sábado, 3 de septiembre de 2016

Golpe en Brasil. Texto 2. BRASIL: ESTADO DE EXCEPCIÓN*

BRASIL: ESTADO DE EXCEPCIÓN*

Pablo Gentili**
Parecía un show de talentos en el que cada participante enviaba saludos a quienes lo estaban mirando, saludaba a una hija que cumplía años ese mismo día, a un abuelo cariñoso ya fallecido, a un esposa amada o a un grupo de fieles amigos del barrio. “A mi tía Xexê, que me cuidó de pequeño”, sostuvo uno, casi al borde de las lágrimas. Parecía, más bien, una ceremonia evangélica, en la que cada fiel se encomendaba a Dios, rogándole inspiración y protección. Parecía, en verdad, una maca- bra ceremonia de linchamiento público, un rito medieval y mediático, un reality show inquisidor, con actores mediocres ejecutando su patético papel, uno tras otro, envueltos en banderas, portando pancartas y con sus trajes adornados con cintas de colores, fantoches de una comparsa desafinada, moviéndose en procesión hacia el altar del escarnio, desde el que desplegaban sus discursos de odio, sus ofensas y amenazas.
Así sorprendió al mundo el Congreso brasileño, la noche en que debía consagrarse al ejercicio de su responsabilidad más compleja: votar el proceso de destitución de la presidenta de la república. Miles de espectadores del trágico espectáculo se habrán preguntado, dentro y fuera de Brasil, cómo podía ser posible que de esas personas dependiera nada menos que la promulgación de las leyes de una de las diez naciones más poderosas del planeta.1

1 http://internacional.elpais.com/internacional/2016/04/18/actualidad/1461013302_868048.html
* Este texto fue publicado en el blog “Contrapuntos” del diario El País de España, el 16 de abril de 2016. Disponible en http://blogs.elpais.com/contrapuntos/2016/04/
** Secretario Ejecutivo de CLACSO. Profesor de la Universidade do Estado do Rio de Janeiro.
Alrededor de 60% de los representantes legislativos brasileños tie- ne causas judiciales pendientes, gran parte de ellas por corrupción. 36, de los 65 miembros de la Comisión de impeachment , que elaboró el in- forme favorable a la destitución de Dilma Rousseff, enfrentan acciones judiciales por los más diversos delitos.2 Aunque cerca de 200 de los 367 diputados que votaron a favor del impeachment están involucrados en procesos judiciales, no les impidió gritar a viva voz que destituían a la presidenta para acabar con la corrupción y moralizar el país. Sabemos que la verdad no siempre es motivo de culto por parte de los represen- tantes legislativos, especialmente cuando persisten en el ejercicio del delito y aprovechan sus fueros para escapar de la justicia. Sin embargo, cuando el pudor desaparece, cuando el cinismo se apodera sin másca- ras de las instituciones públicas, la decadencia de la democracia corre el riesgo de volverse irreparable. Desde un punto de vista progresista, la democracia es una cuestión de forma y de contenido, de procedimientos y de resultados. Para la derecha, es sólo una cuestión de forma. Por eso, cuando la derecha no cuida siquiera las apariencias, cuando la impu- nidad desprecia hasta los eufemismos y gestos que suelen usarse para volverla imperceptible, la democracia tiende a volverse una farsa, una caricatura de lo que debería ser.
El Congreso brasileño es eso que vimos por televisión el domingo pasado. Una sesión solemne de impeachment transformada en un aque- larre grotesco de personajes siniestros, fue su carta de presentación al mundo, un ventana transparente y cristalina que lo ha mostrado tal cual es.
Que el gobierno de Dilma Rousseff está atravesando una pro- funda crisis, nadie lo duda. Que la corrupción se ha imbricado capi- larmente en el Estado brasileño, como en buena parte de los países latinoamericanos, tampoco. Sin embargo, lo que parece poco creíble, es que cualquiera que haya asistido a la sesión extraordinaria del do- mingo pueda pensar que alguno de los diputados de la oposición que votó por la destitución de Rousseff está en condiciones de reparar o, por lo menos, de mejorar las frágiles condiciones de gobernabilidad que posee el país.
La causas de un impeachment están claramente tipificadas en la Constitución Nacional. Para que un presidente sea apartado de su cargo, debe existir un delito de responsabilidad que viole los principios éticos y jurídicos que fundamentan la carta magna. Si la presidenta brasileña cometió o no este tipo de falta, es obviamente discutible. Lo que llama la atención es que los motivos del impeachment puesto en

2 http://internacional.elpais.com/internacional/2016/04/18/actualidad/1460935957_433496. html
votación el domingo, no parecieron importarle a ningún diputado de la oposición: menos del 5% de ellos mencionó, confirmó o hizo referencia a las supuestas irregularidades en la administración de recursos presu- puestarios (un tema que, en rigor, nada tiene que ver con la corrupción, sino con la responsabilidad fiscal). El impeachment debe tener una fun- damentación jurídica porque lo que está en juego es si el mandatario en cuestión cometió o no un delito.3 Para los 367 diputados que votaron contra la presidenta brasileña, ella cometió diversas irregularidades, aunque ninguna de las mencionadas fue considerada en los fundamen- tos jurídicos de una acusación votada el domingo y que, en rigor, no fue otra cosa que una coartada para el golpe en gestación.
A Dilma Rousseff se la acusó en la sesión parlamentaria de co- mandar un gobierno de mafiosos y corruptos; de no saber gobernar el país; de no respetar la ley de Dios; de estar apoyada por el comunismo (inclusive el de Corea del Norte); de no promover el crecimiento y de perjudicar a las empresas, a los médicos, a las compañías de segu- ro, a los militares, a la policía, a los vendedores de cosméticos, a los trabajadores rurales y a los empleados públicos. Había que sacarla de inmediato del gobierno, se dijo, para acabar con el Partido de los Tra- bajadores y con la izquierda, con los bolivarianos y con el socialismo, con los homosexuales y con la república gay, con la delincuencia y con el cambio de sexo de los niños, con las centrales sindicales y los derechos humanos. Gobernaba mal, sostuvieron, y casi todos los que votaron en su contra parecieron afirmar que este era un motivo suficiente para des- tituirla, violando así la Constitución Nacional, que atribuye ese derecho al pueblo y a un procedimiento indelegable: las elecciones abiertas y obligatorias. Los diputados que votaron a favor del impeachment pu- sieron en evidencia que los argumentos jurídicos contra la presidenta brasileña eran simplemente una excusa para alienar, secuestrar y negar el ejercicio del derecho que fundamenta toda democracia: la soberanía popular. Si no se puede comprobar que el mandatario ha cometido un delito de responsabilidad, el único camino para llegar al poder son las elecciones. Si esto no ocurre, estamos en presencia de un golpe, lo cometan militares uniformados o diputados disfrazados de payasos.
La sesión de destitución de Dilma Rousseff estuvo presidida por uno de los políticos más corruptos de la historia democrática de Bra- sil: Eduardo Cunha.
Cunha ingresó a la política como ahijado de Paulo César Farias, el célebre tesorero del ex presidente Fernando Collor de Mello, respon- sable por un amplio esquema de corrupción conocido como “Esquema
3 http://www.bbc.com/mundo/noticias/2016/04/160411_brasil_impeachment _acusacion_ contra_rousseff_gl
PC”, que llevó a la renuncia del mandatario brasileño en el anterior caso de impeachment que registra la historia democrática del país. Meses después de la renuncia de Collor, Paulo César Farías moriría asesinado junto a su novia, en una playa del Nordeste brasileño. Cunha fue nom- brado por Collor de Mello presidente de la compañía telefónica de Río de Janeiro, TELERJ. Realizó allí sus primeros pasos en la gestión públi- ca y en la corrupción estatal. Los escándalos lo llevaron a la Secretaría de Vivienda de Río, de donde debió salir acusado de recibir sobornos y sobrefacturar obras públicas. Fue elegido diputado. Uno de sus princi- pales proyectos fue tratar de proclamar el Día del Orgullo Heterosexual. Otro, criminalizar la homosexualidad. Eduardo Cunha participa del Frente Parlamentario Evangélico, conformado por representantes que aman tanto a Dios como al dinero ajeno, más de la mitad de los que participan del grupo también están procesados por corrupción.4 Cun- ha ha sido acusado de recibir sobornos en el esquema de contratos de la Petrobras (más de cinco millones de dólares). Recientemente, negó tener cuentas personales en Suiza: “No tengo ningún tipo de cuenta en ningún sitio, a no ser las que he informado en mi declaración fiscal”, sostuvo. La afirmación fue registrada ante las cámaras de televisión de todos los canales. Sin embargo, pocos días después, fueron descubier- tas diversas cuentas bancarias en la capital Suiza, a nombre de Cunha y de su esposa, mostrando una intensa movilización de fondos no de- clarados. Nada ha ocurrido hasta el momento. Cunha ha impedido que se lo investigue y juzgue. Paranoico, suele considerarse perseguido por los comunistas, los homosexuales, los abortistas y los fumadores de marihuana. El mismo día en que supo que el PT no lo defendería en la Comisión de Ética que investiga su participación en un amplio esquema de corrupción y tráfico de influencias, decidió aceptar las denuncias de impeachment contra la presidenta brasileña. Es el presidente de la Cámara de Diputados y, de ser destituida Dilma Rousseff, será el vice- presidente de Brasil.5
Durante la sesión del domingo, el diputado Beto Mansur, en su condición de 1º secretario de la Cámara, contabilizaba entusiasmado los votos a favor del impeachment .6 A su turno, llamó a la presidenta Dilma “incompetente” y sostuvo que era necesario “recuperar el Brasil”, aunque sin aclarar en qué sentido lo decía. Mansur ya fue condenado por trabajo esclavo y trabajo infantil en sus haciendas. Después de va-
4 http://www.bbc.com/mundo/noticias/2015/08/150811_brasil_eduardo_cunha_enemi- go_dilma_rousseff_gl
5 Ver aquí informe completo: https://www.youtube.com/watch?v=1YH1oMajbAk
6 http://www.atlaspolitico.com.br/perfil/2/187
rios años, el proceso terminó archivado. También fue condenado por improbidad administrativa, por licitación fraudulenta y por violación a las leyes laborales. Fue alcalde de la ciudad de Santos, en el Estado de San Pablo, y su ficha criminal parece interminable. Las cuentas públi- cas durante su gestión fueron rechazadas judicialmente por diversas irregularidades en los contratos y en las licitaciones llevadas a cabo. Beto Mansur ocupa un lugar estratégico en la Cámara de Diputados de Brasil. Es el presidente del Consejo de Ética que deberá juzgar si Eduar- do Cunha mintió al afirmar que no tenía cuentas en Suiza. La tarea no debería ser compleja ya que, en efecto, el diputado Cunha mintió. Sin embargo, Beto Mansur lo ha puesto en duda y ha considerado que la primera medida a tomar debería ser cambiar el reglamento interno del Consejo, con el claro objetivo de beneficiar a su amigo y aliado.7
No llega a 10% el porcentaje de representantes mujeres en el parlamento brasileño. La participación parlamentaria de las mujeres tendió a disminuir o se mantuvo estancada durante los últimos años, haciendo que el país tenga una de las tasas más bajas de representación de género en los cargos representativos. Brasil está por debajo de Pakis- tán en representación femenina en el parlamento. No debe por lo tanto sorprender las expresiones misóginas, las pancartas machistas y los insultos sexistas que expresaron los representantes del pueblo brasileño la fatídica noche del domingo en que decidieron destituir a la primera presidenta mujer en la historia del país.8
Entre las diputadas, ganó el voto contra Dilma Rousseff. Ade- más, las diputadas de oposición también le ganaron a las oficialistas en antecedentes penales y delictivos. Muchas de las que votaron a favor del impeachment también tienen cuentas pendientes en la justicia. Un caso emblemático, o más bien, patético, es el de la diputada Raquel Muniz, de Minas Gerais, que dedicó buena parte de sus diez segundos de fama para elogiar al alcalde de la ciudad de Montes Claros, quien, aunque no lo aclaró, es además su marido.9 La diputada Muniz no pudo festejar muchas horas la victoria del impeachment . Su esposo, a quien había puesto como ejemplo de político competente y comprometido con el futuro de Brasil, fue preso doce horas después de concluida la sesión del domingo, acusado de corrupción y defalco a los cofres públi-
7 http://politica.estadao.com.br/noticias/geral,1-secretario-da-camara-diz-que-mudanca- em-resolucao-so-preservara-conselho-de-etica,10000023903
8 http://congressoemfoco.uol.com.br/noticias/brasil-fica-atras-ate-do-oriente-medio-em- participacao-feminina-na-politica/
9 http://www.atlaspolitico.com.br/perfil/2/178998
cos.10 Raquel Muniz y su marido, Ruy Muniz, comparten además del matrimonio, varias causas judiciales.11
Sin embargo, el caso más violento y brutal de la votación a favor de la destitución de Dilma Rousseff, lo protagonizó el diputado Jair Bolsonaro,12 un militar que ha hecho ostentación de impunidad, ofen- diendo a las mujeres diputadas y a la propia presidenta de la república en numerosas ocasiones.13 Bolsonaro y su hijo Eduardo, también dipu- tado, son dos fascistas que, si se aplicara la ley de condena al racismo, la de discriminación de género o la de apología del delito, deberían estar presos.14 Sus intervenciones suelen estar dirigidas a justificar y alabar la dictadura militar que asoló a Brasil por veintiún años, a defender la tortura, la pena de muerte y a considerar que los derechos humanos son el pretexto de los delincuentes. Bolsonaro padre suele afirmar que “bandido bueno es bandido muerto”. Su hijo lo repite con la misma cara de despótica impunidad.
Cuando votó el diputado de izquierda Jean Wyllys, militante de la comunidad homosexual, Jair Bolsonaro le gritó “puto”, “culo roto” y “maricón”.15 Wyllys, descontrolado ante las ofensas recibidas, lo escupió y ahora corre el riesgo de ser juzgado por pérdida de “decoro parlamen- tario”. Bolsonaro votó, naturalmente, contra Dilma, y lo hizo recordan- do a los militares de la dictadura de 1964 y homenajeando al Carlos Alberto Brilhante Ustra, comandante de la principal unidad represiva de la dictadura brasileña, reconocido como un brutal torturador y ase- sino. Fue el responsable del encarcelamiento ilegal y de las torturas que sufrió Dilma Rousseff en los años setenta.16
Brasil vive hoy un estado de excepción. No es el combate a la corrupción, sino su perpetuación, lo que guía la destitución de Dilma. No es la lucha por la reforma democrática de Brasil lo que impulsa y promueve el proceso de impeachment , sino la preservación de las ba- ses oligárquicas, racistas, discriminadoras y sexistas sobre las que se construyó el poder de las élites brasileñas. No es que algo nuevo está
10 http://g1.globo.com/mg/grande-minas/noticia/2016/04/prefeito-de-montes-claros-e- preso-durante-operacao-da-policia-federal.html
11 http://g1.globo.com/mg/grande-minas/noticia/2015/12/mpf-move-acao-contra-ruy-e- raquel-muniz-por-improbidade-administrativa.html
12 http://www.atlaspolitico.com.br/perfil/2/75
13 https://www.youtube.com/watch?v=CxKEr_xxM2s
14 http://www.atlaspolitico.com.br/perfil/2/92346
15 https:// br.noticias.yahoo.com/chamado- de-veado- e- queima-rosca-jean-wy- llys-013330701.html
16 https://www.youtube.com/watch?v=jGrRW66qzs0
naciendo, es que lo viejo, lo de siempre, lo repugnante y lo injusto, per- sisten y seguirán siendo impuestos para disciplinar y gobernar la vida de los que merecen un futuro mejor.

