y tus hijos, no los de otra, heredarán el trono.»
Para la reina era un negocio redondo, y para la iglesia, también, porque las tribus bárbaras no se ma- reaban con teologías ni libertades de conciencia: acataban ciegamente los dioses que les indicaran sus reyes. El rey se convierte al cristianismo, todos nos convertimos. También, hay que decirlo, la conversión traía ventajas para el monarca. El rey ungido por la Iglesia era declarado inviolable, como elegido por Dios, y esto lo ponía relativamente a salvo de posibles rivales. Además, como Dios andaba por medio, se transm i- tía genéticamente la virtud, lo que le daba pretexto para dejar la corona a sus hijos. En el fondo, eso de las monarquías electivas era un engorro que sólo deseaban los candidatos a reyes. El que alcanzaba la corona aspiraba a transmitirla a su descendencia. Todo esto era posible cuando sus súbditos acataban el magiste- rio de la Santa Madre Iglesia.
CAPÍTULO 17
Suevos, vándalos, alanos
En el año 409, por la época en que madura la castaña y el piloso jabalí hoza bajo las hojas buscando la sabrosa trufa, los bárbaros penetraron en la península Ibérica por la calzada romana que atravesaba los Pirineos por Roncesvalles. Los recién llegados pertenecían a dos pueblos germanos, rubios como la cerve- za: suevos y vándalos. Detrás, llegaron los alanos, un pueblo asiático de pelo negro y lacio.
Todos ellos habían hecho un largo viaje. Los alanos habían partido del este de la actual Ucrania, jun- to a las costas septentrionales del mar Negro; los suevos, aunque procedían del norte de Alemania, habían cruzado el Elba cuando Roma estaba en sus comienzos y se habían establecido al sur de Alemania, donde hoy está Nuremberg; los vándalos procedían del norte de la actual Polonia y también habían ido descen- diendo a lo largo de los siglos hasta situarse cerca del Danubio. En el tiempo de las grandes invasiones, el mundo era un gigantesco juego de ajedrez, en el que el movimiento de una pieza afectaba a todas las de- más. Presionados por otros que venían detrás, los vándalos, los suevos y los alanos atravesaron las tierras al norte del Danubio, así como Alemania y Francia.
Los recién llegados se extendieron por la Península, saqueando ciudades y robando campos, hasta que el emperador de Roma, molesto por la riza que le habían organizado en su olvidada provincia, envió a los godos a desalojarlos. Estos godos (otro pueblo germánico originario del norte de Alemania) obligaron a los invasores a replegarse a las tierras más pobres y menos romanizadas del noroeste y, después, regresa- ron a las Galias, donde Roma les concedió un reino con capital en Tolosa. Poco después, los vándalos pasaron a África y se establecieron en las antiguas tierras de Cartago, que Roma había transformado en próspera provincia. Tampoco duró mucho. Acabaron difuminándose y desaparecieron de la historia como una sombra.
España quedaba, como iba siendo su costumbre, dividida en dos mitades. En la parte de Galicia y norte de Portugal, los suevos, y en la cornisa cantábrica, sus naturales de siempre, gente arisca y brava, los menos romanizados del conjunto hispánico, que habían aprovechado el desvanecimiento del poder romano para recobrar su autonomía. En el sur y el Levante, la parte más rica y poblada, quedaban los hispanorro- manos, muy decaídos y venidos a menos, pero todavía alimentando la ilusión de pertenecer al Imperio ro- mano. Poco más que ilusión, porque Roma no podía ya defenderlos y tuvo nuevamente que contratar a los godos para que contuvieran la rapacidad de sus vecinos. Los godos establecieron algunas guarniciones permanentes, los campi gothorum, que atrajeron emigrantes de sus tribus al reclamo de las buenas tierras ganaderas de Castilla la Vieja (y no sólo ganaderas, pues también llegaron agricultores que trajeron consigo la sabrosa alcachofa y la deliciosa espinaca, cultivos hasta entonces desconocidos en España).
En el año 476, el emperador de Roma fue depuesto, y la ficción que era el Imperio romano de Occi- dente se desvaneció para dar paso a la más completa anarquía. En el sur y el Levante de España, el vacío de poder fue prestamente ocupado por los romanos del Imperio de Oriente, es decir Bizancio (los hispano- rromanos afectados quedaron encantados por haberse librado de la barbarie germánica), pero los godos permanecieron en el resto del país, incluso corregidos y aumentados por la masiva inmigración de sus her- manos de allende el Pirineo después de la caída del reino de Tolosa, el año 507, ante el empuje de los fran- cos. Estos godos, que con el tiempo extenderían su dominio a toda la Península, fundaron un reino con capital en Toledo. Es posible que el escéptico lector recuerde la lista de los reyes godos desde los tiempos, no sé si añorados, de su bachillerato. Lo más seguro es que los tuviera ya medio olvidados y al adquirir este libro no sospechó que le brindaría ocasión de refrescarlos. Pues bien, aquí están, que el saber no ocupa lugar: Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico 1, Turismundo, Teodorico II, Eurico, Alarico II, Gesaleico, Teodori- co el Amalo, Amalarico, Teudis, Teudiselo, Ágila, Atanagildo, Liuva 1, Leovigildo, Recaredo, Liuva II, Witeri- co, Gundermaro, Sisebuto, Recaredo II, Suintila, Sisenando, Khintila, Tulga, Chindasvinto, Recesvinto, Wamba, Ervigio, Égica, Witiza, Ágila II y Rodrigo.
CAPÍTULO 18
Los reyes que vivían peligrosamente
El Imperio romano obedecía la autoridad de un emperador con sede en Roma. Después de que el cristianismo se convirtiera en la religión oficial, parecía natural que el obispo de Roma o papa fuese rector religioso de ese Imperio cristianizado. El Papado, crecido en su poder, prohibió interpretaciones de la doctri- na distintas a la suya y persiguió a los obispos que las profesaban. A todo esto, los misioneros de Arrio, uno de esos obispos herejes, habían convertido a los godos al cristianismo.
Los godos que se instalaron en España eran arrianos, lo que, a efectos prácticos, resultó peor que si hubieran sido paganos, dado que los hispanorromanos eran católicos. Mientras el mundo se venía abajo, los obispos católicos andaban a la gresca con los arrianos por el dogma de la Santísima Trinidad. Recorda- rá el lector no suficientemente escéptico, si ha sido catequizado en los profundos e irracionales misterios del dogma (cuidado: irracionales en el sentido de que trascienden la razón), que, según la doctrina oficial de la Iglesia católica romana, en Dios se contienen tres personas, Padre, Hijo y Espíritu Santo, con lo que, de modo inexplicable, dado que se trata de un misterio, Dios, sin dejar de ser Uno, es, al propio tiempo, Tres: uno en esencia y trino en presencia.
Los godos profesaban las enseñanzas del obispo Arrio, el cual sostenía que las tres personas de la Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, no eran del mismo rango, porque el Hijo era de naturaleza inferior al Padre, y desde luego no eterno. En cuanto al Espíritu Santo, salía todavía peor parado porque era apenas una sombra de menor entidad que el menoscabado Hijo.
