lunes, 19 de septiembre de 2016

El Lenguaje, ese desconocido. De Julia Kristeva. 9

 





3. La semiótica

A lo largo de la presente exposición, y sobre todo en los dos últimos capítulos, hemos tenido la ocasión de tratar algunos sistemas significantes (el sueño, el lenguaje poético) en tanto que tipos particulares de «lenguaje». Es obvio que el término de lenguaje está aquí empleado en un sentido que no corresponde al de lengua tal como lo describe la gramática, y con ésta no tiene en común sino el ser un sistema de signos. ¿Cuáles son esos signos? ¿Cuáles son sus relaciones? ¿Cuál es su diferencia con respecto a la lengua-objeto de la gramática?
No se ha dejado de plantear tales problemas, con más o menos insistencia, desde los estoicos, luego la Edad Media con sus modi significandi. a través de los Solitarios y su teoría lógica del signo, hasta los primeros «semiólogos» del siglo XVIII que se han ido encaminando hacia una teoría general del lenguaje y de la significación: Locke, Leibniz, Condillac, Diderot, etc. Pero los modi significandi de la Edad Media reflejaban y demostraban una teología transcendental que se
había de adecuar a la lengua. Luego, los ideólogos del siglo XVIII, por el contrario, veían en el signo el lugar neurálgico del idealismo que quisieron recuperar para demostrar su arraigo a lo real y su realización en los sentidos de los sujetos libres de una sociedad organizada. La semiótica retoma, hoy por hoy, este proceder interrumpido después de la Revolución burguesa y ahogada por el historicismo hegeliano y el empirismo lógico-positivista. Al agregarle una interrogación de la matriz misma del signo, de los tipos de signos, de sus límites y de su tambaleamiento, la semiótica se convierte en el lugar en que la ciencia se cuestiona la concepción fundamental del lenguaje, del signo, de los sistemas significantes, su organización y su mutación.
Al abordar estas cuestiones, la ciencia lingüística está inducida actualmente a revisar en profundidad su concepción del lenguaje. Pues, si varios sistemas significantes son posibles en la lengua, ésta ya no se presenta como un sistema sino como una pluralidad de sistemas significantes en que cada cual es un estrato de un vasto conjunto. Dicho de otro modo, el lenguaje de la comunicación directa descrito por la lingüística aparece cada vez más como uno de los sistemas significantes que se producen y se practican en tanto que lenguaje — palabra que deberíamos escribir, de ahora en adelante, en plural.
Por otra parte, varios sistemas significantes parecen poder existir sin construirse necesariamente con la ayuda de la lengua o a partir de su modelo. Así, por ejemplo, la gestualidad, las diversas señales visuales, y hasta la imagen, la fotografía, el cine y la pintura, son tantos otros lenguajes en la medida en que transmiten un mensaje entre un sujeto y un destinatario, sirviéndose de un código específico sin que por ello obedezcan a las reglas de construcción del lenguaje verbal codificado por la gramática.
Estudiar todos estos sistemas verbales o no verbales en tanto que lenguajes, es decir, en tanto que sistemas en que unos signos se articulan según una sintaxis de diferencias, tal es el objeto de una ciencia vasta que a penas está empezando a formarse, la semiótica (de la palabra griega σημϊεον, signo).
Dos científicos, casi simultánea aunque independientemente uno del otro, han fijado la necesidad y los amplios marcos de esta ciencia: Pierce (1839-1914), en América y Saussure en Europa.
Pierce, lógico y axiomático, edificó la teoría de los signos para asentar en ella la lógica. Escribía (1897) que la lógica, en un sentido general, es el otro nombre de la semiótica: una doctrina casi necesaria o formal de los signos, fundada sobre la observación abstracta y que
debería acercarse, en sus realizaciones, al rigor del razonamiento matemático. La semiótica debería, pues, abarcar en un cálculo lógico al conjunto de los sistemas significantes y convertirse en ese «calculus ratiocinator» con el que soñaba Leibniz. Tendría tres partes: la pragmática, que implica al sujeto parlante; la semántica, que estudia la relación entre el signo y la cosa significada (designatum); y la sintaxis, descripción de las relaciones formales entre los signos.
En Saussure, el proyecto semiótico está más orientado hacia las lenguas naturales. «Se puede, pues, concebir una ciencia que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social. Tal ciencia sería parte de la psicología social, y por consiguiente de la psicología general. Nosotros la llamaremos semiología (del griego semeion, signo). Ella nos enseñará en qué consisten los signos y cuáles son las leyes que los gobiernan. Puesto que todavía no existe, no se puede decir qué es lo que será aquélla; pero tiene derecho a la existencia, y su lugar está determinado de antemano. La lingüística no es más que una parte de esta ciencia general. Las leyes que la semiología descubra serán aplicables a la lingüística, y así es cómo la lingüística se encontrará ligada a un dominio bien definido en el conjunto de los hechos humanos. Al psicólogo toca determinar el puesto exacto de la semiología.»
Por tanto, en la medida en que la lingüística adopta el concepto de signo «arbitrario» y piensa la lengua como un sistema de diferencias, hace que la semiología sea posible: en efecto, en función de la posibilidad para el sistema verbal de reducirse a unas marcas autónomas, Saussure prevé la lingüística como «modelo general de toda semiología»; «... los signos enteramente arbitrarios son los que mejor realizan el ideal del procedimiento semiológico; por eso la lengua, el más complejo y el más extendido de los sistemas de expresión, es también el más característico de todos; en este sentido la lingüística puede erigirse en el modelo general de toda semiología, aunque la lengua no sea más que un sistema particular».
No obstante, Saussure señala que la semiología no podría ser aquella ciencia neutral, meramente formal e incluso matematizada de manera abstracta como lo es la lógica y hasta la lingüística ya que el universo semiótico es el vasto dominio de lo social y explorarlo sería unirse a la investigación sociológica, antropológica, psicológica, etc. Por lo que la semiótica habrá de recurrir a todas aquellas ciencias y de conformarse en primer lugar una teoría de la significación antes de formalizar sus sistemas estudiados. La ciencia del signo resulta
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entonces inseparable de una teoría de la significación y del conocimiento, de una gnoseología.
Hacia la década de los 20, el desarrollo de la lógica suscitó una corriente semiótica claramente formalizadora: hemos visto el ejemplo con la teoría semiológica de Hjelmslev (cf. página 237 sq.), pero halló su apogeo en los trabajos del Círculo de Viena, y más especialmente en la obra de R. Carnap, Construction logique. Si, hoy en día, la semiótica parece emprender otra dirección, aquella tendencia sigue estando activa. Citaremos entre los trabajos que proponen una teoría formal de la semiótica los de Ch. Morris. Para él, igual que para Cassirer, el hombre es menos un «animal racional» que «un animal simbólico», cogido en un proceso general de simbolización, o semiosis que Morris (Signification and Significance, 1964) define como sigue: «Semiosis (o el proceso de signo) es una relación de cinco tiempos —v, w, x, y, z— en que v provoca en w la disposición para reaccionar de una determinada manera x a determinado objeto y (que no actúa entonces como estímulo) bajo determinadas condiciones z... v es signo, w interpretador, x interpretante, y significación, z contexto».
La semiótica, atenta a la enseñanza de Saussure, toma una orientación sensiblemente distinta.
Primero, para construir los sistemas de las lenguas que aborda, coge como modelo a la lingüística y las diferentes maneras en que ésta ordena, estructura o explica el sistema del lenguaje. Advertimos ahora que, de la misma forma que lo indicó Saussure por lo demás, la lengua no es más que un sistema particular del universo complejo de la semiótica y las investigaciones prosiguen con vistas a sistematizar los lenguajes que no sean la lengua de la comunicación directa (el gesto, el lenguaje poético, la pintura, etc.), sin imitar forzosamente las categorías válidas para las lenguas de la comunicación ordinaria. Por otra parte, como ya lo expresó Saussure, está claro que tal formalización de los sistemas significantes no puede constituirse como una mera matematización ya que el formalismo precisa una teoría para asegurar el valor semántico de sus marcas y de su combinación.
Tocamos aquí el problema fundamental de las ciencias humanas tal y como se elaboran hoy. Si bien la reflexión en los distintos campos de la actividad humana tiende hacia una exactitud y un rigor sin precedente, intenta apoyarse sobre el más racionalizado de aquellos. Resulta que, entre las ciencias que tratan de la praxis humana, la lingüística se construyó la primera en tanto que ciencia exacta, limitando al máximo, como ya lo vimos, el objeto que se había
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propuesto estudiar. Sólo les queda, entonces, a las ciencias humanas transponer aquel método en los demás dominios de la actividad humana, empezando por considerarlos como unos lenguajes. Vemos que toda ciencia humana está vinculada, de modo implícito al menos, a la semiótica; o sea que la semiótica, en cuanto que ciencia general de los signos y de los sistemas significantes, impregna todas las ciencias humanas: la sociología, la antropología, el psicoanálisis, la teoría del arte, etc. (cf. Roland Barthes, Eléments de sémiologie. 1966).
Pero, por otro lado, si bien, en un primer momento, se creyó que se podía prescindir de una teoría, proponiendo únicamente un esquema formal de las unidades, de los niveles y de las relaciones dentro del sistema estudiado —y ello ateniéndose lo más posible a tal o cual esquema tomado de la lingüística— resulta cada vez más evidente que la semiótica que no esté acompañada de una teoría sociológica, antropológica, psicoanalítica, se queda en una cándida descripción sin gran fuerza explicativa. Las ciencias humanas no son unas ciencias en el sentido en que lo son la física o la química. En esta caso, más valdría poner la palabra entre comillas (si nos referimos aquí a la operación teórica que funda las formalizaciones y pone las comillas). Efectivamente, una reflexión crítica acerca de los métodos de formalización tomados de la lingüística y de sus principios básicos (signo, sistema, etc.) puede llevarnos a una revisión de aquellas mismas categorías y a una reformulación de la teoría de los sistemas significantes, susceptibles de cambiar la orientación de la ciencia del lenguaje en general. Pues se ha adquirido por lo menos una cosa gracias al advenimiento de la semiótica: la reducción del objeto lenguaje que la lingüística moderna se ha confeccionado, aparece con toda su estrechez y sus insuficiencias. Y, una vez más —como si volviéramos a la época en que el lenguaje significaba una cosmogonía ordenada— el pensamiento aprehende a través de un lenguaje compacto una realidad compleja. Aunque esta vez la ciencia está presente en la exploración...


