lunes, 26 de septiembre de 2016

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 2

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 2
4. ¿Qué es la opinión pública?

«Pues yo todavía no sé qué es la opinión pública», dijo un participante en la sesión matutina de una conferencia sobre la opinión pública cuando salía de la sala para la pausa del mediodía. Eso fue en 1961 en Baden-Baden, en un simposio de profesionales e investigadores de los medios de comunicación. No era el único que se sentía incómodo. Generaciones de filósofos, juristas, historiadores, politólogos e investigadores del periodismo se han tirado de los pelos intentando formular una definición clara de la opinión pública.

Cincuenta definiciones
Además, desde entonces no se han realizado progresos. Por el contrario, el concepto se ha disuelto cada vez más hasta volverse totalmente inútil a efectos prácticos. A mediados de los años sesenta un profesor de Princeton, Harwood Childs (1965, 14-26), emprendió la tediosa tarea de recoger definiciones y encontró cincuenta distintas en la literatura existente. En los años cincuenta y sesenta aumentó la exigencia de abandonar el concepto. Se decía que la opinión pública era una ficción que pertenecía al museo de la historia de las ideas. Sólo podía tener un interés histórico. Lo notable fue que esta campaña no sirvió para nada. «El concepto sencillamente se niega a morir», se lamentaba un profesor alemán de periodismo, Emil Dovifat (1962, 108). También en 1962, en su discurso inaugural sobre «El cambio estructural en el concepto de lo público: la investigación de una categoría en la sociedad burguesa», Jürgen Habermas comentaba que «no sólo el uso coloquial... se aferra a él, sino también los científicos y los investigadores, especialmente de derecho, política y sociología, que aparentemente no pueden reemplazar categorías tradicionales como la de "opinión pública" por términos más precisos» (1962, 13).
W. Phillips Davison, profesor de periodismo en la Universidad de Columbia, comenzaba su artículo «Public Opinion», escrito para la edición de 1968 de la International Encyclopedia of the Social Sciences, con esta frase: «No hay una definición generalmente acep- tada de "opinión pública". Sin embargo», seguía, «el término se ha utilizado con frecuencia creciente... Los esfuerzos por definir el término han llevado a expresiones de frustración tales como "la opinión pública no es el nombre de ninguna cosa, sino una clasifi- cación de un conjunto de cosas"» (Davison 1968, esp. pág. 188). Y después menciona la lista de unas cincuenta definiciones de Childs. Tàmbién encontramos esta perplejidad en los escritos del historiador alemán Hermann Oncken, que, en un artículo publicado en 1904, la
expresó así: «El que desee comprenderlo y definirlo [el concepto de opinión pública] se dará cuenta enseguida de que está tratando con un Proteo, un ser que aparece simultáneamente con mil máscaras, tanto visible como fantasmal, impotente y sorprendentemente poderoso, que se presenta bajo innumerables formas y se nos escapa siempre entre los dedos en cuanto creemos haberlo aferrado firmemente... Algo que flota y fluye no puede entenderse encerrándolo en una fórmula... Después de todo, cuando se le pregunta, todo el mundo sabe exactamente qué significa la opinión pública» (Oncken 1914, esp. 224- 225, 236).
Es interesante que un intelectual con la sagacidad y la potencia conceptual de Oncken se evada diciendo que «después de todo... todo el mundo sabe...», y reduzca la búsqueda de definiciones, re- quisito fundamental para la aplicación del método científico, a un
«encerrar en una fórmula».

La espiral del silencio como proceso de creación y propagación de la opinión pública
A principios de los años setenta, yo estaba desarrollando la hipótesis de la espiral del silencio intentando explicar los enigmáticos descubrimientos de 1965 (intenciones de voto que no cambiaban junto a una expectativa creciente de victoria de uno de los bandos). En ese momento empecé a preguntarme si habríamos encontrado un modo de acceder a una parte de ese monstruo llamado «opinión pública».
«Se presenta bajo innumerables formas y se nos escapa siempre entre los dedos», como lo describió Oncken (1914, 225). La espiral del silencio podría ser una de las formas de aparición de la opinión pública. Podría ser un proceso por el que creciera una opinión pública nueva, joven, o por el que se propagara el significado transformado de una opinión antigua. Si fuera así, seguiría siendo necesario encontrar una definición de opinión pública para evitar tener que afirmar que «la espiral del silencio es el proceso por el que se propaga algo indefinible».
La controversia intelectual giraba en torno a los dos términos del concepto, el de «opinión» y el de «público».

Meinung y opinion significan cosas distintas
Nuestra investigación sobre el significado de lo que en alemán se llama Meinung (opinión) nos llevó hasta La república de Platón. Con ocasión de un festival en la ciudad portuaria de El Pireo, en una conversación sobre el Estado con Glaucón y otros amigos, Sócrates expone un concepto de opinión muy semejante al concepto alemán tradicional:
-¿Entonces piensas que la opinión es más oscura que el conocimiento pero más clara que la ignorancia? -le pregunté.
-Mucho más -respondió.
-¿Se encuentra entonces entre ambos?
-Sí.
-¿La opinión está, pues, entre los dos?
-Exactamente

(Platón 1900, 165-166).

La opinión se encuentra en una situación intermedia. Para Platón, no carecía completamente de valor. Sin embargo, muchos otros autores la distinguían sólo negativamente del conocimiento, la creencia y la convicción. Kant (1893, 498) caracterizó la opinión como «un juicio insuficiente, tanto subjetiva como objetivamente». Los anglosajones y los franceses, por el contrario, veían la opinión (opinion) como algo más complejo. Prescindían de lo valiosa o inútil que pudiera ser y la interpretaban como el acuerdo unificado de una población o de un determinado segmento de población. El filósofo social inglés David Hume la llamó common opinion (opinión común) en una obra publicada en 1739 (Hume 1896, 411). A la opinion inglesa y francesa subyacía un sentido de acuerdo y de comunidad.

Acuerdo que exige reconocimiento
A partir de lo que hemos aprendido sobre la espiral del silencio, la interpretación inglesa y francesa tiene mucho más sentido que la preocupación alemana por el valor o la falta de valor de la opinión. Los individuos observarían el consenso de su medio y lo compararían con su propia conducta. No tiene que tratarse necesariamente, pues, de un consenso de opinión; puede tratarse de opciones de conducta: llevar una insignia o no llevarla, ceder el asiento a un anciano o permanecer sentado en un transporte público. Para el proceso de la espiral del silencio no importaba que una persona se aislase mediante una opinión o mediante una conducta. Estas consideraciones nos hicieron ver que, en la definición buscada, había que entender la opinión como expresión de algo considerado aceptable, teniendo en cuenta, pues, el elemento de consenso o acuerdo presente en el uso inglés y francés del término.

Tres significados de «público»
La interpretación de «público» demostró ser al menos tan difícil como la de «opinión». Muchos estudiosos han discutido sobre el concepto de «público». Como afirmaba Habermas, «el uso de "público" y de "lo
público" muestra una multiplicidad de sentidos distintos» (1962, 13). Para empezar, está la acepción legal de «público», que subraya el aspecto etimológico de «apertura»: es lo abierto a todo el mundo -un lugar público, un camino público, un juicio público- en cuanto distinto de la esfera privada (del latín privare), que es algo distinguido o apartado como propio. Encontramos un segundo significado en los conceptos de derechos públicos y poder público. En este caso,
«público» denota alguna implicación del Estado. Según este segundo uso, «público» está relacionado con los intereses públicos como se expresa, por ejemplo, en la frase «la responsabilidad pública de los periodistas». Esto significa que se trata de asuntos o problemas que nos atañen a todos, relacionados con el bienestar general. Los Estados basan el uso legal de la fuerza en este principio: el individuo ha cedido a los órganos del Estado la posibilidad de aplicar la fuerza. El Estado tiene el monopolio del uso de la fuerza. Por último, en la expresión «opinión pública», «público» debe tener un significado relacionado con los anteriores pero diferentes. Algunos teóricos del derecho como Ihering y von Holtzendorff se han maravillado ante el asombroso poder de la opinión pública para hacer que el individuo se someta a los reglamentos, las normas y las reglas morales sin recurrir a la ayuda de los legisladores, gobiernos o tribunales. «Es barata»: así elogió a la opinión pública el sociólogo estadounidense Edward Ross en 1898 (1969, 95). La equivalencia de «opinión pública» y «opinión predominante» es un factor común presente en sus múltiples definiciones. Esto sugiere el hecho de que algún tipo de adhesión a la opinión pública crea las condiciones que impulsan a obrar a los individuos, incluso contra su voluntad.

