lunes, 26 de septiembre de 2016

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 4

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 4
12. La toma de la Bastilla: opinión pública y psicología de masas

Estos relatos sobre Nueva Guinea o Bali podrían interpretarse fácilmente como aventuras exóticas. Por esa razón, Margaret Mead buscó paralelismos en Occidente para mostrar lo común de los di- ferentes procesos de opinión pública. Eligió como procedimiento semejante al de los arapesh un ejemplo familiar para sus lectores estadounidenses: el linchamiento (1937, 7). Creía que, en ambos ca- sos, los individuos reaccionaban espontáneamente ante la situación planteada. Obraban como les parecía correcto y conseguían así un resultado político, aunque no hicieran esfuerzo alguno por llegar a un acuerdo colectivo.
Es raro que Margaret Mead no notara la enorme diferencia existente entre la situación del cuidadoso arapesh en cuyo jardín hoza un cerdo ajeno y la del individuo que participa en un linchamiento. El arapesh nunca se abandona a una acción espontánea «guiada por su propio sentir sobre el tema» (ibíd.). Afronta la situación con suma cautela, según la descripción de la propia Mead, ya que se encuentra sometido al control social e intenta asegurarse cuidadosamente el apoyo de algunos individuos influyentes. Esto lo logra, entre otros medios, dejándoles participar en la cena del cerdo, o insistiendo incluso en que lo hagan.

Estar en una muchedumbre descarga al individuo de la necesidad de vigilar el medio
Con los que participan en un linchamiento sucede exactamente lo contrario. Abandonan toda precaución. Dejan de ser individuos singulares escudriñados por otros que aprueban o rechazan su com- portamiento y, en lugar de eso, la masa anónima los absorbe com- pletamente. Así se liberan de los controles sociales que de otro modo espiarían todos los pasos que dieran a la vista, o al oído, del público.
El ejemplo moderno de Mead es un fenómeno que puede deno- minarse más adecuadamente una multitud espontánea. Leopold von Wiese (1955, 424) lo denomina una konkrete Masse, es decir, una masa de personas en contacto físico o al menos visual que, durante un breve lapso de tiempo, emergen y actúan juntas como un grupo, como si fueran un solo ser. Indudablemente esto no es lo que sucedía con el arapesh. El problema del cerdo invasor se solucionaba buscando el consenso de un conjunto de personas suficientemente respetables, pero cada participante seguía siendo una persona com-
pletamente separada y distinta, con un papel particular que de- sempeñar.
La clase de conducta que se produce en el linchamiento, o en los comportamientos colectivos en general, ha fascinado a los científicos y a las personas instruidas desde la Revolución Francesa y la toma de la Bastilla. En los siglos XIX y XX ha habido una inundación de ensayos y de libros sobre la psicología de las masas en torno a esta sorprendente manifestación de la naturaleza humana.
Desgraciadamente, esta literatura, de hecho, puede haber dificultado más que hecho avanzar la comprensión de los procesos de opinión pública. En el siglo XX se percibió al menos una difusa relación entre los disturbios de masas y la opinión pública, cuando no se los identificó, como hizo Margaret Mead. Esa concepción desdibujó, sin embargo, los elementos característicos del fenómeno psicosociológico de la opinión pública que habían sido delineados tan claramente por los escritores de los siglos XVII y XVIII.
¿Qué relación hay entre las explosiones psicológicas de las masas y la opinión pública? Parece útil iniciar esta indagación recordando la toma de la Bastilla, tal como la describió el historiador francés Taine.

Cada distrito sirve de centro, y el Palacio Real es el mayor de todos. De unos a otros circula un río de propuestas, quejas, discusiones y, simultáneamente, un río de humanidad que se abre camino o avanza a trompicones, sin otro guía que su propia fuerza y los accidentes que encuentra en el camino. Una multitud se amontona aquí, después allá. Su estrategia se limita a empujar y ser empujada. El gentío sólo consigue entrar en los lugares en que le dejan. Sólo logra entrar en los Inválidos con la ayuda de los soldados. Dis paran contra los muros de la Bastilla desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde y sólo accidentalmente un disparo hiere a uno de los inválidos que se encuentran en las torres... Se disculpa a las masas como se disculpa a los niños, intentando a toda costa que causen los menores daños posibles. A la primera petición, el alcaide retira los cañones de las troneras e invita a la primera delegación a desayunar con él. Hace jurar a los hombres de la guarnición que no abrirán fuego si no los atacan. Acaba dejándolos dis parar como último recurso para defender el segundo puente, después de haber advertido a los atacantes que iba a permitir abrir fuego a las tropas. En resumen, su clemencia, paciencia y tolerancia son extraordinarias y reflejan plenamente la concepción de lo humano de esta era. Las sensaciones novedosas del ataque y la resistencia, el olor a pólvora, la violencia del ataque vuelven loca a la gente. Parece que lo único que saben es que deben arrojarse contra esa montaña de piedra. Sus soluciones son del mismo nivel que sus tácticas: algunos creen haber capturado a la hija del alcaide y quieren quemarla para obligar a su padre a rendirse. Otros incendian una parte
saliente del edificio que está llena de paja, obstruyendo así su propio camino. «No se tomó la Bastilla por la fuerza», dijo el valeroso Elie, uno de los combatientes. «Se rindió antes de que pudieran atacarla.»
La capitulación se produce a condición de que no se haga daño a
nadie. La guarnición no es capaz de disparar contra tantos seres vivos desde una situación tan segura como la suya, y, además, los soldados se sienten confusos ante la enorme multitud que tienen ante sus ojos. Los atacantes sólo son ochocientos o novecientos, pero el terreno que se extiende por delante de la Bastilla y las calles cercanas se encuentran llenos de curiosos que han acudido para ver el espectáculo. Como relata un testigo ocular, entre ellos hay «muchas mujeres elegantes y bien parecidas que han dejado sus coches a una cierta distancia». Desde la altura de los parapetos de la fortaleza debe de parecerles a los ciento veinte hombres de la guarnición que París entero se ha lanzado contra ellos. Son ellos los que bajan el puente levadizo y dejan entrar al enemigo. Todos han perdido la cabeza, los sitiados y los sitiadores; aunque éstos en mayor medida, ya que el triunfo los ha emborrachado. Apenas han entrado cuando empiezan a romperlo todo. Los que llegan después disparan contra los que han llegado antes, completamente al azar. La omnipotencia repentina y la libertad para matar son un vino demasiado fuerte para la naturaleza humana. El vértigo se apodera de ellos, se enfurecen y todo acaba en un delirio salvaje.
...La guardia francesa, que conoce las leyes de la guerra, intenta
mantener su palabra, pero las masas que la siguen no saben con quién se encuentran y golpean violentamente sin orden ni concierto. Dispersan a los suizos que les han disparado porque los toman, por sus uniformes azules, por presos. En lugar de ellos, caen sobre los inválidos que les han abierto la Bastilla. Al que impidió que el alcaide volase la fortaleza le cortan la mano por la muñeca de un sablazo y le dan dos puñaladas. Su mano, que rescató un barrio de París, es llevada triunfalmente por las calles (Táine 1916, 66-69).

Esta escena de histeria de masas es muy diferente de lo que hemos definido aquí como opinión pública a partir del análisis empírico e histórico. La opinión pública reside en las actitudes y los modos de comportamiento que reciben una fuerte adhesión en un lugar y una época determinados; que hay que demostrar para evitar el aislamiento social en cualquier medio de opiniones establecidas; y que, en un medio de opiniones cambiantes o en una nueva área de tensión emergente, se pueden expresar sin aislarse.
¿Tienen algo que ver estos estallidos de la muchedumbre con la opinión pública? Existe un criterio sencillo para responder a esta pregunta. Todos los fenómenos de opinión pública implican una amenaza de aislamiento. Nos encontramos con una manifestación de la opinión pública siempre que los individuos carecen de libertad para
hablar o actuar según sus propias inclinaciones y deben tener en cuenta las opiniones de su medio social para evitar quedarse aislados. No cabe duda de que esto es lo que sucede en las situaciones de masa concreta o muchedumbre excitada. Tanto los que participaron en la toma de la Bastilla como los que sólo se amontonaron en las calles buscando sensaciones fuertes sabían perfectamente cómo debían comportarse para evitar el aislamiento: tenían que mostrar aprobación. También sabían qué clase de conducta los expondría a un aislamiento peligroso para su supervivencia, a saber: el rechazo y la crítica de las acciones de las masas. El carácter inequívoco, la intensidad de la amenaza de aislamiento contra cualquier desviado de la muchedumbre en estas situaciones agudas nos muestra que, en su raíz, la histeria de las masas es una manifestación de la opinión pública. Podríamos sustituir fácilmente la toma de la Bastilla por escenas actuales de acciones de masas, como el clamor unánime de un estadio de fútbol contra la decisión de un árbitro o contra un equipo que ha defraudado a sus seguidores. O en el lugar de un accidente: un gran Cadillac con la matrícula caducada ha atropellado a un niño. No importa si el niño se ha metido delante del automóvil o si tiene la culpa el conductor: todas las personas de la muchedumbre saben que no van a osar defender al conductor. O en una manifestación para protestar por la muerte de una víctima de la brutalidad policial: es imposible defender al policía.
Mientras en otras situaciones hay que orientarse, con mayor o menor dificultad, sobre las clases de comportamiento aceptables, en una escena de excitación de masas, éstos son diáfanos, como la luz del día. El entendimiento que une a los participantes y los vincula a la multitud puede tener, por supuesto, múltiples orígenes. Podemos caracterizar a partir de éstos los diferentes fenómenos de masas.
Una turba activa puede extraer su fuerza de elementos intemporales o pertenecientes al Zeitgeist (espíritu de la época). La circunstancia intemporal está relacionada con lo que Tönnies llamó los estados
«sólidos» de agregación, y las temporales con los estados «fluidos». Las turbamultas basadas en elementos intemporales suelen proceder de reacciones instintivas: motines por hambre; la protección a un niño atropellado; el rechazo de un desconocido o un extranjero; el apoyo al propio equipo o nación. Goebbels, el ministro nazi de propaganda, se basó en esta clase de reacciones para enfervorizar un estadio lleno con su llamamiento: «¿Queréis una guerra total?».
Intemporal, o al menos no dependiente de circunstancias locales, sería la cólera colectiva contra la transgresión de las tradiciones morales compartidas. En contraste, podríamos decir que las ma- nifestaciones de masas debidas a circunstancias fluidas, valores
cambiantes o nuevas concepciones valorativas están determinadas por circunstancias históricas particulares.
La masa concreta puede utilizarse como recurso estratégico para acelerar la difusión de nuevas ideas. En el curso normal de los acon- tecimientos hace falta un tiempo muy largo para que los individuos independientes de una masa dispersa acepten una idea nueva. Si se consigue organizar a los individuos en una masa concreta que favorezca la nueva idea, el proceso de cambio valorativo se acelerará porque la masa demuestra que la idea puede apoyarse en público sin riesgo de aislamiento. La masa temporal es un fenómeno típico de los períodos revolucionarios. Por lo tanto, la masa concreta puede servir como una clase enormemente intensificada de opinión pública.
La situación del individuo en una masa concreta es completamente distinta de la de un individuo en una masa latente. En una turba activa no necesita comprobar cuidadosamente lo que puede o debe expresar en público. En ella, el motivo principal, el miedo al aislamiento, desaparece. El individuo se siente parte de una unidad y no teme a ningún tribunal de justicia.

