miércoles, 21 de septiembre de 2016

HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 6

 HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 6
CAPÍTULO 54

Hacienda no éramos todos
Felipe II no recibió de su padre el título imperial ni las tierras de Alemania. Carlos prefirió dejarlas a su hermano Fernando, a sabiendas de que la herencia dividiría a los Austrias en dos ramas. La española se mantuvo hasta 1700 y la propiamente llamada austríaca perduró en Austria hasta 1918 (el famoso Imperio austro—húngaro de las películas de Berlanga y de las de Sissi emperatriz). Felipe heredó, eso sí, las otras posesiones europeas de la Casa de Austria, con su carga de conflictos corregida y aumentada, una guerra crónica con Francia y una deuda de veinte millones de ducados. El nuevo rey, lejos de alterar la política católica e imperial de su padre, la sostuvo (ya se sabe: «sostenella y no enmendalla»), y se embarcó en la ruinosa empresa de defender el catolicismo con el oro que obtenía de América y con los impuestos que exprimía de sus súbditos. Los castellanos (toda España, a excepción de Aragón, Cataluña y Valencia) con- tribuían o pechaban más que los demás: de cada siete ducados que el fisco recaudaba, seis procedían de Castilla. Como de costumbre, Castilla cargaba con el esfuerzo principal. En compensación también eran castellanos los funcionarios situados en los puestos más relevantes y no compartían con nadie los benefi- cios del monopolio americano.
En el reinado de Felipe II, en cuyos dominios no se ponía el sol, España sufrió tres bancarrotas, una cada veinte años más o menos. El gasto de tanta guerra, espías y sobornos desbordaba el presupuesto. Los fabulosos envíos de plata americana que los galeones descargaban en los muelles de Sevilla no basta- ban. Tampoco bastaron los crecientes impuestos que abrumaban al pueblo trabajador (las clases pudientes, es decir, la Iglesia y la nobleza, seguían gozando de exención fiscal). Felipe recurrió, entonces, a vender ejecutorias de nobleza a plebeyos adinerados (que en lo sucesivo pasaban a engrosar la creciente lista de los que no pagaban impuestos), a vender títulos de ciudades a las villas y a enajenar todo lo enajenable. Nada bastó. Para hacer frente a sus dispendios militares, el monarca pidio dinero prestado a los banqueros genoveses (los Bonvisi y los Centurione) y alemanes (los Welser y los Fúcares). Aquellos buitres de las finanzas internacionales adelantaban el dinero necesario dónde y cuándo el rey lo necesitara para cobrarse después, con aumentos usurarios, en la plata que llegaba de América.
Las guerras de Felipe fueron muchas y variadas: contra Francia, contra el papa, contra Inglaterra, co- ntra el turco, contra los holandeses, contra los corsarios berberiscos y hasta contra los moriscos sublevados en las Alpujarras.
Francia, sintiéndose amenazada por el matrimonio inglés de Felipe, se alió con el papa y los turcos.
¡Tan extraños compañeros de cama hace la política! Felipe respondió invadiendo simultáneamente las tie- rras pontificias y las francesas. Acojonado, el papa solicitó la paz; pero los franceses sostuvieron la apuesta y fueron derrotados en San Quintín. En esta batalla, Felipe se percató de que no podía ser como su padre, al que tanto admiraba. Asistió a ella, aunque a prudente distancia, armado de punta en blanco, y le disgustó tanto la experiencia que comentó: «¿Es posible que esto le gustara a mi padre?»
La situación interna de Francia degeneró. El avance del protestantismo dividió al país en dos bandos irreconciliables, católicos y calvinistas, que al final se trabaron en una guerra civil. El candidato protestante, un Borbón, lo vio claro: mientras Felipe II ayudara a los católicos, él no podría vencer. «¿Qué quieren? — razonó con su conciencia—. ¿Que reine un católico? Pues se hace uno católico y en paz. París bien vale una misa.» El muy ladino se convirtió al catolicismo y dejó a Felipe sin argumentos para expulsarlo del tro- no. Ése fue el comienzo de la dinastía borbónica en Francia.
Luego estaban los flamencos rebeldes, por un lado; por otro, los turcos, que avanzaban irresistible- mente por Europa central y el Mediterráneo, y finalmente los ingleses, que incordiaban lo suyo apoyando a los rebeldes flamencos y enviando corsarios contra las colonias americanas. Las guerras por sostener el catolicismo o los dominios de la Casa de Austria se lo llevaron todo, pero Felipe sostuvo, sin una vacilación, los errores de su padre, incluso con mayor convicción debido a su carácter puritano e intolerante: «Prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes.»
La situación hubiera requerido una mente pragmática y dúctil, y no al testarudo e indeciso Felipe. Fra- casó en todas partes. Como un bombero pirado acudía de un frente a otro con la manguera del oro y la sangre sin dejar completamente sofocado ningún incendio, de modo que tarde o temprano todos se repro- ducían, incluso más devastadores que al principio. En el Mediterráneo, los turcos continuaron avanzando, a

pesar de la gran victoria de Lepanto, que, a la postre, no resolvió nada. En Flandes, la rebelión, atizada desde Francia e Inglaterra, fue a más. A pesar de la radical intervención del duque de Alba, aquello se con- virtió en una especie de Vietnam español («universal sepulcro de España», lo llama Quevedo), que consu- mió tropas y hacienda para finalmente perderse. Tan desesperado llegó a verse Felipe, acuciado por las deudas y por la necesidad de seguir gastando más y más en la guerra, que incluso recurrió a unos alquimis- tas, a los que instaló un laboratorio para ver si le fabricaban plata; sin resultados, claro. Como su padre con los protestantes alemanes, Felipe tuvo que ceder ante los flamencos. Los protestantes se integraron en las provincias del norte (actual Holanda), mientras que al sur la mayoría católica formaría, más adelante, Bélgi- ca. El fracaso de Flandes, además de precipitar la ruina de España, dejó un secular resentimiento en unos países en los que todavía las madres, para asustar a los niños inapetentes, amenazan con llamar al duque de Alba, que es el coco de aquellas latitudes.




CAPÍTULO 55

Chamuscar las barbas del rey de España


«Chamuscar las barbas del rey de España.» Eso es lo que, según los patrioteros ingleses, hizo el fa- moso corsario Drake cuando asaltó el puerto de Cádiz y destruyó la flota española allí fondeada. Fue una más de las provocaciones que forzaron a Felipe a escarmentar a los ingleses, con tan mala fortuna que el remedio fue peor que la enfermedad.
El más sonado fracaso de Felipe II fue el de la Armada Invencible, enviada contra Inglaterra. En reali- dad, nunca se denominó invencible: el adjetivo se lo adjudicaron, para mayor escarnio, los enemigos de España, y paradójicamente, ha echado aquí más raíces que en ningún otro lugar. El plan parecía bueno, incluso era bueno, siempre que se contara con el telégrafo o, en su defecto, con el teléfono o cualquiera de los inventos modernos que sirven para comunicarse a distancia, un móvil, un fax, incluso. Para el nivel téc- nico de su época era un plan demencial, absolutamente imprudente, como advirtieron al rey sus consejeros. Se trataba de expulsar del trono a Isabel y reinstaurar el catolicismo en la isla. Para ello, bastaba con trans- portar el ejército de Flandes al otro lado del canal de la Mancha. Pero con las limitadas comunicaciones de la época era completamente imposible coordinar las dos fuerzas, barcos y tropas. Cuando llegaron los bar- cos, las tropas no estaban listas, y la Armada, acosada por los ingleses, tuvo que regresar a sus lejanas bases por el único camino que le quedaba libre, rodeando Irlanda en la época de las tormentas.
Como es natural, los historiadores han exculpado a Felipe II y han cargado toda la responsabilidad del desastre en el coman dante en jefe de la flota, el duque de Medina Sidonia, cuyo comportamiento, en realidad, fue ejemplar y hasta heroico. Además este hombre tuvo la vergüenza torera de apartarse del mun- do, regresar a casa y no decir ni pío el resto de su vida.)
La Armada Invencible se saldó con treinta y cinco barcos perdidos y dos de cada tres hombres muer- tos, de los que solamente mil cuatrocientos perecieron en combate. Los dieciocho mil restantes murieron en naufragios, por enfermedad y privaciones, o desembarcaron en Irlanda y fueron asesinados por los ingleses.
Los ingleses asocian el nombre de España a la Armada y fundamentan su orgullo nacional en aquella victoria. Desde la escuela les inculcan la fantástica y legendaria versión que tejió la propaganda protestante: España era el gigante Goliat, poderoso y armado hasta los dientes, y fue vencido por el diminuto David británico. Imaginan la Armada española mucho más poderosa de lo que en realidad fue y reducen las fuer- zas inglesas a un puñado de heroicos navíos, tripulados por audaces patriotas. La decepcionante realidad es que los ingleses movilizaron 226 naves y los españoles solamente 137, de las cuales la mayoría eran simples mercantes, torpes de maniobra. A ello cabe añadir que la artillería española daba pena. Los arqueó- logos han rescatado muchos cañones de los naufragios de la Invencible en las costas de Irlanda. Muchos de ellos eran ya obsoletos en tiempos de la Armada; otros, fabricados precipitadamente para la ocasión, no habrían pasado un mínimo control de calidad: están mal fundidos, con las ánimas torcidas y el hierro poro- so. Con estos datos, el escéptico lector ya puede hacerse una idea de quién derrotó a la Armada. No los ingleses, ciertamente, sino la chapuza hispánica, el tente mientras cobro.
Felipe no escarmentó. Envió otras tres armadas contra Inglaterra, que fracasaron igualmente, siempre por el mismo motivo: pensadas para navegar en las propicias aguas del verano, los retrasos las retenían hasta el otoño, y cuando se hacían a la mar, las tormentas propias de la estación las cogían de recio y las dejaban echas unos zorros. Lo dicho, la perseverante chapuza hispánica.
Los éxitos de Felipe II, si exceptuamos Lepanto, fueron más bien domésticos: el aplastamiento de la sublevación morisca, la represión de la rebelión aragonesa y la anexión de Portugal, después de que su sobrino, el rey don Sebastián, desapareciera sin dejar herederos.
Los moriscos del antiguo reino de Granada, abrumados por los impuestos y enfurecidos por los de- cretos que prohibían el uso de su lengua y la observancia de sus costumbres, se alzaron en armas con la esperanza de recibir apoyo de los turcos; pero los turcos no comparecieron, la rebelión fue violentamente sofocada, y los supervivientes, desterrados a distintos lugares del reino, donde tampoco se asimilaron.
El conflicto de la corona con los aragoneses se debió al contencioso de Felipe II con su secretario An- tonio Pérez, que hizo valer su condición de aragonés para ampararse en los fueros de aquel reino y escapar

