miércoles, 21 de septiembre de 2016

HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 3

 HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 3
CAPÍTULO 26

Parias y chantajes
Tuvo suerte Abd al—Rahman III. El contacto con las gentes de Persia y Bizancio había elevado el ni- vel cultural de los árabes de Oriente muy por encima del europeo, lo que indirectamente lo benefició, pues, en el mundo islámico, las ideas y las mercancías circulaban con cierta fluidez. Esto explica también que las tácticas militares allá aprendidas resultaran superiores a las que empleaban los cristianos de tradición goda. Córdoba contaba con un ejército mejor organizado que el cristiano, lo que le permitía conservar la iniciativa. Las expediciones militares se hacían en verano, de manera que el ejército invasor encontrara los campos sin segar y pudiera alimentarse de lo que iba requisando. En invierno —días cortos y lluviosos, caminos embarrados que dificultan la marcha y sin cosechas—, los militares permanecían acuartelados.
Esto en lo tocante a los moros. Entre los cristianos, la precaria economía de sus reinos no permitía el mantenimiento de grandes ejércitos y, para formarlos, se recurría al sistema feudal. Cada vasallo prestaba a su señor una cantidad de jinetes y peones proporcional a la importancia y recursos del señorío. Estas tropas servían al rey durante un determinado período de tiempo, por lo general los meses de verano. Eran una arma de doble filo, porque si los nobles o las ciudades que las aportaban se enemistaban con el rey, se despedían en cuanto se cumplía el plazo legal y regresaban a sus señoríos y burgos dejando al monarca en la estacada, en plena campaña, a lo mejor obligándolo a levantar el cerco de una ciudad que estaba a punto de capitular.
Pero no adelantemos acontecimientos. Todavía no están los cristianos en condiciones de invadir tie- rra islámica ni de cercar ciudades. Bastante hacen con defenderse de las embestidas de Abd al—Rahman.
A Córdoba le sobraba todavía energía; robusteció sus fronteras del norte y del sur, el vientre blando de al—Andalus abierto al Estrecho, y hasta erigió plazas fuertes en Marruecos, que cumplieron una doble función: frenar la influencia fatimí y servir de centros de acogida de las caravanas que hacían la ruta Sidjil- masa Ceuta trayendo el oro del África Negra a través del desierto del Sahara.
Ya hemos visto que el rearme islámico superó las limitadas posibilidades de los reinos cristianos y los obligó a satisfacer tributos. Esto de los tributos medievales no deja de ser curioso. En cuanto un rey es más fuerte que el vecino, lo chantajea y lo obliga a satisfacer un tributo anual si quiere que respete su territorio. Abd al—Rahman ni siquiera se planteó la conquista de los reinos cristianos. Le resultaba más productivo cobrar de ellos cada año. Luego, cuando la tortilla dio la vuelta y al—Andalus se desmembró en un mosaico de pequeños estados de taifas, la situación se invirtió. Los cristianos también preferían percibir tributos del moro en lugar de arrebatarle sus tierras. No había prisa por continuar la Reconquista. Por supuesto, los cristianos no ignoraban que las tierras musulmanas eran más fértiles que las suyas, pero preferían explotar- las indirectamente, a través de los impuestos o parias. Era la gallina de los huevos de oro. Las parias se convirtieron en un ingreso regular, con el que contaban las haciendas reales. Algunos reyes hasta las inclu- yen en sus testamentos. Por ejemplo, Fernando 1 (1037—1065) dejaba a su hijo Sancho II el reino de Casti- lla y las parias del rey moro de Zaragoza; a su segundo hijo, Alfonso VI, le dejaba León y las parias de Tole- do, y al hijo tercero, García, Galicia y las parias de Sevilla y Badajoz. La explotación de las parias explica, más adelante, que los cristianos dispongan de los fondos necesarios para acometer las grandes construc- ciones románicas y hasta para acuñar moneda propia en lugar de trocar ovejas, cerdos y bueyes como hacían sus abuelos.




