Juan Eslava Galán. UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL
QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 3
CAPÍTULO 18
¡Muera la inteligencia!
Salamanca, 12 de octubre
A media mañana no cabe una alma en el paraninfo de la univer¬sidad. Se va a conmemorar la Fiesta de la Raza. La noble sala pre¬senta un animado aspecto, con los vivos colores de macetas rojas, amarillas, azul celeste y azul oscuro de los profesores universita¬rios, que contrastan con los vestidos de fiesta de las señoras, las camisas azules y los uniformes blancos de los falangistas, los uni¬formes verdes de los legionarios, los caqui de los soldados de tie¬rra y los azul marino de los aviadores.
En la presidencia, en mesa corrida sobre el estrado, se acomo¬dan doña Carmen Polo de Franco, don Miguel de Unamuno (el enteco rector magnífico que preside el acto en nombre de Fran¬co), el cardenal Pla y Daniel, gordo y mofletudo, con su grueso anillo y su esclavina morada, y el general Millán Astray, descar¬nado, con su parche en el ojo, su horrible cicatriz en la cara y la manga vacía de su manquedad. Asisten, de público, otras autori¬dades de menor significación, y la inevitable cohorte de barandas y arrimados.
Don Miguel se sienta con gesto serio. Como está en desa¬cuerdo con casi todo lo que está ocurriendo en el país, ha decidi¬do no hablar más de lo estrictamente necesario. Se limitará a con-ceder la palabra a los oradores previstos.
El viejo pensador lleva en el bolsillo, y le quema, la carta de¬sesperada de la esposa de su amigo, el pastor protestante Atilano Coco, al que van a fusilar por masón (en efecto, lo fusilarán el 8 de noviembre).
Uno de los oradores, Francisco Maldonado de Guevara, pro¬nuncia una especie de mitin en el que denuncia a Madrid, Barce¬lona y Bilbao como vértices de la anti-España roja opresora de la parte sana del país. Unamuno, nervioso, crecientemente indig¬nado por lo que oye, saca la carta de la mujer de Atilano y anota en el sobre los conceptos más peregrinos que el orador expresa.
—¡No aguanto más! —se le oye rezongar—. ¡No quiero aguantar más! ¡Esto es una vergüenza!
Cuando termina el turno de oradores, el rector de Salamanca se yergue flaco, quijotesco y un punto tembloroso. Pasea su mi¬rada de águila miope por el auditorio.
—Dije que no quería hablar porque me conozco —advierte, en medio del impresionante silencio—. Pero se me ha tirado de la lengua y debo intervenir. Se ha hablado aquí de guerra inter-nacional en defensa de la civilización cristiana; yo mismo lo hice otras veces. Pero no, la nuestra es sólo una guerra incivil. (...) Vencer no es convencer, y hay que convencer, sobre todo, y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión; el odio a la inteligencia que es crítica y diferenciadora, inquisitiva, mas no de inquisición.
»Se ha hablado también de catalanes y vascos llamándolos la anti-España; pues bien, por la misma razón pueden ellos decir otro tanto. Y aquí está el señor obispo, catalán, para enseñaros la doctrina cristiana que no queréis conocer, y yo, que soy vasco, lle¬vo toda la vida enseñándoos la lengua española, que no sabéis. Ese sí es un Imperio, el de la lengua española, y no...
En este punto, el general Millán Astray suelta un bufido, da un puñetazo sobre el tablero de la mesa y se levanta gritando:
—¡¿Puedo hablar?! ¡¿Puedo hablar?!
Uno de los legionarios de escolta apresta su fusil ametrallador. Entre el público alguien grita la divisa de la Legión: «¡Viva la Muerte!» Los espectadores, acojonados, se hunden en sus asien¬tos. Millán Astray toma la palabra que nadie le ha otorgado:
—¡Cataluña y el País Vasco, el País Vasco y Cataluña son dos cánceres en el cuerpo de la nación! El fascismo, remedio de Espa¬ña, viene a exterminarlos, cortando en carne viva y sana como un frío bisturí. La carne sana es la tierra; la enferma, su gente. ¡El fas¬cismo y el ejército arrancarán a la gente para restaurar en la tierra el sagrado reino nacional...!
El general legionario, repetidamente remendado, prosigue su parlamento con voz atropellada que espurrea saliva. Alude a los valientes moros que lo mutilaron, pero que hoy merecen su gra¬titud porque combaten contra los malos españoles. Se atropella al hablar, pierde el resuello.
El público prorrumpe en vivas a Franco, a España y al ejérci¬to. Unamuno adelanta una mano en solicitud de palabra. Se hace el silencio. El rector, con voz firme, explica su postura:
—A veces callar significa mentir; porque el silencio puede in¬terpretarse como aquiescencia (...) Quisiera comentar el discur¬so, por llamarlo de algún modo, de Millán Astray (...) Dejemos aparte el insulto personal que supone la repentina explosión de ofensas contra vascos y catalanes (...) Acabo de oír el grito necrófilo e insensato de «¡Viva la Muerte!». Esto me suena lo mismo que ¡muera la vida! Esta ridícula paradoja me parece repelente. Puesto que fue proclamada en homenaje al último orador en¬tiendo que fue dirigida a él, si bien de una forma excesiva y tor¬tuosa, como testimonio de que él mismo es un símbolo de la muerte. ¡Y no otra cosa! El general Millán Astray es un inválido. No es preciso decirlo en un tono más bajo. Es un inválido de gue¬rra. También lo fue Cervantes. Pero los extremos no sirven como norma (...) Un inválido que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes, que era un hombre, no un superhombre, viril y com¬pleto a pesar de sus mutilaciones, un inválido, como dije, que ca¬rezca de esa superioridad del espíritu, suele sentirse aliviado vien¬do cómo aumenta el número de mutilados alrededor de él.
»E1 general Millán Astray no es uno de los espíritus selectos (…) el general Millán Astray quisiera crear una España nueva, creación negativa sin duda, según su propia imagen. Y por ello desearía ver a España mutilada, como inconscientemente lo dio a entender...
Millán Astray, que se ha mantenido erguido, en posición de firmes, lanzando la mirada asesina de su único ojo al filósofo, no puede contenerse más y grita:
—¡Muera la inteligencia!
Acude al quite, con la pomada, José María Pemán, el fino es¬critor gaditano arrimado al séquito de Franco:
—¡No! —exclama conciliador—. ¡Viva la inteligencia! ¡Mue¬ran los malos intelectuales!
Sobre el murmullo de la sala truena nuevamente la voz apo¬calíptica de Unamuno:
—¡Este es el templo de la inteligencia y yo soy su sumo sacer¬dote! Vosotros estáis profanando su sagrado recinto (...) ¡Ven¬ceréis, pero no convenceréis! Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta; pero no convenceréis porque convencer significa persuadir. Y para persuadir necesitáis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil pediros que penséis en Es¬paña. He dicho.
En el salón, la gente se ha levantado. Se escuchan voces indig¬nadas contra Unamuno. Llueven los insultos. Un tumulto de pu¬ños amenazadores se levanta hacia el filósofo. Esteban Madruga toma a Unamuno de un brazo e indica a doña Carmen Polo, que ha asistido al rifirrafe pálida y hierática, que le tome el otro. El obispo los acompaña con gesto de comparsa. Al salir, Unamuno tropieza y doña Carmen Polo lo sostiene.
—¡Dele usted el brazo a la señora! —le grita Millán Astray.
En el pasillo doña Carmen suelta el brazo de Unamuno y se retrae discretamente del tumulto.
Juan Crespo, afiliado al partido monárquico, acompaña al rector a su casa. A partir de este momento, Unamuno estará vigi¬lado por un policía de paisano que seguirá sus pasos en sus raras salidas. Prácticamente es un arresto domiciliario. Días después, el filósofo recibe la visita de Nikos Kazantzakis.
«Se instauró el terror por todas partes y España se halla tex¬tualmente despavorida de sí misma —se lamenta—. Creí que el Movimiento salvaría la civilización, al suponerlo fundado en una base cristiana, pero terminé por percatarme de que sólo significa¬ría el triunfo de un militarismo al que me opongo total y absolu¬tamente. A esta gente les une el odio a la inteligencia y por eso fu¬silan a los intelectuales. Si triunfan, España se transformará en un país de imbéciles (...) sólo queda un terror cruel, sádico y cínico, aún más espantoso porque no proviene de excesos individuales sino de la metódica organización de los dirigentes.»
«A las partidas de criminales, locos de atar y salvajes extra-hombres de ambos bandos, sólo les mueve el resentimiento na¬cional, la lepra de la envidia, que señaló a fuego Quevedo, y ade¬más el rencor contra la inteligencia (...) esto es un infierno. Y el que se adhiere a uno o a otro bando ha de ser sin condiciones y sin piedad.»
Unos días antes de su muerte Unamuno escribe una carta al director del diario ABC de Sevilla:
Aunque conozco de antaño, señor mío, su característica mala fe, esta vez quiero decírselo. En el número de ese ABC sevillano de ayer, día 10, leo un suelto que dice: «Carta de don Miguel de Unamuno a todos los centros docentes extranjeros.» Pues bien, eso es mentira y usted lo sabe. Primero, hace tiempo que no soy rector de la Universi¬dad de Salamanca desde que esta gente me sustituyó.
Esa carta, acordada en claustro, no es mía sino de la universidad. No la redacté yo. Luego la puso en latín macarrónico un cura cerril.
Y ahora debo decirle que por muchas que hayan sido las atroci¬dades de los mandos rojos, de los hunos, son mayores las de los blan¬cos, los hotros. Asesinatos sin justificación. A dos catedráticos a uno en Valladolid y a otro en Granada por si eran... masones. Y a Gar¬cía Lorca.
Da asco ser ahora español desterrado en España.
Y todo esto lo dirige esa mala bestia ponzoñosa y rencorosa que es el general Mola.
Yo dije que lo que había que salvar en España era la civilización occidental cristiana, pero los métodos no son civilizados sino milita¬rizados, no occidentales sino africanos, ni cristianos sino católicos a la española tradicionalista, es decir anticristianos.
Esto procede de una enfermedad mental colectiva, de una verda¬dera parálisis general progresiva espiritual, no sin base de la otra, de la corporal. Sobre todo ahí, en esa corrompida Andalucía —de una parte y de otra— este estallido de repugnantes pasiones, resentimien¬tos, envidias. Odio a la inteligencia, se manifiesta en invertidos, si¬filíticos y eunucos masturbadores.
