miércoles, 21 de septiembre de 2016

HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 1














Juan Eslava Galán
HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS

Índice
Prólogo 5 
CAPÍTULO 1 Una piel de toro extendida 6 
CAPÍTULO 2 Hombres y monos 8 
CAPÍTULO 3 Los primeros españoles 9 
CAPÍTULO 4 La revolución neolítica 13 
CAPÍTULO 5 Tartessos y las colonias 17 
CAPÍTULO 6 Falcatas y damas 20 
CAPÍTULO 7 Los cartagineses 22 
CAPÍTULO 8 Roma contra Cartago 24 
CAPÍTULO 9 Numancia y otros heroísmos 26 
CAPÍTULO 10 El oro de Roma 28 
CAPÍTULO 11 Ciudades, carreteras, teatros, prostíbulos 30 
CAPÍTULO 12 Crucificables y decapitables 32 
CAPÍTULO 13 Trigo, aceite y vino 33 
CAPÍTULO 14 Las alegres chicas de Cádiz 34 
CAPÍTULO 15 La caída del Imperio romano 36 
CAPÍTULO 16 La invasión de los bárbaros 38 
CAPÍTULO 17 Suevos, vándalos, alanos 40 
CAPÍTULO 18 Los reyes que vivían peligrosamente 41 
CAPÍTULO 19 Pobres y ricos 43 
CAPÍTULO 20 La pérdida de España 44 
CAPÍTULO 21 De Guadalete a Covadonga 46 
CAPÍTULO 22 Un príncipe fugitivo 48 
CAPÍTULO 23 Los reinos cristianos (711—1035) 50 
CAPÍTULO 24 La rebelión de Ibn Hafsun 52 
CAPÍTULO 25 Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos 54 
CAPÍTULO 26 Parias y chantajes 56 CAPÍTULO 27 Culta Córdoba 57 
CAPÍTULO 28 Almanzor el del tambor 59 
CAPÍTULO 29 La disolución del califato 60 
CAPÍTULO 30 Los almorávides 61 
CAPÍTULO 31 Herencias, lindesy conflictos (1035—1157) 63 
CAPÍTULO 32 El Cid Campeador 64
CAPÍTULO 33 Los almohades (1086—1121) 66 
CAPÍTULO 34 El impulso de Castilla y Aragón 67 
CAPÍTULO 35 Un reinado sin año malo 69 
CAPÍTULO 36 Siervos, caballeros y prelados 70 
CAPÍTULO 37 Los cinco reinos (1252—1479) 72 
CAPÍTULO 38 Pelotas de hierro como manzanas grandes 74 
CAPÍTULO 39 Ni quito ni pongo rey 75 
CAPÍTULO 40 Los peces portan las barras de Aragón 77 
CAPÍTULO 41 El reino de Granada 79 
CAPÍTULO 42 Isabel y Fernando, tanto monta, monta tanto 81 
CAPÍTULO 43 Colón y el descubrimiento de América 84 
CAPÍTULO 44 Colón, el misterioso 86 
CAPÍTULO 45 Judíos, moros y cristianos 90 
CAPÍTULO 46 La Inquisición 91 
CAPÍTULO 47 Alguaciles, tormentos, sambenitos 93 
CAPÍTULO 48 Devoción privada y morcillas públicas 94 
CAPÍTULO 49 ¿Somos moros? 97 
CAPÍTULO 50 El traspaso 99 
CAPÍTULO 51 Los comuneros con su bandera roja 102 
CAPITULO 52 Dios y rey 104 
CAPÍTULO 53 Felipe II, ¿ángel o demonio? 105 
CAPÍTULO 54 Hacienda no éramos todos 107 
CAPÍTULO 55 Chamuscar las barbas del rey de España 109 
CAPÍTULO 56 El Tibet de Europa 111 
CAPÍTULO 57 Felipe III 113
CAPÍTULO 58 Se van los moros 115 
CAPÍTULO 59 El rey pasmado 116 
CAPÍTULO 60 Trescientos jamones 117 
CAPÍTULO 61 El rey hechizado 120 
CAPÍTULO 62 Llegan los Borbones 122 
CAPÍTULO 63 Donde la Ursinos resbala en la mantequilla de la Farnesio 125 
CAPÍTULO 64 Un rey visto y no visto, y una reina contemplada 127 
CAPÍTULO 65 Paz y barcos 128 
CAPÍTULO 66 El rey albañil (y tornero) 129 
CAPÍTULO 67 Banderita, tú eres roja 131 
CAPÍTULO 68 Cencerradas, tapados, tapadas 132 
CAPÍTULO 69 El chocolate de la Iglesia 133 
CAPÍTULO 70 La espina inglesa 134
CAPÍTULO 71 Tragicomedia de la Trinidad en la Tierra 135 
CAPÍTULO 72 El descalabro de Trafalgar 137 
CAPÍTULO 73 El indeseable Deseado 138 
CAPÍTULO 74 La guerra de la Independencia 140 
CAPÍTULO 75 «¡Vivan las cadenas!» 142 
CAPÍTULO 76 Las mujeres de Fernando 144 
CAPÍTULO 77 Las feroces y literarias guerras carlistas 146 
CAPÍTULO 78 La reina niña 148 
CAPÍTULO 79 Un gafe en el trono 150 
CAPÍTULO 80 La Restauración 151 
CAPÍTULO 81 Doña Cristina guarda el coño 153 
CAPÍTULO 82 El desastre 154 
CAPÍTULO 83 El drama familiar de Alfonso XIII 156 
CAPÍTULO 84 España airada 157 
CAPÍTULO 85 Huelgas y pistolas 159 
CAPÍTULO 86 Primo de Rivera 160 
CAPÍTULO 87 El rey no tiene quien le escriba 161 
CAPÍTULO 88 La Segunda República 162 
CAPÍTULO 89 El escándalo del estraperlo 164 
CAPÍTULO 90 Vísperas de sangre 165 
CAPÍTULO 91 Vientos de guerra me llevan 167 
CAPÍTULO 92 ¡Franco, Franco, Franco! 169 
CAPÍTULO 93 Nosotros tenemos dos 171 
CAPÍTULO 94 La providencial guerra fría 173 
CAPÍTULO 95 «Frigidaire» y burro—taxi 174 
CAPÍTULO 96 Don Juan, o el que espera desespera 
176 CAPÍTULO 97 El hombre que ha de reinar 178 
CAPÍTULO 98 El frenazo de Carrero 180 
CAPÍTULO 99 La transición 182 
CAPÍTULO 100 El reparto 183 
CAPÍTULO 101 La irresistible ascensión del PSOE 185 
CAPÍTULO 102 La revolución socialista 188 
CAPITULO 103 Los años de Aznar 191 Bibliografía 193

Prólogo
Aquel día se abrieron los cielos y llovió tanto que el autobús en el que regresaba de un viaje escolar a Granada tuvo que abandonar la carretera principal, cortada por las inundaciones, para aventurarse por in- trincados carriles embarrados. El conductor, un viejo anarquista de gorra proletaria y cigarro liado a mano, no cesaba de murmurar: «Así se escribe la historia de España.» Me quedó la imagen de que la historia de España es un sendero tortuoso, lleno de baches y lagunas cenagosas, por el que avanzamos a tumbos en una tenebrosa noche de invierno.
Aquella memorable noche, en uno de los altos forzosos, típicos guardias civiles de capote largo y tr i- cornio nos tuvieron parados a un lado de la carretera cosa de hora y media porque había que dar paso a no sé qué camiones y material de obras públicas que se esperaban en sentido contrario. Dio tiempo más que sobrado para que los que íbamos sentados en los asientos delanteros recibiésemos una lección magistral del conductor. Sostenía el ateneísta que la historia de España que nos enseñaban en los colegios la habían escrito por encargo de reyes y curas para esclavizar al pueblo.
—¿Y por qué no la escribe el pueblo? —me atreví a preguntar.
—Porque el pueblo no sabe escribir ni tiene memoria —sentenció el académico—. La única memoria es la de los que mandan, y ellos la escriben a su gusto, arrimando el ascua a su sardina y escondiendo la basura debajo de la alfombra.
Aquel hombre era un escéptico. Es decir, pertenecía al número de los escépticos, los que no creen, o afectan no creer, en determinadas cosas.
Ahora, cuando asistimos a la liquidación por derribo de esta inhóspita posada que llamamos España (a la que algunos, sin embargo, amamos tanto, a lo mejor por sus defectos y carencias), parece que es buena ocasión de contar cómo se hizo (dejaremos a otros contar cómo se deshizo). No pretendo escribir la historia que escribiría el pueblo, que el pueblo es ágrafo por naturaleza, sino más bien una historia de Es- paña contada a los escépticos que no creen en la historia de España. No voy a decir que es veraz, justa y desapasionada, porque ninguna historia lo es, pero por lo menos no miente ni tergiversa a sabiendas, que ya es bastante en los tiempos que corren. Además, he procurado que sea amena y documentada (pero el escéptico sabe que los documentos también se manipulan en el instante mismo en que nacen), y si el lector aprende algo de ella, me daré por bien pagado. No está hecha para halagar a reyes y gobernantes (de los que el autor hablará mucho, dejándose ganar por el novelista que también es), ni pretende halagar a los banqueros, ni a la Conferencia Episcopal, ni al colectivo gay, ni a los filatélicos, ni a los sindicatos. El autor ni siquiera aspira a merecer la aprobación indulgente de los críticos, ni a servir a una determinada escuela histórica, ni a probar tesis alguna. A lo mejor, por eso, se deja llevar por su curiosidad e indaga en las vidas de los poderosos, en lugar de dedicar el mayor espacio a divagaciones socioeconómicas más a la moda. No por gusto, ciertamente, sino porque está convencido de que una de las miserias determinantes de nuestra historia es que el errático y a menudo patético rumbo de España ha sido determinado por gobernantes in- competentes y tarados.
Por cierto, la feliz frase «¡Así se escribe la historia!» es de Voltaire, y aparece en una carta a madame Du Deffand («¡Así se escribe la historia, y vaya usted a fiarse de lo que dicen los sabios!»).
El escéptico lector queda advertido.