La antropología estructural

Después de la literatura, sometida a un análisis casi estructural por los formalistas rusos que se inspiraron del desarrollo de la lingüística a mediados del nuestro siglo, la antropología se ha convertido en el

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principal dominio en el que se aplica una metodología cercana a la de la lingüística. Podemos decir por consiguiente que, sin revelarse de forma explícita como una semiótica ni entregarse verdaderamente a una reflexión y a una exploración acerca de la naturaleza del signo, la antropología estructural es una semiótica, en la medida en que considera en tanto que lenguajes a los fenómenos antropológicos y les aplica el procedimiento descriptivo propio de la lingüística.
Ciertamente, desde Mauss, los antropólogos se interesaban por los métodos lingüísticos para obtener información, sobre todo etimológica, para explicar los ritos y los mitos; pero La fonología de Troubetskoi (cf. p. 230) es la que ha resultado ser la potente renovadora de aquella colaboración, así como la concepción de la lengua en tanto que sistema de comunicación.
Lévi-Strauss, fundador de la antropología estructural basada sobre la metodología fonológica, había escrito en 1945: «La fonología no puede desempeñar, para con las ciencias sociales, el mismo papel renovador que el que ha desempeñado la física nuclear, por ejemplo, para el conjunto de las ciencias exactas». Se aplica en efecto las pautas fonológicas a los sistemas de parentesco de las sociedades llamadas primitivas.
Antes del encuentro de la fonología con la antropología, los pormenores terminológicos y las reglas de unión eran atribuidas, según cada cual, a tal o cual costumbre, sin que se discerniera sistematicidad alguna: sin embargo, aun siendo el resultado de la acción de varios factores históricos heterogéneos, los sistemas de parentesco, considerados en su conjunto sincrónico, dan fe de alguna regularidad. Efectivamente, existen sistemas patrilineales o matrilineales en los que se intercambian a las mujeres siguiendo un determinado orden, permitiéndose las bodas con tal familiar o cual miembro de una misma tribu o de una tribu próxima o lejana, y prohibiéndose con otro tipo de pariente o con un miembro de una tribu de otro tipo. Frente a esta regularidad, Lévi-Strauss plantea la analogía entre los sistemas de parentesco y los sistemas del lenguaje:
«En el estudio de los problemas de parentesco (y, sin duda, también en el estudio de otros problemas), el sociólogo se ve en una situación formalmente similar a la del lingüista fonólogo: igual que los fonemas, los términos de parentesco son elementos de significación; igual que aquéllos, adquieren significación sólo con la condición de que se integren en sistemas; los «sistemas de parentesco», igual que los
«sistemas fonológicos», están elaborados por la mente en un nivel
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inconsciente del pensamiento; por último, en regiones alejadas del mundo y en sociedades profundamente distintas, la recurrencia a formas de parentesco, reglas matrimoniales, actitudes parecidas de prescripción entre ciertos tipos de familiares, etc., induce a creer que, en un caso como en otro, los fenómenos observables son el resultado del juego de leyes generales, pero ocultas. Se puede, entonces, formular el problema de la siguiente manera: en otro orden de realidad, los fenómenos de parentesco son unos fenómenos del mismo tipo que los fenómenos lingüísticos. ¿Puede el sociólogo, utilizando un método análogo en cuanto a la forma (si no en cuanto al contenido) al que ha introducido la fonología, lograr que su ciencia experimente un progreso análogo al que acaba de tener lugar en las ciencias lingüísticas?».
Es obvio que, a partir de este principio de base, la antropología estructural deberá definir los elementos de un sistema de parentesco, como lo hace la lingüística con las unidades básicas de un sistema lingüístico, a la vez que las relaciones específicas de aquellos elementos dentro de la estructura. Las observaciones étnicológicas han demostrado que el avunculat (la importancia primordial del tío materno) es la estructura de parentesco más sencilla que se pueda concebir. Viene respaldada por cuatro términos: hermano, hermana, padre, hijo, unidos entre sí (como en fonología) según dos parejas de oposiciones correlativas (hermano/hermana, marido/esposa, padre/hijo, tío materno/hijo de la hermana) tales que, en sendas generaciones en causa, exista siempre una relación positiva y una relación negativa.
Con toda evidencia, el establecimiento de unas reglas que recuerdan las reglas fonológicas no es posible si no se considera el parentesco como un sistema de comunicación y si no se le emparenta con el lenguaje. Pues, efectivamente, para Lévi-Strauss constituye un sistema ya que constata que el «mensaje» de un sistema de parentesco son «las mujeres del grupo que circulan entre los clanes, linajes o familias (y no, como en el lenguaje en sí, mediante las palabras del grupo que circulan entre los individuos)». Partiendo de esta concepción de las reglas de parentesco en tanto que regla de comunicación social, Lévi-Strauss se opone a la costumbre que tienen los antropólogos de clasificar tales reglas en categorías heterogéneas y con apelativos diversos: prohibición del incesto, tipos de casamientos preferenciales, etc.; estima que «representan tanto unos modos de asegurar la circulación de las mujeres en el seno del grupo social, es decir, sustituir un sistema
de relaciones consanguíneas, de origen biológico, por un sistema sociológico de alianza. Una vez que se ha formulado la hipótesis de trabajo, sólo quedaría abordar: el estudio matemático de todos los tipos de intercambio concebibles entre n candidatos para deducir las reglas de casamiento vigentes en las sociedades existentes. Se comprendería a un tiempo su función, su modo de operación y la relación entre diferentes formas». Nuestra labor no es aquí analizar toda la sutileza con la cual Lévi-Strauss establece los sistemas de parentesco a lo largo de su investigación y cuyo libro Structures élémentaires de la párente (1949) constituye la suma magistral. Tan sólo queremos subrayar cómo la problemática del lenguaje, y hasta un ciencia particular de la lengua, la fonología, se ha convertido en la palanca de una nueva ciencia en otro campo, la antropología estructural, permitiéndole descubrir las leyes fundamentales sobre las cuales se apoya la comunicación, es decir, la comunidad humana.
¿Será, entonces, que el orden del lenguaje es absolutamente análogo al de la cultura? Si no existiese relación alguna entre ambos, la actividad humana hubiera sido un desorden disparatado, sin ningún vínculo entre sus distintas manifestaciones. No obstante, no es lo que se observa. Pero si, por el contrario, la correspondencia de ambos órdenes fuese total y absoluta, se habría impuesto sin plantear problemas. Tras haber hecho esta reflexión, Lévi-Strauss opta por una postura intermedia que no recordaremos nunca suficientemente a aquellos que trabajan para la construcción de una ciencia nueva, la semiótica, comprendida como una ciencia de las leyes del funcionamiento simbólico: «Determinadas correlaciones son probablemente detectables, entre algunos aspectos y en ciertos niveles, y se trata para nosotros de hallar cuáles son los aspectos y cuáles son los niveles. Antropólogos y lingüistas pueden colaborar en esta empresa. Pero la beneficiaría principal de nuestros descubrimientos eventuales no será ni la antropología ni la lingüística tal y como las concebimos en la actualidad: dichos descubrimientos serán aprovechados por una ciencia tan antigua como nueva, una antropología entendida en un sentido más amplio, es decir, un conocimiento del hombre que asocia diversos métodos y diversas disciplinas y que nos revelará algún día los mecanismos secretos que mueven a nuestro huésped, presente sin haber sido convidado a nuestros debates: la mente humana».
El lenguaje de los gestos