19 de abril de 2016
CRISIS EN BRASIL*

Perry Anderson**
Los BRICS están en apuros. Por un tiempo fueron los motores del cre- cimiento global, mientras Occidente estaba envuelto en la peor crisis financiera y recesión económica desde la Gran Depresión; pero ahora se han convertido en la principal fuente de preocupación en los cuarteles generales del FMI y del Banco Mundial. China, que se ubica por encima de todos ellos, a causa de su peso en la economía global: producción desacelerada y un Himalaya de deudas. Rusia se encuentra sitiada por la caída de los precios del petróleo y las sanciones que le restan in- fluencia. India mantiene mejor controladas todas sus variables, pero con preocupantes revisiones estadísticas. Sudáfrica, en caída libre. Las tensiones políticas emergen en cada uno de ellos: Xi y Putin responden a las tensiones con fuerza bruta, mientras Modi va hundiéndose en las investigaciones, y Zuma es echado al fango junto con su propio parti- do. Sin embargo, en ningún otro lugar la crisis política y económica se fundieron de forma tan explosiva como en Brasil, cuyas calles el último año vieron más manifestantes que el resto del mundo en su conjunto.
Escogida por Lula para la sucesión, Dilma Rousseff, la ex gue- rrillera que se hizo jefa de Estado, venció en la disputa presidencial de 2010 con una mayoría aplastante de votos. Cuatro años después fue reelegida, pero en esa ocasión con un margen mucho más pequeño de


* Este texto fue publicado originalmente en la London Review of Book, Vol 38, N° 8 el 21 de abril de 2016. Fuente: http://www.lrb.co.uk/v38/n08/perry-anderson/crisis-in-brazil
Traducción al español por Viento Sur, con la autorización del autor. Disponible en https://www.vientosur.info/spip.php?article11235
** Intelectual inglés. Profesor de la University of California, Los Ángeles
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votos, una ventaja del 3% sobre su oponente, Aécio Nieves, gobernador de Minas Gerais, con un debate marcado por una polarización regio- nal nunca antes vista, con un Sur-Sudeste industrializado volviéndose contra ella y con un Nordeste dándole una ventaja aún mayor que la de 2010, con un 72%. Pero, aun así, fue una victoria indiscutible, compa- rable a la de Mitterrand sobre Giscard y mayor, por no decir también más limpia, que la de Kennedy sobre Nixon. En enero de 2015, Dilma –y en este momento vamos a abandonar los apellidos, como los brasileños acostumbran a hacer– comenzó su segunda presidencia.
En tres meses, grandes manifestaciones llenaron las calles de las principales ciudades del país, con cerca de por lo menos dos millones de personas que exigían su salida. En el Congreso, el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Nieves y sus aliados, envalentonados por el hecho de que las encuestas mostraban la caída vertiginosa en la popularidad de Dilma, se movieron para conseguir su impeachment
. El 1º de Mayo no consiguió ni siquiera dar su discurso tradicional
transmitido por la televisión a todo el país. Con anterioridad, cuando su discurso, en el Día Internacional de la Mujer, fue transmitido, la gente comenzó a batir sus cacerolas y a tocar los cláxones, en una for- ma de protesta que quedó nombrada como cacerolada. De la noche a la mañana, el Partido de los Trabajadores (PT), que había disfrutado del más largo y mayor índice de aprobación de Brasil, se hizo el partido más impopular del país. Confidencialmente, Lula se habría lamentado: “Nosotros vencimos en las elecciones. Al día siguiente, las perdimos”. Muchos militantes se preguntaron si el partido sobreviviría a todo eso.
¿Cómo ha llegado la situación a tal punto? En el último año del gobierno Lula, cuando la economía global estaba aún recuperándose de la primera onda del crash financiero de 2008, la economía brasileña creció el 7,5%. Al asumir el gobierno, Dilma estableció una política de control contra el sobrecalentamiento de la economía, lo que dejó satisfe- cha a la prensa financiera, en lo que parecía ser una política semejante a la que Lula sostuvo durante el inicio de su primer mandato. Pero tan pronto como el crecimiento experimentó una caída vertiginosa y las finanzas globales parecieron sombrías nuevamente, el gobierno cambió su rumbo, creando un paquete de medidas que buscaban priorizar las inversiones en desarrollos subsidiados. Se redujeron los tipos de interés, se rebajaron las deudas laborales, se redujeron, también, los costes de la energía eléctrica, la moneda se desvalorizó y se impuso un limitado control sobre el movimiento del capital/1. En el vaivén de todo ese es- tímulo, durante la primera mitad de su presidencia, Dilma disfrutó de un índice de aprobación del 75%.
Pero, en vez de despegar, la economía se desaceleró, pasando de un crecimiento mediocre, del 2,72% en 2011, a un insignificante 1%


en 2012. Además de eso, con una inflación que ya rebasaba el 6%, en abril de 2013, el Banco Central aumentó los intereses de forma abrupta, minando así la base de la “nueva matriz económica” del ministro de Hacienda, Guido Mantega. Dos meses después, el país afrontó una ola de protestas de masas cuyo origen estaba en los precios de los billetes de los autobuses en São Paulo y en Río, pero que rápidamente aumentaron su dimensión haciéndose expresiones generalizadas de descontento con los servicios públicos y, estimulados por los medios de comunicación, también de hostilidad contra un Estado incompetente. Rápidamente, la aprobación del gobierno cayó a la mitad. En respuesta, éste se batió en retirada, dando inicio a las reducciones preventivas en los gastos públicos y permitiendo que los intereses aumentaran nuevamente. El crecimiento cayó aún más –sería prácticamente cero en 2014– pero el desempleo y los salarios permanecieron estables. De cara al fin de su primer mandato, Dilma lideró una campaña desafiante para su reelec- ción, al asegurar a sus electores que ella continuaría priorizando la me- jora en las condiciones de vida de los trabajadores, así como atacando a su oponente del PSDB por planear revertir las mejoras sociales hechas por el PT, reduciéndolas y afectando, así, a los más pobres. A pesar del continuo ataque ideológico que recibió por parte de la prensa, consiguió llegar a la victoria.
Aun antes de que su segundo mandato comenzara formalmente, Dilma cambió su rumbo. Rápidamente pasó a defender la tesis de que se hacía necesario un poco de austeridad. El arquitecto de la “nueva matriz económica” fue entonces sacado del ministerio de Hacienda y quien asumió este ministerio fue alguien orientado por la escuela de Chicago, el director de la gestión de activos del segundo mayor banco privado de Brasil, asumiendo un mandato que debería reducir la infla- ción y restaurar la confianza. Se convirtieron en imperativos recortar los gastos sociales, reducir el crédito de los bancos públicos, subastar propiedades del Estado y aumentar tasas para llevar el presupuesto de vuelta a una situación de superávit primario. Rápidamente, el Banco Central aumentó su tipo de interés a 14,25%. Y ya que la economía se encontraba estancada, el efecto de ese paquete pro-cíclico fue sumergir al país en una recesión generalizada: caída en las inversiones, disminu- ción de los salarios y duplicación del desempleo. Mientras el PIB se con- traía, los ingresos fiscales disminuían, empeorando aún más el cuadro de déficit y deuda pública. Ningún índice de aprobación del gobierno podría haber aguantado la rapidez de tal deterioro económico. Pero la crisis de la popularidad de Dilma no fue resultado sólo del impacto de la recesión en las condiciones de vida del pueblo. También fue, aunque sea más doloroso admitirlo, el precio a pagar por haber abdicado de las promesas en base a las cuales fue elegida. De forma generalizada, la