CAPÍTULO 1
Una piel de toro extendida
En la antigüedad, la península Ibérica estaba habitada por un abigarrado mosaico de tribus que cons- tituían unas cien comunidades autónomas, unas más desarrolladas que otras y tan mal avenidas que las guerras entre vecinos eran el pan de cada día. Los recios nombres de aquellos pueblos indómitos y guerre- ros resuenan en los folletos turísticos y libros de viajes escritos por Estrabón, Avieno, Mela, Plinio el Viejo y Ptolomeo: lusones, titos, belos, carpetanos, vacceos, vetones, turmódigos, berones, autrigones, caristios, várdulos, cántabros, astures, galaicos, lusitanos, turdetanos, bastetanos, oretanos, mastienos, libiofénices, deitanos, contestanos, edetanos, ilergetes, suesetanos, ausoceretas, bagistanos...
Sin entrar en tanto detalle, grosso modo, los españoles de entonces se dividían en dos grandes fami- lias: los celtas y los iberos. Los celtas, que ocupaban la meseta y el norte, eran más feroces y pobres que los iberos de las fértiles comarcas agrícolas y mineras del sur y el Levante. Las regiones más desfavoreci- das estaban infestadas de bandidos, y sus moradores organizaban de vez en cuando expediciones de pilla- je contra las más ricas.
Como ahora, el país era montuoso, mal comunicado y proclive a las sequías y a las inundaciones, a los veranos abrasadores y a los helados inviernos, pero, al parecer, todavía no había prendido en sus habi- tantes la pasión arboricida, y los encinares y alcornocales, los hayedos y los robledales abundaban hasta tal punto que una ardilla que se propusiera aparecer en el libro Guinness de los récords podía atravesar el país saltando de árbol en árbol, sin tocar tierra más que para recolectar alguna que otra golosa nuez. Había tam- bién praderas, más o menos verdes, donde pastaban a sus anchas rebecos y caballos salvajes, y espejean- tes lagunas, donde abundaban los ánsares, las pochas y las avutardas, y apacibles ríos, donde chapotea- ban nutrias y castores, y se criaban peces diversos y arenas auríferas. En sus montes tampoco faltaban los olivos, las higueras, la dulce vid, el esparto y las plantas tintóreas que la industria aprecia.
Las pintorescas costumbres de los feroces y entrañables indígenas sorprendían mucho al visitante. Los lusitanos se alimentaban principalmente de un recio pan, que confeccionaban con harina de bellota, y de carne de cabrón (el macho de la cabra, naturalmente). Además cocinaban con manteca, bebían cerveza, practicaban sacrificios humanos y observaban la entrañable costumbre de amputar las manos a los prisione- ros.
Los bastetanos, hombres y mujeres bailaban cogidos de la mano una especie de sardana, y calenta- ban la sopa introduciendo una piedra caliente en el cuenco.
Entre los cántabros existía la curiosa ceremonia de la covada: el presunto padre de la criatura por na- cer se metía en la cama y fingía los dolores del parto, mientras la parturienta seguía cavando el sembrado, o se afanaba en las labores domésticas, indiferente a las contracciones, hasta que daba a luz. Además, «es el hombre quien dota a la mujer y son las mujeres las que heredan y las que casan a sus hermanos; esto constituye una especie de ginecocracia, régimen que no es ciertamente civilizado», señala Estrabón (III, 4, 17—18).
En la Cerdaña y el Puigcerdá, hogar de los carretanos, se producían excelentes jamones, cuya venta
«proporciona saneados ingresos a sus habitantes».
Los astures, por su parte, observaban la higiénica costumbre de enjuagarse la boca y lavarse los dientes con orines rancios.
Los celtíberos eran crueles con los delincuentes y con los enemigos, pero compasivos y honrados con los pacíficos forasteros, hasta el punto de que se disputaban la amistad del visitante y tiraban la casa por la ventana para agasajarlo. Parte del agasajo consistiría probablemente en agarrar una buena curda con la bebida nacional, una mezcla de vino y miel o, si ésta faltaba, con una especie de cerveza de trigo, la cae- lia. Según Silio Itálico: «Queman los cadáveres de los que mueren de enfermedad, pero los de los guerreros muertos en combate los ofrecen a los buitres, a los que consideran animales sagrados.»
Los vaceos practicaban una especie de comunismo consistente en repartir cada año las tierras y las cosechas de acuerdo con las necesidades de cada familia. El politburó era extremadamente severo: los acaparadores de grano y los tramposos eran ejecutados.

Para muestra ya está bien. Así eran los remotos habitantes de la Península. Si en algo se parecían entre ellos era en ser gentes de pelo en pecho. Los crucificaban y seguían cantando, caía el jefe y se suici- daban sobre su tumba, despreciaban la vida y amaban la guerra sobre todas las cosas. La de vueltas que ha tenido que dar el mundo para que ahora sus descendientes se nieguen a ejercer el noble oficio de las armas, y el ejército se vea obligado a contratar mercenarios extranjeros.
Tanta rudeza era compatible con el amor a la belleza e incluso con cierta tendencia a recargar la or- namentación. Recuerde el lector a la Dama de Elche. En realidad, si nos fijamos en el tocado femenino, había para todos los gustos, según tribus, desde aquellas en las que, como Rita Hayworth, ampliaban la frente afeitándosela, hasta las que se enrollaban el cabello y formaban sobre la cabeza un tocado fálico, dos usos que perduraron hasta, al menos, el siglo xvii en el País Vasco.
En esta Babel de tribus no existía conciencia alguna de globalidad. Fueron los buhoneros fenicios y griegos, llegados al reclamo de nuestras grandes riquezas minerales, quienes consideraron la Península como una unidad, los primeros que percibieron que, por encima de la rica variedad de sus hombres y sus paisajes, aquello era España.
¿España?
Sí, escéptico, lector: ESPAÑA. Ya entonces se llamaba España. La hermosa palabra fue usada por los navegantes fenicios, a los que llamó la atención la cantidad de conejos que se veían por todas partes. Por eso, la denominaron i—shepham—im; es decir: «el país de los conejos», de la palabra shapán, «cone- jo».
No el león, no el águila: durante mucho tiempo el humilde, evocador y eufemístico conejo fue el ani- mal simbólico de España, su tótem peludo, escarbador e inquieto. El conejo se acuñaba en las monedas y aparecía en las alusiones más o menos poéticas; la caniculosa Celtiberia, como la llama Catulo (Carm. 37,18), es decir, la conejera, España la de los buenos conejos.
No era el simpático roedor el único bicho que llamaba la atención por su abundancia. Los griegos también llamaron a la Península Ophioússa, que significa «tierra de serpientes». No obstante, para no es- pantar al turismo, prefirieron olvidarse de este nombrecito y adoptar el de Iberia, es decir la tierra del río Iber (por un riachuelo de la provincia de Huelva, probablemente el río Piedras, al que luego destronó el Ebro, que también se llamaba Iber). No obstante, el nombre que más arraigó fue el fenicio, el de los conejos, que fue adoptado por los romanos en sus formas Hispania y Spania. De esta última procede España, bellísimo nombre que durante mucho tiempo sólo tuvo connotaciones geográficas, no políticas. Por eso, el gran escri- tor luso Camoens no tiene inconveniente en llamar a los portugueses «gente fortissima de Espanha».
«España —escribió Estrabón—, se parece a una piel de toro extendida... Casi toda ella está cubierta de montes, bosques y llanuras de suelo pobre y desigualmente regado. El norte es muy frío; por ser muy accidentado y estar al lado del mar, se encuentra incomunicado respecto a las demás tierras, así que resul- ta inhóspito. El sur es, casi todo él, fértil, especialmente la zona próxima al estrecho de Gibraltar.»
Durante bastante tiempo esta tierra de conejos estuvo más abierta a África que al resto de Europa. La verdad es que los doce kilómetros del estrecho de Gibraltar resultaban más fáciles de salvar que los escar- pados Pirineos. De hecho, los iberos procedían del mismo tronco que los bereberes africanos, y los roma- nos incluso consideraron su colonia marroquí, la Mauritania Tingitania, una provincia de Hispania. Del mis- mo modo, Fernando III el Santo, el rey más despabilado de nuestra historia, consideraba natural continuar la reconquista en tierra africana. De no haber muerto cuando preparaba la expedición, quién sabe si ahora parte del Magreb sería cristiano.




CAPÍTULO 2

Hombres y monos


—¿Que los iberos procedían de África?
Pues sí, escéptico lector: no sólo los iberos, sino sus remotos predecesores, los que poblaron estas tierras mucho antes que ellos. La propia especie humana procede de África, y esto incluye a todas las ra- zas, nacionalidades, credos y creencias. El hombre, como se sabe, es resultado de una lentísima evolución que comenzó en África oriental hace entre cuatro y diez millones de años. El primero fue el Australopithecus afarensis, con un cerebro de unos quinientos centímetros cúbicos, apenas la cuarta parte del hombre actual. A partir de él se desarrollaron varias familias de Australopithecus a lo largo de millones de años: la pequeña y frágil africanus; la más corpulenta robustus, en el sur de África; la boisei, en el este de África, y quizá al- guna otra. De todas ellas, la única que perduró fue la que produjo el Homo habilis.
El Homo habilis o «ser humano diestro», hace unos dos millones de años, mes arriba mes abajo, era ya un hombre hecho y derecho, a pesar de su aspecto simiesco. Con un cerebro de setecientos centímetros cúbicos sabía servirse del fuego y hasta fabricar toscas herramientas de piedra golpeando un canto rodado de sílex o cuarzo y haciendo saltar lascas de ambas caras hasta obtener un filo cortante.
No era fácil la vida del Homo habilis. Al evolucionar se había hecho omnívoro y vagaba por la sabana devorando todo lo que le venía a mano: raíces, frutos, tallos tiernos, huevos, larvas, lagartos. No le hacía ascos a casi nada, ni siquiera a los cadáveres, porque el cuitado era todavía mal cazador y se contentaba con la carroña dejada por los tigres de grandes colmillos y otras fieras que señoreaban la llanura. También era, a menudo, víctima de estos terribles predadores.
Del Homo habilis se derivaron, por anagénesis, las especies posteriores: el Homo erectus y el Homo sapiens.
El Homo erectus, desarrollado hace unos 1,6 millones de años, era un sujeto fornido, de hasta 170 centímetros de estatura y, a pesar de sus facciones bestiales, alcanzaba ya una capacidad craneal de entre 850 y 1250 centímetros cúbicos, un setenta por ciento de la del hombre moderno, lo que no está mal. En un lento proceso, el Homo erectus fue extendiéndose por la faz de la tierra: después de ocupar toda África, pasó a Asia y a Europa hace 1,5 millones de años.