Al abordar los problemas del lenguaje literario o del lenguaje poético, indicamos que, considerado como un sistema significante distinto de la lengua en la que se produce, sistema cuyos elementos específicos han de ser aislados y cuyas leyes concretas de su articulación han de ser definidas, se constituye como el objeto de una parte de la ciencia de los signos, la semiótica literaria. Desde los trabajos de los formalistas rusos y del Círculo lingüístico de Praga, que se dedica en mayor parte al estudio del lenguaje poético en tanto que parte esencial por no decir primera de la semiótica, los estudios han progresado sensiblemente. Con el estructuralismo, la semiótica literaria se ha convertido en la manera más original de abordar los textos literarios, y sus métodos alcanzan tanto la crítica como la enseñanza de la literatura.
Menos evidente puede resultar la posibilidad de estudiar como lenguajes, las praxis gestuales: el gesto, la danza, etc. Si bien es obvio que la gestualidad es un sistema de comunicación que trasmite un mensaje, pudiendo por consiguiente ser considerado como un lenguaje o un sistema significante, resulta difícil todavía precisar determinados elementos de dicho lenguaje: ¿cuáles son las unidades mínimas de aquel lenguaje (que se corresponderían con los fonemas, los morfemas o los sintagmas del lenguaje verbal)? ¿Cuál es la naturaleza del signo gestual: acaso tiene un significado asignado de modo tan estricto como lo es el significado con el signo del lenguaje verbal? ¿Cuál es la relación del gesto y del verbo cuando conviven en un mismo mensaje? Y así sucesivamente.
Antes de esbozar la solución que la semiótica gestual propone en este momento para todos aquellos problemas, señalaremos que el valor del gesto en cuanto que acto primordial de la significación, o más bien en cuanto que proceso en que éste se genera antes de fijarse en la palabra, ha llamado la atención desde siempre en las diferentes civilizaciones, religiones y filosofías. Hemos mencionado la importancia atribuida al gesto en el estudio de la génesis de la simbolicidad y de la escritura en particular. Añadimos a estas observaciones el ejemplo del dios dogón Ama que «creó el mundo mostrándolo»; o el de los bambaras para quienes «las cosas han sido designadas y nombradas silenciosamente antes de que existieran y han llegado a ser mediante su nombre y su signo». El gesto indicativo, o el gesto a secas, parece ser un esbozo primordial de la significancia sin ser
una significación. Sin lugar a duda, la propiedad de la praxis gestual de ser el espacio mismo en el que germina la significación es lo que convierte al gesto en el terreno privilegiado de la religión, de la danza sagrada, del rito. Evocamos aquí el ejemplo de las tradiciones secretas del teatro japonés No, o del teatro indio Kathakali, o del teatro balines a partir de cuyo ejemplo Antonin Artaud pudo proponer una transformación radical de la concepción teatral del Occidente (Le Théâtre et son double...).
Describiendo esta praxis gestual que abre una zona de actividad simbólica desconocida en las lenguas naturales tales como las estudia la gramática, Artaud (Lettre sur le langage, 1931) escribía: «... Junto a la cultura por palabras está la cultura por gestos. Hay otros lenguajes en el mundo que nuestro lenguaje occidental que optó por la desnudez, por la desecación de las ideas y en que se nos presenta a las ideas en estado inerte, sin conmocionar de paso todo un sistema de analogías naturales conocidas en las lenguas orientales».
Cuando, en el siglo XVIII, la filosofía investigaba el mecanismo del siglo, el gesto se volvió un objeto importante de su reflexión. Desde Condillac hasta Diderot, del gesto original al lenguaje gestual de los sordomudos, los problemas de la gestualidad han sido uno de los más importantes terrenos sobre los cuales las enciclopedias habían esbozado la teoría materialista de la significación.
Para Condillac, el lenguaje gestual es el lenguaje original: «Los gestos, los movimientos del rostro y los acentos inarticulados, he aquí los primeros medios que tuvieron los hombres para comunicarse sus pensamientos. El lenguaje formado con tales signos se llama lenguaje de acción» (Principes généraux de grammaire, 1775). Al estudiar la evolución del lenguaje, Condillac (Essai sur l’origine des connaissances humaines, 1746) insiste sobre el hecho de que el primer lenguaje humano, siguiendo la constitución los gritos-signos de las pasiones, sería aquel lenguaje de acción, que define según sigue:
«Dicen que se conservó aquel lenguaje sobre todo para instruir al pueblo de las cosas que más le interesaban: tales como la policía y la religión. Al actuar sobre la imaginación con más vivacidad, daba una impresión más duradera. Su expresión encerraba incluso algo fuerte y grande, algo a lo que las lenguas, aún estériles, no podían acercarse. Los Antiguos daban a aquel lenguaje el nombre de danza: razón por la cual se dice que David bailaba delante del arco.
»Los hombres, al perfeccionar su gusto, dieron más variedad a aquella danza, más gracia y más expresión. No sólo los movimientos de
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los brazos y las actitudes del cuerpo fueron sujetas a ciertas reglas, sino que, además, los pasos que tenían que formar los pies fueron prefijados. De manera que la danza se dividió de forma natural en dos artes que le fueron subordinados: uno, si se me permite la expresión conforme al lenguaje de la Antigüedad, fue la danza de los gestos; se conservó para la comunicación de los pensamientos humanos; el segundo fue principalmente la danza de los pasos; fue utilizado para expresar algunas situaciones del alma, la alegría en particular; fue empleada en las ocasiones de regocijo y su objeto principal fue el placer...».
Cuando después estudia la relación del gesto con el canto. Condillac se ve inducido a analizar la pantomima de los Antiguos como un arte, o más bien como un sistema significante, particular.
Los temas de tal índole son frecuentes en los escritos de los ideólogos y de los materialistas del siglo XVIII. Si hoy pueden parecer abruptos o cándidos, es importante subrayar que, por una parte, representan el primer intento de recopilación sistemática de las diversas praxis semióticas que la ciencia de hoy apenas si ha comenzado a abordar con seriedad, y que, por otra parte, el estudio de la gestualidad junto con el de la escritura, en tanto que investigación del origen del lenguaje o más bien de una simbolicidad pre-verbal, parece constituir en aquella época una zona rebelde frente a la enseñanza cartesiana de la equivalencia del sujeto con su verbo, e introducir entonces en la razón verbal un elemento subversivo, el pre- sentido... ¿No es acaso la problemática de la producción, de la mutación y de la transformación de sentido lo que se infiltra de este modo mediante el gesto, en el racionalismo de los materiales...?
Cuando nuestro siglo se ha interesado de nuevo por los problemas del gesto, lo ha hecho bien en los marcos de la constitución de una doctrina general de las lenguas (cf. P. Kleinpaul, Sprache ohne Worte. Idee einer Allgemeinen Wissenschaft der Sprache, Leipzig, 1884), bien en los marcos de la medicina y de la psicología (tales como los estudios del comportamiento gestual de los sordomudos). Pero, en ambos casos, se concibe el gesto como opuesto al lenguaje verbal e irreducible a éste. Algunos psicólogos han mostrado que las categorías gramaticales, sintácticas y lógicas son inaplicables a la gestualidad porque tales categorías cortan y trocean el conjunto significante y, de este modo, no dan cuenta de la especificidad gestual, irreductible a aquella disgregación. Porque «el lenguaje mímico —escribe P. Oléron (1952)— no es solamente lenguaje, sino también acción y participación
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en la acción -e incluso en las cosas». Se ha constatado que, comparado con el lenguaje verbal, el gesto traduce tan bien como aquél las modalidades del discurso (orden, duda, rezo) aunque de manera imperfecta las categorías gramaticales (substantivo, verbo, adjetivo). Otros han observado que el signo gestual es polisémico (dotado de varios sentidos) y que el orden «sintáctico» habitual (sujeto-predicado- objeto) no se respeta en el mensaje gestual. Este se parece más al discurso infantil y a las lenguas «primitivas»: acentúa, por ejemplo, lo concreto y lo presente, procede por antítesis, pone la negación y la interrogación en posición final, etc. Por último, hemos vuelto a la intuición del siglo XVIII según la cual el lenguaje gestual es el verdadero medio de expresión auténtica y original, dentro del cual el lenguaje verbal es una manifestación tardía y limitada...
Nos hallamos pues frente al problema esencial que plantea el gesto:
¿Trátase de un sistema de comunicación como los demás o más bien de una praxis en la que se genera el sentido que se transmite en el transcurso de la comunicación? Optar por la primera solución significa que estudiaremos el gesto aplicándole los modelos elaborados por la lingüística para el mensaje verbal y que reduciremos el gesto a ese mensaje. Optar por la segunda quiere decir, por el contrario, que vamos a tratar, a partir del gesto, de renovar la visión general del lenguaje: si el gesto no es únicamente un sistema de comunicación sino además la producción de dicho sistema (de su sujeto y de su, sentido) entonces podríamos quizá concebir todo lenguaje como algo distinto de lo que nos revela el esquema corriente, de ahora en adelante, de la comunicación. Advertimos desde este momento que la segunda opción sigue siendo teórica por el momento y que las investigaciones —muy recientes por cierto— que se dedican a este tema son de orden meramente metodológico. La concepción que domina en la actualidad en el estudio de la gestualidad es la de la kinésica americana.
Se la ha podido definir como una metodología que estudia «los aspectos comunicativos del comportamiento aprendido y estructurado del cuerpo en movimiento». Nació en América, relacionándose estrechamente con la etnología que había de dar cuentas de) comportamiento general, lingüístico así como gestual, de las sociedades primitivas. ¿Mediante qué sistema gestual estructura el hombre su espacie, corporal en el transcurso de la comunicación?
¿Qué gestos caracterizan una tribu o un grupo social? ¿Cuál es su sentido? ¿Cuál es su inserción dentro de la complejidad de la
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comunicación social? La antropología y la sociología, atendiendo a la importancia del lenguaje y de la comunicación para el estudio de las leyes de la sociedad, han sido las primeras en esbozar un estudio del gesto.
Sin embargo, desde entonces, la kinésica se ha especificado en tanto que ciencia y plantea de modo más directo el problema de saber en qué medida el gesto es un lenguaje.
La kinésica admite en primer lugar que el comportamiento gestual es un «estrato» particular y autónomo en el canal de la comunicación. A dicho estrato se le aplicará un análisis que se inspira, sin imitarlos al pie de la letra, de unos procedimientos fonológicos en la medida en que se reconoce a la fonética en tanto que la ciencia humana más avanzada en la sistematización de su objeto. Se aísla luego el elemento mínimo de la posición o del movimiento, se busca los ejes de oposición y se establece sobre éstos las relaciones de los elementos mínimos en una estructura con varios niveles.¿Cuáles serán estos niveles? Se los puede concebir como análogos a los niveles lingüísticos: fonemático y morfemático. Otros investigadores, más reticentes ante la analogía absoluta entre el lenguaje verbal y el lenguaje gestual, proponen un análisis autónomo del código gestual en kine (el más pequeño elemento perceptible de los movimientos corporales, por ejemplo, arquear o fruncir el entrecejo) y kinema (el mismo movimiento repetido con una única señal antes de volver a la posición inicial): éstos se combinan como unos prefijos, sufijos y transfijos para formar unas unidades de un orden superior: kinemorfos y kinemorfemas. De tal manera que el kine «movimiento de entrecejo» puede ser alokínico con kines «cabeceo», «movimiento de manos», etcétera, o con acentos, para formar unos kinemorfos. La combinación de los kinemorfos da lugar a unas construcciones kinemórficas complejas. Vemos claramente la analogía de semejante análisis con la del discurso verbal mediante sonidos, palabras, proposiciones, etc.
Una parte especializada de la kinesia, la parakinésica, estudia los fenómenos individuales y accesorios de gesticulación que se agregan al código gestual corriente para caracterizar un comportamiento social o individual. Aquí, una vez más, la analogía con la lingüística es evidente: asimismo, la paralingüística definida por Sapir estudia los fenómenos accesorio; de la vocalización y de la articulación del discurso en general.
Semejantes estudios, si bien queda mucho aún para abarcar toda la complejidad de la gestualidad cotidiana, y todavía más por lo que se
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refiere al universo complejo de la gestualidad ritual o de la danza, no son sino los primeros pasos dados hacia una ciencia de las praxis complejas, una ciencia para la cual el nombre de «lenguaje de los gestos» no será una expresión metafórica.

