lunes, 19 de septiembre de 2016

El Lenguaje, ese desconocido. De Julia Kristeva. 2

 
Categorías y relaciones lingüísticas
Al exponer la materialidad fónica, escritural y gestual del lenguaje, hemos tenido ya la ocasión de mencionar e incluso de demostrar que existe un sistema complicado de elementos y de relaciones, a través del cual el sujeto hablante ordena el sistema real que el lingüista, por otra parte, analiza y conceptualiza. Sería importante, dentro de este capítulo sobre la «materialidad» del lenguaje, y para concretar el sentido que damos al término de «materialidad», indicar aunque sea brevemente cómo las diferentes categorías y relaciones lingüísticas organizan lo real y dan, a su vez, al sujeto parlante un conocimiento de dicho real- conocimiento cuya verdad se confirma mediante la praxis social.

Las maneras en que las diferentes tendencias y escuelas lingüísticas han planteado las formas y construcciones del lenguaje van apareciendo a lo largo del presente libro. El lector observará la multiplicidad y, con frecuencia, la divergencia de las opiniones y de las terminologías, debidas tanto a las posiciones teóricas de los autores como a las particularidades de las diferentes lenguas para las cuales se han hecho las teorías. Nos limitaremos aquí a señalar, de manera somera y general, algunos aspectos de la construcción lingüística y sus consecuencias para el locutor y su relación con lo real.

La ciencia lingüística se divide en varias ramas que estudian bajo diversos aspectos los elementos o categorías lingüísticas y sus relaciones. La lexicografía describe el diccionario: la vida de las palabras, su sentido, su selectividad, sus combinaciones. La semántica

—ciencia de las palabras y de las oraciones— se ocupa de las peculiaridades de las relaciones de significación entre los elementos de un enunciado. Se concibe la gramática como «el estudio de las formas y de las construcciones...» Ahora bien, hoy en día, la reorganización y la renovación de la ciencia lingüística conllevan la desaparición de los límites de aquellos continentes que, cada vez más, interfieren, se confunden, se refunden en concepciones siempre nuevas y en plena evolución. De ahí que, si tomamos como ejemplo una determinada etapa de las concepciones, digamos de la gramática, ese ejemplo implica tan sólo su campo limitado y no podría agotar la complejidad del problema de las categorías y de las relaciones lingüísticas.

Al considerar la lengua como un sistema formal, la lingüística distingue actualmente entre las formas lingüísticas, las que tienen autonomía (significan nociones: pueblo, vivir, rojo, etc.), y otras que son semi-dependientes o simplemente unas relaciones (significan


relaciones: de, a, donde, cuyo, etcétera). Las primeras son llamadas

signos lexicales, las segundas signos gramaticales.

Estos signos se combinan en segmentos discursivos de diversa complejidad: la oración, la proposición, la palabra, la forma (según P. Guiraud, en La grammaire, 1967).

Las palabras tienen afijos (sufijos, prefijos, infijos) que sirven para formar otras palabras (o semantemas), yuxtaponiéndose al radical. Así: camb-iar, camb-io, re-cambio, etc. Una categoría de afijos, las desinencias, «marcan el estatus gramatical de la palabra dentro de la oración (especie, modalidad, ligazón)».

Las palabras forman oraciones al disponerse según las leyes estrictas. La relación entre las palabras puede estar marcada por su orden: el orden es decisivo en las lenguas aislantes como el francés; por el contrario, no tiene sino una importancia relativa en una lengua flexiva como el latín. El acento tónico, las ligazones, pero sobre todo las concordancias y las recciones indican las relaciones entre las distintas partes de una oración.

Al tratar las categorías gramaticales, la gramática tradicional distingue: las partes del discurso, las modalidades y las relaciones sintácticas.

Las partes del discurso varían en las diferentes lenguas. El francés consta de nueve: el substantivo, el adjetivo, el pronombre, el artículo, el verbo, el adverbio, la preposición, la conjunción y la exclamación.

Las modalidades remiten a los substantivos y a los verbos, y designan su manera de estar. Son el número, el género, la persona, el tiempo y el espacio, el modo.

Las relaciones sintácticas son las relaciones en las que entran las palabras especificadas (como partes del discurso) y modalizadas (a partir de las modalidades) dentro de la oración. La ciencia actual considera que las marcas de aspecto y de modalidad también son unas marcas sintácticas: no existen «por sí solas», fuera de las relaciones en la oración, sino que, por el contrario, toman forma y se concretan únicamente en y mediante dichas relaciones sintácticas. Dicho de otro modo, una palabra es «nombre» o «verbo» porque tiene un papel sintáctico concreto dentro de la oración y no porque sea portador «por sí solo» de un determinado sentido que le predestina a ser «nombre» o

«verbo». Esta postura teórica, válida para las lenguas indoeuropeas, se aplica aún más a lenguas como el chino, en que no hay morfología propiamente dicha y en que la palabra puede «convertirse en» tal o cual parte del discurso («nombre», «verbo», etc.), según su función sintáctica. Así, pues, la lingüística moderna tiende a reducir la morfología (el estudio de las formas: declinación, conjugación, género, número), la lexicología, e incluso la semántica, a la sintaxis, al estudio de las construcciones, y a formular cualquier enunciado lingüístico significante como un formalismo sintáctico. Tal es la teoría desarrollada por Chomsky en su «gramática generativa» sobre la que volveremos más adelante.

Las categorías sintácticas básicas establecidas tradicionalmente son:

—el sujeto y el predicado: «una noción-tema (el sujeto) a la que se le atribuye un carácter, un estado o una actividad determinada (el predicado)»;
—los determinantes del nombre o del adjetivo que, junto al sujeto, forman el sintagma nominal siguiendo la terminología de Chomsky;
—los complementos del verbo que se agregan al verbo para designar al objeto o las circunstancias de la acción. Según la terminología de Chomsky, forman, con el predicado, el sintagma verbal.

Plantéase la pregunta: ¿esas categorías marcan unos elementos y unas relaciones de orden específicamente lingüístico, o son, por el contrario, una mera transposición de nociones lógicas? La gramática ha sido, en efecto, presa de las visiones lógicas (aristotélicas) que, desde la Antigüedad hasta el nominalismo de la Edad Media, y sobre todo en el siglo XVIII, han intentado imponer la adecuación de la gramática a la lógica. Hoy en día, es evidente que las categorías lógicas, lejos de ser «naturales», corresponden solamente a algunas lenguas muy concretas, e incluso a determinados tipos de enunciados, y no pueden cubrir la multiplicidad y la peculiaridad de las categorías y de las relaciones lingüísticas Una de las obras más determinantes que liberaron la gramática de su dependencia lógica fue el Essai de grammaire de la langue française de J. Damourette y E. Pichón (1911- 1952): Recompone la sutileza de las categorías de pensamiento tal como se manifiestan en el discurso, sin preocupación por una sistematización lógica. El proyecto lógica persiste, sin embargo, y da lugar a dos tipos de teorías.

Por una parte, las gramáticas psicológicas, como la de M.-G. Guillaume (1883-1960). El autor hace una diferencia entre la «lengua», que él llama «inmanencia», zona confusa pre-discursiva, en la cual se organiza el habla, y la operación de realización del pensamiento, y finalmente, el «discurso» o «transcendencia» que es ya una construcción con signos lingüísticos. Guillaume estudia más bien lo

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que es anterior al discurso y llama su ciencia «psicomecánica» o

«psicosistemática». Para él, el «discurso», o la «transcendencia», mediante sus embargos que son las formas gramaticales, moldea y ordena la actividad del pensamiento (la «inmanencia»).

Por otra parte, unas recientes teorías lógicas: la lógica matemática, la lógica combinatoria, la lógica modal, etc., que proporcionan a los lingüistas unos procedimientos más sutiles para formalizar las relaciones que se ponen en juego dentro del sistema de la lengua, sin abandonar por ello el terreno propiamente lingüístico, ni tender hacia una teorización de un pensamiento pre-lingüístico. Algunos modelos transformacionales, como el de los soviéticos Saumjan y Soboleva, se construyen sobre la base de principios lógicos: en este caso concreto, se trata de los expuestos por Curry y Feys en su Logique combinatoire.

Las categorías y relaciones lingüísticas que las distintas teorías y métodos aíslan dentro del idioma reflejan y llevan consigo—la causalidad es, aquí, dialéctica— unas situaciones concretas, reales que la ciencia puede elucidar partiendo de un análisis de los datos lingüísticos. Daremos aquí como ejemplo la manera en que Benveniste, en Problèmes de linguistique générale (1966) pudo, al estudiar la categoría de la persona y la del tiempo, reconstruir el sistema mismo de la subjetividad y de la temporalidad.