La piel social
El tercer sentido de «público» podría caracterizarse como psicosociológico. El individuo no vive sólo en ese espacio interior en el que piensa y siente. Su vida también está vuelta hacia afuera, no sólo hacia las otras personas, sino también hacia la colectividad como un todo. En determinadas circunstancias (pienso en la famosa distinción de Ferdinand Tönnies entre Gemeinschaft y Gesellschaft -comunidad y sociedad-), el individuo expuesto queda protegido por la intimidad y familiaridad infundida, por ejemplo, por una religión compartida. Pero en las grandes civilizaciones el individuo está aún más expuesto a las exigencias de la sociedad (Tönnies 1922, 69, 80). ¿Qué es eso que
«expone» continuamente al individuo y le exige que atienda a la dimensión social de su medio? Es el miedo al aislamiento, a la mala fama, a la impopularidad; es la necesidad de consenso. Esto hace que la persona desee prestar atención al entorno y se vuelva así
consciente del «ojo público». Los individuos corrientes siempre saben si están expuestos a u ocultos de la visión pública, y se comportan en consecuencia. Es cierto que las personas parecen diferir mucho en el modo en que les afecta esta conciencia. El individuo atiende con inquietud a esta corte anónima que reparte la popularidad y la impopularidad, el respeto y el escarnio.
Los intelectuales, fascinados por el ideal del individuo emancipado e independiente, apenas han caído en la cuenta de la existencia del individuo aislado temeroso de la opinión de sus iguales. Se han dedicado, por el contrario, a explorar otros muchos significados y dimensiones posibles del concepto, a menudo en estériles ejercicios académicos. Han investigado el contenido de la opinión pública, partiendo del supuesto de que versa sobre temas importantes, de
«relevancia pública». También han estudiado de quién es la opinión que se puede considerar opinión pública, concretamente la de los miembros de la comunidad que quieren y pueden expresarse res- ponsablemente sobre los asuntos de relevancia pública ejerciendo así una misión de crítica y control del gobierno en nombre de los gobernados. Asimismo han reflexionado sobre las formas de la opinión pública, identificándolas como las que se expresan abiertamente y son, por ello, accesibles para todos: las opiniones que se hacen públicas, especialmente las que se hacen públicas en los medios de comunicación de masas. Sólo el aspecto psicosociológico de «pú- blico» parece haber sido prácticamente olvidado en todas las defi- niciones de este concepto formuladas en el siglo XX. Sin embargo, éste es el sentido que la gente percibe en su sensible piel social, en su naturaleza social.

Opiniones que pueden expresarse en público sin aislarse
En los capítulos anteriores he intentado identificar elementos que parecen estar relacionados con el proceso de la opinión pública y son investigables empíricamente: 1. la capacidad humana de percibir el crecimiento o debilitamiento de las opiniones públicas; 2. las reacciones ante esta percepción, que impulsan a hablar más confiadamente o a callarse; 3. el temor al aislamiento que hace que la mayor parte de la gente tienda a someterse a la opinión ajena. Con estos tres elementos podemos construir una definición operativa de la opinión pública: opiniones sobre temas controvertidos que pueden expresarse en público sin aislarse. Esta definición nos va a servir de pauta inicial para nuestras investigaciones posteriores.
Hay que completar, por supuesto, esta interpretación de la opinión pública, ya que sólo se aplica a situaciones en las que las opiniones compiten entre ellas, cuando las nuevas ideas emergentes están
encontrando aprobación o se están desmoronando las concepciones existentes. Ferdinand Tönnies pensaba -en su Kritik der öffentlichen Meinung (Crítica de la opinión pública), de 1922- que la opinión pública existía en diversos grados o estados de agregación: sólido, fluido y gaseoso (1922, 137-138). Utilizando la analogía de Tönnies, la espiral del silencio sólo aparece en el estado fluido. Por ejemplo, cuando un bando habla de Radikalenerlass -exclusión de extremistas de la función pública- y el otro de Berufsverbot -obstaculización del derecho personal a ejercer una profesión-, cada bando tiene su propio idioma y podemos comprobar el movimiento de la espiral del silencio observando la frecuencia con que la mayoría utiliza cada término. Cuando las opiniones y las formas de comportamiento se han impuesto, cuando se han convertido en costumbre o tradición, no podemos seguir reconociendo en ellas un elemento de controversia. El elemento de controversia, requisito esencial para que pueda haber aislamiento, sólo se activa tras una contravención, cuando se ha violado una opinión pública, una tradición o una moral firmemente establecida. A finales del siglo XIX, Franz von Holtzendorff (1879- 1880, 74) habló de la «censura moral» de la opinión pública, y von Ihering (1883, 340) la llamó la «inspectora de todo lo moral», despojándola de cualquier rasgo intelectual. Esto es lo que quería decir cuando se refería a la consciente o inconsciente «reacción práctica de la comunidad... ante la lesión de sus intereses, una defensa para la propia protección» (Ihering 1883, 242). Hay que completar la definición de la opinión pública porque, en el terreno de las tradiciones, la moral y, sobre todo, las normas consolidadas, las opiniones y comportamientos de la opinión pública son opiniones y comportamientos que hay que expresar o adoptar si uno no quiere aislarse. El orden vigente es mantenido, por una parte, por el miedo indivi dual al aislamiento y la necesidad de aceptación; por la otra, por la exigencia pública, que tiene el peso de la sentencia de un tribunal, de que nos amoldemos a las opiniones y a los comportamientos establecidos.

La opinión pública como aprobación y desaprobación
¿Puede una definición correcta ignorar lo que se ha presentado como opinión pública en cientos de libros, es decir, sólo la opinión sobre asuntos de significado político? Según nuestra definición, la opinión pública -se refiera al cambio o a la defensa de posiciones establecidas y consolidadas- no está restringida a ningún tema particular. De lo que se trata es de la aprobación o la desaprobación de opiniones y comportamientos observables públicamente. Se trata de la aprobación o la desaprobación perceptible para el indivi duo. La espiral del silencio
es una reacción ante la aprobación y la desaprobación patente y visible en el marco de constelaciones cambiantes de valores. Támpoco hay restricción respecto al tema de quién es el portador de la opinión que hay que tener en cuenta. Desde este punto de vista, la opinión pública no les pertenece sólo a los que sienten esa vocación o a los críticos talentosos, al «público políticamente activo» de Habermas (1962, 117). Todos estamos implicados.

Un viaje por el pasado: Maquiavelo, Shakespeare, Montaigne
Para comprobar si el concepto de opinión pública como se ha desarrollado a partir de la espiral del silencio está bien fundamentado, podemos retroceder doscientos años hacia el país en que apareció por primera vez el término «opinión pública»: la Francia del siglo XVIII. En una famosa novela publicada por primera vez en 1782, Les liaisons dangereuses (Las amistades peligrosas), Choderlos de Laclos utiliza de pasada el término l'opinion publique como una expresión corriente. El pasaje de Laclos narra un intercambio epistolar entre una mujer sofisticada y una joven dama. La mujer mayor aconseja a su amiga que evite la compañía de un hombre de mala reputación: «Creéis que será capaz de cambiar a mejor, sí, y supongamos que este milagro ocurra. ¿No persistirá la opinión pública contra él, y no bastará esto para modificar en consecuencia vuestra relación con él?» (Choderlos de Laclos 1926, 1:89).
Aquí vemos actuar a la opinión pública como un tribunal de justicia en esferas muy alejadas de la política y de las personas especialmente caracterizadas por sus opiniones políticas. La autora de la carta da por sentado que ese grupo anónimo y vagamente descrito, denominado opinión pública, influirá tanto en la receptora de la carta que le inducirá a modificar consecuentemente su comportamiento. Pero podemos retroceder aún más en el pasado, a una época anterior a la que vio nacer la expresión «opinión pública». Allí encontramos el mismo tribunal anónimo juzgando y, aunque con un nombre diferente, muestra un conflicto casi idéntico. Shakespeare describe una conversación entre el rey Enrique IV y su hijo, el futuro Enrique V. El rey reprende a su hijo porque se le ve demasiado a menudo en mala compañía. Debería tener más en cuenta la opinión. La opinión es de la mayor importancia. El rey dice que la opinión le ha elevado al trono: « La opinión que me dio la corona» (Enrique IV, 1ª parte, tercer acto). Si Shakespeare podía emplear en la escena tan decididamente el término «opinión» a finales del siglo XVI, no es sorprendente que la expresión más larga «opinión pública» no se acuñara en Inglaterra sino en Francia. El término inglés opinion parecía contener un grado suficiente de «publicidad» -esa cualidad de tribunal de justicia creador
y destructor de reputaciones- como para necesitar en absoluto el complemento del adjetivo «pública».
La idea de que un gobernante o un futuro rey debiera prestar atención a la opinión de su medio, de su público general, no era ciertamente nada extraño o nuevo para Shakespeare. Su siglo estaba familiarizado con El príncipe (1514), de Maquiavelo, con secciones importantes que aconsejaban a los gobernantes el mejor modo de tratar al público. Nunca hay, dice Maquiavelo, más que unos pocos que «sientan» un gobierno o, podemos traducirlo, que se sientan directamente afectados por él. Pero todos lo ven, y todo depende de que parezca, a ojos de quien lo ve, poderoso y virtuoso. «Al vulgo le guían las apariencias.» «No es, pues, necesario que el príncipe tenga todas las cualidades deseables [misericordia, fidelidad, humanidad, sinceridad, religiosidad, etc.], pero sí mucho que parezca tenerlas.» El príncipe, decía Maquiavelo, debe evitar todo lo que pueda suscitar el odio o hacerle parecer despreciable. Debe esforzarse para que la gente esté satisfecha con él (Maquiavelo 1950, 64-66, 56, 67; Rusciano s.f., 35,
40, 33, 25, 37).
En la advertencia de Enrique IV a su hijo subyacía una teoría que Maquiavelo expuso así en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio: «No hay mejor muestra del carácter de un hombre que las compañías que frecuenta. Y por eso, muy apropiadamente, el que tiene compañías respetables adquiere un buen nombre, ya que es imposible que no haya ninguna semejanza de carácter y de costumbres entre él y sus conocidos» (Maquiavelo 1971/1950, 509- 511; Rusciano s.f., 64).
Nos encontramos en la primera mitad del siglo XVI, pero apenas tenemos la sensación de habernos introducido en una época en la que la gente fuera menos sensible que actualmente ante la importancia de la buena reputación, o ante el tribunal crítico de la opinión pública.
Maquiavelo y Shakespeare nos han proporcionado, sin embargo, una nueva intuición, concretamente la de que el tribunal de justicia llamado opinión pública no sólo hace temblar por su reputación a la gentecilla sin importancia. También los príncipes, los señores y los gobernantes están sometidos a sus dictados. Maquiavelo le advierte al príncipe al que intenta instruir que, para gobernar, tiene que conocer plenamente la naturaleza de sus súbditos (Maquiavelo 1971, 257). El poder del pueblo estriba en su capacidad de rechazar el gobierno del príncipe y destronarlo si no presta atención a sus deseos (Rusciano s.f., 49).