de la justicia real. Entonces, Felipe intentó burlar la inmunidad haciéndolo procesar por la Inquisición, pero Aragón se levantó en armas, y el rey tuvo que enviar tropas para sofocar la rebelión.
Felipe II heredó Portugal, y su considerable Imperio, después de sobornar generosamente a una par- te de la nobleza portuguesa para que apoyara su candidatura. Nunca fue aceptado por los suspicaces por- tugueses, y eso que los halagó ratificando sus libertades y privilegios y permitiéndoles que administraran sus colonias.




CAPÍTULO 56

El Tibet de Europa


El Rey Prudente, y más papista que el papa, esquilmó España y se gastó el dinero que tenía y el que pidió prestado en mantener el catolicismo en Europa. Si seguimos llamando Siglo de Oro a la época de los Austrias es porque, paradójicamente, la literatura, la pintura y la mística florecieron hasta alcanzar sus más altas cotas, como las flores, que crecen más bellas y lozanas en el estiércol, o como el olor de santidad que, a veces, por puro proceso químico, emanan los cadáveres.
A la España pluriforme y multirracial de la Edad Media sucedió la reaccionaria y recelosa de los Aus- trias, un país en el que la libertad escandalizaba. En el Quijote (11,55) se censura a Alemania «porque allí cada uno vive como quiere porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia».
Ya empezaba el «viva las cadenas». España, paladín de la Contrarreforma, acató con entusiasmo las directrices del Concilio de Trento. El pensamiento se hizo sospechoso. Se desconfiaba de los libros y de la cultura. El buen cristiano acataba, a puño cerrado, con la sencilla fe del carbonero, los dogmas y enseñan- zas de la Iglesia y no necesitaba saber más. La lectura era un hábito protestante que lleva a los hombres al brasero y a las mujeres a la casa llana.
Abrumada por su destino imperial, España se convirtió en «el Tibet de Europa» (Ortega y Gasset), se aisló en su maniqueísmo intolerante y hostil a lo extranjero, y se cerró a las ideas liberales que el Renaci- miento sembraba en Europa. La vida se ensombreció. La gravedad castellana impuso sus severas normas al resto del país y a sus satélites.
España se había erigido en defensora del honor de Dios. Teólogos y pensadores (de éstos, hubo menos) llegaron al convencimiento de que España y Dios estaban unidos por un pacto. Dios la había pro- mocionado al rango de pueblo elegido, la protegía y le otorgaba riquezas y poder (las Américas) a cambio de que ella ejerciese de gendarme y se convirtiese en paladín de la verdadera fe contra protestantes y tur- cos. El honor de Dios exigía que los portadores de sangre maldita, descendientes de judíos, fuesen aparta- dos de todo cargo o empleo oficial. No debían aspirar a nada. Por espacio de más de un siglo, el candidato a ingresar en una orden religiosa, en una hermandad o en una cofradía, el aspirante que pretendía un cargo o un honor, un canonicato o cualquier otra sinecura en la administración o en la Iglesia (esa secular aspira- ción hispánica de vivir de los Presupuestos Generales del Estado), tenía que presentar un estatuto de lim- pieza de sangre, en el que probaba documentalmente y con testigos la pureza de su linaje y que sus ante- pasados no habían sido ni moros ni judíos. De nada sirvió que voces sensatas clamasen contra ese desati- no, ni que algunos intelectuales denunciasen los sórdidos motivos que se disimulaban detrás de aquellas medidas. Un cristiano viejo incompetente y tarado obtenía prioridad sobre el individuo inteligente y capaz, pero descendiente de judíos o moros. Así dilapidaba sus recursos humanos un país ya bastante esquilmado demográficamente.
La gente sencilla acató con entusiasmo las exigencias de la limpieza de sangre. Ellos no tenían nada que perder. Los conversos no se habían mezclado con ellos, sino con la aristocracia y la burguesía. El ape- rreado ganapán descubría, de pronto, que tenía un motivo para sentirse importante. Aunque estuviera en lo más bajo de la escala social, podía mirar por encima del hombro a muchos vecinos de mayor posición y riqueza, pero manchados con el estigma de una bisabuela judía o un pariente converso.
De pronto, los desheredados de la fortuna descubrieron que tenían pedigrí y se aferraron a él como lapas. Ser limpio de sangre, descendiente de cristianos viejos, sin mezcla alguna de judío, de moro o de hereje, era un honor del que otros más ricos o nobles no podían presumir. Los nobles tenían honra, exce- lencia y virtud heredadas de su linaje; los pobres tenían un don más precioso: el honor, es decir, la pureza de sangre.
La vida social se degradó. Cundieron la miseria moral, la incultura, el fanatismo religioso y el despre- cio al trabajo, actitudes propias de la aristocracia, a la que ahora imitaba el pueblo, alentado por su concep- to del honor. La figura del hidalgo pobre y muerto de hambre como el del Lazarillo se hizo familiar. En un país eminentemente agrícola, los campos estaban abandonados. Cualquier pretexto era válido para decla- rar día feriado. Apenas quedaban cien jornadas laborables en el año. Tampoco estimulaba el trabajo una economía demencial, que favorecía las importaciones y la adquisición de caros productos manufacturados procedentes de la materia prima que ella misma vendía a bajo precio.

En el ambiente de apatía generalizada, las costumbres se corrompieron, el trabajo se consideró mar- ca de bajeza y muchos individuos que en otra circunstancia hubieran sido buenos artesanos o labradores dieron en la picaresca y en vivir a salto de mata, en las mismas lindes de la delincuencia, cuando no inmer- sos en ella. Nubes de mendigos invadían los caminos e iban de una ciudad a otra, especialmente a Sevilla, trampeando con la vida. Muchos se empleaban como criados sólo por la comida. En alguna ocasión un señor al que se censuraba el excesivo número de criados que mantenía replicó: «No los tengo porque los necesite, sino porque ellos me necesitan a mí.»
En materia moral, las costumbres libres del período anterior se corrigieron, al menos externamente. En el imperio de la doble moral, la obsesión del pecado de la carne presidía las relaciones entre los dos sexos: «Nuestros sentidos están ayunos de lo que es la mujer —escribe Quevedo— y ahítos de lo que pa- rece.»