La opinión pública irritada puede producir tumultos espontáneos Una turba (o masa concreta) también puede surgir de la descarga de una tensión existente entre el consenso y un individuo o una minoría que se oponga a unas normas inflexibles, unas reacciones instintivas o la adopción de nuevos sistemas de valores. La masa espontánea refleja así la naturaleza noble de la opinión pública: sus efectos se ejercen tanto hacia arriba como hacia abajo. Puede atacar tanto a instituciones o gobiernos cuyos principios o comportamiento hayan contradecido el consenso, como a los que no accedan a una exigencia de cambio. Los investigadores sociales han medido esas tensiones con encuestas representativas que pueden servir para predecir la explosión de movimientos revolucionarios. Se utilizan cuestionarios para averiguar cómo es la situación, según la entiende la gente, y cómo piensan que debe ser. Cuando la distancia entre ambas se amplía más allá de los límites habituales, aparece el peligro. 8
En una masa abstracta o latente existe, a diferencia de la masa concreta, una reciprocidad de pensamiento y sentimiento que no es específica de un lugar, sino que produce condiciones favorables para el surgimiento de una masa concreta, o de lo que Theodor Geiger llamaba una masa «efectiva». Ésta se parece a la «comunidad

8 Leo Crespi, informe oral en la XXIV conferencia anual de la American Association for Public Opinion Research (Sociedad Americana para la Investigación de la Opinión Pública), Lake George, 1969.
clandestina» de Leopold von Wiese, tal como la describe en el si- guiente texto.

En agosto de 1926 tuvieron lugar en París varios ataques violentos contra extranjeros. Tras un período de calma ocurrió otro grave incidente. La policía detuvo un autobús lleno de extranjeros cerca de un incendio, y les dijo que fueran por otro camino, ante la posibilidad de que el fuego se extendiese.
Parece que la multitud creyó que los extranjeros habían ido a ver el fuego e inmediatamente los atacó... Antes que la policía pudiera impedirlo, una buena lluvia de piedras dio la bienvenida a los pasajeros del autobús, y muchos resultaron heridos. Sólo la enérgica intervención de los guardias permitió liberar a los extranjeros. Entre los arrestados se encontraba un conocido pintor francés que decía había participado activamente en el apedreamiento del autobús... ¿Había una masa abstracta antes del incidente? Ciertamente, la comunidad clandestina de todos los que se sentían ultrajados por la explotación extranjera de su inflación monetaria. Era la masa desorganizada e innumerable de todos los que odiaban a los extranjeros (Wiese 1955, 424).

Las multitudes inestables no reflejan la opinión pública
El papel de las multitudes emocionales en el proceso de opinión pública -un proceso que siempre está intentando asentar un valor- es más claro cuanto más se acerca al «grupo organizado» (McDougall 1920-1921, 48 y sigs.). Un grupo organizado es un grupo que ha realizado un largo recorrido hacia una meta determinada y que está dirigido por algunas personas o por un grupo que ha originado o modificado deliberadamente una masa concreta, «efectiva». Es posible imaginar, por el contrario, masas primitivas, espontáneas, desorganizadas, que surgen en unas determinadas circunstancias sin ninguna meta establecida de opinión pública. Estas masas nacen con el único objeto de alcanzar el clímax emocional que se produce al participar en una turba espontánea: la sensación de reciprocidad, la intensa excitación, la impaciencia, la sensación de fuerza y de poder irresistible, el orgullo, el permiso para ser intolerante y sensible, la pérdida del sentido de realidad. A los miembros de estos grupos nada les parece imposible; pueden creer cualquier cosa sin ponderaciones prolijas; les resulta fácil actuar sin responsabilidad y sin exigencias de constancia. Es típico de esta clase de multitud que sea completamente impredecible en sus cambios de un objetivo a otro y que no pueda ser orientada o guiada, como en el caso del paso del «¡Hosanna!» al
«¡Crucificadle!».
Los relatos de muchedumbres inestables a lo largo de los siglos son tan impresionantes, que estas imágenes se nos han grabado en la mente como el modo natural en que las opiniones se desarrollan en los grandes grupos. Hemos llegado a esperar súbitos cambios de opinión. Pero ni la suma de las opiniones medidas en las encuestas ni las estimaciones individuales sobre los climas de opinión muestran la inestabilidad que estos relatos nos hacen atribuir al «hombre masa». Las masas abstractas, latentes, y las masas concretas, efectivas, siguen leyes diferentes. En el primer caso se componen de personas con miedo al aislamiento; en el segundo, carecen de ese temor. La sensación de reciprocidad es tan penetrante en la masa concreta, que los individuos ya no necesitan asegurarse de cómo tienen que hablar o que actuar. En una unión tan densa son posibles incluso cambios dramáticos.
13. La moda es opinión pública

La gente encuentra cualquier situación emocionante, y a menudo estimulante, cuando forma parte de una multitud. Los métodos de investigación mediante encuestas nos permiten actualmente observar el entusiasmo que se produce cuando se celebra una olimpiada o un campeonato de fútbol, o cuando una serie televisiva de crímenes de tres capítulos vacía las calles, o cuando una población entera está pendiente de las hazañas de un héroe nacional. Hasta una campaña electoral produce entusiasmo.
¿Procede esta sensación de pertenencia de factores filogenéticos, de un estado de seguridad y de fuerza debido a que el indivi duo se libera por unos instantes del miedo al aislamiento?

La intuición estadística como nexo entre el individuo y la colectividad
«Nadie ha logrado aclarar cómo hay que concebir la relación entre la
conciencia individual y la conciencia colectiva», escribió el psicólogo social británico William McDougall en The Group Mind (La mente grupal; 1920-1921, 30). Sigmund Freud pensaba que las estructuras colectivas como la «mente grupal» y la yuxtaposición del individuo y la sociedad eran construcciones innecesarias. Para Freud, situar a un lado al individuo y al otro la sociedad parecía «la ruptura de una relación natural». Según Freud, las cosas no dependen de que un gran número de personas quieran influir en el individuo desde fuera. Los individuos no tienen relación alguna con los grupos de personas. Su mundo consiste en esas pocas y decisivas relaciones que mantienen con algunas personas concretas. Esas relaciones determinan las actitudes afectivas de los individuos, y su relación con la totalidad. Para Freud, por tanto, incluso la especialidad científica de la «psicología social» era una ficción.
Los métodos de investigación demoscópica nos permiten actualmente reconocer la muy sensible capacidad humana de percibir -sin recurrir a técnicas estadísticas- con un órgano sensorial cuasiestadístico las distribuciones de frecuencia y los cambios de opinión del medio, una capacidad que las ideas de Freud no podían explicar. Lo llamativo de estas percepciones del entorno, de estas estimaciones de lo que piensa la mayoría de la gente, es que cambian simultáneamente en casi todos los grupos de población (véanse las figs. 11-13 y el cap. 24). Tiene que haber algo que vaya más allá de las relaciones personales del individuo, una facultad intuitiva quizás, y que le permita vigilar continuamente una multitud de personas, igual que hay una esfera que se denomina acertadamente «lo público». McDougall
aceptó explícitamente que había una conciencia de la sensibilidad pública, y actualmente encontramos cada vez más pruebas de ello. Como escribió McDougall, los individuos actúan en público desde el conocimiento que poseen de la opinión pública (1920-1921, 39-40).
Podemos considerar a este órgano sensorial estadístico como el nexo que conecta a la persona con la colectividad. No necesitamos para ello suponer la existencia de una misteriosa conciencia colectiva, sino sólo la capacidad individual de percibir las reacciones de aprobación y desaprobación del medio ante las personas, las pautas de comportamiento y las ideas, de percibir sus cambios y desplazamientos, y de reaccionar en consecuencia para evitar en la medida de lo posible el aislamiento. McDougall describe así el motivo: Durante «la formación de una turba, ...ese aislamiento del individuo, que nos oprime a todos, aunque puede que no se formule explícitamente en nuestra conciencia, queda abolido temporalmente» (1920-1921, 24).