CAPÍTULO 27

Culta Córdoba


Los hispanogodos eran más cultos que los musulmanes. Dos siglos después, esa relación se había invertido porque la cultura mozárabe se había estancado y el Occidente cristiano había decaído, mientras que el mundo islámico se había enriquecido con las aportaciones de Persia y Bizancio. El fluido intercambio cultural existente en el mundo islámico permitió que muchos andalusíes visitaran Oriente, como peregrinos a La Meca o como estudiantes en Bagdad. Bagdad era, entonces, el centro cultural más prestigioso del islam, el lugar al que acudían estudiosos de todas partes a cursar sus masters. Bagdad competía en es- plendor con Bizancio, e irradiaba cultura y civilización a todo el mundo islámico. Aquellos viajeros y aquellos estudiantes se convirtieron en eficaces inseminadores de ideas. Por otra parte, la grandeza de un emir o de un califa se medía por las mezquitas, palacios, escuelas, hospitales, obras públicas y fiestas que costeaba, y por los artistas, los músicos y los poetas que amparaba con su mecenazgo. Eran inversiones propagan- dísticas, pero, al fin y al cabo, favorecían la cultura. El caso más claro es el del famoso músico bagdadí Ziryab, el árbitro de la elegancia que alHakam trajo de Bagdad. Desde que se estableció en Córdoba, la vida cultural y social de la capital de los califas se tornó más rica y cosmopolita. Ziryab, como un misionero del buen gusto, contribuyó poderosamente a divulgar la música, la poesía y la etiqueta social de Oriente. También a iraquizar la cultura y aficionar a los esnobs (que siempre los ha habido) a refinamientos exóticos, a lo sofisticado, a las sedas, los perfumes, los versos, la música.
Córdoba, en el siglo x, era la joya rutilante de Occidente. Mientras la vida material de los reinos cris- tianos experimentaba un retroceso considerable y sus condes chapoteaban en el barro de calles malolientes y se resignaban a habitar en chozas que compartían con los animales y en húmedos castillos desprovistos de las más elementales comodidades y recorridos por corrientes de aire, la capital de al—Andalus, como una pequeña Bagdad implantada en Occidente, creció y se hermoseó con bellos edificios, largos acueduc- tos que suministraban agua a los palacios, mezquitas y fuentes públicas; se rodeó de lujosas mansiones, de huertas y paseos públicos, de jardines botánicos, de baños, de fondas, de hospitales y de zocos, cuyos tenderetes exhibían exóticos productos llegados de todo el mundo a través del activo comercio mediterrá- neo y africano. La robusta economía de Córdoba se apoyaba, además, en una inteligente explotación agrí- cola y minera y en una floreciente industria especializada en objetos fáciles de transportar y caros: tejidos de seda o algodón, perfumes, medicinas, repujados, cordobanes, piezas de marfil. Algunas cajitas del precioso material, diseñadas para guardar los cosméticos de las favoritas de los harenes cordobeses, serían utiliza- das como relicarios o vasos sagrados en las iglesias y abadías cristianas, lo que da idea del diferente grado de desarrollo del norte cristiano y el sur musulmán.
La moneda cordobesa era tan fuerte que circulaba en el mundo cristiano con el prestigio que hoy tie- ne el dólar en los países subdesarrollados. Incluso se falsificaba en Cataluña (y, para que se vea lo que es la mudanza de los tiempos, cuatro siglos después, serán los árabes granadinos los que falsifiquen la presti- giosa moneda catalana).


Fuentes de mercurio, arrayanes, mirtos

Los califas de Córdoba imitaron a los de Bagdad, que, a su vez, imitaban a los emperadores bizanti- nos y a los monarcas sasánidas. El califa se sacralizó, se convirtió en un autócrata inaccesible, rodeado de un recargado ceremonial, ante una corte numerosa, en la cual ocupaba destacado lugar el espléndido harén. No es que los califas fueran especialmente lascivos, que, muchas veces, el ejercicio del poder mata las ganas y deja poco espacio a estas expansiones, sino más bien que el harén se había convertido en símbolo de posición y poder. También constituía un grupo de presión nada despreciable. En él convivían varias generaciones de mujeres de sangre real y una cohorte de eunucos amujerados que las custodiaban y servían, y que, a falta de mejor pasatiempo, se consagraban a intrigar y espiar. A menudo las más altas decisiones políticas se fraguaban en el harén, entre ambiciones personales, odios infinitos, venganzas y pasiones desatadas.