reacción de sus electores fue que su victoria podría ser calificada como “estelionato”, o sea: ella engañó a los que la apoyaron al cumplir el pro- grama de sus adversarios de campaña. Y eso no generó sólo desilusión, sino también rabia.
Aunque ocultas, las raíces de esa debacle se tomaron la revan- cha justamente en la base del propio modelo petista de crecimiento. Inicialmente podría decirse que su éxito dependía de dos tipos de nu- trientes: un superciclo de aumento en los precios de las materias primas y un boom del consumo doméstico. Entre 2005 y 2011, las ganancias comerciales de Brasil aumentaron más de un tercio, pues la demanda de materias primas de China y de otras partes del mundo aumentó el valor de sus principales exportaciones, así como el volumen de retor- no fiscal para gastos sociales. A finales del segundo mandato de Lula, la porción correspondiente de la exportación de bienes primarios de entre las exportaciones brasileñas subió del 28% al 41%, mientras que la parte de los bienes manufacturados cayó del 55% al 44%; a finales del primer mandato de Dilma, las materias primas eran responsables de más de la mitad del valor de las exportaciones. Pero de 2011 en ade- lante, los precios de las principales mercancías comercializadas por el país entraron en colapso: la mena de hierro cayó de 180 dólares a 55 dólares la tonelada, la soja cayó de aproximadamente 40 dólares a 18 dólares, el petróleo crudo cayó de 140 dólares a 50 dólares el barril. Y reaccionando al fin de la bonanza del comercio exterior, el consumo doméstico también entró en declive. Durante su gobierno, la principal estrategia del PT fue expandir la demanda interna al aumentar el poder de compra de las clases populares. Y eso fue posible no sólo con el au- mento del salario mínimo y con transferencias de renta para los pobres
–o “Bolsa Familia”– sino también con una masiva inyección de crédito a los consumidores. Durante la década de 2005 a 2015, el total de débitos controlados por el sector privado aumentó del 43% al 93% del PIB, con préstamos a los consumidores alcanzando el doble del nivel de los paí- ses vecinos. Cuando Dilma fue reelegida en 2014, los pagos de intereses en el crédito mobiliario estaban absorbiendo más de 1/5 de la renta media disponible de los brasileños. Junto con el agotamiento del boom de las materias primas, la época del consumismo tampoco era viable. Los dos principales motores del crecimiento se habían paralizado.
En 2011, el objetivo de la nueva matriz económica de Mantega fue estimular la economía a partir de un aumento en las inversiones. Pero los medios para hacerlo habían disminuido. Desde 2006, los bancos estatales pasaron a aumentar gradualmente su cantidad de préstamos, yendo de un tercio a la mitad de todo crédito –la cartera del Banco de Desarrollo del gobierno (BNDES) llegó a aumentar en siete veces su valor desde 2007. Al ofertar tipos preferenciales de intereses para las


grandes compañías en un valor mucho más alto del de los subsidios para las familias pobres, la “Bolsa Empresarial” pasó a costar al tesoro nacional el doble de lo que costaba la “Bolsa Familia”.
Favorable al agronegocio y a la constructoras, esa expansión di- recta de las financiaciones públicas fue un anatema por el cual la clase media urbana pasó a adherirse a un movimiento cada vez más violento anti-PT, con los medios de comunicación –amplificada por la prensa financiera de Nueva York y Londres– haciendo admonición de los pe- ligros del estatismo. Así, al cambiar de dirección, Mantega esperaba impulsar las inversiones del sector privado con concesiones tributarias e intereses más bajos, pero eso impactó en la reducción de las inversio- nes en las infraestructuras públicas del país, así como la devaluación del Real ayudó en las exportaciones manufactureras. Pero todos esos gestos a la industria brasileña fueron en vano. Estructuralmente, las finanzas son una fuerza muy grande en el país. La capitalización com- binada de los dos mayores bancos privados de Brasil, Itaú y Bradesco, es hoy dos veces mayor que la de Petrobrás y la Vale, las dos principales empresas extractivas del país, y con finanzas mucho más saludables. Las fortunas de esos y de otros bancos fueron concebidas de acuerdo con el mayor sistema de intereses de largo plazo del mundo –un horror para los inversores, pero verdadero maná para los rentistas– y con un abismal margen bancario, con prestatarios pagando de cinco a veinte veces más por sus préstamos. Además de eso, sumándose a ese cuadro, está también el sexto mayor bloque de fondos de pensiones del mundo, sin hablar del mayor banco de inversión de América Latina, una verda- dera constelación de fondos de cobertura y de private equity.
Con la esperanza de que eso trajera al sector industrial para su lado, el gobierno se enfrentó a los bancos al forzarlos a aceptar retro- ceder al nivel sin precedentes del 2% de los intereses a finales de 2012. En São Paulo, la Federación de las Industrias (FIESP) expresó, mo- mentáneamente, su satisfacción ante la medida, para inmediatamente después colgar banderas en apoyo a los manifestantes anti-estatistas de Junio de 2013. Los dueños de las industrias quedaron felices en coger los frutos de altos rendimientos durante el periodo de crecimiento ele- vado del gobierno Lula, en el cual virtualmente cada grupo social me- joró su posición. Pero cuando eso terminó durante el gobierno Dilma, y las huelgas recomenzaron, no tuvieron ninguna compasión por quien los hubo favorecido anteriormente. Y no sólo las grandes empresas, así como sus compañeras del Norte global, se encontraban cada vez más en holdings financieros que se veían afectados negativamente debido a las políticas rentistas –y, por esa razón, no podían dar la espalda total- mente a los bancos y fondos de inversión–, pero el propio grupo social al que pertenece la mayor parte de los empresarios está formado por


una clase media alta que se había hecho más numerosa y politizada que los antiguos grupos de empresarios, manifestando así mayor capacidad de comunicación y cohesión ideológica ante la sociedad en general. La furiosa hostilidad de ese estrato contra el PT fue, inevitablemente, seguida también por el sector industrial. Tanto los banqueros del “piso de arriba” como los profesionales del “piso de abajo” estaban compro- metidos en derribar un régimen que ahora veían como una amenaza a sus intereses comunes, lo que significó que los empresarios tenían cada vez menos autonomía.
Contra ese frente, ¿qué tipo de apoyo podría esperar el PT? Los sindicatos, aunque más activos en el gobierno Dilma, eran sólo una sombra de su pasado. Los pobres siguieron siendo beneficiarios pasi- vos del gobierno petista, que nunca se dispuso a formarlos u organi- zarlos, cuanto más movilizarlos en torno a una fuerza colectiva. Los movimientos sociales –de los Sin tierra y de los Sin techo– fueron mantenidos apartados del gobierno. Los intelectuales acabaron sien- do marginados. Pero no hubo sólo una ausencia de potenciamiento político de las energías procedentes de los subalternos. Tampoco existió una verdadera política de redistribución de la riqueza o de la renta: se mantuvo la infame estructura tributaria regresiva lega- da de Fernando Henrique Cardoso para Lula, que penalizaba a los pobres y no tocaba a los ricos. Hubo, de hecho, alguna distribución que acabó mejorando considerablemente las condiciones de vida de los más pobres, pero se hizo de forma aislada e individual. Con la “Bolsa Familia” tomando forma de propina para madres de hijos en edad escolar, eso era un resultado esperble. Los aumentos en el salario mínimo significaron también un aumento en el número de trabajadores con “cartera firmada”, lo que les garantizaría acceso a los derechos formales del empleo; pero esto no incrementó –e inclu- so puede haber habido una caída– la sindicalización. Por encima de todo, con la llegada del “crédito consignado” –los préstamos banca- rios con intereses altos deducidos directamente de los salarios– el consumo privado creció sin limitaciones y a costa de los gastos en los servicios públicos, cuyas mejorías habrían sido una forma más cara de estimular la economía. Se estimuló la compraventa de aparatos electrónicos, bienes de consumo y vehículos (la compraventa de au- tomóviles recibió incentivos fiscales), mientras se desatendieron los cortes de agua, pavimentación, autobuses eficientes, saneamiento básico aceptable, escuelas decentes y hospitales públicos. Los bienes colectivos no tenían prioridad ni ideológica ni práctica. Por tanto, junto con la tan necesaria mejoría en las condiciones de vida do- méstica, el consumismo, en su peor forma, se esparció en las capas populares a través de una jerarquía social en que la clase media


se deslumbraba, siguiendo patrones internacionales, con revistas y centros comerciales.
Cuán perjudicial fue eso para el PT puede observarse a través de la cuestión de la vivienda, donde se ve la mayor intersección entre las necesidades individuales y colectivas. En ella, la burbuja del consumo se transformó cada vez más en una dramática burbuja inmobiliaria, en la que contratistas y empresas de construcción hicieron grandes fortu- nas, mientras el precio de los inmuebles se disparó para la mayoría de las personas que vivían en las grandes ciudades y cerca de la décima parte de la población no tenía acceso a viviendas en condiciones. De 2005 a 2014, el crédito para la especulación inmobiliaria y construcción civil aumentó veinte veces; en São Paulo y en Río de Janeiro los precios por metro cuadrado se cuadriplicaron. Solamente el año 2010, los alqui- leres en São Paulo aumentaron un 146%. Y en ese mismo periodo, había cerca de 6 millones de pisos desocupados, con 7 millones de familias sin techo. Y en vez de aumentar la oferta de casas populares, el gobierno financió a las constructoras privadas para construir, con un espléndido beneficio, urbanizaciones en áreas periféricas, cobrando alquileres más caros de lo que los más pobres pueden pagar, a la vez que apoyaba a las autoridades locales en los desalojos de ocupaciones. Ante todo eso, los movimientos sociales ganaron aliento con los Sin techo y ahora son una de las principales fuerzas de Brasil: esos movimientos no están dentro sino contra el PT.
Sin contar con una suficiente fuerza popular capaz de lidiar con la presión de las élites del país, Dilma cambió el rumbo seguramente para –después de su apretada reelección, al batirse en retirada econó- micamente, con una política inicial de apretar los cinturones semejante a la que Lula hizo en sus primeros años en el poder–, poder, entonces, reproducir el mismo tipo de viraje. Pero las condiciones externas impi- dieron cualquier comparación posible. El baile de las materias primas se acabó y una recuperación, sea cuando sea, parece no tener sustenta- ción. Puede argumentarse, observando ese contexto, que la extensión de las actuales dificultades no debe ser exagerada. El país está pasando por una severa recesión, con el PIB cayendo al 3,7% el último año y probablemente lo mismo ocurrirá este año. Por otro lado, el desempleo aún está lejos de alcanzar los niveles de Francia, ni qué decir de España. La inflación es aún más baja del que los años de Fernando Henrique Cardoso y el país posee más reservas. El déficit público es la mitad del déficit de Italia, aunque con los intereses brasileños el coste de la reducción sea mayor. El déficit fiscal aún está por debajo de la media de Estados Unidos. Pero todo esto tiende a empeorar. Sin embargo, la actual profundidad del abismo económico no encuentra relación con el volumen del clamor ideológico que existe sobre él: la oposición mili-


tante y la fijación neoliberal poseen intereses en aumentar el grado de martirio del país. Esto, por su parte, no reduce la escala de la crisis en la que el PT está envuelto en la actualidad, que no es sólo económica, sino también política.