CAPÍTULO 3

Los primeros españoles


La prehistoria española es todavía un terreno controvertido. ¿Recuerda el escéptico lector lo que aconteció a aquel grupo de ciegos que palpó un elefante para averiguar qué clase de animal era? A uno le tocó la cola y dijo que el elefante es alargado y cilíndrico, como la serpiente; los que palparon las patas coincidieron en que tiene forma de columna; los que reconocieron las orejas aseguraron que, mas bien, es parecido a la raya de mar, sólo que con cerdas, y el que había palpado la cabeza lo encontró más parecido a la tortuga gigante del Pacífico. Algo parecido acaece con los paleoantropólogos y con los prehistoriadores. Se han propuesto describir la evolución de la humanidad en grandes períodos de tiempo y sólo disponen de escasos y, a veces, dudosos restos, lo que determina que sus hipótesis y conclusiones sean, casi siempre, aventuradas y provisionales. Con un trocito de hueso deben cubrir el devenir de la humanidad a lo largo de milenios; de una docena de piedras talladas deducen el grado de inteligencia que asistía a los hombres que las produjeron. Al poco tiempo, el hallazgo de otro trozo de hueso o de otros cantos tallados en distinto lu- gar, o asociados a distintos estratos, invalida las anteriores teorías. Con esto no quisiéramos desautorizar la paleoantropología ni la arqueología del hombre remoto. Es más, nos parecen ciencias muy necesarias y, sin duda, constituyen la más apasionante actividad que una persona puede emprender sin quitarse los pantalo- nes. Lo que pretendemos decir es que el escéptico lector hará bien en someter las etapas prehistóricas a una especie de cuarentena hasta que el asunto se aclare. Esto atañe también, naturalmente, a la prehistoria de nuestra Península, tan proclive a modas y oscilaciones. Vicens Vives, que era un gran escéptico, hizo notar que los mismos datos se interpretan de manera radicalmente distinta según el historiador sea de la escuela de Bosch Gimpera (partidario del iberismo) o de Almagro (partidario del celtismo). También es de señalar que, a menudo, los prehistoriadores se ponen al servicio de la ideología dominante. En los años cuarenta, cuando España marchaba por la senda del imperio hacia Dios, se proclamaba la existencia de un absurdo unitarismo antes de la llegada de Roma. El lector de cierta edad recordará la matraca que le dieron con las gestas de Sagunto y Numancia. Luego, transcurridas unas décadas, cuando el marxismo se puso de moda en la universidad, la historia comenzó a verse bajo el prisma de lo económico, de la plusvalía y de la lucha de clases, cuadros comparativos y grandes rimeros de cifras en gruesos apéndices, que más que libros de historia parecían informes de gestión de una entidad bancaria.
Sentadas estas advertencias, vayamos a la prehistoria (provisional) de España.
El fósil más antiguo encontrado hasta hoy en España es el fragmento de cráneo fosilizado de Orce (Granada), cuya edad se calcula entre 1,5 y 1,8 millones de años.
Hace unos novecientos mil años, varios individuos del Homo erectus se dejaron olvidados unos guija- rros tallados en un paraje de Cádiz conocido como El Aculadero. ¿De dónde procedían? Seguramente de África. ¿En qué aventuradas pateras habían cruzado el Estrecho? ¿Qué fue de ellos? No lo sabemos. Sien- do nómadas que vivían de la recolección, y, en menor medida, de la caza y de la pesca, permanecieron una temporada en El Aculadero y luego se mudaron sin dejar más rastro que aquellas herramientas, y vaya usted a saber adónde fueron a morir.


Los caníbales de Atapuerca

Los vestigios humanos más interesantes de la Península han aparecido en una zanja de veinte me- tros de profundidad, excavada en la sierra de Atapuerca (Burgos) a finales del siglo XIX para abrir paso al ferrocarril. Son los restos de una antigua comunidad, bautizada como Homo antecessor, o sea, «explora- dor», que habitó aquellos parajes hace un millón de años. El grupo mejor representado de estos individuos viviría hacia la mitad del pleistoceno medio (entre setecientos ochenta mil y ciento veinte mil años antes de nuestra era). Todavía faltaban unos cientos de miles de años para que apareciera el hombre de Neandertal en Europa, pero los Homo antecessor de Atapuerca ya lo anunciaban. Eran más bien bajitos, desconocían el fuego, vivían de la recolección de plantas y frutos comestibles y, después de comer, se escarbaban los

dientes con un palito, o no lavaban las verduras (dos posibles explicaciones, no necesariamente excluyen- tes, de las rayadas que revela al microscopio el esmalte de sus dientes).
Los individuos de Atapuerca arrastraban una vida miserable. Vivían de las sobras de otros carroñeros más remilgados, es decir de lo que despreciaban las hienas. En su vecindad había ciervos y caballos, pero también, esto les gustaría menos, leones. Eran gente muy aprovechada, que, en la procura de las necesa- rias proteínas, no dudaban en comerse a sus propios difuntos. El examen de los dientes revela, además,
«carencias alimenticias y problemas de desarrollo». Este dato suministra un firme soporte científico a nues- tra teoría del hambre secular inscrita en el código genético del Homo hispanicus, que lo lleva a devorar las viandas a su alcance, como un saqueador, en bautizos, comuniones, bodas, fiestas patronales, Semana Santa, Navidad y cualquier otra celebración o acontecimiento social en que se sirva comida de balde o haya barra libre.
A las hambres arriba consignadas suceden el derroche, el rumbo y el despilfarro. Imaginemos ahora la paramera soriana hace unos doscientos cincuenta mil años: una herbosa sabana recorrida de ríos y par- cheada de zonas encharcadas, a las que acudían, en su migración estacional, numerosas manadas de elefantes. Los suculentos solomillos de probóscide atraían cuadrillas itinerantes de cazadores Homo sa- piens a un lugar conocido como Loma de los Huesos, entre los pueblecitos sorianos de Torralba y Ambrona. Otros cazaderos similares se han detectado en las terrazas fluviales del Jarama y en el Tajo.
En Loma de los Huesos, los arqueólogos han encontrado grandes cantidades de huesos de paqui- dermos, algunos de ellos machacados para extraer la sabrosa médula. Los cazadores que produjeron esta basura orgánica conocían el fuego y eran excelentes tramperos, capaces de conducir a sus presas, sin respetar inmaduros, a pozos y zanjas disimulados, donde las remataban y descuartizaban con instrumentos de sílex y de hueso. A veces, cazaban docenas de elefantes en una jornada, y la mayor parte de la carne se desaprovechaba o quedaba para las alimañas, puesto que cada grupo de caza no excedería de unas doce- nas de individuos.
¿Somos los actuales españoles biznietos de la familia de Atapuerca y de los cazadores de Loma de los Huesos? Sobre esto, hay encontradas opiniones. Por otra parte, los genetistas escrutadores del ADN placentario han proclamado que descendemos de un único antepasado femenino, una mujer africana a la que llaman Eva mitocondrial, que vivió hace doscientos mil años y cuyos descendientes se habrían extendi- do por todo el planeta, en sucesivas oleadas migratorias, desde hace unos ciento cincuenta mil años, susti- tuyendo a las especies existentes de Homo sapiens.
Eso es lo que hay. La ciencia está en mantillas y tiene mucho camino por delante. Ya veremos en qué acaba la cosa.


El hombre de Neandertal

Uno de los primeros pobladores de Europa y de Oriente Medio fue el hombre de Neandertal, hace unos cien mil años. Su origen no está muy claro. Algunos opinan que es una especie de híbrido, entre el erectus y el sapiens. El caso es que las dos especies, el sapiens y el Neandertal, coexistieron durante un tiempo, hasta que el Neandertal, más torpón, se extinguió hace cuarenta mil años, quizá algunos menos. A uno de estos tipos pertenecía el famoso cráneo hallado en Gibraltar en 1848.
El Neandertal era un cachas: esqueleto robusto, hombros anchos, tórax poderoso, admirables bí- ceps..., pero guapo no era, para qué nos vamos a engañar. Tenía una mandíbula enorme, desprovista de mentón, y una especie de visera ósea encima de las cejas, y la frente escasita y tirando a plana, lo que no quiere decir que fuera tonto. Su cerebro era parecido al nuestro, e incluso algo mayor (lo que causa cierta perplejidad).
A pesar de su aspecto de portero de discoteca, el Neandertal era un sujeto de reposadas costumbres, que cualquier madre hubiese aceptado como yerno: sepultaba a sus muertos, cuidaba a sus enfermos y fabricaba con esmero herramientas de piedra. Lo malo es que no le hacía ascos a nada y también, cuando se terciaba, practicaba el canibalismo.


El hombre de Cromañón

El hombre actual apareció hace unos treinta y cinco mil años como subespecie del Homo sapiens. Es el denominado, reduplicando adjetivo con evidente e inmerecida redundancia, Homo sapiens sapiens.

El sapiens sapiens, que sustituyó en Europa al hombre de Neandertal, se conoce como hombre de Cromañón. Durante un tiempo, las dos especies coexistieron.
El Cromañón inventó una lanza que arrojaba a gran distancia con ayuda de un propulsor (la azagaya) y, más adelante, el arco y las flechas, así como el anzuelo y el arpón. Con ello se erigió en verdadero rey de la creación y pudo cazar eficazmente y defenderse de las fieras. También desarrolló el cincel, un instrumen- to básico para progresar en el tallado de hojas, cuchillos y puntas, con los que pudo trabajar delicadamente objetos de hueso, asta y, presumiblemente, madera.
El hombre de Cromañón, físicamente más débil que su vecino el Neandertal, pero más inteligente, no dejó de prosperar mientras el Neandertal decaía y desaparecía. Algunos autores sugieren que el débil listo acabó con el fuerte torpe. ¿Un genocidio? ¿Absorción por mestizaje? En tanto no aparezcan pruebas con- cluyentes que demuestren otra cosa, el escéptico lector puede pensar que el Neandertal se extinguió a causa de sus propias desventajas biológicas.
Esto es lo que sabemos, por ahora, del origen del hombre. No obstante, todas estas teorías son pro- visionales, dado que se basan en información fragmentaria y escasa. El paleontólogo está siempre expues- to a que cualquier huesecillo encontrado por unos excursionistas provoque una conmoción en el cotarro científico y eche por tierra sus pacientes e imaginativas hipótesis.