CAPÍTULO 57

Felipe III


Felipe II fue, ya lo hemos visto, uno de esos empresarios obsesivos que pretenden controlarlo todo en su negocio, incapaces de delegar en sus subordinados. Como no se fiaba de nadie, nunca enseñó a gober- nar a su hijo. El príncipe, cuando accedió al trono, ignoraba el oficio y prefirió descargar la pesada tarea de reinar en manos de un hombre de confianza. Ya lo había sospechado su padre. Poco antes de morir, co- mentó amargamente al marqués de Castel—Rodrigo: «¡Ay, don Cristóbal, que me temo que me lo han de gobernar!» En efecto, como en la antigua Córdoba califal visitada por el lector páginas atrás y ya quizá olvi- dada, el gobierno del Estado volvió a estar en manos de hombres de confianza o privados, elegidos a dedo, y a menudo equivocadamente, por el rey. Él firmaba los documentos, como su padre, pero sin leerlos pre- viamente ni discutirlos.
Felipe III salió a su padre en lo piadoso, cristiano sincero y gran rezador, pero el parecido se detuvo ahí porque no era trabajador y sólo le interesaban las fiestas y los saraos.
En aquel tiempo la principal preocupación de las casas reales consistía en casar a los futuros reyes con princesas paridoras que asegurasen la sucesión de la corona. Antes de morir, Felipe II hizo honor al sobrenombre de Rey Prudente: concertó el matrimonio de su heredero con una prima lejana, Margarita de Austria, de trece años, hija de Carlos de Austria. La muchacha venía de casta fértil: la madre había parido quince veces.
La nueva reina, además de fecunda (dio al rey cuatro varones y cuatro hembras), era tan devota y pía que hasta visiones tenía.
Los dos primeros partos fueron niñas, y el tercero, el esperado varón que reinaría como Felipe IV. Un báculo en forma de T, que, según la tradición, había pertenecido a santo Domingo de Silos, presidía los paritorios de Margarita. La tradición de infantar en presencia de esta venerada reliquia se transmitió durante siglos, por las sucesivas reinas de España, hasta Victoria Eugenia. Al final, los microbios pudieron más que el santo, y Margarita murió a los veintisiete años, de una infección puerperal, muy auxiliada, todo hay que decirlo, por las sangrías de los médicos. Felipe, abatido, no se volvió a casar.
Vayamos ahora al gobierno. El primer valido real fue el duque de Lerma, que lo hizo tan mal como lo pudiera haber hecho el rey en persona, si no peor. Su incompetencia era conmovedora, pero se mantuvo en el cargo sobornando y comprando el silencio de los que podían descubrir su ineptitud. El cohecho y la co- rrupción alcanzaron extremos nunca vistos. Baste decir que la corte cambió de Madrid a Valladolid (y nue- vamente de Valladolid a Madrid seis años después) al vaivén de los generosos sobornos que repartían en las altas esferas los comerciantes de cada ciudad. España, como buque a la deriva, se mantuvo a flote por la inercia del reinado anterior, pero el rumbo era cada vez más errático y a merced de los intereses de las potencias europeas.
Hacienda ingresaba diez millones de ducados anuales. La deuda del Estado andaba por los setenta millones. Lo normal hubiera sido reducir gastos, pero, después de dos generaciones en la meseta, los Aus- trias habían aprendido a «sostenella y no enmendalla». El nuevo rey arrojó en el pozo sin fondo de la guerra de Flandes sumas de dinero cada vez mayores como quien las tira al mar. En su última etapa, el ejército de Flandes costaba la astronómica suma de trescientos mil ducados mensuales; demasiado para un país al borde de la bancarrota.
Y al final para nada. Se ganaban batallas, pero se perdía la guerra. Felipe II, ya a las puertas de la muerte, debió intuirlo, aunque nunca dio su brazo a torcer, cuando delegó la resolución del problema de Flandes en su yerno, y éste, de acuerdo con el general Spínola (el genovés a sueldo de España que recibe la llave en el cuadro de Las Lanzas de Velázquez), adoptó la sensata decisión de negociar con los rebeldes holandeses y liquidar por la vía rápida aquel cáncer. Los protestantes holandeses ganaron su independen- cia.
Solventado el problema de Flandes, y con Francia e Inglaterra temporalmente fuera de juego debido a sus problemas internos, sucedió un raro período de paz, que abarcó casi veinte años. España creció. Sus enemigos no la molestaban. Fue como una apacible jubilación para un agotado país ya a punto de abando- nar para siempre el club de las grandes potencias. Conservaba aún su formidable Imperio colonial, y sus

tropas, todavía invencibles, estaban acantonadas en los Países Bajos, en Italia, en el Rin, pero ya la nave del Estado antaño temible hacía agua por todas partes. No existía una política exterior coherente. El gobier- no mantenía espías en las cortes de Europa, a cuyos funcionarios y aristócratas sobornaba espléndidamen- te, todavía obsesionado por los compromisos dinásticos de los Habsburgo—Austrias, pero no sacaba pro- vecho alguno de estos dispendios.
Fue una suerte que, en 1617, el duque de Lerma cayera, por fin, en desgracia, pero cuatro años más tarde el rey murió, y su hijo y sucesor, Felipe IV, dejó el gobierno en manos de otro valido, el conde—duque de Olivares.




CAPÍTULO 58

Se van los moros


Se equivocaron los que pensaban que la economía del país había tocado fondo con las tres banca- rrotas de Felipe II. Todavía se podía caer más bajo, como demostró la hacienda de Felipe III. Algunos le echan la culpa a una epidemia que causó medio millón de muertos sólo en Castilla. Al escasear la mano de obra, se encarecieron los jornales. La administración intentó paliarlo acuñando moneda pobre, el vellón, y la acción combinada de problema cierto y falsa solución dispararon la inflación nuevamente, con su secuela de bancarrota. Una vez más, las Cortes tuvieron que hacerse cargo de los platos rotos; es decir, el pueblo, el sufrido contribuyente.
La guinda que adornó la tarta de la desastrosa política económica fue la expulsión de los moriscos. Después de la derrota y dispersión de los antiguos habitantes del reino de Granada, en tiempos de Felipe II, la población morisca se concentraba principalmente en el reino de Valencia y en Aragón. Eran excelentes agricultores, cultivaban arroz y caña de azúcar, y vivían en paz y contentos porque los grandes señores propietarios de la tierra los cuidaban como las hormigas cuidan a sus pulgones.
El gobierno, o el desgobierno, como si no tuviera otra cosa de la que ocuparse, dio en pensar que ya iba siendo hora de resolver el problema morisco, nuevamente la obsesión religiosa, y a pesar de las voces que se alzaron en defensa de aquellos cuitados, especialmente las de los patronos que se quedaban sin aparceros ni quien les cuidara las huertas, el duque de Lerma se empeñó en expulsarlos. En 1614, un cuar- to de millón de moriscos, aproximadamente, abandonó el país con lágrimas en los ojos. Atrás quedaron, llorando a lágrima viva, los dueños de la tierra, que tuvieron que reconvertir sus feraces campos de arroz y azúcar en viñedos, los cuales, aunque no requerían tanta mano de obra, rentaban mucho menos. También quedaron con una mano detrás y otra delante los inquisidores aragoneses y valencianos, que, de pronto, se veían privados de su principal clientela.


Morir de un calentón

Se dice que Felipe III murió prematuramente, a los cuarenta y tres años de edad, por culpa de uno de los muchos usos absurdos que imponía el rígido protocolo de la corte Austria. Yo lo cuento, y el lector lo cree o no, que por algo es escéptico. Era marzo, que en Madrid puede ser mes crudo y siberiano, y habían colocado un potente brasero tan cerca del rey que éste comenzó a sudar copiosamente en su sillita de oro. El marqués de Tobar hizo ver al duque de Sessa que quizá convenía retirar un poco el brasero, que «su majestad se nos está socarrando», pero, por cuestiones de protocolo, ese preciso cometido correspondía al duque de Uceda. Buscaron al duque de Uceda, pero se había ausentado del Alcázar, y cuando pudieron localizarlo y traerlo, el rey estaba ya empapado de sudor. Aquella misma noche se le presentó una erisipela que se lo llevó al sepulcro.
Hablar del protocolo de la corte Austria sería cosa de nunca acabar. Otro ejemplo bastará para poner de relieve hasta qué absurdo extremo puede llegar el endiosamiento de las personas. En una ocasión, un pueblo famoso por las medias que fabricaban sus artesanos quiso regalar a la reina un lote de esta prenda, pero el presente fue rechazado airadamente por el mayordomo real: «Habéis de saber —dijo— que las reinas de España no tienen piernas.» En la corte Austria nadie podía volver a montar un caballo en el que hubiese montado el rey, y la misma ley se hizo extensiva a las amantes reales, lo que determinó que mu- chas de ellas, pasados los ardores del monarca, ingresaran en conventos de clausura. Hay que suponer que la abusiva costumbre le malogró algunos planes al egregio personaje. Por lo menos hay constancia de que una dama de la corte solicitada por Felipe IV declinó el honor, replicando: «Gracias, majestad, pero no tengo vocación de monja.» Los Borbones, ya escarmentados, nunca pretendieron que sus amantes se apar- taran del mundo y, después del capricho, las dejaron seguir en sus escenarios y sus platós.




CAPÍTULO 59

El rey pasmado


Nadie más cortesano ni pulido
que nuestro rey Felipe, que Dios guarde, siempre de negro hasta los pies vestido.

Es pálida su tez como la tarde; cansado el oro de su pelo undoso, y de sus ojos, el azul, cobarde.

Sobre su augusto pecho generoso, ni joyeles perturban ni cadenas
el negro terciopelo silencioso.

Y, en vez de cetro real, sostiene apenas, con desmayo galán, un guante de ante la blanca mano de azuladas venas.

Lo que no refleja el bello soneto de Manuel Machado es la cara de alelado, la mandíbula eminente y el belfo caído que Velázquez tanto retrató con piadosos y cortesanos pinceles.
En la cima del barroco, también la cima de la desvergüenza y del despilfarro, los aduladores llamaron a Felipe IV el Grande y el Rey Planeta, sin sarcasmo, aunque Quevedo explicó ácidamente que Felipe era como los agujeros, «más grande cuanta más tierra le quitan», lo que es el colmo de la lisonja. Y le quitaron mucha tierra, que ya nuestra procesión colonial iba de vencida y Francia tomaba definitivamente la delante- ra en la Europa continental mientras Inglaterra y Holanda la tomaban en los mares.
Felipe IV fue lánguido en el trabajo, pero ardiente en los lances de Venus. En eso, en la afición al tea- tro, a los bufones y a la caza se le fue todo el fuelle. Delegó en los validos la pesada tarea de gobernar, como había hecho su padre.
Felipe IV había cumplido los dieciséis años cuando heredó el trono y ya estaba casado desde los quince con Isabel de Borbón, una atractiva francesa, algo mayor que él. Nunca le bastó, porque el mucha- cho era un obseso sexual, que buscaba compulsivamente amantes. Se calcula que a lo largo de su vida engendró treinta y siete hijos bastardos y once legítimos, seis con su primera mujer y cinco con la segunda, Ana María de Austria. Sin embargo, su gran amor, si es que amó a alguien, fue una cómica famosa, María Inés Calderón, la Calderona, cuyo hijo, Juan José de Austria, fue el único bastardo real que el rey hizo edu- car como príncipe de sangre. El mozo era tan ambicioso que concibió el desatinado plan de suceder a su padre en el trono y, para ir allanando el camino, tuvo la desfachatez de solicitar al rey la mano de una infan- ta, es decir, de su hermanastra. Felipe IV, escandalizado, lo apartó de la corte y no volvió a recibirlo.
Felipe IV confió el gobierno a su valido, el conde—duque de Olivares. Este presidente de gobierno no robó como los anteriores, pues se conformaba con mandar. Con más voluntad que acierto, se propuso re- formar el país, pero sus proyectos resultaban demasiado adelantados para su tiempo. Además, era un hombre terco y soberbio, mal equipado para las sutilezas de la política. Aparte de que tuvo que vérselas con oponentes europeos de gran calado, entre ellos el famoso cardenal francés Richelieu, un zorro con capelo, mucho más listo de lo que aparece en Los tres mosqueteros.
Mientras tanto, el rey se entregaba a sus aficiones, queridas, cómicos y podencos. No era muy viaje- ro, nunca le interesó conocer sus estados, pero hizo un gran viaje que no podemos pasar por alto, así que le dedicaremos todo un capítulo.