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Se puede decir que los orígenes de ese dilema residen en la estructura de la Constitución Brasileña. En prácticamente casi todos los países de América Latina, presidencias inspiradas por el modelo estadouni- dense coexisten con parlamentos según moldes europeos. Es decir, Poderes Ejecutivos superpoderosos de un lado y, del otro, Poderes Legislativos electos por un sistema proporcional de representación y no con el modelo distorsionado de past-the-post, tal como son los sistemas anglosajones. El resultado típico de ese modelo, aunque no sea invariable, es una presidencia con enormes poderes administrati- vos cuya flaqueza reside en el hecho de que ningún partido consigue tener una mayoría parlamentaria con poder significativo. Sin embar- go, en ningún lugar el Ejecutivo se separó tanto del Legislativo como en Brasil. Eso es porque, por encima de todo, el país posee el más frágil sistema de partidos del continente. En Brasil, la representación proporcional toma forma de un sistema de lista abierta en la que los electores pueden escoger cualquier candidato dentro de un enorme número de individuos que nominalmente están dentro de la misma disputa, en legislaturas que generalmente reciben cerca de poco más que dos millones de votos. Las consecuencias de esa configuración son duales. En la mayoría de los casos, los electores escogen un político que ellos conocen –o creen que conocen– en vez de escoger un partido del que ellos poco o nada saben; mientras los políticos, por su par- te, necesitan obtener una gran cantidad de dinero para financiar sus campañas y garantizar que los electores se identifiquen con ellos. La gran mayoría de los partidos, cuyos números aumentan cada elección (actualmente hay 28 partidos con representación en el Congreso), no poseen la más mínima coherencia política, y no hablemos de disci- plina política. Su propósito es simplemente asegurar favores directos de los jefes del Ejecutivo para sus bolsillos y, claro, dar alguno como retroalimentación para asegurar la reelección de sus correligionarios, ofreciendo a los gobiernos votos favorables en las diferentes cámaras.
Cuando Brasil emergió después de dos décadas de dictadura militar a mediados de los años ochenta, ese sistema fue creado por una clase polí- tica que se moldeó sobre ella. Objetivamente, su función era (y aún es) neu- tralizar la posibilidad de que la democracia llevara a la formación de algún


tipo de voluntad popular que amenazara la enorme desigualdad brasileña, al anestesiar las preferencias electorales en un miasma de disputas subpo- líticas por ventajas venales. Cabe resaltar que lo que acentúa los problemas de ese sistema es también su importante desproporción geográfica. Todos los sistemas federales exigen algún tipo de equilibrio de los pesos de cada región, generalmente envolviendo una sobrerrepresentación de las áreas más pequeñas y rurales en una cámara más alta, a costa de las áreas mayo- res y más urbanizadas, tal como en el Senado de los Estados Unidos. Pero, pocos países llegan cerca del grado de distorsión creado por los ingenieros del sistema brasileño, en el cual la ratio de sobrerrepresentación entre los pequeños y grandes Estados en el Senado es de 88:1 (en EE UU queda en torno a 65:1). Y el problema no es sólo el hecho de que las tres más pobres y atrasadas regiones controlan 3/4 de los asientos de Senado y cuentan con cerca de 2/5 de la población (atemorizadas, en la mayor parte, por los más tradicionales caciques que dominan las clientelas más sumisas). Pero de forma única, ellos también controlan la Cámara de los Diputados. O sea, en vez de corregir ese problema conservador del sistema, la democratiza- ción lo aumentó, creando incluso nuevos Estados con población pequeña y desequilibrando aún más el escenario.
En ese escenario, al contrario de otros países de América Latina que salieron del dominio de los militares en los años ochenta, ningún partido político significativo del periodo anterior a la dictadura sobre- vivió. En verdad, el escenario fue inicialmente ocupado por dos fuerzas derivadas de las invenciones de los generales: el partido de la oposición permitida, el Movimiento Democrático Brasileño (MDB), y su partido alternativo, la Alianza Renovadora Nacional (ARENA), ridiculizados por ser vistos como los partidos del “sí” y del “sí señor”. El primero se cambió posteriormente de nombre como Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) y buena parte del segundo se transformó en el Partido del Frente Liberal (PFL). Con la salida de los militares, el primer gobierno estable de hecho sólo llegó con la presidencia de Fernando Henrique Car- doso, en 1994, nacido de un pacto de una disidencia del PMDB, que él ha- bía ayudado a crear, nominalmente socialdemócrata, pero en la realidad social-liberal (el PSDB), cuyo electorado se concentraba en las regiones Sur y Sudeste. Al lado del PSDB estaba el nominalmente liberal, pero en realidad conservador, PFL, cuya base se encontraba en las regiones Norte y Nordeste. Ese fue un pacto entre los oponentes moderados y los tradicionales colaboradores de la Dictadura que consiguió construir una gran mayoría en el Congreso, actuando al servicio de aquel que se haría el principal programa neoliberal del país, concertado con el Consenso de Washington. Mientras, el candidato presidencial, Cardoso –considerado por el gran capital como una garantía contra radicalizaciones– recibió enormes cantidades de dinero: los ricos saben reconocer a sus amigos.


El coste relativo de sus campañas, en un país más bien pobre, fue mayor incluso que los gastos de las campañas de Clinton en el mismo perío- do. Compitiendo contra él estaba Lula, frente a una montaña de dinero que financiaba la campaña de Cardoso. Pero en cuanto asumió el cargo, Fernando Henrique Cardoso, no necesitó dinero para comprar el apoyo del Congreso –aunque exista por lo menos una notable excepción en esa afirmación–, pues su coalición con los clanes de las oligarquías del Nor- deste, aunque sujetas a sus disputas regionales, no era meramente opor- tunista, sino basada en una asociación natural con objetivos comunes. El acuerdo fue estable y, recientemente, fue muy elogiado por admiradores de Cardoso en Brasil y en los países anglófonos, considerado un mode- lo de “presidencialismo de coalición”, tomado incluso como un ejemplo esperanzador para el resto del mundo, en lugares donde los modelos de gobierno europeo o americano raramente consiguen tener éxito.
Aun así, los cofres de las campañas de Fernando Henrique Cardoso estaban “limpios” en el sentido de las financiaciones americanas, donde los “Super PACs” compran votos, y su coalición era ideológicamente sólida, ya que una vez elegido, ni sus objetivos y tampoco los de sus aliados podrían ser alcanzados por otros medios. Tanto su vicepresidente, Marco Maciel, como su más poderoso aliado en el Congreso, Antônio Carlos Magalhaes, eran verdaderos ejes de la política represiva en el Nordeste –ambos insta- lados por la Dictadura como gobernadores, el primero en Pernambuco y el segundo en la Bahía, hecho tan pronto como ellos apoyaron el derro- camiento del régimen democrático en 1964– y sin ninguna intención de alterar esos métodos tradicionales. ACM, como le gustaba ser llamado, fanfarroneaba: “Yo gano las elecciones con un saco de dinero en una mano y un látigo en la otra”. Su hijo, Luís Eduardo, era el político favorito de Cardoso en el Congreso, el delfín señalado para sucederlo y así sería si no hubiera muerto precozmente. El propio Fernando Henrique Cardoso, que por bastante tiempo sostuvo que la reforma del sistema de partidos era una prioridad para Brasil y prometió presentarla, cambió de idea tan pronto llegó al Palacio del Planalto, afirmando que la mayor prioridad era revisar la Constitución para que él mismo pudiese ser reelegido para un segundo mandato. Abandonando cualquier tentativa de racionalizar o de- mocratizar el orden político, él presidió –y para eso, sí, fue necesaria– una campaña directa de sobornos a diputados para comprar una “súper mayo- ría” en el Congreso, requerida para aprobar la enmienda de la reelección.

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Cuando Lula fue finalmente elegido en 2002, el PT estaba en una po- sición diferente. En aquel momento Lula garantizó que no atacaría bancos y empresas, y, tan pronto se evidenció que su victoria era se-
gura, esas compañías pasaron a financiarlo, aunque a una escala más pequeña que a su predecesor. Pero dentro del Congreso él no poseía aliados naturales que fueran significativos. El PT, a pesar de toda la moderación de la campaña de Lula a la presidencia, era visto –y aún lo es– como un partido radical, posicionado a la izquierda de la verdadera ciénaga que domina el Legislativo. En el parlamento, nunca consiguió más de 1/5 de los diputados, sumando un número de votos tres veces menor que los del mismo Lula. ¿Cómo garantizar algún tipo de mayoría funcional para apoyarlo en medio de ese verdadero maremagnum? El método tradicional, concretado en una escala heroica durante la pri- mera presidencia civil después de la Dictadura –la de José Sarney, otro antiguo lacayo de los generales–, era el de comprar apoyos distribuyen- do ministerios y cargos de confianza para aquellos que tuvieran interés y pudieran traer consigo la mayor cantidad de votos. Inicialmente eso ocurrió dentro de las facciones de su propio partido, el PMDB, la mayor y más orgánica entidad política del país y que, una década después, se convertiría en el pozo en el que desaguaban todas los riachuelos de la corrupción política. El camino clásico para el PT era entonces llegar a acuerdos con esa criatura, destinando para ellos una buena parte de sus ministerios y agencias estatales. Sin embargo, esa solución fue recha- zada por el partido –hay una disputa sobre quién, dentro de la cúpula, estaba a favor y quién estaba contra– pues había recelos sobre las con- secuencias de crear un peso muerto ideológico dentro del gobierno que podría neutralizar el impulso progresista que se había creado. En vez de eso, la decisión fue la de conseguir un grupo de partidarios de una densa capa de partidos pequeños, sin conceder así mucho terreno para uno de ellos en específico, pero pagándoles con dinero a cambio de apo- yo en la cámara en un esquema de gratificación. De hecho, el PT intentó compensar la falta de compañeros naturales (algo con lo que Cardoso no tuvo que lidiar) y su rechazo a volver al sistema concebido por Sar- ney, creando así un sistema de estímulos materiales para cooperaciones dentro del Congreso y con una moneda de cambio más barata: usando “gratificaciones” para no usar lugares específicos dentro del gobierno.
Cuando ese esquema subió a la superficie en 2005, el llamado es- cándalo del Mensalão (o sea, de pagos mensuales a los diputados) hizo que Lula perdiera el apoyo del electorado de clase media y por muy poco no terminó precozmente su primera presidencia. Tan pronto como se recuperó y fuera triunfalmente reelegido el año siguiente, el gobierno del PT no tuvo otra elección que cambiar su postura inicial y aceptar la solución que tanto temía: abrazar al PMDB, que entonces entró en el bloque del gobierno, garantizando así algunos importantes ministerios y puestos centrales en el Congreso, y así permaneció durante todo el primer mandato de Dilma y los dos primeros años del segundo manda-


to. Pero eso no significa que la corrupción haya disminuido, sino que aumentó drásticamente. Eso no sólo porque el PMDB era el campeón del saqueo de los recursos públicos en ámbitos municipales y estatales (incluso por décadas el partido abandonó las disputas presidenciales), sino también porque un gigantesco pote de miel, mayor que todo lo que se podía imaginar, estaba concretizándose con la expansión de Petro- bras, la empresa de petróleo estatal cuyas actividades equivalen al 10% del PBI nacional; en ese momento, una capitalización la haría la cuarta empresa más valiosa del mundo. La construcción de nuevas refinerías, industrias petroleras, pozos, plataformas, complejos petroquímicos, ofrecía grandes oportunidades para gratificaciones e inmediatamente se acabó estableciendo un diseño para ello. Las subastas serían domina- das por un verdadero cártel compuesto por las principales contratistas del país, pero los contratos eran cobrados a partir de grandes sumas de dinero que iban directo para los bolsillos de los directores de Petrobras y para los partidos políticos que estuvieran involucrados -se calcula cerca de tres billones de dólares en sobornos. Ese tipo de práctica no era novedad en la historia de la compañía, siendo que Fernando Hen- rique Cardoso prefirió fingir que no acontecía, y hasta la primavera de 2013, la compañía disfrutó de la acostumbrada impunidad oriunda de la riqueza y del poder en Brasil.
Lo que cambió todo eso fueron tres efectos post Mensalão. La delación premiada fue introducida en Brasil; la prisión cautelar, un an- tiguo recurso del poder judicial, usado para llenar las cárceles del país con pobres, se volvió por primera vez un instrumento aceptable para duplicar el lote de las clases superiores; y las sentencias en primera ins- tancia no podían ser diferidas por intervención del Tribunal Supremo, lo que permitía anticipar las prisiones. Los dos primeros efectos fueron generar las mismas armas que los magistrados italianos utilizaron para derribar a la clase política y empresarial italiana en los escándalos de Tangentopoli, en los años 1990. Pero el tercer efecto ellos no lo pu- dieron conseguir. En Brasil se creó una forma de extraer confesiones de aquellos detenidos bajo prisión preventiva: amenazar con extender el mismo tratamiento a las esposas e hijos de los acusados. En 2013, grabaciones hechas en un cajero de una empresa de lavado de coches (un lavado automático, un Lava Jato) en Brasilia llevó a la prisión a un contrabandista poseedor de una larga ficha criminal. Mantenido en Curitiba, en la región Sur, para proteger su familia, ese “cambista” pasó a revelar la escala del sistema de corrupción de Petrobras, en la que él había sido uno de los principales intermediarios en la transferencia de recursos entre contratantes, directores y políticos dentro y fuera del país. En un primer momento, las acusaciones cayeron sobre nueve de las principales constructoras y contratistas de Brasil, con sus famosos