Los sapiens sapiens en España

Hace como treinta mil años, cuando la edad del hielo tocaba a su fin, grupos más o menos numero- sos de cazadores sapiens sapiens se instalaron en la Península. Unos pertenecían a la familia del hombre de Cromañón, que parece haber dejado sus trazas raciales en la fisonomía de algunos vascos y canarios. Otros, pertenecientes a la variedad Combe—Capelle, se establecieron en la zona mediterránea y pudieron originar la fisonomía levantina.
Una de las pocas cosas seguras que sabemos de aquellos primitivos habitantes del solar hispano es que vivían en abrigos naturales, es decir, en cuevas abiertas; que eran buenos cazadores, que fabricaban gran cantidad de instrumentos de hueso y asta, azagayas, arpones, agujas (lo que demuestra que ya cosí- an, seguramente pieles), que decoraban cuevas y abrigos con pinturas y que albergaban preocupaciones religiosas. El enterramiento de uno de ellos, descubierto en la cueva Morín, a unos diecisiete kilómetros de Santander, prueba que esperaban otra vida después de la muerte. Hace veinticinco mil años, sepultaron allí a un difunto, después de cortarle los pies y la cabeza, y le colocaron como ajuar funerario un cervatillo, un costillar y un cuenco lleno de pintura ocre. ¿Para que pudiera comer y adornarse en la otra vida? ¿Le muti- laron los pies para impedir que regresara? ¿Le mutilaron la cabeza para venerarla en casa, de la misma manera que todavía, en zonas rurales de España, se venera el siniestro retrato de los abuelos hace largo tiempo fallecidos que preside el comedor?
El secular retraso español respecto a Europa se remonta a las primeras manifestaciones artísticas.
En las cuevas francesas han aparecido vulvas, es decir, coños, tallados hace treinta y cinco mil
años. Las de nuestra cueva del Castillo, en Cantabria, tienen sólo unos diecisiete mil años. Cuando las dibujaron, la vulva estaba ya casi pasada de moda en Europa y lo que más se estilaba era la señora entera, lo más jamona posible, esas figurillas de opulentas formas, de pingües nalgas y voluminosas tetas, imaginativamente llamadas venus. ¿Eran los hombres de Cromañón obsesos sexuales? ¿Eran erotóma- nos? Probablemente, ni una cosa ni otra; lo más seguro es que las venus fueran fetiches propiciadores de fecundidad. Se estuvieron produciendo hasta hace unos doce mil años, aunque ya en los últimos milenios el personal se aficionó más a la pintura mural, esas representaciones de mamuts, caballos, ciervos y bisontes de las cuevas de la región cantábrica y de la Francia meridional. ¿Qué sentido tenían, aparte del placer de hacerlas y el de contemplarlas? ¿Magia simpática? ¿Atraer la caza? ¿Favorecer la fecundidad de los ani- males?
Quizá la fecundidad. Esa función parece tener la danza fálica dibujada en el abrigo de Cogull (Lérida): un grupo de comadres en maxifalda que no quita ojo a un varón espléndidamente dotado. Por cierto, un notable antecedente de los strip—tense masculinos hoy tan en boga.
Hace unos diez mil años empezaron a derretirse los hielos que cubrían buena parte de Europa y Asia, y el clima se suavizó. La fauna mayor (bisontes, renos, focas, etcétera) emigró hacia el norte en busca de tierras más frías. Las tribus de cazadores se vieron obligadas a seguir a los animales o a adaptarse al nuevo ecosistema. Para los que optaron por quedarse, comida no faltaba, que todavía triscaban por esos cerros especies tan sabrosas como el jabalí y la cabra. Favorecidas por el clima más suave y por el progreso técni- co, las comunidades humanas crecieron, y con ellas, ¡ay!, inevitablemente, los conflictos. Las armas de caza, cada vez más certeras y letales, equipadas con puntas de piedra delicadamente talladas y aguzadas,

se emplearon también en la guerra. En una cueva de Barranco de Gasulla, en Castellón, asistimos a una escaramuza: dos grupos de arqueros se acribillan a flechazos, disparándose casi a quemarropa.
Pronto comenzaron a escasear los animales mayores que no habían emigrado, particularmente los bisontes. Entonces, los cazadores tuvieron que perseguir especies más pequeñas y huidizas. En las costas de Portugal y Galicia, surgieron mariscadores, que han dejado enormes depósitos de conchas (concheiros). Tampoco les hacían ascos a los caracoles y a las lapas, quizá ni siquiera a las babosas. Ganar la proteína diaria se ponía cada día más difícil. Había que aguzar el ingenio.
Entonces, la humanidad dio un gigantesco paso hacia adelante al domesticar ciertos animales y plan- tas, es decir, inventó la ganadería y la agricultura. Es lo que se ha llamado la revolución neolítica.




CAPÍTULO 4

La revolución neolítica


Los sapiens sapiens que habitaban las cuencas del Tigris y el Éufrates y las riberas mediterráneas de Siria, Líbano e Israel vivían felizmente de la caza y la recolección. De pronto, hace unos diez mil años, los cambios climáticos alteraron profundamente el ecosistema de su zona y los dejaron tan desprovistos de recursos que no tuvieron más remedio que inventar la agricultura y la ganadería para no morirse de hambre. Lógicamente, echaron mano de las especies autóctonas que se dejaron cultivar o domesticar, es decir, la escanda (una humilde variedad de trigo), la cebada, la oveja y la cabra. Con el tiempo, estas especies pro- pias de aquella zona fueron adoptadas en todo el mundo, y todavía seguimos viviendo principalmente de ellas. Y del cerdo, claro.
La revolución neolítica aparejó también grandes innovaciones técnicas. A los instrumentos de hueso, asta y piedra se incorporaron los de barro con la aparición de la cerámica, muy tosca, sin torno.
En la península Ibérica la técnica del cultivo y la domesticación se divulgó entre los años —5000 y — 3000 (aproximadamente, aunque en Levante hay vestigios de cultivos desde el —7000). Se domesticaron el perro, el cerdo, la oveja, la cabra y, acaso, el caballo; se dejaron cultivar la cebada, el trigo, la esprilla, la escanda e incluso el olivo. Unos diminutos huesos de aceituna de acebuche hallados en la cueva de Nerja (Málaga) parecen testimoniar el interés que despertaba el benéfico olivo.
El neolítico comportó un importante cambio de mentalidad.
El campesino tiene que establecerse permanentemente en la vecindad del campo de cultivo para cui- darlo, tiene que ser previsor y reservar parte de la cosecha del año para que sirva de simiente al siguiente. Con ello nació también el sentido de la propiedad de la tierra y el sentimiento de pertenencia a ella. Ya se ven asomar las orejas del nacionalismo y la guerra.
A la economía de subsistencia, propia de los cazadores recolectores, sucedió otra de producción, lo que acarreó la necesidad de dividir el trabajo. Nació también el germen de la ciudad en aquellos poblados permanentes, a cuyos cementerios los arqueólogos denominan necrópolis para que no los tomen por sa- queadores de tumbas.
Al ciudadano se le complicó la vida: los nómadas se hicieron sedentarios, tuvieron que planear el tra- bajo, sembrar en la estación adecuada, segar cuando tocara, pero, a cambio, si la cosecha o el rebaño no se torcían, no pasaban hambre en invierno. Incluso se produjeron excedentes, que juiciosamente adminis- trados generaron plusvalía. Y donde hay plusvalía, hay pobres y ricos, hay poder político, hay contribuyen- tes y hay recaudadores, hay intereses supranacionales y hay líos. No parece casual que la hoz se inventara en este tiempo. Era de madera, con el filo de lascas de pedernal afiladas. El martillo se había inventado en la etapa anterior, pero los arqueólogos, siempre tan finos, lo llaman percutor.


Los metales

Durante decenas de miles de años, la humanidad se las había ingeniado para subsistir sin otro uten- silio que unos toscos instrumentos de piedra o hueso. Los hombres primitivos entendían de piedras un rato largo. Había algunas variedades que se habían ganado la consideración de preciosas por su rareza, por sus bellos colores o por sus hermosas texturas. Por ejemplo, el oro, una piedra inalterable y maleable, que apa- recía en forma de pepitas en las arenas de los ríos, brillante como si llevara dentro al mismo sol. O la plata nativa, que aparecía en brillantes filones en Riotinto y Almería. O la azurita, de intenso azul; o la bellísima malaquita, verde brillante, con la que se fabricaban cuentas de collar y polvo cosmético.
Los filones de malaquita aparecían a menudo en los crestones de cuarzo o cuarcita y había que arrancarlos con ayuda de pesados martillos de granito. Hace unos cinco mil años, los mineros descubrieron que la malaquita arrojada a una hoguera se transformaba en una especie de pasta brillante, que, al enfriar- se, resultaba ser un nuevo y desconocido elemento, con el que se podían fabricar adornos y objetos más afilados y resistentes que los de piedra o hueso.

Se había descubierto la metalurgia del cobre. La humanidad entraba en una nueva era, la de los me- tales. En seguida surgieron los herreros, una especie de brujos que sabían extraer metales, fundirlos y fa- bricar objetos. No obstante, la revolución técnica y su repercusión en los sistemas de producción se hizo esperar porque el metal era escaso y lo usaban para fabricar pequeños adornos en lugar de herramientas útiles. Solamente cuando progresó la minería y aumentaron las reservas metalíferas se abarató lo suficiente como para que compensara emplearlo en cuchillos, azadas y otras herramientas (que se revelaron, huelga decirlo, infinitamente superiores a las de piedra).
El cobre comenzó a fabricarse en España a principios del tercer milenio a. J.C. Un milenio después, vendría el bronce y, finalmente, el hierro.
La mina prehistórica española mejor conocida es la de Can Tintoré, en Gavá, Barcelona, que fue ex- plotada durante el tercer milenio. En su compleja red de galerías y pozos se han encontrado picos, mazas y cinceles de piedra. No era una mina de metales, sino de piedras consideradas preciosas, principalmente variscita, de color verde muy intenso, y lidita, un cuarzo oscuro. Se usaban para fabricar cuentas de collar, con los que a menudo enterraban a los muertos.
Durante la llamada edad del cobre, la agricultura progresó considerablemente. Además de cereales se cultivaron la vid y el trigo, lo que ya prefigura la sanísima dieta tradicional ibérica, a la que cabe añadir, naturalmente, el españolísimo cerdo, tan rico en colesterol. El animal era, lógicamente, criado con bellota, pues la encina señoreaba entonces el paisaje patrio, y los recios iberos también panificaban la harina de bellota. Además, se cultivaban el lino y otras plantas textiles. El descubrimiento de pesas de telar prueba que ya existían los tejidos.
La población creció en aldeas al aire libre, emplazadas a las orillas de los ríos, en los ubérrimos valles y también en torno a los yacimientos de cobre. Los poblados fortificados más antiguos de Europa están en Los Millares (Almería) y Vila Nova de Sao Pedro (Portugal), guardados por complejas murallas. La guerra es una presencia constante porque el cobre no sólo sirve para fabricar agujas, cuchillos, brazaletes y utensilios, sino también armas mortíferas.