Las diferencias sobre la Santísima Trinidad dividían el cristianismo español en dos bandos: los some- tidos indígenas, que eran católicos, y los dominadores germanos, que eran arrianos. Había otra importante diferencia: los indígenas pagaban impuestos, y los godos, no. No les convenía a los godos, por tanto, mez- clarse con los hispanorromanos. Durante un tiempo prohibieron los matrimonios mixtos, practicaron un cier- to apartheid y se esforzaron por mantener su pureza tribal. Además, su sociedad, estructurada en clanes militares, se adaptaba mal a la cultura urbana de los hispanorromanos.
El mayor avance en la normalización del Estado ocurrió a partir de 569, en los trece años de reinado de Leovigildo. Este enérgico monarca pensaba a lo grande, admiraba a los romanos y hacía todo lo posible por vestir el cargo. Acuñó monedas de oro con su efigie, como hacían los emperadores de Oriente; adoptó las insignias reales romanas (la corona, el cetro y el trono), y hasta el título Flavius de los últimos emperado- res. Este título sería después usado por los reyes medievales; para que se vea cómo el prestigio de Roma se va heredando por los siglos de los siglos. La presente Europa de las comunidades, que se abre camino a trancas y barrancas, no es, en realidad, más que ese genético deseo de volver a ser Roma la Grande. Lo malo es que parece que la única Roma posible va a estar al norte del Rin, en manos de los antiguos bárba- ros.
Volviendo a Leovigildo. Sus otras decisiones fueron igualmente juiciosas. Se dejó de mezquindades tribales e hizo lo posible por eliminar las diferencias entre godos e hispanorromanos. Para ello, derogó la ley que prohibía los matrimonios mixtos, y en lo sucesivo no hubo más diferencias que las tradicionales de po- bres y ricos. También conquistó las provincias suevas y bizantinas.
Es una pena que un estadista tan afortunado fracasara como padre. Comet ió la torpeza de nombrar a su hijo Hermenegildo gobernador de la Bética, y el muchacho cayó en las apostólicas redes de san Lean- dro, obispo de Sevilla, que lo convirtió al catolicismo. Quizá tuviera algo que ver también su esposa Ingunda, o Indegunda, que era devota católica.
Fanático como todo converso, el príncipe se rebeló contra su padre y no tuvo inconveniente en dejar- se manipular por los potentados béticos, todos católicos hispanorromanos, que añoraban los gloriosos tiem- pos del Imperio y soñaban con sacudirse de encima a los godos. Pero Leovigildo sofocó la rebelión, y el príncipe rebelde murió en la cárcel. Naturalmente, la Iglesia lo hizo santo, como también al obispo que lo convirtió, san Leandro, y al hermano del obispo, san Isidoro. Por cierto, este obispo de Sevilla fue la primera autoridad científica de su tiempo. Su magna obra, Las etimologías, es la última luz de Roma en la Bética, una enciclopedia que resume el saber antiguo, ya lastimosamente olvidado: gramática, dialéctica, aritmética, geometría, música, arte, medicina y jurisprudencia.
Leovigildo implantó un Estado multirracial, en el que convivían hispanorromanos, godos y vándalos. Hubiera unido la Península bajo una sola autoridad de no ser porque nunca llegó a ocupar Vasconia. Ya estamos notando que los vascos han defendido fieramente su independencia desde que existe memoria histórica, contra todo y contra todos. No deja de ser aleccionador y quizá motivo de reflexión. El caso es que ellos y sus vecinos de la cornisa cantábrica tampoco se quedaron en sus montañas, sino que aprovecharon el río revuelto para lanzar expediciones de saqueo contra las tierras del interior. Se reprodujo la misma si- tuación que medio milenio antes había estimulado la conquista romana: el poder central se veía obligado a contrarrestar aquellos ataques con expediciones punitivas. Para contenerlos, fundó una plaza fuerte en sus mismos límites, Victoriaco, hoy Vitoria.
En un país donde la mayoría de la población era católica, resultaba absurdo que la clase dominante goda siguiera siendo arriana y que una minucia teológica causara problemas de orden público. Leovigildo lo comprendió así, y al parecer, en su lecho de muerte, aconsejó a Recaredo, su hijo y sucesor, que se convir- tiera al catolicismo.
Recaredo se convirtió y también convirtió, por decreto, a los obispos arrianos y al pueblo godo (Tercer Concilio de Toledo, en 589). El último escollo que dificultaba la fusión de la minoría goda con la mayoría hispanorromana había desaparecido.
Con esta decisión se inicia el contubernio entre trono y altar, es decir Iglesia y Estado, que será una constante de la historia española hasta nuestros pecadores días.
Gardingos y obispos
La monarquía visigoda era electiva. El rey tenía que ser de estirpe goda y buenas costumbres, pero, como lo elegían los magnates y los obispos, se cuidaban de que la elección recayera sobre algún pariente. El rey gozaba de poder absoluto y se rodeaba de un séquito de magnates, los gardingos o convites fidelis, cuya fidelidad se recompensaba con donaciones de tierras. De ellos y de los obispos, escogía al gobierno u officium Palatinum, cuyos ministros o comes se encargaban del tesoro (Hacienda), de la cancillería, etcéte- ra. Este comes es el origen del título conde. En la Edad Media, ya pasados los godos, todavía el jefe del ejército se llamará condestable, es decir, comes stabuli, el conde de los establos; de los establos reales, por supuesto.
A partir del siglo vi, existió también una Aula Regia o consejo asesor del rey, integrado por magnates ajenos al gobierno. De este modo, todo el mundo alcanzaba su tajada. Otra institución política de creciente importancia fueron los concilios eclesiásticos, de los que hubo muchos, casi siempre en Toledo, la capital. Los concilios de los obispos se convirtieron en una especie de Cámara Alta que regía la vida nacional. Des- de esta posición de fuerza, la Iglesia acabó por erradicar los últimos vestigios de la cultura pagana; por ejemplo, los juegos circenses, que san Isidoro consideraba culto al diablo, o el teatro, al que relacionaba etimológicamente con la prostitución. Prohibidos los espectáculos institucionales, sólo le quedaban al ciuda- dano las alegrías particulares, pero tampoco éstas agradaban al celante episcopado. Por ejemplo, la festivi- dad pagana de Año Nuevo, tal como se celebraba entonces, le parecía a san Isidoro un vergonzoso espec- táculo, en el que «se entonan impúdicas canciones, se danza frenéticamente, y coros de los dos sexos, ahítos de vino, se juntan en repugnante promiscuidad».
Esta creciente injerencia de la Iglesia en la sociedad civil era su premio por apoyar a la monarquía. El rey, a menudo un golpista que acababa de alcanzar el poder destronando a su antecesor, convocaba conci- lio, y los obispos lo legitimaban. En justa correspondencia, él les firmaba decretos para perseguir a los judí- os y a los paganos. Iglesia y trono eran como uña y carne, o una mano lava a la otra. La tolerancia religiosa de los reyes arrianos, la que había favorecido la pacífica convivencia de judíos, católicos, arrianos y paga- nos, dio paso a las persecuciones de la Iglesia católica contra paganos y judíos. Esta represión se iría re- crudeciendo hacia el final de la monarquía goda.
El dominio de la Iglesia tuvo también sus aspectos positivos. Ya comenzaban a florecer los monaste- rios, que durante el largo eclipse del medievo serían guardianes y transmisores de la cultura clásica (conve- nientemente censurada y expurgada por los clérigos, claro está).