El descubridor de la dimensión pública: Montaigne
En la Universidad de Maguncia iniciamos algunos estudios literarios sistemáticos elaborando un cuestionario de veinte preguntas sobre
textos en lugar de sobre personas. ¿Contiene un texto determinado el concepto de opinión pública o conceptos relacionados con éste?
¿Describe el miedo al aislamiento? ¿Describe conflictos entre el individuo y la colectividad, entre la opinión dominante y la opinión desviada? «Peinamos» los textos como podríamos «peinar» el campo: la Biblia, mitos, cuentos de hadas, obras de filósofos, ensayistas, poetas.
En un texto de Wilhelm Bauer (1920), que escribió varias obras sobre la opinión pública, Kurt Braatz -un estudiante de doctorado- encontró un comentario que indicaba que Maquiavelo había utilizado el concepto en italiano. Pero no aportaba ninguna cita, y no pudimos localizar el pasaje. Aunque las traducciones inglesas de Maquiavelo han utilizado la expresión public opinion, los Discorsi emplean términos como opinione universale (1, 58), commune opinione (11, 10)
o pubblica voce (111, 34).
Pensábamos que para determinar el significado de «opinión pública» teníamos que ver cómo empezó a usarse el concepto, en qué contexto, a partir de qué observaciones, igual que se puede conocer mejor una planta estudiando su hábitat. Nuestras expectativas quedaron confirmadas. Michael Raffel (1984) resumió los descu- brimientos de su tesina de licenciatura en un artículo titulado «El creador del concepto de opinión pública: Michel de Montaigne». En la edición de 1588 de sus ensayos, unos setenta años después de la aparición de los Discorsi de Maquiavelo, Montaigne utilizó en dos ocasiones el sustantivo colectivo l´opinion publique. Explicó por qué sus escritos estaban salpicados de tantas citas de escritores de la antigüedad de esta manera: «En realidad, la opinión pública es la que me hace presentarme con todos estos adornos prestados» (Montaigne 1962, 1033). La segunda vez que empleó la expresión «opinión pública» fue al tratar la cuestión de cómo podían cambiarse las costumbres y las ideas morales. Según Platón, decía, la pederastia era una pasión peligrosa. Para combatirla, Platón aconsejó (en Las leyes ) que la condenase la opinión pública. Pidió que los poetas representasen ese vicio como execrable, creando así una opinión pública sobre el tema. Aunque la nueva opinión negativa pudiera ir en contra de la opinión mayoritaria, podría, si se presentase como la opinión predominante, acabar siendo aceptada por los esclavos y los hombres libres, por las mujeres y los niños, y por toda la ciudadanía (ibíd., 115).
No es casual que Montaigne se fijara tanto en la naturaleza social del hombre y en la fuerza de la notoriedad, la aprobación pública y la condena pública. Por lo que sé, todos los intelectuales o escritores que han hecho alguna contribución importante al tema de la opinión
pública habían adquirido antes experiencia de primera mano sobre ella. Maquiavelo escribió tras un cambio de gobierno en Florencia, después de haber sido acusado de participar en una conspiración, encarcelado, torturado y después liberado, y haberse retirado a sus propiedades de San Casciano. La experiencia de Montaigne era triple. En primer lugar, tuvo la experiencia de su familia inmediata. El sistema corporativo medieval había empezado a cambiar. Un grupo recién formado de ciudadanos ricos pero no aristocráticos luchaba para que se reconociese su igualdad de derechos con la nobleza. Se estaba librando una batalla sobre los códigos del vestir y los símbolos de posición social -qué pieles, qué joyas, qué clases de tela se adecuaban al rango-, una batalla sobre las formas de vida públicas, visibles. Montaigne fue testigo de esto en su propia familia. Su familia paterna se había enriquecido con el comercio del vino y los tintes, y había comprado el Château Montaigne en 1477. Su padre había añadido «de Montaigne» al apellido de la familia. Montaigne había adquirido en su casa la sensibilidad respecto a los símbolos y las nuevas formas de comportamiento.
Más importante aún fue la experiencia del cambio de creencias, la lucha religiosa entre católicos y protestantes iniciada cuando Lutero expuso sus noventa y cinco tesis en 1517. Esa lucha adoptó en Francia la forma de las guerras de religión (1562-1589). Montaigne se lamentaba de que no hubiera manera de escapar de las guerras en ningún lugar de Francia, y de que la ciudad de Burdeos, de cuyo parlement era miembro, estuviera especialmente alborotada y perturbada por los continuos enfrentamientos. Había que observar cui- dadosamente el medio social y la fuerza respectiva de los bandos, y adaptar en consecuencia el propio comportamiento. Después de todo, de tres a cuatro mil hugonotes fueron asesinados en París en la famosa masacre de la noche de San Bartolomé (23 de agosto de 1572), y otros doce mil murieron en el resto de Francia.
Éstas fueron, sin duda, las circunstancias que impulsaron a Montaigne a retirarse de la vida pública en su treinta y ocho cumpleaños (28 de febrero de 1571). Hizo poner una inscripción sobre la entrada de su biblioteca de la torre del Château Montaigne en la que se decía que deseaba pasar el resto de sus días allí en paz y en soledad. En este lugar escribió sus famosos Ensayos. Acabó volviendo a la vida pública, siendo nombrado alcalde de Burdeos en 1582, y viajó en diversas misiones diplomáticas por toda Europa. Por eso fue muy consciente del contraste entre la vida pública y la vida privada, y del modo en que en los diferentes países se mantenían distintas convicciones, en todos los casos consideradas vinculantes. «¿Qué clase de verdad es la que está limitada por montañas y se torna
mentira al otro lado de esas montañas?», se pregunta (Montaigne 1962, 563). «Si las montañas pueden poner límites a la "verdad", la opinión debe tener un aspecto social y su reino unos límites rigurosos» (203). «Así que Montaigne ve las opiniones predominantes como vinculadas a un lugar y un tiempo determinados, como una realidad social observable con una validez sólo temporal. Sólo las legitima el hecho de que se presenten como opiniones sin alternativa, obligatorias: ...de modo que, en realidad, no tenemos pautas de verdad y de razón aparte de los ejemplos e ideas, de opiniones y hábitos que vemos todos los días a nuestro alrededor» (Raffel 1984).
Alternando en su vida etapas esencialmente públicas y esencialmente privadas, Montaigne se convierte en sus escritos en el descubridor de la dimensión pública. Divide su vida conscientemente en dos partes:
«El hombre sabio debe retirar la mente internamente de la muchedumbre vulgar, y conservar esa misma libertad y poder de juzgar libremente sobre todas las cosas; pero, en asuntos externos, debe seguir estrictamente las modas y formas recibidas de la costumbre» (Montaigne 1962/1908, 129). Para Montaigne, la esfera pública tiene sus propias leyes intrínsecas. Es una esfera dominada por un consenso enemigo de la individualidad. «Ni una entre mil de nuestras acciones habituales nos concierne como individuos» (Raffel 1984). Montaigne inventa múltiples conceptos nuevos para este nuevo elemento. Acuña el término le publique y, además del nuevo concepto l'opinion publique, habla de l'opinion commune (Montaigne 1962, 174), l'approbation publique (ibíd., 1013) y la référence publique (ibíd., 9).
¿Por qué entonces el concepto opinion publique no se impuso hasta un siglo y medio después? «Quizá una carta de un amigo de Montaigne, Etienne de Pasquier, a un conocido pueda ayudarnos en este punto», sugiere Michael Raffel. Pasquier se lamenta de que Montaigne se tome frecuentemente la libertad de emplear palabras inhabituales «que, si no me equivoco, le costará poner de moda» (Raffel 1984; Frame 1965).
John Locke, David Hume y Jean-Jacques Rousseau leyeron a Montaigne; pero éste no se convirtió en un escritor de moda hasta la segunda mitad del siglo XVIII, en la década anterior a la Revolución Francesa.
Tras nuestra descripción de las investigaciones empíricas en los capítulos anteriores, nuestra búsqueda por el pasado nos ha con- ducido hasta la primera aparición del concepto de opinión pública en el siglo xvr. Todo lo descrito como opinión pública, opinión general, aprobación pública y decoro público en las obras que hemos examinado nos resulta tan notablemente relacionado con el trabajo empírico, que es como si estuviéramos viendo reunirse dos pa-
noramas que fueran uno en realidad. Esto nos anima a seguir bus- cando evidencias históricas con la esperanza de que nos ayudarán a comprender mejor la opinión pública.
5. La ley de la opinión: John Locke