Un Estado tan poderoso como el cordobés precisaba de una compleja burocracia que generaba in- gentes gastos, pero el califato vivía tiempos de gran prosperidad económica, con un comercio mediterráneo tan intenso como en los mejores tiempos del Imperio romano, lo que redundaba también en un notable de- sarrollo de la agricultura. Los que más tributaban eran los judíos, naturalmente, y los cristianos, aunque ya hemos visto que éstos disminuían constantemente debido a las conversiones al islam, quizá propiciadas por las ventajas fiscales y por el prestigio de una cultura superior más que por la doctrina de Mahoma.
Abd al—Rahman III, como los grandes soberanos de Oriente, se construyó un gran palacio en las afueras de Córdoba, el famoso Medinat al—Zahra, una ciudad palatina, rodeada de jardines recorridos por arroyuelos, de huertos con árboles de las más variadas especies, de estanques, lagos, residencias para los cortesanos, cuarteles, escuelas, baños, caballerizas, almacenes, mercados y calles por las que circulaban pajes y esclavos lujosamente ataviados. En aquella ciudad administrativa, residían unos trece mil funciona- rios y cuatro mil servidores.
La magnitud del palacio califal se manifiesta en la lista de los materiales empleados en su edificación: mil quinientas puertas, cuatro mil columnas de mármol de diversos colores, muchas importadas de Francia, de Constantinopla, de Túnez y de distintos lugares de África. Solamente los peces de los estanques consu- mían diariamente doce mil hogazas de pan y seis cargas de legumbres negras (aquí ya el escéptico escritor se permite la sombra de alguna duda: ¿qué clase de ballenas insaciables criaba el moro en su jardín?).
La sala del trono, calculada para reflejar la magnificencia del califa y asombrar a los embajadores de potencias extranjeras, era una maravilla que parece sacada de Las mil y una noches: el techo estaba forra- do de láminas de oro, y las paredes y suelos, de mármoles de colores. Cuando el sol penetraba por las ocho puertas de la estancia, los reflejos de muros y adornos cegaban la vista. En el centro, había una fuente de mercurio, que al agitarse reflejaba las luces como si la habitación se moviera.
Medinat al—Zahra tardó casi medio siglo en construirse. Tanto esplendor tuvo una vida corta, apenas cincuenta años, porque en 1011 fue saqueada e incendiada por los bereberes amotinados. Las ruinas de Medinat al—Zahra sirvieron durante siglos de cantera, de la que se surtieron de mármoles y columnas los constructores cordobeses. Lo único que despreciaron fue los yesos hermosamente labrados que cubrían las paredes. Desde hace medio siglo, se reconstruye el palacio, pero conjuntar el tremendo rompecabezas de sus restos es una labor de mucha paciencia y robusto presupuesto, que seguramente abarcará varias gene- raciones.
Las ruinas de Medinat al—Zahra están abiertas al público a cinco kilómetros de la moderna Córdoba.
Abd al—Rahman III reinó cincuenta años, siete meses y tres días. Cuando falleció, encontraron entre sus papeles personales una lista de los días felices de su vida: solamente catorce, y no seguidos.
El sucesor de Abd al—Rahman III, su hijo al—Hakam 11 (961976), se encontró el Estado fuerte, una hacienda saneada, un país próspero, una corte brillante y un ejército capaz de mantener a raya tanto a los cristianos en el norte como a las levantiscas tribus marroquíes. Además, hombre de suerte, su reinado coin- cidió con una prolongada crisis interna del reino leonés. Reyes y condes siguieron pasando por taquilla para dejar sus impuestos en las arcas cordobesas, y al—Hakam II invirtió el superávit en obras públicas, en la ampliación de la mezquita de Córdoba y hasta en pagar la friolera de mil dinares por el Libro de los Canta- res del célebre poeta Abul—l—Farach. Los bibliófilos tenemos por nuestro santo patrón a este moro suave que llegó a reunir una biblioteca de unos cuatrocientos mil volúmenes, que, según dicen los cronistas, había leído en su mayoría. Caso semejante de capacidad lectora en un político no vuelve a repetirse hasta don Alfonso Guerra, salvando distancias. Lo que se le puede reprochar es que, con tanta atención a la cultura, descuidara el gobierno del reino y, sobre todo, que lo dejara en las manos débiles e inexpertas de su hijo Hisham. Con este jovenzuelo ya no pudo Córdoba seguir funcionando por pura inercia, porque el Estado quedó a merced de diferentes grupos de presión, que lo condujeron a la anarquía y dieron al traste con la gran obra de los Abd al—Rahmanes.
Este Hisham que sale ahora era, por cierto, hijo de una concubina de origen cristiano y navarro, lla- mada Subh. Los altos mandatarios y en general los musulmanes de posición desahogada apreciaban mu- cho a las mujeres cristianas, especialmente si eran rubias, de piel blanca y gordas. Debe ser por la nove- dad, igual que los lechosos anglosajones se prendan de las morenazas mediterráneas. Esto explica que en los mercados de esclavas hubiera un intenso tráfico de cristianas rubias procedentes principalmente de Galicia y del Cantábrico, pero también del norte de Europa.
Naturalmente, había mercaderes desaprensivos que daban gato por liebre, vendiendo musulmana l i- bre por esclava cristiana. «Disponen de mujeres ingeniosas y muy bellas que hablan a la perfección la len- gua romance y se visten como cristianas. Pide el cliente esclava recién importada del país cristiano y des- pués de darle largas (para aumentar su deseo) se la presenta diciéndole que acaba de recibirla de la Fron- tera Superior. Ella se va con el comprador. Luego, si está satisfecha del trato y de la casa, le pide que la liberte y se case con ella. En caso contrario, da a conocer la verdad: que es una mujer libre, y el cuitado no tiene más remedio que dejarla en libertad y perder su dinero.»




CAPÍTULO 28

Almanzor el del tambor


Hisham II gobernó en medio de las intrigas cortesanas, entre altos funcionarios que rivalizaban por el poder. El que se impuso a todos ellos fue Almanzor, un miembro de la pequeña nobleza, que empezó de simple escribiente, aprovechando que tenía buena letra (la caligrafía se apreciaba mucho), y fue escalando puestos en la administración, desde subsecretarías como la de director de la Fábrica de Moneda y Timbre hasta ministerios como el del Tesoro. Es probable que su meteórica ascensión se debiera también a su amistad con la esposa favorita del califa, la bella Subh, la navarra.
Almanzor gobernó, prácticamente, como rey absoluto y relegó al joven, piadoso y algo bobo Hisham II al papel de mero comparsa. Como todo dictador, aspiró a perpetuar su memoria en un monumento impere- cedero que pregonara su grandeza. El suyo fue una nueva ciudad palaciega y administrativa, Medinat al— Zahira, totalmente innecesaria, puesto que ya existía Medina— al—Zahra.
La verdadera vocación de Almanzor (título que significa «el victorioso») fue la militar. No sólo mantuvo a raya a los cristianos del norte, sino que los afligió durante veinte años con sus cerca de cincuenta expedi- ciones, que asolaron la tierra enemiga desde Galicia a Barcelona. El esfuerzo dejó extenuada a Córdoba, como esos países que invierten en armas un porcentaje excesivo de su producto interior bruto y, a la larga, quiebran y quedan exhaustos. La otra consecuencia fue que el reino de León, repetidamente asolado por ataques casi anuales, no volvió a levantar cabeza, mientras que Castilla, que socialmente estaba más pre- parada para vivir en pie de guerra, no sufrió tanta merma.
La expedición más célebre de Almanzor destruyó Santiago de Compostela el verano de 997. Fue una afrenta a toda la cristiandad porque el sepulcro del apóstol se había convertido en un centro de peregrina- ción famoso. Almanzor expolió las campanas de la basílica, que transportó a Córdoba a hombros de cauti- vos, y allá quedaron sirviendo de lámparas en la mezquita, hasta que, tres siglos después, Fernando III conquistó Córdoba y las devolvió a Santiago a hombros de cautivos musulmanes. (Ojo por ojo, y eso que era santo.)
El escéptico lector quizá recuerde de los textos de su mocedad que finalmente Almanzor el Victorioso fue derrotado en la batalla de Calatañazor, y aunque logró escapar con vida a uña de caballo, el disgusto que se llevó fue de tal calibre que murió a los pocos días. No hay nada de eso. En el año 1002. Almanzor, que en su vejez seguía al pie del cañón, tuvo que interrumpir su campaña anual al sentirse enfermo. Su salud se agravó rápidamente y expiró a los pocos días en la plaza fronteriza de Medinaceli.
Entonces, ¿y lo de Calatañazor, donde Almanzor perdió su tambor?
De Calatañazor no hay nada. La noticia de la fabulosa derrota sólo aparece dos siglos más tarde para demostrar a la castigada grey cristiana que el profanador de Santiago no quedó sin castigo. Para que se vea lo viscerales que son a veces los historiadores: el prestigioso arabista García Gómez, aun rechazando como fabuloso el encuentro de Calatañazor, alude a otro en Cervera, donde los musulmanes pasaron mo- mentos de apuro antes de poner en completa desbandada al ejército cristiano, y escribe: «Aun cuando sea sin victoria, la gloria del conde de Castilla crece aún más a nuestros ojos [...]. En Calatañazor perdió Alman- zor su alegría, aun cuando fuera sin derrota.» Y se queda tan fresco. El que no se consuela es porque no quiere.