CAPÍTULO 19
Pobres y ricos
En los buenos tiempos de Roma, el Estado creador del derecho civil amparaba al ciudadano donde quiera que estuviese, pero cuando el poder central flaqueó, la ley perdió el apoyo coactivo del Estado, y el ciudadano común quedó a merced de los abusos del fuerte. Como en los tiempos anteriores a Roma, los humildes buscaron la protección de los poderosos, la influencia de los nobles terratenientes aumentó y se marcaron más claramente, si cabe, las dos grandes clases sociales, potentiores y humiliores. En el fondo, las de siempre: los que tienen y los que no tienen; los que necesitan protección y los que pueden ofrecerla. A cambio de algo, naturalmente.
Además, con la decadencia del comercio, las ciudades vinieron a menos, mientras que la vida rural fue a más. Eso explica que los mejores monumentos godos estén en medio del campo, esas coquetuelas iglesias de Quintanilla de las Viñas (Burgos), San Juan de Baños (Palencia), San Pedro de la Nave (Zamo- ra). También explica que la otra gran manifestación artística de los godos, la orfebrería, resplandezca en tesorillos y piezas que se encuentran en el campo, nunca en grandes ciudades: las coronas votivas de Gua- rrazar (Toledo) o las bellísimas cruces de Torredonjimeno (Jaén).
El carácter electivo de la monarquía goda favoreció el final abrupto de muchos de sus titulares. De los treinta y cinco reyes de la lista, más de la mitad fueron asesinados, o derrocados por medios más sutiles; por ejemplo, decalvándolos, es decir, pelándolos al cero. Hay que tener en cuenta la importancia que los godos otorgaban a la cabellera. Jordanes (Getica XI, 72) nos dice que, según Diucineo, la clase civil de la nación goda se daba el nombre de cabelludos (capillatos; variante, capillutos). Por eso, el principal atributo de la realeza germánica era la cabellera. Lo más grave que le podía ocurrir a un godo era ser rasurado, pena que se aplicaba a los condenados por diversos delitos antes del paseo infamante. Al destronado se le tonsuraba y se le enviaba a un monasterio. Y ya podía darse con un canto en los dientes por haber escapa- do al veneno o al puñal, porque los tiempos venían recios y la vida se estimaba en poco.
CAPÍTULO 20
La pérdida de España
Cuando los bárbaros del norte conquistaron el Imperio romano de Occidente, otros bárbaros surgidos del desierto arábigo invadieron el de Oriente, es decir, Bizancio, y el imperio sasánida que ocupaba el solar de la antigua Persia. Los bárbaros orientales eran una confederación de tribus nómadas recientemente convertidas a una nueva religión, el islam.
En el breve espacio de un siglo, los musulmanes se extendieron por los territorios actualmente ocu- pados por Jordania, Siria, Israel, Iraq e Irán. Después, el impulso conquistador los llevó hacia el este, por Asia central, hasta cruzar el río Indo y alcanzar Pakistán, y hacia el oeste, por la ribera mediterránea de África. La plaza fuerte bizantina de Cartago y las ciudades costeras cayeron una tras otra. Sólo Ceuta se mantuvo en manos cristianas porque los invasores llegaron a un acuerdo con su gobernador.
Cuando los musulmanes alcanzaron las playas del Atlántico, aún les quedaba cuerda. Entonces, se replantearon la situación: al frente, tenían el ancho mar impenetrable; a la izquierda, el inhóspito desierto; a la derecha, cruzando el Estrecho, la invitadora costa europea, un verdor que atraía a los hombres del de- sierto.
¡Europa! La tierra que mana leche y miel, el paraíso que recorren cuatro ríos, se ofrecía al invasor como abierta de patas, ustedes disculpen la cruda metáfora. La monarquía visigoda padecía a la sazón una grave crisis económica y social. A la peste reciente, que había causado una gran mortandad, se unía una pertinaz sequía, con su cortejo de hambrunas y desórdenes.
En el año 711, los moros cruzaron el Estrecho e invadieron España. La conquistaron en sólo unos meses y se establecieron en ella durante ocho siglos.
El escéptico lector no ignora que, según la versión oficial, el reino godo se perdió por la cobarde ven- ganza de un gobernador de Ceuta, despechado porque el rey le había desgraciado a una hija. En algunos lugares se dice que la sedujo; en otros, que la violó, que resulta más melodramático.
El conde se llamaba don Julián; su hija, Florinda (de apodo la Cava), y el rey, don Rodrigo. Un ro- mance sugiere que el encalabrinamiento del monarca se produjo una tarde soleada, en un alto mirador de Toledo, cuando la inocente muchacha estaba sacándole aradores con un alfiler de oro. El arador es el ácaro que produce la sarna, padecimiento muy común en aquellos tiempos escasamente higiénicos. Esta versión es muy romántica.
El conde don Julián, cuando supo que le habían desgraciado a la niña, disimuló y preparó su vengan- za en secreto, aprovechando que Rodrigo estaba enemistado con medio reino. En 709, cuando murió Witi- za, el penúltimo rey godo, antes de cumplir los treinta años, el clan que ostentaba el poder, al que llamare- mos partido witiziano, intentó perpetuar su privilegio haciendo recaer la corona en Ágila, hijo de Witiza, que todavía era un niño. Entonces, una facción nobiliaria impuso a su propio candidato, el duque y general Ro- drigo. El conde don Julián, conjurado con los witizianos, entró en tratos con sus vecinos moros. El plan era que los moros ayudarían a los witizianos a derrotar a Rodrigo y luego regresarían a Marruecos con el botín que hubieran ganado en la batalla. Nada de eso; los moros se alzaron con el santo y la limosna, y los cris- tianos tardaron nada menos que ocho siglos en expulsarlos.
Naturalmente casi todo esto es falso. Lo de la violación es pura literatura: un calco casi exacto de un relato escandinavo de las Eddas. Seguramente el partido witiziano se acogió a la leyenda después del de- sastre, para disculpar su cómplice participación en la ruina de España.
La conquista obedeció a un motivo prosaico, que constituye, sin embargo, el gran motor de la historia: la codicia de la ganancia. Los árabes esperaban encontrar a este lado del Estrecho un rico botín. Circulaba la leyenda de que en España se ocultaban grandes tesoros; entre ellos, la fabulosa Mesa de Salomón, que los visigodos habían arrebatado a los romanos. Además, los viajeros alababan las fértiles tierras, las huertas regadas por caudalosos ríos, los frescos jardines y los espesos bosques; un paraíso para el que procedía del árido desierto. Y aquel país de Jauja se hallaba casi indefenso: el Estado godo, sumido en una profunda crisis económica, debilitado por recientes hambrunas y epidemias, y por las luchas intestinas de clanes político—familiares, la nobleza y el clero divididos, el pueblo descontento, abrumado por la presión fiscal... La fruta estaba en su punto para que alguien la recogiera.
En 710, Musa ben Nusayr, emir de África del norte, solicitó permiso al califa de Damasco para con- quistar el reino godo. En su carta le elogiaba la belleza de al—Andalus, sus méritos, sus riquezas, la varie- dad de sus regiones, la abundancia de sus cosechas y la dulzura de sus aguas. Quizá contaba de antema- no con el apoyo de los witizianos, capaces de cavarse su propia tumba con tal de destronar a Rodrigo.