En su Essay Concerning Human Understanding (Ensayo sobre el entendimiento humano), publicado en 1671, John Locke (1894, 1:9) cuenta que solía reunirse regularmente para conversar con cinco o seis amigos en su piso de Londres. Estas reuniones daban lugar a fascinantes discusiones en las que, sin embargo, no hacían ningún progreso. Se les ocurrió que quizá no estuvieran empleando la aproximación correcta y que tal vez alguna otra les podría resultar más provechosa. Esta idea les pareció muy convincente a los amigos de Locke, que le pidieron que redactara unas notas sobre el curso de la conversación antes de que volvieran a reunirse. Cumplió el encargo escribiendo más y más notas, y a partir de ellas acabó naciendo el libro.

El Londres de 1670 debía de ser una ciudad maravillosa. Se discutía por todas partes: en el Parlamento, en las redacciones de los periódicos, en los cafés y en los círculos privados. Lo que Locke, poco antes de cumplir cuarenta años, había puesto por escrito -escrito sin coherencia, decía, y no para hombres grandes y doctos- tenía la frescura de las primeras horas de un día de verano.
Locke, sin embargo, se lamentaba tras la publicación del libro: «La imputación de novedad es una acusación terrible entre los que juzgan las cabezas de los hombres, como lo hacen con sus pelucas, por la moda, y no pueden tolerar que se tenga razón fuera de las doctrinas recibidas. La verdad nunca ha tenido en su primera aparición voces a su favor. Las nuevas opiniones siempre resultan sospechosas, y suelen encontrar oposición sin más razón que la de no ser todavía comunes. Pero la verdad, como el oro, no lo es menos por estar recién sacada de la mina» (1893, 1:4).
Hay que distinguir tres tipos de leyes, dice Locke. La primera, la ley divina; la segunda, la ley civil; y la tercera, la ley de la virtud y el vicio, de la opinión o la reputación o -Locke emplea el término indistintamente- la ley de la moda.
Locke expone así la tercera ley: «Para comprenderla correctamente hay que tener en cuenta que, cuando los hombres se unen en sociedades políticas, aunque entreguen a lo público la disposición sobre toda su fuerza, de modo que no puedan emplearla contra ningún conciudadano más allá de lo que permita la ley de su país, conservan sin embargo el poder de pensar bien o mal, de aprobar o
censurar las acciones de los que viven y tienen trato con ellos» (1894, 1: 476).

Reputación y moda:
pautas de un lugar determinado en un momento determinado

La medida de lo que en todas partes se llama y se considera «virtud» y
«vicio» es esta aprobación o desagrado, alabanza o condena, que se establece por un consenso secreto y tácito en las distintas sociedades... del mundo, y por la que distintas acciones suscitan cré- dito o reprobación de acuerdo con el juicio, los principios o las modas del lugar... Pero nadie escapa al castigo de su censura y desagrado si atenta contra la moda y la opinión de las compañías que frecuenta...
No hay uno entre diez mil lo suficientemente firme e insensible como para soportar el desagrado y la censura constantes de su propio círculo. El que pueda vivir satisfecho en un descrédito y una deshonra continuos ante su propia sociedad tiene que ser de condición extraña e insólita. Muchos hombres han buscado la soledad, y se han acostumbrado a ella; pero nadie que tenga el menor entendimiento o sentido humano puede vivir en sociedad con la continua aversión y mala opinión de los familiares y las personas con las que trata. Es un peso demasiado grande para poder sufrirlo (Locke 1894, 1: 476, 479).

La descripción es completa: el tribunal de la opinión pública obliga a los hombres a amoldarse por miedo al aislamiento. Pero la obra de John Locke no le proporcionó felicidad. Perseguido por sus enemigos, modificó el pasaje en la tercera edición de su libro, sustituyendo las frases más altisonantes (1: 476-477, n. I).
Se le acusó de relativizar el bien y el mal, y de hacerlo de un modo destructivo. Se dijo que había transformado lo que procedía de la ley divina en tema de consenso entre los individuos particulares. Se le acusó de degradar las cuestiones morales convirtiéndolas en cuestiones de moda. Incluso parecía ignorar lo que constituye la ley, que, como todos saben, es la autoridad; algo de lo que, in- dudablemente, carecen los individuos particulares. La autoridad es lo propio de la ley, más concretamente, la autoridad y el poder para obligar a su cumplimiento. Locke escribe:

Creo que debo decir que el que se imagina que el encomio y la ignominia no son motivos suficientemente fuertes como para que los hombres se adapten a las opiniones y las reglas de aquellos con los que tienen trato, demuestra poco conocimiento de la naturaleza o la historia de la humanidad. Porque notaremos que la mayor parte de ésta se guía principal, si no únicamente, por esta ley de la moda . Y por
eso hacen lo que mantiene su buena reputación entre sus conocidos, teniendo poco en cuenta las leyes de Dios o las del juez.
Algunos, o, mejor dicho, la mayor parte de los hombres, reflexionan pocas veces seriamente sobre los castigos que conlleva el in- cumplimiento de la ley de Dios. Y muchos de los que lo hacen piensan en una reconciliación futura mientras están infringiendo la ley, permaneciendo tranquilos a pesar de sus infracciones.
Y en cuanto a los castigos derivados de las leyes del Estado, se forjan ilusiones con la esperanza de la impunidad. Pero nadie que atente contra la moda y la opinión de las compañías que frecuenta, y a las que se encomendaría, se libra del castigo de la censura y el desagrado de éstas (1: 476-477; subrayados míos).

Locke esboza una terminología de tres niveles: se habla de deberes y pecados respecto a la ley divina; de lo legal y lo ilegal respecto a la ley civil; de virtud y vicio respecto a la ley de la opinión y de la reputación. Demuestra, con el ejemplo de un duelo, que estas tres normas no producen necesariamente los mismos resultados: «Por lo tanto, al desafío y la lucha con otro hombre... se le llama duelo. Si lo consideramos según la ley de Dios, merecerá el nombre de pecado; según la ley de la moda, en algunos países, será valor y virtud; y para las leyes municipales de algunos gobiernos, un grave delito» (1: 481- 482).
Los métodos de investigación social del siglo XX nos han permitido ver cómo las personas perciben el ambiente de opinión de manera muy semejante a la observada por Locke. Éste describe la naturaleza social de los seres humanos con diversas expresiones. «Los hombres suelen basar su asentimiento y... apoyar su fe principalmente... [en] la opinión ajena... los hombres tienen razón siendo paganos en Japón, mahometanos en Turquía, papistas en España... Dicho de otro modo: lo que llamamos nuestra opinión no nos pertenece, sino que es un simple reflejo de las opiniones de los demás» (2: 367-368).
John Locke no pone límites de contenido a su «ley de la opinión»; pero subraya que lo que importa es el elemento evaluativo: siempre se expresa alabanza o censura. Caracteriza el consenso al que se aferran estas opiniones como un «consenso tácito y secreto» (1: 476). La existencia de algo misterioso en todo ello queda confirmada por la investigación del siglo XX.
Algo más atrae nuestra atención en la descripción de Locke: nos enfrentamos, dice, con la opinión, con la pauta de «ese lugar» (1: 477). Ese acuerdo, el cuerpo de opinión respetado por el individuo, existe en un lugar y un momento determinados. Los individuos, en consecuencia, pueden modificar su relación con la opinión trasla- dándose a algún lugar suficientemente lejano, y pueden esperar que,
con el tiempo, las cosas cambien. Las opiniones son transitorias. Aunque la expresión «opinión pública» no aparece en la obra de Locke, está presente indirectamente de dos maneras: primero en su idea de acuerdo, que sólo puede interpretarse como una cuestión de unidad social y, por lo tanto, pública; segundo en su insistencia en el
«lugar», con su connotación de espacio público por excelencia4. «La
ley de la opinión o de la moda» de Locke (1: 475-476) es más severa y menos benévola que el concepto desarrollado en Francia de l'opinion publique; pero él quería expresarla con esa dureza.
Locke no emplea la expresión «ley» frívola, fortuita o incidentalmente. Ni la emplea en el sentido del científico natural cuando habla de las leyes de la naturaleza. Se refiere a la ley en el sentido del derecho, y lo dice explícitamente: cuando una acción afecta a una ley, debe conllevar una recompensa o un castigo no intrínseco al propio acto (1: 476). Incluso la denominación de su ley es instructiva. Cuando Locke habla de «la ley de la opinión o de la reputación» se ve que su concepto de reputación casi envuelve completamente al de opinión.
Casi significan lo mismo5.
John Locke habla continuamente de «moda» en su exposición del tema (1894, 1: 476, 478 sigs.). Esta peculiaridad del texto, que al principio resulta absurda, muestra en realidad, con especial claridad el carácter precursor de su pensamiento. La gente juzga las opiniones igual que las pelucas masculinas. Caracterizando insistentemente la opinión pública como «moda», Locke hace notar su naturaleza superficial y fugaz, lo ligada que está al lugar y al momento; pero también lo coercitiva que es mientras reina. Es evidente que utiliza el término como una clave para que no se le malinterprete. Esta opinión de la que habla en su «ley de la opinión o de la reputación» no puede considerarse una fuente de sabiduría política. Su valor intelectual es muy cuestionable, y habrá que buscar en otros lugares los criterios para evaluarlo.
Locke también insiste en conceptos como «reputación», es decir, en conceptos psicosociológicos que muestran la completa dependencia de los seres humanos respecto al medio social, a los muchos, a los otros. Como la gente tiende a desconfiar de las nuevas opiniones y a desdeñarlas precisamente porque son nuevas y todavía no están de moda, Locke busca autoridades clásicas para proveerse de munición.