CAPÍTULO 60

Trescientos jamones


Felipe IV viajó al hondo sur en 1624. En lo más negro de la decadencia hispana, al rey le dio por vis i- tar Andalucía, y avisó al duque de Medina Sidonia que iría a cazar a sus estados del coto de Doñana. En aquel momento, el duque no estaba para fiestas, que andaba corto de numerario y los dolores de gota lo tenían baldado, pero echó la casa andaluzamente por la ventana para recibir al rey y a la corte con la prodi- galidad y munificencia que cabía esperar en un Medina Sidonia: arregló caminos, demolió casas ruinosas, adecentó estancias y proveyó todo lo necesario para que no faltara de nada al ejército de gorrones que se le venía encima. Durante medio mes, hospedó a mesa y mantel a cerca de dieciséis mil cortesanos. Las cifras de la cocina son pavorosas: para satisfacer el desaforado apetito de los visitantes no basta allegar toda la pesca de once leguas de costa y toda la caza de veinte leguas de coto. Además, devoraron dos mil barriles de pescado de Sanlúcar, trescientos jamones de Rute, de Aracena y de Vizcaya; mil barriles de aceitunas, la leche de seiscientas cabras, ochenta botas de vino añejo y gran cantidad de vino de Lucena. Cincuenta mulas no daban abasto arrimando nieve de la sierra de Ronda para los refrescos y la conserva- ción de las viandas.
El andrajoso y hambriento pueblo de los alrededores acudió en masa al cebadero, a ver si caía algo, y aunque el duque había pregonado pena de azotes al que se acercara a las cocinas, al final eran tantos que no hubo más remedio que alimentarlos. De todas formas, luego, lo purgarían en impuestos, pues el duque los tuvo que subir para resarcirse de las pérdidas.
Las jornadas cinegéticas fueron muy provechosas. El rey, intrépido cazador, apuñaló a un jabalí cau- tivo mientras el animal era sujetado entre varios monteros, y abatió tres toros en un corral, disparando con su arcabuz desde el parapeto del burladero.


Otra vez la pica en Flandes

Regresemos ahora al conde—duque de Olivares. Su mayor metedura de pata consistió en reanudar la guerra de Flandes, que fue otra vez abrir la herida por donde, desde hacía más de un siglo, se desangra- ba y perdía su fuerza el toro negro de España.
Lo de Flandes, en sus comienzos, había sido una cuestión religiosa y de reconocimiento de sobera- nía real. Ahora, el conflicto se reducía a cuestiones mucho menos espirituales: los piratas holandeses se habían convertido en algo más que la mosca cojonera que hostigaba el tráfico marítimo español con las colonias americanas. Se reanudó la guerra, que costó mucho más de lo que se perdía por las acciones piráticas porque, además, trajo otras contiendas engarzadas como cerezas.
El caso es que Olivares tenía las ideas claras sobre el modo de conducir las operaciones: primero, mantener bien comunicada España con Flandes, para lo cual cultivó la amistad de Inglaterra, que iba ya camino de ser gran potencia marítima; en segundo lugar, atacar a los holandeses donde más les doliera: el tráfico marítimo con el Báltico. Para ello, contaba con la colaboración entusiasta de daneses y hanseáticos, tradicionales competidores del comercio holandés.
No estaba mal pensado el plan, pero la escaldada Europa temía un fortalecimiento de la Casa de Austria (la otra rama mantenía grandes intereses en el norte). Flandes se convirtió nuevamente en un pozo sin fondo, donde desaparecían los impuestos españoles y la plata, cada vez más escasa, que llegaba de las Américas. La intendencia era tan desastrosa que solamente comprando material a los comerciantes holan- deses podía mantenerse el ejército en campaña. Y con la ganancia de este comercio, los holandeses sufra- gaban su propia guerra contra España, al menos es lo que alegaban los mercaderes para justificar sus ven- tas al enemigo. España obtuvo una considerable victoria en Breda, pero la guerra fue a peor y acabó por ser absolutamente adversa cuando Francia y Suecia intervinieron y derrotaron a los tercios españoles en Ro- croy. Allí acabó el mito de la invencibilidad de aquellas tropas, forjado desde las campañas italianas del Gran Capitán.

Y por si fuera poco, la guinda: la rama imperial de los Austrias, los primos de Viena, se había empan- tanado en la guerra de los Treinta Años. Allá que va el Austria español en su socorro sin pensárselo dos veces. Pero fíese usted de los parientes: los vieneses, cuando vinieron las cosas mal dadas, firmaron la paz por su cuenta y dejaron a España en el atolladero. Lo que es peor, los primos Austrias habían cedido a Francia las tierras en litigio, Alsacia y el Rin, cortando el puente que comunicaba las posesiones españolas de Italia con Flandes. A Felipe IV no le quedó más salida que hacer las paces con los holandeses y recono- cer su independencia. Si algo bueno se sacó del lance fue que, en adelante, al carecer de intereses comu- nes, las dos ramas de la Casa de Austria, española y vienesa, se distanciaron.
Se obtuvo algo más. En un momento de lucidez, el gobierno se había percatado de que estaba haciendo el primo. Esta constatación lo ayudó a apear a la nación de su papel de paladín del catolicismo para concentrar los esfuerzos en la defensa del suelo nacional, amenazado por Francia. Más vale tarde que nunca.
La herida de Flandes estaba otra vez abierta, y el país, comido de miseria. Por ese lado, es evidente que Olivares no estuvo acertado. ¿Y en las reformas interiores? El conde—duque quería modernizar y forta- lecer España. Para ello, había que empezar por homogeneizar la legislación de todos los reinos, adaptándo- la al modelo más gobernable, que era Castilla. Pero esto implicaba suprimir fueros y privilegios, especial- mente los fiscales, para que aragoneses, catalanes y el resto arrimaran el hombro como lo hacía Castilla. No podía resultar. Ya se sabe cómo reacciona la gente cuando le tocan el bolsillo.
El conde—duque bajó el listón. ¿Y acabar con la corrupción heredada del reinado anterior? El valido Lerma había repartido alegremente los Consejos y otras sinecuras y enchufes entre aristócratas incompe- tentes. ¿No se podía redistribuir todo eso entre gente más capaz? Tampoco esta reforma era fácil. Olivares no podía apartar tantas bocas de los pechos exhaustos del Estado: se volverían contra él y lo devorarían vivo. Por lo tanto, emprendió reformas indirectas, nombrando juntas de expertos que asesoraran a los Con- sejos.
Finalmente, el proyecto más utópico de todos: reeducar a la sociedad. Quería que los españoles abandonaran sus prejuicios y sus malas costumbres, y que las clases dirigentes apreciaran el trabajo y las actividades mercantiles, como ocurría en todos los países desarrollados de Europa, de los que cada vez nos quedábamos más descolgados. Olivares quería europeizarnos. Para ello, naturalmente, habría que empezar por abandonar aquella absurda obsesión por la limpieza de sangre que pesaba como una rémora sobre la anquilosada sociedad española. Pobre hombre.
Finalmente, intentó, también sin éxito, reformar el sistema financiero. El presupuesto del Estado as- cendía a ocho millones de ducados, y los ingresos fijos apenas alcanzaban a la mitad. Además, los impues- tos eran tan arbitrarios que sólo gravaban a los humildes y al trabajo, y especialmente a Castilla. Olivares intentó que los otros territorios de la corona también cargaran con su parte del peso imperial, pero, aunque les ofreció a cambio participación en el gobierno del Imperio, con sus sabrosos gajes y sinecuras, ellos no mordieron el anzuelo y se atuvieron a sus privilegios y libertades. Castilla se resignó a seguir siendo la burra de carga, y como las deudas aumentaban, Olivares tuvo que recurrir, patéticamente, a solicitar un préstamo de los conversos portugueses para sostener al Estado. Lo que son las cosas, ahora se echaba de menos a los judíos.
No quedó así la cosa. En pos de la normalización, Olivares convocó Cortes de Aragón, Cataluña y Valencia para que votaran un subsidio extraordinario con el que sostener los gastos militares. Los aragone- ses y los valencianos aflojaron la bolsa, aunque no sin resistencia, pero los catalanes se mostraron inase- quibles al desaliento y, cuando Olivares intentó aplicar la reforma por la fuerza, se levantaron en armas.
La galopante inflación condujo a nueva bancarrota y subida de impuestos en Castilla. A estas alturas, Olivares, impaciente, pensó en atacar Francia, la eterna enemiga, por la frontera catalana, sólo para implicar a Cataluña en la guerra. Los campesinos catalanes, molestos por la imposición de tropas reales que les robaban las mieses y los cochinos, se alzaron en armas en Barcelona y asesinaron al virrey, es decir, al representante del poder central. El Corpus de Sangre, el de Els segadors. Allá fue Troya: media Cataluña sublevada contra la monarquía durante doce años. Olivares envió tropas para sofocar la rebelión, y los cata- lanes solicitaron la ayuda del rey de Francia. El galo no desaprovechó la oportunidad que le brindaban, claro, y envió un cuerpo expedicionario. Durante unos años, la victoria estuvo indecisa, pero al final se incli- nó del lado de Olivares, especialmente cuando aquellas brigadas internacionales francesas tuvieron que regresar precipitadamente a casa, donde tenían servida su propia y sangrienta rebelión popular (la Fronda). En todas partes, cuecen habas.
El gobierno sofocó la rebelión de los catalanes, pero, procediendo por una vez inteligentemente, se guardó bien de suprimir sus fueros. Fue una experiencia saludable para las dos partes porque también los catalanes aprendieron que el rey francés era peor padrino que el rey castellano. Es decir, más vale malo conocido que bueno por conocer.
Distinto asunto fue lo de la rebelión de Portugal. Los lusos se alzaron también en armas aprovechan- do que las tropas reales estaban empeñadas en la represión de Cataluña. No tenían los portugueses moti-