En abril de 711, Rodrigo estaba guerreando contra los irreductibles vascos en el otro extremo de Es- paña. Fue el momento que aprovecharon los moros para invadir el reino. Tariq, gobernador de Tánger, des- embarcó en Gibraltar con un ejército de nueve mil bereberes (y dio su nombre al lugar: Gibraltar es Gebel Tariq, «la roca de Tariq»). El caso es que el historiador Vallvé sostiene que los árabes no desembarcaron en el Estrecho, sino cerca de Cartagena. Todo podría ser.
Tampoco está claro dónde se riñó la famosa batalla llamada del Guadalete o de la Janda, en la que naufragó el reino godo. ¿Qué más da? El caso es que la batalla fue larga y peleada, como escribe un cro- nista, se podía pensar que era el fin del mundo: «Los huesos de los muertos permanecieron allí largo tiem- po.» El ejército de Rodrigo resultó aniquilado, y con Rodrigo pereció la flor y nata de la aristocracia goda, los que llevaban anillos de oro en los dedos, que los distinguían de las categorías inferiores, que sólo los lleva- ban de plata o cobre.
Otra leyenda asegura que Abdelazis, el virrey del califa en España, se casó con Egilona, la viuda to- davía suculenta del rey Rodrigo. «A rey muerto, rey puesto», pensaría la práctica viuda, o quizá la obligaron, vaya usted a saber.
CAPÍTULO 21
De Guadalete a Covadonga
Después de la derrota del ejército godo, Tariq se encaminó hacia la capital, Toledo, donde le habían dicho que estaban los tesoros. Siguió cómodamente las antiguas calzadas romanas, sin hallar resistencia, y sólo se detuvo para ocupar las grandes ciudades que encontró a su paso, especialmente Écija y Córdoba. Al año siguiente, el propio Musa desembarcó con un ejército de diecisiete mil guerreros y obtuvo su cuota de gloria ocupando Medina Sidonia, Sevilla y Mérida. Los dos caudillos se encontraron en Toledo y unieron sus fuerzas para proseguir la conquista por el rico valle del Ebro. La ocupación de Portugal y Levante quedó en manos de subalternos. En ninguna parte les opusieron una resistencia enconada, lo que los llevó a pen- sar que todo el monte era orégano y, traspasando las lindes del reino godo, invadieron las tierras allende los Pirineos, dispuestos a conquistar Europa, el viejo sueño del islam. Pero el rey de los francos, Carlos Martel, los derrotó en Poitiers (732). Después de este descalabro, se lo pensaron mejor y decidieron conformarse con España. Además, se consolaron como la zorra que no alcanzaba las uvas; no disponían de gente sufi- ciente para ocupar tantas tierras.
De la península Ibérica sólo quedó sin conquistar la cornisa cantábrica. Los moros desistieron de ocuparla después de com= probar, en algunos encuentros desafortunados, que aquellas agrestes montañas estaban habitadas por montaraces indígenas, cuyo sometimiento hubiera requerido un esfuerzo y un gasto que no se compensaba por la ganancia de tan exiguo e inhóspito territorio.
¿Covadonga? Bueno, sí, algo pudo ocurrir en Covadonga, pero desde luego el escéptico lector hará bien en no creer que allá se riñó la gran batalla que dicen las crónicas. Quizá un pequeño destacamento musulmán, que imprudentemente se había internado por aquellas fragas, fue sorprendido y derrotado por los astures capitaneados por un espatario, o jefe de la milicia goda, llamado Pelayo, un leonés refugiado entre los astures. Pudo ser sólo una refriega, pero a los apaleados godos aquella hazaña les devolvió el orgullo y la confianza. El mito crecería en los reinos cristianos durante el lento proceso de la Reconquista.
En dos años, había caído la monarquía goda, y un país poblado por unos cuatro millones de hispano- rromanos y godos —quizá sea conveniente que, a partir de ahora, los llamemos hispanogodos— se había sometido, casi sin resistencia, a un ejército que no alcanzaría los cuarenta mil guerreros. ¿Cómo se explica?
Se explica porque la masa de la población, los campesinos paupérrimos y abrumados por los impues- tos, no movieron un dedo en favor del orden godo. Total, peor de lo que estaban no podían estar con nue- vos amos. Se explica, también, porque los invasores pactaron con los witizianos, con los obispos y con otros magnates, a los que permitieron conservar sus haciendas y privilegios. Era un gran consuelo por la pérdida de España porque los condes y los obispos continuaron al frente de sus provincias y de sus diócesis, y la organización jurídica y eclesiástica del Estado godo se mantuvo intacta. Aquellos musulmanes de la primera hornada respetaban a «las gentes del Libro», como llamaban a los cristianos y a los judíos, y se contenta- ban con imponerles un tributo especial. Por eso, tampoco estaban especialmente interesados en imponer su religión a los pueblos sometidos.
Este cuadro se modifica algo, pero no se descompone, si aceptamos las tesis de Ignacio Olagüe. Se- gún él, los musulmanes no conquistaron España, sino que les fue pacíficamente entregada porque sus habi- tantes abrazaron masivamente el islam (lo que explicaría la sospechosa ausencia de noticias de la conquis- ta en las crónicas musulmanas). Tenga en cuenta el escéptico lector que faltaba mucho para Trento, y el cristianismo no estaba tan sistematizado como ahora. Era, más bien, un conjunto de confusas creencias, de las que sobresalía la certeza de un Dios único y todopoderoso, absoluto y excluyente. Esa esquemática visión se adaptaba, también, al Dios del islam, con la diferencia de que éste era más permisivo con los ape- titos carnales de sus devotos y no los abrumaba con las exigencias de un clero abusón.
La verdad es que, al pasarse al islam, la explotada plebe hispanogoda salía ganando. También gana- ban dos importantes minorías oprimidas: los siervos y los judíos. Los primeros porque estaban atados a la tierra casi como esclavos y, con el cambio, al abrazar el islam, ascendían a la categoría de libertos. Los judíos porque, aunque no se convirtieran al islam, alcanzaban los mismos derechos que cualquier cristiano, es decir, los respetaban y sólo los obligaban a satisfacer el impuesto religioso.
Muchos cristianos se mantuvieron en su fe, con sus iglesias y sus ritos, aunque los alfaquíes (equiva- lente musulmán del clero cristiano y tan aguafiestas como él) refunfuñaban porque los musulmanes consu-
mían vino en ciertos monasterios cristianos que mantenían taberna y bodega. El lector no ignora que la ley de Mahoma abomina del cerdo y del vino. No obstante, muchos musulmanes españoles desconocían la prohibición coránica. De hecho, en Córdoba existió un floreciente mercado de vino, hasta que Abd al— Rahman II lo destruyó para contentar a los alfaquíes. Con la Iglesia hemos topado.
España volvía a ser la lejana colonia occidental de un gran imperio, el califato de Damasco, tan ex- tenso como el romano. La nueva provincia se llamó al—Andalus, y el nombre de España, arabizado en Ishbaniya, quedó restringido a la parte de la Península no conquistada.