4 El término inglés place, que hemos traducido como «lugar», también significa, entre otras cosas, plaza y calle. (N. del T.)
5 John Locke trató los aspectos negativos del juicio público además de los positivos, como se ve en su ensayo «Some Thoughts Concerning Education» (Algunas ideas sobre la educación), en Locke 1824, 8:1-210.
Cita un pasaje de Cicerón: «No hay nada mejor en el mundo que la integridad, la alabanza, la dignidad y el honor». Y después añade que Cicerón sabía muy bien que todos éstos eran nombres diferentes de la misma cosa (1: 478).
¿De la misma cosa? ¿Y qué cosa es ésa?
Entendemos que todos ellos designan puntuaciones aprobatorias que el público otorga al individuo.
3. El gobierno se basa en la opinión: David Hume, James Madison

David Hume nació en 1711, siete años después de la muerte de John Locke. En su Treatise on Human Nature (Tratado de la naturaleza humana), publicado por primera vez en 1739 y 1740, Hume recoge las ideas de Locke y las convierte en una teoría del Estado. Aunque la gente pueda haber renunciado al uso de la fuerza a partir de la fundación del Estado, no ha entregado su capacidad de aprobar y desaprobar. Y como la gente tiende naturalmente a prestar atención a las opiniones y a amoldarse a las opiniones del medio, la opinión es esencial para los asuntos del Estado. El poder concentrado de opiniones semejantes mantenidas por personas particulares produce un consenso que constituye la base real de cualquier gobierno. Hume se guía por el principio que afirma: «El gobierno sólo se basa en la opinión» (Hume 1963, 29). 6
Nada resulta tan sorprendente a los que observan los asuntos humanos con mirada filosófica que la facilidad con que unos pocos gobiernan a muchos. Y la docilidad implicita con que los hombres someten sus propios sentimientos y pasiones a los de sus gobernan- tes. Si indagamos cómo se produce este milagro, descubriremos que los gobernantes no tienen nada que les sostenga excepto la opinión. El gobierno, pues, se funda sólo en la opinión. Y esta máxima se aplica tanto a los gobiernos más despóticos y militares como a los más libres y populares (ibíd., subrayados míos).

Con Hume, la perspectiva desde la que afrontamos el tema de la opinión se desplaza de la presión que ejerce sobre los individuos a la que ejerce sobre los gobiernos: exactamente el punto de vista que Maquiavelo le presentó al príncipe. Locke se fijaba en la gente normal, que estaba sometida a la ley de la opinión y la reputación en su existencia cotidiana, y que temía tanto a la desaprobación que ni a uno de cada diez mil le habría dejado indiferente el desprecio de sus vecinos. Locke investigó la naturaleza humana en general en el Essay Concerning Human Understanding. Hume centró su interés en el gobierno. Su ambiente era la corte, la diplomacia y la política. También él temía los castigos con que amenazaba la ley de la opinión o de la reputación a cualquiera que suscitase desaprobacion, y, precavidamente, publicó su primera obra, A Treatise of Human Nature,

6 Le agradezco al profesor Ernst Vollrath de la Universidad de Colonia una estimulante correspondencia mantenida sobre este tema.
anónimamente. Sin embargo, y de acuerdo con su amor a la vida elevada, era menos sensible a los castigos que a las recompensas que, según la ley de la opinión, esperan a los que reciben aprobación y reconocimiento.

El amor a la fama: el lado luminoso de la opinión pública
Hume titula «Del amor a la fama» (1896, 316-324) el capítulo en que trata sobre la opinión pública. Tras describir cómo la virtud, la belleza, la riqueza y el poder -es decir, las condiciones objetivamente ventajosas- hacen sentirse orgullosos a los hombres, y cómo los oprimen la pobreza y la servidumbre, sigue así: «Pero, además de estas causas originales de orgullo y humildad, hay una causa secundaria en las opiniones de los demás, que tienen la misma influencia sobre los afectos. Nuestra reputación, nuestra fama, nuestro nombre son razones de enorme peso e importancia. Las otras causas de orgullo -la virtud, la belleza y la riqueza- influyen poco cuando no las secundan las opiniones y los sentimientos de los demás... [Hasta] a los hombres de mayor discreción e inteligencia... les resulta muy difícil seguir su propia razón o inclinación si se opone a la de sus amigos y sus compañeros cotidianos» (316).
Hume, que anhelaba disfrutar de una buena vida (describe con entusiasmo las ventajas de la riqueza y del poder), se expresa en este pasaje como si las cosas dependieran principalmente de la buena opinión del grupo de referencia (utilizando un concepto de la so- ciología moderna). Su formulación enfatiza menos la publicidad, la aprobación y desaprobación de «ese lugar». Sin embargo, ve la magnitud de los efectos que se producen cuando los hombres quieren evitar enfrentarse con su medio. «A este principio», dice, «debemos atribuir la gran uniformidad que podemos observar en los humores y el modo de pensar de los que pertenecen a la misma nación» (ibíd.). Hume aprueba expresamente esta sensibilidad humana hacia el entorno y no la considera en absoluto como una debilidad (véase su An Enquiry Concerning the Principles of Morals -Una investigación sobre los principios de la moral-: «El deseo de fama, reputación o crédito ante los demás está tan lejos de ser condenable que parece inseparable de la virtud, el genio, la capacidad y un talante generoso o noble. La sociedad también espera y exige que, para agradar, se preste atención incluso a los asuntos triviales. Y a nadie le sorprende observar una mayor elegancia en el vestir y una conversación más amena en un hombre cuando está con otros que cuando se encuentra en su casa con su familia» (Hume 1962, 265-266).
Es bastante obvio que Hume no piensa mucho en los rechazados por la sociedad, los que sufren los castigos de la condena pública. Se
ocupa, por el contrario, de los que se hallan en el lado feliz, e intenta establecer un límite a partir del cual el amor a la fama podría ir demasiado lejos. «¿En qué consiste, si no, la vanidad, tan justamente considerada un defecto o imperfección? Parece consistir principalmente en un despliegue tan inmoderado de nuestras ventajas, honores y logros, una exigencia tan insistente y explícita de elogios y admiración, que resulta ofensivo para los demás» (266). Hume entiende con claridad que sus reflexiones se aplican ante todo a los círculos sociales más elevados. Escribe: «Tener en cuenta convenientemente... la posición social que se ocupa puede clasificarse entre las cualidades que resultan inmediatamente agradables a los demás» (ibíd.).
Ciertamente, Hume se mueve dentro del esquema general de Locke sobre la relación entre el individuo y el público situada en un «lugar» determinado, pero enfoca esta relación de un modo completamente distinto. Su idea del público es mucho más parecida a la que Habermas pensaba que los griegos daban por supuesta (Habermas 1962, 15): «Lo que es, brilla a la luz pública y todos pueden verlo. Cuando los ciudadanos se relacionan entre ellos, las cosas salen en la conversación y adquieren forma. Cuando esas mismas personas discuten entre ellas, los mejores se distinguen y alcanzan su ser, la inmortalidad de la fama... De este modo la ciudad-Estado ofrece un campo abierto para el éxito honorable. Los ciudadanos se relacionan entre ellos como iguales... pero todos se esfuerzan por sobresalir... Las virtudes catalogadas por Aristóteles se demuestran, una por una, en público, y es en público como se las reconoce» (Habermas 1962, 15-16).
Sin embargo, el elevado punto de vista de Hume en el que el espacio público es la arena en la que se reconocen los logros, no es compartido por otros autores del siglo XVIII que escribieron sobre la opinión pública en la misma época o después que él. El principio básico de David Hume, «El gobierno sólo se basa en la opinión», llegó a ser la doctrina de los padres fundadores de los Estados Unidos. Actualmente reconocemos el peso de la opinión en la esfera política; pero, a la vez, vemos de nuevo el papel del individuo con los ojos de John Locke.