El autor considera la subjetividad como «la capacidad del locutor para plantearse como “sujeto”...». «Sostenemos —escribe Benveniste— que esa “subjetividad”, que se plantee en términos de fenomenología o de psicología, como se quiera, no es más que la emergencia en el ser de una propiedad fundamental del lenguaje.» «Ego» es quien dice «ego». He aquí el fundamento de la subjetividad, que se determina mediante el estatus lingüístico de la «persona». Ahora bien, sólo el verbo, junto al pronombre, posee la categoría de la persona. La persona es tan inherente al sistema verbal que la conjugación verbal sigue el orden de las personas, y esto ya se daba en India (cuyos gramáticos distinguían tres personas purusa) y en Grecia (cuyos sabios representaban las formas verbales como πρόσωπον, personas). Incluso lenguas como el coreano o el chino, cuya conjugación verbal no sigue la distinción de personas, poseen los pronombres personales y, por consiguiente, añaden (implícita o explícitamente) la persona al verbo.

Dentro del sistema de las personas se establece una doble aposición. La primera es la que hay, por un lado, entre yo/tú y, por otro, él: siendo yo y tú, personas implicadas en el discurso, situándose él fuera del yo/tú e indicando a alguien o algo sobre el que se enuncia, pero sin que


sea una persona Especificada. «La consecuencia debe ser claramente formulada —escribe Benveniste—: la “tercera persona” no es una “persona”; la forma verbal tiene incluso como función la de expresar la no-persona... Basta recordar... la situación muy particular de la tercera persona en el verbo de la mayoría de idiomas...» (En francés, por ejemplo, en el «il» impersonal de «il pleut».)

La segunda oposición es la existente entre yo y tú. «Sólo empleo el yo al dirigirme a alguien, el cual será un tú en mi alocución. Esta condición de diálogo es constitutiva de la 43 persona ya que implica de modo recíproco que el yo se convierta en tú en la alocución de quien se designa, a su vez, con el yo. Aquí vemos un principio cuyas consecuencias son desarrollables en todas las direcciones. El lenguaje sólo será posible si cada locutor se plantea como sujeto, remitiéndose a sí mismo en tanto que yo de su discurso. Así, pues, el yo plantea a otra persona, la cual, con todo lo exterior que es al “yo”9, se convierte en mi eco al que yo digo tú, y que me dice tú,»

Si la subjetividad «real» y la subjetividad lingüística están en estrecha interdependencia, sobredeterminadas por la categoría lingüística de la persona, igual ocurre con la categoría del verbo y con las relaciones de tiempo que marca. Benveniste distingue dos planos de enunciación: la enunciación histórica en la que se admite el aoristo10, el pretérito imperfecto, el pluscuamperfecto y el prospectivo, pero en la que se excluye el presente, el perfecto, el futuro; y la enunciación de discurso en que se admite todos los tiempos y todas las formas, exceptuando el aoristo. Esta distinción se refiere también a la categoría de la persona. «El historiador no dirá nunca yo, ni tú. ni aquí, ni ahora, porque no recurrirá nunca al aparato formal de discurso, que consiste primero en la relación de persona yo: tú. En el relato histórico seguido de manera estricta constataremos sólo formas de tercera persona.» Benveniste da el ejemplo de enunciación histórica siguiente:

«Después de dar una vuelta, el joven miró seguidamente el cielo y su reloj, hizo un gesto de impaciencia, entró en un estanco, y encendió un cigarro puro, se puso ante el espejo, y echó una ojeada a su traje, un poco más rico que lo permiten [aquí el presente se debe a que se trata de una reflexión del autor que se sale del plano del relato] en Francia

5 Nota del traductor: Recordamos que la lengua francesa, a diferencia del castellano, exige la presencia del pronombre personal para la conjugación de los verbos: je suis, tu es,... (soy, eres....), por lo que la equivalencia Yo/Je-Tú/Tu no se verifica de manera rigurosa.

6 Aoristo: tiempo pasado que en el sistema verbal griego, designa una acción acabada.


las leyes del gusto. Se reajustó el cuello y su chaleco de terciopelo negro sobre el que se cruzaba varias veces una de aquellas gruesas cadenas de oro fabricadas en Génova: luego, tras haber echado con un solo movimiento sobre su hombro izquierdo su abrigo forrado con terciopelo dándole una caída elegante, siguió paseando sin dejarse distraer por las miradas burguesas que recibía. Cuando las tiendas empezaron a iluminarse y la noche le pareció lo suficientemente negra, se dirigió hacia la plaza del Palais-Royal como un hombre que temía ser reconocido, pues dio un rodeo por la plaza hasta la fuente, para llegar a la entrada de la calle Froid-manteau oculto detrás de los coches...» (Balzac, Etudes philosophiques: Gambara.)

Por el contrario, «el discurso emplea libremente todas las formas personales del verbo, tanto yo/tú como él. Sea explícita o no, la relación de persona está presente en todas partes».

Vemos aquí cómo el lenguaje, con sus categorías de verbo, de tiempo y de persona y mediante su exacta combinación, si no determina, al menos sobredetermina las oposiciones temporales vividas por los sujetos parlantes. El lingüista encuentra, entonces, de manera objetiva, en la materia de la lengua, toda una problemática (en nuestro ejemplo, la de la subjetividad y la de la temporalidad) que está planteada, de manera real, en la praxis social. La lengua parece forjar por sus categorías mismas lo que se ha podido designar como

«subjetividad», «sujeto», «interlocutor», «diálogo», o «tiempo»,

«historia», «presente», etc. ¿Quiere esto decir que la lengua produce estas realidades o, por el contrario, que aquellas son las que se reflejan en la lengua? Problema metafísico e insoluble al que tan sólo podemos oponer el principio de la isomorfía de las dos series (lo real/el lenguaje; el sujeto real/el sujeto lingüístico) de las que la segunda, el lenguaje, con aquellas categorías, sería el atributo al mismo tiempo que el molde que ordena la primera: lo real lingüístico. En este sentido podemos hablar igualmente de una «materialidad» del lenguaje, al negarnos a plantear el lenguaje como sistema ideal cerrado sobre sí mismo (tal como la actitud «formalista») o como mera copia de un mundo regulado que existe sin él (tal como la actitud «realista» mecanicista).

Las categorías lingüísticas cambian con el tiempo. La gramática latina es distinta de la del antiguo francés que difiere, a su vez, de la gramática del francés moderno. «[El lenguaje] se nos escapa de las manos cada día más y desde que vivo se ha alterado en la mitad» escribía Montaigne. Por supuesto que, hoy día, la lengua se ha normativizado, regulado y fijado mediante una escritura estable, de
manera que los cambios funcionales no se dan de modo tan rápido, si bien no paran de producirse. Sin afirmar que toda evolución de las categorías de la lengua implica necesariamente una redistribución del campo en el que el sujeto parlante organiza lo real, hemos de señalar que esas mutaciones tienen su importancia para el funcionamiento consciente y sobre todo inconsciente del locutor. Tomemos un ejemplo que da M. W. von Wartburg en Problemes et méthodes, recogido por P. Guiraud: el verbo «croire» (creer) rige dos construcciones en antiguo francés, croire en y croire au [en le] puesto que se emplea con los nombres propios sin artículo y con los nombres comunes con el artículo (Croire en Dieu, croire au [en le] départ, croire au [en le] diable). Pero, durante la evolución de la lengua, ou [en le] se ha confundido con au [à le] de manera que la oposición croire en / croire en le ha desaparecido. Los locutores, no obstante, han conservado el sentido de una oposición que, aun así, han reinterpretado semánticamente de un modo que no tenía nada que ver con la oposición gramatical inicial: croire en designará desde ese momento una creencia profunda en un ser divino, croire à una creencia en algo que existe. Y von Wartburg nos dice: «Un catholique croit en la Sainte Vierge, un protestant croit à la Sainte Vierge»11.

En otro plano y en el marco de un mismo sistema gramatical, de una misma etapa de la lengua, existen una variaciones que, sin rebasar el límite de la inteligibilidad del mensaje, transgreden algunas de estas reglas y pueden ser consideradas como agramaticales. Aún así, tienen una función específica, retórica, en los estilos particulares y pertenecen a la estilística.