Durante un cuarto de siglo, los delegados de Damasco gobernaron al—Andalus, pero el imperio era tan dilatado y el califa tenía que atender a tantos problemas que, necesariamente, su autoridad se resentía, y los gobernadores de las provincias más remotas acabaron gobernando por su cuenta. Por otra parte, tam- poco faltaban problemas internos entre los conquistadores: el grupo étnico más numeroso, los bereberes de Tariq, estaban descontentos porque les habían asignado las peores tierras (la meseta, Galicia y las monta- ñas), mientras que la aristocracia árabe, los baladtyyun, llegados con Musa en 712, cuando el trabajo estaba hecho, se habían establecido en las más fértiles (Levante, el Betis y el Ebro).
El malestar degeneró en franca rebelión, y los árabes, como eran minoría, llamaron en su auxilio a contingentes militares sirios (o yund), unos diez mil guerreros en total, quienes, después de someter a los bereberes, optaron por establecerse también en Andalucía y el Algarve.
CAPÍTULO 22
Un príncipe fugitivo
Los árabes estaban divididos en varios grupos tribales que nunca se llevaron bien, aunque ya hemos visto que, después de las predicaciones de Mahoma, hicieron causa común para extender el islam por el mundo. Los grupos tribales más importantes eran los kalbíes, originarios del sur de la península arábiga, y los kaisíes, que eran del norte. Unos y otros tenían poco en común, aparte de la religión y el idioma. Los kalbíes eran hortelanos sedentarios (ellos fueron los que aportaron a Andalucía y Levante la rica tradición de los regadíos); por el contrario, los kaisíes eran pastores y camelleros nómadas.
En el santuario y centro caravanero de La Meca había otra tribu, los kuraish, dividida en dos clanes, los omeyas y los hashimíes, también enemistados porque los omeyas monopolizaban el próspero comercio con Bizancio y Persia, y sólo dejaban las migajas a sus parientes.
Durante cerca de un siglo, el clan de los omeyas se mantuv o a la cabeza del islam y controló el impe- rio de Damasco, pero en 750 un hashimí llamado Abd Allah derrocó al califa y exterminó a la odiada familia omeya; hasta borró de las lápidas sepulcrales el nombre de los omeyas difuntos. No contento con esto, Abd Allah mudó la capital a Bagdad y trocó su nombre por el de Abu al—Abbás, en memoria del tío de Mahoma al—Abbás, del que decía descender. La nueva dinastía se denominó abbasí.
Un joven omeya de veinte años de edad, un tal Abd al—Rahman, logró escapar de la matanza de su familia, y, poniendo tierra por medio, consiguió alcanzar la lejana tierra de al—Andalus.
Al—Andalus estaba al borde de la guerra civil cuando Abd alRahman desembarcó en sus playas. A cinco mil kilómetros de Arabia, los descendientes de las tribus kalbíes y kaisíes reproducían las rivalidades de sus ancestros y se hacían cruda guerra. A estos grupos étnicos había que añadir, para acabar de enma- rañarlo todo, a los bereberes y a los sirios, cada cual con sus reivindicaciones, y finalmente, a los hispano- godos, divididos ahora en dos grandes comunidades: por un lado, los que se habían convertido al islam (muladíes), y por otro, los que seguían siendo cristianos (mozárabes). Y aún se queda en el tintero la comu- nidad judía, creciente en número e importancia.
Demasiada gente y demasiados intereses encontrados.
El joven Abd al—Rahman se erigió en mediador, puso paz primero por lo suave y, en cuanto tuvo au- toridad, eliminó a los díscolos y se apoderó de al—Andalus.
¿Un omeya al frente de la provincia española obedecería al califa abbasí, al exterminador de su fami- lia? El califa era el jefe espiritual del islam (del mismo modo que el papa lo era de la cristiandad). Los califas de Damasco, y posteriormente de Bagdad, ejercían la doble autoridad civil y religiosa. Como es natural, el joven Abd al—Rahman no acató la autoridad civil del califa abbasí, pero se resignó a reconocerlo como jefe religioso. En las mezquitas de al—Andalus se invocaba el nombre del odiado usurpador en su calidad de jefe religioso, pero por lo demás Abd al—Rahman se independizó de Bagdad, es decir, capitaneó su propio ejército, recaudó sus impuestos y gobernó a sus súbditos como le plugo. No obstante, continuaba usando el título de emir, o gobernador delegado del califa. Cuando uno de sus sucesores se atrevió a asumir también la jefatura religiosa, al—Andalus dejó de ser emirato para convertirse en califato, como se verá cuando to- que.
Abd al—Rahman aspiraba a ser rey absoluto de un Estado moderno. Para ello necesitaba un ejército fiel, no una tropa de dudosa lealtad, dividida por enemistades tribales e intereses de clanes y familias. Por lo tanto, optó por la solución bizantina: rodearse de mercenarios (sakaliba), fieles solamente al pagador, es decir, al Estado. Muchos de ellos eran cautivos, que habían sido capturados o adquiridos, siendo todavía niños, en la Europa cristiana. Desvinculados de sus familias y de sus culturas de origen, no reconocían más familia que el regimiento al que pertenecían. Estos soldados residían en sus cuarteles, despreciaban la vida civil y se mantenían ajenos a la política, e incluso a la vida menuda de la calle, pues, aunque vivieran en al—Andalus no se molestaban en aprender el idioma. Por eso, también los llamaban khurs, los silenciosos.
¿Y los cristianos? Mientras el emirato de al— Andalus se consolidaba, los godos fugitivos en las mon- tañas de Asturias y los naturales de aquella comarca habían fundado un reino cristiano, que, al poco tiempo, extendió sus dominios, por un lado, hasta Galicia y, por otro, hasta el Duero, aprovechando que aquella tierra había sido prácticamente abandonada por los bereberes. Abd al—Rahman andaba corto de dinero y
de hombres, y aceptó la línea del Duero, como su frontera natural con los cristianos. De hecho, el espacio entre Madrid y el Duero quedó como tierra de nadie. Abd al—Rahman estableció en sus confines tres mar- cas o provincias militares (según la costumbre romano—bizantina), con capitales en Zaragoza, Toledo y Mérida. Solamente en las feraces tierras del Ebro y Cataluña había contacto directo entre cristianos y mu- sulmanes.
La solución de las marcas militares resolvía el problema de la seguridad en las fronteras, pero, a la larga, creaba otro más grave: los gobernadores militares aprovechaban la menor ocasión para desgajarse de la obediencia de Córdoba y crear sus propios reinos. Para conseguirlo, no vacilaban en aliarse con el enemigo cristiano, del que supuestamente debían defender el territorio. Esto explica que el gobernador de Zaragoza llegara a un acuerdo con Carlomagno, rey de Francia, para repartirse la región. Pero cuando Car- lomagno intentó ocupar los pasos de los Pirineos fue derrotado por los vascos (que seguían manteniendo la independencia desde la caída del Imperio romano). Fue la batalla de Roncesvalles, en la que perecieron Roldán y los pares de Francia, como épicamente cuenta la Chanson de Roland.
Carlomagno no renunció a sus ambiciones y logró crear en tierras catalanas su propia provincia mili- tar, la llamada Marca Hispánica. Los sucesores de Carlomagno permitieron la existencia de diversos conda- dos satélites a este lado de los Pirineos. Sólo fracasaron en Aragón y Navarra, donde surgieron poderes independientes.