En los siglos XIX y XX han chocado repetidamente dos puntos de vista: el que subraya el comportamiento instintivo y considera al hombre determinado por los instintos gregarios, y el que supone que el hombre reacciona racionalmente ante la experiencia de la realidad, más en la línea de los ideales humanistas. Desde una perspectiva histórica, se puede decir que el conductismo ha desbancado a dos teorías distintas de los instintos, la del biólogo británico Wilfred Trotter (1916) y la de McDougall. La confusión aumenta si tenemos en cuenta que una clase importante y visible de comportamiento humano, la imitación, tiene dos orígenes diferentes, dos motivos diferentes, que no pueden distinguirse por las apariencias externas. Volvemos aquí a la distinción entre las dos clases de imitación: por una parte, la imitación como aprendizaje con el objetivo de adquirir conocimiento, la imitación de pautas comprobadas de conducta para aprovechar la experiencia y los conocimientos de los demás, la adopción de argumentos porque creemos que proceden de un juicio correcto, de lo que nos parece de buen gusto. Por otra parte, la imitación que procede del esfuerzo por parecerse a los demás debido al miedo al aislamiento. Las escuelas de pensamiento que enfatizaban la racionalidad del hombre consideraban la imitación como una estrategia eficaz de aprendizaje. Como estas escuelas prevalecieron claramente sobre las teorías del instinto, el tema de la imitacióni por miedo al aislamiento cayó en el olvido.
¿Por qué deben dejarse barba los hombres?
Continuamente ha habido fenómenos sorprendentes que han podido orientar la atención en la dirección adecuada. Pero, como todo lo que es demasiado común, apenas han sorprendido a nadie. En una conversación con de Gaulle mantenida en el último año de la vida del general, André Malraux dijo: «Nunca he decidido exactamente qué pienso sobre las modas... los siglos en que los hombres deben dejarse barba, los siglos en los que deben estar bien afeitados» (1972, 101).
¿Puede el aprendizaje o la adquisición de conocimiento motivar la imitación, motivar el que se afeiten o no las barbas? La respuesta a Malraux sería ésta: las modas son formas de comportamiento que, cuando son nuevas, pueden exhibirse en público sin quedarse aislado, pero que en una etapa posterior deben mostrarse en público para evitar el aislamiento. De este modo, la sociedad salvaguarda su cohesión y garantiza que los individuos estén suficientemente dispuestos a transigir. Podemos estar seguros de que el estilo de las barbas nunca cambiará sin una razón más profunda, sin que sirva para preparar a la gente de un período determinado para algún otro cambio más decisivo.
Para Platón, «los peinados, la ropa, el calzado que usa la gente, todo el aspecto exterior», así como la clase de música forman parte de las leyes no escritas sobre las que se funda un Estado (La República, libro 4). «Hay que ser especialmente cauto al acoger una nueva clase de música, ya que ésta podría poner todo en peligro. Porque nunca... se alteran los modos musicales sin que resulten afectadas las más importantes leyes del Estado». La novedad se infiltra disfrazada de diversión y aparentando inocuidad. Adimanto, que comparte el diálogo con Sócrates, desarrolla el tema: «No hace nada... pero insinuándose poco a poco va penetrando insensiblemente en su forma de comportarse y sus ocupaciones. Y después se abre camino con mayor fuerza hacia los pactos que establecen entre ellos. Y desde los pactos entra con gran audacia en las leyes y las instituciones políticas... hasta que finalmente lo trastorna todo, tanto lo privado como lo público» (Platón 1900, 108).
El aspecto lúdico de la moda hace que pasemos por alto su gran seriedad, su importancia como mecanismo de integración social. A este respecto, no importa si una sociedad mantiene su cohesión con jerarquías elaboradas o sin ellas, si la visibilidad pública de los estilos de la ropa, el calzado, el cabello y la barba se utiliza para mostrar las diferencias de posición o si -como sucede, por ejemplo, en la sociedad estadounidense- se intenta hacer lo contrario para causar la impresión de que ese tipo de diferencias no existen. Se acepta generalmente que los métodos lúdicos de la moda son adecuados para mostrar
diferencias jerárquicas. Esto se debe a que se ha prestado mucha más atención a la moda como expresión de la búsqueda de enaltecimiento y prestigio -el «amor a la fama» de Hume, la «teoría de la clase ociosa» de Veblen- que a la presión hacia la conformidad, que afecta más universalmente a las personas y sobre la que John Locke insistió al hablar indistintamente de la opinión, la reputación y la moda.

La atención a la moda ejercita la capacidad de transigir
El descontento con el poder disciplinario de la moda se demuestra en muchas expresiones peyorativas: «extravagancias de la moda»,
«caprichos», «lechuguino», «dandi», «petimetre». Implican frivolidad,
superficialidad, fugacidad e imitación simiesca.
Siempre es conmovedor leer en los análisis de mercado lo an- siosamente que los consumidores responden a la pregunta de qué es lo que buscan ante todo cuando compran un vestido nuevo: «No tiene que pasar de moda». Aquí más que en ninguna otra parte en- contramos un resentimiento genuino contra la «coacción al consumo», una ira por tener que sacrificar las inclinaciones personales a las exigencias de la moda para no ser ridiculizado o rechazado por el gusto contemporáneo como un adefesio vestido con ropa de la temporada anterior. Pero se juzga mal sobre las razones de esta
«coacción al consumo». Los comerciantes no son los que manejan los hilos de estos procesos, como suelen creer los iracundos consu- midores. Ellos no crean la situación, no orientan las tendencias de la moda en una u otra dirección. Si tienen éxito es porque saben, como los buenos marineros, templar las velas al viento. El vestido es un medio espléndido para expresar los signos de los tiempos, un medio magnífico para que el individuo demuestre su obediencia a la sociedad.
En la famosa antología de Bendix y Lipset Clase, estatus y poder, un artículo critica el uso excesivamente general del término «moda» en las ciencias sociales, quejándose de que es un «término sobregeneralizado» (Barber y Lobel 1953, 323). Como ejemplo di- suasorio se menciona a un autor que aplica el término «moda» a la pintura, la arquitectura, la filosofía, la religión, el comportamiento ético, el vestido y las ciencias físicas, biológicas y sociales. Aún más, también se usa el término «moda» en referencia al lenguaje, la alimentación, la música de baile, el esparcimiento, «en realidad, a todo el abanico de los elementos sociales y culturales». Básicamente, el término «moda» se aplicaba a todos estos elementos para expresar su carácter «voluble». Y los autores insisten: «Pero es improbable que las estructuras del comportamiento en estas diferentes áreas sociales y las consiguientes dinámicas de sus cambios sean siempre iguales.
"Moda"... tiene demasiados referentes. Abarca formas significativamente distintas de comportamiento social» (ibíd., 323-324).

Un modelo rígido
¿Son éstas en verdad pautas completamente distintas de conducta social? Cualquiera que observe con cuidado percibirá, subyaciendo a todas ellas, este estrato que Locke llamaba la ley no escrita de la opinión, la reputación o la moda. En todos los lugares encontramos el modelo rígido que, para Locke, justifica el uso del término «ley»: las recompensas y los castigos no proceden del propio acto -como el comer demasiado provoca un empacho-, sino de la aprobación o la desaprobación del medio social en un lugar y un momento determinados. Si vamos al fondo de las cosas, es evidente que el uso general del término «moda» es adecuado para subrayar las características comunes. En todos esos ámbitos, que parecen no tener nada en común, la persona puede estar «in» o «out»; tiene que vigilar los cambios que se producen o arriesgarse al aislamiento. La amenaza de aislamiento se da siempre que los juicios individuales consiguen convertirse en opinión predominante. La moda es un medio excelente de integración, y sólo esta función de contribuir a la integración de la sociedad puede explicar cómo algo tan nimio como la altura de los tacones o la forma de los cuellos de las camisas puede constituir un contenido de la opinión pública, puede ser la señal de que se esté «in» o «out». Los ámbitos aparentemente heterogéneos en los que se da el fenómeno de la moda no están en absoluto desconectados. Es cierto que apenas se ha investigado su sincronización; pero podemos sospechar, con Sócrates, que hay una relación entre los gustos musicales y los gustos sobre los peinados, sin olvidar que este movimiento puede llegar a destruir las leyes.
14. La picota

Los sistemas de castigo desarrollados por las diversas culturas han aprovechado despiadadamente la delicada naturaleza social del hombre. Esto sucede en los castigos que son difíciles de ocultar al ojo público, tales como cortar la mano izquierda, que es la pena coránica para los ladrones, o cortar el pie izquierdo por el segundo delito, o estigmatizar con hierros candentes; pero es aún más claro en el caso de las llamadas «penas de honor», que se dirigen contra la autoestima
sin, al menos en principio, tocarle un pelo al reo. Entendemos sin dificultad alguna el sentido del castigo de la picota9. El que este castigo haya existido en todas las épocas y en todas las culturas -en
las nuestras desde el siglo XII (Bader-Weiss y Bader 1935, 2)- da testimonio de una constante de la naturaleza humana. Los pigmeos sabían a qué era más vulnerable el hombre: al ridículo o al desdoro ante otras personas, que permiten a todos ver y enterarse de su extravagancia (véase cap. 11).