El lenguaje musical

Muy pocos y muy recientes son los estudios del lenguaje musical que no se limiten a reproducir el impresionismo habitual de la teoría de la música. Si bien es cierto que estos estudios se limitan principalmente a demarcarse del discurso subjetivo y vago que submerge los tratados de música, así como estudios concretos aunque puramente técnicos acústica, evaluación cuantitativa de las duraciones, de las frecuencias, etc.), y a plantear desde un enfoque teórico la relación de la música con el lenguaje: ¿en qué medida la música es un lenguaje y qué es lo que la distingue de manera radical del lenguaje verbal?
Entre los primeros que han abordado la música en tanto que lenguaje, citamos a Fierre Boulez, Releves d’apprenti (1966), que habla de «lenguaje musical», de «semántica», de «morfología» y de
«sintaxis» de la música... La semiótica de la música, heredera de trabajos de este tipo, se esfuerza por concretar el sentido de estos términos, incluyéndolos en el sistema específico que será para ella el sistema significante de la música.
En efecto, las similitudes entre ambos sistemas son considerables. El lenguaje verbal y la música se realizan ambos en el tiempo recurriendo al mismo material (el sonido) y actuando sobre los mismos órganos receptores. Ambos sistema tienen respectivamente sistemas de escritura que marcan sus entidades y sus relaciones. Pero si ambos sistemas significantes se organizan según el principio de la diferencia fónica de sus componentes, tal diferencia no es del mismo orden en el lenguaje verbal y en la música. Las oposiciones binarias fonéticas no son pertinentes en música. El código musical se organiza sobre la diferencia arbitraria y cultural (impuesta en los marcos de una determinada civilización) entre los distintos valores vocales: las notas.
Esta diferencia no es sino la consecuencia de una diferencia capital: si la función fundamental del lenguaje es la función comunicativa y si transmite un sentido, la música va en contra de este principio de comunicación. Transmite un «mensaje» entre un sujeto y un

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destinatario aunque es difícil decir que comunica un sentido preciso. Es una combinatoria de elementos diferenciales, y evoca más bien un sistema algebraico que un discurso. Si el destinatario entiende tal combinación como un mensaje sentimental, emotivo, patriótico, etc, estamos entonces ante una interpretación subjetiva dada dentro de los marcos de un sistema cultural, más que ante un «sentido» implícito en el «mensaje». Pues si la música es un sistema de diferencias, no es un sistema de signos. Sus elementos constitutivos no tienen significado. Referente-significado-significante parecen aquí fundirse en una única marca, que se combina con otras en un lenguaje que no quiere decir nada. Stravinsky escribe en este sentido:
«Considero que la música, por su esencia, no puede nunca expresar nada: un sentimiento, una actitud, un estudio psicológico, un fenómeno de la naturaleza, etc. La expresión no ha sido jamás la propiedad inmanente de la música... El fenómeno de la música no viene dado con el único fin de instituir un orden en las cosas. Para ser realizado, exige entonces necesaria y únicamente una construcción. Una vez hecha la construcción, y alcanzado el orden, todo está dicho. Resultaría vano buscar y entender en ello otra cosa».
La música nos lleva, pues, al límite del sistema del signo. He aquí un sistema de diferencias que no es un sistema que quiere decir, como es el caso en la mayoría de las estructuras en lenguaje verbal. Hemos observado la misma particularidad en el lenguaje gestual cuando indicamos el estatuto específico del sentido en el gesto, siendo éste una producción de sentido que no llega a fijarse en el producto significativo. Pero en la praxis gestual, la reducción del código productor que no está cargado del significado productivo, está menos a la vista que en la música, ya que el gesto acompaña la comunicación verbal y no ha sido estudiado aún en su autonomía (rito, danza, etc.). La música, por su parte, evidencia esta problemática que bloquea la semiótica y replantea la omnivalencia del signo y del sentido. Pues la música es sin duda un sistema diferencial sin semántica, un formalismo que no significa...
Una vez asentado esto, ¿qué podría decir la semiótica acerca del sistema musical?
Por una parte, podrá estudiar la organización formal de los diferentes textos musicales.
Por otra, podrá establecer el «código» común, la «lengua» musical común de una época o de una cultura. El grado de comunicabilidad de un texto musical particular (es decir, su probabilidad de alcanzar el
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destinatario) dependerá de su parecido o de su diferencia con el código musical de la época. En sociedades monolíticas, como las sociedades primitivas, la «creación» musical exigía una obediencia estricta a las reglas del código musical considerado como dado y sagrado. A la inversa, el período llamado clásico de la música consta de una tendencia a la variación, de manera que cada texto musical inventa sus propiedades leyes y no obedece a las de la «lengua» común. Se trata de la famosa pérdida de la «universalidad» que la historia de la música atribuye principalmente a Beethoven. Para que un texto musical de esta índole, que rompe sus vínculos con la lengua musical común, sea comunicable, es preciso que se organice por dentro como un sistema regulado: así, por ejemplo, la repetición exacta de algunas partes de la melodía, que trazan las coordenadas de un obra musical en tanto que sistemas particulares en sí, difieren en Bach y en los compositores posteriores... «Desde principios del siglo XIX— escribe Boris de Schloezer (Introduction a Jean-Sébastien Bach)— el estilo ha muerto», siendo el estilo «el producto en cierto modo colectivo en que se cristalizan determinadas maneras de pensar, de sentir, de actuar de un siglo, de una nación, de un grupo incluso, si logra imponer su espíritu a una sociedad»
En la época moderna, la obra de Schönberg es, en boca de Boulez,
«el ejemplo mismo de la investigación de un lenguaje. Llegando a un período de disgregación, lleva esta disgregación hasta su última consecuencia: la «suspensión del lenguaje tonal... Impone descubrimiento, si los hubo, en la historia de la evolución morfológica de la música. Porque tal vez no sea tanto el hecho de haber realizado mediante la serie de doce sonidos una organización racional del cromatismo que da su verdadera medida al fenómeno Schönberg, sino más bien, en nuestra opinión, la institución del principio serial en sí; principio que —compartimos plenamente tal reflexión— podrá regir un mundo sonoro con intervalos más complejos que el semitono. Pues, así como los modos o las tonalidades generan no solamente las morfologías musicales sino, a partir de éstas, la sintaxis y las formas, también el principio serial contiene nuevas morfologías, además de — igualmente a partir de esta nueva repetición del espacio sonoro en el que la noción de sonido de por sí viene a ocupar el lugar preponderante— una sintaxis renovada y de nuevas formas específicas...
«Por el contrario, en Webern, la evidencia sonora se alcanza mediante la generación de la estructura a partir del material. Queremos hablar
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del hecho de que la arquitectura de la obra deriva directamente de la ordenación de la serie. Dicho de otro modo —de manera esquemática—, mientras que Berg y Schönberg limitan, en cierto modo, el papel de la escritura serial en el plano semántico del lenguaje
—la invención de elementos que se combinarán por medio de una retórica no serial— en Webern, el papel de esta escritura se extiende al plano de la retórica misma...»
Por último, la semiótica musical puede establecer las leyes concretas de organización de un texto musical en una época concreta, para compararlas con las leyes respectivas de los textos literarios o del lenguaje pictórico del mismo período, y establecer las diferencias, las divergencias, los retrasos y avances de los sistemas significantes los unos en función de los otros.