vos para estar contentos de su unión con España: las clases bajas, porque odiaban visceralmente a los vecinos, y las altas, que al principio pensaron que dentro de España iban a medrar con el comercio ameri- cano, ya se habían desengañado y, echando cuentas, advertían que las ganancias no compensaban las pérdidas. Mientras formaran parte de España, los piratas holandeses seguirían devastando sus colonias y atacando sus barcos, así que dieron un golpe de Estado y colocaron en el trono de Portugal al duque de Braganza. A río revuelto, hasta Andalucía tuvo su tímido movimiento independentista que mantuvo atadas las manos al gobierno central y dio tiempo a que los portugueses se fortalecieran y cimentaran su indepen- dencia.
España hacía aguas por los cuatro costados. Crecían los gastos, disminuían los ingresos y la espiral inflacionista provocaba otra bancarrota. Olivares, socavada su posición por los nobles castellanos, cayó en desgracia, y el rey, atormentado por los remordimientos de su propia ineficacia, resolvió gobernar personal- mente. Le obsesionaba la idea de que Dios desfavorecía a España para castigar la liviandad de su rey. Pero los buenos propósitos le duraron poco, y sobreponiéndose a ellos, entregó el gobierno a un nuevo valido, don Luis Méndez de Haro, sobrino por cierto de Olivares, pero menos inteligente que su tío.
Felipe IV envejeció prematuramente. En sus últimos años, se volvió piadoso y rezador, como el don Guido machadiano, y mantuvo una curiosa correspondencia con una monja que lo aconsejaba y dirigía espiritualmente desde su convento soriano. Murió a los sesenta años (aunque aparentaba ochenta), más gastado de vicios que de labores, muy consolado por la religión y compartiendo casto lecho con la momia de san Isidro.
Habíamos comenzado el— reinado de Felipe IV con un soneto. Vamos a cerrarlo con otro, éste de Quevedo, que describe con intensidad lírica su decadencia y la de España:
Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes, ya desmoronados, de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía los arroyos del hielo desatados;
y del monte, quejosos, los ganados, que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa, vi que amancillada de anciana habitación era despojos; mi báculo más corvo y menos fuerte,

vencida de la edad sentí mi espada y no hallé cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la muerte.




CAPÍTULO 61

El rey hechizado


Carlos II, concebido casi milagrosamente de zurrapas seminales, en el último coito de su decrépito padre, es el producto final de docenas de cruzamientos consanguíneos a lo largo de unos cuantos siglos. Era hijo de tío y sobrina unidos con doble vínculo, y cinco de sus ocho bisabuelos eran descendientes direc- tos de Juana la Loca. En su persona concurrían las deficiencias nefríticas del padre, la hipocondría del abuelo, la gota del bisabuelo y la epilepsia del tatarabuelo. Además, era esquizofrénico paranoide. Nació cubierto de costras y tan raquítico que decidieron no mostrarlo a la Corte, como exigía el protocolo. En sus primeros meses, lo criaron entre algodones, la incubadora de entonces; tardó dos años en echar los dien- tes; sólo se destetó de sus catorce nodrizas cuando cumplió los cuatro años; comenzó a caminar después de los cinco, y aprendió a leer y escribir, a duras penas, ya adolescente. Era canijo, ojos saltones, carnes lechosas, con una nariz enorme que le caía sobre el labio flojo de la mandíbula fieramente prognática. No hay más que ver los retratos que le hizo Claudio Coello, aunque procuró favorecerlo dentro de lo posible. Villars lo despachó en una frase: «Asusta de feo.» El embajador francés gastó más prosa: «[Es] de aspecto enfermizo, frente estrecha, mirada incierta, labio caído, cuerpo desmedrado y torpe de gestos.» El pobre monarca se pasó la vida entre médicos pomposos e ignorantes, santas reliquias, exorcismos y sahumerios. Su confesor y dos frailes dormían en su alcoba para guardarlo del diablo.
Cuando Carlos cumplió los catorce lo casaron con María Luisa de Orleans, sobrina del rey de Francia, una morenaza de grandes ojos negros y el vello del pubis reducido y espeso (precisión que obtenemos de un informe médico). De sus retratos y descripciones se deduce que estaba buena («de famoso arte y cuer- po, alta proporcionadamente, airosa y bien entallada»). Y procedía de casta paridora. ¿Qué más se puede pedir? Hubo que solicitar dispensa al Papa porque, como de costumbre, los contrayentes eran parientes (ella, biznieta de Felipe II).
Pasaron los meses, y la reina no se quedaba preñada. En una operación de alta política y espionaje internacional, el embajador francés logró hacerse con unos calzoncillos usados del monarca y los sometió al examen de dos cualificados médicos. Después de analizar las manchas de la prenda, los galenos emitieron dictámenes opuestos. Uno dijo que el rey podía preñar; el otro, que no. Acertó este último, porque Carlos II, aunque se casó dos veces, no tuvo hijos. Y eso que está probado que, esforzándose mucho, conseguía una erección morcillona suficiente para penetrar a la reina; con fatigas, eso sí, porque, además, era eyaculador precoz. Seguramente el semen que producía su único testículo era estéril.
Toda Europa y especialmente España estaban pendientes de la gran incógnita: ¿quedará preñada la reina? Por Madrid circulaban coplillas sediciosas; ya se sabe cómo es la gente:

Parid, bella flor de lis,
que en ocasión tan extraña si parís, parís a España;
si no parís, a París.

No parió —¿qué culpa tenía ella?—, pero tampoco hubo que devolverla. La desdichada falleció al po- co tiempo. ¿Envenenada con arsénico para facilitar un nuevo matrimonio del rey con otra más fecunda?,
¿de salmonelosis?, ¿de cólico miserere? Vaya usted a saber. Lo único cierto es que la pobrecilla escapó de las penas de este mundo, especialmente de la alcoba de Carlos, a los veintisiete años.
A reina muerta, reina puesta. Apenas transcurrido un mes, ya le habían buscado sustituta. La elegida fue Mariana de Neoburgo. ¿De casta fecunda? Fecunda es poco. Estas Neoburgo eran auténticas conejas: su madre había parido veinticuatro hijos. Carlos y Mariana se encontraron en Valladolid, al año siguiente. Las bodas fueron sonadas: misas, fiestas, banquetes, cucañas, corridas de toros, fuegos artificiales...
Los mayores fuegos artificiales fueron los de la alcoba nupcial. Mucho ruido y nada. La alemana era robusta, alta, de busto opulento y bien metida en kilos, pelo rojizo, rostro pecoso, ojos azules algo saltones y larga nariz. Carlos, que esperaba una mujer tan agraciada como la primera, se llevó una gran decepción.