No es éste el Movimiento al que yo, cándido de mí, me adherí creyendo que el pobre general Franco era otra cosa que lo que es. Se engañó y nos engañó. (...)
Entre los hunos —rojos—y los hotros —blancos (color de pus)— están desangrando, ensangrentando, arruinando, envenenando y —lo que para mí es peor— entonteciendo a España. En la España que proclama como Caudillo a Franco —personalmente un buen hombre víctima y juguete de la jauría de hienas— cabrá todo menos franqueza. Ni amor a la verdad. Pero ustedes, los de ABC, podrán seguir envenenando con mentiras, insidias, calumnias...
Le escribo esta carta desde mi casa donde estoy desde hace días en¬carcelado disfrazadamente. Me retienen en rehén no sé de qué ni para qué. Pero si me han de asesinar, como a los otros, será aquí, en mi casa.
Y no quiero seguir. Aún me queda por decir.
MIGUEL DE UNAMUNO
Salamanca, 11-XII-36.
CAPÍTULO 19
Los ejércitos
Según pasan las semanas, la impresión general es que la guerra no se liquidará en unos días sino, más bien, en unos meses. Cada bando intenta organizar sus fuerzas. El combatiente nacional re¬cibe cincuenta céntimos diarios; el miliciano de la República, diez pesetas, el jornal de un obrero especializado (aproximada¬mente lo que gana un alférez en el bando nacional). Con tan generosa asignación, muchos milicianos desprecian el rancho cuartelero y prefieren comer en un restaurante barato, donde un almuerzo o una cena valen dos pesetas.
Las milicias del pueblo rehúsan la instrucción cerrada y se oponen a toda disciplina castrense. El ejército de la República está mandado por revolucionarios de escasa o nula formación mi¬litar: Líster, picapedrero; Valentín González, el Campesino, peón caminero; Modesto, leñador; Cipriano Mera, albañil. El ejemplo de Viriato, el pastor lusitano que derrotaba legiones romanas, está presente, pero quizá no sea del todo válido cuando se trata de conducir una guerra moderna. Una y otra vez los jefes republica¬nos efectuarán ataques mal sincronizados, despliegues sin protec¬ción, repliegues sin cobertura y llevarán a sus hombres al mata¬dero. Incluso en las batallas que ganan sufren más bajas que el adversario.
Azaña, siempre tan lúcido, comprende el problema: «En las grandes unidades hay, por jefes supremos, gente improvisada, sin conocimientos. El Campesino, Líster, Modesto, Cipriano Mera... que prestan buenos servicios, pero que no pueden reme¬diar su incompetencia. El único que sabe leer un plano es llama¬do Modesto. Los otros, además de no saber, creen que no lo ne¬cesitan. Menéndez ha visto cómo entregaban al Campesino un plano de la situación y sin mirarlo siquiera lo extendió sobre la mesa, con el dibujo hacia abajo, para que sirviera de mantel. A Modesto, jefe de división, le enviaron de ayudante a un coronel del ejército. Modesto, cuando lo vio, descolgó el teléfono: "Si no me quitáis ahora mismo de aquí a este coronel, dejo el mando."»
Una anécdota reveladora. En una clase de táctica, el instruc¬tor pregunta al oficial ascendido por méritos políticos.
—Vamos a ver. El enemigo tiene cien fusileros en un cerro, una ametralladora y un mortero. Tú tienes que tomar la posición y sólo tienes treinta hombres con fusiles y veinte granadas de mano, ¿qué haces?
El aspirante a oficial se rasca la pelambre debajo de la gorra.
—¿El enemigo con esa gente arriba y yo debajo con cuatro ga¬tos? Es imposible.
—No, hombre... piensa. Se trata de solucionar el problema.
—Nada. ¡Que no se puede!
—Mira: mandas un pelotón por un lado del cerro, con bom¬bas de mano, en un ataque de distracción, y, mientras, tú con los otros avanzas por el lado opuesto...
—¡Coño, así claro: maniobrando!
El ejército de la República se improvisa, con muchos defec¬tos, a lo largo de la guerra. Primero hay que meter en cintura a las milicias opuestas a cualquier clase de disciplina militar. Cuando la desastrosa experiencia de los primeros meses demuestra que por aquel camino se pierde la guerra, los milicianos se resignan a someterse a la instrucción y a obedecer las órdenes sin cuestio¬narlas siguiendo el ejemplo del Quinto Regimiento, la única uni¬dad disciplinada desde el principio, organizada por el Partido Comunista bajo el mando de Enrique Líster. Líster parece algo más preparado que sus compañeros, dentro de sus limitaciones, pues ha realizado un curso rápido de estudios militares en la aca¬demia Frunze de la URSS.
Entre los militares de carrera que se han mantenido fieles a la República, el Ejército Popular cuenta con el mejor estratega de la guerra, Vicente Rojo. Por lo demás, siempre será inferior al na-cional. Le faltan oficiales y sargentos (por más que intente paliar¬lo creando tenientes de campaña en cursos acelerados), le falta masa de maniobra con la que plantear batallas, le faltan cuerpos de reserva con los que alimentar la lucha o aguantar el tipo en las ofensivas del enemigo y le falta armamento, especialmente avia¬ción y artillería. A pesar de todo se las arregla a lo largo de la gue¬rra para combatir a un enemigo superior en todos los conceptos.
Después de la guerra, Vicente Rojo analizará las causas de la derrota republicana:
«Un ejército sin cohesión ni organización ni instrucción, sin unidad moral, con múltiples discordias intestinas, sin medios materiales adecuados, siempre inferiores a los del adversario (...) el ejército era un conjunto de fuerzas faltas de solidez y predis¬puestas a la pugna, a la revuelta o a la indisciplina.
»Además carecía de los medios materiales necesarios: debía de ser necesario sostener al frente de la Subsecretaría de Armamento a un eminente tocólogo —escribe con ironía—, de aquí nuestra incompetencia e imprevisión en cuanto a la alimentación natural de la lucha.
«Tercero: nuestra dirección técnica de la guerra era defectuo¬sa en todo el escalonamiento del mando, con una masa de cua¬dros medios sin preparación, desde el jefe supremo hasta el cabo eran improvisados. Ha faltado el jefe.
«Franco ha triunfado porque ha logrado la superioridad mo¬ral; por nuestros errores diplomáticos y porque se ha sabido ase¬gurar cooperación internacional.»
El escritor húngaro Arthur Koestler, acreditado como corres¬ponsal del periódico inglés News Chronicle, se presenta a Nicolás Franco, en Lisboa, le oculta su militancia comunista y simula simpatizar con los rebeldes. El hermano de Franco le extiende una carta de recomendación con la que se presenta a Luis Bolín en Sevilla. Bolín, jefe de la oficina de prensa, estupendo anfitrión, le muestra los monumentos de Sevilla y le facilita una entrevista con Queipo de Llano.
Al día siguiente, Koestler está saboreando una caña de man¬zanilla de Sanlúcar en el bar del hotel Cristina, residencia de los pilotos alemanes, junto a la Torre del Oro y el Guadalquivir, cuando se encuentra con el periodista nazi Strindberg, al que co¬noció años atrás en Berlín.
Strindberg se extraña de que un notorio comunista como Koestler se mueva con libertad por la España nacional. Aquella misma noche lo denuncia a Bolín. Éste, hecho una furia por el gol que le han colado, jura matar al húngaro «como a un perro» y extiende una orden de captura. Demasiado tarde: Koestler ha puesto tierra por medio y se ha refugiado en Gibraltar.
CAPÍTULO 20
De Madrid al cielo
Alarmado por la progresión de los rebeldes, el gobierno fortifica Madrid con cuatro líneas concéntricas de trincheras y casamatas de cemento. Por si las moscas, traslada en secreto el oro del Ban¬co de España a la cueva de Algameca, en la base de Cartagena. Unos días después atraca en el puerto el buque soviético Bolschevik, que trae dieciocho cazas Polikarpov 1-15 Chato, desmonta-dos. Detrás llegan más buques con otros trece aviones y un es¬cuadrón de carros de combate T-26B. Este material desembarca a pocos metros de las reservas de oro, que servirán para pagarlo.
El ejército de África, después de liberar el Alcázar de Toledo, avanza hacia Madrid conquistando los pueblos situados en el ca¬mino. Los milicianos se dejan vencer por el pánico y huyen, abandonando gran cantidad de fusiles y munición en manos de los rebeldes.
El 18 de octubre el presidente de la República, con los minis¬tros del gobierno, ve en el cine Capítol de Madrid la película so¬viética que narra la heroica victoria de los marinos de Kronstadt sobre el ejército zarista, un filme para elevar los ánimos en las di¬fíciles circunstancias que vive la República. A mitad de la proyec¬ción entra un oficial y, tras orientarse en las tinieblas de la sala, se dirige al presidente Azaña y le comunica, al oído, que los rebeldes han ocupado el pueblo de Illescas.
La noticia cae como una bomba: Illescas es una posición avanzada ideal para lanzar ataques envolventes sobre las líneas republi¬canas. El presidente convoca un Consejo de Ministros urgente.
Después del consejo, Azaña se marcha a Barcelona (aunque ofi¬cialmente está inspeccionando los frentes). Residirá unos meses en la abadía de Montserrat y, en mayo de 1937, tras los sangrientos su¬cesos de la Ciudad Condal (una miniguerra civil entre dos faccio¬nes comunistas y anarquistas), se instalará en una casa de campo en La Pobleta, a las afueras de Valencia, sede entonces del gobierno.
Durante el resto de la guerra, Azaña será un fantasma lejano, deprimido y amargado por los acontecimientos y por la locura homicida que lo rodea.
La guerra también deprime a Prieto, otro hombre lúcido. Azaña y Prieto sospechan desde el principio que todo está perdi¬do. Entre los nacionales, como van ganando, nadie se deprime. Todo lo contrario. Los generales están exultantes, dentro de la contención castrense que les es propia.
«¡Enhorabuena, mi general! —felicita el comandante Ayllón al general Varela—. ¡Illescas es la llave de Madrid!»
Varela asiente sin mucho entusiasmo. En la toma de Illescas ha sufrido trescientas bajas, una cifra demasiado alta. El ejército de la República comienza a reaccionar tras las radicales reformas impuestas por Largo Caballero desde que es jefe de Gobierno y ministro de la Guerra. Se acabaron las contemplaciones. Habrá un mando centralizado y único. La milicia que no se someta deja de percibir sus pagas. La República forma así seis brigadas mixtas que intentan imitar el modelo del Quinto Regimiento comunis¬ta de Enrique Líster.