Abordamos aquí otro problema lingüístico: el del sentido y la significación, evocado más arriba al tratar el tema de la naturaleza lingüística. Tal problema lo estudia la semántica. Su autonomía en cuanto que disciplina particular dentro del análisis de la lengua es bastante reciente. Si los gramáticos del siglo XIX hablan de semasiología (del término griego sema, signo) el lingüista francés Michel Bréal fue quien propuso el término de semántica y fue el primero en redactar una Semántica (Essai de Sémantique, 1896). Hoy se concibe la semántica como el estudio de la función de las palabras en tanto que portadoras de sentido.






7 Hoy en día, esta distinción está menos clara y contradice a veces la dicotomía establecida por M. W. von Wartburg. Ejemplo: «Je crois en toi / Je crois à tes histoires» [Creo en ti - me creo tus historias].


Se ha establecido una distinción entre sentido y significación, siendo el sentido el término estático que designa la imagen mental resultante del proceso psicológico designado por el término significación. Se ha admitido de manera generalizada que la lingüística sólo se ocupará del sentido, estando reservada la significación para una ciencia más amplia que se ha dado en llamar semiótica y para la cual la semántica no es más que un caso particular. Pero es evidente que, como el sentido no existe fuera de la signación, e inversamente, los estudios definidos por esos dos conceptos se cruzan a menudo uno con otro.

Entre los numerosos problemas que plantea la semántica, señalemos algunos de ellos.

Aunque, dentro de la comunicación general, una palabra tenga un solo sentido, las palabras suelen tener varios. Así, estado significa

«manera de estar, situación», «nación (o grupo de naciones) organizada, sometida a un gobierno y a unas leyes comunes», etc; carte puede significar» documento de identidad» [carné], «lista de platos» [carta], «representación del globo o de una de sus partes» [mapa], etc. A este fenómeno llamado polisemia se añade la sinonimia; con varias palabras se designa una mismo concepto: trabajo, labor, obra, negocio, ocupación, misión, tarea, faena, curro, bisnes; así como la homonimia: unas palabras diferentes en su origen que acaban confundiéndose12: je, jeu,... Toda palabra dentro de un contexto tiene un sentido definido y concreto, sentido contextual, que difiere a menudo de su sentido básico:

«livre des marchandises» y «livrer bataille» constan de dos sentidos contextuales de la palabra «livrer»13 que no son idénticos en el sentido básico. A estos dos sentidos se añaden los valores estilísticos: unos sentidos suplementarios que enriquecen el sentido básico y el sentido contextual. En «les ouvriers ont occupé la boite»14, el sentido contextual de «boite» es «fábrica» pero el valor estilístico suplementario connota una intención popular, familiar o despectiva. Vemos que los valores estilísticos pueden ser no sólo de orden subjetivo sino, además, de orden socio-cultural.

De este modo, la semántica se cruza con la retórica. El estudio del sentido se confundió en la Antigüedad con el estudio de las «figuras» de palabras y, hoy día, tiene frecuentes puntos de encuentro con la
8 La homofonía es un fenómeno frecuente en francés. Así ocurre con je/jeu, o bien pot/peau, col/colle, etc. (Yo/juego, tarro/piel, cuello/ pegamento).
9 «Livrer»: Entregar, repartir (mercancías), revelar (un secreto), presentar (batalla).
10 «Los obreros ocuparon la fábrica».

estilística.
El estudio clásico de los tropos se presentaba, hasta nuestra época actual, como la base de los estudios de combinación, incluso de cambio de sentido. Sabemos que, después de los griegos, los latinos señalaban catorce tipos: la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, la antonomasia, la catacresis, la onomatopeya, la metalepsis, el epíteto, la alegoría, el enigma, la ironía, la perífrasis, la hipérbole y el hipérbaton. Los semánticos de hoy ponen en evidencia las relaciones lógicas que están en la base de estos tropos y sacan a relucir las operaciones básicas para los cambios de sentido.

S. Ullman, por ejemplo (The principies of Semantics, 1951) distingue los cambios debidos al conservadurismo lingüístico y los cambios debidos a la innovación lingüística. Esta última clase consta de algunas sub-categorías:

I. Transferencia del nombre: a) por similitud entre los sentidos;

b) por contigüidad entre los sentidos;

II. Transferencia del sentido: a) por similitud entre los nombres;

b) por contigüidad entre los nombres.

Damos a continuación un ejemplo de contigüidad espacial entre los sentidos (Ib): el término «bureau» viene del «bure» [buriel], una tela que recubría el mueble y que le ha legado su nombre.

Si el mecanismo de los cambios de sentido es de tal índole, sus causas son: bien históricas (cambios científicos, económicos, políticos, que alcanzan el sentido de la palabra), bien lingüísticas (fonéticas, morfológicas, sintácticas, contagio, etimología popular, etc.), bien sociales (restricción o extensión del área semántica de una palabra en función de su especialización o de su generalización) y, por último, psicológicas (expresividad, tabú, eufemismos, etc.).

Con la lingüística estructural, la semántica se ha vuelto también estructural. Ya ponía Saussure a cada palabra en el centro de una constelación de asociaciones (bien por el sentido, bien por la forma) y daba el siguiente esquema:

Hoy, la semántica estructural emplea el concepto de campos morfo- semánticos (Guiraud) para indicar «el complejo de relaciones de formas y de sentidos formado por un conjunto de palabras» (cf. P. Guiraud, La Sémantique, P.U.F., «Que sais- je?», 1969).

Enseñanza
Enseñar Enseñemos
etcétera Aprendizaje Educación
etcétera
Andanza Esperanza
etcétera
A punta de lanza en lanza
etcétera*

* Tan sólo podemos dar como ejemplos las locuciones adverbiales, ya que el sufijo - anza es productor de nombres de acción. Sin embargo, se incluirían aquí igualmente los adjetivos. (Nota del Traductor.)


En su Sémantique structurale (1966) A. J. Greimas propone aislar en cada palabra los semas, elementos mínimos de significación cuya combinación produce el semema (o la palabra en cuanto que complejo de sentidos). Los semas se reparten según unos ejes sémicos en oposición binaria. Por otra parte, un semema se compone de un núcleo sémico (sentido básico) y de semas contextuales.

Los problemas complejos de la significación, que la semántica estructural está lejos de haber resuelto, son a su vez objeto de estudio de la semántica filosófica, de la lógica, la psicosociología, etc. Todas estas teorías están en plena mutación, lo cual justifica que, desde un principio, cualquier intento de resumen fuera inviable.

Sin pretender elaborar aquí una historia de las teorías lingüísticas, tarea imposible si no se elabora antes una teoría general de la historia, vamos a tratar de ir más allá de la problemática del lenguaje, recorriendo los múltiples sistemas mediante los cuales las diversas sociedades han pensado sus lenguas, por lo que vamos a proceder a la descripción de las representaciones y de las teorías lingüísticas a lo largo de los tiempos.
SEGUNDA PARTE
El lenguaje y la historia

Desde los mitos hasta las especulaciones filosóficas más elaboradas, se está planteando continuamente el problema de los inicios del lenguaje —su aparición, sus primeros balbuceos. Aunque la lingüística como ciencia se niegue a admitirlo y menos aún a considerarlo (la Sociedad Lingüística de París ha declarado este problema sin ningún interés), la cuestión existe y su permanencia es un síntoma ideológico constante.

Las creencias y las religiones atribuyen su origen a una fuerza divina, a los animales y a unos seres fantásticos que el hombre habría imitado.

También se ha querido encontrar la lengua original, la que habrían hablado los primeros hombres, y de la que procederían las demás lenguas. Así Heródoto (II, 2) recoge la experiencia de Psamético, rey de Egipto, que habría criado a dos hijos, desde su nacimiento, sin ningún contacto con alguna lengua; la primera palabra de los niños fue βεχος («pan» en frigio, lo cual indujo al rey a concluir que el frigio era más antiguo que el egipcio).

También se ha querido acceder al «origen» del lenguaje observando el aprendizaje de la praxis lingüística por los sordos y los ciegos. Se han hecho otras observaciones en este sentido sobre el aprendizaje de la lengua por los niños. Se ha intentado descubrir las leyes primordiales de la lengua observando los hábitos locutorios de las personas bilingües y políglotas, a partir de la hipótesis según la cual el poliglotismo es un momento histórico anterior al monoglotismo (es decir, a la unificación de un idioma por una comunidad dada). Por muy —o muy poco— interesante que puedan ser todos estos datos, tan sólo recogen el procedimiento mediante el cual una lengua ya constituida es aprendida por unos sujetos en una sociedad determinada, y pueden informarnos acerca de las particularidades psicosociológicas de los sujetos que hablan o aprenden una determinada lengua. Pero no pueden aportar ninguna explicación acerca del proceso histórico de
formación del lenguaje, y menos aún acerca de su «origen».