CAPÍTULO 29
La disolución del califato
Almanzor había reclutado grandes cantidades de mercenarios bereberes y había mimado a sus jefes hasta provocar los celos de la aristocracia árabe. Mientras la victoria le sonrió todo fue bien, pero el mante- nimiento de tan costosa máquina militar pesaba tremendamente en la economía del califato. Por otra parte, la agresividad musulmana contribuyó a que los reinos y condados cristianos superasen sus diferencias y se uniesen contra el enemigo común. A la muerte de Almanzor las cosas no prometían ser tan fáciles como antes.
En Córdoba, el poder omnímodo del dictador se había transmitido primero a su hijo primogénito, Abd al—Malik, y, después, al hermano de éste, Abd al—Rahman, llamado Sanchuelo, un tipo tan osado que obligó al califa, ya reducido a mero objeto decorativo, a abdicar en él.
Los legitimistas omeyas se levantaron en armas, saquearon y destruyeron la ciudad de Almanzor y asesinaron a Sanchuelo. Fue el comienzo del fin.
El brillante estado cordobés quedó en manos de los bárbaros, como antaño Roma, porque la aristo- cracia árabe andalusí despreciaba unánimemente a los jefes bereberes. La situación se tornó tan inestable que en el espacio de veinte años se sucedieron diez califas en Córdoba. Los mercenarios bereberes destru- yeron y saquearon Medinat al—Zahra, la ciudad omeya, y la despojaron de sus mármoles y de sus colum- nas. También, lo que son las cosas, como en el caso de Roma.
Un viejo proverbio árabe reza: «Si eres martillo, golpea; si eres yunque, aguanta.» Desde Abd al— Rahman, Córdoba había sido martillo de los cristianos; bajo Almanzor fue incluso martillo pilón, pero en cuanto el poder central declinó, el califato se transformó en yunque y los antaño acogotados reyes cristianos se crecieron y tomaron cumplida revancha. Fue una decadencia tan rápida que el mismo conde catalán al que Almanzor había derrotado y destruido Barcelona pudo darse el gustazo de saquear Córdoba.
El último califa fue derrocado por un motín popular y se refugió entre los cristianos, en Cataluña, don- de murió en dorado exilio. La España musulmana quedó fragmentada en una serie de cantones indepen- dientes, donde los jeques árabes, los generales bereberes y los caudillos de mercenarios eslavos fundaron fugaces dinastías: Granada, Jaén, Medina Sidonia, Ceuta... Hubo hasta veinte de estas taifas o partidos independientes. ¿Un precedente de las actuales autonomías? Las taifas más importantes, la de Sevilla, regida por árabes, y la de Granada, en manos de bereberes, se disputaron la primacía.
Los reinos de taifas heredaron las refinadas formas culturales de la Córdoba califal y rivalizaron por rodearse de cortes, en las que destacaban los poetas, los músicos y los artistas. Se gastaban alegremente los dineros públicos en boatos y relumbrones culturalistas, mucho poeta, mucho músico, mucho monumento para prestigiar la dinastía, mientras otros capítulos fundamentales quedaban desatendidos; sobre todo, el principal en los malos tiempos aquellos, el militar. Cada reino disponía de su diminuto e inoperante ejército, pero eran incapaces de coordinarse para enfrentarse al enemigo común. La balanza del poder militar se desequilibró. Les llegaba el turno a los envalentonados cristianos de exigir impuestos anuales a los moros.
Parecía que el viento de la historia soplaba a favor de leoneses, navarros y catalanes, y que sólo era cuestión de tiempo que expulsaran al islam de España. Pero de pronto cambió el viento y sopló a favor del moro enemigo.
Junto al esplendor fugaz de las cortes de los reyezuelos taifas, donde se bebe en abundancia el vino tan prohibido por el Corán, destaca, en poderoso claroscuro, el colectivo de los alfaquíes, es decir, el clero musulmán. Aquellos varones severos se escandalizaban de la decadencia de las buenas costumbres, de las fiestas, de las chanzas, y hasta de los poetas que en lugar de componer obras edificantes dedicaban su arte a pergeñar poemas de amor o a recitarlos en los festines cortesanos, a la luz de la luna, noches cálidas y propicias a la embriaguez y a la carne, noches embalsamadas por jazmines y damas de noche mientras el bello efebo, al que apenas renegrea el bozo, escancia vino dulce y sonríe.
Aquello no podía acabar bien.