—Disciplina y entrenamiento intensivo —aprueba Bernardo Afán, en la cantina del ministerio—. Se terminó el ejército de Pancho Villa de los milicianos.
Su primo no lo ve tan claro. Ha oído a Alberti y a otros poe¬tas cantar al pueblo en armas y todo eso.
—No —insiste Bernardo—. Aunque nos repugne íntimamente, tenemos que transformarnos en verdaderos militares, como los fascistas. Sólo así podremos derrotarlos.
Los intentos republicanos por recuperar Illescas se estrellan contra las posiciones defendidas por moros y legionarios. Cae también Navalcarnero con su triple línea de trincheras, que no le ha servido de nada.
—¿Qué te dije? —pregunta Bernardo a su primo el ujier—. Al primer grito de «¡Nos copan!» los milicianos desampararon los parapetos.
El periodista norteamericano John Whitaker asiste a la caída de Navalcarnero. Entre los prisioneros republicanos figuran dos milicianas jóvenes a las que interroga el comandante marroquí Mohamed El Mizzian. Después las lleva al edificio de la escuela del pueblo, donde los moros han establecido su cuartel, y se las entrega a la tropa. Los marroquíes reciben el regalo con salvajes aullidos de satisfacción.
Horrorizado, John Whitaker expresa a Mizzian su preocupa¬ción por la suerte de las muchachas.
«No se preocupe —lo tranquiliza el marroquí—. No vivirán más de cuatro horas.»
En una alocución radiada, el general Mola dice que hay cua¬tro columnas preparadas para entrar en Madrid (las de los milita¬res que la cercan) y una quinta columna que aguarda ya dentro, la de los derechistas camuflados, se entiende, para apoyar con sus armas a las columnas exteriores.
La psicosis por la quinta columna provocada por las declara¬ciones del general reaviva los registros, las detenciones de dere¬chistas y los fusilamientos. Durante el resto de la guerra, la obse-sión republicana será esa quinta columna.
Los aviones alemanes Ju-52 bombardean Getafe y Madrid. El asalto parece inminente. El gobierno, alarmado, decide trasladar a Madrid quince carros T-26B de la base de Archena. Los ins-tructores rusos intentan entrenar en un curso acelerado a los tan-quistas españoles. Los resultados son desalentadores. No se pue¬de formar a un tanquista en dos semanas, menos aún si no disponen de traductores y deben entenderse por señas.
El gobierno reclama los carros para contener la ofensiva rebeldé en Madrid. Si los españoles no están preparados, que los manejen sus tripulaciones soviéticas.
El 27 de octubre de 1936 los nacionales rompen el frente por Illescas y ocupan Seseña. En la desbandada miliciana, el coronel Ildefonso Puigdendolas, el defensor de Badajoz, intenta restable-cer el orden, pero los fugitivos a los que intenta detener le dispa¬ran y lo matan.
Un hombre de honor Puigdendolas. Tras la caída de Badajoz había vuelto a España a través de Portugal y Francia para seguir combatiendo por la República.
CAPÍTULO 21
Llegan las armas soviéticas
Largo Caballero se dirige por radio al pueblo de Madrid: «¡Escu¬chadme, camaradas! Mañana, veintinueve de octubre, al amane¬cer, nuestra artillería, nuestros trenes blindados y nuestra avia¬ción abrirán fuego contra el enemigo (...) en el momento del ataque aéreo, nuestros tanques van a lanzarse contra el enemigo por el lado más vulnerable sembrando el pánico en sus filas... ¡Ahora tenemos tanques y aviones, adelante, camaradas del fren¬te, hijos heroicos del pueblo trabajador! ¡La victoria es nuestra!»
Anselmo, el ujier del Ministerio de la Guerra, penetra en la oficina de su primo Bernardo:
—¿Lo has oído, primo? Caballero acaba de anunciar por la radio los detalles del ataque de mañana.
—No creo que ataquemos mañana —objeta Bernardo.
—Lo acabo de oír.
—Será algún truco de Caballero, ¿cómo va a contar los deta¬lles de un ataque sabiendo que también lo escucha el enemigo?
Contra las previsiones de Bernardo, el ataque se produce, tal como el ministro de la Guerra ha anunciado.
«No hay muchos precedentes en la historia militar de una muestra tan clara de incompetencia —comenta Jorge M. Rever¬te— señalar al enemigo la fecha y la hora de una ofensiva y deta¬llar, además, el armamento que se va a utilizar.»
El 29 de octubre amanece un día gris y feo. Los quince fla¬mantes carros de combate T-26B mandados por el capitán Ar¬man, ruso, irrumpen en Seseña y arrollan las defensas nacionales, incluido un escuadrón de caballería mora. Sin aguardar a que los siga la infantería, los carros prosiguen su avance hacia Esquivias, el pueblo donde se casó Cervantes, y allí arrollan dos carros lige¬ros italianos Ansaldo, de dos toneladas, poco mayores que un Seat 600, dotados sólo de ametralladoras, y se llevan por delante de dos batallones de infantería, dos escuadrones de caballería, diez ca¬ñones y varios camiones y autos. Cuando regresan victoriosos a sus líneas, al pasar por Seseña, moros y legionarios los están aguardan¬do y los atacan con botellas de gasolina con trapos ardiendo en el gollete, una efectiva bomba casera que ya se había empleado en Marruecos. El T-26B queda inmovilizado cuando el fuego afecta a los rodillos de goma de la parte superior de su cadena. Arden tres tanques con sus dotaciones, a las que los moros impiden salir. Den¬tro del horno de acero suena el estampido de un pistoletazo: un tanquista que ha preferido suicidarse a morir achicharrado. Los tanques restantes consiguen remolcar a uno de los incendiados.
Los oficiales nacionales contemplan con pesar los monstruos capturados.
«¡Me cago en la diela! —exclama el comandante García Este¬pa—. Con estos cacharros la guerra se pone cuesta arriba.»
Vuelan los informes a la superioridad. Así que los tanques ro¬jos han resultado más peligrosos de lo que se esperaba. Franco toma nota y urge a los alemanes el envío de carros para enfren¬tarlos al T-26B. Los blindados que suministran los alemanes, los carros medios Pzkwp I (de seis toneladas, armados sólo de ame¬tralladoras) resultarán muy inferiores a los rusos (de diez tonela¬das, con dos ametralladoras y un cañón de 45 mm).
En principio sólo los cañones antitanque logran contener a los carros rusos. A lo largo de la guerra, los nacionales recupera¬rán uno sesenta carros soviéticos, con los que formarán dos com-pañías de carros que se agregarían a las alemanas de «Inker» (con grandes banderas bicolores pintadas en la torreta, para evitar el fuego amigo). La prima que Von Thoma ofrece por la captura de un tanque ruso, quinientas pesetas, estimulará a los cazadores de tanques, especialmente a los moros, como ya se comentó.
En Berlín toman nota. Así que los rusos están probando sus ar¬mas más modernas en España. Ellos no van a ser menos. El 30 de octubre el Führer aprueba la Operación Úrsula (así denominada por la hija del almirante Doenitz). Se trata de enviar dos submari¬nos tipo VII-A, el diseño más reciente y secreto de la Kriegsmarine. Los submarinos U-33 y U-34 zarpan rumbo al Mediterráneo con la misión de probar los nuevos torpedos contra los navios re¬publicanos. Para despistar, los sumergibles se denominarán en las comunicaciones oficiales Tritón y Poseidón, nombres correspon-dientes a dos mercantes sueco e inglés respectivamente.
No adelantemos acontecimientos. En los días siguientes ac¬túan nuevamente los tanques republicanos de Pavlov en Majadahonda y Las Rozas con resultados desalentadores. Debido a la fal¬ta de coordinación con la infantería arrollan la línea franquista pero no profundizan en la brecha. Además, los nacionales desa¬rrollan rápidamente tácticas anticarro en cuanto descubren los puntos ciegos del blindado y el límite de giro de su torreta: se pierden otros cuatro, alcanzados por la artillería. Los moros cap¬turan dos en buen uso.
El informe del mando pasa por las manos del escribiente Ber¬nardo.
—Parece que los tanques rusos no nos van a sacar de apuros —murmura para sí.
Luego, en la cantina, prefiere no comentarlo con su primo Anselmo, que habla mucho.
El gobierno intenta infundir en los madrileños una confianza que dista mucho de sentir. En realidad comparte el pesimismo de Bernardo sobre la capacidad del ejército para defender Madrid. El 3 de noviembre de 1936 el centro de la línea defensiva repu¬blicana se desploma.
Los derechistas refugiados en las embajadas se pasan el día in¬tentando captar las emisiones de Radio Salamanca. Cunde el júbilo entre ellos ante la inminente liberación de la capital por las fuerzas de Franco. Circula de mano en mano una de las octavillas que los aviones nacionales arrojan a miles sobre Madrid:
Madrid está cercado. ¡Habitantes de Madrid! La resistencia es inútil. Ayudad a nuestras tropas a tomar la ciudad. Si no lo hacéis, la aviación nacional la borrará del mapa.
La amenaza no es gratuita. Al día siguiente una formación de trimotores Ju-52 escoltados por cazas italianos se dispone a bom¬bardear Madrid. De pronto aparecen sobre ellos diez puntos oscuros que se aproximan a toda velocidad: diez cazas biplanos de color verde. Suenan lejanas las ametralladoras. Cae un Ju-52, de¬jando tras de sí un negro penacho de humo; otro gravemente ave-riado se ve obligado a aterrizar en un barbecho de Esquivias, tras las líneas nacionales, con un muerto a bordo y los demás tripu¬lantes malheridos. Los cazas de escolta nacionales defienden a sus bombarderos lo mejor que pueden, pero el combate aéreo se sal¬da con el derribo de tres cazas nacionales (dos Chirri y un Romeo Ro-37). El resto se bate en retirada.
El debut español del caza soviético Polikarpov 1-15 Chato, pi¬lotado por expertos voluntarios soviéticos, no ha podido ser más brillante.
Los nacionales están desorientados. Durante un tiempo cree¬rán que los nuevos aviones republicanos son Curtiss norteameri¬canos. Como las desgracias no vienen solas, días después una es-cuadrilla de flamantes bombarderos Túpoliev SB-2 Katiuska ataca el aeródromo nacional de Talavera y destruye en tierra varios avio¬nes nacionales. El Katiuska vuela a más velocidad que los cazas nacionales, lo que le permite escapar fácilmente. Los nacionales creen que se trata del aparato Martin Bomber norteamericano.