Cuando los investigadores modernos se enfrentan a la «prehistoria» del lenguaje, lo hacen considerando sobre todo las etapas más antiguas que se conozcan: bien recogidas en documentos, bien reconstruidas en estudios comparados, y que pueden permitir, de este modo, unas hipótesis sobre estadios anteriores de los que no tenemos testimonio alguno. Entre los datos básicos para una reconstrucción del pasado lingüístico, se estudia esencialmente el desciframiento de los jeroglíficos egipcios, de las inscripciones cuneiformes, de los epígrafes de los pueblos de Asia Menor o de los etruscos, las runas germánicas, los monumentos ogámicos, etcétera. A partir de estos testimonios escritos se pueden hacer deducciones acerca de la vida no sólo lingüística, sino también social de las diversas poblaciones. Por su parte, la lingüística comparada puede deducir, siguiendo la vida de las palabras en las diferentes lenguas —su migración y su transformación— algunas leyes lingüísticas que nos permitan reconstruir el pasado lejano del lenguaje. Junto a estas investigaciones se hallan igualmente los descubrimientos procedentes del desciframiento del material arqueológico: los epígrafes, los nombres de los dioses, de los lugares, de las personas, etc., cuya constancia y duración en la historia constituye un indicio seguro que autoriza el acceso al pasado lejano de la lengua.

Se han propuesto varias teorías-hipótesis para explicar el «origen» y la prehistoria del lenguaje: hipótesis cuya audacia se encuentra rápidamente desmentida y destruida por unas proposiciones que se inspiran de otros principios ideológicos. Así, el soviético N. Marr formuló una teoría estaddial del lenguaje, dividiendo las lenguas en cuatro tipos, correspondientes a las etapas de la sociedad:

1) El chino y algunas lenguas africanas; 2) el fino-húngaro y el turco- mongol; 3) el jafético y hamítico que caracterizan el feudalismo; 4) las lenguas indo-europeas y semíticas que caracterizan las sociedad capitalista. Una lengua universal debería representar la sociedad comunista. Esta teoría recibió vivas críticas de Stalin quien afirmó que la lengua no es una superestructura y que, por consiguiente, no sigue fielmente las transformaciones históricas de las estructuras sociales.

G. Révész propuso en Origine et Préhistoire du langage (1946) una teoría de la prehistoria lingüística en seis estadios, trazando el trayecto que va desde la comunicación animal hasta el lenguaje humano altamente desarrollado. Según el autor, en el estadio prehistórico e histórico, se observa una reducción del lenguaje a los modos


imperativo, indicativo e interrogativo así como una disminución de la importancia de los gestos. Por lo que se refiere al sistema de comunicación del hombre primitivo, las deixis15, los gritos y los gestos ocupan un lugar fundamental; este lenguaje se limita, siempre según Révész, al imperativo, al vocativo y al locativo.

Una vez abandonada la ambición de construir semejantes teorías generales, para las cuales no se puede proporcionar ninguna prueba científica, la lingüística se limita actualmente, como lo advierte A. Tovar, a «establecer un estadio arcaico de las lenguas que poseen las mismas características». W. Schmidt efectuó este trabajo en lo que se refiere a la fonética. Por su parte, Van Ginneken propuso un tipo de lengua que él considera como primitivo y tan viejo como la escritura. Dicha «lengua» es un sistema de consonantes laterales o «clics» (sonidos conseguidos mediante los movimientos laterales de la lengua), con ausencia de las vocales. Van Ginneken vuelve a encontrar el ejemplo de este sistema fonético en la lengua caucásica y entre los Hotentotes.

Con la decisiva ayuda de los arqueólogos y de los paleontólogos, la lingüística trata de establecer, si no cómo apareció el lenguaje, al menos desde cuándo habla el hombre. Las hipótesis son indecisas. Para Boklen, el lenguaje aparece en el período musteriense. Leroi- Gourhan comparte la misma opinión: considerando que el símbolo gráfico es el verdadero salto exclusivamente humano y que, por consiguiente, hay lenguaje humano desde el momento en que hay símbolo gráfico, afirma: «Podemos decir que sí, en la técnica y el lenguaje de la totalidad de los antropienses, la motricidad condiciona la expresión, en el lenguaje figurado de los antropienses más recientes, la reflexión determina el grafismo. Las huellas más antiguas remontan al final del musteriense y se vuelven abundantes hacia 35000 antes de nuestra era, durante el período de Chatelperron. Aparecen al mismo tiempo que los colorantes (ocre y manganeso) y que los objetos ornamentales».

¿Es posible considerar que el lenguaje haya sufrido un tiempo de desarrollo, de progresión lenta y laboriosa durante la cual se ha ido convirtiendo en el sistema complejo de significación y de





11 Deixis: Término que designa todas las palabras que sitúan e indican el acto de enunciación y que son inteligibles sólo en función de aquél (aquí, ahora, hoy. etc.). Juega, por tanto, un papel importante en la teoría saussureana del discurso y corresponde a la indicación en la tradición de Pierce.


comunicación que es hoy y que la historia, por muy lejos que remonte en el pasado, atestigua? ¿O bien admitiremos, junto a Sapir, que desde el «principio» el lenguaje es «formalmente complejo» y que, desde el momento en que hay hombre hay lenguaje en cuanto que sistema cargado de todas las funciones que tiene hoy? En la segunda hipótesis, no habría «prehistoria» del lenguaje, sino lenguaje sencillamente, con unas diferencias, sin duda, del modo de organización del sistema (diferencias fonéticas, morfológicas, sintácticas, etc.), que dan lugar a diferentes lenguas.

La hipótesis de la súbita aparición del lenguaje, la defiende Claude Lévi-Strauss en la actualidad. Considera toda cultura como «un conjunto de sistemas simbólicos en cuya primera fila se sitúan el lenguaje, las reglas matrimoniales, las relaciones económicas, el arte, la ciencia, la religión». Renunciando a buscar una teoría sociológica para explicar el simbolismo, Lévi-Strauss, por el contrario, busca el origen simbólico de la sociedad. Pues el amplio conjunto de sistemas de significación que es lo social funciona —de la misma forma que el ejercicio de la lengua— de manera inconsciente. Se basa —igual que la lengua— sobre el intercambio (la comunicación). De este paralelismo se podría decir que los fenómenos sociales son asimilables (desde tal punto de vista) al lenguaje y que, a partir del funcionamiento lingüístico, podemos acceder a las leyes del sistema social. No obstante, escribe Lévi-Strauss, «cualesquiera que hayan sido el momento y las circunstancias de su aparición en la escala de la vida animal, el lenguaje sólo pudo nacer de repente. No es posible que las cosas se pusieran, de modo progresivo, a significar. Tras una transformación cuyo estudio no es de la competencia de las ciencias sociales, sino de la biología y de la fisiología, se efectuó un paso, el de un estadio en que nada tenía sentido a otro estadio en que cualquier cosa lo poseía». Sin embargo, Lévi-Strauss distingue claramente esa brusca aparición de la significación de la lenta toma de conciencia de que «eso significa». «Se debe a que las dos categorías del significante y del significado se han constituido simultánea y solidariamente, como dos bloques complementarios; pero también a que el conocimiento, es decir, el proceso inteligible que permite identificar, los unos con relación a los otros, algunos aspectos del significante y algunos del significado..., no se puso en marcha de manera muy lenta. El universo significó mucho antes de que se empezara a saber lo que significaba.»