Volviendo a Córdoba y a sus problemas, el proyecto autárquico de Abd al—Rahman, con sus plazas militares, sus regimientos mercenarios, su estado burocrático y su corte imitada de la bizantina, costaba mucho dinero, que tenía que salir de los impuestos. Como siempre, era el pueblo humilde el que pagaba la cuenta. El malestar de los contribuyentes fue creciendo a medida que aumentaban las exigencias tributa- rias. En tiempo del tercer emir, al—Hakam I, estallaron dos rebeliones, una en Toledo y otra en la propia Córdoba. La de Toledo es conocida como jornada del Foso (797). Sabedor el emir de que la gente de este país es capaz de correr cualquier riesgo con tal de comer de balde, atrajo al alcázar a los prohombres de la ciudad con el señuelo de un banquete, que, en realidad, ocultaba una trampa. «Los verdugos —anota el cronista— se colocaron al borde del foso y a todos los que iban entrando los iban degollando, hasta que uno de los que esperaban fuera dio la voz de alarma: viendo el vapor de la sangre que ascendía por encima de los muros barruntó la causa y gritó: "¡Toledanos, es la espada, voto a Dios, la que causa ese vapor y no el humo de las cocinas!" Los que esperaban se disolvieron y la ejecución se detuvo, pero para entonces los verdugos habían degollado a más de cinco mil trescientos.»
La matanza de Córdoba, en 818, conocida como jornada del Arrabal, fue menos cruenta. Allí sólo pe- recieron los cuarenta amotinados más notorios, y sus cuerpos fueron crucificados a las afueras de la ciudad. Por si no había bastantes problemas en España, dividida como estaba entre religiones, reinos, razas,
castas y tendencias, una flota de piratas vikingos atacó las costas. En sus veloces y estilizados navíos, los vikingos habían recorrido ya las costas francesas, saqueando y pillando poblaciones y monasterios. En 843 desembarcaron en Asturias, donde fueron rechazados por el rey Ramiro 1, y en Galicia, donde hicieron
algunos estragos. Luego, descendieron por la costa atlántica hasta Lisboa, ya en tierra musulmana, donde volvieron a desembarcar. El gobernador envío correos a Córdoba para avisar a Abd al—Rahman II de la llegada de los piratas, suponiendo que continuarían hacia el sur. Poco después, los vikingos alcanzaron la desembocadura del Guadalquivir y se dividieron en dos grupos: mientras uno saqueaba Cádiz, el otro, unos ochenta navíos, remontó el río y atacó Sevilla. El emir reunió a duras penas las tropas necesarias para batir- los y derrotarlos. Luego, pactó con ellos y permitió que algunos se establecieran en la isla Menor, donde se ganaron la vida criando ganado y fabricando queso.
En años sucesivos hubo otras expediciones vikingas, que llegaron a la costa norte de África y remon- taron el Ebro hasta Pamplona, donde capturaron al magnate Sancho García, por cuyo rescate obtuvieron la respetable cifra de noventa mil dinares.
CAPÍTULO 23
Los reinos cristianos (711—1035)
Los primeros reyes de Asturias, conscientes de su debilidad, procedieron con prudencia y cautela (en lo político, digo, porque en lo personal, a veces, pecaron de imprudentes; por eso, a Favila lo mató un oso en una cacería). Sólo ocuparon Galicia cuando los bereberes la abandonaron para retirarse a las tierras del sur, menos húmedas y más fértiles. Pero luego, viendo a los musulmanes enzarzados en una guerra civil, les pareció que recuperar el antiguo reino de los godos iba a ser pan comido y comenzaron a colonizar la tierras despobladas al norte del Duero. A pesar de todo, como no las tenían todas consigo, fortificaron sus pueblos y pasos con numerosos castillos, de donde procede el nombre de Castilla, que se le dio a la región más expuesta y mejor defendida, el valle del Mena y sus aledaños. Finalmente, García 1(911—914) se atrevió a trasladar la capital de Oviedo a León, cambio que psicológicamente mostraba su voluntad de ex- tender el reino hacia el sur, recuperando las tierras musulmanas. Incluso lograron derrotar al ejército de Abd al—Rahman II en Simancas (938). Los colonos asturleoneses poblaron la Tierra de Campos, y otra vez se escuchó el familiar tañido de la campana cristiana sobre las espadañas de las nuevas iglesias, modestas y bellas construcciones como las de San Juan de Baños o la cripta de San Antolín de Palencia y San Pedro de la Nave en Zamora.
La cristiandad peninsular marchaba viento en popa, y los flamantes reyes de León estaban convenci- dos de que España entera les pertenecía como legítimos herederos de la monarquía visigoda. Pero les salieron primos respondones: por un lado, los vascos, que organizaron reino propio en Navarra y comenza- ron a ampliarlo hacia el sur, con Sancho 1 (905—926), y por otro lado, los catalanes, desde que, en 988, el conde de Barcelona Borrell II, «por la gracia de Dios duque ibérico», aprovechó la decadencia del imperio franco para proclamarse independiente y ampliar sus dominios a otros condados que serían el germen de la futura Cataluña. Cataluña no había encontrado su nombre todavía, pero sus pobladores demostraban un notable espíritu emprendedor. Veintiún años más tarde se atrevieron a saquear Córdoba, devolviendo la visita de Almanzor a Barcelona en tiempos de Borrell II.
Con tan autorizados competidores, el rey de León tuvo que abandonar su utópico proyecto hegemó- nico y contentarse con ser un socio más del club peninsular. Además, le salieron hijos contestatarios. Los indóciles colonos de aquel rincón llamado Castilla mostraban cierta propensión a actuar por su cuenta, igno- rando los formalismos y escribanías que les llegaban de la capital. Bastó que surgiera un líder, el conde de Fernán González Q930?—970), para que se independizaran y formaran una entidad aparte, que, con el tiempo, eclipsaría al tronco del que salió y al resto de los reinos peninsulares.
Aquellos primitivos castellanos tenían prisa por crecer y en seguida se diferenciaron hasta en el habla. Dieron en parlar castellano, también llamado español, ese dialecto seco y sabroso como las vides de La Rioja en la que nació, que hoy, después de siglos de gloriosa madurez, es el segundo idioma del mundo. Precisamente uno de los mayores despropósitos del actual Estado de las autonomías consiste en que la cuna del primitivo castellano no esté ya en Castilla.
El poema de Fernán González nos da una visión ingenua y recia de los primeros castellanos:
Era toda Castilla sólo una alcaldía
a pesar de ser pobre y de poca valía
nunca de buenos hombres fue Castilla vacía: de cómo fueron ellos lo sabemos hoy día.
Fue de los castellanos el principal cuidado elevar su señor al más alto estado;
de una alcaldía pobre, hiciéronla condado, tornáronla después cabeza de reinado.
Se llamó don Fernando este conde primero,
nunca hubo en el mundo otro tal caballero; éste fue de los moros implacable guerrero, por sus lides decíanle el buitre carnicero.