El lenguaje visible: la pintura

En una concepción clásica del arte, la pintura está considerada como una representación de lo real, ante lo cual se pondría en posición de espejo. Cuenta o traduce un hecho, un relato que ha existido realmente. Para esta traducción utiliza un lenguaje particular de formas y de colores que, en cada cuadro, se organiza en sistema fundado sobre el signo pictórico.
Está claro que, a partir de semejante concepción, el cuadro puede ser analizado como una estructura con entidades propias y reglas según las cuales se articulan. Entre las investigaciones, muy recientes, por cierto, efectuadas en este terreno, hemos de citar las de Meyer Schapiro; tratan de definir en primer lugar el signo pictórico, llamado signo icónico, en la medida en que es una imagen («icono») de un referente que existe fuera del sistema del cuadro. Se plantean varios problemas diferentes, no resueltos por el momento, según este enfoque: ¿cuáles son los componentes del signo icónico? ¿Llamaremos signo icónico al objeto pintado con relación al objeto real? ¿Pero no se destruirá entonces la especificidad del lenguaje pictórico al reducir sus componentes a los de un espectáculo fuera del cuadro, mientras que el lenguaje propio del cuadro es un lenguaje de líneas, de formas, de colores?...
Razón por la cual advertimos que antes de resolver estos problemas que nos llevarían a definir el signo pictórico, es preciso replantear el concepto de representación, sobre el que se basa la pintura

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representativa.
Si cogemos, en efecto, un cuadro clásico, es decir, un cuadro cuyos signos icónicos son análogos a los reales representados (por ejemplo, Les Joueurs d’échecs de Paris Bordone, tal como lo hizo J. C. Schefer en Scénographic d’un tableau, 1969) podemos observar que la lectura del lenguaje de ese cuadro pasa por tres polos: 1) la organización interna cerrada (la combinación de los elementos en oposiciones correlativas: las figuras humanas, los objetos, las formas, las perspectivas, etc.): es el código figurativo; 2) lo real a lo que este modo remite; 3) el discurso en el que se enuncian el código figurativo y lo real. El tercer elemento, el discurso que enuncia, reúne todos los componentes del cuadro; dicho de otro modo, el cuadro no es otra cosa que el texto que lo analiza. Este texto se convierte en cruce de significantes y sus unidades sintácticas y semánticas remiten a otros textos diferentes que forman el espacio cultural de la lectura. Se descifra el Código del cuadro cargando cada uno de sus elementos (las figuras, las formas, las posiciones) de uno o varios sentidos que les hubieran podido dar los textos (tratados filosóficos, novelas, poesías, etc.), evocados en el proceso de la lectura. El código del cuadro se articula sobre la historia que le rodea y produce de este modo el texto que constituye el cuadro.
Con este «devenir-texto» del cuadro, se comprende que el cuadro (y por lo tanto el signo icónico) no representa lo real sino un «simulacro- entre-el-mundo-y-el-lenguaje», sobre el que se apoya toda una constelación de textos que se cortan entre sí y convergen en una lectura de dicho cuadro, lectura que no se acaba jamás. Lo que parecía ser una mera representación ha resultado ser una destrucción de la estructura representada en el juego infinito de las correlaciones del lenguaje.
Se derivan dos consecuencias de tal concepción del lenguaje pictórico:
Primero, el código propiamente pictórico está en estrecha relación con el lenguaje que lo constituye y la representación pictórica se refiere entonces a la red de la lengua que emana del simulacro representativo por el código aunque, al superarlo, lo disuelve.
Luego, el concepto de estructura parece aplicarse sólo al código pictórico en sí, pero está descentrado en el texto que forma el cuadro por medio de la lectura. El cuadro, aunque sea clásico y representativo, no es sino un código estructurado; este código pone en marcha un proceso significante que lo ordena. Y el proceso en cuestión, por su parte, no es más que la historia de una cultura que se representa al
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pasar por el filtro de un código pictórico dado.
Vemos en qué medida una semejante acepción del signo icónico y de su sistema nos lleva a explorar las leyes de la simbolización entre las cuales las leyes del signo lingüístico aparecen cada vez más como una caso particular. Según una aguda observación de M. Pleynet, la intervención de Paul Cézanne (1839-1906) en la pintura europea ha modificado las condiciones del lenguaje pictórico. Efectivamente, en la obra de Cézanne y en muchas de las que llegaron posteriormente, el proceso que «descentra» la estructura del cuadro y va más allá del código pictórico mimo —proceso que, en la pintura clásica, se refugia en el «texto» del cuadro (o en el del sujeto que lo está mirando)— penetra en el propio objeto. Por lo que el objeto deja de ser un objeto para convertirse en un proceso infinito que toma en consideración el conjunto de las fuerzas que lo producen y lo transforman, en toda su diversidad. Recordemos a este respecto la cantidad de lienzos no acabados y sin firmar que nos dejó Cézanne, la repetición de las mismas formas, la utilización de diversos tipos de perspectivas, y su frase célebre: «No me dejaré atrapar». Recordemos igualmente el paso de una visión en perspectiva monocular a la dislocación en profundidad de una visión de tipo binocular, etc. Después de Cézanne, advierte Pleynet, se pudo interpretar su revolución de dos maneras: bien como una pura investigación formal (los cubistas), bien como una modificación de las relaciones objeto/proceso pictórico y ésta última sigue siendo la más fiel a la transformación cezannesca del objeto en proceso que recompone su historia (Duchamp, dada, anti- art).
El resultado es un cuadro que ya no es un objeto: se sustituye la representación de un cuadro por el proceso de su reproducción. Podemos entonces oponer al cuadro —estructura cerrada que la lengua traspasa— la pintura —proceso que traspasa el objeto (el signo, la estructura) que aquél produce.
Con Matisse, Pollock, Rothko, y tan sólo citamos unos pocos nombres, la pintura y la escultura modernas ilustran «la articulación productivo-transformadora de una praxis sobre su historia». Es decir, que la pintura es ahora un proceso de producción que no representa a ningún signo ni sentido, sino más bien la posibilidad de elaborar, a partir de un código limitado (pocas formas, algunas oposiciones de colores, las relaciones de una determinada forma con un determinado color) un proceso significante que analice los componentes de lo que pudo darse en el origen en cuanto que bases de la representación. Es
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así cómo la pintura (moderna) acalla al lenguaje verbal, el cual solía unirse al cuadro (clásico) que quería ser representación. Delante de una pintura, los fantasmas cesan, la palabra se apaga.