Las penas de honor aprovechan
la delicada naturaleza social del hombre
John Locke citaba la frase de Cicerón: Nihil habet natura praestantius, quam honestatem, quam laudem, quam dignitatem, quam decus (No hay nada mejor en el mundo que la honradez, la alabanza, la dignidad y el honor). Y añadía que Cicerón sabía bien que todos éstos eran nombres diferentes de lo mismo (Locke 1894, 1: 478). Arrebatar a las personas lo que es más valioso para ellas, su honor, es la esencia de las penas de honor. La picota «rompe el honor del hombre»10 como se decía en la Edad Media. A la gente le parecía una experiencia tan angustiosa que, cuando empezaron las primeras tendencias humanizadoras, se decretó que los menores de dieciocho años y - como en una ley turca- los mayores de setenta no podían ser puestos en la picota (Bader-Weiss y Bader 1935, 130). La picota estaba ingeniosamente pensada para atraer al máximo la atención de la gente. Se levantaba en la plaza o en el cruce de dos calles concurridas. Se ataba al reo a la picota por el cuello con una cadena de hierro y se le «exponía» o se le «exhibía» en los momentos en los que había más gente: temprano por la mañana los días de mercado, los domingos o los días festivos. O se le encadenaba con grilletes a la

9 Para una exposición exhaustiva del castigo de la picota, véanse Nagler 1970; Bader-Weiss y Bader 1935; Hentig 1954-1955.
10 Fehr, Folter und Strafe im alten Bern, 198; citado en Bader-Weiss y Bader 1935, 83.
puerta de la iglesia, como en la «picota eclesial». Se empleaban tambores y campanas para hacer ruido, y la picota estaba pintada de un color llamativo, rojo o naranja, para que se la viese bien. Estaba decorada con pinturas de animales inmundos. El nombre del reo y su delito estaban escritos en una pizarra que llevaba colgada del cuello. El populacho que al pasar se burlaba de él, le molestaba o le arrojaba basura (sin contar a los que le tiraban piedras, que no es propio del espíritu de la pena) era anónimo, se situaba fuera de las reglas ordinarias del control social. El único identificado era el delincuente.
En la picota no se castigaban los delitos graves, sino sólo los menos visibles, sobre los que debía caer todo el peso del ojo público. Se aplicaba en casos de fraude (el uso de pesos trucados por un panadero, por ejemplo) o de quiebra fraudulenta, de prostitución, alcahuetería y, especialmente, en los casos de difamación o maledicencia (con la idea de que el que roba el honor de alguien debe ser privado del suyo) (Bader-Weiss y Bader 1935, 122).

Los chismes pueden revelar
las reglas de honor de una sociedad
El límite entre la difamación y el chismorreo es difuso. ¿Cuándo deja de ser una mera opinión hablar con desaprobación sobre alguien que no está presente? Se destrozan las reputaciones, se matan las
famas11, el honor cae en descrédito y en la ignominia. Ser visto con
esa persona se convierte en tabú. A esto se refería la mundana marquesa de Les liaisons dangereuses (Las amistades peligrosas) cuando intentaba disuadir a la joven dama de seguir tratándose con su desacreditado amante: «¿No persistirá la opinión pública contra él, y no bastaría esto para modificar en consecuencia vuestra relación con él?» (Choderlos de Laclos 1926, 1: 89).
Vilipendio, descrédito, descastado, perdedor, paria... en el lenguaje bullen expresiones del ámbito de la psicología social que reflejan la sensación de indefensión y abandono del individuo. «¿Quién ha dicho eso?», pregunta la gente siempre que le cuentan algún chisme destructivo sobre ella, dispuesta a defenderse. Pero la murmuración es anónima. El antropólogo estadounidense John Beard Haviland elevó el chismorreo a objeto de investigación. Observó y describió la murmuración en la tribu de los zinacanteco, esperando deducir las reglas de honor de esa sociedad de la investigación y el análisis científico. Descubrió que los chismes persisten hasta que la mala conducta acaba saliendo a la luz. Cuando se reconoce públicamente

11 Brian Stross, “Gossip in Ethnography”, Reviews in Anthropology, 1978, 181- 188; Stross comenta a Haviland 1977.
una infracción de la regla que prohibe el adulterio, a la pareja se le impone una pena de honor parecida a la picota. Tienen que trabajar duramente en un día de fiesta pública (Haviland 1977, 63). Es una manera muy ingeniosa de provocar aislamiento porque el trabajo duro, aunque en sí no es deshonroso, separa evidentemente a la pareja de los que están celebrando el día de fiesta.
Se han creado muchos sistemas para hacer visible la deshonra:
«exhibir» a alguien con un alto sombrero de papel en la cabeza, hacer recorrer todo el pueblo a una chica con la cabeza rapada, embrear y emplumar... Recordemos al desventurado pigmeo Cephu y cómo se burlaban de él: «No eres un ser humano. Eres un animal».
Se podía humillar hasta a un emperador denunciándolo y ex- poniéndolo al desprecio de la gente. Cuando el emperador Rodolfo II residía en Praga en 1609, los artesanos y los repartidores esperaban en vano el pago de sus facturas, que el emperador apenas podía afrontar porque la Dieta Bohemia había bloqueado sus ingresos procedentes de los impuestos. Los trabajadores decidieron hacerlo público y sus protestas se conocieron a gran distancia de Praga por el que pudo ser el primer periódico del mundo, el Aviso. El Aviso informó que el 27 de junio de 1609 por la noche, cuando el emperador estaba sentado cenando, se produjo un gran griterío y una gran pitada en la oscuridad, enfrente de su residencia. La gente aullaba como perros, lobos y gatos. Se decía que el emperador estaba más que medianamente sobresaltado (Schöne 1939, epílogo 2-3).
La picota puede encontrarse incluso en el cuarto de los niños o en una escuela, en el castigo de ser enviado al rincón. Ese escenario rojo o naranja del descrédito erigido en la plaza del mercado puede parecernos tan lejano como la dama de hierro de la cámara de tortura medieval, pero lo vivimos todos los días. Las gentes de las últimas décadas del siglo XX son empicotadas en la radio y la televisión. El Aviso de 1609 era un precursor de los medios de comunicación de masas.
Incluso en el siglo XX, en el que al menos cincuenta definiciones diferentes de opinión pública vaciaron el concepto de todo significado, se ha conservado y se conserva su sentido original en el código penal alemán. Las secciones 186 y 187 establecen que, cuando se presentan cargos de calumnia o difamación, el hecho más insig- nificante puede servir de prueba si pretende «perjudicar la reputación del individuo ante la opinión pública». Del mismo modo que podemos derivar las reglas del honor del chismorreo, también pueden seguirse de los litigios actuales por difamación y libelo. Un pleito del 23 de noviembre de 1978 visto en el tribunal regional alemán de Mannheim puede servir de ejemplo. Nos basamos en un extracto del Neue
Juristische Wochenschrift 10 (1979): 504. «Si una mujer se queja de haber sido llamada "bruja", no se justifica una suspensión del caso por la insignificancia de la falta cometida por el demandado, ya que las personas implicadas en el caso son extranjeras (turcas, en este caso), y en el Oriente Próximo está extendida la creencia en la brujería. Es necesario, para proteger a la parte demandante, un fuerte castigo de la naturaleza de una severa reconvención judicial por dicha acción». Al explicar las razones de su fallo, el tribunal argumentó:

Indudablemente, la creencia en la brujería está actualmente muy extendida en el Oriente Próximo... Pero las cosas no están mucho mejor en este país. Según la última encuesta realizada sobre el tema (1973), el 2 por ciento de la población de la República Federal de Alemania cree firmemente en las «brujas», y otro 9 por ciento cree en la posibilidad de la brujería. De acuerdo con los especialistas más documentados, casi no hay ningún pueblo en el sur de Alemania en el que no haya mujeres sospechosas de brujería... Por lo tanto, no hay razón para juzgar las ideas supersticiosas similares «de la lejana Turquía» de modo diferente o más suavemente. Como explicó correctamente el mandatario de la demandante, la sospecha de que alguien pueda ser una «bruja» afecta grave y negativamente a la reputación de esa persona, aunque se trate de una trabajadora extranjera turca, que para su medio cercano y supersticioso se puede ir volviendo una descastada despreciada, sometida a una hostilidad y una persecución permanentes que podrían acabar convirtiéndola en víctima de malos tratos frecuentes y graves, o incluso producir su muerte, si este tribunal no actúa vigorosa y eficazmente contra la difamación.
15. La ley y la opinión pública