Los megalitos

La vida en poblados favoreció la aparición de una sociedad más compleja. Algunos individuos más despabilados que otros consiguieron hacerse con los excedentes de producción y se erigieron en régulos o jefes; también los podríamos llamar caciques, o caudillos, o padrinos, incluso capos. Una sociedad que hasta entonces presentaba una clase única, la de los pobres, se fue diversificando en pobres y ricos, con los imaginables grados intermedios de riquillo y pobre con posibles. Los verdaderamente ricos adquirieron armas y contrataron guardaespaldas, lo que los convirtió en más poderosos todavía frente a sus conciuda- danos pobres. El pobre no tuvo más remedio que hacerse cliente de algún poderoso, es decir, obedecerlo y satisfacer su exigencia en diezmos o tributos a cambio de su protección.
Con el tiempo, las fórmulas de clientela evolucionaron hasta llegar a la devotio ibérica, tan admirada por los autores grecolatinos: el guerrero contraía la obligación de suicidarse si su jefe perecía en combate. El régulo, que comienza de matón de barrio, cuando el tiempo y el dinero lo pulen, da en fundador de una monarquía hereditaria convenientemente legitimada por el brujo o sacerdote de la tribu, el gran embaucador capaz de convencer a la comunidad de que la institución se funda en el derecho divino. La mitología nos transmite noticias de tres grandes reyes: Gárgoris, Habis y Gerión. Leemos en Justino (XLIV, 3, 1 ss.):
«En las serranías de los tartesios [luego veremos que esto debe caer por sierra Morena] habitaban los curetes, cuyo antiquísimo rey Gárgoris inventó el uso de la miel. Avergonzado de la deshonra de su hija, que había parido un nieto ilegítimo, procuró suprimirlo.» El niño se llamaba Habis. Su abuelo lo intentó todo para quitárselo de encima: lo abandonó a la intemperie, lo dejó en un sendero pecuario para que lo pisara el ganado, lo arrojó sucesivamente a perros hambrientos, a cerdos glotones y al mar. Todo en vano. El coriá- ceo mamoncete no sólo sobrevivía a todos los peligros, sino que, además, era alimentado por los animales salvajes y, como no le hacía ascos a ninguna leche, ya fuera de loba, de cierva, de vaca, de perra o de cerda, se estaba criando con lustre envidiable. Al final, el abuelo se dio por vencido y, reconociendo la inter- vención de los dioses en la milagrosa supervivencia del niño, lo llamó a su lado y lo proclamó heredero.
Habis creció en edad y sabiduría, y fue un héroe civilizador, que promulgó leyes y enseñó a uncir los bueyes y a sembrar en surco.
Por cierto, el mito del abandono, de la crianza por fieras y de la sabiduría del gobernante se repite en otros grandes fundadores de la antigüedad: Rómulo y Remo, Ciro y Moisés.
Veamos ahora la historia de Gerión. Según los textos antiguos, este rey extendía sus dominios en la otra parte de Hispania, formada por islas, es decir, el litoral gaditano y las marismas del Guadalquivir, en-

tonces un laberinto de islas, penínsulas y esteros. Gerión había nacido cerca de las fuentes del Guadalqui- vir, en un abrigo rocoso, lo que parece aludir a uno de los santuarios prehistóricos de sierra Morena, quizá al Collado de los jardines, junto a Despeñaperros, como indica Blanco Freijeiro. Era Gerión un gigante de tres cuerpos. Con aquel físico singular, se podía haber ganado cómodamente la vida en un circo, pero escogió el sosegado ejercicio de apacentar bueyes en las marismas. Hércules lo mató para robarle el rebaño.
Las crecientes diferencias sociales se reflejan en los rituales de enterramiento. Sí, ya entonces había entierros de primera, de segunda y hasta de tercera. Mientras algunos individuos no tenían dónde caerse muertos, otros se hacían sepultar en dólmenes megalíticos (de las palabras griegas mega, «grande», y litos,
«piedra», y de la bretona dolmen, «mesa»).
Los dólmenes eran tumbas colectivas, posiblemente municipales o comarcales más que familiares. Suelen constar de una cámara central precedida de una especie de corredor adintelado, todo ello sepultado bajo un túmulo artificial. De su mera presencia deducen los historiadores la existencia de una autoridad central, el régulo o reyezuelo de la comarca, capaz de allegar el dinero y los obreros que requiere una obra tan costosa e improductiva. El pretexto era religioso, pero en el fondo se trataba de demostrar el poderío del constructor y de perpetuar su memoria, lo mismo que en el caso de las pirámides, el panteón de El Escorial, el Valle de los Caídos, etcétera.
El más hermoso dolmen español es la cueva de Menga, en Antequera, una gran nave formada por enormes losas de piedra caliza. En la parte más ancha, las piedras que componen el techo están sosteni- das por tres pilastras centrales. Cuando los estudiosos la descubrieron, en 1905, la cueva no contenía ya ningún enterramiento, pues hacía siglos que servía de vivienda. Su nombre actual, Menga, procede de una leprosa llamada Dominga, que fue uno de los últimos inquilinos.
En la necrópolis de Los Millares se han descubierto unas setenta tumbas megalíticas de corredor, cu- biertas por sendos túmulos de tierra. En sus ajuares destacan numerosas plaquitas con la imagen del ídolo, lejano antecedente de las medallas que hoy acompañan a muchos creyentes en la vida y en la muerte.
En este tercer milenio antes de nuestra era aparece también por el solar hispano el vaso campanifor- me, es decir, la vasija en forma de campana, más bien de tulipán, «muy apta para beber cerveza» (Blanco Freijeiro), cuyo origen, según algunos, es oriental. Su intensa difusión demuestra que ya había una cierta comunicación entre los hombres y los pueblos, no sólo de España, sino también de Europa.


La edad del bronce

En el segundo milenio a. J.C., la península Ibérica era un cajón de sastre, en el que coexistían distin- tas comunidades, unas más adelantadas que otras. La gran novedad fue la aparición de un invento revolu- cionario: el bronce, un metal mucho más fuerte que el cobre.
La fórmula secreta —fundir cobre y estaño en proporción uno a nueve— se comenzó a difundir más o menos hacia el —1200, primero por las costas del sur, más tarde por el centro y el norte.
En las zonas ricas en metales (Almería, Jaén, el Algarve...), surgieron potentes comunidades meta- lúrgicas y una floreciente industria de instrumentos, armas y joyas (porque también trabajaban la plata y el oro).
El yacimiento de El Algar, en Almería, da la pauta del nuevo período. Muchos individuos se hacían sepultar con rico ajuar de puñales y armas. En esto, y en las rudimentarias murallas que rodean los pobla- dos, se puede ver la importancia que adquirió la guerra en las sociedades metalúrgicas. Además, el poblado se construía en un cerro amesetado, de fácil defensa, bañado por un río que asegurara el suministro del agua y el riego para las huertas. Desde el cerro, se vigilaban las tierras de labor, las sementeras de cereal, los caminos y los pastizales.
Los habitantes del poblado argárico vestían prendas de lana, de lino y de piel, y se adornaban con anillos, collares y brazaletes de cobre y plata, y más raramente de oro. Guardaban el grano en recipientes cerámicos y lo trituraban en rudimentarios molinos de piedra a la puerta de sus chozas. Eran hábiles artesa- nos del metal y el barro. Muchos sucumbían al culto de la apariencia, y si no podían costearse los recipien- tes metálicos, procuraban imitarlos en cerámica bruñida y lisa, sin adornos.
Una moda oriental determinó un cambio sustancial de las costumbres funerarias. Se abandonaron los grandes panteones colectivos del período megalítico por otros individuales, mucho más modestos, en cajitas de piedra (cistas).
La cultura argárica irradió en la zona de Levante, entre Murcia y Málaga. Historiadores y arqueólogos señalan hasta una docena de variedades regionales de la cultura del bronce (Galicia y norte de Portugal; sur de Portugal; Castilla la Vieja; Cataluña y Aragón; Levante...), quién sabe si. dejándose influir algo por la división política de nuestros pecadores días, con tanta nacionalidad, diputación y autonomía.

En el ranking ibérico, las regiones mineras eran las privilegiadas; detrás venían las agrícolas y, a con- tinuación, las ganaderas, que vivían del pastoreo de ovejas y cabras. El bronce llegaba a todas, llevado por infatigables buhoneros, que iban de un lado a otro con sus cacharros, por precarios caminos, entre el in- menso entinar.


La edad del hierro

Hacia el —800 aparece en España el hierro, un metal nuevo y más fuerte que el bronce. La posesión de armas de hierro, restringida al principio a la casta guerrera, acentuó aún más la diferenciación social.
En este tiempo, comenzaron a visitar la Península gentes de fuera: por los pasos del Pirineo catalán, entraban grupos venidos de Europa; fenicios y griegos desembarcaban en las costas mediterráneas.
Los que accedían por el norte eran indoeuropeos de raza celta, que según avanzaban por Cataluña, Aragón, Navarra y la meseta iban dejando sus características necrópolis o campos de urnas (en las que enterraban las cenizas de sus difuntos). En el cerro de la Cruz, en Cortes de Navarra, se ha excavado una aldea construida por estas gentes. A diferencia de las chozas circulares, anárquicamente dispuestas, de los poblados y castros indígenas, los celtas construyen cabañas rectangulares adosadas, con las que forman calles rectas. Las viviendas del poblado del cerro de la Cruz constan de tres estancias: vestíbulo, despensa y salón, con el lar para el fuego, donde se cocinaba. Las casas eran de adobe sobre zócalo de piedra, y la techumbre, de ramas y barro, e inclinada hacia la fachada. Otra gran innovación de los pueblos de los cam- pos de urnas fue probablemente el arado tirado por animales. Ya ve el escéptico lector: Europa aporta la urbanización y la mecanización. ¡Que inventen ellos!