jefes y directores detenidos, junto con otros tres directores de Petro- bras, en investigaciones que alcanzaron a más de cincuenta políticos, tanto diputados como senadores, e incluso gobernadores
Los tres principales partidos involucrados -eran siete en total- fueron el PMDB, el Partido Progresista (PP, un partido originario de la Dictadura) y el PT. Quién ganó más en el diseño aún no está claro. Pero como no existían expectativas de transparencia sobre los dos pri- meros, fue la aparición del tercero lo que realmente adquirió relevancia política. El Mensalão fue solamente unos pequeños intercambios en comparación con la enormidad del Petrolão: mientras el primero no tuvo ningún beneficio privado para políticos del PT, el segundo, por su parte, borró completamente los límites entre fondos de campaña y enriquecimiento personal. Entre otros detalles, salió a la superficie que el propio jefe de la Casa Civil de Lula, José Dirceu (el arquitecto, por detrás, de la formación del PT como partido), que había sido apartado debido a su implicación en el Mensalão, había instado a que una parte del Petrolão fuera dirigida a sus propias cuentas bancarias. Si el grue- so de esos ingresos eran utilizados para financiar las campañas y el aparato del partido, la presencia continua de grandes sumas de dinero clandestino no podía sino corromper a aquellos que ponían sus manos en él. El sociólogo Chico de Oliveira había alertado, antes incluso de que el Petrolão hubiera sido descubierto, que el PT estaba caminando a pasos agigantados a un proceso de transfiguración en una aberrante especie taxonómica de vida política, algo que sólo podía ser visto como una metáfora.
Liderando el ataque al Petrolão, los miembros del equipo inves- tigador de Curitiba se convirtieron, como los jueces y policías de Mi- lán que los inspiraban, en verdaderas estrellas mediáticas. Jóvenes, de apariencia honesta, barbillas cuadradas, beneficiándose de su entrena- miento legal en Harvard, el juez Sergio Moro y el fiscal Deltan Dallag- nol parecían salidos directamente de una de esas series americanas de tribunales. Sobre su celo en el combate contra la corrupción y el valor de la conmoción que produjeron en las élites políticas y empresaria- les del país, no había dudas. Pero, como en Italia, objetivos y métodos no siempre coincidieron. La delación premiada y la prisión preventiva sin acusaciones combinaron inducción e intimidación: instrumentos torpes en la búsqueda de la verdad y de la justicia, pero que en Brasil estaban dentro de la ley. Pero la fuga de informaciones, o a veces hasta de sospechas, por parte de los investigadores a la prensa no lo son: estas prácticas son claramente ilegales. En Italia, fueron constantemente uti- lizados por el equipo de Milán y fueron usados aún más ostentosamente por el equipo de Curitiba. Desde el inicio las fugas parecían selectivas: se orientaban al PT y, persistentemente, -aunque no exclusivamente,
pues la munición se esparcía- apareciendo en las principales revistas de la batería antigobierno, como la semanal Veja, que después de se- manas de exposición hizo una edición para ser lanzada pocas horas antes de las elecciones de 2014 con las imágenes de Lula y Dilma bajo una siniestra penumbra con tonos de rojo y negro con la exclamación “¡Ellos lo sabían todo!”, alertando a los electores sobre quienes eran las verdaderas mentes criminales por detrás del Petrolão.
Pero que los magistrados hayan alimentado a los medios con fil- traciones, ¿significa que sus objetivos eran los mismos, o sea, que eran fruto -tal como el PT sostuvo- de una operación de común acuerdo? Se puede decir que la judicatura brasileña, así como sus compañeros de fiscalía y Policía Federal, comparten mucho de la identidad de clase media brasileña, a cuyas capas pertenecen, con sus preferencias y pre- juicios de clase típicos. Ningún partido obrero, por más emoliente que sea, consigue atraer simpatías particulares en ese medio. ¿Pero será que las filtraciones contra el PT son resultado de una aversión militante, o fruto de una idea de que no hay mejor forma de enfatizar los horrores de la corrupción que coger a aquella que es la principal fuerza política del país por más de una década, que incluso es, justamente, a la que los medios, por sus propias razones, estarían más dispuestos a divulgar sus escándalos? Las historias que alcanzaran al PMDB serían banales y el PSDB podría ser esquivado, en el ámbito nacional, pues siendo un partido de oposición tendría un menor acceso a los cofres públicos, independientemente de su poder a nivel estatal.
El escándalo del Lava Jato explotó de hecho en la primavera de 2014, y sucesivas prisiones y acusaciones llegaron a los titulares durante la carrera presidencial en el otoño. El viraje económico de Dilma, apenas ser elegida, puede ser visto en parte como dirigido por la esperanza de aplacar a la opinión neoliberal lo suficiente para que los medios masi- vos moderasen su discurso sobre el PT, que estaba siendo tratado como una banda de ladrones. Pero si esa fue la razón, fue en vano. Superando incluso el PSDB en la virulencia de sus ataques, una nueva derecha pasó a ganar preeminencia en las manifestaciones masivas contra Dilma du- rante marzo de 2015. En Brasil, el eslogan tradicional de la derecha era “Dios, Familia y Libertad”, verdaderos banners del conservadurismo que clamó por el golpe militar que generó la Dictadura de 1964. Medio siglo después, los gritos de los manifestantes cambiaron. Reclutados a partir de una generación más joven de militantes de clase media, una nueva derecha –y, generalmente, con orgullo de afirmarse así– pasó a hablar menos en términos de religiosidad, menos aún en términos de familia y reinterpretó el sentido de la libertad. Para ellos, el libre merca- do era la base necesaria para todas las otras libertades, concibiendo así al Estado como una especie de hidra de muchas cabezas. Esa política se
inició no en las instituciones del orden decadente, sino en las calles y en las plazas, donde los ciudadanos podrían reunirse contra un régimen de parásitos y ladrones. Surfeando sobre la ola de las manifestaciones masivas contra Dilma, los dos principales grupos de esa derecha radi- cal –Vem Pra Rua y Movimento Brasil Livre (MBL) – moldearían sus tácticas asimilando elementos del Movimento Passe Livre (MPL), un movimiento de extrema izquierda que desencadenó las protestas de 2013, incluso con el MBL deliberadamente haciendo un acrónimo con el MPL. Ambas organizaciones de derechas eran pequeñas, pero de- pendían de un intenso trabajo de movilización de masas por medio de internet. Brasil posee más adictos a Facebook que cualquier otro país, siendo superado sólo por Estados Unidos, y tanto el Vem Pra Rua como el MBL y otros grupos de la derecha –Revoltados On-Line (ROL) es otro movimiento destacado– vienen consiguiendo movilizar a la población con mucho más éxito que la izquierda, aunque sea importante tener en consideración el previsible perfil de clase de quien se adentra en la red social de Zuckerberg. En esto, el efecto multiplicador de esos grupos derechistas ha sido mucho mayor.
En el horizonte de toda esa situación, se encuentra también la ambigua nebulosa de una nueva religión. Más del 20% de los brasileños pertenecen, actualmente, a alguna variedad de protestantismo evan- gélico. Siguiendo el modelo de la Iglesia de la Unificación del Reveren- do Moon, muchas de ellas –ciertamente las mayores– son verdaderas agencias de negocios que se dedican a la organización del dinero de sus fieles para erigir verdaderos imperios financieros para sus fundadores. La fortuna de Edir Macedo, el líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios, cuyo gigantesco y kitsch Templo de Salomón es encuentra ubicado en la región del Bras en São Paulo, –próximo al menos grotesco, pero aún así impresionante, templo de la rival Asamblea de Dios– en una es- pecie de Wall Street religiosa donde ocurren performances de melodra- máticos exorcismos en las pantallas y en donde los fieles cantan y oran, sobrepasa el billón de dólares. Parte de ese imperio se asocia también al control de la segunda mayor red de televisión del país. Actualmente bas- tante pujante en las periferias, la organización de Macedo predica una “teología de la prosperidad”, prometiendo éxito material en la Tierra, en vez de mera salvación celestial. Diferentes a los evangelistas estadouni- denses, las Iglesias Evangélicas en Brasil no poseen perfiles ideológicos muy específicos, exceptuando asuntos como aborto y derechos LGBT. Macedo llegó a apoyar a Fernando Henrique Cardoso como una forma de impedir el comunismo, pero en las elecciones siguientes apoyó a Lula y desde entonces viene creando su propia organización política. Pero muchas de esas iglesias actúan apoyándose en el descrédito de los partidos brasileños: son vehículos para ser contratadas, intercam-
biando votos por favores, con la diferencia de que apoyan a candidatos de cualquier partido –la bancada evangélica en el Congreso, que suma cerca del 18% de los diputados, incluye congresistas de 22 partidos. Sus principales intereses residen en garantizar concesiones de radio y tele- visión, evasión fiscal para iglesias y acceso a la planificación urbanística con el fin de llevar a cabo la construcción de monumentos faraónicos.