CAPÍTULO 30

Los almorávides


La avaricia rompe el saco. Algunos reyes cristianos pensaron que aquella saneada renta que obtení- an de las parias era una miseria y que el negocio verdadero radicaba en poseer las ciudades famosas del moro, con sus zocos, sus barrios artesanos, sus palacios, sus jardines, sus huertas y sus almunias. Alfonso VI de Castilla conquistó Toledo, estableció en ella su capital y se tituló, un tanto ampulosamente, emperador de las Dos Religiones, lo que, lejos de tranquilizar a los musulmanes, los inquietó, pues traslucía su propósi- to de unir bajo su mando la España cristiana y al—Andalus.
Ya estaba la frontera en el río Tajo, a pocas jornadas de las feraces huertas del Guadalquivir. Los re- yezuelos musulmanes se preocuparon, especialmente al—Mutamid, el de Sevilla, cuando Alfonso VI invadió su reino como represalia por la ejecución de un funcionario cristiano. Entonces, al—Mutamid cometió el error de llamar en su auxilio a los almorávides africanos.
Los almorávides eran unos aguerridos bereberes del desierto. Se protegían la cabeza del polvo y de la arena con un envoltorio negro o violeta, el lizam, que al desteñir con el sudor les manchaba la piel (sus descendientes lo siguen usando hoy y, por eso, los llaman hombres azules). El poema de Fernán González los pinta al natural:
más feos que Satán con todo su convento cuando sale del infierno sucio e carboniento.
¿De dónde habían salido aquellos demonios? En 1038 un fogoso predicador de Cairuán, Ibn Yasin, inflamó las tribus bereberes saharianas en una ola de fundamentalismo. Ibn Yasin era un místico (aunque sorprendentemente se casaba y divorciaba varias veces al mes) y despreciaba las minucias del mundo, pero nombró caudillo del movimiento a uno de sus más fieles seguidores, el jeque Yahya ibn Umar. Al poco tiempo, había conquistado los centros caravaneros que desde la época de los romanos controlaban el co- mercio de oro sudanés (que surtía a Europa) y los nuevos yacimientos de Ghana, al sur del Sahara, descu- biertos más recientemente. Después conquistaron las fértiles tierras del Magreb o lograron que sus jeques y caudillos abrazaran la causa almorávide.
El tercer sultán almorávide, Yusuf Ibn Tashufin, dueño de todo el norte de África, fundó su capital en Marraquech y reunió bajo su mando un poderoso ejército mercenario, fiel al Estado más que a ninguna tribu determinada. Podía ser la solución, pensó el atribulado reyezuelo de Sevilla, llamar en su ayuda a los pri- mos de África para que le bajaran los humos al rey de Castilla.
Los otros reyezuelos andalusíes advirtieron a al—Mutamid que el remedio podía ser peor que la en- fermedad. «Si llamas a esos fanáticos del otro lado del Estrecho, labrarás tu ruina y la de todos nosotros; se nos quedarán con todo.» Pero al—Mutamid era de los que prefieren perder los dos ojos con tal de dejar tuerto al enemigo, y se mantuvo en sus trece: «Mejor camellero en África que porquero en Castilla.»
Palabras proféticas. Los almorávides desembarcaron en Algeciras y, después de reagruparse en Se- villa, ascendieron por la antigua Vía de la Plata (¿recuerda el lector aquel camino por el que bajaba de Gali- cia el estaño de Tartessos y luego el comercio romano?). Alfonso VI les salió al encuentro en Zalaca, unos kilómetros al norte de Badajoz, pero resultó completamente derrotado. Los almorávides emplearon una arma psicológica hasta entonces desconocida en España: los tambores, cuyo ronco sonido quebraba los nervios por igual a los cristianos y a sus caballos (luego, las cajas de guerra serían adoptadas por todos los ejércitos hasta después de Napoleón).
Después de todo, Alfonso VI resultó afortunado. Ibn Tashufin no pudo, o no quiso, explotar su victoria. En lugar de avanzar hacia el interior de Castilla, ya desguarnecida, se atuvo a lo pactado con al—Mutamid y regresó a Marruecos.
Pasaron cuatro años durante los cuales la tormenta almorávide amainó. Alfonso VI, ya repuesto de la paliza, tornó a la cancha, buscando el desquite. Como antaño hiciera Abd al—Rahman cuando fortificó Gormaz y Medinaceli en las mismas narices de los cristianos, construyó una base estratégica, desde la que podría atacar cómodamente las tierras musulmanas. Desde el castillo de Aledo, entre Valencia y Murcia, sus expediciones de saqueo llegaron hasta las cercanías de Sevilla.