CAPÍTULO 5

Tartessos y las colonias


«Por voluntad de los dioses, una tempestad arrastró una nave de Samos que se dirigía a Egipto y la llevó a Tartessos, más allá de las columnas de Hércules [estrecho de Gibraltar]. Como aquel mercado esta- ba todavía intacto, los de la nave obtuvieron fabulosas ganancias... »
Así cuenta Heródoto el descubrimiento de Tartessos por los griegos, por casualidad o por voluntad de los dioses. «Aquel mercado todavía estaba intacto», dice. Lo llama mercado y asegura que sus descubrido- res regresaron con ganancias nunca vistas. Para los griegos, Tartessos era El Dorado, Jauja, la tierra de los metales, de la plata, del oro y del estaño, el país donde ataban los perros con longaniza.
Para comprender cabalmente el mito de Tartessos será mejor que nos traslademos a las lejanas tie- rras de Oriente Medio. Por aquellos pedregales y desiertos discurrían el Tigris, el Éufrates y el Nilo, tres caudalosos ríos, cuyas crecidas anuales inundaban los llanos; al retirarse el agua, quedaban cubiertos de un limo espeso, un excelente fertilizante sobre el que se criaban estupendas cosechas de cereal y hortali- zas.
Vistas sobre el mapa, las tres cuencas fluviales dibujan una media luna, el Creciente Fértil. Pues bien, en este Creciente Fértil florecieron, a partir de la revolución neolítica, una serie de Estados que son la cuna de nuestra civilización: Sumer, Babilonia, Akad, Asiria, Persia, Israel, Fenicia y Egipto.
Hoy día, el progreso industrial de un país es directamente proporcional a su consumo de petróleo, pe- ro los países más avanzados son deficitarios en petróleo y se ven obligados a importarlo de los productores, principalmente de los países de Oriente Medio. En la antigüedad, ocurría algo parecido. El subsuelo de los países desarrollados, que eran los del Creciente Fértil, era pobre en metales. Había que importar el estaño, la plata, el oro, el cobre, que constituían el motor del progreso.
Había otro país en el Creciente Fértil, Fenicia, que no disponía de cuenca fluvial alguna en la que criar ubérrimas cosechas. Sus ríos eran mezquinos, y la franja costera donde se asentaba estaba aislada del continente por una cadena de montañas. Los fenicios, «el pueblo botado al mar por su geografía» (Heródoto), sólo disponían de los espléndidos bosques de cedros y del mar, pero también de la astucia y el sentido común necesarios para advertir que estaban predestinados a la construcción naval y al comercio marítimo. Su pericia marinera era proverbial. Baste decir que, hacía el año —600, una expedición explorato- ria fenicia financiada por el faraón Necao II dio la vuelta a África partiendo del mar Rojo, para regresar, tres años después, por el estrecho de Gibraltar: una hazaña en la cual invertirían todo un siglo las carabelas portuguesas dos mil años después, en la época de Colón.
Los fenicios poseían la flota y el conocimiento del ancho mundo, con sus mercados y sus minas. Por lo tanto, se convirtieron en suministradores de metales de los países ricos de la zona, todos ellos de interior y nada inclinados a las aventuras marítimas. Además, siempre atentos a la mejora del negocio, los fenicios legaron a la humanidad dos inventos fundamentales: el dinero y el alfabeto, tan necesarios para las tran- sacciones y la correspondencia comercial. Por cierto, estas letras en que yo escribo y usted lee, el alfabeto latino, son las mismas que inventaron los fenicios hace tres mil años (si acaso, algo alteradas ya, después de pasar por los griegos, por los etruscos y por el ordenador).
En Fenicia el comercio lo determinaba todo, incluso el sistema político. En una región en la que todos los países estaban gobernados por reyes divinizados y despóticos, los fenicios constituían una federación de ciudades que eran, más bien, grupos de empresas. El verdadero gobierno de cada ciudad estaba en manos de una oligarquía financiera, la asamblea de ancianos, una especie de consejo de administración, aunque, por cuestiones de protocolo, existía también una dinastía real representada por la familia más po- derosa. Los fenicios no tenían ejército. En caso necesario, contrataban mercenarios. De todos modos, sus ciudades estaban defendidas por el mar, porque las asentaban sobre islas próximas a la costa (Tiro, Ara- dos) o sobre penínsulas de estrechos istmos (Biblos, Sidón, Beritos [hoy, Beirut]).
Los marinos fenicios practicaban una navegación de cabotaje, sin perder de vista la costa, y procura- ban establecer colonias y factorías distantes entre sí un día de navegación. Una de estas colonias fue Car- tago, en la actual Túnez, que crecería hasta convertirse en una gran potencia mundial, rival de la propia Roma, como veremos en seguida.

El mayor suministrador de materias primas de los fenicios era el legendario reino de Tartessos, que se extendía por el Levante y el sur de España. Allí había de todo en gran abundancia. Filones de plata (en Huelva, sierra Morena y Cartagena); minas de cobre (en Huelva); vetas de estaño (en sierra Morena, aun- que, cuando creció la demanda, hubo que traerlo también de Galicia y de las islas Casitérides, las del esta- ño, es decir, las Británicas). El comercio de los metales se complementaba con el de otros productos igual- mente valiosos: pieles, esclavos y esparto.
Apurando el símil petrolero, podríamos equiparar a la aristocracia de Tartessos con los nuevos ricos de los países del petróleo, esos jeques que no saben ya en qué gastar sus prodigiosos ingresos y que, en el espacio de una generación, han pasado de la vida frugal e incómoda en una jaima a la ostentación de pala- cios; los que se han apeado del apestoso y bamboleante camello para repantigarse en fabulosos automóvi- les y matar el tiempo en cruceros de placer a bordo de magníficos yates. Estos patanes encumbrados por el azar de la historia constituyen la réplica lejana de los aristócratas tartesios, que posiblemente habitaban en viviendas modestas, poco más que chozas, pero perdían la cabeza por los adornos lujosos y atesoraban kilos de preciosas joyas de recargado diseño (petos, collares, brazaletes, pendientes...) y se hacían importar lujosas vajillas orientales (jarros cincelados, páteras, objetos exóticos, adornos de marfil) desde los mejores talleres chipriotas. Como un Taiwan de la época, Fenicia comerciaba en objetos pequeños y valiosos, pro- ducidos en serie y fáciles de transportar: tejidos, joyas, perfumes, adornos, amuletos, vajilla, figuritas de marfil, huevos de avestruz y otra pacotilla. Con estos productos, inundaron los mercados allá donde encon- traron metales con los que comerciar. No intentaban ser originales, ni les importaba armonizar los más dis- pares estilos, creando una especie de kitsch que debió de ser muy apreciado por sus clientelas indígenas. Se limitaban a fabricar aceptables imitaciones de todo producto griego, mesopotámico, egipcio o de Asia Menor que se vendiera bien. Por eso, sus producciones son de difícil clasificación y causan quebraderos de cabeza en los museos. También comerciaban, me temo, con objetos robados. En Almuñécar se han descu- bierto urnas egipcias de alabastro procedentes de una tumba en el valle del Nilo. En la antigüedad existía un activo comercio de objetos de lujo egipcios robados en las tumbas. Y es que el personal, cuando ventea negocio, no respeta nada.


Fenicios en España

Entre el año —1000 y el —600, año arriba, año abajo, los fenicios fundaron algunas colonias en las costas andaluzas (Gades, Malaka, Sexi, Abdera; es decir: Cádiz, Málaga, Almuñécar, Adra en Almería) y una serie de factorías o fábricas, cuya lista se va ampliando a medida que progresan los hallazgos arqueo- lógicos (Aljaraque, Toscanos, Morro de las Mezquitillas, Guadalhorce...). Eran pequeños poblados situados junto a la desembocadura de los ríos para cumplir la triple función de atracadero y base de buques cargue- ros, de fábrica de algunos productos y de centro de almacenamiento y de distribución.
Los fenicios no explotaban directamente las minas. Suministraban a los jefes indígenas la tecnología necesaria y, luego, monopolizaban el comercio del metal extraído. El interlocutor indígena que aparece en los textos relativos a España es Tartessos.
¿Qué era Tartessos? Probablemente un reino de imprecisos límites, sucesor de las culturas megalíti- ca y argárica florecidas en la zona. Uno de los reyes de Tartessos, Argantonio Q—670? Al ¿—550?), es mencionado elogiosamente por los griegos como prototipo de monarca rico, feliz, pacífico y longevo.
Después de brillar durante siglos, de pronto, en el espacio de muy pocos años, Tartessos desapare- ció del mapa. ¿Qué había sucedido?
Algunos autores sugieren que pudieron arrasarlo los propios fenicios cuando descubrieron que anda- ba en tratos con los griegos. ¿Acaso pretendía librarse del abusivo monopolio fenicio? Esta explicación se puso de moda hace un siglo, cuando Oswald Spengler formuló su teoría de la catástrofe como causa de la decadencia de los imperios. El caso de Troya, arrasada por los griegos, o de la talasocracia cretense, su- puestamente destruida por un maremoto, parecían suficiente probanza. ¿Por qué no pensar que el repenti- no ocaso de Tartessos se debió a su destrucción por los fenicios o por los primos de éstos, los cartagine- ses?
Hoy se acepta una explicación menos dramática: Tartessos se esfumó porque se quedó sin merca- dos. Así de sencillo. El año —573 los asirios conquistaron Tiro, la ciudad fenicia de la que dependía casi todo el comercio tartésico, y las delicadas vías comerciales de la ciudad se desconcertaron.
El hueco dejado por Tiro lo ocuparon en seguida los avispados griegos foceos que llevaban siglos in- tentando arrebatar a los fenicios el comercio de los metales. El Fértil Creciente no podía quedar privado de sus suministros de estaño. ¿De dónde procedía casi todo el estaño? De Bretaña y las islas Británicas. Los griegos foceos se hicieron cargo de la cartera de clientes de los fenicio—tartesios y derivaron el estaño por la ruta del Ródano y Saona hacia Marsella, su gran emporio comercial.

Cuando Cartago, la sucursal africana de Tiro, logró reaccionar y tomar el relevo de los fenicios, se encontró con que los griegos se habían alzado con la parte más sustanciosa del negocio. Griegos y cartagi- neses llegaron a las manos en la sonada batalla naval de Alalia (—535), después de la cual establecieron sus respectivas zonas de influencia: los griegos comerciarían con el norte de la Península, y los cartagine- ses con Levante y el sur. El trato duró hasta que fueron expulsados por los romanos, como en su momento se verá.


Desenterrando Tartessos

En el siglo pasado y en el primer tercio del nuestro, los arqueólogos desenterraron las ciudades y los palacios de los grandes imperios de la antigüedad, con toda su riqueza y esplendor: Troya, la legendaria ciudad cantada en la Ilíada; Tirinto, la ciudadela micénica; las tumbas faraónicas del Valle de los Reyes; Babilonia, Nínive, Persépolis..., los palacios, los zigurats y los archivos de los antiguos imperios de Mesopo- tamia; Cnosos y las residencias de la talasocracia cretense...
¿Y Tartessos?, ¿dónde demonios estaba Tartessos? Un alemán, Adolf Schulten, se propuso descu- brir la fabulosa capital del rey Argantonio, el emporio occidental del oro y la plata. Suponía Schulten que la ciudad yacería sepultada en algún lugar cercano a la desembocadura del Guadalquivir. Entre 1923 y 1925, excavó, sin resultado, en el coto de Doñana. Al final tuvo que desistir: Tartessos había desaparecido como si se la hubiera tragado la tierra. No había ni rastro de la ciudad ni de sus gentes. Schulten estaba tan ofus- cado con las teorías difusionistas dominantes que ni siquiera advirtió la procedencia tartésica de algunos preciosos objetos que llegaban a sus manos. Creyó que eran importaciones orientales traídas por los feni- cios o los cartagineses.
Tartessos no apareció porque probablemente nunca existió. Lo que los autores antiguos mencionan es un río cercano a Cádiz, un río de raíces argénteas (seguramente, el Guadalquivir, que discurre al pie de sierra Morena, rica en plata; pero también podría ser el Guadalete, o incluso el Tinto). Luego hablan de un reino y de una región llamados Tartessos, pero nunca se refieren a una ciudad. La ciudad sólo se menciona a partir de finales del siglo —IV, cuando ya hacía varias generaciones que Tartessos se había extinguido.
Tartessos seguramente nunca pasó de ser una asociación de régulos o caudillos locales en torno a una dinastía algo más fuerte que representaba a la colectividad ante los fenicios. Cuando se acabó el nego- cio, la sociedad se disolvió, y cada cual tiró por su lado. Lo que sucedió fue un conglomerado de caudillos locales en una región llamada Turdetania, más rica, próspera y culta que sus vecinas, porque el que tuvo, retuvo.