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A la vez, aunque más pasivas y promiscuas que sus pares en Estados Unidos, esas Iglesias forman un reservorio conservador para los agre- sivos líderes de la derecha en el Congreso. Sintomáticamente, el pre- sidente del Frente Evangélico es un musculoso pastor y ex agente de policía que se sienta en la bancada del PSDB. Allí también se encuentra el Presidente de la Cámara de los Diputados, elegido en febrero de 2015
– siendo el cargo más importante del Congreso y el tercero de la línea de gradación tras el vicepresidente–, el diputado Eduardo Cunha, un corredor de bolsa, evangélico de Río de Janeiro y líder de la bancada del PMDB. Generalmente identificado como el más peligroso enemigo de Dilma –ella incluso intentó impedir su elección– su aspecto elegante y modos imperturbables esconden un político excepcionalmente talen- toso y cruel, un maestro en las artes oscuras de la manipulación parla- mentaria y en la administración; una persona de quien gran parte del llamado “bajo clero” del Congreso se hizo dependiente de sus favores desde que asumió el cargo, mientras otros viven arrinconados delante de su fuerza sin conseguir enfrentársele. Y tan pronto como las mani- festaciones en las calles clamaron por el impeachment contra Dilma, él en seguida se convirtió en la punta de lanza dentro del Legislativo que garantizaría la salida de la presidenta, bajo el pretexto de que antes de las elecciones ella había transferido, de forma impropia, fondos de los bancos estatales para cuentas federales.
Con un crescendo en el mes de septiembre, el movimiento para su destitución alcanzó números impresionantes, configurando diferentes fuerzas y personajes que se entrecruzaban de diferentes formas, desde los “jóvenes turcos” del MBL y ROL posando para fotos con Cunha, has- ta pilares de la ley como Moro y Dallagnol (que también es evangélico), encontrándose con políticos del PSDB y lobbistas pro-impeachment, sin contar también con la prensa atacando virulentamente al PT y al Planalto con nuevas denuncias diarias. O Dilma había ilegalmente le- gado un déficit en las cuentas del Estado para seguir siendo reelegida, o ella había permitido grandes inyecciones de presupuestos ilegales para financiar su campaña electoral… o ambos. En cualquier caso, material suficiente para acelerar el proceso de su retirada de la presidencia mien-
tras afronta la probidad pública. En aquel momento, cerca de 80% de la población quería que ella se marchara.
Mientras tanto, explotó una bomba. A mediados de octubre, las autoridades suizas notificaron al Procurador General de la República en Brasilia que Cunha tenía nada menos que cuatro cuentas secretas en Suiza –y otra más, que inmediatamente después fue descubierta en Estados Unidos–, una de ellas a nombre de su esposa, otra a nombre de una compañía empresa fantasma en Singapur, que percibía ingresos directamente de otra empresa fantasma radicada en Nueva Zelanda. El valor total era de 16 millones de dólares, o sea, treinta y siete veces más la riqueza que él había declarado en Brasil. A disposición del matrimonio también había dos compañías locales –y, desafiando la burla, una de ellas se llamaba Jesus.com– además de una flota de nueve limusinas y camionetas en Río de Janeiro. Las evidencias de que él acumulaba gratificaciones de Petrobras comenzaron a aumentar. Incluso para la más obediente prensa eso era demasiado. En el Congreso, comenzaba una comedia al revés. Según la Constitución Brasileña, el Presidente de la Cámara posee el poder solemne de dar inicio a la moción de impeachment presidencial. Durante meses el PSDB estuvo cortejando a Cunha, conferenciando con él en cónclaves íntimos sobre las tácticas y el momento del proceso. La revelación de su caja fuerte en Suiza, con muchas más evidencias que las que caían sobre Dilma, se convirtió en una profunda vergüenza para el partido. ¿Qué debería hacer? Cunha aún controlaba las llaves para el impeachment , que si resultase exitoso podría incluso anular las elecciones de 2014 y garantizar, así, la victoria de Neves. El partido entonces se calló sobre la información que venían de Berna; y hay que mencionar que el propio Cunha aún no se había pronunciado y era considerado inocente hasta que se probara lo contrario. Pero sus partidarios en los medios no consiguieron contener los cuestionamientos:
¿cómo puede el partido de la moralidad dar cobertura a tal acto delictivo? Ante el clamor, el PSDB se vio forzado a batirse en retirada y retirar el apoyo al Presidente de la Cámara –-un pequeño partido socialista independiente (el Partido del Socialismo y la Libertad, PSOL) había presentado, en esas circunstancias, un recurso para retirar a Cunha de la Cámara. Al percibir que el PSDB había dejado de apoyarle, Cunha rápidamente hizo un movimiento jugando a dos bandas. Negociando a puerta cerrada, ofreció bloquear el impeachment de Dilma si el PT lo protegía de las tentativas de anulación de su mandato y expulsión del Congreso. Y eso fue lo que ocurrió lo más rápidamente posible. Los ministros del PT, tan sinvergüenzas como los políticos del PSDB, acordaron ayudarlo a mantenerse en el cargo, con tal de que él no hiciera ningún movimiento contra Dilma. Ese surrealista carrusel fue demasiado para las bases del partido que estaban alejadas del Congreso


y el acuerdo tuvo que ser cancelado. Por un breve momento, pareció que la posición de Cunha era insostenible y la causa del impeachment estaba tan desgastada por su exposición que no había, por lo tanto, casi ninguna oportunidad de que ocurriese.

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No obstante, entre bastidores, el principal repositorio de las esperan- zas de acabar con el PT no había desistido. Desde el inicio de la crisis, Fernando Henrique Cardoso se hizo omnipresente en los medios: su imagen estaba en todas partes, en un torrente de entrevistas, artícu- los, discursos. Bastante estimado por los barones de los medios y sus lacayos, su renovada prominencia era fruto de un cálculo político más inmediato de ambas partes. Presentado como el estadista senior de la República, a cuya sabiduría se debe la estabilidad alcanzada, editores y periodistas se esforzaron para construirlo como un pensador de re- nombre internacional, la voz de la salubridad y de la responsabilidad delante de las heridas del país, incluso con la prensa y la academia an- glófona comparándolo, tragando todo ese coro de psicofantia. La razón para toda esa apoteosis es bastante simple: la presidencia de Cardoso llevó a Brasil una generosa dosis de administración pro-mercado, un remedio que parecía ser más urgente que nunca delante del escarnio populista del PT. El propio Cardoso, que cuando era presidente lamentó la “enorme dificultad” de que “a Brasil no le gustase el sistema capita- lista”, estaba tranquilo ejerciendo ese papel. Pero él también tenía una cuestión personal en medio de todos esos focos. Cuando él salió de la presidencia, su índice de aprobación no era mucho más alto que el de Dilma hoy, y por ocho años sufrió una dura comparación con Lula, un presidente mucho más popular que repudió su legado y transformó el país de forma decisiva, asegurando al PT mandatos que duraron el doble que el suyo.
Eso fue algo duro de soportar. ¿Será que el aura del pensador po- dría soportar la pérdida de su prestigio como gobernante? Objetivamen- te, el segundo mandato fue –y eso es bastante normal– menos popular que el primero. En la búsqueda de la presidencia, Cardoso sacrificó no sólo sus antiguas convicciones, que incluso eran marxistas y socialistas, sino con el tiempo incluso sus modelos intelectuales. La banalidad de ese cambio llegó a ser disparatada: bromas elogiosas con los efectos de la globalización y ansiedad con sus efectos colaterales. En raras ocasiones el acababa siendo sincero: “Yo debo admitir que, aunque mi lado intelectual sea fuerte, yo soy básicamente un Homo politicus”, dijo en cierta ocasión. Pero subjetivamente, la vanidad –concernida por el llamamiento político grandioso de un ex-obrero sin educación formal–


no permite que pretensiones más cerebrales sean colocadas de lado. Teñido por el verde y amarillo de la Academia Brasileña de Letras, una copia tropical de la versión original y pomposa de los franceses -con una espada a su lado– declaró que el sociólogo y el presidente nunca disintieron, demostrando una carrera coherente y una administración creativa, enteramente en sintonía la una con la otra.
Durante años tuvo motivos para reclamar que, en cuanto opo- sición, el propio PSDB fue insuficientemente leal a la memoria de su líder máximo, evitando cualquier defensa más vigorosa de su moderni- zación nacional y su valiente programa de privatizaciones. Ahora, sin embargo, delante de la crisis del “lulopetismo” –su uso más desdeñoso, implicando algo aún centrado en las bases, más demagógico que el mero titular “petista”, o “petismo”– queda claro cuán correcto Cardoso estuvo todo ese tiempo. Si hubo algo bueno durante el gobierno del PT, eso se debe a la herencia dejada por Cardoso. Si hubo algo desastroso y terrible, entonces la culpa no es de él, pues había alertado a todos lo que ocurriría. Era tiempo de levantar nuevamente las banderas de 1994 y 1998, sin ningún tipo de inhibición, colocando así el fin al desgobierno del PT. Aunque él aún no hubiera evocado el impeachment , lo reconocía como un proceso legítimo, desde el momento que hubiera base legal para eso. Y aunque no la hubiera, Dilma aún podría ser removida polí- ticamente. Pero –y aquí los cálculos de Cardoso se muestran diferentes de aquéllos hechos por la nueva generación de políticos del PSDB en el Congreso, ansiosos por tomar el poder rápidamente– era mejor esperar a la Judicatura, que podría ser el instrumento para el cumplimiento de la Justicia Política.
Esa confianza venía de las íntimas conexiones entre los jueces más veteranos y estaba lejos de estar errada. Indicado para presidir el caso contra Dilma en el Tribunal Supremo Electoral estaba Gilmar Mendes, un colaborador cercano designado por el propio Cardoso para el Tribunal Supremo Federal, ocupando este lugar hasta el día de hoy
–y que nunca hizo secreto su disgusto para con el PT. Pero Dilma era el blanco menos importante. Para Cardoso, el blanco crucial a ser destrui- do era Lula, y no sólo por cuestión de venganza, aunque eso haya sido muy saboreado en el ámbito privado, sino porque había riesgo, dada su antigua popularidad, de que él volviese en 2018, suponiendo que Dilma sobreviviera hasta entonces, algo que asustaba el PSDB y su programa de orientar al país nuevamente hacia una “modernización responsable”. Y tan pronto como las frases de Cardoso comenzaron a encontrar eco, una serie de vaciamientos hechos por la fuerza, tarea del Lava Jato, pasaron a aparecer en la prensa, implicando a Lula en dudosas transac- ciones financieras de tipo personal: viajes en reactores empresariales, palestras remuneradas por contratistas, confortables apartamentos,


mejorías en una casa de campo, sin hablar de las ganancias oscuras de uno de sus hijos. Luego, enseguida vino la aprehensión de un ami- go millonario hacendado, acusado de retocar las retribuciones de un contrato de Petrobras para el tesorero del PT. Aparentemente, el cerco estaba cerrándose en torno a él.

***

Rápidamente, durante la primera semana de marzo, una fuerza espe- cial de la Policía Federal llegó a la puerta de la casa de Lula a la seis de la mañana, llevándolo bajo custodia para ser interrogado en el aeropuerto de São Paulo. La prensa, informada de antemano, estaba esperando del lado de fuera para invadir con sus cámaras, esperando obtener el máximo de publicidad. El pretexto para todo ese show es que si Lula fuera citado a dar aclaraciones, él podría haberse rehusado hacerlo. A la semana siguiente, la mayor manifestación en Brasil después de la Dictadura –de acuerdo con la policía, con 3,7 millones de personas en las calles– clamó por justicia contra Lula e impeachment para Dilma. Tres días después, Dilma inscribió a Lula como “Jefe de la Casa Civil” de su gobierno, algo equivalente a un primer ministro. Como ministro, Lula tendría inmunidad ante las acusaciones de Moro en Curitiba, po- sibilitando que él, así como los demás miembros del gobierno, respon- diera solamente ante el Tribunal Supremo. Moro no perdió tiempo. En la misma tarde, publicó las grabaciones de una conversación telefónica entre Lula y Dilma, en la cual ella le dice que mandaría los papeles ne- cesarios para que él firmara y asumiera el cargo, “si fuese necesario”. Su conversación fue ambigua. Pero el escándalo mediático fue ensorde- cedor: aquí, atrapados con las manos en la masa, estaba una maniobra para huir de la Justicia y salvar a Lula, dejándolo lejos del alcance de la ley. Dentro de las 24 horas, un juez en Brasilia impidió el nombramien- to –un juez que, como se supo más tarde, había publicado imágenes en las redes sociales de cuando él estaba en las manifestaciones por el impeachment , ostentando alegremente una camiseta del PSDB. Pero ese juez rápidamente fue apoyado por Gilmar Mendes y, aquella misma noche, el PMDB anunció que salía del gobierno, del que controlaba la vice-presidencia y otros seis ministerios, preparando el camino para una rápida destitución de Dilma en el Congreso.
En esa dramática escalada de la crisis política, el protagonista central era la Judicatura. La noción de que la operación de Moro esta- ba actuando de forma imparcial en Curitiba, inicialmente defendible, acabó siendo perjudicada con la cobertura gratuita y espectacular de la prensa sobre la conducción coercitiva de Lula, lo que acabó siendo se- guido por un mensaje público saludando las manifestaciones a favor del