El hombre es tímido y precavido
En The Federalist (El federalista), James Madison investigó cui- dadosamente las implicaciones del principio, según el cual «todo gobierno se basa en la opinión». El dogma de esos ensayos tiene una gran fuerza y constituye el fundamento de la democracia esta- dounidense. Pero qué débil y vulnerable es la naturaleza humana que
se supone proporciona ese fundamento. «Si bien puede ser cierto», escribió Madison en 1788, «que todo gobierno se basa en la opinión, no lo es menos que el poder de la opinión sobre cada individuo y su influencia práctica sobre su conducta depende en gran medida del número de personas que él cree que han compartido la misma opinión. La razón humana es, como el propio hombre, tímida y precavida cuando se la deja sola. Y adquiere fortaleza y confianza en proporción al número de personas con las que está asociada» (Madison 1961, 340; Draper 1982).
Hallamos aquí esa valoración realista de la naturaleza humana y su aplicación a la teoría política a la que debemos volver en la segunda mitad del siglo XX. Los métodos de investigación de la opinión pública nos obligan a buscar explicaciones para lo que obstinadamente emerge en nuestras series de observaciones.

La amenaza, no la fama, pone en marcha la espiral del silencio
Si comparamos cómo trata David Hume el tema de lo individual y lo público y cómo lo tratan John Locke o James Madison, vemos una diferencia parecida a la que encontramos en nuestra primera interpretación del efecto del carro ganador. «Querer estar en el lado victorioso» es una interpretación: «no querer aislarse» es la otra. Lo que fascina a la primera es el espacio público como escenario en el que uno puede distinguirse; a la otra le impresiona el espacio público como amenaza, como un campo de batalla en el que se puede perder la reputación. ¿Por qué, entonces, nos debemos ocupar de la espiral del silencio y de su relación con la opinión pública menos como un ámbito en el que cosechar laureles que como una conminación, un amenazante tribunal público? Porque sólo la amenaza, el temor del individuo a encontrarse solo, tan intuitivamente descrito por Madison, puede explicar también el significativo silencio que descubrimos en el test del tren y en otras investigaciones, ese silencio que tanto influye en la construcción de la opinión pública.

Las épocas revolucionarias aguzan la capacidad de sentir la exposición pública como una amenaza
¿Podría ser que el talento de Locke y Madison para percibir las amenazas del público hubiera sido aguzado por las revoluciones que habían vivido? En épocas de cambios drásticos es muy necesario prestar atención a cómo hay que comportarse para no quedarse ais- lado. Cuando el orden de las cosas permanece estable, la mayor parte de la gente no choca con la opinión pública si no viola las normas corrientes de decencia; ni siquiera caerá en un remolino de la espiral del silencio. Lo que hay que hacer o decir o dejar de hacer o decir es
tan obvio que la presión de la conformidad actúa como la presión atmosférica bajo la que vivimos: no nos damos cuenta de ella. Pero en épocas prerrevolucionarias y revolucionarias se experimentan nuevas sensaciones. El apoyo de la opinión va abandonando a los gobiernos hasta que éstos acaban derrumbándose; y los individuos, perdida la confianza y la seguridad de lo que hay que alabar o condenar, intentan vincularse a las nuevas pautas. En esas épocas tan agitadas y bajo estas presiones resulta más fácil entender el funcionamiento de la opinión pública y hallar palabras adecuadas para describirlo.

1661: Glanvill crea el concepto de «clima de opinión»
En una época tranquila no esperamos encontrar a alguien concibiendo la ley completa de la opinión o de la reputación, con sus castigos y sus recompensas. Parece impensable, pues, que el filósofo inglés Joseph Glanvill hubiera podido acuñar en tiempos pacíficos el poderoso término que incluyó en su tratado sobre la vanidad del dogmatismo. Creó la expresión «clima(s) de opiniones» y la puso en cursiva en el texto. Escribió: «Así que ellos [los dogmáticos], que nunca se han asomado más allá de la creencia en la que sus cómodos entendimientos fueron adoctrinados inicialmente, están indudablemente seguros de la verdad y de la excelencia comparativa de lo que han heredado, mientras que las almas más grandes, que han trabajado los diversos climas de opinión, son más cautas en sus decisiones y más parcas al sentenciar» (Glanvill 1661, 226-227).
«Clima de opinión» ...sin duda podría suponerse que ésta es una expresión moderna, nacida en nuestra época. Esa suposición se debe a nuestra sensibilidad que, como la de Joseph Glanvill, está adaptada a unas circunstancias precarias y a unas convicciones que se han vuelto inciertas. Sin esas circunstancias vacilantes, el concepto de
«clima» no nos resultaría interesante; pero, al margen de las experiencias de nuestros tiempos, podemos apreciar su pertinencia. El clima rodea totalmente al individuo desde el exterior. El individuo no puede escapar de él. Pero simultáneamente está dentro de nosotros, ejerciendo la mayor influencia sobre nuestra sensación de bienestar. La espiral del silencio es una reacción ante los cambios en el clima de opinión. La expresión «clima de opinión» representa mejor que la de
«opinión pública» la idea de una distribución de frecuencias, de una fuerza relativa de las diversas tendencias contradictorias. El término
«clima», además, trae a la mente la imagen del espacio y el tiempo, como el concepto de «campo» de Kurt Lewin; y «clima» también incluye el sentido más completo de lo «público». En épocas de revolución, como la nuestra, merece la pena buscar hechos que puedan revelar la naturaleza de la opinión pública.
Descartes comprendió intuitivamente la espiral del silencio Descartes, a quien Glanvill admiró y elogió, vivió en Francia en circunstancias completamente distintas de las que Glanvill conoció en Inglaterra. La Inglaterra de Glanvill estaba desgarrada por la discordia, mientras que la Francia de la época de Descartes atravesaba un periodo de valores y jerarquías sociales universalmente aceptados. El pensamiento de Descartes ejemplifica la corrección de nuestra suposición de que, en los períodos revolucionarios, lo público se experimenta más como una amenaza, mientras que en los períodos de orden se experimenta más como un ámbito en el que uno puede enaltecerse. Descartes parece entender intuitivamente la espiral del silencio como un proceso que alimenta a la nueva opinión pública en desarrollo. Él sabía cómo mejorar su propia fama. En 1640 envió las Meditaciones metafísicas a «los más sabios e ilustres: el decano y los doctores de la sagrada facultad de teología de París». En una carta les pidió que, teniendo en cuenta el gran respeto público de que disfrutaban, dieran «testimonio público» en apoyo de sus ideas. Este ruego, decía, se basaba en la esperanza de que su apoyo pudiera
«hacer fácilmente que todos los hombres de pensamiento y conocimiento aprobaran el juicio de ustedes. Y su autoridad forzaría a los ateos, que suelen ser más arrogantes que doctos o juiciosos, a superar su espíritu de contradicción; o podría posiblemente llevarles a defender los razonamientos aceptados como demostraciones por todas las personas respetables, para que no pareciera que no los entendían» (Descartes 1964/1931, 1: 136).
7. El lanzamiento del término «opinión pública»: Jean-Jacques Rousseau