CAPÍTULO 6

Falcatas y damas


Ya queda dicho que los comerciantes griegos competían con los fenicios. La verdad es que no les iban a la zaga en espíritu emprendedor y astucia, quizá porque, también ellos, procedían de una tierra po- bre, montuosa y superpoblada que los echaba al mar y habían tenido que despabilarse para subsistir. Por eso, a lo largo de un milenio, los griegos extendieron sus colonias por Asia Menor (actual Turquía), por el sur de Italia (que llamaron Magna Grecia), por Sicilia y por la costa mediterránea francesa, donde fundaron Marsella.
Cuando los griegos llegaron a nuestra Península encontraron que los fenicios se les habían adelanta- do y ocupaban los mejores mercados, así que tuvieron que contentarse con establecer modestas bases en las costas catalanas y levantinas, en especial en el golfo de Rosas, que les caía más cerca de su emporio marsellés. Por cierto que esta palabra griega, emporio, que significa precisamente «mercado», es el origen del nombre de Ampurias, nuestra más famosa colonia griega.
Los griegos, ya queda dicho, aprovecharon la caída de Tiro para apoderarse de los mercados feni- cios. La euforia duró poco porque los cartagineses arremetieron contra los griegos y recuperaron la herencia de sus primos tirios. La malhumorada reacción cartaginesa ha dejado elocuentes huellas arqueológicas: en Sicilia y el Levante español se encuentran vestigios de muchos poblados griegos destruidos a finales del siglo — v En algunos casos el grueso estrato de cenizas prueba que el saqueo fue seguido de incendio.
El Mediterráneo se había convertido en un tablero de juego peligroso, lleno de guerras y rivalidades. Desde entonces, a los metales y demás productos tradicionales, la Península sumó sus mercenarios. Tanto griegos como cartagineses, y posteriormente los romanos, que se alzaron con todo el lote, alistarían en sus ejércitos a los excelentes guerreros ibéricos. Diodoro de Sicilia, historiador del siglo —v, describe el sable ibero, la falcata: «Emplean una técnica peculiar en la fabricación de sus magníficas espadas: entierran tro- zos de hierro para que se oxiden y, luego, aprovechan sólo el núcleo mediante nueva forja. La espada corta cualquier cosa que se encuentre en su camino. No hay escudo, casco o cuerpo que resista su tajo.» Acojo- nante.


Los iberos

Como vimos al comienzo del libro, hace dos mil quinientos años, España estaba fragmentada en un complejo mosaico de pueblos, cada uno con sus rarezas y costumbres. Los más atrasados eran los pasto- res celtíberos de la meseta y los celtas castreños del norte, aunque quizá no fueran tan salvajes como los pintan griegos y romanos. Por el contrario, el Levante y el sur, hasta el Algarve portugués, estaban poblados por turdetanos e iberos, ya desasnados por el prolongado trato con fenicios y griegos. Estos iberos sepulta- ban a sus príncipes en mausoleos tan artísticos como el de Toya (Jaén), y eran capaces de crear obras tan bellas como la Dama de Elche, fechada hacia el —475.
La famosa dama ha tenido una historia ajetreada. La descubrieron unos obreros agrícolas en La Al- cudia de Elche el 4 de agosto de 1897. Casualmente (o sospechosamente, según se mire), un hispanista francés, Pierre Paris, veraneaba en casa del cuñado del dueño de la finca donde se halló la dama. El fran- cés se prendó de la pieza y la adquirió. La dama permanecería en el Museo del Louvre hasta que Pétain la cedió a su amigo Franco para el Museo del Prado en 1941. Recientemente un historiador americano, John Moffitt, ha señalado que la dama es una falsificación decimonónica. Excuso decir que los historiadores es- pañoles han reaccionado como si les hubieran mentado a la madre. Y no van descaminados, porque la Dama de Elche es, en realidad, una diosa madre mediterránea, cuya idealizada divinidad no logra disimular los rasgos del modelo humano que la inspiró. El escéptico lector perdonará si dejándonos arrastrar por los sentimientos damos en creer que los rasgos de esta virgencita de pómulo alto, boca fina, mirada soñadora y griega, y gesto serio y solemnemente hierático reproducen los de alguna princesa de la ciudad ibérica de Illici, cercana a Elche. La dama es sólo un busto, pero nada cuesta imaginar que la infanta era de buena

alzada, un punto caballona y corpulenta, algo escurrida de tetas, pero potente de muslos y con el pubis duro como una piedra. ¡Que siga triunfando por muchos siglos en su altar de escayola del Museo Arqueológico Nacional!
En los tiempos de la luz antigua, antes de la irrupción de los dioses pastores, solares, que impusieron los dorios y los judíos, el Mediterráneo adoraba a una diosa femenina y lunar, la de las venus paleolíticas, la Tanit fenicia, la Hera griega, la Juno romana y sus sucesoras. Este culto femenino se cristianiza y prolonga en la mariolatría. En realidad, lo único que cambia es la advocación de la diosa, porque el lugar sagrado se perpetúa. Por eso, muchos santuarios marianos actuales ocupan el lugar de antiguos santuarios precristia- nos, con sus fuentes, sus cuevas, sus peregrinaciones, sus curiosos ritos, sus exvotos y sus canciones a María.
Por cierto, ¿en qué lengua cantaban aquellos españoles? ¿Qué idioma vernáculo hablaban las auto- nomías de entonces? Por lo que se deduce de las inscripciones, la Península era una Babel de dialectos o idiomas de áspero sonido. Los lusitanos y celtíberos hablaban una lengua céltica algo distinta de la usada por sus primos del otro lado de los Pirineos, pero igualmente emparentada, aunque fuera de lejos, con el griego y el latín, por pertenecer, como ellas, al tronco indoeuropeo. Por su parte, los tartesios y los iberos levantinos hablaban extrañas lenguas preindoeuropeas. El idioma tartesio no se parece a ningún otro cono- cido. El ibérico es, para unos, remoto pariente del vasco y, para otros, completamente ajeno a él. Si los que lo emparentan con el vasco estuvieran en lo cierto, podríamos esperar que, con tiempo y paciencia, alguna vez se puedan entender las relativamente abundantes inscripciones ibéricas que poseemos. El caso es que ya han sido descifradas, ya sabemos cómo suenan sus palabras, pero seguimos sin saber qué significan.




CAPÍTULO 7

Los cartagineses


El descalabro de sus parientes de Tiro, expoliados por la soldadesca babilónica, conmocionó a los cartagineses y los escarmentó en cabeza ajena. Ellos constituían una nueva camada fenicia recriada en las ásperas tierras líbicas, más agresiva y osada. Cartago era consciente de que en un Mediterráneo disputado por nuevas potencias sólo el dominio de tierras y el mantenimiento de tropas, aunque fueran mercenarias, les garantizaban la estabilidad y el respeto de sus competidores. Además, Cartago no cesaba de buscar nuevos mercados y rutas. Mientras sus agentes divulgaban por las tabernas portuarias fantásticas leyendas sobre la existencia de monstruos marinos y de vertiginosos abismos más allá del estrecho de Gibraltar, ellos discretamente fletaban navíos en busca del oro de Guinea y el estaño de Cornualles y Bretaña. Incluso intentaron fundar, colonias estables en las costas africanas. Enviaron sesenta barcos pesados con tres mil colonos, amén de abundantes pertrechos, pero se les agotaron las provisiones a la altura de Senegal y tuvieron que regresar. No obstante, trajeron interesantes noticias de África y sus gentes: «Había muchos salvajes —escribe un testigo—, gentes de cuerpo velludo llamados gorillai, que huyeron de nosotros. Lo- gramos atrapar a tres hembras, pero como se negaban a seguirnos y mordían y arañaban a los que las llevaban tuvimos que matarlas y trajimos las pieles a Cartago.»
Durante dos siglos, el Mediterráneo fue escenario de cruentas batallas navales. Cartagineses y etru s- cos (un pueblo itálico) se aliaban para disputar a los griegos las rutas comerciales y las ricas islas de Córce- ga y Sicilia. En estas guerras, los cartagineses emplearon mercenarios españoles, en especial honderos baleares, los cuales, según escribe Estrabón, «alrededor de la cabeza llevan tres hondas de junco negro, de cerdas o de nervios: una larga para los tiros largos; otra corta, para los cortos, y la tercera mediana, para los intermedios. Desde niños los adiestran en el manejo de la honda y si tienen hambre tienen que acertar en la diana antes de recibir el pan».
El año —509, los cartagineses firmaron un tratado de amistad con los romanos, un oscuro pueblo itá- lico que estaba todavía en mantillas, como quien dice, pero ya comenzaba a destacar dentro del entorno etrusco. Los romanos no tuvieron inconveniente en aceptar el monopolio marítimo cartaginés a cambio de que Cartago no hostigara a sus aliados. La zona de influencia se establecía a partir del cabo vagamente denominado Kalon Akroterion. Más de un historiador ha descuidado sus obligaciones conyugales en cavilo- sas vigilias sobre la identificación de ese promontorio. ¿Se trata del moderno Ras sidi Al¡ el—Mekki, al norte de Túnez, o es el cabo de Palos o el de La Nao (Alicante)?
Hacia el año —500, los cartagineses se presentaron con sus naves de guerra cargadas de mercena- rios en los antiguos mercados fenicios de Iberia, y los recuperaron sin contemplaciones, después de bajar los humos, cuando fue menester, a los caudillos y reyezuelos que habían aprovechado el eclipse fenicio para comerciar por su cuenta. Además, instalaron dos bases en sendos puntos estratégicos: la isla de Ibiza y el magnífico puerto natural de Cartagena, llamada con redundancia Cartago Nova, es decir, «la Nueva Cartago» (porque, cosa curiosa, Cartago a su vez significa Qarthadash, «ciudad nueva»).
Corrían tiempos difíciles. Todo el mundo quería enriquecerse con los metales. Las minas de sierra Morena se fortificaban. A lo largo de las rutas de transporte del mineral, Guadalquivir abajo, se construían recintos fortificados y torres de vigilancia. Como antaño sus abuelos tartésicos, los caudillos ibéricos locales querían sacar tajada de la riqueza que brotaba de sus tierras o simplemente viajaba por ellas. A esto se añadía, seguramente, una cierta inestabilidad social. Los arqueólogos se topan con muchas señales de guerra. Por ejemplo, en Porcuna (Jaén), el magnífico mausoleo de un reyezuelo local fue destruido y el grupo escultórico que lo adornaba acabó hecho pedazos en el fondo de una zanja, donde durmió el sueño de los justos hasta su descubrimiento en 1975. Ahora constituye la joya del museo arqueológico de Jaén. Entre las figuras épicas que representan combates de guerreros o enfrentamientos con monstruos hay una, más civil, que retrata a un masturbador en plena acción.
Pasado un siglo, tras el ocaso de los griegos focenses y de los etruscos, las únicas superpotencias eran Cartago y Roma. En —348 acordaron repartirse el Mediterráneo. La península Ibérica quedó escindida en dos zonas de influencia: Roma se adueño del norte, y Cartago, de la región minera del sur, desde Carta- gena. Como es natural, no se consultó a los indígenas.