La superioridad aérea nacional sobre el cielo de Madrid ha terminado. Ahora, los rebeldes tendrán que recurrir al impreciso bombardeo nocturno en espera de que los alemanes envíen nue¬vos aviones, de diseño más avanzado, capaces de competir con los Chato, el caza Me-109 y el bombardero Heinkel-111. Más ade¬lante llegarán otros modelos experimentales, como el bombar¬dero en picado Ju-87 Stuka y otros bombarderos como el Do-17 o Lápiz Volador.
Mientras se lucha en el aire, tres decenas de carros T-26B rompen las líneas nacionales entre Seseña y Valdemoro y profun¬dizan unos diez kilómetros. Nuevamente falla la coordinación con la infantería (y con la artillería y con la aviación) y los carros deben regresar a sus líneas sin explotar el éxito inicial.
Los nacionales se coordinan mejor siguiendo la pauta acos¬tumbrada desde la primera guerra mundial: primero, acumula¬ción de tropas (moros y legionarios llegan descansados a bordo de camiones); después, preparación artillera para quebrantar las po¬siciones enemigas; a continuación, ataque de la infantería. Cuan¬do los milicianos huyen, los aviones de caza los ametrallan en vuelo rasante. Así va cayendo un pueblo tras otro hasta que los nacionales llegan a los suburbios de Madrid.
Madrid
El comandante García Estepa estuvo una vez en Madrid, en un curso de artillero. De eso hace ya algunos años. Desde una posi¬ción avanzada lo contempla con sus binoculares.
Entre la masa boscosa de la Casa de Campo se columbran los alineados edificios de cuatro o cinco plantas, en calles rectas, que parecen prolongarse hasta el infinito, y en medio de todos el rascacielos de la Telefónica. Madrid, la capital del Estado, se ofre¬ce prometedora. Un último esfuerzo y la guerra está ganada.
Antes habrá que superar las trincheras, las casamatas y el foso natural del río Manzanares, canalizado, que protege las de¬fensas.
Los moros toman el aeródromo de Cuatro Vientos y el campamento de Carabanchel tras ahuyentar a los milicianos que los defendían.
En Madrid cunde el pesimismo. Se convoca un Consejo de Ministros urgente. Punto único del orden del día. ¿Debe el go¬bierno abandonar Madrid? Votan en contra de la propuesta los ministros comunistas y los anarquistas (recién incorporados al gobierno, les avergüenza debutar con una medida tan lamenta¬ble), pero el presidente Largo Caballero decide que el gobierno debe trasladarse urgentemente a Valencia. Sus asesores militares le han comunicado que la ciudad está perdida.
Largo Caballero encomienda la defensa de Madrid al general Miaja, en el que no confía demasiado. Miaja, bajito, gordezuelo, calvo, carriredondo, colorado, los ojillos saltones minimizados por sus gruesas lentes de miope, tiene más pinta de tendero del ramo de ultramarinos que de militar.
«Muchas veces disfrutábamos bebiendo juntos, maldiciendo juntos de intelectuales y políticos —lo recuerda Arturo Barea— y compitiendo en el peor lenguaje cuartelero, en cuyo uso en¬contraba escape del florido lenguaje a que le obligaba su dignidad oficial.»
Miaja es fiel a la República que juró defender, pero la verdad es que sus anteriores intervenciones bélicas, al frente de la co¬lumna que ocupó Albacete, pero nunca llegó a Córdoba, no han demostrado que sea un rayo de la guerra.
Largo Caballero ha entregado a Miaja un sobre con la nota «Para abrir a las seis de la mañana». Miaja no aguarda a que se cumpla el plazo y lee su nombramiento como presidente de la Junta de Defensa y sus instrucciones: defender Madrid a toda costa y cuando tenga que retirarse establecer una segunda línea en Cuenca.
Mientras, Largo Caballero y sus colegas hacen las maletas, los nacionales le dan los últimos retoques a la ofensiva que conquis¬tará Madrid. Todo está previsto, incluso el nuevo alcalde de la ciudad liberada, que será Alberto Alcocer, y los tribunales de jus¬ticia que actuarán en cada distrito para depurar responsabilida¬des. Se reparten listas de activistas de izquierdas a los que se debe capturar y juzgar. Se prevé incluso el itinerario de las tropas que participarán en el desfile de la Victoria.
Una fila de autos oficiales, negros, cargados de maletas, sale de Madrid con el gobierno en pleno. Al llegar a Tarancón, los mi¬licianos anarquistas que dominan el pueblo los detienen en un control de carretera.
—¿Con que huyendo como conejos, eh? —acusa, con sorna, uno de los milicos.
—¡Qué asco! Las ratas abandonan el barco —señala otro. Y escupe al suelo, despectivamente.
Los milicianos obligan a los ministros a descender de los ve¬hículos. Los amenazan con afusilarlos. Después de dos horas de llamadas telefónicas, gestiones, presiones y amenazas, unas auto¬ridades prosiguen el viaje y otras regresan a la capital, entre ellos el alcalde de Madrid, quien, desmoralizado, se dirige directa¬mente a la Embajada de México y solicita asilo. Es un gordo pa-cífico y todo aquello le viene un poco grande.
Mientras tanto, Miaja ha designado jefe de Estado Mayor al teniente coronel Vicente Rojo, mejor estratega que él, y ha con¬vocado a Mera, Líster, Valentín González, el Campesino, y otros jefes de unidades milicianas implicadas en la defensa de Madrid.
El tiempo apremia. El general con pinta de tendero no se anda por las ramas.
—El gobierno se ha ido. Ha llegado el momento de defender Madrid como hombres, con dos cojones. Si alguno no está dis¬puesto a morir que lo diga ahora.
Un silencio reflexivo acoge las palabras del general.
—Es lo que esperaba de ustedes —añade Miaja en tono más tranquilo—. Pasen por el Estado Mayor a recibir órdenes. Buena suerte.
Madrid se moviliza. Los sindicatos se reúnen en sus sedes. Muchos milicianos acuden a la convocatoria para la defensa de la ciudad asediada. Se reciben consignas, se designan tareas. «Des-pués de tres meses de retiradas, de partes falsos y de engaños —recordará años después Líster—, el pueblo de Madrid se en¬contraba con la trágica realidad y le hacía frente con valentía.» Muchos milicianos parten directamente para el frente; otros, se escaquean y planean cómo salvar el pellejo cuando lleguen los nacionales.
Se difunde el rumor de que el gobierno se ha trasladado a Va¬lencia, pero pudiera tratarse de un bulo de la quinta columna fas¬cista.
Unos huyen de Madrid y otros se acercan. Franco abandona el palacio episcopal de Salamanca para instalarse en un palacete cercano a Carabanchel. Quiere oír los cañonazos, oler la cordita quemada. La caída de Madrid es inminente y el Generalísimo debe recoger los laureles de la victoria.
CAPÍTULO 22
Fosas en Paracuellos
Desde que las tropas nacionales se han acercado, los responsables de la defensa de Madrid están inquietos por la suerte de los dere¬chistas encarcelados en la capital, especialmente de la de los tres mil oficiales del ejército desleales a la República que, de ser libe¬rados, reforzarían considerablemente el ejército nacional.
Los comunistas sugieren la conveniencia de eliminarlos, má¬xime cuando algunas cárceles de Madrid quedan tan cerca del frente que los nacionales podrían tomarlas en un golpe de mano. El 18 de julio los milicianos habían asaltado las sedes de la Unión Militar Española y de los partidos políticos de derechas y requi¬saron los ficheros de afiliados (excepto el de los falangistas, a los que dio tiempo a quemar sus archivos).
En una reunión de urgencia, los comunistas y los anarquistas acuerdan clasificar a los presos en tres categorías: a los «fascistas y elementos peligrosos» se aplicará «ejecución inmediata. Cubrien¬do la responsabilidad»; los presos con responsabilidades se aco¬modarán en la cárcel de Chinchilla «con todas las garantías»; el resto, se liberará inmediatamente.
«Las organizaciones que han llegado al compromiso están di¬rigidas por Santiago Carrillo y Amor Nuño. Los dos tienen vein¬te años. El acuerdo costará la vida a cientos de personas.»
En el vacío de poder que media entre la marcha del gobier¬no y la constitución de la Junta de Defensa, la orden de ejecu¬ción de los presos emana del Departamento de Orden Público, de la Dirección General de Seguridad, dominado por comunis¬tas. Algunos apuntan a un tal Miguel Martínez, líder del Quin¬to Regimiento, como principal responsable. Quizá sea un seudónimo de un agente de la Komintern o del propio Mijaíl Koltsov, agente del Kremlin, que a veces se presenta como pe¬riodista.
En la cárcel Modelo, los milicianos seleccionan a quinientos presos, en su mayoría militares, políticos o religiosos, los meten en autobuses urbanos de Madrid, de dos pisos, escoltados por agentes de Vigilancia de Retaguardia, los conducen al cementerio de Paracuellos del Jarama, a unos treinta kilómetros, por la carre¬tera de Barcelona, y los fusilan al borde de grandes fosas comu¬nes. En total se producen unas dos mil cuatrocientas ejecuciones sumarias.
¿Tuvo Santiago Carrillo alguna responsabilidad en las «sacas» y asesinatos de Paracuellos? Aquí se dividen las opiniones. Algu¬nos lo acusan de ser responsable directo; otros, lo eximen. El, en sus Memorias, asegura que no se enteró, a pesar de que gran par¬te de las matanzas ocurrieron mientras era el máximo responsable de la política penitenciaria como consejero de Orden Público. En cualquier caso, Carrillo disolvería los centros de detención irre¬gular, las checas, regentados por las milicias.
Después de todo es posible que Carrillo ignore las matanzas de presos que se están cometiendo, desbordado como está de tra¬bajo, con el enemigo a las puertas, y la tremenda responsabilidad que la defensa de Madrid descarga sobre sus jóvenes hombros. (Algunos autores intentan involucrar a Santiago Carrillo en aquellos asesina¬tos. Es posible que no se enterara de ellos a pesar de su cargo de responsable de Orden Público en Madrid. Don Santiago mantendría su característico despiste toda su vida. En años venideros será amigo y frecuente invitado de Ceaucescu, el sangriento dicta-dor rumano, y compatibilizará la amistad de tan siniestro personaje con su lucha por liberar al pueblo español de la dictadura franquista.)
Las «sacas» terminan el 11 de noviembre, cuando el nuevo inspector de prisiones, el anarquista Melchor Rodríguez, prohíbe terminantemente trasladar presos sin su permiso. Los presos lo llamarán el Ángel Rojo. Melchor es un sevillano de cuarenta y tres años que ha sido calderero y torero sin suerte (una cornada lo apartó de los ruedos).