En su información sobre el juicio de un caso de robo nocturno en el centro de Zurich, el Neue Zürcher Zeitung (6 de mayo de 1978) publicó el siguiente comentario sobre el veredicto: «El tribunal superior debería revisar sus conclusiones para comprobar si sus medidas punitivas relativamente indulgentes para esos delitos concuerdan con los sentimientos y la opinión pública nacionales». ¿Deben concordar las leyes y las sentencias de los tribunales con la opinión pública?
¿Deben conformarse a la opinión pública? ¿Qué relación hay entre la opinión pública y el mundo de las leyes?
La pregunta central es en qué medida las tres leyes de John Locke -la ley divina, la ley civil y la ley de la opinión- pueden contradecirse. Locke trató la cuestión, para su país y su época, con el ejemplo del duelo. En la República Federal de Alemania de los años setenta y ochenta, la cuestión se plantea en torno al tema del aborto. Un alto dignatario de la Iglesia dijo que el aborto era un asesinato y se negó a distanciarse de los comentarios de un médico que había comparado el gran número de abortos con los asesinatos en masa del campo de concentración de Auschwitz. La ley civil permite el aborto, dijo el cardenal, pero él sigue llamándolo un asesinato (Frankfurter Allgemeine Zeitung, 26 de septiembre, 6 de octubre de 1979). No se trata de un conflicto terminológico. Los dos puntos de vista son irreconciliables. La opinión del prelado es mucho más que una fachada que oculte percepciones modernas muy diferentes. Las diversas concepciones que hay respecto al aborto son virulentas. La creencia cristiana en la protección de la vida, incluso la no nacida, choca con una creencia emocional igualmente fuerte, la que Rousseau llamó por primera vez «religión civil» (1962a, 327), una religión secular, civil, en la que la emancipación, o el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, tiene más valor. Se trata de uno de esos conflictos que mueven a la gente a organizar su vida evitando encontrarse con personas con una opinión distinta de la suya.

La polarización como división de la opinión pública
Intentando evitar a los que no piensan como ellas, las personas pierden su capacidad cuasiestadística de evaluar correctamente las opiniones del medio. El término «ignorancia pluralista» (pluralistic ignorance), acuñado por la sociología norteamericana, podría aplicarse a esta ignorancia de cómo piensa «la gente». Es la situación llamada polarización. La sociedad se parte en dos. Se puede hablar de opinión pública dividida. La característica distintiva es que cada facción se sobrevalora enormemente en lo que se denomina una
«percepción especular» (looking glass perception). Podemos medir este fenómeno estadísticamente: cuanto más se alejen las estimaciones acerca de «qué piensa la mayoría», más polarizada estará la cuestión. Los partidarios de las opiniones contrarias sencillamente no se hablan y por eso juzgan incorrectamente la situación. Las tablas 16-19 muestran algunos ejemplos de los años setenta. En ocasiones esta ignorancia es unilateral: un bando percibe correctamente el medio y el otro se sobreestima. Este modelo parece indicar que la integración acaba favoreciendo a los que se sobrevaloran.
Podemos poner como ejemplo de esta situación la diferencia de opinión sobre la nueva Ostpolitik alemana a comienzos de los años setenta (tabla 17). Los vencedores -los que estaban a favor de la Ostpolitik- se perciben como un bloque sólido que comprende el 70 por ciento de la población. «La mayoría piensa como nosotros.» En la oposición hay fisuras. No piensan que la mayoría esté a favor de los acuerdos con el Este ni se atribuyen a sí mismos esa mayoría. No se comprometen, y dan una tibia respuesta de «mitad y mitad». Para el que realiza una prognosis y analiza el estado de la opinión pública, la simetría y la asimetría de las estimaciones sobre el medio son elementos importantes. Si predomina la simetría -mayor polarización, cada bando se considera más fuerte que el otro- el resultado es un conflicto grave. Si hay asimetría, una de las facciones duda mucho - respuestas indecisas, respuestas que muestran que la opinión está dividida o que no se puede saber cuál es la opinión del medio- y su capacidad de defenderse es pequeña. La medida de la discrepancia, utilizada en las tablas siguientes, fue elaborada en los años cincuenta por tres psicólogos sociales estadounidenses, Osgood, Suci y Tannenbaum (1964). Se emplea la siguiente fórmula:

D =

siendo d1; la diferencia entre los dos grupos que se comparan.

Barreras contra el cambio y contra la conformidad ciega con las tendencias en boga: dos extremos
La sociología moderna ha sustituido la anticuada terminología de las tres leyes de Locke por descripciones más precisas. En lugar de lo que Locke llamaba «ley divina», hablamos ahora de «ideales éticos»,
«tradición», «valores básicos». Se insiste en el concepto de «ideal». La disparidad entre éste y el comportamiento real es frecuentemente considerable. La ley lockiana de la opinión, la reputación y la moda, la que determina el comportamiento real más interesante, aparece en
términos sociológicos como «costumbre» y «moralidad pública». La ley que emana del Estado se divide en dos partes. René König (1967) las describió en su ensayo «The Law in the Context of Systems of Social Norms» (La ley en el contexto de los sistemas de normas sociales). Los guardianes de la moralidad pública esperan que el Estado utilice la ley como barrera contra los cambios en la concepción del mundo. Los portavoces de la opinión pública o de la moralidad pública, por otra parte, piden que la ley y el derecho sigan evolucionando con el espíritu de los tiempos. Éstos disponen de buenos argumentos a su favor. Si se entiende el proceso de la opinión pública, que se da en todas las culturas, como un medio de integración, un medio de que la sociedad sea viable, entonces la ley y el derecho no pueden oponerse a la opinión pública ni siquiera durante un breve período. Indudablemente, el factor temporal desempeña un papel importante en ambos casos. El sistema legal no debe seguir demasiado rápidamente las tendencias de la moda, si no quiere perder la confianza pública. Reinhold Zippelius discute este tema en su ensayo «Have We Lost Our Security of Orientation?» (¿Hemos perdido la seguridad de orientación?):

Desde el punto de vista específico de la ley, la necesidad de es- tructuras de comportamiento normativas y dignas de confianza se manifiesta como necesidad de seguridad legal... La necesidad de se- guridad legal significa ante todo el interés por establecer cuáles son las principales normas de conducta interpersonal... A este interés se añade, en segundo lugar, el interés por una continuidad de la ley. Esta continuidad crea una seguridad de orientación para el futuro y sienta las bases para la planificación y la previsión. La exigencia de un máximo de estabilidad en el sistema normativo y de coherencia en el desarrollo de las leyes es válida por otra razón más: la ley tradicional ha demostrado su capacidad operativa. Por eso, como dice Radbruch, la ley no debe cambiar demasiado fácilmente, no debe caer víctima de una legislación basada en las necesidades del momento, lo que permitiría que cada caso particular se convirtiera en ley sin límite alguno (Zippelius 1978, 778-779).