Los cartagineses se propusieron ordenar y ordeñar la tierra que les había correspondido. A estas altu- ras, los recursos se iban diversificando, y España no sólo producía la plata de sierra Morena y Cartagena (y el cinabrio de Almadén, y el hierro del Moncayo). A la oferta metalífera del subsuelo, la Península añadía cuanto se criaba sobre la tierra: valiosos productos industriales (esparto y sal); una floreciente industria alimentaria (las salazones de atún, ese cerdo del mar, y las fábricas de garum) y hasta mercenarios celtíbe- ros.
El garum merece epígrafe aparte.


El garum

Esta salsa española de fama internacional fue, durante siglos, imprescindible en las mesas más exi- gentes. Era una especie de pasta de anchoas, de consistencia casi líquida, que se elaboraba fermentando al sol, en grandes recipientes, hocicos, paladares, intestinos y gargantas de una serie de peces grandes: atún, murena, escombro y esturión (un pez que, por cierto, abundó en el Guadalquivir hasta el siglo pasa- do). El garum combinaba con todo y se añadía generosamente a platos de carne, pescado o de verdura, e incluso a la fruta, al vino o al agua. A la gente le gustaban los sabores contundentes, lo picante, lo agridulce. De hecho, la miel y las pasas aderezaban muchos platos de carne. Podemos imaginar que para el gusto moderno, el garum resultaría nauseabundo. El aliento de los que lo consumían apestaba. «Si recibes una tufarada de aliento pestilente —escribe el poeta Marcial—, ecce, garum est. »
Había muchas calidades de garum. El mejor, comparable al caviar iraní, era el llamado sociorum, que llegó a costar 180 piezas de plata el litro. El garum sobrevivió a la caída del Imperio romano, pero fue poste- riormente desplazado por la pimienta, que todavía se mantiene como la reina de la cocina occidental, si bien amenazada por el ketchup y otras salsas espurias que Dios confunda.




CAPÍTULO 8

Roma contra Cartago


Era casi inevitable. Sólo quedaban ellos en el Mediterráneo, romanos y cartagineses, pero el Medite- rráneo no era suficiente para contenerlos. Sucesivos tratados comerciales no lograron atemperar el crecien- te antagonismo de los colosos, que desembocó, primero, en guerra fría y, después, en guerra caliente: la primera guerra púnica.
Durante veintitrés años, entre —264 y—241, romanos y cartagineses se enfrentaron por tierra y por mar. Es admirable que los romanos, pueblo de campesinos sin tradición naval, fuesen capaces de improvi- sar una escuadra de guerra copiando una nave enemiga que encontraron varada en una playa. Más admi- rable todavía es que venciesen en algunas batallas navales y que finalmente se alzaran con la victoria. Los términos de la rendición fueron severos: Cartago cedía Sicilia y Cerdeña, desarmaba su escuadra y se obli- gaba a satisfacer una crecida indemnización. El Mediterráneo iba camino de ser el Mate Nostrum (nuestro mar) de los romanos.
Los humillados cartagineses decidieron compensar la pérdida de sus bellas islas conquistando Espa- ña. Además, de alguna parte tenían que sacar oro y plata, que necesitaban para pagar las indemnizaciones. Más les valía explotar a fondo y directamente las minas de Cartagena y sierra Morena. El prestigioso gene- ral Amílcar Barca desembarcó en Cádiz y, alternando hábilmente la diplomacia con la guerra, consiguió dominar a los desunidos indígenas tras siete años de dura campaña. Cuando ya había vencido a los últimos resistentes peligrosos, los caudillos celtas Indortes e Istolacio, se ahogó en un río durante una escaramuza. Sus hijos Asdrúbal y Aníbal Barca proseguirían su obra.
Los Barca demostraron ser tan buenos administradores como generales. En unos años, racionaliza- ron la explotación de las minas, mejoraron las conserveras de pescado y optimizaron, como se dice ahora, el sector del esparto. Eran empresarios modernos, que aportaban nueva tecnología: ingenieros griegos a pie de obra diseñando nuevos aparatos y esclavos africanos picando en lo profundo de los pozos. El país se puso a producir para Cartago, y los jefes indígenas, como obtenían su rebanada de ganancias, colaboraron de buena gana.
En —226, Asdrúbal logró que los romanos accedieran a ampliar la zona de influencia cartaginesa, que apenas sobrepasaba Cartagena, hasta la línea del Ebro. De este modo, Cartagena quedó en una posi- ción central, tan buena para dirigir los asuntos de África como los de España. El negocio marchaba viento en popa, pero cuando Asdrúbal comenzó a acuñar monedas con su efigie, los acaudalados senadores de la república de Cartago se estremecieron detrás de sus cajas registradoras: ¡parece que el general va camino de ser rey! Nunca llegó a coronarse: un esclavo lo asesinó durante una cacería, aparentemente para vengar la ejecución de su amo. ¡Vaya usted a saber!
Quedaba Aníbal, el famoso Aníbal, que a sus veintiún años ya había probado su habilidad como ge- neral y como diplomático. Él proseguiría la obra de los Barca.


Sagunto, gesta de imperio

Aníbal continuó ampliando la empresa. Alternando zanahoria y estaca, como había aprendido de su padre, sometió las tierras de Levante hasta el Ebro, donde terminaba la zona de influencia cartaginesa re- conocida por Roma. En esta campaña destruyó, después de un enconado asedio de ocho meses, la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro (Valencia).
Roma había suscrito un tratado de amistad con Sagunto (a pesar de que estaba enclavada en territo- rio de influencia cartaginesa). Como era de esperar, especialmente porque se veía venir desde que la fac- ción más belicista obtuvo la mayoría en el Senado romano, Roma declaró la guerra a Cartago.
A los lectores que peinen canas, o ni eso, les resultará muy familiar el nombre de Sagunto, y lo aso- ciarán al de Numancia, otra ciudad cuya población prefirió suicidarse en masa antes que rendirse a los ro- manos en —133. Entrambas gestas fueron mitificadas en los tiempos de Franco como gloriosos monumen-

tos de la fidelidad hispánica y de la fiereza indomable del pueblo español. Como para muestra valía un bo- tón, sólo se promocionó la imagen fiera de esas dos poblaciones, con olvido de otras que las igualaron y hasta las superaron en heroísmo. Por ejemplo, los habitantes de Astapa, hoy Estepa, municipio sevillano famoso por sus mantecados navideños, también prefirieron destruir la ciudad y suicidarse en masa antes que rendirla a Roma. La admirable hazaña de la Numancia celtíbera, cuyos defensores llegaron a alimen- tarse con carne humana, fue incluso superada en Calagurris, hoy Calahorra, donde, además, salaron la carne humana para comerla en conserva.
Sea excusada la breve digresión gastronómica y regresemos ahora junto a Aníbal, al que dejamos conquistando Sagunto.
No le sorprendió al cartaginés la declaración de guerra de Roma. De hecho, los dos países llevaban años preparándose para esa guerra, porque Cartago quería la revancha y Roma estaba preocupada por el rearme de su rival y la pujanza que había alcanzado.
Roma decidió aplastar el nuevo poderío cartaginés y escogió Hispania como propicio escenario de la guerra. Italia quedaba a salvo, defendida por una potente escuadra. Pero Aníbal se les adelantó, mostrán- dose como uno de los mayores estrategas de todos los tiempos: en lugar de embarcar su ejército, como esperaban, lo llevó por tierra, elefantes de guerra incluidos, a través de los Alpes nevados, una hazaña impensable, e invadió Italia por el norte, donde menos esperaban un ataque. Los romanos le salieron al encuentro con ejércitos superiores, que Aníbal derrotó sucesivamente. En la cuarta batalla, la de Cannas, Roma puso toda la carne en el asador.
Todavía hoy, en las academias militares de todo el mundo, a los oficiales instructores se les dilata el esfínter cuando explican la estrategia de Aníbal en Cannas. El astuto cartaginés, al que ya quisieran pare- cerse todos ellos, llegaba con un ejército bastante mermado. No obstante, en contra de todas las normas, dispuso a sus peores tropas en el centro de la línea, donde el combate sería más enconado. Tal como había previsto, el centro cedió terreno ante el empuje enemigo, y cuando los confiados romanos profundiza- ron en la bolsa resultante, la cerró por sus flancos y atacó la retaguardia romana con su ágil caballería. Los romanos quedaron apelotonados en el centro del campo, estorbándose unos a otros, sin espacio para ma- niobrar. Fue, quizá, la más brillante batalla de todos los tiempos: cincuenta mil muertos, y el ejército romano prácticamente aniquilado.
Por cierto, los elefantes que Aníbal llevó a Italia eran de la especie Loxodontia africana, variedad Cy- clotis, de pequeña alzada (apenas 2,35 metros). Entonces abundaban en el norte de África, desde Túnez hasta Marruecos, pero los explotaron tanto en la guerra y en los circos que la especie acabó por extinguirse. El otro elefante africano, el que vemos en los zoológicos y en las películas de Tarzán, el de las estepas del África Negra, es mucho mayor, hasta 3,40 metros.
Los romanos, repetidamente vencidos, mostraron entonces su mejor virtud: el tesón y la constancia. Resistieron en Italia como mejor pudieron y devolvieron los golpes en España, que era la despensa de Aní- bal y su punto débil. Aquí derrotaron a Asdrúbal, otro hermano de Aníbal, aniquilaron los refuerzos que pro- yectaba enviar a Italia, conquistaron Cartagena y se aliaron con caudillos indígenas para arrebatar toda la provincia a los cartagineses.
Los iberos no advirtieron que aquellos romanos que los ayudaban a sacudirse el yugo cartaginés les iban a imponer otro aún más pesado y, además, definitivo, aunque también es cierto que Roma los desas- nó. Vaya lo uno por lo otro.
Al final, sólo les quedó a los cartagineses su tierra africana y un ejército cada vez más inoperante y débil en Italia, ya sin fuerzas para conquistar Roma. Aníbal comprendió que había perdido la partida y re- gresó a casa. Pasaba a la defensiva. Escipión, el general romano que había arrebatado a Cartago su pro- vincia española, desembarcó en África y derrotó a Aníbal en Zama.
Los vencedores impusieron a Cartago una rendición suficientemente onerosa como para asegurarse de que ya nunca levantaría cabeza. No obstante, medio siglo después, cuando les pareció que, a pesar de todo, la vieja rival se estaba recuperando, deportaron a su población e incendiaron la ciudad. Cartago ardió durante diecisiete días. Sus ruinas fueron arrasadas, y sus campos y huertas sembrados de sal. Como es- cribió Tácito, el gran historiador romano, «es propio de la naturaleza humana odiar al que se ha ofendido».

No hay comentarios:


Estadisticas web

Archivo del blog

Mi foto
Iquique, Primera Región, provincia de Tarapacá., Chile