El lenguaje visible: La fotografía y el cine

Si bien es cierto que, con frecuencia, se ha examinado la naturaleza de la fotografía y del cine, sobre todo con un enfoque fenomenológico, el procedimiento que consiste en considerarlos en tanto que lenguajes es muy reciente.
A este respecto, se ha podido observar la diferencia entre la estructura fotográfica y la del cine, en cuando que se refiere a su modo de captar la realidad. Así, pues, Barthes vio en la temporalidad de la fotografía una nueva categoría del espacio-tiempo: «local inmediato y temporal anterior», «conjunción ilógica del aquí y del antaño». La fotografía nos muestra una realidad anterior y aunque da una impresión de idealidad, no se la recibe nunca como algo puramente ilusorio: es el documento de una «realidad de la que nos hallamos fuera del alcance».
Por lo contrario, el cine requiere la proyección del sujeto en lo que ve y se presenta no como la evolución de una realidad pasada sino como una ficción que el sujeto está viviendo. Se ha podido explicar esta impresión de realidad imaginaria que provoca el cine en su posibilidad de representar el movimiento, el tiempo, el relato, etc.
Por otra parte, independientemente de la crítica fenomenológica, los propios directores de cine han estudiado las características del cine, desde sus inicios, y han sido los primeros en extraer sus leyes. Estamos pensando aquí en teóricos como Eisenstein, Vertov. Debemos a Eisenstein, por ejemplo, los primeros tratados magistrales acerca de la forma y la significación en el cine en los que demuestra la importancia del montaje en la producción cinematográfica y, por ende, en toda producción significante. El cine no copia de manera «objetiva», naturalista o continuada una realidad que le es propuesta: recorta secuencias, aísla planos y los vuelve a combinar por medio de un nuevo montaje. El cine no reproduce cosas: las manipula, las organiza, las estructura. Y los elementos toman sentido sólo cuando se logra la nueva estructura a partir del montaje de aquéllos. Este principio del montaje, o mejor dicho de la unión de elementos aislados, similares o contradictorios y cuyo choque provoca una significación que no

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tienen de por sí, ya lo había encontrado Eisenstein en la escritura jeroglífica. Se sabe su interés por el arte oriental, y que había aprendido japonés... Según él, la película ha de ser un texto jeroglífico en que cada elemento aislado no tiene sentido más que en la combinatoria contextual y en función de su lugar dentro de la estructura. Evocaremos el ejemplo de las tres estatuas diferentes de león, que Eisenstein filma en el Acorazado Potemkin: aisladas en planos independientes y ordenadas una tras otra, forman un «enunciado fílmico» cuyo sentido sería identificar la fuerza del león con la revolución bolchevique.
Por lo cual, desde sus inicios, el cine se considera como un lenguaje y busca su sintaxis y hasta podríamos decir, que esta búsqueda de las leyes de la enunciación fílmica se ha acentuado más en la época en que el cine busca una lengua con estructura diferente de la del habla.
Otra tendencia, que se opone a la de montaje, se orienta hacia una narrativa cinematográfica en la que los planos no se recortan ni se ordenan sino en que el plano es una secuencia, un movimiento libre de la cámara (el «plano-travelling»); como si la película renunciase a mostrar la sintaxis de su lengua (travelling hacia adelante, travelling hacia atrás, panorámica horizontal, panorámica vertical, etc.), sino que se conformaba con hablar un lenguaje. Este es el caso de Antonioni, Visconti; en algunos otros (Orson Welles, Godard) se admiten ambos procedimientos.
Estas breves observaciones están indicando ya que el cine puede ser considerado no solamente como un lenguaje, con sus entidades y su sintaxis propias, sino que, además, ya lo es. Hemos percibido incluso una diferencia entre la concepción del cine en tanto que lengua y la concepción del cine en tanto que lenguaje. Varios estudios se ocupan en la actualidad de las reglas internas del lenguaje cinematográfico Se va incluso más allá del marco de la película propiamente dicho y se estudia el lenguaje de los cómics, esa sucesión de dibujos que, sin duda, imita la ordenación de las imágenes cinematográficas y supera con este procedimiento el estatismo de la foto y del dibujo para introducir el tiempo y el movimiento en el relato. La imagen (o la foto) aislada e un enunciado; ordenada en función de otras, conforma una narración. Vemos aquí abrirse un campo de exploración interesante: la relación entre el lenguaje cinematográfico y el de los cómics, por una parte, y el texto lingüístico (el habla el verbo) que se corresponde con ese lenguaje, traduciéndolo y sirviendo de soporte para aquél, por otra.

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Sin embargo, notamos rápidamente que el término «lenguaje» empleado aquí no se entiende en su sentido lingüístico Se trata en realidad de un uso analógico: puesto que el cine es un sistema de diferencias que transmite un mensaje, se le puede bautizar lenguaje. El problema que se plantea es saber si, tras los numerosos estudios psicológicos que se han hecho sobre el fenómeno cinematográfico, la concepción lingüística del lenguaje puede ser útil en el análisis de una película, para dar lugar a una semiótica del cine.
En su Essai sur la signification du cinema (1968), Christian Metz constata que, en el sistema cinematográfico, no hay nada que se pueda comparar en el nivel fonológico del lenguaje: el cine no tiene unidades del orden del fonema. Pero tampoco tiene «palabra»: se suele considerar la imagen como una palabra y la secuencia como una oración, pero para Metz la imagen equivale a una o varias oraciones y la secuencia es un segmento complejo del discurso. Es decir, que la imagen es «siempre habla, nunca unidad de lengua». Por consiguiente si hay una sintaxis del cine, queda por hacerla sobre una bases sintácticas y no morfológicas.
La semiótica del cine puede ser concebida bien como una semiótica de connotación bien como una semiótica de denotación. En el segundo caso, se estudiará el encuadramiento, los movimientos técnicos, los efectos de luces, etc. En el primero, se tratará de percibir diferentes significaciones, «atmósferas», etc., que provoca un segmento denotado. Por otra parte, es evidente que la semiótica cinematográfica se organizará como una semiótica sintagmática—estudio de la organización de los elementos dentro de un conjunto sincrónico— más que como una semiótica paradigmática: la lista de las unidades susceptibles de aparecer en un lugar concreto en una cadena fílmica no está siempre limitada.
Es posible concebir la manera en que se puede presentar esta semiótica del cine en tanto que estudio de su sintaxis, de la lógica de ordenación de sus unidades. Un ejemplo de esta lógica es el sintagma alternante: imagen de una estatua egipcia, imagen de un horno, etc. El choque repetido de esas imágenes, vistas desde distintos ángulos y enfoques, puede reconstruir en el lenguaje del cine todo un relato que la literatura habría introducido entre ambos sintagmas polares (estatua-horno) para explicar la razón de su ordenación. En semejante relato, el sintagma alternante delimita una historia que, en este caso concreto, es la de la civilización mediterránea (Méditerranée, de Jean- Daniel Pollet).

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El problema del análisis sintagmático de la película, para captar el modo de significación propio del cine, es, ya lo vemos, complejo: ¿cuál será la unidad mínima superior del ejemplo filmado? ¿Cómo articular los componentes imagen-sonido-habla en una única unidad o en varias que se combinen entre sí, etc.? Es obvio que la transformación de los principios lingüísticos en el análisis cinematográfico no da resultado sino a fuerza de ser totalmente reinterpretada y adaptada al sistema específico de la película. Se trataría menos de un ejemplo de nociones lingüísticas que de métodos lingüísticos: distinción significante/significado, recorte, comunicación, pertinencia, etc. Aquí como en los demás sistemas significantes, la importancia del estudio semiótico consiste en que pone de relieve las leyes de organización de los sistemas significantes que no han podido ser observadas en el sentido de lengua verbal; con estas leyes, podríase reconsiderar, algún día sin lugar a duda, el lenguaje para volver a encontrar zonas de significancia censuradas o descartadas en el estado actual de la ciencia lingüística: zonas que se apropia lo que se ha dado en llamar el «arte» para desplegarse en ellas y explorarlas.