Creció Castilla, creció Navarra, creció Cataluña, y ya no quedó tan clara la hegemonía que pretendían los reyes de León. No obstante, como de ilusión también se vive, continuaron insistiendo en que ellos eran los legítimos herederos de los visigodos. Hasta incurrieron en la ficción de titularse emperadores, es decir, reyes de reyes, para sentar su primacía sobre los otros reinos cristianos.
La euforia y el gozo no duraron mucho. Cuando parecía que los moros estaban a punto de desmoro- narse ante el empuje cristiano, se recuperaron y contraatacaron. En muy pocos años, la situación se invirtió, y los embajadores de León, de Navarra, de Barcelona y de Castilla tuvieron que guardar turno para postrar- se ante el califa para lo que gustara mandar y llenarle las arcas con tributos.
Pero antes de referir estas miserias conviene que hagamos un alto para ver qué fue de los hispano- godos que, convertidos al islam o no, vivían en tierras musulmanas. Ellos protagonizaron dos famosas rebe- liones, una espiritual y otra armada: la de los mártires de Córdoba y la del guerrillero Ibn Hafsun, que, según dicen, estuvo en un tris de dar en tierra con el poder del islam español.
CAPÍTULO 24
La rebelión de Ibn Hafsun
El Estado cordobés entró en crisis en la segunda mitad del siglo ix. A los conatos independentistas de los gobernadores militares de las provincias fronterizas se sumaron las epidemias y las malas cosechas, la corrupción de los funcionarios y la crisis económica generalizada.
«Donde no hay harina todo es mohína», dice el refrán castellano. Para colmo, en la numerosa comu- nidad cristiana de Córdoba florecieron dos fundamentalistas, Eulogio y Álvaro, que, consternados por la creciente islamización de sus feligreses (muchos de los cuales vestían chilaba, parlaban algarabía, se afi- cionaban a los baños e imitaban otras costumbres no menos perniciosas de la secta de Mahoma), convoca- ron a sus ovejas a una tanda urgente de ejercicios espirituales y consiguieron que trece aspirantes al marti- rio, entre ellos dos mujeres, las vírgenes Flora y María, se presentaran ante la autoridad islámica para insul- tar a Mahoma. Era un modo expeditivo de alcanzar el martirio, puesto que, en el islam, la blasfemia se cas- tiga con la muerte (aún hoy, recuerden la sentencia que pesa sobre el escritor Salman Rushdie).
Ocurrió lo que se esperaba: las autoridades religiosas dictaron sentencia, y los blasfemos fueron eje- cutados. Al olor del martirio, el fundamentalismo cristiano creció y nuevos aspirantes a mártires se presenta- ron ante los jueces. El movimiento creó un problema de orden público y deterioró las relaciones, hasta en- tonces pacíficas, de las dos comunidades. El propio Abd al—Rahman II tomó cartas en el asunto y convocó un concilio en Toledo, sede de la máxima autoridad religiosa cristiana, en el que los obispos prohibieron a los fieles que provocasen a los musulmanes. No todos obedecieron, claro, porque, como las actitudes irra- cionales en seguida encuentran eco, los aspirantes a mártires perseveraban en su suicida actitud. Muham- mad I, sucesor de Abd al—Rahman II, actuó con mano dura contra la misma raíz del problema y decapitó al predicador Eulogio (que, naturalmente, la Iglesia proclamó santo). Huérfano de su guía espiritual, el movi- miento decreció rápidamente. En total, habían alcanzado la palma del martirio cincuenta y tres cristianos.
Con mártires o sin ellos, la comunidad mozárabe disminuía sin cesar porque, aparte de los que se convertían al islam, muchos otros miembros emigraban a los reinos cristianos. En la medida en que dismi- nuían los contribuyentes cristianos, la presión fiscal sobre los musulmanes aumentaba y, con ella, el males- tar de los más desfavorecidos, que finalmente estalló en una serie de revueltas.
Los muladíes (descendientes de cristianos convertidos al islam), descontentos con su condición de ciudadanos de segunda, se alzaron contra la clase árabe dominante. La rebelión más consistente la acaudi- lló Ibn Hafsun, nieto de cristiano, aunque musulmán de nacimiento, que mantuvo en jaque, durante treinta años, a sucesivos emires de Córdoba.
El nuevo Viriato comenzó sus correrías en la serranía de Ronda, como los bandoleros de faca y tra- buco. A poco de alzar el banderín de enganche logró agrupar a una numerosa turba de desheredados, a la que convirtió en un ejército. Dominó un amplio territorio entre Algeciras y Murcia, y algunas grandes ciuda- des (Écija, Priego, Archidona, Baeza y Úbeda). Finalmente, el emir Abd Allah logró derrotar al rebelde apro- vechando que su tardía conversión al cristianismo había enajenado la voluntad de los seguidores musulma- nes.
Cuando las cosas comenzaron a irle mal, incluso muy mal, Ibn Hafsun, oportunista como siempre, fa- lleció. Fue en 917. Un cronista árabe le dedicó el siguiente epitafio: «Fue columna de los infieles, cabeza de los politeístas, tea de la guerra civil y refugio de los rebeldes. Su muerte fue anuncio de toda fortuna y pros- peridad.»
La tumba de Ibn Hafsun fue profanada, y su cadáver, exhumado. Lo habían sepultado con arreglo al rito cristiano, la cabeza vuelta hacia Oriente y las manos cruzadas sobre el pecho. El macabro trofeo fue exhibido en una puerta de la muralla de Córdoba.
La capital desde la que Ibn Hafsun desafiaba el poder de Córdoba era «un castillo inaccesible a ochenta millas de Córdoba [...] sobre un cerro peñascoso y aislado [...] donde hay muchas casas, iglesias y acueductos» (al—Himyari). La localización de este castillo ha producido tremendos quebraderos de cabeza a los historiadores, que se empeñaron en identificarlo con la villa aragonesa de Barbastro, lo que los obliga- ba a hacer auténticos malabarismos con el tiempo y las distancias para que cuadraran los plazos en que, según las crónicas, los ejércitos califales acudieron a sitiar la fortaleza. Hoy se acepta que Bobastro estaba
en las montañas del norte de Málaga, quizá en las Mesas de Villaverde, lugar evocador, donde hay una iglesia excavada en la roca, o en Masmúyar, junto al pintoresco pueblecito de Comares, donde afloran, entre los olivos, abundantes vestigios de loza medieval e incluso un aljibe subterráneo sostenido por arcos de herradura sobre pilastrillas.
CAPÍTULO 25
Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos
Cuando el joven Abd al—Rahman III heredó el trono de su abuelo, al—Andalus estaba en franca de- cadencia, con los caudillos bereberes, árabes o muladíes desentendidos del gobierno central, la economía en recesión, el comercio exterior en crisis y las arcas del Estado casi exhaustas. Por si fuera poco, en 910 una dinastía fatimí de la secta chiíta, enemiga jurada de los omeyas, se había instalado en el Magreb y conspiraba para extender su dominio hasta al—Andalus.
Abd al—Rahman III no se amilanó. Aprovechando el entusiasmo popular que suscitó la derrota de Ibn Hafsun, se proclamó califa o jefe espiritual de su pueblo. La medida, que su antecesor el primer omeya nunca se atrevió a tomar, no escandalizó a nadie. Corrían ya otros tiempos y hacía años que la unidad espi- ritual del islam se había roto. Los califas fatimíes del norte de África hacía tiempo que ignoraban la autoridad de Bagdad.