Ibn Tashufin regresó nuevamente a al—Andalus reclamado por al—Mutamid. Ya se había percatado de que los reyezuelos de la Península eran unos corruptos, que mientras le enviaban regalos y embajadas andaban en tratos secretos con los cristianos. Una vela a Dios y otra al diablo.
El clero musulmán de los reinos de taifas había visto desvanecerse su poder e influencia a medida que la sociedad se apartaba de los preceptos coránicos y se volvía más laica. Aquella acendrada fe que demostraban los almorávides, aquel fanatismo, era lo que ellos ambicionaban para su feligresía. Comunica- ron a Ibn Tashufin que lo apoyarían incondicionalmente y pondrían a su servicio su influencia sobre el pue- blo llano si incorporaba alAndalus al imperio. Ibn Tashufin aceptó. En 1090 desembarcó en al—Andalus por tercera vez. Primero se apoderó del reino taifa de Granada, cuyo reyezuelo era tributario de Alfonso VI. Los almorávides se dejaron de cortesanías y remilgos: desnudaron al rey y a su anciana madre para asegurarse de que no ocultaban joyas.
En vista de la suerte de su colega y vecino, el rey de Sevilla, alMutamid, se vio obligado a mendigar la ayuda de su gran enemigo, Alfonso VI, un gesto tan tardío como inútil. Entregó Sevilla, tras un breve asedio, y los almorávides lo enviaron encadenado a Agamat, en Marruecos, donde murió en la pobreza. Un poeta andalusí le dedicó estos versos:
Todo lo olvidaré menos aquella madrugada junto al Guadalquivir, cuando estaban las naves como los muertos en sus fosas. Las gentes se agolpaban en las dos orillas, mirando cómo flotaban las perlas en las espumas del río. Caían los velos porque las muchachas no cuidaban de cubrirse, y se desgarraban los ros- tros como otras veces los mantos. Cuando llegó el momento de la partida, ¡qué tumulto de adioses, qué clamor de doncellas y galanes!

Los almorávides se extendieron rápidamente por todo al—Andalus. En menos de dos años (1090— 1091), dominaron todas las ciudades, a excepción de Zaragoza, y derrotaron repetidamente a los cristianos.
Durante medio siglo, al—Andalus quedó incorporada al imperio almorávide, que abarcaba desde Za- ragoza al río Níger y desde Lisboa a los arenales de Libia. Los rigurosos guerreros del velo fueron bien recibidos por el clero, al que le devolvían el poder y la importancia social de antaño. También los aplaudió el pueblo bajo, que se consolaba con la desgracia de la opulenta y regalada aristocracia andalusí. Ya se sabe, la envidia, ese cáncer de España.
Las costumbres islámicas se restauraron en toda su pureza... durante un tiempo, porque al final ocu- rrió lo de siempre: los almorávides, aquellos adustos y severos guerreros del desierto, se aficionaron a los paseos por los jardines perfumados de mirto y azahar, a las siestas bajo el emparrado, escuchando el cho- rrito de agua de la fuente, a los blandos lechos, al cordero asado con miel y piñones, a la mirada chispeante de las cordobesas de caderas anchas como búcaros, a la risa cantarina de las sevillanas, a los pechos opu- lentos de las levantinas, a la vida amable y regalada que les procuraban las mansiones de la aristocracia andalusí. Los menos obtusos se percataron de que la vida brinda otros goces aparte de rezar cinco veces al día mirando a La Meca y dejarse matar por imponer al prójimo una idea religiosa. Fueron sucumbiendo a los halagos de la vida muelle, fueron pareciéndose, ¡ay!, a aquella aristocracia viciosa que tanto habían despre- ciado sólo unos años antes. El resultado fue desolador: se relajó el fanatismo político, se atemperó el ardor militar, los feroces guerreros del desierto dejaron de apestar a chotuno para oler a perfume y se aficionaron más a dormir en cama suave que en la dura tarima cuartelera.
Al propio tiempo, la España cristiana no había dejado de fortalecerse. Llegó un momento en que la balanza de la potencia militar se inclinó otra vez del lado cristiano.