Además la teutona era ambiciosa y calculadora, altanera y desabrida, e insatisfecha sexual. Hoy no hubiera tenido precio para gobernanta de un local sado—maso. La muy ladina se conchabó con un médico alemán que trajo consigo para fingir hasta doce embarazos, que acababan indefectiblemente en imaginarios abor- tos. Mientras estaba supuestamente embarazada hacía y deshacía a voluntad, y todo se le volvían antojos, con la mayor desfachatez. Así, sustraía al marido de la influencia de la suegra, la reina madre, de la que Carlos era muy dependiente. Las dos Marianas, la de Austria y la de Neoburgo, suegra y nuera, se llevaban a matar y mantenían frecuentes rifirrafes, durante los cuales se insultaban en alemán, la lengua materna, con gran chasco de los cortesanos asistentes.
Durante años, Mariana (la de Neoburgo) trajo de cabeza a una legión de médicos, algunos de impor- tación, en sus simposios mamporreros sobre cómo traer al mundo al ansiado heredero de la corona. Como no se conseguía, y la cuestión era capital en la monarquía, dieron en pensar que los enemigos de España habían hechizado al rey. Esto explicaría también sus ataques de epilepsia. Entonces, lo sometieron a espe- luznantes exorcismos y tratamientos. Por ejemplo, le daban a beber polvo de víbora con chocolate y le apli- caban enemas de jugo de ciruela y emplastos de entrañas de cordero recién sacrificado. Por su parte, Car- los, obsesionado con la idea de que su desgracia era castigo de Dios por no haber asistido a la agonía de su padre, se hizo llevar al panteón real de El Escorial, ordenó a los frailes abrir el féretro, y abrazó y besó el cadáver de Felipe IV. Más adelante, haría lo mismo con los cadáveres de su madre, con el de su hermano Baltasar Carlos y con el de su primera esposa; o sea, necrofílico además de paranoico, una alhaja de per- sona.
Vamos ahora con el país y con el reinado que el embajador veneciano definió como «una serie ininte- rrumpida de calamidades».
Carlos se dejó dominar por sus dos esposas, las cuales, a su vez, fueron manejadas por cortesanos ambiciosos. España era una rebatiña en la que cada cual sacaba lo que podía y nadie cuidaba del proco- mún. Bajó a tales niveles de desgobierno que casi podemos decir que tocó fondo.
Hubo un intento de restaurar la maltrecha economía fijando la moneda y reavivando el comercio, pe- ro, a la postre, quedó en agua de borrajas. Castilla, deslomada por el esfuerzo económico y humano de dos siglos de absurda explotación, se hundió. Al resto de España, menos castigada por el esfuerzo, no le fue tan mal, pero, en cualquier caso, las funestas consecuencias de la decadencia afectaron a todos. La población, estragada por las epidemias, por la miseria interior, por las guerras exteriores y por la gran cantidad de per- sonas que ingresaban en religión y no tenían hijos, se redujo de casi nueve millones de habitantes a menos de siete. Esto provocó una escasez de mano de obra que incluso atrajo a emigrantes extranjeros, especial- mente franceses.
España, desangrada por contiendas absurdas, ya no declaraba la guerra a nadie ni intentaba impo- nerse en Europa. Ahora se la declaraban a ella y bastante hacía con defenderse. Los franceses aprovecha- ron su postración para, en tres sucesivas guerras, arrebatarle el Franco Condado y algunas ciudades bel- gas, y ocupar Flandes y Cataluña (dos regiones que le fueron luego devueltas porque el rey francés, el astu- to Luis XIV, advirtió que, con un poco de suerte, iba a ganar toda España por vía pacífica cuando Carlos II falleciera sin sucesores). Lo que le restaba de Flandes hubiese sido fácil presa de los protestantes del norte, pero también lo respetaron porque les interesaba que aquella provincia perteneciese a la debilitada España y sirviese de aislante entre sus lindes y las de la poderosa Francia.
Para que se vea el grado de postración al que había llegado un país que poco antes era la superpo- tencia indiscutida.
Mientras la salud de Carlos II iba de mal en peor, las casas reales de Europa movían sus peones para repartirse el pastel español. Carlos II moría sin herederos directos. ¿Quién ocuparía el trono español? Había dos candidatos: Austria y Francia. El que se hiciera con España (y su apetecible Imperio colonial) se conver- tiría en potencia hegemónica del continente. Dado el sentido patrimonial de la monarquía, el candidato con mayores derechos era el francés, un nieto de Luis XIV, el Rey Sol. Pero se trataba de un Borbón. Los Aus- trias de la rama vienesa, los del archiduque Carlos, proponían a un candidato de su propia familia, un Aus- tria de pura cepa. Inmediatamente, Inglaterra y Holanda apoyaron la propuesta; cualquier cosa con tal de evitar que España se convirtiera en un satélite de la superpotencia francesa.
Y los españoles, ¿qué opinaban? El agobiado pueblo no entendía de política y, con la experiencia que llevaba a la espalda, ¿qué más le daba ser explotado por un francés o por un austríaco? En cuanto a la aristocracia se dividió en dos bandos: los sobornados por el rey de Francia y los sobornados por los austría- cos. Al final, el francés se llevó el gato al agua.
Finalmente, el primero de noviembre de 1700, con el siglo que agonizaba y en el mes de los difuntos, Carlos II entregó su alma al creador y cerró la dinastía austríaca en España. El duque de Abrantes escribió al embajador alemán: «Querido amigo: tengo el gusto de despedir para siempre a la Casa de Austria.»
Éste fue el final de los Austrias y el comienzo de los Borbones. El lector, aunque escéptico, no ignora que se trata de la dinastía felizmente reinante, después de tres expulsiones y otras tantas restauraciones.




CAPÍTULO 62

Llegan los Borbones


Los Borbones proceden del pueblecito francés de Bourbon—l'Archambault (provincia de Allier), poco más que un villorrio, que, en época medieval, fue cabeza de un modesto señorío. Nadie hubiese adivinado que aquel lugarejo sería cuna de dos poderosas dinastías europeas. En el siglo xiii, el sexto hijo de Luis IX, rey de Francia, se casó con la heredera del señorío. Un hijo de la pareja, Luis 1, fue ennoblecido por el rey y pasó a titularse duque de Borbón. Uno de sus descendientes alcanzó el trono de Navarra y, poco después, en 1589, el de Francia como Enrique IV (el que dijo aquello de «París bien vale una misa»), aprovechando que el último representante de la dinastía Valois moría sin sucesión. De esta cepa, descienden todos los Borbones que en el mundo han sido, a saber: las dos ramas francesas, la española, la parmesana, la napo- litana—siciliana y la brasileña.
Muchos españoles de a pie, ajenos a los tejemanejes de la corte, saludarían, aliviados, el cambio de dinastía. Pensaron, precipitadamente, que nueva savia vitalizadora renovaba el tronco podrido de los Aus- trias. Pero aquel nuevo rey —un jovenzuelo de diecisiete años, no muy alto, rubio, de ojos azules—, al que recibieron triunfalmente en Madrid, no era la joya que parecía. En realidad, era abúlico y retraído, hasta el punto de haber llamado la atención del prestigioso médico Helvecio, que se interesó por él como caso clíni- co. Es que el Borbón llevaba en sus venas un cuartillo de sangre Austria, con toda su perturbadora herencia genética, pues era biznieto de nuestro Felipe IV Además, era hijo de una esquizofrénica y nieto de una loca, así que también esta familia padecía las taras resultantes de la consanguinidad de sus antepasados. Como iremos viendo, los Borbones del siglo xviii fueron proclives a las depresiones y a la locura, y a muchos de ellos les dio por joder a calzón quitado, que es, como se sabe, la fijación de los bobos. De Felipe V, que, además, era extremadamente religioso, escribió su ministro Alberoni: «Sólo necesita un reclinatorio y una mujer.» Otro observador dijo: «Pasa dos veces al día de los brazos de su mujer a los pies de su confesor.» Este freno de la religión, y un cierto sentido de la decencia, hizo que Felipe V y los otros Borbones del siglo xviii fueran fieles a sus esposas. Solamente a partir de Fernando VII, ya en el siglo xix, les da por el puterío, por las queridas y las cómicas. (Ya veremos que hubo una excepción, pero tan breve que apenas confirma la regla.)
La implantación de la nueva dinastía acarreaba una nueva guerra que requeriría sangre y dinero de un país casi exhausto, pero también tuvo su lado positivo, vaya lo uno por lo otro, porque los franceses trajeron con ellos la bendita semilla de la Ilustración. Ya queda dicho que el siglo xviii fue el Siglo de las Luces, de la tolerancia, el siglo que deslindó religión y derecho, el que diferenció pecado y delito. Fue tam- bién un siglo pródigo en probos y bienintencionados funcionarios, que honradamente intentaron redimir al país de su secular atraso, entregándose al regalismo o defensa de los intereses de la monarquía contra la codicia acaparadora de la Iglesia, que, aprovechando la debilidad de los últimos Austrias, había ampliado abusivamente sus competencias y su poder.
La obsesión de la monarquía era, como siempre, asegurar la sucesión del trono. Inmediatamente ca- saron al joven rey con una prima segunda, la princesa María Luisa de Saboya, una joven de trece años de edad, francamente fea, pero tan femenina, pizpireta e ingeniosa que conquistó no sólo a su esposo, sino a cuantos la trataron. Como suele acaecer con las mujeres menudas, despertó una gran pasión carnal en su marido, que se pasaba el día retozando en el tálamo y no vacilaba en recurrir a afrodisíacos para apuntalar sus apetitos. Mientras, en el cielo europeo, se acumulaban los espesos nubarrones de la coalición antibor- bónica, porque en las cortes de Europa nadie se llamaba a engaño: el fantoche que señoreaba el trono de España no era más que una marioneta en las manos de su todopoderoso y sagaz abuelo, el Rey Sol.
No les faltaba razón. Con el inexperto Felipe V (como con el primer Austria, Carlos V, cuando llegó de Flandes, ¿recuerdan?) había llegado una plaga de funcionarios y cortesanos franceses, a los que el Rey Sol enviaba para hacerse cargo de la herencia española. Al menos, éstos no venían a robar, como aquellos borgoñones de Carlos, porque ya quedaba poco que robar, sino a reflotar el negocio y hacerlo rentable. España era una vaca de exhaustas ubres y había que reponerla para poderla ordeñar de nuevo.
Por alguna parte, había que empezar. El rey de Francia, Luis XIV, como el que hereda un negocio desastrosamente regentado, aspiraba a sanear la economía de España y a modernizar su administración. Los tecnócratas franceses reformaron drásticamente la administración, acabaron con los ineficaces ministe-