CAPÍTULO 23
Balas en la Casa de Campo
El 7 de noviembre los nacionales se disponen a entrar en Madrid. Primero cruzarán el Manzanares (a cada columna se le asigna un puente); después, avanzarán por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, y finalmente invadirán la capital de España. No creen que arrollar a los milicianos que defienden las afueras re¬quiera un plan más complejo que el ataque frontal, sin apenas artillería (sólo nueve baterías de l05 y l55 mm).
Los nacionales han cometido un error estratégico: al desviar¬se hacia Toledo han ensanchado excesivamente su flanco dere¬cho, que ahora deben cubrir, y llegan a Madrid por la parte me¬nos ventajosa para un atacante, con el enemigo parapetado en la terraza natural del Parque del Oeste, el paseo de Rosales, el cuar¬tel de la Montaña y el palacio Real, con el foso natural del Man¬zanares frente a sus posiciones.
Vicente Rojo, el estratega del bando republicano, refuerza los lugares por los que intuye que atacarán los nacionales, entre los puentes de Segovia y de Toledo. Comienza el combate. En la Casa de Campo, las milicias anarquistas apoyadas por carros de combate ceden algún terreno, pero esta vez ordenadamente, sin desbandadas.
En el puente de Toledo, los carabineros republicanos aguan¬tan el ataque de los rebeldes. Una tanqueta Fiat Ansaldo se abre camino y avanza contra los parapetos. Un carabinero se le acerca por el ángulo muerto y le lanza un manojo de granadas de mano. La explosión rompe la cadena oruga e inmoviliza el blindado. Sus dos ocupantes saltan a tierra e intentan escapar, pero son acribi¬llados. Los defensores del puente registran los cadáveres. Uno es el capitán Vidal-Cuadras. En su bolsillo encuentran la orden de operaciones nacional firmada por el general Varela.
Una hora después, el teniente coronel Vicente Rojo y su Es¬tado Mayor analizan cuidadosamente el documento. Rojo lee: «Atacar para fijar al enemigo entre el puente de Segovia y el puen¬te de Andalucía, desplazando el núcleo de maniobra hacia el no¬roeste (NO) para ocupar la zona comprendida entre la Ciudad Universitaria y la plaza de España, que constituirá la base de par¬tida para avances sucesivos en el interior de Madrid.» Así que el ataque principal de los nacionales, para romper la línea republi¬cana e invadir Madrid, vendrá por la Casa de Campo.
El frente de Madrid se extiende veintidós kilómetros. Rojo no dispone de reserva con la que pueda tapar una brecha en un mo¬mento de peligro y, sobre todo, sabe que tiene que enfrentarse a tropas más fogueadas que las suyas. Su única defensa consiste en superarlos tácticamente. Frente al plan simplista de los generales africanos, Rojo aplica soluciones militares de alta escuela. Fortifi¬ca a sus tropas, refuerza las trincheras que sufrirán la embestida y dispone lo necesario para frenar el avance enemigo atacándolo por el flanco más débil, la carretera de La Coruña.
Rojo discute la situación con Miaja. Tienen la esperanza de que esta vez los milicianos no huyan al sentirse copados. La ver¬dad es que ya no tienen dónde ir porque detrás sólo les queda Madrid, donde muchos de ellos tienen a sus familias.
Los nacionales se enfrentan a una guerra de posiciones desde un terreno desfavorable que dificulta su maniobra más eficaz, el envolvimiento. Además, sólo tienen dieciocho mil hombres para asaltar unas trincheras defendidas por veinticinco mil. La más elemental doctrina militar establece que el que ataca debe supe¬rar en número al adversario que se defiende.
—No se puede. No tenemos fuerza. Es una empresa desesperada —advierte el teniente coronel Barroso, jefe de operaciones del cuartel general nacional.
—Dejemos que Varela lo intente —insiste Franco—. Siem¬pre ha tenido mucha suerte.
La suerte como elemento táctico, la baraka en la que los afri¬canos creen a pies juntillas.
Los aviones nacionales arrojan sobre la ciudad una nube de octavillas:
Madrid va a ser liberado. Tened calma y apartaos de las zonas de combate. Nada temáis de nosotros, sino de los que os engañan diciendo que maltratamos a mujeres y niños.
Los escritores revolucionarios, y los que no lo son pero tam¬bién pertenecen a la Alianza de Intelectuales Antifascistas, viven en el lujoso palacio requisado de los Heredia Spínola. Hasta hace poco han celebrado bailes de disfraces con vestimentas sacadas del guardarropa de los antiguos dueños. Luis Cernuda, tan ele¬gante, se ha vestido de caballero calatravo; León Felipe, de duque romano; Bergamín, de gran inquisidor; Alberti y María Teresa León, de noble y dama dieciochescos, peluca empolvada y lunar postizo. Recitan poemas revolucionarios.
Con los fascistas a las puertas de Madrid parece que la come¬dia se ha acabado. ¿Qué va a pasar? Rafael Alberti y María Teresa León se han refugiado en su dormitorio decididos a afrontar jun¬tos su destino. María Teresa León muestra a Koltsov, el agente del Kremlin, una pistolita de plata de cinco tiros con la que proyecta suicidarse antes de caer en manos de los moros: «Tres balas para ellos, las otras dos para nosotros.»
El poeta Antonio Machado escribe versos a Madrid.
¡Madrid, Madrid!
¡Qué bien tu nombre suena, rompeolas de todas las Españas!
La tierra se desgarra, el cielo truena,
Tú sonríes con plomo en las entrañas.
El poeta elogia al general Miaja, que, por vez primera des¬de que empezó la guerra, está quebrantando el impulso de los rebeldes:
Tu nombre, capitán, es para escrito
En la hoja de una espada
Que brille al sol, para rezarlo a solas,
En la oración de un alma,
Sin más palabras, como
Se escribe César o se reza España.
Con versos o sin ellos, en Madrid crece la moral de resisten¬cia. Los carteles, pintadas y pancartas reiteran el lema ¡no pa¬sarán!
«Madrid quería batirse —señalará el general Rojo en sus me¬morias—: carecía de armas, de organización, de fortificaciones, de jefes, de técnica; poseía en cambio una superabundancia de moral exaltada y de pequeños caudillos, una masa ciudadana dispuesta a cumplir un deber histórico a costa de cualquier sa¬crificio.»
El terror espolea la voluntad de resistencia. Las paredes se lle¬nan de carteles:
¡Hombres de Madrid!¿Dejaréis que vuestras mujeres sean man¬cilladas por los moros? En Badajoz, los fascistas mataron a dos mil personas. Si entran en Madrid matarán a media ciudad.
La Pasionaria da un mitin en el cine Monumental, atestado de milicianos: «¡Frente a las hordas de mercenarios fascistas, si¬guiendo el ejemplo de la lucha de Petrogrado, no abandonaremos las trincheras, resistiremos hasta el último hombre, hasta la últi¬ma gota de sangre!»
Aviones soviéticos sobrevuelan la capital, despertando entu¬siasmos. Arrojan puñados de octavillas que descienden sobre los tejados y las calles como una lluvia mansa: «¡Imitad a Petrogrado!»
En algunos teatros se entonan canciones patrióticas parafra¬seando las coplas gaditanas de cuando Napoleón:
Con las bombas que tiran los aviones
Se hacen las madrileñas tirabuzones...
Madrid se acostumbra a vivir con bombas y obuses, con alar¬mas y carreras al refugio, con el constante rumor de las ametra¬lladoras, los morteros y las bombas de mano que resuenan en la vecina Ciudad Universitaria, a la que precisamente por eso lla¬man los madrileños, con desenfado castizo, el puchero (el lector menos joven quizá recuerde el rumor de los pucheros de garban¬zos tradicionales, antes de la aparición de la olla exprés, aquel que Pepe Blanco describía magistralmente en su loa al cocidito ma¬drileño «repicando en la buhardilla»).
Pero la defensa de Madrid requiere algo más que entusiasmo y buena voluntad. El frente está bastante desorganizado, con es¬pacios mal defendidos. Miaja, brillantemente aconsejado por Rojo, lo guarnece, lo divide en sectores manejables, nombra res¬ponsables, establece una red de enlaces y comunicaciones, inten¬ta averiguar dónde demonios están los depósitos de municiones que las distintas facciones poseen, ya que los veinte mil milicia¬nos que ocupan las trincheras sólo disponen de seis cartuchos por cabeza. Miaja y Rojo ordenan el caos.
Vicente Rojo, antiguo profesor de la Academia de Infantería, autor del libro Elementos del Arte de la Guerra, es un hombre pre¬parado, con más conocimientos de ciencia militar que sus opo¬nentes. Ya comentamos que es el estratega más brillante de la gue¬rra civil. Mijaíl Koltsov lo observa de cerca. «Rojo se gana a la gente con su modestia que encubre grandes conocimientos y una gran capacidad de trabajo. Es ya el cuarto día que no levanta la espalda, encorvada sobre el mapa de Madrid. Como cadena sin fin acuden a consultarle comandantes y comisarios y a todos ins¬truye a media voz, sosegada, pacientemente, como en la oficina de información de una estación de ferrocarril, repitiéndose en al¬gunas ocasiones veinte veces, explica, inculca, anota en los pape¬les, dibuja...»
En Madrid, los nacionales cosechan sus primeros reveses importantes. Informado por sus observadores de las dificultades de Franco, Hitler incrementa la ayuda alemana. A primeros de noviembre de 1936 desembarcan en Cádiz seis mil quinientos alemanes voluntarios para operar, se les ha dicho, «en una tierra so¬leada, aunque la misión no será cómoda». Son, sobre todo, pilotos, instructores, mecánicos, técnicos de transmisiones y sanitarios.
Pasan frente al cuartel de la Montaña los tranvías madruga¬dores con la inscripción «Al frente». El primer cañonazo nacional resuena temprano (por eso los madrileños lo llaman «el lechero») en la Gran Vía (que pronto será conocida como avenida del Quince y Medio o avenida de los Obuses). Antes de amanecer, la artillería rebelde machaca las posiciones republicanas de la orilla izquierda del Manzanares. Avanzan las tropas de Yagüe y toman el cerro Garabitas, desde el que se domina Madrid. Cerca del puente de Toledo se agazapan las reservas republicanas, hombres sin fusiles en espera de tomar los de los muertos y heridos.