CAPÍTULO 31
Herencias, lindesy conflictos (1035—1157)
Veamos ahora cómo marchaban las cosas por el norte. Allí el sentido de la nacionalidad todavía no estaba muy desarrollado. Por el contrario, el de la propiedad estaba desarrolladísimo. Continuamente ob- servamos una contradicción que nos deja un tanto perplejos: por una parte, nobles y reyes aspiran llana- mente a hacerse con las propiedades de sus linderos, a ampliar sus fincas; por otra, cuando mueren, suelen repartir el patrimonio entre los herederos directos. Entonces, lo que parecía que iba camino de convertirse en un Estado fuerte, se fragmenta entre hermanos que se odian y codician la herencia fraterna. Y vuelta a empezar.
El caso más flagrante es el del rey navarro Sancho III el Mayor (1000—1035), un hombre que, si Dios le llega a alargar los días, hubiese sido capaz de conquistar España entera y África hasta Ciudad del Cabo. En una vida de constante batallar, amplió sus territorios por Aragón, sometió a vasallaje a los catalanes, ocupó Castilla y asumió el título de emperador en la propia ciudad de León, tomada por sus tropas: un nota- ble esfuerzo integrador. Pero luego, en el testamento, lo echa todo por la borda y reparte lo ganado entre sus tres hijos: Navarra, para García III; Castilla, para Fernando 1, y Aragón, para Ramiro 1. A partir de esta herencia, Castilla y Aragón, hasta entonces condados, se convirtieron en reinos.
Castilla correspondió al segundo hermano, Fernando 1, que había heredado la energía y acometiv i- dad del padre. En pocos años, derrotó y mató al rey de León (y se quedó con el título de emperador, más decorativo que otra cosa, que ostentaba el difunto); derrotó a sus hermanos, derrotó a los moros y sometió al pago de parias a los reyezuelos taifas de Toledo, Sevilla y Badajoz. Luego, a su muerte, su testamento vuelve a truncar el esfuerzo integrador de tanta conquista porque, al igual que su padre, divide los reinos entre sus hijos (Castilla para Sancho II, León para Alfonso VI, Galicia para García), y deja nuevamente a tres hermanos como tres lobos insaciables, mirándose de soslayo y queriéndose mal. Al más débil y apoca- do, García, lo destronaron y pasó el resto de su vida preso de sus hermanos, primero de Sancho y luego de Alfonso. Poco antes de morir, cuando estaba ya muy enfermo, Alfonso intentó aliviarle las cadenas, pero él se negó dignamente, y murió y lo enterraron con ellas. Eliminado el benjamín, quedaban Sancho II y Alfonso VI, a cuál más taimado. Alfonso VI derrotó a su hermano y es posible que ordenara su muerte. El caso que- dó tan oscuro como la muerte de Kennedy.
Los súbditos del rey difunto, castellanos secos y altivos, entre ellos el Cid, sospechaban que el asesi- no cumplía órdenes de Alfonso. Por eso, antes de aceptarlo como rey, le hicieron jurar en Santa Gadea de Burgos, «do juran los fijosdalgo», que era inocente del magnicidio:
Las juras eran tan recias
que al buen rey ponen espanto.
En aquel episodio, el nuevo rey de Castilla y León tomó ojeriza al Cid, el cual, en su categoría de héroe nacional, merece capítulo aparte.

CAPÍTULO 32
El Cid Campeador
Sólo un cristiano, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid, hizo la guerracon éxito a los almorávides e incluso lo- gró conquistar y mantenerun reino de taifa, en Valencia. El Cid, tan famoso gracias a la escuela patriótica, a la literatura, a Menéndez Pidal y a Charlton Heston, fue un noble menor castellano, que, todavía joven, se enemistó con Alfonso VI por aquello de la jura, pero después de la derrota de Zalaca o Ságrajas regresó a la obediencia real, aun que no por mucho tiempo, pues Alfonso VI lo desterró, confiscó sus bienes y encar- celó a su familia porque le pareció que había remoloneado cuando lo convocó para defender el castillo de Aledo. El Cid continuó la lucha en solitario y conquistó un considerable territorio en torno a Valencia, sobre el que reinó felizmente hasta su muerte. El titulo Cid, de sidi, «señor», se lo otorgaron sus propios súbditos árabes. Lo de campeador quiere decir «que ejerce en el campo», donde se batalla. Ya la nobleza se va dividiendo en ciudadana o cortesana y campeadora, que es la que soporta el peso de la guerra.
Valencia se mantuvo como un bastión inexpugnable en vida del Cid, protegiendo todo Levante, pero cuando Rodrigo Díaz murió todo el tinglado se vino abajo. Los almorávides conquistaron Valencia y, a poco, también Zaragoza.
Alfonso VI, imparable, ganó Toledo en 1085. La antigua capital de los visigodos era todo un símbolo.
¿Podría aquel rey reconstruir el añorado reino godo? También los musulmanes entendieron el mensaje: nada hay seguro en este mundo; los cristianos podían expulsarlos de sus almunias, de los huertos y los jardines, y enviarlos de regreso al pedregal africano, el de los camellos y los escorpiones. El taimado rey de Castilla pretendía conquistar Valencia para cortar el avance hacia el sur de navarros, aragoneses y catala- nes. Quería quedarse toda la tarta de al—Andalus para él solo y quizá lo hubiera conseguido de no haber fallecido prematuramente.
A Alfonso VI lo sucedió su hija Urraca, una viuda vistosa, que se casó con el rey de Aragón, Alfonso 1 el Batallador. Ésta fue la primera unión, frustradísima, entre Aragón y Castilla. Fueron grandes bodas, pero los caracteres de los regios esposos eran tan incompatibles que el matrimonio tuvo que ser anulado ale- gando que eran parientes. (Curioso y repetido expediente que muestra hasta qué punto la Iglesia concha- bada con el poder usa una doble moral: por una lado, concede dispensa para que los parientes próximos se casen, pero si las razones de Estado cambian y ya no conviene, alega consanguinidad y anula el matrimo- nio.) Parece que el rey —aragonés, aunque Batallador, no contentaba a la fogosa Urraca en el lecho, o sea que le gustaba más una trifulca que una remonta. Por otra parte, como suele suceder a los esposos men- guados, el rey era tremendamente celoso y en alguna ocasión se le escapó alguna bofetada cuando acusa- ba a su esposa de putear (así lo dice el cronista), es decir, de serle infiel con el conde Gómez de Candespi- na, al que asesinó. «Era supersticioso, misógino y gran sufridor de trabajos en la guerra», dice su biógrafo. Algo es algo.
Urraca, ya separada, dejó sus reinos a un hijo de su anterior matrimonio, Alfonso VII, un hombre sa- gaz y de firme voluntad.
Volviendo al tema de las herencias, el colmo de la extravagancia se da en este Alfonso 1 el Batalla- dor, que vemos tan infelizmente casado con Urraca. Este hombre dejó sus estados a las órdenes militares (templarios, hospitalarios y caballeros del Santo Sepulcro). Como es natural, los magnates no respetaron el testamento y eligieron un rey por su cuenta. Más vale rey conocido por malo que sea, pensaron, que estar en manos de frailes rapaces, que ya se sabe cómo es la gente de Iglesia.
Estas componendas patrimoniales y matrimoniales hacen a veces extraños compañeros de alcoba. Por ejemplo, el reino de Aragón absorbe Cataluña cuando Alfonso II hereda de su madre el reino de Aragón y de su padre el condado de Barcelona. A partir de entonces, aragoneses y catalanes permanecen unidos durante el resto de la Edad Media, a pesar de sus diferentes caracteres e intereses, los unos aristócratas terratenientes y hortelanos del Ebro, apegados a la tierra, los otros inquietos marinos y mercaderes, con el ojo puesto en el Mediterráneo, que vuelve a ser la gran lonja comercial que había sido en la antigüedad.
Otro matrimonio que traería cola, el de las hermanas de Alfonso VI, Urraca y Teresa. Las dos se ca- saron con dos príncipes de Borgoña, Raimundo y Enrique, y tuvieron hijos que fundarían las dinastías de León y Portugal. Con el hijo de Urraca, Alfonso VII, entra en los reyes españoles el prognatismo mandibular de la casa de Borgoña, que luego se reforzará, siglos andando, cuando Juana la Loca se case con otro