impeachment : “Brasil está en las calles”, anunció el juez. “Estoy impre- sionado”. Pero, al publicar las grabaciones de la conversación entre Lula y Dilma, horas después de que la Justicia anulase la escucha, violó la ley dos veces: violó el sigilo de las interceptaciones, aunque fuera permitida la escucha, y también el principio de confidencialidad que, supuesta- mente, protegía las comunicaciones de la jefa del Ejecutivo. Quedó tan evidenciado que esas acciones eran ilegales, que inmediatamente Moro fue reprendido por el juez del Supremo –responsable de Moro–, pero sin ninguna sanción efectiva. Aunque “inapropiado”, su superior notó delicadamente que la acción del juez había alcanzado su objetivo.
En la mayoría de las democracias contemporáneas, la separación de poderes es una ficción educada, con los Tribunales Supremos –en que el caso americano es una importante excepción– sometiéndose ante los gobiernos. Los contorsionismos del Tribunal Constitucional Alemán
–generalmente visto como ejemplo de independencia judicial– al sos- tener las violaciones del país tanto en el Grundgesetz y en el Tratado de Maastricht y favorecer los diferentes regímenes de Berlín, pueden ser vistos como una norma general. En Brasil, la politización de la ju- dicatura es una tradición que viene de antiguo. La figura inverosímil de Gilmar Mendes es tal vez un caso extremo, aunque sea revelador. Como presidente, Fernando Henrique Cardoso defendió a su amigo de acusaciones criminales al promoverlo como ministro antes de elevarlo al STF, y Mendes ahora se vuelve contra Dilma por hacer ella lo mis- mo con Lula. Al colocarlo en el puesto e intentando evitar llamar la atención, Cardoso entraba en el edificio sigilosamente por el garaje, encontrando a Mendes en el aparcamiento. Suficientemente militante en relación con el PSDB –“demasiado tucán”, considerando que esa ave es el símbolo del partido– incluso para Eliane Catanhêde, una respeta- ble periodista derechista. Mendes generalmente era visto almorzando con prominentes líderes del partido después de haber sido absuelto de las acusaciones, que acusaban al juez de no vacilar en la utilización de dinero público para alistar a sus subordinados a partir de una escuela privada de derecho de su propiedad, mientras él ya era juez en el mayor tribunal de la nación. Sus ataques contra el PT son constantes.
Sergio Moro, por su parte, es de una generación más joven y es vino de otra cosecha. Los Estados Unidos, país que visita con regula- ridad, es su principal referencia. Un sujeto trabajador y provinciano, considera que nada debe a los sistemas de clientelismo y amiguismo. Pero conviene destacar que, cuando Moro tenía poco más de treinta años, demostró también su indiferencia con los principios básicos de las leyes y de las reglas, en un artículo donde exaltaba el ejemplo de los magistrados italianos los años 90, “Consideraciones sobre la Operación ‘Mani Pulite’”, en los términos que anticiparían sus procedimientos una


década después. Resistiéndose a investigar en la literatura más extensi- va sobre Tangentopoli, utilizó solamente dos panegíricos hechos por el equipo de Milán y que fueron traducidos al inglés, citados sin una mí- nima dosis de reflexión crítica, incluso confiando en el testimonio de un jefe de la mafia que vivía con un salario del Estado como delator, y que había sido rechazado por la corte. La presunción de inocencia no po- dría tenerse por absoluta, tal como él declaró: era sólo un “instrumento pragmático” que podría suprimirse según la voluntad del magistrado. Moro celebró las filtraciones selectivas para los medios como forma de “presión sobre los acusados”, como una herramienta a utilizar cuando “los fines legítimos no pueden ser alcanzados por otros métodos”.
El peligro de tener una Judicatura actuando en ese espíritu es el mismo en Brasil que el que fue en Italia: una campaña absolutamente necesaria contra la corrupción se vuelve tan influenciada por el desdén por el debido proceso, con una colusión tan inescrupulosa con los me- dios masivos, que en vez de orientar una nueva ética de legalidad, acaba confirmando la duradera falta de respeto social por la ley. Berlusconi y sus herederos son la prueba viva de eso. Sin embargo, la escena en Brasil se diferencia de la situación en Italia por dos aspectos. No hay Berlusconi o Renzi en el horizonte brasileño. Moro, cuya celebridad ahora excede a la de cualquiera de sus modelos italianos, está siendo so- licitado, a buen seguro, para suplir el vacío político, si el Lava Jato hace de hecho una limpieza del viejo orden. Pero el mediocre destino de Antonio di Pietro, el más popular de los magistrados de Milán, puede ser leído como un aviso para Moro, por más puritana que sea su apa- riencia, para evitar la tentación de involucrarse en política. El espacio para un ascenso meteórico también tiende a ser más pequeño, pues hay una diferencia crucial entre las dos cruzadas contra la corrupción. El asalto hecho por la Tangentopoli fue dirigido contra los principales partidos del país, la Democracia Cristiana y el Partido Socialista, que estuvieron en el poder durante treinta años. El Lava Jato, por su parte, no parece estar enfocado a los partidos tradicionales del poder político en Brasil que, dígase de pasada, están bastante divididos, pero sí a los sistemas que posibilitaron que ellos llegaran allá. En ese punto, parece tener solamente un blanco y, siendo así, parece más manipulador.
Tal manipulación puede ser acentuada en aquello que se con- sidera como la segunda diferencia entre la Italia de los años 90 y el Brasil de hoy. Cuando la Tangentopoli alcanzó al sistema político, los medios de comunicación italianos compusieron un escenario homo- géneo. Periódicos independientes pasaron a apoyar a la judicatura de Milán en todo momento. El jefe del conglomerado mediático de Olivetti, De Benedetti, cuyo periódico recibió la mayor parte de las filtraciones, acusó duramente a los demócratas cristianos y socialistas al tiempo


que se mantuvo inactivo sobre las implicaciones de otros partidos. El imperio de periódicos y televisión de Berlusconi enalteció e instigó a los magistrados. Y el resultado fue que, con el paso del tiempo, había aún más cuestionamientos sobre las acciones de diferentes esferas de la Judicatura –muchas de ellas bastante valientes, mientras otras eran más dudosas– que en Brasil. Aquí los medios han sido bastante mono- líticos y partidarios en su hostilidad anti PT y nada críticos en cuanto a la estrategia de filtraciones y presiones venidas de Curitiba, de la que la prensa actúa como su portavoz. Brasil posee algunos de los mejores periodistas del mundo, cuyos textos vienen analizando la actual crisis en un nivel intelectual y literario que va más allá de lo que hacen The Guardian o The New York Times. Pero tales voces son sofocadas por un enorme bosque de conformistas que no hacen nada más que hacerse eco de las visiones de patrocinadores y editores.
Comparar la cobertura de los medios sobre cualquier filtración que perjudique al PT con el tratamiento dado a las informaciones o rumores que afectan a la oposición es una forma de medir la extensión de su política de dos pesos y dos medidas. Mientras el Lava Jato se es- taba desarrollando, aconteció un vibrante ejemplo. En 1989, en uno de los más famosos momentos decisivos de la historia moderna brasileña, Lula –que en aquella época era visto como un peligroso radical por las elites– estaba cerca de asegurarse una victoria en su primera carrera presidencial, cuando días antes de la elección una ex-novia suya apare- ció en la televisión en nombre de Collor de Melo, pagada por el propio hermano de Collor de Melo, acusando a Lula de querer que ella abortara un hijo de ambos. Aquel momento, amplificado hasta el límite por los medios, fue fundamental en su derrota electoral. Dos años después, se reveló que Cardoso –en la época un prominente senador del PSDB, ya cotizado como futuro candidato a la presidencia– tenía una amante trabajando en la misma red de televisión que perjudicó la campaña de Lula, la TV Globo. Cuando ella tuvo un hijo del ex senador, salió del país y fue enviada a Portugal. A mediados de 1994, tras haber sido Ministro de la Hacienda, Cardoso estaba disputando la presidencia y el trabajo de ella pasó a ser solamente nominal, aunque la Globo siguiera pagan- do su salario. Tan pronto como Cardoso fue elegido, su brazo derecho, el joven Magalhães, le aleccionó para no retornar a Brasil por miedo a que comprometiese su reelección. Cuando la Globo la eliminó de la nómina, un trabajo de ficción fue simulado para ella, haciendo investi- gaciones de mercado en Europa para una cadena de tiendas duty-free que recibiera del propio FHC derechos monopólicos en los aeropuertos brasileños. Por medio de esa firma, ella habría lavado cerca de cien mil dólares vía una cuenta bancaria en las Islas Caimán –¿Habría sido una pensión alimenticia o un soborno para quedarse callada? La historia


salió a la luz en febrero, en medio del huracán de las denuncias sobre las reformas en la casa de campo de Lula. Los medios hicieron de todo para que eso recibiera la menor cobertura posible. La firma ahora está bajo investigación por transacción delictiva. Cardoso proclama su ino- cencia. Y nadie espera que él sufra algún inconveniente.
¿Esto puede ser una generalización que abarque a toda la opo- sición? Moro lanzó sus escuchas incendiarias el día 16 de marzo. Una semana después, la policía de São Paulo invadió la casa de uno de los ejecutivos de la Odebrecht, la mayor contratista de América Latina, cuyo director recientemente había sido sentenciado a 19 años de pri- sión por un crimen de soborno. En la casa, los policías encontraron una lista con 316 políticos, con cantidades de dinero asociadas a sus nombres. Estaban incluso figuras tradicionales del PSDB, del PMDB y de otros varios partidos –un verdadero panorama de la clase política brasileña. Objetivamente hablando, esa lista producía mucho más rui- do que el de la conversación entre Lula y Dilma. Pero era un ruido me- nos conveniente: directamente de Curitiba, Moro rápidamente tomó una posición contraria, ordenando que las listas fueran colocadas bajo secreto para impedir cualquier especulación. Aun así, la alarma había sonado: el Lava Jato podría salirse de control. Si Dilma tenía que caer, era preciso que lo hiciera antes que las listas de la Odebrecht pudie- ran amenazar a sus propios acusadores. Pocos días después, el PMDB anunció que abandonaba el gobierno y comenzaría una cuenta de votos a favor del impeachment . Los 3/5 de votos necesarios en la Cámara de los Diputados, algo que parecía muy difícil de alcanzar en el inicio de las discusiones, ahora estaba más cerca de alcanzarse. La opinión pú- blica pasó a darse cuenta de la farsa de un Congreso lleno de ladrones, estando Cunha a su frente, derribando solemnemente a una presidenta por crimen de responsabilidad fiscal.
¿Cuáles son las oportunidades de Dilma de resistirse a ese desen- lace y las perspectivas si el impeachment no acontece? Las esperanzas del Planalto residen en dos contingencias: de que con suficiente apoyo en el Congreso se pueda bloquear el impeachment , ofreciendo más ministerios y cargos para partidos más pequeños que no consiguieron acceso al gobierno antes, intentando con ello contrarrestar la salida del PMDB; y la otra, que con muchas manifestaciones en defensa del gobierno puedan desalentar a las grandes manifestaciones hechas a favor del impeachment . Ambos objetivos exigen el retorno de Lula a Brasilia, donde él podría –aunque le sea negado el derecho de ocupar formalmente el ministerio– informalmente cumplir ambas tareas que le fueron atribuidas, o sea, aproximarse a los diputados dudosos para el campo del gobierno y estimular el apoyo popular venido de las ca- lles. Pero el escenario está cambiando y todo eso parece cada vez más