En Vallecas, la gente se agolpa en las aceras para vitorear a los voluntarios de las Brigadas Internacionales, recién llegados a Ma¬drid, que desfilan camino de las trincheras de la Ciudad Univer¬sitaria. Tres batallones, formados por austríacos, belgas, france¬ses, polacos y hombres de otras nacionalidades: muchos rubios, algunos con barba, uniformados con cazadoras de cuero, buenas botas y boinas azul oscuro. Los que se saben la letra cantan La In¬ternacional, cada uno en su idioma. Los manda un antiguo oficial austríaco, Manfred Stern, cuyo nombre de guerra se hará popu¬lar en Madrid: el general Kleber.
Al declinar el día cesan los combates. Contra todo pronósti¬co, los republicanos han mantenido sus posiciones. Las disensiones entre comunistas y anarquistas se van limando. Comienzan a aceptar que las operaciones las dirige Miaja. Crece la moral en la ciudad asediada. Por el contrario, los generales rebeldes están de pésimo humor. Desde que empezó la guerra se han acostum¬brado a vencer y ahuyentar a los milicianos. Ahora, las milicias atrincheradas se mantienen en sus puestos. Parece que conquistar Madrid no va a resultar tan fácil como pensaban.
Vicente Rojo reserva un combinado de Brigadas Internacio¬nales y milicianos de Líster para conquistar el cerro de los Ange¬les, que los nacionales tienen mal guarnecido.
En cuanto despunta un nuevo día se reproducen los ataques en la Ciudad Universitaria y en el puente de los Franceses. Los re¬publicanos aguantan. Miaja recibe a un emisario de Largo Caba¬llero que llega de Valencia con una carta. Le ordena que entregue al dador una vajilla y una mantelería que, con las prisas, dejó ol¬vidadas.
Muere en combate Antonio Coll, el famoso cazador de tan¬ques de la República, que ha destruido siete tanques por el pro¬cedimiento de reptar hacia ellos aprovechando los ángulos ciegos y arrojar un manojo de bombas a las cadenas.
Mientras prosigue la lucha en la Ciudad Universitaria, una caravana de camiones del Quinto Regimiento evacúa los cuadros del Museo del Prado y los traslada a Valencia. Entre los lienzos de Goya figura el que representa una riña a garrotazos entre dos hombres enterrados hasta las rodillas, un símbolo perfecto de la feroz guerra civil que los españoles dirimen.
Los niños juegan en la calle. Los angelitos colocan en los raí¬les del tranvía fulminantes extraídos de las balas y se parten de risa cuando los estallidos asustan a los transeúntes.
—¡Los niños cabrones y qué graciosos son! —murmura An¬selmo, el ujier, al que han sorprendido las explosiones cuando se dirigía a un recado. Anselmo prefiere quedarse en el ministe¬rio, cerca del refugio, porque las alarmas aéreas menudean es¬tos días.
Los moros de permiso acuden al zoco de Navalcarnero, donde el ejército ha instalado un barrio moro en el que no faltan pu¬tas de sexo depilado, como a ellos les gustan, cheijas (cantantes y bailarinas del vientre) y músicos. En sus calles y cafetines huele a kif y a grifa, el «tabaco moro» al que también se aficionan algu¬nos cristianos.
Valentín González, el Campesino, ha distribuido entre sus tro¬pas una remesa de abrigos y chaquetones con botones de latón re¬lucientes. Los han confeccionado las organizaciones voluntarias de retaguardia. El famoso guerrero decide reconquistar el cerro Garabitas, el punto alto de la Casa de Campo, donde los nacio¬nales han instalado una fuerte posición artillera que domina Madrid.
«Allí iba a demostrar lo que él y su Brigada Móvil de choque eran capaces de hacer —escribe uno de sus hombres—. Más de dos horas habíamos marchado desde Collado Villalba. Cada tira¬dor del ejército nacional de las trincheras de Garabitas había te¬nido tiempo de elegir su blanco dentro del ejército de payasos mal vestidos y con tantos botones relucientes en los abrigos. Por fin llegamos, cansadísimos, a las trincheras en las que relevamos a la columna Perea de la FAI. Comenzamos el asalto de las posicio¬nes nacionales. Cuando me llegó el momento de saltar hacia las líneas nacionales, ya bajaban los heridos. En una camilla traían al comisario del batallón, Castrillo se llamaba, que mientras se de¬sangraba por un boquete abierto en su vientre gritaba: "¡Camaradas, adelante, que son nuestros!"
»Se equivocaba. No eran nuestros. Más bien nosotros éramos suyos, a juzgar por la manera en que nos iban fusilando (.. .).»
En el otro bando también abundan las bajas. Las reservas na¬cionales menguan y Madrid no cede a pesar de que Franco lo bombardea a diario con su aviación y su artillería. Madrid está exultante con sus victorias. Entre los nuevos héroes que el pueblo aclama los hay vanidosos como el Campesino; o humildes, como Miaja.
En las trincheras de la Cuesta de las Perdices, el miliciano Pa¬blo Expósito intenta dormir. Llega un cabo repartiendo octa¬villas.
Pablo Expósito ha sido analfabeto hasta el año pasado. La Campaña de Alfabetización en el Frente, realizada por las Mili¬cias de la Cultura, lo ha sacado de esa ignorancia común al 40 % de los españoles. Ahora puede leer por sí solo el papel que le han entregado:
Combatientes: cincuenta mil hombres vais a aplastar hoy a la reacción en una lucha decisiva después de seis días de duros combates en los que habéis hecho fracasar el propósito enemigo de asaltar Ma¬drid. Vais a terminar la semana de heroísmo con un triunfo decisivo que admirará el mundo.
La República os exige este esfuerzo para garantizar sus libertades; lo exige el decoro del pueblo español que odia la tiranía y lo exigen nuestros hermanos caídos en la lucha y las mujeres y los niños sacri¬ficados inhumanamente. Pensando en ello, sabréis poner vigor en el ataque y perecer antes que dar un paso atrás. Con esta misión y una fe ciega en nuestros ideales, la victoria será muestra.
O sea, piensa Pablo Expósito, que si no me mataron en estos días me pueden matar mañana. Se acuerda de Joaquín y del Bar¬tola, los dos amigos muertos en el ataque del jueves.
—Habrá que tener paciencia —le dice Hernández, un com¬pañero sindicalista—. No hay mal que cien años dure.
¿Cuánto durará este mal, la guerra? Por lo pronto ya escasean los productos básicos y la inflación galopante lo encarece todo. El jabón es un lujo; el café ha desaparecido y en su lugar se consume achicoria; el tabaco, un problema angustioso porque toda la pro¬ducción ha quedado del lado nacional y los fumadores tienen que sustituirlo por extraños sucedáneos: regaliz, hojas de lechuga se¬cas, cascarilla de cacao, hojas secas de roble, tomillo, anís, man¬zanilla. .. Algunos cigarros no se sabe de qué están hechos y des¬prenden un pestazo insoportable en locales cerrados.
A las nueve de la mañana del día 13 suena un cañonazo ene¬migo, luego otro y otro. Después, fuego a discreción.
—¡Atacan!
Pablo recuerda las palabras de su abuela: «¡Qué poco dura la alegría en la casa del pobre!»
Los moros y los legionarios se lanzan contra las trincheras re¬publicanas en la Casa de Campo. Llegan hasta el puente de los Franceses, pero no consiguen cruzarlo.
En el cielo aparece un nuevo avión soviético, el monoplano Polikarpov 1-16, que los republicanos llamarán Mosca y los na¬cionales Rata. Es más veloz y potente que el Chato. Los lentos aviones nacionales están sentenciados.
Llega a Madrid la columna Libertad, de Durruti: cuatro mil hombres decididos procedentes del frente de Aragón. El mítico anarquista solicita al mando un sector del frente donde pueda de-mostrar la bravura de sus hombres. Le asignan la Casa de Cam¬po. Durruti se va directo al enemigo. Quiere reconquistar el cerro Garabitas, desde el que la artillería franquista bombardea Madrid.
Ese mismo día, en el hospital de sangre para heridos marro¬quíes instalado en Jerez de la Frontera, la enfermera en prácticas Priscilla Scott-Ellis anota en su diario: «Empiezo a detestar a los moros. Me cabrean tantos moros asquerosos y hediondos. No me importaría ayudarlos si me lo pidieran con modales y fueran amables, pero son casi todos unos patanes que gritan, roban, sueltan tacos o, aún peor, hacen comentarios obscenos en su len¬gua y se ríen de una.»
La enfermera republicana María Eloina Carranderna, que presta sus servicios en el hospital instalado en el casino de la calle de Alcalá, anota en su diario: «Pasaré la noche al lado de un en-fermo grave, un muchacho catalán, herido el domingo. Tiene la cara inflamadísima. Una bala le destrozó la boca, atravesándose¬la de parte a parte. Me pide por señas agua y me dice con los dedos cómo son de grandes sus heridas. No habla ni se queja. Escu¬pe sangre sin parar.»
Los nacionales se adelantan a los republicanos y atacan por la Ciudad Universitaria, concentrando su potencia en un frente es¬trecho. Los republicanos vuelan el puente Nuevo, amenazado por los tanques enemigos. Los milicianos de Durruti y los de López-Tienda huyen a la desbandada frente a los moros de Mizzian. Sin embargo, los húngaros y polacos de la XI Brigada In¬ternacional defienden la Casa de Velázquez hasta el último hombre.
Los moros atraviesan el río con el agua por las rodillas y ocu¬pan las trincheras republicanas abandonadas. Hay un momento en que el frente queda desguarnecido y las avanzadillas marro¬quíes llegan a la plaza de la Moncloa y a la de España por el paseo de Rosales. Los anarquistas se reagrupan y consiguen expulsarlos antes de que reciban refuerzos.
El hospital Clínico aguanta, defendido por anarquistas en si¬tuación apurada, faltos de sueño y de alimento.
Por la noche, una delegación de la Cruz Roja Internacional se entrevista con Miaja para tratar los temas asistenciales que serán necesarios «cuando Madrid se rinda».
—¡Madrid no capitulará jamás! —los corta en seco el general.
El general Miaja se ha crecido durante la defensa de Madrid. Aunque le cuesta lo suyo, impone su autoridad a los indisciplina¬dos jefes de milicias, y ellos, poco a poco, van entrando en el re¬dil y comprendiendo que es así como se hace la guerra.
«Un jefe de brigada cenetista —cuenta Vicente Guarner— estaba reclamando a gritos ante el general. Miaja, sin inmutarse, lo agarró de la solapa y le dijo:
»"A mí no me chilla nadie en el mundo más que mi mujer, y no está aquí."