rios (los Consejos de los Austrias ocupados por la alta nobleza) y promocionaron a puestos de responsabili- dad a burócratas capaces sin mirar si eran nobles o no. En cuanto se renovaron los cargos, se notó la recu- peración.
Los franceses formaron la excelente escuela de la cantera local, que a lo largo del siglo dio al país muy buenos ministros y capaces funcionarios, entre ellos José Patiño, José de Campillo y el marqués de la Ensenada. Trabajo no les iba a faltar, porque España se encontraba en un estado de postración verdade- ramente lastimoso, especialmente en el plano demográfico y productivo. Había un millón de mendigos y otro de frailes, monjas o clérigos, o de hidalgos rentistas (con sus cohortes de servidores y pajes), es decir, indi- viduos dados a lo divino y económicamente improductivos, o tan dados a lo humano que consideraban des- doro el trabajo. Con esta tara a cuestas, se inició el despegue, hasta alcanzar ocho millones de habitantes. Al pesado lastre de tanto parásito se añadía la escasa productividad de un estamento laboral propenso a la holganza. Las tierras estaban mal cultivadas, particularmente las concentradas en manos eclesiásticas o de la alta nobleza. Fértiles fincas se subexplotaban dedicadas a dehesas para la cría de ganado; la industria era escasa y obsoleta. Dentro de la apatía general, la vida se había tornado mediocre y provinciana; la so- ciedad, carcomida por la pereza y la envidia —esos entrañables vicios nacionales—, navegaba a la deriva, acanallada, sin horizontes, encallecida en sus prejuicios y en su ignorancia.
El bando austríaco, que aspiraba a la corona de España, no se había dado por vencido. Aún no había transcurrido un año desde el nombramiento de Felipe V cuando tropas austríacas invadieron los dominios españoles en el norte de Italia. Había comenzado una verdadera guerra mundial: Inglaterra, Holanda, Aus- tria, Prusia, Hannover y el Imperio contra los Borbones de España y Francia. Nuestro flamante rey tuvo que hacer un alto en su frenesí amoroso para capitanear sus tropas. Desembarcó en Nápoles y, después de asistir al anual milagro de la licuefacción de la sangre de san Jenaro, partió para Milán a enfrentarse con los austríacos. Su joven esposa quedaba en Madrid en calidad de regente, con la inestimable ayuda de su sa- gaz camarera mayor, la princesa de los Ursinos, que el rey francés había enviado para asistir a la reina (y para espiar al rey).
La princesa de los Ursinos fue una de esas mujeres excepcionalmente dotadas para el gobierno que la Historia produce de vez en cuando. Sabiamente dirigida por ella, la reina se mostró una excelente primera ministra, que contribuyó poderosamente al robustecimiento de la monarquía y a la ordenación del reino.
La guerra no se limitó al norte de Italia. Esta vez, España la sufrió en sus propias carnes. El archidu- que Carlos, candidato austríaco a la corona, desembarcó en Lisboa y emprendió la conquista con la ayuda de un partido austríaco, al que se sumó una legión de descontentos, especialmente aragoneses, catalanes y valencianos, a los que el Borbón había recortado sus privilegios forales y había aumentado los impuestos. También se le unieron buena parte de la nobleza y la Iglesia, por los mismos motivos: huir del Borbón que pretendía limitar sus tradicionales sinecuras y privilegios.
Los austríacos, contando con el dominio del mar, enviaron una escuadra anglo—holandesa, que sa- queó las costas andaluzas y capturó parte de la flota de la plata recién llegada de América. El episodio prueba el anquilosamiento de la administración española. La flota de la plata se había refugiado en el puerto de Vigo, pero, en lugar de desembarcar inmediatamente su precioso cargamento y ponerlo a buen recaudo, dejaron pasar los días en espera de que llegara de Madrid el funcionario contador. Como es natural, los ingleses y los holandeses recibieron un soplo, se adelantaron y les limpiaron el granero.
No fue ésta la mayor calamidad de una guerra en la que las tropas de Carlos llegaron a ocupar Ma- drid y Barcelona, pero, a pesar de todo, Felipe V, sin más apoyos que los de su abuelo francés y los de Castilla, no sólo resistió, sino que ganó. Después de la victoria, el Borbón pasó factura a los que habían militado en el bando contrario: abolió los fueros y franquicias de Aragón, Valencia y Cataluña, y sometió a la Iglesia a la jurisdicción ordinaria. El nacionalismo catalán todavía respira por la herida que le infligió el pri- mer Borbón.
Las únicas tierras aforadas que quedaron en la corona fueron Navarra y el País Vasco, en recompen- sa por su fidelidad al vencedor.
La guerra se saldó con enormes pérdidas territoriales. No sólo volaron todas las posesiones europeas fuera de España (Bélgica, Luxemburgo, Milán, Cerdeña y Nápoles), sino Gibraltar, que los ingleses habían capturado en nombre del pretendiente austríaco y luego han retenido en su propio provecho hasta hoy. Además, los hijos de la Gran Bretaña abrieron una brecha en el monopolio comercial americano, pues obtu- vieron derecho de enviar un barco anual a las colonias. El que entraba en puertos era siempre el mismo, pero los muy ladinos lo hacían seguir por toda una escuadra que lo reabastecía de género en alta mar. Un negocio redondo.
La Saboyana (así llamaban a la reina), tuvo cuatro hijos, lo que garantizaba la continuidad de la estir- pe borbónica, y murió de tuberculosis pulmonar antes de cumplir los veinticinco años, el miércoles de ceniza de 1714, lo que dejó al rey en el mayor desamparo.

Era urgente encontrarle una nueva esposa al monarca, una mujer que cubriera el doloroso hueco que la extinta dejó en su corazón y, sobre todo, en su lecho, porque Felipe, más encalabrinado que nunca, era tan piadoso que por nada del mundo se habría aliviado con amantes o mujeres mercenarias.




CAPÍTULO 63

Donde la Ursinos resbala en la mantequilla de la Farnesio


El embajador de Parma en Madrid, el taimado abate Julio Alberoni, un italiano que «todo es menos lo que parece», se entrevistó con la influyente princesa de los Ursinos para proponerle la candidata ideal:
«Hay en Parma —le dijo— una princesa, Isabel de Farnesio, una excelente muchacha de veintidós años, feúcha, de poca presencia, que se atiborra de mantequilla y queso parmesano, pero que está educada en lo más cerrado del país y no sabe de nada que no sea coser y bordar.»
«Una excelente candidata —debió de pensar la de Ursinos—, una aldeana ignorante que se dejará mangonear como se dejaba la reina difunta.»
Esta vez la sagaz princesa se equivocó de medio a medio. La nueva reina de España era, en efecto, feúcha, caballona, picada de viruelas y dotada de un notable saque cuando le ponían delante un queso parmesano, pero, por lo demás, no tenía un pelo de tonta: era culta, hablaba varios idiomas y se interesaba por la política.
Antes de llegar a España, Isabel de Farnesio se detuvo en Francia para pasar unos días junto a su tía, la reina viuda del anterior rey de España, Mariana de Neoburgo. La anciana, que se consideraba deste- rrada por la princesa de los Ursinos, aprovechó la ocasión para aleccionar a su sobrina sobre el imbécil del rey que había desposado y sobre la mala pécora que lo dominaba, la princesa de los Ursinos.
Prosiguió Isabel su viaje hacia Madrid, y la de Ursinos salió a recibirla al castillo de Jadraque, en Guadalajara. El encuentro fue breve y sustancioso. La Ursinos, nada más ver a la reina, la tomó del brazo, le hizo dar la vuelta, examinó apreciativamente su latitud y le dijo: «¡Cielos, señora, que mal formada estáis!
¡Y qué cintura tan gruesa!» Quizá la Ursinos, de ordinario tan diplomática, quería que la recién llegada su- piera, desde el primer momento, quién mandaba allí. Quizá no creyó que la ignorante parmesana pudiera entenderla. Pero la parmesana hablaba idiomas, como demostró en seguida. Mandó presentarse al jefe de la guardia y, en perfecto castellano, le ordenó: «¡Llevaos de aquí a esta loca que ha osado insultarme...!» El oficial titubeó. Él sí sabía quién era la princesa de Ursinos y cómo se las gastaba. No se atrevía. Pidió la orden por escrito. La parmesana no lo dudó un momento; tomó asiento en un banco y, apoyando el papel en la rodilla, pergeñó la orden: destierro fulminante del reino. No concedió tiempo a la Ursinos ni para cam- biarse de vestido. La princesa, anonadada, tuvo que partir hacia Francia inmediatamente, sin equipaje, de noche.
¿Cuál fue la reacción del rey ante la expulsión de su fiel colaboradora, la mujer que era sus ojos, sus pies y sus manos? Ni un mal reproche. El monarca sólo iba a lo suyo, es decir, al sexo.
En lo del sexo, el monarca encontró en su nueva esposa la horma de su zapato, porque la lombarda era fortachona y muy capaz no sólo de satisfacer sus apetitos sino de agotar a un regimiento (un cortesano observó a poco de la boda: «El rey decae a ojos vista por el excesivo comercio con la reina [...], vigorosa y que lo soporta todo»).
Isabel, con su corpulencia, ocupó el espacio que antes se habían repartido las dos francesas, esposa y ministra. Primero dejaba al rey exhausto, y luego se ponía en gobernante y dirigía la política; no la del país, sino la suya propia, con ayuda de Alberoni, que ya era cardenal. El purpurado era un maestro en darle el punto exacto a los macarrones. Por este conducto, y quizá por algún otro, se había ganado el hospitalario corazón de Isabel de Farnesio.
El rey firmaba todo lo que su nueva esposa le ponía por delante, y ella gobernaba el país. En la pri- mera parte del reinado, España había estado al servicio de los intereses de Francia. En esta segunda, estu- vo al servicio de los intereses particulares de la Farnesio. Y la señora sólo tenía un objetivo: colocar bien a los hijos. Puesto que el rey había tenido otros con su primera esposa que heredarían la corona, ella se de- dicó única y exclusivamente a conseguir reinos italianos para los suyos.
El coste fue una guerra con Austria, que perdimos, naturalmente, y una sucesión de desdichas, con los ingleses atacando por mar y los franceses por tierra. Pero el principal objetivo se consiguió porque, al final, Isabel se salió con la suya y logró instalar a sus dos hijos en Italia. Carlos recibió Parma, y Felipe, Plasencia y Toscana. No está mal la señora. Por cierto, este Carlos que aparece ahora no terminó la carrera

en Parma: sería después rey de Nápoles y, finalmente, rey de España, Carlos III, a la muerte de sus herma- nastros.
España estaba muy decaída, pero su rey no lo estaba menos. Con la madurez, las depresiones y ra- rezas de Felipe V degeneraron pura y llanamente en locura: pasaba meses sin lavarse ni cambiarse de ropa, y despedía tal tufo que sus colaboradores sentían náuseas cuando tenían que despachar con él.