Por supuesto, el objetivo de las campañas electorales es preci- samente no dejar tiempo para reflexionar hasta el momento de la decisión. Intentan, por el contrario, sacudir a la opinión pública de manera que la excitación no se apague hasta que el objetivo se haya alcanzado y consolidado, hasta que la regulación pretendida se haya incorporado al orden vinculante de la ley. Niklas Luhmann describe el proceso en su ensayo «Public Opinion». Un determinado tema político
«llega al punto culminante de su carrera. Los que están en contra
deben recurrir entonces a tácticas dilatorias, a una aprobación parcial, a plantear reservas destinadas a ganar tiempo. Los partidarios deben intentar introducirla en el presupuesto o en el programa del gobierno. El tiempo del que disponen es breve. Pronto aparecen los primeros síntomas de aburrimiento, de reservas, de experiencias negativas... Si no sucede nada con el tema, se piensa que augura dificultades futuras. Poco después el tema pierde su atractivo» (Luhmann 1971, 19).
Esta descripción sólo es apropiada para algunos procesos breves, para algunas modas. Otros procesos se desarrollan durante años, décadas y siglos, como por ejemplo el movimiento en favor de la igualdad, que Tocqueville rastreó a lo largo de más de un milenio de historia. Sin embargo, las etapas de la evolución de un gran tema pueden suceder según el modelo de Luhmann.
Un ejemplo de cómo los jueces y la administración reaccionan en ocasiones precipitadamente ante la presión de la opinión pública manifestada como concepciones o tendencias sociales respecto a determinadas actitudes, es la campaña contra el fumar en presencia de no fumadores. Este asunto tuvo altibajos que hemos descrito, apoyándonos en encuestas, en el capítulo 3. Hacia 1975, sin embargo, la campaña se había extendido lo suficiente como para que algunas disposiciones de la administración pública aconsejaran o exigieran la abstención de fumar en presencia de no fumadores. En 1974 el tribunal regional de Stuttgart, discrepando de sentencias anteriores, concluyó que fumar en el interior de un taxi era una demostración de falta de respeto al taxista. Se llegó al punto culminante cuando el Tribunal Superior Administrativo de Berlín afirmó que los fumadores eran «perturbadores desde el punto de vista legal». Joseph Kaiser, un jurista de Friburgo, comentó: «Sin más ni más, el fumador queda relegado a la categoría de los sujetos de definición a efectos policiales, es decir, de los que se encuentran bajo jurisdicción policial y pueden representar un peligro definido. Está, pues, sometido a la desaprobación terminante de la policía y expuesto a las consecuencias legales que se derivan de este fallo. El único requisito conceptual necesario para fundamentar esta afirmación sería una prueba de que los fumadores constituyen una amenaza clara para los no fumadores. Pero esto es precisamente lo que no tenemos» (Kaiser 1975, 2237). Como esta resolución legal se ha producido en este caso sin basarse en pruebas empíricas, podemos considerarla como un proceso de opinión pública. El comentarista emplea, acertadamente, una terminología relacionada con la moda cuando dice que la protección de los no fumadores está «en boga».
La ley debe basarse en la costumbre
Visto desde la perspectiva contraria, se produce una situación muy crítica cuando la «opinión prevaleciente», la opinión pública, se aleja demasiado de la norma legal y la legislación no reacciona en consecuencia. Esta situación se produce especialmente cuando las normas legales están de acuerdo con los valores morales tradi- cionales, pero las costumbres y la moralidad pública se están apar- tando claramente de ambos. En la actualidad, las encuestas producen el efecto innegable de acelerar este proceso. En 1971, la revista Stern publicó unos resultados de Allensbach que señalaban que el 46 por ciento de la población a partir de 16 años de edad pedía más facilidades para abortar. Sólo cinco meses después, cuando se repitió la encuesta, el porcentaje había ascendido del 46 al 56 por ciento (Stern, 4 noviembre de 1971, 260). Ésta era una de las situaciones en las que pensaba Tocqueville cuando hablaba de una mera «fachada»: cuando la opinión pública sigue apoyando un punto de vista aunque los valores que lo sustentaban se hubieran desmoronado mucho tiempo antes (Tocqueville 1948, 2: 262). Mientras esta desvalorización no se exprese públicamente, la fachada sigue intacta. Pero se derrumba si -como sucede a menudo en la actualidad con los estudios de opinión pública- se expone repentinamente su vanidad. Esto puede producir manifestaciones legalmente intolerables. En este caso concreto, por ejemplo, muchas mujeres confesaron públicamente haber violado la ley: «Yo he abortado» (Stern, 3 junio 1971, 16-24).
A la larga, la ley no puede mantenerse sin el apoyo de la costumbre. El comportamiento se ve influido más eficazmente por el miedo al aislamiento, el miedo a la desaprobación del medio o cualquier otra señal implícita, que por la ley explícita y formal. Lo que John Locke llamó «ley de la opinión» y, doscientos años después, Edward Ross denominó «control social», ha sido verificado experimentalmente por los científicos sociales de nuestro siglo. Uno de estos experimentos estaba relacionado con los semáforos. Se observó el número de peatones que cruzaban la calle con el semáforo en rojo en tres circunstancias diferentes: 1., sin nadie dando mal ejemplo; 2., cuando un hombre que, por su ropa, parece de clase baja cruza la calle con el semáforo en rojo; 3., cuando el que lo hace es un hombre bien vestido de clase alta. Unos ayudantes representaban los papeles de los hombres de clase baja y alta que cruzaban la calle con el semáforo en rojo. Se observó a un total de 2.100 peatones. Resultado: sin el modelo de un transgresor, sólo el 1 por ciento cruzaba la calle con el semáforo en rojo; cuando el modelo de clase baja hacía caso omiso del semáforo en rojo, le seguía un 4 por ciento; cuando el modelo
parecía de clase alta, le seguía el 14 por ciento (Blake y Mouton 1954).

Cambiar la opinión pública mediante las leyes
La relación entre la ley y la opinión pública también puede proceder en la dirección contraria. Las leyes pueden establecerse o cambiarse para influir sobre la opinión pública en la dirección deseada. En sus Discursos sobre la relación entre la ley y la opinión pública en Inglaterra durante el siglo XIX (1905), un clásico sobre el tema de la ley y la opinión pública, Albert V. Dicey observó algo que confirmaron los estudios posteriores de opinión: la aprobación de una ley hace aumentar su aceptación. Esto parece, a primera vista, un hecho muy sorprendente; y aún más, que Dicey lo percibiera sin disponer de ningún estudio empírico. Le parecía difícil de explicar. Hoy día, armados con la idea de la espiral del silencio, argumentaríamos que el miedo al aislamiento que se experimenta al apoyar algo disminuye cuando eso se convierte en ley. La delicada conexión existente entre la opinión pública y la legitimación se manifiesta en esta tendencia. Dicey formula el siguiente teorema: la ley mantiene y crea opinión (Dicey 1962, 4; Lazarsfeld 1957).
Parece alarmante que unas leyes orientadas en la dirección deseada puedan producir opinión pública; diríase una invitación a la manipulación, una explotación del mandato político por la mayoría gobernante. También cabe la duda de si, cuando un asunto se convierte en ley, la aceptación resultante tendrá la fuerza suficiente para mantenerla, o si la integración necesaria para que una sociedad sea viable será demasiado contradictoria con ella.
Las regulaciones legales han ido en ocasiones mucho más lejos que los deseos de la opinión pública; por ejemplo, en la reforma penal de la República Federal de Alemania de 1975 y en la nueva ley del divorcio de 1977. Igualmente, sólo una minoría -incluso entre los jóvenes de 17 a 23 años de edad- se mostraba favorable a las nuevas leyes necesarias para regular los problemas de la custodia paterna, destinadas a fortalecer los derechos del niño como parte más débil en una relación entre adultos. La pregunta era: «¿Cree usted que el Estado debe garantizar mediante leyes que la juventud tenga más derechos respecto a sus padres o cree que no es necesario?». El veintidós por ciento de los jóvenes pensaban que era necesario; el 64 por ciento, que no lo era. La nueva ley del divorcio provocó en la mayoría de la población un conflicto mucho mayor entre la ley y la moralidad pública. En julio de 1979 una encuesta de Allensbach descubrió una opinión moral muy viva sobre la realidad de la culpa y el deber de la gente de ser consciente de su propia culpa. La nueva ley
del divorcio pedía a la gente, por el contrario, que aceptase la opinión de que en un divorcio la cuestión de la culpa carece de importancia y que, por ello, no debería tener consecuencias económicas. La mayor parte de la población no podía aceptar esto. De las cuatro reformas legales evaluadas, la nueva ley del divorcio fue la que resultó menos favorecida (tabla 20).
Esto hace recordar cómo veía Rousseau la relación entre la ley y la opinión pública: «Igual que un arquitecto, antes de levantar un gran edificio, observa y sondea el terreno para ver si va a poder soportar el peso, el legislador inteligente no redacta leyes supuestamente buenas en sí mismas, sino que primero investiga si el pueblo al que van destinadas es capaz de soportarlas» (1953, 46). Para Rousseau las leyes no son otra cosa que «verdaderos actos de la voluntad general» (1953, 98). En la linea de la afirmación de David Hume, según la cual
«el gobierno sólo se basa en la opinión», Rousseau dijo: «La opinión, reina del mundo, no está sometida al poder de los reyes. Ellos mismos son sus primeros esclavos» (Rousseau 1967/1960, 73-74).
16. La opinión pública produce integración

Acabamos de rozar el tema de la integración social al dilucidar qué consigue la opinión pública y cuál debe ser la relación entre la opinión pública y la ley. ¿Está tan claro el concepto como para usarlo con tanta despreocupación?

La investigación empírica se rezaga
En 1950 se publicó en los Estados Unidos una evaluación equilibrada de la integración, que todavía no ha sido superada.

Desde los días de Comte y de Spencer, los sociólogos se han in- teresado por la integración de las unidades menores en las totalidades sociales... ¿Qué diferencia hay entre un grupo y una mera suma de individuos? ¿En qué sentido es una entidad única? ...¿Cómo se puede medir la integración? ...¿Bajo qué condiciones aumenta la integración social? ¿En qué condiciones disminuye? ¿Qué consecuencias tiene un alto grado de integración? ¿Qué consecuencias tiene un bajo grado de integración? La sociología necesita más investigación básica sobre esta clase de cuestiones (Landecker 1950, 332).

La doctrina sobre la integración de Rudolf Smend
Werner S. Landecker, cuya obra acabamos de citar, destaca entre los principales teóricos que, en la tradición de Talcott Parsons, se han interesado por la integración y su papel en los sistemas sociales humanos. Landecker, a diferencia de la escuela dominante en el siglo XX, buscó, ante todo, procedimientos de investigación empírica y de medición. Ofreció una variedad de métodos de medición. Por ahora, dijo, sabemos tan poco sobre la integración social, que no podemos proponer una medida simple y general. «Saber» significaba para Landecker poseer un conocimiento empíricamente fundado. Distinguió cuatro clases de integración y cuatro métodos para medirlas.

1. Integración cultural: ¿En qué medida permite el sistema de valores de una sociedad un comportamiento coherente, o cuántas contradicciones -no lógicas, sino prácticas- contienen las exigencias que se plantean a los miembros de la sociedad? Landecker menciona como ejemplo de exigencias contradictorias en la sociedad occidental el altruismo y la tendencia a afirmarse competitivamente (1950, 333- 335).
2. Integración normativa: ¿En qué medida se diferencian las reglas de comportamiento prescritas en una sociedad y el comportamiento efectivo de sus miembros? (335-336)
3. Integración comunicativa: ¿En qué medida se protegen los subgrupos de una sociedad unos de otros mediante la ignorancia, la evaluación negativa o los prejuicios, y en qué medida se ponen en comunicación entre sí? (336-338)
4. Integración funcional: ¿En qué medida son impulsados los miembros de una sociedad a actuar juntos mediante la división del trabajo, la especialización de los roles y la ayuda mutua? (338-339)

Esta enumeración no menciona la integración que produce la experiencia compartida: campeonatos del mundo de béisbol o de fútbol, una serie de televisión de tres capítulos que reúne a más de la mitad de la población frente al televisor, o (por poner un ejemplo de 1965) un viaje de la reina de Inglaterra por la República Federal, que originó una sensación compartida de regocijo y de orgullo nacional. Aparte, tampoco se menciona en absoluto la moda como medio de integración.
De un modo completamente diferente abordó el tema de la integración el jurista Rudolf Smend (1928) que lleva intentando que se acepte su
«doctrina» desde finales de los años veinte.