¿Qué tipo de situación movió a Rousseau a utilizar por primera vez el término l'opinion publique?
Venecia, 1744: Rousseau, entonces en sus primeros treinta, es secretario del embajador de Francia. Es un año muy agitado. Francia, implicada en las guerras de sucesión de Austria, le ha declarado la guerra a María Teresa. El 2 de mayo de 1744 Rousseau escribe una carta a Amelot, el ministro francés de Asuntos Exteriores, disculpándose por haber advertido demasiado claramente al noble veneciano Chevalier Erizzo que la «opinión pública» ya le consideraba simpatizante de Austria (Rousseau 1964a, 1184). Le asegura a Amelot que su comentario parece no haber producido resultados adversos y que no volverá a cometer esa clase de errores. Rousseau utiliza aquí la expresión «opinión pública» en el mismo sentido en que una mujer sofisticada la utilizará más tarde en relación con ciertas liaisons dangereuses para aconsejar a una joven dama que ha prestado demasiado poca atención a su reputación: la opinión pública se considera en ambos casos como un tribunal de cuya desaprobación hubiera que protegerse.
Los que interpretan la opinión pública como un juicio político crítico respecto al gobierno, como sucedió a partir del siglo XIX, encontrarán poco apoyo en el uso de Rousseau. Recorrer sus obras en busca de ideas relacionadas con el tema de la opinión pública ha atraído poco a los historiadores y los politólogos.
Cabría esperar que el que lanzó el término l´opinion publique tuviera un sentimiento profundo ante el fenómeno, y la expectativa no se ve defraudada. Desde 1750, la preocupación por el poder de la opinión pública empapa los escritos de Rousseau. Pero como no tenía un principio organizativo que orientase su tratamiento del tema, hay que recurrir a alguna técnica específica para ofrecer un cuadro coherente. Christine Gerber (1975), estudiante de periodismo en Maguncia, fue la primera en realizar una investigación sistemática. Arrojó una red, por así decirlo, sobre las seis obras principales de Rousseau e investigó todos los pasajes en los que aparecían las palabras «opinión»,
«público», «publicidad» (publicity) u «opinión pública». Sirviéndose del análisis de contenido estudió los escritos rousseaunianos de crítica social (1750-1755), Julia o la nueva Eloísa, El contrato social, Emilio, Las confesiones y la Carta a d´Alembert (1758). «Opinión pública» aparecía 16 veces; «opinión» unida a algún adjetivo o substantivo diferente de «público», unas 100 veces; y «público» o «publicidad»,
106 veces. Estos últimos términos aparecían con mayor frecuencia, aparte de en el contexto de opinión pública, en relación con el respeto público. La primera investigación francesa sobre el tema fue una tesis doctoral de Colette Ganouchaud (1977-1978).

Lo público es lo que todos pueden ver
Esta investigación llega a la conclusión de que Rousseau era muy sensible ante el aspecto amenazante de la publicidad, de lo público. Su naturaleza solitaria le ofreció la oportunidad de adquirir una experiencia excepcional en este campo. «Sólo veía el horror de ser reconocido y proclamado en público y en mi presencia como un ladrón, un mentiroso y un calumniador» (Rousseau 1968, 1:122).
«Todo esto no impidió a la excitada multitud, incitada no sé por quién, volverse contra mí poco a poco hasta la ira, hasta insultarme públicamente a la luz del día, y no sólo en pleno campo y en caminos rurales, sino incluso en medio de la calle» (2:398).
«A la luz del día», «no sólo en caminos rurales»: encontrarse a la vista de todos, sin protección del público, agravaba el mal. Ya la repetición de la expresión «respeto público» apunta claramente a que Rousseau relaciona la «opinión pública» con la «reputación», en la tradición de Maquiavelo, Locke y Hume, pero discute el concepto mucho más extensamente en sus escritos. Se debate entre evaluaciones ambivalentes. En términos sociales, la opinión pública parece una bendición, ya que fomenta la cohesión; pero, como hace adaptarse a los individuos a la moral y la tradición, es una fuerza conservadora, y protege a la moral de la decadencia. Su valor radica, pues, en sus funciones morales, no intelectuales.

La opinión pública como guardiana de la moralidad y de las tradiciones
Rousseau creía que la vida social había estado mejor regulada en el pasado remoto, cuando los salvajes vivían juntos en un Estado natural. Por eso sostenía que las formas más estables de la opinión pública -a saber, las costumbres y la tradición- eran los recursos más importantes que debía proteger una sociedad, ya que en ellos se recogían las cualidades esenciales del pueblo. Según Rousseau, el Estado se construye sobre tres clases de leyes: el derecho público, el derecho penal y el derecho civil. Después explicaba: «Además de estas tres clases de leyes hay una cuarta, la más importante, que no está grabada en mármol o en bronce, sino en los corazones de los ciudadanos; que forma la verdadera constitución del Estado; cuya fuerza se renueva cada día; que vivifica o reemplaza a las otras leyes cuando envejecen o desaparecen; que mantiene en el pueblo el
espíritu de sus instituciones originales y sustituye imperceptiblemente la fuerza del hábito por la de la autoridad. Me refiero a los modales, la moral, las costumbres y, sobre todo, a la opinión pública, un factor desconocido por nuestros teóricos de la política, pero del que depende el éxito de todos los demás» (Rousseau 1953, 58).
A mediados del siglo de la Revolución Inglesa, John Locke insistió en la relatividad: lo que exige la ley de la opinión o de la reputación, lo que se aprueba o desaprueba dependerá de las opiniones vigentes
«en ese lugar». Para Rousseau, abrumado por el poder y el esplendor de la corte francesa de mediados del siglo XVIII, parece prevalecer la estabilidad. La cuarta ley está escrita en el corazón de todos los ciudadanos y sólo hay que protegerla de la corrupción y el deterioro. En El contrato social Rousseau inventa un tribunal especial, el
«censor», un cargo que nunca había existido. Lo crea con el único objeto de fortalecer la opinión pública como guardiana de la moralidad pública. La única definición de opinión pública que encontró Christine Gerber en Rousseau en este contexto es ésta: «La opinión pública es una clase de ley administrada por el censor y que él, como el príncipe, sólo aplica en casos específicos» (Rousseau 1953, 140). Rousseau también explica la función del censor. «La censura conserva los modales y la moral evitando la corrupción de las opiniones, conservando su rectitud con medidas inteligentes y, en ocasiones, incluso determinándolas cuando todavía son dudosas» (141).
Un acuerdo tácito sobre una norma moral constituye, para Rousseau, la base sobre la que puede erigirse una sociedad, y ese consenso moral colectivamente estable es lo «público» de Rousseau: Esta personalidad pública suele llamarse el cuerpo político, y sus miembros lo llaman Estado» (Rousseau 1964d/1957, 424). Se sigue lógicamente que las divisiones partidarias no pueden ser beneficiosas. La sociedad tiene un único fundamento colectivo, que sólo puede verse amenazado por el egoísmo de los individuos particulares. Esta convicción representa la raíz de la hostilidad de Rousseau hacia lo privado como opuesto a lo público; una aversión que, en el siglo XX, encuentra su expresión más decidida en el neomarxismo.
Rousseau es muy cauto en su descripción del modo en que los censores influyen en las opiniones: «en ocasiones incluso determi- nándolas cuando todavía son dudosas» (1953, 141). Explica la tarea del censor pensando en estos «casos especiales». El censor fortalece lo mejor de las convicciones colectivas del pueblo. Expresa, proclama o hace tomar «conciencia», como diríamos actualmente, de esas convicciones. En cuanto el censor se «independiza» y afirma que hay acuerdo sobre algo sobre lo que de hecho no hay consenso po ular, sus palabras no producen efecto. No hallan respuesta y serán
iporadas (140). En este sentido, el censor es un instrumento, sólo un portavoz. Rousseau configura esta operación de opinión pública mucho más cuidadosamente que sus seguidores del siglo XX. Según Rousseau, no puede recurrirse a ninguna coacción. Todo lo que puede hacerse es que el censor recalque los principios morales básicos. El censor comparte esta limitación con el príncipe, tal como lo concibe Rousseau. El príncipe tampoco tiene medios de poder ni puede promulgar leyes. «Hemos visto», dice Rousseau, «que el legislativo pertenece, y sólo puede pertenecer, al pueblo» (60). La iniciativa de promulgar leyes procede, sin embargo, del príncipe. Para realizar esta tarea necesita una posición ventajosa desde la que sondear el clima de opinión, tarea «de la que se ocupa en secreto el gran legislador» (58). Las actividades del censor le ayudan en este trabajo de observación. El príncipe debe decidir qué convicciones del pueblo son lo suficientemente vívidas como para sostener una legislación. La ley sólo puede basarse en un acuerdo previo, en el sentido de comunidad que constituye el fundamento real del Estado.
«Igual que un arquitecto, antes de levantar un gran edificio, observa y sondea el terreno para ver si va a poder soportar el peso, el legislador inteligente no comienza por redactar leyes buenas en sí mismas, sino que primero investiga si el pueblo al que van destinadas es capaz de soportarlas» (46).
Rousseau no especifica la relación exacta entre la volonté générale (que distingue de la volonté de tous, privada y egoísta) y la opinión pública. «Igual que la ley es el medio por el que se expresa la voluntad general, la censura es el medio de expresión de la opinión del pueblo» (140). La volonté générale podría imaginarse quizá como una consolidación de la opinión pública; y a su vez se consolida en las leyes que proceden de ella misma. «Las leyes no son otra cosa que verdaderos actos de la voluntad general» (98). David Hume afirmaba el poder legitimador de la opinión pública en su principio: «El gobierno sólo se basa en la opinión» (Hume 1963, 29). Rousseau también afirma lo mismo: «La opinión, reina del mundo, no está sometida al poder de los reyes; ellos mismos son sus primeros esclavos» (Rousseau 1967/1960, 73-74).
Rousseau especifica más a fondo en su Carta a D'Alembert quién podría ocupar el puesto de censor en Francia. Sorprendentemente para los que consideran a Rousseau un demócrata radical -«el le- gislativo pertenece, y sólo puede pertenecer, al pueblo»-, sugiere que el tribunal honorario de los mariscales de Francia sería el que mejor podría desempeñar el papel de censor (Rousseau 1962b, 176). De este modo proporciona el máximo prestigio al cargo. Para él, el peso del «respeto público» es un claro factor de influencia sobre el pueblo,
y no puede permitirse que surja ninguna disonancia a su respecto, so pena de que ese respeto público quede rápidamente destruido. Exige que el gobierno también esté sometido al censor, al tribunal honorario de los mariscales de Francia, siempre que éste proclame que algo pertenece a la opinión pública; es decir, siempre que exprese la aprobación o la desaprobación pública. Rousseau presenta aquí la opinión pública como autoridad moral. Quizá el premio Nobel alemán Heinrich Böll tuviera esta idea -y también este papel- en la mente, cuando habló del lamentable estado actual de la opinión pública de la República Federal Alemana: el cargo de censor no estaba en las manos adecuadas.
La idea de una concepción colectiva de lo bueno y lo malo en el pueblo indujo a Rousseau a acuñar un concepto que no llegaría a establecerse hasta el siglo XX: «la religión civil» (Rousseau 1953, 142). La idea de «religión civil» sólo pudo empezar a extenderse cuando descendió el número de creyentes en las religiones metafísi- cas. Como cabía esperar, el término «religión civil» designa una serie de principios que no pueden contradecirse en público sin quedar aislados; es decir un producto de la opinión pública.