CAPÍTULO 64

Un rey visto y no visto, y una reina contemplada


Que Felipe V estaba loco de atar no era un secreto. A muchos les pareció natural y hasta conveniente que abdicara en su hijo y heredero Luis 1, pero el nuevo monarca, delgado, rubio, gran nariz borbónica, bailón, juerguista y compulsivo cazador, había salido tan lelo como el padre. La esposa que le buscaron, Luisa Isabel de Orleans, no enmendaba el cuadro. Era un francesa poco agraciada y algo contrahecha, pero tan desinhibida y graciosa que ventoseaba y eructaba en público, con escandaloso quebranto de la rígida etiqueta palaciega. También sabía exhibir sus encantos en transparente negligé ante criados y visitantes. El embajador francés, obligado por su cargo a ejercer como detective de conductas conyugales, comunicó a París sus sospechas de que la joven pareja no hacía vida marital «por incapacidad del rey, ya que la reina traía aprendido de París todo lo necesario». El nuevo rey no era incapaz, lo que ocurría era que no aguan- taba a su mujer y prefería desfogarse en ventas y burdeles, a los que acudía disfrazado de chulo madrileño (este gusto por los usos populares se manifestará también en otros Borbones). Probablemente, fue una suerte para el país que el nuevo monarca muriera, de viruelas, a los diecisiete años, ocho meses después de ocupar el trono.
El experimento había fallado. El sucesor del rey muerto, su hermano Fernando, sólo tenía once años. Isabel de Farnesio vio el cielo abierto: era la ocasión para volver a ser reina y liberarse del forzado retiro que vivía en el palacio de La Granja. Se las compuso para que su marido, cuyas facultades mentales estaban cada vez más deterioradas, se hiciera cargo nuevamente de las riendas del Estado.
Felipe V tuvo una vejez muy melancólica, apenas aliviada por el contratenor Farinelli, un castrado ita- liano al que nombró su ministro. Por cierto, Farinelli mantuvo su puesto en el siguiente reinado, con Fernan- do VI, pero cayó en desgracia con Carlos III, al que «sólo le agradaban los capones en la mesa».
En el segundo reinado de Felipe V, los recursos de España, sus intereses y su sangre, se pusieron plenamente al servicio de la reina, empeñada en labrar un porvenir a sus hijos. El cardenal Alberoni perdió su favor y tuvo que ceder el puesto a un ambicioso holandés, el barón de Riperdá, un trepador nato que la había embaucado. Incluso llegó a convencerla de que estaba negociando la boda de su hijo Carlos con la heredera de Austria, un auténtico braguetazo, porque Austria era el bocado más apetitoso de Europa. La consecuente alianza con Austria fue causa de nuevas guerras desastrosas para el país.
Cuando se descubrió que lo de la boda austríaca era puro enredo, el barón de Riperdá cayó en des- gracia y acabó en la cárcel, pero logró huir a Inglaterra, donde se hizo protestante, y de allá a Túnez, donde se hizo musulmán y fundó una secta espiritualista que pretendía armonizar las tres grandes religiones. No se puede negar que era hombre de ambiciosos proyectos.
Mientras España se metía en los berenjenales europeos y se implicaba sucesivamente en las guerras de sucesión de Polonia y Austria, y en otro pacto de familia inspirado por Francia, las colonias americanas seguían con el trasero a la intemperie. La obsoleta e insuficiente escuadra española era incapaz de proteger el tráfico marítimo, especialmente desde que Inglaterra disponía de una escuadra tan poderosa que «dicta la ley en las olas», como orgullosamente proclama uno de sus himnos patrióticos.
Que los ingleses invadían las colonias americanas con sus productos y sacaban gran tajada del con- trabando no era ningún secreto. Incluso provocó, en 1739, la llamada guerra de la Oreja de Jenkins. Este Jenkins era un capitán inglés que se presentó ante el Parlamento, en Londres, y exhibió ante los diputados una cortecita negruzca: «Esto es —informó— la oreja que me cortó hace ocho años un capitán guardacos- tas español.» No tenía mayor importancia, pero el incidente suministró pretexto para emprender una cruda guerra, durante la cual los hijos de la Gran Bretaña saquearon Portobelo y otros lugares del Caribe. Es de- cir, que la oreja nos salió por un riñón.
Murió Felipe V, el primer Borbón español, el 9 de julio de 1746. A la capilla ardiente acudió el pueblo fisgón y macabro, que estamos en el país de grandes entierros, y se juntó tan apiñada muchedumbre que
«en la sala malparieron dos mujeres y a otra le sacaron un ojo, siendo todos accidentes sensibles».




CAPÍTULO 65

Paz y barcos


El nuevo monarca, Fernando VI, hijo de Felipe V y María Luisa de Saboya, era pequeño de estatura y no mal parecido, pero tenía cierta propensión a la melancolía, que, en su vejez, degeneró en franca locura, como la del padre. Casó el chico, no sin repugnancia (pero estos sacrificios acarrean a los reyes las razones de Estado) con la princesa portuguesa Bárbara de Braganza, algo pariente suya y descendiente de los Aus- trias. La novia distaba de ser una belleza: ojos churretosos, carirredonda y tan picada de viruelas como la madrastra del novio. Sin embargo, andando el tiempo, Fernando aprendió a quererla porque era dulce como sólo saben serlo las lusitanas y además inteligente, bondadosa y culta. Y bordaba que era un primor. Si no tuvieron descendencia fue por defecto de Fernando, que, al parecer, tenía los testículos atrofiados, pero fueron felices, especialmente después de desterrar al palacio de La Granja a la reina madre, la tremenda Isabel de Farnesio, que no dejaba de incordiar.
En política no se portaron mal, puesto que no se metieron en dibujos y se guardaron de arriesgar al país en nuevas aventuras. Fernando VI reinó trece años, los más provechosos que tuvo España desde los Reyes Católicos; años sin guerras, de buena administración y sabia política exterior, años de desarrollo. Baste decir que su sucesor encontró en las arcas reales trescientos millones de reales. Era la primera vez, en siglos, que la monarquía salía de los números rojos.
La suerte de Fernando VI fueron los estupendos ministros ilustrados que le gobernaron el país, espe- cialmente dos de ellos: don Zenón de Somadevilla, marqués de la Ensenada, y don José de Carvajal y Lán- caster; francófilo el primero, anglófilo el segundo, pero patriotas y hombres de bien. Ellos mantuvieron al país equilibrado y en paz, e intentaron concederle un respiro para que le volvieran los pulsos, porque lleva- ba más de dos siglos desangrándose en guerras casi continuas. Además, ordenaron la Hacienda y la admi- nistración, y enviaron intendentes o gobernadores locales a poner un poco de orden en las provincias y ciudades importantes. Con este nuevo impulso, se construyeron carreteras y puentes, canales y acueduc- tos, se plantaron jardines botánicos, se protegieron las ciencias y las artes aplicadas, y hasta se organizó un sistema postal no inferior al actual.
España era un país descapitalizado y desprovisto de industria. Las grandes flotas de la plata que lle- gaban de América pertenecían al pasado y la posible riqueza del monopolio comercial americano hacía aguas por todos lados: gran parte de sus rentas iban a parar a las compañías inglesas y a los contrabandis- tas, todos ellos bienvenidos en las colonias americanas, cuya creciente burguesía apreciaba los bienes de consumo europeos.
Ensenada puso especial empeño en la reconstrucción de la escuadra, pero, reconociendo que Espa- ña carecía de los medios económicos necesarios para aspirar al rango de primera potencia marítima, se impuso la no por realista menos ambiciosa meta de dotar a la marina española con una escuadra de sesen- ta navíos y sesenta y cinco fragatas, suficiente para representar un papel disuasorio si se aliaba con otra potencia europea en contra de una tercera. Los ingleses se preocuparon tanto de este rearme que no ceja- ron hasta conseguir que el marqués de la Ensenada fuese destituido, pero Carlos III continuó apoyando el programa del depuesto ministro. A la postre no serviría de nada porque el rey siguiente, Carlos IV, redujo drásticamente el mantenimiento de la flota y la dejó empobrecida y mal entrenada, muy a punto para que los ingleses la hicieran trizas en Trafalgar. La típica chapuza hispánica: plantan el jardín, pero luego se olvidan de regarlo.
La reina falleció a los cuarenta y siete años, de cáncer de endometrio. La viudez acentuó la locura de Fernando VI. El monarca sufría súbitos accesos de violencia y vivía desordenadamente: se recluyó en el castillo de Villaviciosa de Odón, se abstuvo de comer hasta quedarse en puro esqueleto, dejó de asearse, pasaba el día deambulando por los pasillos, de madrugada, profería alaridos que despertaban a sus servi- dores. Su salud se resintió, y los médicos lo remataron con purgantes y sangrías. Falleció al año justo de la muerte de su mujer, también a la edad de cuarenta y siete años.
Como había muerto sin descendencia («Sin hijos y padre de una numerosa prole por su virtud», reza su epitafio) lo sucedió su hermanastro, Carlos III, el hijo de Isabel de Farnesio.

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