El proceso de integración no es en absoluto consciente, pero puede producirse con una regularidad no intencionada o «astucia de la ra- zón». No es, por consiguiente, en su mayor parte, una cuestión re- gulable constitucionalmente de manera consciente... y sólo es asunto de reflexión teórica en algunos casos excepcionales... parece que la integración personal la proporcionan los líderes, gobernantes, mo- narcas y toda clase de funcionarios públicos... La integración funcional se realiza mediante muy diversas formas de vida colectiva: desde el ritmo primitivo y sensual de la actividad o el movimiento común... a las formas complicadas e indirectas, como las elecciones... cuyo significado consciente, a primera vista, reside en la consecución de determinadas decisiones... menos consciente pero tan urgente, en la creación de una sociedad política mediante el desarrollo de la opinión, los grupos, los partidos, las mayorías... La integración substantiva se refiere a todos los aspectos de la vida esta tal com prendidos como fines del Estado, pero que, por otra parte, promueven la integración de la comunidad. Éste sería el lugar lógico, por ejemplo, de una teoría de los símbolos políticos, como las banderas, los escudos de armas, los jefes de Estado, el ceremonial político, las fiestas nacionales... los factores de legitimación política (Smend 1956, 299-300).

Las vicisitudes del significado de «integración»
Desde que Smend esbozó su «doctrina de la integración» y Landecker escribió su alegato en favor de una mayor investigación empírica de la integración, no ha habido progresos en este ámbito. Sin duda, esto no
es casual sino que se debe a la falta de investigación del miedo del individuo al aislamiento. En el ensayo de Edward Ross sobre el control social (1969) hay una observación que indica que el concepto de
«integración» era tan desdeñado a finales del siglo XIX como hoy lo es el de «conformidad». Los científicos sociales del siglo XX han intentado construir estructuras teóricas comprehensivas que aclararan el modo en que la integración estabilizaba la sociedad humana, e investigar exhaustivamente las estructuras y las funciones. Pero las investigaciones empíricas les parecían enteramente secundarias. De todos modos, la reflexión científico-social orientada empíricamente sobre el tema de la integración que encontramos -y un tratamiento suficientemente amplio tendría que fijarse especialmente en la obra de Emile Durkheim- confirma la idea de que la opinión pública tiene una función integradora.
En la terminología de Landecker, la relación es particularmente clara entre la integración normativa y el papel de la opinión pública como
«guardiana de la moralidad pública», tal como se ha entendido
durante siglos. Por ello, las normas y el comportamiento real concuerdan, y la desviación se castiga con el aislamiento.

Zeitgeist: el resultado de la integración
El término «integración comunicativa» recuerda a Tocqueville, para el que la opinión pública apareció por primera vez en las postrimerías de la sociedad feudal segmentada. Opinaba que, mientras duró la segmentación, no hubo comunicación global. La capacidad cuasiestadística demostrada en la sociedad occidental moderna -la capacidad de registrar fiablemente los aumentos y las disminuciones de aprobación y desaprobación de ideas y personas- podría considerarse síntoma de una mayor integración comunicativa. Por lo mismo, la sensación de euforia generalizada que puede comprobarse empíricamente antes de las elecciones generales puede relacionarse con el pensamiento de Smend: además de la función manifiesta de tomar decisiones, las elecciones tienen la función latente de integrar. Landecker preguntaba: «¿Qué consecuencias tiene un alto grado de integración?». Aparentemente, la integración llena a la mayor parte de las personas de una sensación de bienestar. Pero no a todas. ¿Quién queda fuera? La pregunta apunta a los miembros de la vanguardia. Hemos estado muy cerca de este tema anteriormente, al hablar de la discusión de Sócrates sobre los cambios en la música, y el modo en que estos cambios muestran con antelación que los tiempos van a cambiar. Esta expresión -los tiempos- designa mucho más que lo que indican los relojes y los calendarios. La opinión pública está repleta de sentido del tiempo, y lo que suele considerarse como el espíritu de los
tiempos puede saludarse como un gran logro de la integración. Goethe expuso claramente que un proceso logrado de integración implica una especie de espiral del silencio en su famosa descripción:
«Cuando uno de los lados se yergue, se apodera de la muchedumbre y se despliega hasta el punto de que los que se oponen a él tienen que retirarse a un rincón y, por el momento al menos, refugiarse en el silencio, a este predominio se le llama el espíritu de los tiempos (Zeitgeist), que, durante un período, se sale con la suya» (Goethe 1964, 705).
La primera clase de integración identificada por Landecker, la integración cultural, podría investigarse durante los períodos de hun- dimiento y nacimiento de sistemas de valores, cuando las personas encuentran las exigencias viejas y las nuevas irreconciliablemente mezcladas. ¿Dejan de funcionar en esas épocas los procesos de opi- nión pública?

En las épocas de peligro para una sociedad,
la opinión pública ejerce una presión aún más fuerte
La investigación mediante encuestas, en su aplicación al examen de los procesos de opinión pública, es todavía demasiado bisoña como para ofrecer una respuesta a esta pregunta. Hay un síntoma, sin embargo, que apunta a la relación inversa: cuando la sociedad está en crisis aumenta la presión hacia la conformidad. De nuevo recordamos la descripción de Tocqueville de la democracia estadounidense y su conmovida protesta por la implacable tiranía de la opinión pública. Ésta se debe, explica, al dominio de la creencia en la igualdad y a la pérdida de reconocimiento de la autoridad. La autoridad al menos siempre proporciona alguna orientación. En estas circunstancias, pensaba, la gente no tiene más remedio que aferrarse a la opinión de la mayoría. Por otra parte, la delicada situación procedente de la mezcla de varias culturas diferentes en una única sociedad podría explicar también el rigor de los mecanismos de opinión pública observados por Tocqueville en los Estados Unidos. Con un grado menor de integración cultural, como el que podemos suponer en las sociedades crisol, aumenta la necesidad de lograr una mayor integración. Aplicando la tesis a nuestra situación actual, podríamos suponer que, dados los cambios en los sistemas de valores, hay un menor nivel de integración cultural y, por ende, una necesidad inminente de mayor integración. Esta necesidad iría acompañada de una mayor tensión de las riendas de la opinión pública y una mayor amenaza de aislamiento para el indivi duo. Hay, pues, circunstancias en las que la acción de la opinión se vuelve visible. Como hicimos
notar antes, todas las contribuciones importantes sobre la opinión pública se han realizado a partir de períodos revolucionarios.
Mientras tanto, nos encontramos reflexionando sobre la relación existente entre la integración y la opinión pública en un territorio todavía no investigado. En el capítulo 3 dijimos que Stanley Milgram, intentando comprobar si en otros pueblos había índices de conformidad comparables a los de los estadounidenses en el ex- perimento de Asch, eligió para su investigación dos países cuyas sociedades le parecían muy diferentes: Francia, en la que se valoraba mucho el individualismo, y Noruega, donde le pareció percibir un nivel de cohesión particularmente elevado (Eckstein 1966). Aunque en ambos países prevaleció el miedo al aislamiento en los sujetos investigados, la conformidad fue más pronunciada en la muestra noruega. Esto confirma la afirmación que Tocqueville no se cansaba de subrayar: cuanta más igualdad haya, más presión cabe esperar de la opinión pública. En circunstancias más igualitarias hay que adherirse a la opinión de la mayoría porque no se dispone de otras pistas que muestren cuál es el juicio correcto. No hay principio jerárquico al que recurrir. Con los actuales medios empíricos de investigación, observamos que la presión no procede tanto de una mayoría matemática como de la certeza agresiva en la corrección de sus creencias por parte de uno de los bandos y el miedo al aislamiento del otro bando.
No podemos esperar una relación simple entre el grado de integración y la presión de la opinión pública. ¿Es la «igualdad» de la sociedad noruega la que permite una presión tan poderosa hacia la conformidad o, por el contrario, tiene esta presión otras raíces y lleva por sí misma a la igualdad? ¿Puede un medio natural desapacible tener efectos sobre la integración de una sociedad parecidos a los que ponen en peligro a una tribu que viva en la jungla y base su supervivencia en la caza? Quizá el grado de peligro al que se halle expuesta una sociedad, provenga el peligro de dentro o de fuera, sea la clave: un mayor peligro exige una mayor integración, y la integración se fortalece mediante reacciones exaltadas de la opinión pública.
17. Vanguardistas, herejes y disconformes: los desafiantes de la opinión pública

¿Es la opinión pública tal como la describimos aquí -un acontecimiento psicosociológico procedente del miedo al aislamiento del individuo- simplemente una presión hacia la conformidad? ¿Explica la espiral del silencio sólo el nacimiento y el crecimiento de la opinión pública, y no sus cambios?