La opinión pública como protectora de la sociedad y enemiga de la individualidad
Tal como la veía Rousseau, aunque la opinión pública fuera tan
benéfica en su papel de guardiana de la moralidad pública, su in- fluencia sobre el individuo era desastrosa. En la medida en que el individuo respetase esa opinión como guardiana de la moralidad -tanto por miedo al aislamiento, como para no exponerse al dolor de la desaprobación, «no sólo en pleno campo y en caminos rurales, sino incluso en medio de la calle»-, Rousseau nada tenía que oponer, a pesar del recuerdo de su propio sufrimiento. «El que juzga los modales y la moral juzga el honor, y el que juzga el honor adopta la opinión [de la gente] como su ley» (1953, 140).
La influencia desastrosa procede de la necesidad de distinguirse de la gente; del «amor a la fama», por citar el título del capítulo undécimo del tratado de David Hume; o, algo más modesta y sencillamente, de la necesidad humana de ser reconocido, de contar socialmente, de tener prestigio, de ser comparado favorablemente con los demás. La corrupción de la sociedad humana comenzó con esta necesidad, como explicó Rousseau en el ensayo que le hizo famoso en 1775, Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres: «Finalmente, la ambición consumidora, el afán de incrementar las riquezas -menos por una necesidad genuina que por situarse por encima de los demás-, suscita en todos los hombres la
oscura inclinación a dañarse mutuamente» (Rousseau 1964, 175).
«Mostraría cuánto domina nuestros talentos y capacidades este todopoderoso anhelo de reputación, honor y distinción que nos devora a todos; cuánto excita y multiplica las pasiones; cuánto convierte a todos los hombres en rivales o, peor aún, en enemigos» (ibíd., 189).
El «salvaje» está libre de este impulso devorador. «El salvaje vive en sí mismo» (ibíd., 193), aunque desde el principio se haya diferenciado de los animales por el libre albedrío, la capacidad de empatizar y la de conservarse. Después comenzó el proceso que dio origen a la sociedad. Rousseau nos dice que, cuando «empezó a valorarse el respeto público» (Gerber 1975, 88), la naturaleza del hombre cambió. Ahora, afirma, debemos aceptar este hecho de nuestra naturaleza como irrefutable: «El hombre, como ser social, siempre está orientado hacia el exterior. Logra la primera sensación básica de la vida a través de la percepción de lo que los demás piensan de él» (Rousseau 1964, 193).
Según Rousseau, el hombre está dividido en dos seres; uno contiene su naturaleza real, sus «verdaderas necesidades», inclinaciones e intereses; el otro se configura bajo el yugo de la opinión. Explica la diferencia con el ejemplo del intelectual. «Siempre deberíamos distinguir las inclinaciones que proceden de la naturaleza, de las que proceden de la opinión. Hay una pasión por saber que sólo se basa en el deseo de ser respetado como una persona docta. Hay otra que nace del anhelo humano natural de conocimiento de todo lo que esté cerca o lejos, pueda interesarle» (1964d, 429).
Rousseau considera la compulsión al consumo como un efecto concomitante de la opinión pública: «En cuanto desean una tela por ser costosa, sus corazones han caído presos de la lujuria y de todos los caprichos de la opinión, ya que este gusto ciertamente no ha surgido espontáneamente en ellos» (1964d, 372).
No hay nada mejor que la legalidad, el honor, el respeto. Así citaba John Locke a Cicerón, y atribuía a estas cualidades una raíz común: la opinión favorable de la sociedad en que se vive. Rousseau, al que le preocupaba el contraste entre la verdadera naturaleza humana y la procedente de la opinión, intentó construir un concepto de honor que, en lugar de surgir de la estima ajena, resultase de la estima propia.
«En lo que se llama honor, distingo entre lo que resulta de la opinión pública y aquello que es consecuencia de la estima propia. Lo primero consiste en prejuicios hueros, más cambiantes que las olas ondulantes» (1964c, 2:84).
Llegados a este punto, no podemos seguir ignorando la ambivalencia de Rousseau: a veces dice que la opinión pública es un prejuicio vacío y en otras ocasiones le asigna el objeto de proteger lo más
permanente y más valioso: las costumbres, la tradición y la moralidad. Es fácil descubrir esas contradicciones en Rousseau. Así, leemos en una ocasión: «Distinguir entre personas malvadas y personas honradas es un asunto de interés público» (1964b, 222-223).
Rousseau admiraba el arte con que los espartanos manejaban esa distinción: «Cuando un hombre de mala fama moral proponía algo acertado en la asamblea de Esparta, los éforos, sin hacerle caso, hacían que un ciudadano virtuoso realizara la misma propuesta. ¡Qué honor para uno, qué censura para el otro, aunque ninguno de ellos hubiera sido censurado o alabado!» (1953, 141-142). Aquí no puede dudarse de la valoración positiva que le merecía a Rousseau el respeto público. Y después leemos en Emilio: «¡Y qué, si el mundo entero nos lo reprocha! No buscamos la aprobación pública. Tú felicidad nos basta» (1964d, 758).

La transacción, elemento necesario de la relación con la opinión pública
En esa aparente contradicción Rousseau capta más claramente que nadie antes que él el aspecto esencial de la opinión pública, permitiéndonos reconocer por fin todas sus manifestaciones: repre- senta una transacción entre el consenso social y las convicciones individuales. El individuo se ve obligado a buscar una solución in- termedia, obligado por el «yugo de la opinión» y por su naturaleza vulnerable, que le hace depender del juicio ajeno y resistirse a la separación y al aislamiento. Así lo expresa Rousseau en Emilio:
«Como depende tanto de su propia conciencia como de la opinión pública, debe aprender a conocer y a reconciliar ambas leyes, y sólo conceder la primacía a la conciencia cuando esas leyes se opongan» (1964d/1957, 731/346); en otras palabras, sólo cuando sea absolu- tamente imposible evitarlo.

«Tengo que aprender a soportar la censura y el ridículo»
La transacción puede producir resultados muy diferentes. Pre- cisamente allí donde según David Hume debía complacerse a la opi- nión pública, en la elección de la ropa que se viste en público, Rous- seau decidió manifestar su individualidad. Invitado por Luis XV al gran palco de proscenio del teatro real de Fontainebleau para el estreno de una opereta que éste había escrito, se presentó «sin aderezar», con una peluca mal peinada y sin empolvar, con ropa inadecuada para la fiesta y sin chaleco de brocado. «Me he vestido como siempre, ni mejor ni peor. Mi exterior es sencillo y descuidado, pero no está sucio ni desaseado. Mi barba tampoco lo está en sí misma, ya que nos la da la naturaleza y porque, según la época y la moda, en ocasiones puede
incluso ser un adorno. Quizá alguien me encuentre ridículo o insolente, pero, ¿por qué tiene que afectarme? Debo aprender a soportar el ridículo y la censura cuando no me los merezca» (citado en Harig 1978). Esta actitud implica el peligro de resistirse demasiado a transigir, como también entendió Rousseau. En La nouvelle Hèloise (Julia o la nueva Eloísa) leemos: «Me preocupa que el intrépido amor a la virtud que le da fuerzas para desdeñar la opinión pública pueda llevarle al otro extremo y hacerle hablar con desdoro de las sagradas leyes del decoro y de la decencia» (Rousseau 1964c, 623).
«Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja la persona y la propiedad de cada miembro con toda la fuerza de la comunidad, y en la que cada uno, aunque unido a los demás, sólo se obedezca a sí mismo y permanezca tan libre como antes. Éste es el problema fundamental» (Rousseau 1953, 14-15).

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