distante. Las relaciones entre Lula y Dilma se hicieron frágiles desde que ella optó por la austeridad después de su reelección. Culpándola por la falta de habilidad política y por su rechazo a aceptar consejos, Lula diría, en el ámbito privado, que “ella fue mi Jefe de la Casa Civil y ella aún actúa como tal, y no como una presidenta”, o bien que “ella es como si fuera mi hija, que siempre me dice que me ama, pero nunca presta atención a lo que yo le digo”. Pero es dudoso que hiciera alguna diferen- cia la flexibilidad táctica, aunque importante, delante de las dificultades enfrentadas por ella. Desde el inicio, su segunda presidencia estuvo atrapada en un círculo vicioso de escándalos políticos e indicadores económicos deteriorados, cuya interacción formó un obstáculo nada fácil de superar para recuperar su autoridad. El problema de la Petro- bras, con incontables delaciones, viene generando despidos masivos de trabajadores; lo mismo viene ocurriendo con las empresas contratistas, cuyos directores y ejecutivos están en la cárcel. La incertidumbre sobre donde soplará el Lava Jato ha hecho a los inversores más temerosos y dejado el mercado financiero asustado: en noviembre, el jefe del fondo billonario BTG-Pactual, el mayor banco de inversiones del continente, la niña de los ojos del Financial Times y de The Economist, fue llevado esposado a la comisaría. En el Congreso, el corte de gastos neoliberal y el aumento tributario propuesto por el gobierno fue derribado por el mismo neoliberal PSDB, buscando crear todo un constreñimiento político: el presupuesto de 2016 ni siquiera fue aprobado. Aunque un hábil trabajo de base hecho en los pasillos del poder pueda conseguir colocar temporalmente el impeachment en jaque, no conseguirá resol- ver el temible impasse del actual gobierno.
La movilización popular para impedir la salida de Dilma, tal y como está pensada, también tiene problemas. Pero eso está conectado directamente con los legados de los gobiernos del PT. El partido está en una frágil posición para convocar a sus simpatizantes de defenderlo, por lo menos por tres razones. La primera es simplemente porque si la corrupción hizo que la clase media perdiera la simpatía por el partido de la que antes este disfrutó, la austeridad lo hizo con la base de cla- ses populares que había conquistado. Las manifestaciones hechas para impedir el impeachment fueron, hasta ahora, mucho menos impresio- nantes que aquellas hechas por los que quieren que ello acontezca. Los manifestantes han sido reclutados principalmente entre trabajadores públicos y sindicatos: los pobres aún no han comparecido en esas ma- nifestaciones. La fuerza rural del Nordeste donde el PT se consolidó está aún socialmente dispersa, mientras las grandes ciudades del Sur y Sudeste son las fortalezas de la nueva derecha en este momento. Existe también una inevitable desmoralización del partido, conforme a los sucesivos escándalos que surgen asociados a su nombre, creando un


sentido de culpa colectiva difusa, aunque no explícita, pero que debili- ta cualquier espíritu de lucha. Y en fin, pero fundamentalmente, en la época que Lula llegó al poder, el partido se hizo una máquina electoral, financiada principalmente por donaciones de grandes corporaciones, en vez de –como era en sus inicios– por las donaciones de miembros y simpatizantes, que se adherían pasivamente a su líder, sin ninguna voluntad de construir una acción colectiva con los electores. La movi- lización activa que hizo al PT ser una fuerza en las regiones urbanas e industriales de Brasil se convirtió en un recuerdo lejano conforme el partido pasó a ganar fuerza en regiones sin industrias, enraizadas en una tradición de sumisión a la autoridad y miedo al desorden. Esto fue una cultura política entendida por Lula y por la que no llevó a cabo nin- guna tentativa seria de darle fin. Según su propia visión, él consideraba que cambiar eso tendría un coste potencial demasiado alto. Para ayudar a las masas buscó armonía con las élites, para las que cualquier pola- rización fuerte era un tabú. En 2002 finalmente ganó la presidencia, en su cuarta tentativa, con un slogan de “paz y amor”. En 2016, delante de un linchamiento político, aún siguió utilizando esas palabras ante una multitud que esperaba algo más combativo.
Tal desajuste entre ir al ataque y el discurso de la responsabili- dad es una marca común de un modelo que, desde el cambio de siglo, viene distinguiendo la política de Brasil en relación al resto de América Latina. El país no es el único que vio un conflicto de clases convertirse en una crisis. Pero en ningún lugar eso fue tan sesgado como en Brasil. Aun cuando Lula estaba en el auge de su prestigio, mientras estaba en la presidencia, siempre hubo una asimetría entre las políticas moderadas y acomodaticias del PT y la hostilidad de una clase media enragée y de los medios opositores. En los últimos dieciocho meses, esa expresión de abominación unilateral se hizo aún más violenta. Un concejal –Ro- berval Fraiz, de Araraquara, del PMDB del interior de São Paulo– ma- nifestó públicamente que a Lula habría que matarlo como a una cobra, pisando su cabeza. En el Rio Grande do Sul, en el Sur del país, una pediatra se negó a atender a un niño de un año porque la madre era una “petista”, y fue absuelta de infracción ética por el Consejo Regional de Medicina y por la Asociación de Médicos. El juez del Tribunal Supremo, Teori Zavascki, responsable de haber reprendido a Moro, fue agasajado con una serie de franjas y carteles que lo llamaban “traidor” y “granuja del PT”, mientras los manifestantes cantaban su canción símbolo que dice que el “capitalismo vino para quedarse”. Conforme se aproxima el Día D del impeachment , los militantes fanáticos vienen recibiendo direcciones de diputados indecisos alrededor del país e intimidándo- los, acampando frente a sus casas. Siendo escrupuloso, debe decirse que el mercado de acciones viene manteniendo el ritmo: subió cuando
Lula fue detenido, cayó cuando fue hecho ministro y subió nuevamente cuando se impidió que tomara posesión.
Un golpe teatral (un coup de théâtre) aún es posible, con un giro de los acontecimientos salvando a Dilma en el último minuto, aunque no parezca que eso vaya a acontecer. Lo más probable es que se forme un régimen liderado por el vicepresidente que la abandonó, el veterano macabro del PMDB –comparado con el mayordomo de una película de terror– Michel Temer. De voz suave y ceremoniosa, preparó el camino algunos meses atrás, elaborando un programa para dejar claro que el país estaría seguro cuando él asumiera el cargo. Su paquete de medidas consiste en un plan de estabilización convencional, agilizando privati- zaciones, reforma de la sanidad y aboliendo los gastos constitucional- mente obligatorios en salud y educación, acompañados de promesas de cuidar de los menos afortunados. Si Dilma es víctima del impeachment
, teniendo una mayoría de 3/5 del Congreso apoyándole, Temer no ten-
dría ningún problema en formar un gobierno de coalición junto con PMDB, PSDB y una gran cantidad de partidos diminutos, colocando a unos pocos tecnócratas en ministerios centrales. Tal combinación podría lograr promulgar una serie de leyes, que Dilma no puede, y garantizaría el retorno de la confianza del mercado, y eso ciertamente traería mejorías a los indicadores económicos hechos por los mercados financieros, sin importar cuánto costase a los pobres. Pero, dada la co- yuntura global adversa y la tozuda baja tasa de inversiones que persiste en Brasil desde el fin de la dictadura, es difícil ver cualquier alivio para el país en un horizonte futuro.
Políticamente tampoco la estabilidad estaría garantizada. Una cuestión obvia que surge es si el choque del impeachment sofocará lo que queda del espíritu de lucha de quienes apoyan a Dilma, o al contra- rio, que eso provoque una resistencia aún más feroz contra las élites del país. Ninguna alternativa pondría las cosas fáciles a los vencedores, si estos consiguen el impeachment de la presidenta. Un juez del Tribunal Supremo Federal ordenó que Cunha también sometiese a votación el impeachment de Temer, usando la misma referencia legal del de Dilma, ya que cuando ella estaba fuera del país, él también firmó los decre- tos de responsabilidad fiscal que le son atribuidos, algo que cogería desprevenidos a quienes quieren derribarla y esperan instalar a Temer como presidente rápidamente. Si ese ataque fuese evitado, otro curioso problema se avecina. Aún está pendiente en el Tribunal Supremo Elec- toral una acusación que sostiene que, en la campaña de 2014, Dilma y Temer violaron la normativa electoral; una acusación presentada por el PSDB cuando aún esperaba forzar una situación de nuevas elecciones. Si prospera la acción, derribaría a ambos. Pero cuando Gilmar Mendes se convierta en presidente del Supremo en mayo, la Justicia brasileña


probablemente superará esa cuestión sin dificultad. Pero, claro, un in- terrogante mayor surge sobre cuál será el impacto subsiguiente que el Lava Jato tendrá sobre los diputados pro-impeachment . Acelerar este procedimiento sirvió para desviar la mirada de la opinión pública de la lista de la Odebrecht. ¿Pero esas listas pueden ser borradas de la conciencia de la población después del impeachment ? Dentro de sus filas, toda la clase política está en riesgo. ¿La Justicia brasileña también podría minimizar esa dificultad por el interés, digamos, de una recon- ciliación nacional?
Que el Partido de los Trabajadores se uniese, por una transfor- mación ocurrida internamente, a las deformadas filas del resto de la fauna política brasileña –PMDB, PSDB, PP y el resto de la gentuza– no se puede negar. Hasta ahora, dos presidentes del partido, dos tesore- ros, un presidente y un vicepresidente de la Cámara de los Diputados y el líder del partido en el Senado fueron todos detenidos y hundidos en el barro de la corrupción que desconoce de fronteras políticas. De forma emblemática, el último de los notables y con la más grande de- lación, el senador Delcidio del Amaral, que era un refugiado del PSDB, un importante engranaje del partido de Carrdoso en las operaciones de Petrobras. Más de la mitad del Congreso está en la nómina de los contratistas, cuyas donaciones financian sus campañas electorales. La degradación del sistema político se hizo tan evidente que en el otoño pasado el STF –que está lejos de ser algún tipo de areópago de la inte- gridad e imparcialidad– finalmente decidió que la financiación privada de las campañas era materia inconstitucional y prohibió a las empresas donar para las campañas. El Congreso inmediatamente reaccionó con enmiendas constitucionales para permitir las donaciones, pero el asun- to sigue congelado en la Cámara. Si se confirma la decisión del Supre- mo sin ser reformulada, la decisión permitirá una especie de revolución en el funcionamiento de la democracia brasileña: sería la única cosa inequívocamente positiva en medio a toda esta crisis.
El PT creyó, durante determinado tiempo, que podría valerse del orden institucional brasileño para beneficiar a los pobres sin perjudicar a los ricos, e incluso contar con su ayuda. Y de hecho hubo beneficios para los pobres, tal como se propusieron. Pero una vez aceptado el precio de entrar en un sistema político moribundo, la puerta para vol- ver atrás se cerró. El propio partido pasó a debilitarse, haciéndose un enclave del Estado, sin ninguna autocrítica ni dirección estratégica, tan ciego que llegó a mandar al ostracismo a André Singer, su mejor pensador, para colocar una mezcla de vendedores y especialistas en relaciones públicas, haciéndose tan insensibles que pasaron a concebir el lucro, sin importar de dónde viniera, como condición para el poder político. Sus conquistas aún permanecerán, pero que el partido vaya a
tener el mismo destino es una cuestión abierta. En América del Sur, un ciclo está llegando a su fin. Durante una década y media, sin la presión directa de Estados Unidos, fortalecidos por el boom de las materias primas, y amparándose en grandes reservas de tradición popular, el continente fue la única parte del mundo en que movimientos sociales rebeldes coexistieron con gobiernos heterodoxos. En la estela de 2008, hay ahora cada vez más de esos movimientos. Pero no hay ninguno de esos gobiernos. Una excepción global está llegando a su fin y sin ningu- na señal de cambio positivo en el horizonte.

21 de abril de 2016

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