La zoosemiótica

La observación del comportamiento animal proporciona unos datos interesantes que dan fe de la existencia de un sistema de comunicación sumamente desarrollado en el mundo animal, con frecuencia. En efecto, la variedad de las «expresiones» del cuerpo animal, denotando un estado o una función concreta (léase ilustración), los diversos gritos de los animales y los cantos de las aves, en distintos niveles, parecen indicar que los animales manejan un código específico de señalización. Biólogos y zoólogos han emprendido investigaciones en este sentido y han proporcionado abundante material, yendo de la comunicación de los insectos a las comunicaciones de los primates. Thomas A. Sebeok acaba de publicar estos datos en su libro Animal Communication (1968).
Nos limitaremos a dar dos ejemplos: la comunicación «gestual» de la abejas y la comunicación «vocal» de los delfines.
Los textos de Kircher en Misurgia Universalis (1771) son de los más antiguos en tratar el problema del lenguaje animal. Pero fue sobre todo en la década de los treinta cuando la ciencia dispuso de medios de investigación concretos para el estudio del código animal.
Karl von Frisch, profesor de Munich, observaba en 1923 la danza de
las abejas; cuando, después de haber libado, una abeja vuelve a su colmena, ejecuta ante los demás habitantes de la colmena una danza en la que resaltan dos componentes esenciales: círculos horizontales e imitaciones de la figura de la cifra 8. Estos bailes parecen indicar a las demás abejas el exacto emplazamiento de la flor de donde vuelve la abeja que ha estado libando: en efecto, poco tiempo después, llegan las abejas de su colmena hasta la misma flor. Von Frisch supone que les guía el lenguaje bailarín de la abeja libadora cuyos círculos horizontales indicarían la existencia de néctar y la figura en forma de 8 el polen. Entre 1948 y 1950, Von Frisch puntualizó los resultados de estas observaciones; las danzas indican la distancia de las colmenas al manjar, la danza circular anuncia una distancia de cien metros como mucho mientras que la danza en 8 puede anunciar una distancia de hasta seis kilómetros. El número de figuras en un tiempo determinado designa la distancia, mientras que el eje del 8 revela la dirección como respecto al sol.







Lenguaje de los animales: diversas posturas del lince (arriba) y del zorro (abajo) correspondiente a la agresividad o a la sociabilidad. Según Th. Sebeok, Animal communication, Ed. Mouton, La Haya. © Indiana university Press, Bloomington, Indiana, U.S.A., 1968.

Nos hallamos aquí frente a un código sutil que mucho tiene que ver con el lenguaje humano. Las abejas pueden transmitir mensajes que encierran varios datos: existencia de comida, posición, distancia; poseen una memoria puesto que son capaces de retener información para transmitirla luego; por último, simbolizan ya que una secuencia gestual indica aquí otra cosa que sí misma: un alimento, su posición, su distancia... Sin embargo, Benveniste advierte que sería difícil asimilar este sistema de comunicación, aunque esté sumamente elaborado, con el lenguaje humano. Efectivamente, la comunicación de las abejas es gestual y no vocal; no supone una respuesta por parte del destinatario sino una reacción: dicho de otro modo, no hay diálogo entre las abejas; la abeja que recibe el mensaje no puede transmitírselo a una tercera (por lo que no se construye un mensaje nuevo a partir del mensaje); finalmente, la comunicación parece referirse sólo a la comida. Benveniste concluye que la comunicación de las abejas no es un lenguaje sino un código de señales que, para desarrollarse y ejercerse, precisa una sociedad: el grupo de las abejas y su convivencia.


Intentos de notación musical de diversos gritos de animales por A. Kircher, Misurgia Universalis. Según Th. Sebeok, Animal Communication. Ed. Mouton, La Haya. © Indiana University Press, Bloomington, Indiana. U.S.A.. 1968.

Observando, además, la comunicación de los delfines, se ha podido poner de manifiesto unos hechos suplementarios acerca del lenguaje animal. Algunos delfines dan señales vocales que pueden expandirse bien por debajo del agua, bien en el aire. Pueden recibir una respuesta por parte del destinatario que permite al grupo reunirse. Esta señales no están destinadas únicamente para indicar el emplazamiento del alimento o para facilitar el encuentro del grupo. Varias señales aparecen como un verdadero canto que se ejecuta por el placer de escucharlo: tal es el caso de algunos delfines debajo del hielo ártico. Estas señales empiezan con la frecuencia de siete kHz y conllevan varias pulsaciones, como saltos de unas cuantas centenas de Hz, seguidas de un decrecimiento rápido por debajo de la frecuencia anterior al salto. Algunas señales pueden durar un minuto y caer hasta una frecuencia de menos de cien Hz. El cambio de frecuencia de una señal descompone a esta última en secuencias que tienen un valor
distintivo en la comunicación. Finalmente, las señales de los animales submarinos sirven a menudo para localizar el alimento o al enemigo: la emisión y retorno de una señal reflejada por un obstáculo supone una ayuda para la orientación del animal.
La comunicación animal nos sitúa frente a un sistema de información que, a la vez que es un lenguaje, no parece estar fundado sobre el signo y el sentido. El signo y el sentido aparecen cada vez más como unos fenómenos específicos de un determinado tipo de comunicación humana y están lejos de ser los universales de toda señalización. Una tipología de las señales y de los signos resulta pues necesaria y le daría su justo lugar al fenómeno de la comunicación verbal.
Lo que la zoosemiótica permite descubrir es la existencia de códigos de información en todos los organismos vivientes. «Porque los organismos terrestres, de los protozoarios al hombre, se parecen tanto entre sí por sus detalles bioquímicos —escribe Sebeok— estamos virtualmente seguros que todos provienen de una sola e idéntica instancia en que la vida tomó su origen. La variedad de las observaciones apoya la hipótesis según al cual el mundo orgánico entero desciende de modo lineal de la vida primordial, siendo el hecho más importante la ubicuidad de la molécula de ADN. El material genético de todos los organismos conocidos sobre la tierra se compone generalmente de los ácidos nucleicos ADN y ARN que contienen en su estructura una información transmitida y reproducida de generación en generación, y posee, además, una capacidad de autorrespuesta y de mutación. En fin, el código genético es “universal” o “más o menos...”.»
Por otra parte, el matemático soviético Lapunov (1963) subraya que todos los sistemas vivientes transmiten, a través de los canales estrictamente definidos y constantes, unas pequeñas cantidades de energía material que contiene una cantidad importante de informaciones y que controlan posteriormente una serie de organismos. Sebeok concluye, por su parte, que los fenómenos biológicos así como los fenómenos culturales pueden ser planteados como aspectos del proceso de información; e incluso la reproducción puede ser considerada como una informacion-respuesta o como un tipo de control que parece ser una propiedad universalista de la vida terrestre, independientemente de su forma y de su substancia.
Por el momento, dado el número relativamente poco elevado de investigaciones que se han hecho en este campo, toda conclusión es
prematura y la visión cibernética de la vida puede resultar ser un presupuesto metafísico que funda un conocimiento pero que la limita al mismo tiempo. Entre algunos científicos persiste la convicción de que el esfuerzo común de la genética, de la teoría de la información, de la lingüística, la semiótica, puede contribuir para la comprensión de la
«semiosis» que, según Sebeok, puede ser considerada como la definición de la vida. Nos hallamos ante un postulado fenomenológico que aquí se da como algo demostrado de forma empírica: el orden del lenguaje une el de la vida con el de la idealidad, el elemento de la significación, la substancia de la expresión que constituye el habla, reúne en paralelo el sentido (transcendental) y la vida.
 