En una visión semejante, eliminando el problema de una prehistoria del lenguaje mediante la pregunta de la estructura específica del


sistema lingüístico y de cada sistema significante, ha sido posible proponer una teoría de la relatividad lingüística. Estriba en la hipótesis según la cual cada lengua, al poseer una organización particular y diferente de las demás, significa lo real de manera diferente; habría, pues, tantos tipos de organizaciones significantes del universo como hay tipos de estructuras lingüísticas. Esta idea, que data de Wilhelm von Humboldt y que fue retomada por Leo Weisgerber, ha sido reinventada por Sapir y desarrollada sobre todo por Benjamín Lee Whorf, principalmente en sus estudios sobre la lengua de los indios hopis que él oponía a la «lengua europea media normal». Así, pues, la lengua hopi posee nueve voces verbales, nueve aspectos, etc., que son para Whorf tantas maneras de significar e indican las maneras particulares, propias de los hopis, de pensar el espacio y el tiempo. Tal teoría olvida que, en otras lenguas, se pueden obtener las mismas

«particularidades» a partir de unos medios lingüísticos distintos (se puede indicar o sustituir una «voz» por un adverbio, una preposición, etc.); y que, por otra parte, el conjunto de los sistemas significantes en una sociedad es una estructura compleja y complementaria en la que al habla, categorizado por una teoría determinada, le falta mucho para agotar la diversidad de las praxis significantes. Esto no quiere decir que la ciencia no pueda encontrar en el sistema de la lengua las

«especificidades» que está descubriendo actualmente en los sistemas significantes extra-lingüísticos; sólo quiere decir que sería demasiado atrevido deducir las características «mentales» de una sociedad a partir de las consideraciones, histórica e ideológicamente limitadas, que se pueden hacer acerca de su lengua. Considerando con prudencia la teoría de la relatividad lingüística, la antropología y la lingüística estudian las lenguas y las teorías lingüísticas en las sociedades llamadas primitivas, no para alcanzar, de este modo, el punto «inicial» del lenguaje sino para constituir un amplio espectro de los distintos modos de representaciones que han acompañado la praxis lingüística.


1. Antropología y lingüística
Conocimiento del lenguaje en las sociedades llamadas primitivas

En busca de un objeto susceptible de ser estudiado científicamente y que abriera supuestamente un acceso hacia la cultura de una sociedad «primitiva», la antropología encontró el lenguaje. Al analizar las diversas formas bajo las que se presenta, sus reglas internas, al mismo tiempo que la conciencia que tienen de él los distintos pueblos (en sus mitos y sus religiones), la antropología funda y amplía su conocimiento de las sociedades llamadas salvajes.

Los primeros estudios que han abierto camino a esta «antropología lingüística» fueron los de Edouard Tylor (Primitive Culture, 1871, y Anthropology, 1881) aunque había habido un precedente inglés con R.

G. Latham. En 1920. Malinowski desarrolló la tesis de la estructura lingüística como reveladora de la estructura social, confirmándola en su estudio Meaning in Primitive Languages. Otros investigadores, como Hocard, Haddon, J.-R. Firth, siguieron en esta vía. En Europa, la antropología se inspira de los trabajos de Saussure y de Meillet, y halla una orientación lingüística en las investigaciones de Durkheim y de Mauss. Entre los científicos americanos, debemos a Franz Boas, principalmente, las formulaciones más decisivas y más comprometidas en este terreno. Tras haber estudiado la lengua y la escritura de los indios de América y de los esquimales, así como su relación con la organización cultural y social, Boas afirma que «el estudio puramente lingüístico es parte de la verdadera investigación de la psicología de los pueblos del mundo». Opina que, si los fenómenos del lenguaje se convierten, mediante la etnología y la antropología, en un objeto en sí mismos, se debe en gran medida a que las leyes del lenguaje permanecen totalmente desconocidas para los locutores, a que los fenómenos lingüísticos no llegan jamás a la conciencia del hombre primitivo16, mientras que todos los demás

12 Tal como lo veremos más adelante, el «hombre primitivo» está lejos de ser inconsciente del sistema mediante y en el cual ordena lo real, su propio cuerpo y sus funciones sociales: el lenguaje Aquí se puede admitir el término «inconsciente» solamente si quiere indicar una incapacidad en determinadas civilizaciones para separar la actividad diferenciadora y sistematizadora (significante, lingüística) de lo que sistematiza y, por

fenómenos se hallan sometidos de una manera más o menos clara al pensamiento consciente. Aún así, Boas no comparte la teoría de la relatividad lingüística. «No parece que haya una relación directa entre la cultura de una tribu y la lengua que habla, salvo en la medida en que la lengua puede ser moldeada por el estado de la cultura, pero no en la medida en que un determinado estado de cultura está condicionado por los rasgos morfológicos de la lengua.»

Al estudiar el lenguaje «primitivo» dentro de un contexto social y cultural, con vistas a dicho contexto y con relación a él, la antropología se opone a menudo a un acercamiento meramente formal, deductivo y abstracto, de los hechos lingüísticos. Aboga, como Malinowski, a favor de un acercamiento que colocaría el discurso vivo en su contexto contemporáneo de situaciones sociales en que se produce el hecho lingüístico y solamente así tal «hecho» se convertiría en el objeto principal de la ciencia lingüística.

A esta visión del lenguaje se emparenta y se adjunta la que propone la lingüística sociológica. Con J.-R. Firth, esta ciencia constata que las categorías lingüísticas elaboradas por la fonética, la morfología, la sintaxis, etc., clásicas no toman en cuenta los distintos papeles sociales que desempeñan los principales tipos de oraciones que utiliza el hombre. «La multiplicidad de los papeles sociales que hemos de desempeñar en tanto que miembros de una raza, de una nación, de una clase, de una familia, de un club, en tanto que hijos, hermanos, amantes, padres, obreros, etc., requiere un cierto grado de especialización lingüística.» La socio-lingüística estudia precisamente estas funciones sociales del lenguaje, tal como se presentan en la estructura misma de la lengua, para obtener unas informaciones suplementarias que expliquen el mecanismo inconsciente de las funciones sociales mismas.

Si los lingüistas, los antropólogos y los sociólogos intentan, a partir de los datos lingüísticos de los pueblos «primitivos», sacar conclusiones acerca de las leyes que rigen en silencio su sociedad, esos mismos pueblos elaboraron unas representaciones y unas teorías, unos ritos y unas prácticas mágicas ligados a su lenguaje, que constituyen para nosotros el ejemplo no sólo de los primeros pasos de lo que, hoy en día, se ha convertido en una «lingüística», sino también del lugar y del papel que ha podido tener el lenguaje en unas civilizaciones tan






consiguiente, para elaborar una ciencia de las leyes del lenguaje como ciencia aparte.


diferentes de la nuestra.

Lo primero que sorprende al hombre «moderno», condicionado por la teoría y la ciencia lingüística actual, y para quien el lenguaje es exterior a lo real, capa sutil y sin consistencia sino convencional, ficticia, «simbólica», lo sorprendente, pues, en las sociedades

«primitivas» o, como se suele decir, «sin historia», «pre-históricas», es que el lenguaje es una substancia y una fuerza material. Si el hombre primitivo habla, simboliza, comunica, es decir, establece una distancia entre sí mismo (como sujeto) y lo externo (lo real) para significarlo en un sistema de diferencias (el lenguaje), no conoce ese acto como un acto de idealización o de abstracción, sino, al revés, como una participación en el universo que le rodea. Si la praxis del lenguaje supone realmente para el hombre primitivo una distancia con respecto a las cosas, el lenguaje no es concebido como un en otro lugar mental, un proceso de abstracción. Participa en tanto que elemento cósmico del cuerpo y de la naturaleza, confundido con la fuerza motriz del cuerpo y de la naturaleza. Su vínculo con la realidad corporal y natural no es abstracto o convencional, sino real y material. El hombre primitivo no concibe de manera clara una dicotomía entre materia y mente, real y lenguaje y, por consiguiente, entre «referente» y «signo lingüístico», y menos aún entre «significante» y «significado»: para él, participan todos de una misma manera de un mundo diferenciado.

Unos sistemas mágicos complejos, cual la magia asiría, se basan sobre un tratamiento atento del habla concebido como una fuerza real. Sabemos que en la lengua akkadia «ser» y «nombrar» son sinónimos. En akkadio, «lo que sea» se expresa con la locución «todo lo que lleve un nombre». Tal sinonimia es el síntoma de la equivalencia admitida, por lo general, entre las palabras y las cosas y que da pie a las prácticas mágicas verbales. Se trasluce, a su vez, en los exorcismos ligados a la interdicción de pronunciar tal o cual nombre o palabra, a los hechizos que exigen una recitación en voz baja, etc.