»Y lo sacó a empellones de la sala.
»Unos días después le escuché dar una orden al terrible y barbudo Campesino desde el teléfono del puente de mando. Como el Campesino se resistiera le dijo:
»"Don Valentín, obedece inmediatamente o te afeito."»
Mientras Rojo planea lanzar a la recompuesta columna Durruti contra la cabeza de puente de los nacionales, establecida a este lado del río, en torno a la Escuela de Arquitectura, en Valen¬cia, el jefe de Gobierno realiza unas declaraciones preocupantes: «Madrid no es una posición militar favorable, por lo que, en el caso hipotético de que los facciosos llegaran a dominarla, el triunfo no pasaría de lo moral.»
El escribiente Bernardo Afán se resiste a dar crédito a las pala¬bras del jefe de Gobierno.
—O sea, que mientras los de Madrid se parten el pecho en las trincheras, el gobierno los da por perdidos y le quita importancia al asunto.
Su primo, el ujier Anselmo, cruza un pasillo con un brazado de palos para la estufa del despacho del jefe de negociado.
—¡La puta guerra! —le comenta, por lo bajo, al busto del du¬que de Alba, el de los tercios de Flandes, que adorna la estancia.
Al amanecer, los cañones pesados del 105 y del 155 del cerro Garabitas comienzan a tronar. Los nacionales reanudan su asalto. Durante todo el día se combate, esta vez sin desbandadas de mi-licianos. Al caer la tarde, después del baño de sangre que afecta a las dos partes, la situación sigue invariable. Los nacionales no avanzan, pero consolidan sus posiciones en el terreno conquista¬do la víspera.
Franco castiga a la ciudad que se le resiste. Durante el día, los cañones de Garabitas bombardean el centro de Madrid; al oscu¬recer, la aviación descarga bombas incendiarias en la Puerta del Sol, el paseo de Recoletos y el barrio de las Ventas.
A la mañana siguiente nueva lluvia de octavillas:
Si la ciudad no se rinde antes de las cuatro de la tarde, los bom¬bardeos comenzarán con mayor intensidad.
En la ribera del Manzanares, donde en tiempos de paz pasea¬ban chulos y manolas, hay un sembrado de cadáveres grises, los ojos entornados sin luz, los labios abiertos de las tremendas heri-das por donde se fue la vida.
El miliciano Pablo Expósito está en el frente desde que empe¬zó la guerra. Es de los que se han venido retirando desde Extre¬madura. A estas alturas ha aprendido muchas cosas. Adivina, por los aullidos del obús, si va a caer cerca o lejos, y cuando un caza pica para ametrallar el suelo, sabe si su posición queda en la ver¬tical adecuada para recibir las balas.
El 17 de noviembre de 1936 los legionarios y los moros va¬dean el Manzanares y ocupan el estadio de la Ciudad Universita¬ria. A última hora de la tarde asaltan el enorme edificio en cons-trucción del Hospital Clínico.
Miaja, que se dirige a la cárcel Modelo para inspeccionar el campo de batalla desde sus azoteas, se encuentra, de pronto, en medio de una desbandada de anarquistas en fuga.
—¡Cobardes! —los increpa—. ¡Venid a morir aquí con un viejo! ¡A morir con vuestro general Miaja!
El teniente coronel Vicente Rojo intenta apartarlo del fuego.
—Mi general, éste no es su sitio. Vuelva al puesto de mando.
Los fugitivos se detienen, cambian de parecer, vitorean al general y regresan a la lucha. No obstante, en el Estado Mayor se considera seriamente la idea de desarmar a los milicianos de Durruti, tan indisciplinados y propensos al chaqueteo. Están acostumbrados a la guerra menos cruenta del frente de Aragón, contra milicias falangistas y guardias civiles. La ferocidad del com-bate cuerpo a cuerpo con moros y legionarios los supera. En tres días, la columna Libertad ha perdido más de la mitad de sus efec¬tivos. Durruti defiende a sus hombres. Otra vez solicita para ellos el lugar de mayor peligro: «Vamos a demostrar los cojones que te¬nemos.»
Mientras la aviación franquista bombardea sañudamente Ma¬drid, como prometían las octavillas (con tal cantidad de bombas que las embajadas de Francia y el Reino Unido emiten una nota de protesta), los combates se reanudan en el Hospital Clínico.
En estos días fríos y lluviosos, los legionarios y los moros re¬fuerzan su monótono rancho con los conejos y gatos infectados de tifus o peste que servían para los experimentos en el Institu¬to de Higiene. En las trincheras republicanas no se come mejor. A veces, los milicianos pasan semanas sin comer caliente. Su in¬tendencia funciona peor que regular.
—¿Intendencia esta mierda? —replica el miliciano Expósito mientras abre a machetazos una lata de carne rusa en conserva.
Una lata para cinco hombres. La comen con cierto asco. Sabe a grasa de camión. Si supieran el trabajito que cuesta traerla, ya lo agradecerían. Los mercantes que abastecen a la República están constantemente amenazados por los submarinos piratas italianos que recientemente han torpedeado al Miguel de Cervantes. A lo largo de la contienda cincuenta y siete submarinos italianos rea¬lizarán ochenta y seis misiones de guerra.
CAPÍTULO 24
La muerte de Durruti
Amanece un día turbio y lluvioso. Milicianos anarquistas domi¬nan los pisos altos y las azoteas del Hospital Clínico. En los pisos bajos, los legionarios luchan «pasillo por pasillo, de habitación en habitación, en escaleras y quirófanos (...) conforme se ganaban ha¬bitaciones o trozos de pasillo se establecían parapetos de sacos terreros para ir marcando el frente» (Iniesta Cano). Cuando sos-pechan la presencia del enemigo al otro lado de un tabique, los le¬gionarios abren con un pico un agujero suficiente para introdu¬cir el cañón de un subfusil y rocían de balas la habitación.
Por la tarde, la situación de los anarquistas del Clínico es tan desesperada que no se descarta una desbandada. Informado, Du¬rruti sube a su coche y ordena al chófer, Julio Graves, que lo tras¬lade rápidamente a la Ciudad Universitaria. Cerca del Hospital Clínico encuentran a unos anarquistas que huyen del tomate. Durruti desciende del coche y los abronca. Cuando regresa al ve¬hículo recibe un balazo en el pecho, bajo la tetilla izquierda. El chófer lo traslada rápidamente al hospital de sangre anarquista, instalado en el hotel Ritz. Desde el vecino hotel Palace, también hospital de la CNT, acude el mejor cirujano disponible, el doctor Manuel Bastos Ansart, que examina al herido y no se atreve a operarlo, quizá abrumado por la responsabilidad. Durruti es una leyenda, un dios para los anarquistas que no tienen dios. ¿Qué pasa si se le muere en la mesa de operaciones?
—No hay nada que hacer —informa el cirujano a los anar¬quistas expectantes—: la herida es de muerte.
Durruti fallece de su hemorragia interna doce horas después, a las cuatro de la madrugada, en la habitación número 15 (según otros en la 233) del hotel Ritz. Antes de expirar, murmura:
—Ya se alejan, ya se alejan...
O, según otra versión:
—Demasiados comités.
Dos horas después fusilan a José Antonio Primo de Rivera en el patio de la cárcel de Alicante. Las dos muertes, casi simultá¬neas, no tienen relación alguna. Sólo se produce una de esas sime¬trías que a veces urde el destino. Muchos republicanos se lamen¬tarán de esta muerte sin sentido. Quizá hubiera ayudado más a la causa del gobierno dejarlo vivo y devolverlo al campo nacional, donde, tarde o temprano, se habría enfrentado con Franco.
El odiado Franco y su baraka. Los que podían hacerle sombra crían malvas: Sanjurjo, Goded, Mola y ahora José Antonio.
A Durruti lo entierran en Barcelona, en medio de una impre¬sionante manifestación de duelo que discurre bajo la pertinaz lluvia.
¿De dónde procedía la bala que mató a Durruti? Es dudoso que fuera una bala enemiga disparada desde el Hospital Clínico, como se dijo, pues era un proyectil de pistola o subfusil, del nue¬ve largo, que no tiene tanto alcance. Algunos creen que lo asesi¬naron sus rivales comunistas; otros, que fueron los propios anar¬quistas, preocupados por sus simpatías bolcheviques. Es muy posible que muriera de la manera más tonta, al dispararse acci¬dentalmente el naranjero que llevaba colgado del hombro bajo la guerrera de cuero, debido a un golpe contra la puerta del coche.
Durruti deja a su compañera, Emilienne Morin, taquillera del cine Goya de Barcelona, un maletín de cuero con una muda de ropa interior sucia, unas gafas de miope, una pistola y una li¬breta. La última anotación: «He pedido al subcomité de la CNT un préstamo de cien pesetas para gastos personales.»
La figura de Durruti es poco conocida, pues el mito ha eclipsado al hombre. Los anarquistas lo tienen por un héroe ejemplar¬mente dedicado a la redención del oprimido. Otras opiniones son menos favorables. Su correligionaria Federica Montseny lo describe como «gángster político y terrorista». Pío Baroja contra¬pone a su «valor, astucia y generosidad» su «crueldad, barbarie y un fondo de cerrazón espiritual».
Cinco días después de su entrada triunfal en Madrid, los anar¬quistas de Durruti regresan a Aragón cariacontecidos y desarma¬dos (sus fusiles Winchester se quedan en la capital) después de perder a la mitad de sus hombres y a su jefe.
Mientras tanto, los ataques republicanos se estrellan contra el saliente rebelde del cerro Garabitas y el Hospital Clínico. Los na¬cionales no pueden progresar y sus enemigos no pueden recupe¬rar lo perdido. Como los referidos gañanes del cuadro de Goya felizmente evacuado a Valencia.
Los generales de Franco reflexionan sobre sus mapas. Ya pasa¬ron a la historia los días de los triunfos fáciles, cuando las tropas de choque africanas maniobraban en campo abierto y ahuyenta-ban a los milicianos. El nuevo ejército que la República está im¬provisando, más disciplinado, mejor mandado y atrincherado a la defensiva, es duro de pelar. La proporción de bajas de hace unos meses, veinte republicanos por cada nacional, se ha reduci¬do en Madrid a dos a uno, más de lo que el cansado ejército de Franco puede soportar.