Los que no temen al aislamiento pueden cambiar la opinión pública
Hasta ahora nos hemos fijado en personas que tienen miedo o cautela, que temen al aislamiento. Ahora vamos a mirar en la otra dirección, hacia un grupo más abigarrado: el de los que no temen al aislamiento o están dispuestos a pagar ese precio. Son los intro- ductores de la nueva música; pintores como Chagall, en cuyo cuadro El establo, de 1917, una vaca rechoncha atraviesa el tejado de una casa y se asoma al exterior; o pensadores como John Locke, que proclamó que los hombres apenas se preocupaban de los man- damientos de Dios o de las leyes del Estado, pero se tomaban el trabajo que fuera necesario para seguir la ley de la opinión. Poco tiempo antes, esta idea le habría condenado a la pira. Entre estos personajes se encuentran los herejes, esas personas que responden a las necesidades de su época pero son a la vez intemporales, que constituyen el correlato de una opinión pública compacta. Los des- viados. Utilizando el título de un ensayo estadounidense: «Héroes, villanos y locos como agentes del control social» (Klapp 1954); en términos modernos, «el coco». Sin embargo, no hay que entender la relación entre los conformistas y los disconformes simplemente como una acentuación del sistema de valores y de las reglas válidas de la sociedad por los que las vulneran y por su «exhibición» en la picota.
El concepto de la espiral del silencio reserva la posibilidad de cambiar la sociedad a los que carecen de miedo al aislamiento o lo han superado. «Tengo que aprender a soportar la censura y el ridículo», escribió Rousseau (citado en Harig 1978). Un alto nivel de consenso, que es una fuente de felicidad, un lugar de refugio y seguridad para la amplia mayoría de la humanidad, llena de horror a la vanguardia, a los artistas, pensadores y reformadores que preparan el camino del futuro. En 1799 Friedrich Schlegel ofreció esta descripción de un monstruo:

Parecía hinchado de veneno. En su piel transparente rielaban todos los colores, y se le veían las entrañas que se retorcían como gusanos. Era
bastante grande como para inspirar temor, y abría y cerraba pinzas como de cangrejo que cubrían todo su cuerpo. Ora saltaba como una rana, ora se desplazaba con agilidad espantosa mediante un enjambre de incontables patitas. Me di la vuelta, aterrorizado; pero, como quería seguirme, hice acopio de valor, lo derribé de un poderoso golpe e inmediatamente se convirtió en una vulgar rana. Mi asombro fue grande, y aún fue mayor cuando alguien dijo, justo detrás de mí: «Es la opinión pública...» (Schlegel 1799, 40-41)

Por otra parte, los ciudadanos probos tenían razón al estremecerse cuando en los años sesenta empezaron a aparecer jóvenes me- lenudos, ya que cualquiera que no tema al aislamiento puede destruir el orden de las cosas.

A los pioneros les importa la esfera pública tan poco como a los sonámbulos
Una tipología de innovadores debe distinguir los diferentes tipos según sus relaciones con lo público. Hay artistas y científicos que abren camino a lo nuevo. Que se les reciba con comprensión o con hostilidad apenas influye en lo que hacen. Los reformadores son diferentes. Si quieren cambiar el modo de pensar o comportarse de la sociedad tienen que enfrentarse a un público hostil, ya que lo necesitan para hacer prosélitos. De todos modos, la hostilidad les hace sufrir. Parece haber una segunda clase de reformador -de pretensiones más o menos ambiciosas- para el que la provocación del público se convierte casi en un objetivo en sí mismo, en un modo más intenso de existencia. Al menos así reciben atención, e incluso la violencia del público es mejor que el ser ignorado. La extraordinaria difusión de la opinión pública por los medios de comunicación en el siglo XX proporciona una mina de ejemplos contemporáneos. El servicio secreto israelí describió al líder terrorista árabe Wadi Hada como una persona que experimentaba una satisfacción casi mística en el aislamiento del resto del mundo y, por esa razón, consideraba válidos sólo sus propios preceptos y leyes (Die WeIt, n. 189 [1976]: 8). Rainer Werner Fassbinder dijo sobre una de sus películas: «Debo tener, sin duda, el derecho de realizarme de una manera adecuada a mis enfermedades y mi desesperación. Necesito la libertad de reflexionar sobre mí mismo en público» (Limmer 1976, 237). Ya no es cuestión de aprobación o desaprobación. Estamos hablando del feroz estímulo que procede del contacto con lo público, del arrancarse de la estrechez de la existencia individual. Embriagados por la exposición ante el público, la exposición pública como droga, ¿qué provoca la excitación? Quizá el peligro, el saber que jugar con lo público puede
ser peligroso, incluso mortal, si desemboca en la expulsión de la sociedad.

Sufrir o gozar, dos modos de llevar una vida pública
Podemos encontrar ejemplos con la misma facilidad en el siglo XVI, y, por ejemplo, comparar a Martín Lutero con Thomas Müntzer. Lutero sufre claramente por su exposición pública, pero no ve otro camino que exponerse a la condenación del público. Afronta lo que no es capaz de evitar: «Aunque algunos me desprecien inmediatamente...» -
«otros no hablan en absoluto», dice, «...pero precisamente porque callan, yo debo hablar.»12 Describe la velocidad con la que su mensaje se difunde por el país. «En catorce días escasos ha atravesado toda
Alemania», escribe, casi sin aliento por esta experiencia de publicidad. Era como una «tormenta viajera». Y después, en una descripción demasiado buena como para no haberlo experimentado personalmente: «Yo no quería la fama, ya que, como he dicho, yo mismo no sabía cuál podría ser su penitencia, y la canción era demasiado aguda para mi voz».
Thomas Müntzer representa el otro lado del cuadro. También él es un agudo observador de los procesos de opinión pública. «En el país todo está agitado, también los pensamientos... Hay que poner orden volando... ¿Y por dónde se empieza? En el lugar en que el interior se vuelve hacia el exterior, en la moda. Si se ha hecho usual cambiar de opinión como de camisa, entonces simplemente se prohibe el cambio de camisa y de abrigo y, quizá, queden reprimidos así los cambios de opinión no deseados.»
Igual que sabemos que nadie puede controlar las innovaciones en la música, sabemos, cuando oímos las claves de la composición de Thomas Müntzer, que está seguro de que las camisas y los abrigos van a cambiar lo desee él o no. En contraste con Lutero, la mirada del público no le hace sufrir. Le encanta, aunque -o quizá porque- percibe su peligro. «El temor de Dios debe ser, en verdad, puro, sin temor de los hombres ni de ninguna criatura... Pues los tiempos actuales son peligrosos y los días malvados» (Streller 1978, 186). ¿Es característico de una relación libidinosa con la esfera pública poder expresar el espíritu del tiempo, darle voz, sin ser capaz de esbozar ningún programa constructivo a su respecto? Los historiadores




12 Las citas de Lutero y de Müntzer de este apartado proceden de Petzolt 1979.
concluyen que la música de Thomas Müntzer sólo podía haber tenido efectos destructivos (Dülmen 1977). 13
No se ha elaborado ninguna tipología de las formas de relación entre el individuo y la esfera pública. La falta de investigación empírica deja en una situación espectral al abigarrado grupo de los que no tienen o han vencido el miedo al aislamiento. Sólo sabemos que ese grupo impulsa la sociedad hacia el cambio, y que la espiral del silencio es útil para los que no temen al aislamiento. La opinión pública, que para otros significa presión hacia la conformidad, es para ellos la palanca del cambio.

¿Por qué y cuándo cambia la música?
Lo que permanece en el aire, sople el viento que sople, de modo que no se puede andar contra la corriente de la opinión pública, «del volumen y la extensión de una marea» (Ross 1969, 104): este lenguaje muestra que estamos tratando con movimientos fatales, tan poderosos como las fuerzas de la naturaleza. Pero no sabemos responder a la pregunta de cómo se inicia lo nuevo. Podemos señalar, como Niklas Luhmann en su ensayo sobre la opinión pública, algunos detonantes, crisis o síntomas de crisis (Luhmann 1971, 9), como cuando, por ejemplo, un arroyo que siempre ha estado claro se enturbia de repente. Al principio sólo provoca una alarma personal; pero después la crisis halla expresión en un libro, incluso en su título, Silent Spring (El manantial silencioso; Carson 1962). O, de nuevo según Luhmann (1971, 17), puede constituir una amenaza o una agresión contra los valores más trascendentes. El estallido radical de la opinión pública de agosto de 1961 contra el gobierno de Adenauer justo tras la construcción del muro de Berlín no pudo preverse porque se había ignorado el valor último de la «nación». Los sucesos inesperados son desencadenantes: «La novedad implica importancia». El dolor, o cualesquiera de los sustitutivos que la civilización proporciona para el dolor, es detonante. Luhmann menciona «las pérdidas económicas, los recortes de presupuesto, las pérdidas de posición, especialmente las mensurables y comparables» (Luhmann 1971, 17).
Pero ninguna crisis, ninguna amenaza explica por qué el tema de la liberación de la mujer adquirió tal fuerza en la opinión pública en los años sesenta y setenta.
¿Por qué y cuándo cambia la música?


13 Véase también la revisión por Martin Brecht de la obra de Dülmen en Frank- furter Allgemeine Zeitung, 3 de agosto de 1977, 21.

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