Varios mitos, prácticas y creencias revelan esta visión del lenguaje entre los primitivos. Frazer (The Golden Bough, 1911-1915) constata que, en varias tribus primitivas, el nombre, por ejemplo, considerado como una realidad y no como una convención artificial, «puede ser utilizado como intermediario —tanto como el cabello, las uñas o cualquier otra parte de la persona física— para que la magia haga efecto sobre dicha persona». Para el indio de Norteamérica, según el mismo autor, su nombre no es una etiqueta sino una parte distinta de su cuerpo, como el ojo, el diente, etc., y, por tanto, un mal tratamiento de su nombre le


heriría como si de una herida física se tratara. Para salvaguardar el nombre se le introduce dentro de un sistema de interdicciones, o de tabúes. No se debe pronunciar el nombre porque el acto de su pronunciación-materialización puede revelar-materializar las propiedades reales de la persona que lo lleva y hacerla, entonces, vulnerable ante sus enemigos. Los esquimales obtenían un nombre nuevo cuando llegaban a la vejez; los celtas consideraban el nombre como sinónimo del alma y del «aliento»; entre los yuinos de Nueva Gales del Sur, en Australia, y entre otros pueblos, siempre según Frazer, el padre revelaba su nombre al hijo en el momento de la iniciación, y pocas personas más lo conocían. En Australia se olvidan los nombres, llamándose la gente entre sí «hermano, primo, sobrino,...». Los egipcios también tenían dos nombres: ti pequeño, bueno y reservado al público, y el grande, malo y disimulado. Encontramos semejantes creencias ligadas al nombre propio en los Krus de África Occidental, en los pueblos de la Costa de los Esclavos, los Wolofs de la Senegambía, en las islas Filipinas (los bagobos de Mindanao), en las islas Burru (India Oriental), en la isla de Quiloe por la costa meridional de Chile, etc. El dios egipcio Ra, mordido por una serpiente, se lamenta: «Soy el que tiene muchos nombres y muchas formas... Mi padre y mi madre me dijeron mi nombre; está oculto en mi cuerpo desde mi nacimiento para que ningún poder mágico pueda ser otorgado a quien quiera hechizarme». Pero acaba revelando su nombre a Isis que se vuelve todopoderosa. Hay igualmente unos tabúes acerca de las palabras que designan grados de parentesco.

Entre los cafrés, se prohíbe a las mujeres pronunciar el nombre de su marido y del suegro así como cualquier palabra que se les parezca. Esto conlleva una modificación del lenguaje de las mujeres hasta tal punto que hablan, en realidad, una lengua distinta. A este respecto, Frazer recuerda que, en la Antigüedad, las mujeres jónicas no llamaban jamás a su marido por su nombre y que nadie debía nombrar a un padre o a una hija mientras se siguiese los ritos de Ceres en Roma. Entre ciertas tribus del oeste de Victoria, los tabúes exigen que el hombre y la mujer se hablen mutuamente en su lengua a la vez que comprenden la del otro y sólo podrán casarse con una persona de distinto idioma.

Los nombres de los muertos están igualmente sometidos a las leyes del tabú. Los albaneses del Cáucaso tenían semejantes costumbres y Frazer las observa entre los aborígenes de Australia. En la lengua de los abipones de Paraguay cada año se introduce unas palabras nuevas
ya que se suprime por proclamación todas las palabras que se parecen a los nombres de los fallecidos, palabras que se sustituyen por otras. Se entiende que tales procedimientos anulen la posibilidad de un relato o de una historia: la lengua ya no tiene residuos algunos del pasado, pues se va transformando con el curso real del tiempo.

Los tabúes conciernen también los nombres de los reyes de los personajes sagrados, los nombres de los dioses aunque también conciernen a un gran número de nombre-comunes. Se trata sobre todo de nombres de animales o de plantas considerados peligrosos y cuya pronunciación equivaldría a invocar el peligro mismo. Así, en las lenguas eslavas, la palabra que significa «oso» ha sido reemplazada por una palabra más «anodina» cuya raíz es «miel», dando, por ejemplo, med’ved’ en ruso (de med - miel): se ha reemplazado el oso maléfico por algo eufórico —por la comida inofensiva de la especie cuyo nombre, por metonimia, sustituye la peligrosa palabra.

Tales prohibiciones no son conscientemente motivadas. Parece que son lógicas, unas «imposibilidades» naturales, y que pueden ser levantadas o expiadas a través de ciertas ceremonias. Varias prácticas mágicas se fundan sobre la creencia de que las palabras poseen una realidad concreta y activa, y basta pronunciarlas para que se ejerza su acción. Tal es la base de varias oraciones o fórmulas mágicas que son

«portadoras» de curación, lluvia sobre los campos, cosecha abundante, etc.

Sigmund Freud, quien examinó con atención los datos recogidos por Frazer, ha podido explicar el tabú de algunas palabras o la interdicción de algunas situaciones discursivas (mujer-marido, madre-hijo, padre- hija) relacionándolos con la prohibición del incesto. Constata una asombrosa similitud entre la neurosis obsesiva y los tabúes en cuatro puntos: 1) la ausencia de motivación de las prohibiciones; 2) su fijación en virtud de una necesidad interna; 3) su facilidad para desplazarse y contaminar objetos prohibidos; 4) la existencia de actos y de reglas ceremoniales procedentes de las prohibiciones (cf. Totem et Tabou).

Igual que el mismo Freud lo observa, «evidentemente sería actuar de manera precipitada y poco eficaz si concluyéramos que existe una afinidad innata a partir de la analogía de las condiciones mecánicas (de la neurosis obsesiva y del tabú)». Habría que insistir sobre esta observación porque, efectivamente, si ambas estructuras se parecen entre sí, nada nos induce a pensar que se «debe» los tabúes a unas

«obsesiones». Las nociones psicoanalíticas están elaboradas y funcionan en el campo de la sociedad moderna y categorizan de modo

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más o menos riguroso unas estructuras psíquicas en dicha sociedad. Transponerlas en otras en que la noción misma de «yo» (subjetivo, individual) no está claramente diferenciada es, sin lugar a duda, un acto que desnaturaliza la especificidad de las sociedades estudiadas. Por lo contrario, podemos suponer que unos actos como el tabú, y quizá la praxis misma, en general, del lenguaje en tanto que realidad activa (no abstracta, no ideal, no sublimada) son precisamente lo que impide la formación de las «neurosis», incluida la neurosis obsesiva en cuanto que estructura de un sujeto.

Otros testimonios prueban que el hombre «primitivo» no solamente se niega a separar el referente del signo sino que, además, vacila en escindir el significante del significado. La «imagen fónica» tiene para él el mismo peso real que la «idea», al estar, por lo demás, confundida con ella. Percibe la red del lenguaje como una materia consistente de modo que las semejanzas fónicas son para él el indicio de semejanzas de los significados y, por consiguiente, de los referentes. Boas recoge unos ejemplos similares entre los Pawnees en América para los cuales varias creencias religiosas son provocadas por unas similitudes lingüísticas. Un caso sorprendente nos viene dado por la mitología chinook: el héroe descubre a un hombre que trata en vano de pescar bailando y le explica que hay que hacerlo con una red. El relato se organiza en torno a dos palabras fonéticamente idénticas (idénticas en el plano del significante) pero con sentido diferente (divergentes en el plano del significado): las palabras bailar y pescar con una red se pronuncian de la misma manera en chinook. Este ejemplo demuestra con qué refinamiento el hombre «primitivo», distingue los diversos niveles del lenguaje, llegando incluso a jugar con ellos, como si sugiriera con humor sutil que maneja perfectamente el significado sin olvidar por ello su anclaje en el significante que es su portador, y que él —locutor atento a la materialidad de su lengua— oye siempre.

Algunos pueblos poseen unas teorías desarrolladas del funcionamiento del habla, que se despliegan como unas verdaderas cosmogonías de modo que, cuando el etnólogo moderno traduce por

«habla» la fuerza cósmica y corporal acerca de la que los «primitivos» reflexionan, el desfase del término con nuestra concepción es tal que subsiste cierto malestar: ¿Trátase verdaderamente del «lenguaje» tal come lo entienden los modernos? Lo que el científico occidental traduce por habla o lenguaje resulta ser a veces el trabajo del cuerpo mismo, el deseo, la función sexual, el verbo también claro, y todo esto al mismo tiempo.