Conclusión

Las representaciones y las teorías del lenguaje que acabamos de exponer de manera somera, abordan bajo el nombre de lenguaje un objeto siempre un poco diferente; al explicarlo bajo distintos puntos de vista, al hacerlo conocer de diversas maneras, aquellas teorías dan fe por encima de todo del tipo de conocimiento particular propio de una sociedad o de un período histórico. A través de la historia de los conocimientos lingüísticos no es tanto la evolución ascendiente de un conocimiento del lenguaje lo que aparece: lo que sobresale es la historia del pensamiento que se enfrenta a ese desconocido que lo constituye.
En lo que se ha convenido en llamar la prehistoria, la reflexión acerca del lenguaje se confundía con una cosmogonía natural y sexual de la que era inseparable y que ordenaba al ordenarse, agente, actor y espectador. La escritura frasográfica —base de la logografía y de la morfología— anuncia este tipo de funcionamiento en el que el mensaje se sustenta de las palabras y se transmite en una articulación transverbal, que conmemora el ensueño, o la poesía moderna, o el jeroglífico de todo sistema estético.
El atomismo indio y el atomismo griego intentan conciliar el acto de significar, percibido en su diferencia a partir de este momento, con lo que significa, buscando una atomización, un espolvoreamiento de ambas series fundidas una en la otra o reflejadas una por la otra; antes de que la Idea griega —aquel «significado transcendental» (cf. Derrida, De la Grammatologie)— hubiera salido a la luz, para constituir el acto de nacimiento de la filosofía, y conjuntamente de la gramática en cuanto que apoyo empírico y reflejo subordinado de una teoría filosófica o lógica. La gramática será, desde sus inicios y hasta hoy, didáctica y pedagógica, instrumento primero que enseña el arte del buen pensar decretado por la filosofía.
El objeto lenguaje —substancia sonora portadora de un sentido— se desprende del cosmos para ser estudiado en sí mismo. El extraer el lenguaje de lo que no es, pero que nombra y ordena, es sin duda el
primer salto importante en la corriente que conduce a la constitución de una ciencia del lenguaje. Lo encontramos, realizado, en la filosofía y la gramática griega. El sentido se convierte de ahora en adelante en aquella zona enorme y desconocida que la gramática, la lógica y cualquier otro acercamiento de la lengua van a buscar a través de los avatares de la epistemología.
En primer lugar, el lenguaje, aislado y delimitado en tanto que objeto particular, está considerado como un conjunto de elementos del que se busca la relación con el sentido y las cosas: la representación del lenguaje es atomística. Más tarde interviene una clasificación que distingue las categorías lingüísticas: es la morfología, anterior por dos siglos a la sintaxis (al menos en lo que concierne a Grecia y Europa) que consta de un pensamiento relacional.
La Edad Media entenderá el lenguaje como el eco de su sentido transcendental, profundizará el estudio de la significación. Durante esta época, es menos un conjunto de reglas morfológicas y sintácticas que la réplica de una ontología; es signo: significans y significatum.
Con el Renacimiento y el siglo XVII, el conocimiento clasificador de lenguas nuevamente descubiertas no acaba sin embargo con los propósitos metafísicos: las lenguas concretas se representan sobre el fondo universal de una lógica común cuyas leyes fijará Port-Royal. El Renacimiento estructuralista dejará su sitio a la ciencia del razonamiento: la Grammaire Générale.
El siglo XVIII intentará desligarse del fondo lógico sin llegar a olvidarlo; intentará organizar la superficie, la lengua, con una sintaxis propiamente lingüística; pero no abandonará por ello la investigación destinada a explicar, por medio de los signos, el vínculo de la lengua con el orden perdido de lo real, del cosmos.
Con el comparatismo, esta investigación del lugar original de la lengua se va a dirigir ya no hacia un real, cuyo modo de significar había que determinar anteriormente, sino hacia una lengua madre de la que las lenguas presentes serían las descendientes históricas. El problema lengua-realidad se sustituye por el problema de una historia ideal de las lenguas. Estas lenguas ya son unos sistemas formales con subsistemas: fonético, gramatical, flexional, de declinación, sintáctico. Con los neo-gramáticos, el estudio de la lengua será un estudio operacional de las transformaciones: la historia ideal está sistematizada por no decir estructurada.
El estructuralismo del siglo XX abandonará aquel eje vertical que orientaba la lingüística anterior bien hacia lo real extralingüístico, bien
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hacia la historia, y aplicará el método de composición relacional hacia el interior de una misma lengua. De este modo, cortada y limitada por sí misma, la lengua se convierte en sistema en Saussure, estructura en el Círculo de Praga y en Hjelmslev. Estratificada por capas cada vez más formales y autónomas, se presentará en los estudios más recientes como un sistema de relaciones matemáticas entre términos sin nombres (sin sentido). Llegada a esta extremada formalización, en la que la noción misma del signo se esfuma detrás de las de lo real y de la historia y en que la lengua ya no es sistema de comunicación ni producción-expresión de sentido, la ligüística parece haber alcanzado la cumbre del camino que se había marcado cuando se constituyó como ciencia de un objeto, de un sistema en sí. A partir de ese momento, en esta vía, no podrá sino multiplicar la aplicación de los formalismos lógico-matemáticos sobre el sistema de la lengua para demostrar mediante esta operación tan sólo su propia habilidad para unir un sistema rigurosamente formal (las matemáticas) con otro sistema (la lengua) que necesita ser despojada para adaptarse. Podemos decir que esta formalización, esta ordenación del significante exento de significado, rechaza las bases metafísicas sobre las que se apoyó el estudio de la lengua en su inicio: el distanciamiento y el vínculo con lo real, el signo, el sentido, la comunicación. Podemos preguntarnos si tal rechazo, a la vez que consolida las bases, no facilitará —mediante un juego dialéctico— el procedimiento que ha arrancado ya y que consiste en criticar los fundamentos metafísicos de una fenomenología que la lingüística soporta y quisiera ignorar.
Porque, fuera de la lingüística, el estudio psicoanalítico de la relación del sujeto con su discurso ha indicado que no se podría estudiar el lenguaje —por muy sistemática que pueda parecer la lengua— sin tomar en cuenta a su sujeto. La lengua-sistema formal no existe fuera del habla, pues la lengua es ante todo discurso.
Por otra parte, la expansión del método lingüístico en otros campos de praxis significantes, es decir, la semiótica, tiene la ventaja de confrontar este método a objetos resistentes, para mostrar cada vez más que los modelos hallados por la lingüística formal no son omnivalentes y que los diversos modos de significación han de ser estudiados independientemente de aquella cumbre-límite que ha alcanzado la lingüística.
Ambos dominios, psicoanálisis y semiótica, que se fundaban en un principio sobre la lingüística, demuestran que la expansión de ésta — resultado de un gesto totalizador que ha querido arquitecturizar el
universo en un sistema ideal— la ha enfrentado con sus límites, obligándola a transformarse para dar una visión más completa del funcionamiento lingüístico y, en general, del funcionamiento significante. Sin duda guarda el recuerdo de una sistematización y de una estructuración que le ha impuesto nuestro siglo. Pero tomará al sujeto en cuenta, así como la diversidad de los modos de significación, las transformaciones históricas de esos modos, para refundirse en una teoría general de la significación.
Porque no se le podría asignar su lugar a la lingüística, y menos aún hacer una ciencia de la significación, sin una teoría de la historia social en cuanto que interacción de varias praxis significantes. Entonces se podrá apreciar en su justo valor aquel pensamiento según el cual todo dominio se organiza como un lenguaje; sólo entonces el lugar del lenguaje, así como el del sentido y del signo, podrá hallar unas coordenadas exactas. Y esto es justamente hacia lo que puede tender una semiótica entendida no como una simple extensión del modelo lingüístico a todo objeto que pudiera ser considerado como dotado de sentido, sino como una crítica del concepto mismo de la semiosis, en base a un estudio profundizado de las praxis históricas concretas.
En reino del lenguaje en las ciencias y la ideología moderna tiene como efecto una sistematización general del dominio social. Sin embargo, bajo esta apariencia, podemos distinguir un síntoma más profundo, el de una completa mutación de las ciencias y de la ideología de la sociedad tecnocrática. Occidente, tranquilizado por el control que ha adquirido sobre las estructuras del lenguaje, puede ahora confrontar tales estructuras con una realidad compleja y en constante transformación, para hallarse frente a todos los olvidos y todas la censuras que se habían permitido edificar dicho sistema: sistema que no era sino un refugio, lengua sin lo real, signo, o simplemente significante. Remitida a aquellos mismos conceptos, nuestra cultura se ve obligada a replantear su propia matriz filosófica.
Por ello, el predominio de los estudios lingüísticos y, más aún, la diversidad babilónica de las doctrinas lingüísticas —aquella diversidad que ha adoptado el nombre de «crisis»— indica que la sociedad y la ideología atraviesan una fase de autocrítica. El fermento lo constituyó ese objeto aún desconocido: el lenguaje.
 
 
Contenido
PRIMERA PARTE 4
Introducción a la lingüística 4
¿Qué es el lenguaje? 6
1. El lenguaje, la lengua, el habla, el discurso 7
2. El signo lingüístico 13
3. La materialidad del lenguaje 19
Lo fonético 19
Lo gráfico y lo gestual 24
Categorías y relaciones lingüísticas 31
SEGUNDA PARTE 41
El lenguaje y la historia 41
1. Antropología y lingüística 47
Conocimiento del lenguaje en las sociedades llamadas primitivas
________________________________________________ 47 2. Los egipcios: su escritura __________________________ 61
3. La civilización mesopotámica: Sumerios y acadios 65
4. China: la escritura como ciencia 68
5. La lingüística india 77
6. El alfabeto fenicio 84
7. Los hebreos: la Biblia y la Cábala 89
8. La Grecia lógica 94
9. Roma: Transmisión de la gramática griega 105
10. La gramática árabe 116
11. Las especulaciones medievales 121
12. Humanistas y gramáticos del Renacimiento 128
13. La Gramática de Port-Royal 141
14. La Enciclopedia: la lengua y la naturaleza 153
15. El lenguaje como historia 172
16. La lingüística estructural 194
Investigaciones lógicas 198
El Círculo lingüístico de Praga 200
El Círculo de Copenhague 207
El estructuralismo americano 214
La lingüística matemática 225
La gramática generativa 228
TERCERA PARTE 238
Lenguaje y lenguajes 238
1. Psicoanálisis y lenguaje 239
2. La praxis lingüística 250
Oradores y retores 251
La literatura 259
3. La semiótica 266
La antropología estructural 270
El lenguaje de los gestos 274
El lenguaje musical 279
El lenguaje visible: la pintura 282
El lenguaje visible: La fotografía y el cine 285
La zoosemiótica 288
Conclusión 294

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