Pacificado y ordenado su reino, el flamante califa andalusí dirigió su mirada a los reinos cristianos del norte, cuyos reyes, envalentonados por la inepta pasividad de los últimos emires cordobeses, se habían vuelto muy osados y lanzaban frecuentes expediciones de saqueo contra la frontera musulmana. Ya iba siendo hora de bajar los humos a tan molestos vecinos. En verano de 939, Abd al—Rahman III se puso al frente de un gran ejército y marchó contra los cristianos, pero le tendieron una celada cerca de Simancas y lo derrotaron. Comprendió que su ejército era poco operativo y que las tropas voluntarias que lo integraban resultaban más un estorbo que una ayuda.
Los ejércitos del islam se han nutrido tradicionalmente de voluntarios porque Mahoma prometió el pa- raíso a los caídos en Yihad (guerra santa), pero en la época de Abd al—Rahman los voluntarios no eran ya de la misma calidad que los que habían conquistado medio mundo dos siglos antes. Ahora había mucho holgazán procedente de las ciudades, mucho hortelano escaqueado, mucho oportunista más atento a la llamada del rancho que a la instrucción de las armas. No eran adecuados para combatir contra los cristia- nos, cuya aristocracia había convertido la guerra en la única profesión honorable. Así lo comprendió Abd al—Rahman y, antes de intentar un desquite, reformó radicalmente el ejército, prescindió de las tropas au- tóctonas y reclutó gran cantidad de mercenarios extranjeros, principalmente eslavos y también cristianos del norte. Más adelante contaría con mesnadas cristianas completas, cedidas por condes cristianos feudatarios de Córdoba. Esta vez planeó cuidadosamente su ataque contra los reinos del norte; incluso construyó dos bases de apoyo en Medinaceli y Gormaz.
¡Gormaz! ¡Qué hermoso parece el castillo más antiguo de Europa, en medio del páramo soriano, re- corrido por el majestuoso Duero! Se llega en coche, cómodamente, hasta el pie del muro. Por dentro, el castillo es llano, largo y herboso, como una alameda. El visitante escucha el silbo del viento en el silencio perfecto de sus ruinas y ve recortarse, allá en lo alto, sobre el impoluto cielo azul, el vuelo coronado del buitre.
La Reconquista, ya aceptada como lógica herencia de los desposeídos visigodos, tendría que espe- rar. Las fuerzas de los reinos cristianos eran tan menguadas que ni siquiera bastaban para defender sus fronteras del renovado ejército de Abd al—Rahman III. Por lo pronto, los amenazados reinos cristianos se apresuraron a enviar embajadas amistosas a Córdoba. Todos tuvieron que pasar por la taquilla: leoneses, navarros, catalanes, incluso los fieros castellanos.
Ya sé que el escéptico lector tiene oído que los cristianos tributaban cien doncellas al año con destino al harén del califa, pero esa piadosa y libidinosa leyenda cristiana es pura fantasía, por más que se esfuerce en acumular datos y que asegure que la vergonzosa contribución databa de los tiempos del rey Mauregato (783) y que sólo dejó de pagarse cuando Santiago Apóstol en persona descendió en su caballo blanco, espada en mano, para capitanear las mesnadas cristianas que derrotaron a los musulmanes en la batalla de Clavijo.
No hubo tal. No hubo batalla de Clavijo. Y ese Santiago Matamoros tan repetido luego, iconográfica- mente, en los altares e iglesias de España e Hispanoamérica no contiene más verdad que el Guerrero del Antifaz. En la bien urdida patraña de la batalla de Clavijo se apoyaba la Iglesia para exigir el «privilegio de los votos» que obligaba a los cristianos españoles a entregar a la iglesia de Santiago una medida de trigo y
otra de vino por cada yugada de tierra. El documento del compromiso que exhibía la Iglesia era una falsifi- cación, claro.
Entonces, ¿qué pagaban los cristianos? Lo corriente, hombre de Dios: cabras, alguna que otra oveja, pieles, grano, leguminosas y otros flatulentos productos de la tierra.
Es cierto, sin embargo, que, como apóstol de España, Santiago era invocado al entrar en combate:
«¡Santiago y cierra España!» Cierra España, es decir, guarda a España, pero cerrar también significa
«acometer con denuedo». Era una versión cristiana del alarido o grito de guerra musulmán: «¡Mahoma!» La palabra árabe alarido, hoy perfectamente naturalizada castellana, es un buen ejemplo de la gran cantidad de vocablos árabes de uso militar que pasaron al castellano: enacido (espía); almirante, alférez, zaga (re- serva que sigue al ejército); alarde (revista de tropas); alcaide (jefe militar de un castillo); algarada (incursión en territorio enemigo); almenara (señal de fuego sobre una torre vigía o atalaya); alcazaba, almudena, alcá- zar, todas referentes, con pequeñas variantes, a fortificaciones ciudadanas; adalid (guía y especialista en agüeros). Los agüeros eran muy importantes. Tanto cristianos como musulmanes, antes de entrar en bata- lla, cataban las aves, es decir, hacían pronósticos sobre el vuelo de las que iban encontrando, especialmen- te si eran cuervos o cornejas, muy abundantes entonces. Unos y otros eran gente crédula y supersticiosa, ya se ve.
Es de suponer que los escépticos de entonces descreían de agüeros e incluso del divino auxilio de Santiago o de Mahoma. De alguno de ellos debe proceder aquella honda reflexión:
Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos
que Dios protege a los malos
cuando son más que los buenos.
Nunca se estaba seguro. Incluso cuando las cifras cuadraban y la superioridad numérica estaba a fa- vor de uno, la picajosa divinidad podía castigar pretéritos pecadillos ayudando al enemigo. Ya lo dice el poema de Fernán González:
Bien vemos que Dios quiere a moros ayudar.
No sería muy distinta la guerra, con sus menudos lances y trabajos y cuidados, a la que se describe en una carta de la frontera de Granada fechada en 1509: «Los moros son astutos en la guerra y diligentes en ella, los que han sido en los guerrear los conoscen bien y saben armalles. Conoscen a qué tiempo y en qué lugar se ha de poner la guarda, do conviene el escucha, a dónde es necesario el atalaya, a qué parte el escusaña; por do se fará el atajo más seguro e que más descubra. Conosce el espía; sabrála ser. Tiene conoscimiento de los poluos, si son de gente de a pie, e qual de a caballo, o de ganado, e qual es toruellino. Y quál humo de carboneros y quál ahumada; y la diferencia que ay de almenara a la candela de los ganade- ros. Tiene conoscimiento de los padrones de la tierra, y a qué parte los toma, y a qué mano los dexa. Sabe poner la celada, y do irán los corredores, e ceuallos sy le es menester. Tiene conoscimiento del rebato fe- chizo, y quál es verdadero. Dan avisos. Su pensar continuo es ardiles, engaños e guardarse de aquéllos. Saben tomar rastro, y conocen de qué gente, y aquél seguir. Tentarán pasos e vados, e dañallos o adoba- llos según fuere menester. Y guían la hueste. Buscan pastos y aguas para ella, y montañas o llanos para aposentallos. Conocen la disposición de asentar más seguro el real; tentarán el de los enemigos...»
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