Geneviève Calame-Griaule en su estudio sobre los dogones (Ethnologie et I.angage: la parole chez les Dogons, 1965) población del suroeste del meandro del Níger, observa que para ese pueblo el término , que designa el lenguaje significa a la vez: «la facultad que distingue al hombre del animal, la lengua en el sentido

saussureano del término, la lengua de un grupo humano diferente de la de otro grupo, la palabra a secas, el discurso y sus modalidades: sujeto, pregunta, discusión, decisión, juicio, relato, etc.». Pero igualmente, en la medida en que todo acto social supone un intercambio del habla, en la medida en que todo acto individual es en sí un modo de expresarse, la palabra es en ocasiones sinónimo de

«acción, empresa». Unas expresiones corrientes apuntan en este sentido: : vomo yoà: «ha entrado su palabra», lleva a cabo su empresa con éxito (persuadiendo a su interlocutor); nέ yògo y,

«ahora es la palabra de mañana», dejamos para mañana el seguir con nuestro trabajo... Los dogones llaman palabra al resultado del acto, la obra, la creación material que queda: la azada forjada, la tela tejida son otras tantas «palabras». Al estar el mundo impregnado , por la palabra, al ser la palabra el mundo, los dogones edifican su teoría del lenguaje como una inmensa arquitectura de correspondencias entre las variaciones del discurso individual y los acontecimientos de la vida social. Hay cuarenta y ocho tipos de «palabras» descompuestas en dos veces veinticuatro, número clave del mundo. De este modo, observa Calame-Griaule, «a cada palabra corresponde una técnica o una institución, una planta (y una parte concreta de la planta), un animal (y uno de sus órganos), un órgano del cuerpo humano». Por ejemplo, la «palabra : designa el engaño, la falsa apariencia: cuando se cura la herida de un recién nacido, a menudo se infecta aunque desde fuera parezca estar curada. Todo lo que sea falso juramento o robo será llamado entonces bògu só: el pillaje en orden a las técnicas, el ratón ladrón entre los animales, el cacahuete redondo que no es un verdadero alimento, etc. Al mismo tiempo, esas

«palabras» son sistematizadas según «los acontecimientos míticos que justifiquen, por un lado, su valor psicológico o social y, por otro, su número de orden simbólico en la clasificación».

Unas inmersiones semejantes del habla en el mundo real no son un fenómeno aislado. Los sudaneses bambaras, según Dominique Zahan (La Dialectique du verbe chez les Bambaras, 1963), consideran el lenguaje como un elemento físico. Si distinguen una primera palabra aún no


expresada, perteneciente a la palabra primordial de Dios, y llamada

«ko», también aíslan el substrato material del habla, el fonema en general, bajo el nombre «kuma». Este es, por su parte, afín a la palabra

«ku» que significa «rabo»; y, además, un adagio bambara dice: «El hombre no tiene rabo, no tiene crines; la parte donde se le puede “agarrar” al hombre es la palabra de su boca». Una escucha analítica pondría fácilmente a relucir en estas comparaciones hasta qué punto la concepción del habla en los bambaras está sexualizada y casi indiferenciada de la función sexual. Tal constatación se ve confirmada por las representaciones bambaras de los órganos del habla. Son la cabeza y el corazón; la vejiga, los órganos sexuales, los intestinos, los riñones; los pulmones, el hígado; la tráquea, el gaznate, la boca (lengua, dientes labios, saliva). Cada uno de estos órganos forma el habla: el hígado, por ejemplo, juzga y deja pasar, o para, la palabra; los riñones concretan el sentido o le confieren cierta ambigüedad; «el habla carecerá de todo agrado si la humedad de la vejiga no entra en su composición»; por último, «los órganos sexuales, mediante unos movimientos que son la reducción de los gestos efectuados durante el coito, dan al verbo el placer y el gusto de la vida». Todo el cuerpo, los ojos, los oídos, las manos, los pies, las posturas, participa en la articulación de la palabra. Así, pues, para los bambaras, hablar es sacar un elemento de su cuerpo: hablar es dar a luz. Señalemos que los dogones atribuyen igualmente unas funciones semejantes a los órganos del cuerpo para la producción del habla.

El elemento lingüístico es tan material como el cuerpo que lo produce. Por un lado, los sonidos primordiales del habla están relacionados con los cuatro elementos cósmicos: el agua, la tierra, el fuego y el aire. Por otro, siendo el habla material, es imprescindible que los órganos de su tránsito estén preparados para recibirlo: de ahí el tatuaje de la boca o la limadura de los dientes que son símbolos de la luz y del día y que, una vez limados, se identifican con el camino de la luz. Estos ritos de preparación de la boca para un habla sabia, sobre todo destinados a las mujeres, coinciden con los ritos de incisión o se identifican con ellos. He aquí, por tanto, una prueba más de que, para los bambaras, el dominio del habla es un dominio del cuerpo, que el lenguaje no es una abstracción sino que participa en todo el sistema ritual de la sociedad. El lenguaje es tan corpóreo que los ritos de flagelación, por ejemplo, que simbolizan la resistencia del cuerpo ante el dolor, se encargan de representar el dominio del órgano del habla. No podemos aquí dilucidar todas las consecuencias que semejante


teoría del lenguaje implica para la relación del hablante con su sexualidad, con el saber en general y con su inclusión en lo real.

El hombre melanesio que vive en Nueva Guinea oriental y en los principales archipiélagos paralelos a las costas de Australia comparte también una representación corpórea del funcionamiento del lenguaje.

M. Leenhardt (Do Komo, 1947) traduce la leyenda melanesia siguiente acerca del origen del lenguaje. «El dios Gomawe estaba paseando cuando se encontró con dos personajes que no podían responder a sus preguntas, ni siquiera podían expresarse. Comprendió que tenían el cuerpo vacío y se fue a atrapar dos ratas para cogerles las entrañas. De vuelta con los dos hombres, les abrió la tripa y dentro les colocó las vísceras de las ratas: intestino, corazón e hígado. Una vez cerrada la herida, los dos hombres se pusieron en seguida a hablar, comieron y pudieron recobrar sus fuerzas». La convicción según la cual el cuerpo es el que «habla» está claramente atestiguada en expresiones como:

«¿cuál es tu vientre?», para decir «¿cuál es tu lengua?»; o «entrañas angustiadas» para «estar disgustado»; o «entrañas que van de lado» para «vacilar». La mente o la cabeza no serían el centro emisor del lenguaje-idea. Al contrario, para hacer un cumplido a un orador se le llama «cabeza hueca» lo que implica sin duda que el rigor de su discurso se debe a que es un producto del vientre, de las entrañas.

Para los dogones, escribe Calame-Griaule, «los distintos elementos que componen el habla se encuentran en un estado difuso dentro del cuerpo, particularmente bajo una forma acuosa. Cuando el hombre habla, el verbo sale en forma de vapor, el agua del habla que ha “calentado” el corazón». El aire así como la tierra que da a la palabra su significación (su peso) correspondiente, de este modo, el esqueleto en el cuerpo, o el fuego que determina las condiciones psicológicas del hablante, son otros tantos componentes del lenguaje para los dogones. Su relación con el sexo está claramente planteada: para los dogones, el habla está sexuada; hay unos tonos machos (bajos y descendientes) y hembras (altos y crecientes) pero las diversas modalidades del habla e incluso las diferentes lenguas y dialectos pueden ser considerados como pertenecientes a una u otra categoría. El habla macho contiene más viento y fuego, el habla femenino más agua y tierra. La compleja teoría del habla de los dogones conlleva igualmente una noción que pone el uso discursivo en estrecha relación con lo que ha podido llamar el psiquismo: se trata de la noción de kikinu que designa «el tono con el que se manifiesta el habla y que justamente está en relación directa con el psiquismo».


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Tales concepciones corporales del lenguaje no quieren decir que no se preste una particular atención a su construcción formal. Los bambaras ven el lenguaje generándose en unas cuantas fases: gestos, gruñidos, sonidos, y consideran que el hombre áfono remonta a la edad de oro de la humanidad. Para ellos, la lengua primitiva se compone de palabras monosilábicas con una consonante y una vocal. Los diferentes fonemas están especificados y cargados de funciones sexuales y sociales particulares, se combinan con los números y diversos elementos o partes del cuerpo y forman de este modo una combinatoria cósmica regulada. En este sentido, Zahan observa que

«E» para los bambaras es el primer sonido que «nombra al yo y al otro; es el “yo” y el “tú”, análogo del deseo correlativo, a la cifra 1, al nombre, y se armoniza con el auricular». «I» es el «nervio» del lenguaje, marca la insistencia, el acoso, la búsqueda. Incluso entre los melanesios, el lenguaje es un medio complejo y diferenciado: se le representa como un contenedor, un recinto que funciona, un sistema que trabaja, dinamos hoy en día. Para ese pueblo, el «pensamiento», según Leenhardt, se nombra gracias a la palabra nexai o nege que designa un contenedor visceral (tripa, estómago, vejiga, matriz, corazón, fibras tejidas de una cesta). Hoy se emplea el término tanexai

= estar ahí juntos, fibras o contornos; tavinena = estar ahí, ir, entrañas.