príncipe de aquella casa, Felipe el Hermoso. Aquí comienzan las degeneraciones de la sangre de las casas reales de los Austrias y los Borbones, fruto de repetidos enlaces consanguíneos, que tantos reyes bobos, tontos y tarados han dado a la historia de España. Qué se le va a hacer; entonces no se conocían los des- astrosos efectos de la consanguinidad. Y suerte que algunas reinas incurrieron en deslices y permitieron que renuevos sanos se injertaran en los podridos y mendaces árboles genealógicos.
Regresemos ahora al hijo de doña Urraca, que parece que nos estábamos apartando un poco del te- ma. Este Alfonso VII se coronó emperador en la catedral de León y heredó todo el impulso conquistador de su tío Alfonso VI. Le salieron dos competidores de su talla: en Portugal, su primo Alfonso I Enriques (hijo de aquel Enrique de Borgoña casado con la infanta Teresa), que, en cuanto heredó de su madre el condado de Portugal, lo declaró reino y se desvinculó de León. Aquí comienza la brillante historia de Portugal, que, en el mismo reinado, conquista lo que será su bella capital, Lisboa.
Las cosas marchaban mal, y no sólo en al—Andalus. A los almorávides les crecían los enanos por to- do el imperio. El mosaico de tribus y pueblos que el entusiasmo fundamentalista de la primera hora había unido comenzaba a disgregarse. Nuevamente, las tensiones internas y los intereses tribales prevalecían sobre el fervor y la doctrina.
¿Y las conquistas? Los almorávides habían perdido su músculo de antaño. Ahora, mitigada la fiereza del fanático, tenían que contratar mercenarios cristianos para defender sus ciudades. Era un secreto a vo- ces que los alfonsos afilaban la cuchilla para repartirse la tarta musulmana. (Los musulmanes de la época llamaron genéricamente alfonsos a los cristianos por la coincidencia del nombre que se dio en distintos reyes: en Aragón, Alfonso el Batallador; en Castilla, Alfonso VII; en Portugal, Alfonso 1 Enriques.)
Los alfonsos se cebaron en la vaca moribunda de al—Andalus. En 1118, el Alfonso aragonés había conquistado Zaragoza. Siete años más tarde, una expedición cristiana saqueó Levante y Murcia casi sin encontrar resistencia. El Alfonso portugués conquistó Lisboa. El Alfonso castellano invadió Andalucía y con- quistó el puerto de Almería, un enclave estratégico y comercial de primer orden.
Los almorávides, ya a la defensiva, fortificaron sus ciudades y protegieron sus fronteras con castillos. Los súbditos andalusíes comenzaron a rebelarse. Acá y allá surgían caudillos locales que se apoderaban de ciudades o territorios en el Algarve, en Niebla, en Santarem, en Jerez, en Cádiz, en Badajoz, en Córdoba, en Málaga, en Valencia y en otros lugares; es decir, aparecieron, como antaño, minúsculos reinos de taifas, la secular tendencia española al separatismo y a la disgregación.
Los almorávides iban ya de capa caída y los distintos reinos cristianos aprovechaban la ocasión para ganar tierras y recrecer haciendas. Los catalanes tomaron Lérida y llegaron al Ebro; los aragoneses toma- ron Zaragoza y llegaron hasta Granada (de donde sacaron gran número de mozárabes para repoblar las tierras conquistadas).
La conquistas territoriales estaban muy bien, pero de todas formas el bocado más suculento seguían siendo los tributos. Las parias que satisfacían los reyezuelos moros a sus colegas cristianos eran, cuando se podía, en oro africano y, otras veces, en especies.
El rey de Sevilla, por ejemplo, se comprometió a entregar el cuerpo de santa Justa, pero como no se pudo hallar, los obispos enviados a recogerlo regresaron con los huesos de san Isidoro. Ganaban en el cambio. Los restos del sabio varón fueron sepultados con gran pompa en León, en la basílica que ahora lleva su nombre, la de la hermosa cripta decorada con pinturas románicas.
A Marraquech no le quedaba fuerza ni para mantener su autoridad en su propia casa, en el norte de África. La puntilla del imperio fue la aparición de los almohades.

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