CAPÍTULO 25
Bombas sobre Salamanca
En Salamanca, Millán Astray, director de la Oficina de Propa¬ganda de Franco, estima que una intervención suya puede resul¬tar decisiva para reforzar la combatividad de los legionarios atas¬cados a las puertas de Madrid. Una de sus vibrantes arengas, radiada, les infundirá el coraje necesario para arrollar las defensas marxistas de una vez por todas. Ordena a su colaborador Ernes¬to Giménez Caballero que se haga con una emisora a cualquier precio.
—¡Tienes veinticuatro horas! —le advierte con la premura legionaria, que no admite dilaciones.
Giménez Caballero requisa un artilugio lleno de cables y em¬palmes que le han asegurado que funciona. En el aula de física de la universidad, los técnicos instalan una tienda de esteras para que sirva de locutorio.
El germen de Radio Nacional de España.
Anochece. A la hora convenida, un poco antes si acaso, llegan Millán Astray, con sus dos legionarios de escolta, y su esposa, doña Elvira.
Doña Elvira, otra leyenda del Tercio. Después de la boda le comunicó a Millán Astray que tenía un voto de castidad que no pensaba quebrantar. Él, todo un caballero, prometió respetarla.
—Elvirita, siéntate ahí y no hables —indica Millán Astray—. ¡Que no rechiste nadie!
El famoso general despiezado va a dirigirse a sus tropas, como cuando combatía en los aduares africanos. Entrecierra su único ojo, concentrándose. A su lado, Giménez Caballero comprueba una vez más el funcionamiento del micrófono: roza la rejilla con un lápiz, esperando que se produzca el característico ruido.
¡Horror! ¡El altavoz no emite ruido alguno!
Repite el roce con la punta del lápiz. Nada. Lo golpea decidi¬damente. Cero.
El micro no funciona.
¿Quién le dice ahora al general que hay que aplazar la arenga por un problema técnico?
Acojonado, Giménez Caballero no se atreve a confesar la ver¬dad. Murmura:
—¡Adelante, mi general, yo lo presento!
Tras las palabras barrocas y ultraístas de Giménez Caballero, una alabanza desmedida de los méritos guerreros y de las glándu¬las sexuales del mítico fundador de la Legión, Millán Astray se coloca ante el micrófono y pronuncia su vibrante arenga que sólo escuchan Elvirita, los legionarios de la escolta y los técnicos con¬gregados en el extremo de la sala.
Al día siguiente, una escuadrilla de la aviación republicana bombardea Salamanca. Una bomba alcanza el palacio de Anaya, sede de la Oficina de Propaganda, e impacta sobre la caldera de la calefacción, al lado del refugio antiaéreo donde se guarece el per¬sonal. Cuando pasa el peligro, Millán Astray, negro del hollín de la caldera, pero ileso, ordena a un legionario que conduzca a Gi-ménez Caballero a su presencia. En el despacho del general está el aviador García Morato, al que Millán ha convocado para que le explique el alcance de la incursión republicana.
Giménez Caballero penetra sonriente en la estancia, pero an¬tes de que pueda felicitar a su jefe por haber escapado ileso del percance, Millán Astray le ordena secamente:
—¡Caballero, cuádrate!
El escritor, aunque es civil, se cuadra militarmente.
—¡Caballero, prepárate a morir! —advierte Millán Astray, fulminándolo con su ojo cíclope—. ¡Ya sabes que no hablo en broma!
—¿Por qué? ¿Qué he hecho yo, mi general? —responde, ame¬drentado, Giménez Caballero.
—¿Que qué has hecho? —brama Polifemo—. ¿A quién se le ocurre decir, al presentarme por la radio, que estamos en el pala¬cio de Anaya? Por tu culpa, el enemigo me ha localizado y ha bombardeado el palacio intentando matarme.
—Mi general, tiene usted razón —responde compungido Gi¬ménez Caballero—, pero el castigo lo merezco por otra causa, no por darle pistas a los rojos, sino por no haber podido llevarles su palabra con lo maravillosamente que habló usted anoche. ¡La ra¬dio no funcionaba y yo no me atreví a indicárselo porque todos los presentes esperábamos su arenga como agua de mayo!
Ríe García Morato y la tensión se aligera. Giménez Caballero no sabe si esbozar una sonrisa. Por si acaso permanece con la mano en la sien, saludando.
—¡Quítate de mi vista! —le grita Millán Astray.
Millán Astray manifiesta su perruna fidelidad a Franco, su antiguo subordinado, en numerosas ocasiones. En un almuerzo, el conde Galeazzo Ciano, ministro de Asuntos Exteriores de Ita¬lia y yerno de Mussolini, diserta sobre la tremenda capacidad de trabajo del Duce.
«Pero Millán —escribe Luca de Tena, que fue testigo— no podía consentir que Franco se quedara atrás:
»"Pues il nostro Caudiglio —afirma en su italiano macarróni¬co— se pasa cuatorce horas in la mesa de trabaglio e non se levanta nipere meare...!"»
Parece chiste, pero la capacidad de retención urinaria del Caudillo es proverbial. Durante los cuarenta años de su régimen, los ministros veteranos recomendarán a los nuevos que lleguen meados a los consejos, pues nunca sabrán las horas que va a durar la sesión sin que el Caudillo tenga en cuenta que la gente necesi¬ta orinar de vez en cuando. De hecho, el día que Franco se levan¬te de un consejo para visitar el retrete, ya viejo, el perspicaz Fraga Iribarne anotará en su diario que ha comenzado la decadencia del régimen.
Volviendo al palacio salmantino de Anaya, el ilustre edificio, sede de la Facultad de Ciencias de la universidad, alberga también, durante la guerra, además de la Oficina de Propaganda de Millán Astray, los laboratorios en los que un equipo de químicos intentan producir gas tóxico, por si hay que emplearlo en los combates. Los dos bandos llegan a almacenarlo, pero nunca lo emplean. En otro sector del edificio trabaja el alquimista Savapoldi Hammaralt, que ha convencido al Caudillo, a través de su hermano Nicolás, de que puede producir el oro necesario para sostener la guerra. También Felipe II empleó alquimistas para intentar producir plata con la que satisfacer las soldadas de los tercios de Flandes.
CAPÍTULO 26
Franco tira la toalla
Las tropas nacionales que atacan Madrid están exhaustas. El co¬ronel Castejón, malherido en el muslo y en la cadera de un metrallazo, le confiesa al periodista John Whitaker: «Nos subleva¬mos y ahora, sencillamente, nos vencieron.»
Varela le confía al capitán Roland von Strunk: «Estamos aca¬bados si los rojos contraatacan, no lo resistiremos.»
Franco conferencia con Mola y Varela. El ataque a Madrid ha fracasado. Las tropas africanas se están desangrando frente a las trincheras de la Ciudad Universitaria. Necesitan un respiro para restañar las heridas y elevar la moral.
Franco desiste de tomar Madrid. Por ahora. Mejor será cortar las carreteras, la de la sierra y las de Valencia y Barcelona, y ren¬dirlo por hambre.
En las trincheras de enfrente, un miliciano andaluz canta una copla con mucho sentimiento:
¡Ay, Franco del alma mía!
Cuatro meses te esperé,
Pero como no venías
Me hice de la CNT.
El frente se estabiliza. Por pura obstinación del Generalísimo se mantendrá, durante toda la guerra, la reducida avanzada nacional al otro lado del Manzanares, una península rodeada de po-siciones enemigas y sin más enlace con su retaguardia que un puente de pontones sobre el Manzanares («la pasarela de la muer¬te»), que sólo pueden utilizar de noche porque está batido por la fusilería del contrario.
En vista de que la estancia se va a prolongar, los soldados ahondan las trincheras, construyen refugios habitables, de ce¬mento, y adecentan sus chabolas.
En el bando republicano se agiganta la figura de Vicente Rojo, un militar católico, serio y honrado que, junto con Miaja, ha sido el artífice de la defensa de Madrid. Rojo ascenderá de co-mandante a general en los tres años de la guerra. La íntima desa¬zón de Rojo es que tiene a la familia en zona nacional. En una carta implora al ministro Prieto que intente rescatar a su hijo Leandro:
... Sólo quiero añadirle en forma concluyente que no abrigue us¬ted el menor temor de que esta obsesión mía lleve a desviarme poco ni mucho de mi deber. Podré enfermar o volverme loco si no llego a tranquilizar mi espíritu, pero tenga la seguridad plena de que afron¬taré mi trabajo y mis obligaciones sin desmayar un momento, por duras que sean...
Desde el comienzo de la guerra, Rojo ha protegido en Madrid a algunas familias de compañeros rebeldes refugiados en el Alcá¬zar de Toledo. De hecho, algunos sospechan que su lealtad a la República es sólo circunstancial, porque es un hombre de poco carácter que no se atrevió a unirse a los rebeldes.
Madrid encara el invierno y una guerra de trincheras como la de 1914. Cesan los asaltos. En la quietud del frente sólo actúan los francotiradores o pacos, que cazan al acecho cualquier enemi¬go descuidado. Es una vieja especialidad de los moros rifeños. El moro es capaz de pasar el día vigilando la trinchera enemiga, in¬móvil, camuflado en la copa de un árbol.
«Estábamos atrincherados. Llegó el cabo furriel repartiendo comida, que aquel día era un chusco y un bote de carne rusa para cada dos, pues el número de bajas había permitido doblar la ra¬ción. El saco que acarreaba el furriel sobrepasaba la altura de los sacos terreros que coronaban la trinchera. Desde la de enfrente, un tirador iba siguiendo el saco con su fusil. Al llegar a la ametra¬lladora, el furriel quiso sortearla y levantó la pierna, con la pierna alzó el cuerpo, sonó un disparo y la bala atravesó el casco del in¬fortunado repartidor, que cayó muerto sobre mí y me llenó de sangre y de sesos. Llamé a voces a los camilleros, me limpié como pude la sangre y los sesos del furriel, recogí mi ración y con un poco de pena por el compañero muerto aflojé la cinta de balas para facilitar las cinco o seis que disparamos para vengar su muer¬te, y comí con buen apetito, porque llevábamos veinticuatro ho¬ras de combate sin comer.»
¿Qué fue de aquellos dos submarinos piratas enviados por Hitler al Mediterráneo para que se entrenaran contra los barcos de la República?
El U-33 vigila la costa andaluza; el U-34, la levantina. Patru¬llan durante un mes y aunque localizan varios buques republica¬nos no consiguen hundir ninguno, unas veces porque cuando se sitúan en posición de disparo, el blanco se ha esfumado, otras porque los torpedos fallan y se pierden en el mar. La actuación ha sido calamitosa. Berlín les ordena regresar a su base el 12 de di-ciembre.
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