No conformándose con una clasificación de las palabras, algunas tribus poseen una teoría extremadamente refinada y detallada de los correlatos gráficos de dichas palabras. Si bien es cierto, como lo escribe Meillet, que «los hombres que inventaron y perfeccionaron la escritura fueron unos grandes lingüistas y ellos son quienes crearon la lingüística», encontramos en unas civilizaciones antiguas y ya desaparecidas unos sistemas gráficos que dejan constancia de una reflexión sutil, por no hablar de una «ciencia» del lenguaje. Algunas de esas escrituras, como la de los mayas, no han sido descifradas todavía. Otras, como la escritura de la isla de Pascua que A. Métraux considera como memorándum para los chantres, suscitan numerosos comentarios, en ocasiones inconciliables. Barthel ha podido constatar que, al disponer de 120 signos, este sistema escritural produce de 1.500 a 2.000 combinaciones. Los signos representan a personajes, cabezas, brazos, gestos, animales, objetos, plantas, así como dibujos geométricos, y funcionan como unos ideogramas que pueden tener varias significaciones. De tal forma que un mismo ideograma significa estrella, sol, fuego. Algunos signos son imágenes: se representa a la mujer con una flor; o metáforas: un «personaje comiendo» representa


una recitación de poesía. Finalmente, ciertos signos adquieren un valor fonético, estando este fenómeno favorecido por el hecho de que, en las lenguas polinesias, abundan los homónimos. Esta escritura que presenta un estado avanzado de la «ciencia» del lenguaje, no parece, sin embargo, poder marcar oraciones. Pese a los esfuerzos de varios científicos, no se la puede considerar como lengua completamente descifrada.

La escritura maya —uno de los monumentos más interesantes y más secretos de las antiguas civilizaciones— sigue sin estar descifrada en la actualidad.






[Texto debajo del dibujo: Ejemplo de una combinación de texto jeroglífico (arriba) con signos de cifras (el punto = uno; el guión = cinco) y de pictogramas (abajo) en la escritura maya (manuscrito de Dresde, p. XVI). La ilustración ha sido tomada de Origine el Développement de l’écriture, de Istrine.]


Las investigaciones siguen su curso según dos direcciones: postulando que los signos mayas son fonéticos, o imaginando que son pictogramas o ideogramas. Cada vez más parece que se trata de una combinación de ambos tipos pero queda aún mucho por hacer para llegar a una descodificación total.

Si la población maya heredó la tradición étnica y cultural de sus antecesores, los olmecas que ocupaban el territorio mexicano mil años antes de nuestra era, los monumentos arqueológicos con su escritura y los manuscritos datan probablemente de los primeros años de nuestra era, hasta la prohibición de esta escritura por los colonizadores españoles

1



c (u)

8




h (a)

15




lub


2
tz (u)


9
p (a)


16

kati

3
t (u)

10

t (i)

17




kam


4
b (u)
11
cutz

18
ukah

5

k (a)

12

tzul


19
pak

6
m (a)
13
bulus
20
mam

7
u

14
cantzuc

[Texto debajo del dibujo: Algunos de los signos silábicos mayas, descifrados por Knorosov (1-10) y los ejemplos de su utilización en una escritura fonética (11-20), según la hipótesis del autor, formulada en 1950.]


quienes destruyeron la mayor parte de los manuscritos. Ya que la escritura era propia de los sacerdotes y estaba ligada a los cultos religiosos, desapareció a la vez que la religión maya, sin que la población preservara el secreto. Por lo general, los textos mayas representan unas crónicas históricas tejidas con fechas y cifras. Se supone que reflejan una concepción del tiempo según la cual los acontecimientos se vuelven a suceder, por lo que recogiendo su sucesión se podrá predecir el porvenir. El ritmo del tiempo, la

«sinfonía del tiempo», es lo que ve J. E. Tompson en la escritura maya

(Maya Hieroglyphic Writing, Washington, 1950).

El investigador soviético Yuri B. Knorosov propuso una teoría


interesante sobre la escritura maya (L’écriture des Indiens mayas, Moscú- Leningrado, 1963). Dejando a un lado la hipótesis jeroglífica, vuelve a la hipótesis alfabética de Diego de Landa, el primer descodificador de los mayas. Knorosov considera que la escritura maya se compone de

«complejos gráficos» de los cuales cada uno está compuesto, a su vez, de algunos (1-5) grafemas: elementos gráficos unidos en cuadrado o en círculo y hechos con signos tales como cabezas de hombre, animales, aves, plantas y demás objetos. Tal escritura se asemejaría a la del Egipto del Antiguo Imperio en la que los pictogramas parecen ser unas indicaciones para el texto jeroglífico que acompañan.

En un principio, Knorosov proponía que se descifrara los signos como unos signos silábicos combinados a logogramas fonéticos y semánticos. No obstante, a partir de 1963, la hipótesis de Knorosov es que esos signos son más bien morfémicos. Resulta interesante observar que si se consolida esta hipótesis, no habría en la historia más que dos casos de escritura morfemográfíca independiente: la escritura maya y la escritura china. Algunos especialistas, como Istrine, consideran que tal hipótesis es inverosímil, tenido en cuenta el largo desarrollo de la escritura china antigua antes de llegar en la escritura china moderna a su estructura morfográfica, y también por la diferencia entre la lengua china monosilábica, que favorece la morfemografia, y la lengua maya en la que el sesenta por ciento de las palabras están compuestas por tres o cuatro morfemas. En tales condiciones, la existencia de una escritura morfográfica exigiría un análisis complejo y difícil de la lengua, lo cual no resulta, sin embargo, imposible en una civilización tan extraordinaria como la de los mayas. Más aún cuando la civilización maya tiene ciertas similitudes con las concepciones cosmogónicas chinas: así, la inclusión y la pulverización del «sujeto» significante en un cosmos dividido y ordenado que se reflejaría perfectamente en el tejido de un sentido diseminado bajo las sílabas de un sistema escritural morfémico...

Entre los dogones, la escritura presenta unas particularidades distintas pero igualmente interesantes. Comprende cuatro etapas y cada una es sucesivamente más compleja y más perfecta que la anterior. La primera fase se llama «huella» o bumכ (de bumכ, arrastrarse) y evoca la huella dejada en la tierra por el movimiento de un objeto. Se trata, pues, de un dibujo vago, en ocasiones de segmentos de líneas no unidos entre sí, pero que esbozan la forma final. La segunda fase se llama «marca» o yala: está más detallada que la huella, y punteada a veces «para recordar —escribe Calame-


Griaule— que Amma (el creador del habla) hizo primero las “semillas” de las cosas». En tercer lugar viene el «esquema», que es una representación general del objeto. Y, por último, el «dibujo» acabado, t’oў. Este proceso de cuatro fases, que no llega a ser una verdadera escritura —los dogones no pueden

[Texto debajo del dibujo: A la izquierda, imposición de los nombres al niño (primera fase del dibujo). A la derecha arriba, primera y última fase de la «palabra tejido». Abajo,

«palabra de justicia de Lébé-Sérou”, simbolizada por la serpiente. Según G. Calame- Griaule, Ethnologie el Langage, la parole chez les Dogons. Gallimard.]

marcar frases— no se aplica solamente al dibujo en sí, o a la lengua como sistema de significación y de comunicación. Se refiere, igual que el mismo vocablo «palabra», a diversos aspectos de la vida real: «la palabra nacimiento de los niños en cuatro fases», así como «la palabra de la fuerza de las cosas creadas por Amma», «la palabra de la imposición de los nombres al niño», etc. Vemos, por tanto, que la escritura marca la formación de las palabras (o de la significación) pero también de las cosas; palabras y cosas escritas se hallan íntimamente mezcladas, hacen cuerpo con una misma realidad en proceso de diferenciación y de clasificación. El universo con la palabra dentro de él se organiza como una inmensa combinatoria, como un cálculo universal cargado de valores mitológicos, morales, sociales, sin que el locutor aísle el acto de significar —su verbo— en un en-otro-lugar mental. Esta participación del lenguaje en el mundo, en la naturaleza, en el cuerpo, en la sociedad —de los que está, sin embargo, prácticamente diferenciado— y en la sistematización compleja de éstos, acaso constituya el rasgo fundamental de la concepción del lenguaje en las sociedades llamadas «primitivas».

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