lunes, 26 de septiembre de 2016

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 3

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 3
8. La opinión pública como tiranía: Alexis de Tocqueville

Si el objetivo de nuestra investigación histórica es descubrir qué significaba el concepto de «opinión pública» para los que lo acuñaron, podemos concluir ya que hay buenas razones históricas para adoptar un concepto de la opinión pública basado en el miedo al aislamiento y en su resultado, la espiral del silencio.
Es posible que las sociedades difieran en el grado en que sus miembros temen el aislamiento, pero en todas las sociedades hay una presión hacia la conformidad, y el miedo al aislamiento es lo que da eficacia a esa presión. Stanley Milgram (1961) descubrió en sus experimentos que los noruegos eran ligeramente más conformistas que los estadounidenses, y los franceses un poco menos. Milgram extendió sus experimentos a Europa porque había surgido la sospecha de que el comportamiento conformista, tal como lo había establecido Solomon Asch, fuera una peculiaridad estadounidense.
De hecho, lo que Thorstein Veblen describió a comienzos del siglo XX como el comportamiento estadounidense de búsqueda de estatus en The Theory of the Leisure Class (Teoría de la clase ociosa, 1970; primera edición de 1899) era el mismo tipo de práctica condenada por Rousseau en su oposición a lo que Veblen llamaría después consumo conspicuo. La transacción entre la opinión pública y la naturaleza individual, usando la pareja de opuestos de Rousseau, favorecía en los Estados Unidos a la opinión pública y exigía el sometimiento del individuo. Así explicó y describió el fenómeno Tocqueville, el compatriota de Rousseau, en sus notas de viaje tituladas La democracia en América (1948: primera edición de 1835-1840).
Por lo que sé, Tocqueville fue el primer observador consciente del funcionamiento de la espiral del silencio. Tomó como ejemplo la decadencia de la Iglesia francesa antes de la Revolución, y mencionó siempre que pudo el significado de hablar y callar en relación con la opinión pública (1948, 1:263). Además, su enfoque de la opinión pública se parece mucho a lo que podemos conocer actualmente con los métodos empíricos de observación. Vio en su centro, como nosotros en la actualidad, el miedo al aislamiento y la tendencia al silencio. Tocqueville no escribió ningún libro sobre la opinión pública, ni tituló así ningún capítulo; pero su obra está llena de descripciones, valoraciones, explicaciones y análisis de las consecuencias de la opinión pública. No queremos decir que la considerase un fenómeno puramente norteamericano. Vio las características universales de la opinión pública y cómo afectaban también a Europa; pero creía que se
habían desarrollado más en los Estados Unidos y que allí habían asumido un papel que podrían jugar más adelante en Europa. Para Tocqueville la opinión pública era en los Estados Unidos una pesada presión, una carga, una coerción hacia la conformidad o, en términos de Rousseau, un yugo bajo el cual debía humillarse el miembro individual de la sociedad:

En las aristocracias los hombres poseen con frecuencia mucha grandeza y fuerza personal. Cuando se encuentran discordes con la mayoría de sus compatriotas se retiran a su propio círculo, donde hallan apoyo y consuelo. Esto no sucede en los países democráticos. En éstos el favor público parece tan necesario como el aire que respiramos, y discrepar de la muchedumbre es como no vivir. La muchedumbre no necesita leyes para coaccionar a los que no piensan como ella. Le basta la desaprobación pública. La sensación de soledad e impotencia los sobrecoge y les hace desesperar (1948, 2:261).
No conozco ningún país en que haya tan poca independencia mental y verdadera libertad de discusión como en América (1:263).
En cualquier Estado constitucional europeo se puede predicar libremente toda clase de religión o teoría política... porque no hay ningún país en Europa tan sometido a una autoridad única, como para que el hombre que eleva su voz por la causa de la verdad no quede protegido de las consecuencias de su atrevimiento. Si tiene la desgracia de vivir bajo un gobierno absoluto, el pueblo está a menudo con él. Si habita en un país libre, puede, si es necesario, encontrar cobijo tras el trono. El sector aristocrático de la sociedad lo apoya en algunos países, y la democracia en otros. Pero en los países en los que hay instituciones democráticas, organizadas como las de los Estados Unidos, sólo existe una autoridad, un factor de fuerza y de éxito, sin nada detrás (1:263).

Este único poder es, según Tocqueville, la opinión pública. ¿Cómo ha llegado a ser tan poderosa?

La igualdad explica el poder de la opinión pública
En la introducción de su libro sobre los Estados Unidos, Tocqueville escribió: «Entre las novedades que me llamaron la atención durante mi estancia en los Estados Unidos, nada me impresionó tan poderosamente como la igualdad general de posición entre la gente. Pronto descubrí la prodigiosa importancia que este hecho fundamental ejerce sobre todo el funcionamiento de la sociedad. Da una dirección determinada a la opinión pública y una determinada impronta a las leyes» (1948, 1:3).
Intentando descubrir las causas de esa tendencia insaciable hacia la igualdad, descubrió un proceso de alcance mundial (Tischer 1979, 18).
Si examinamos lo que ha sucedido en Francia cada medio siglo desde el siglo XI, no podremos dejar de notar que, al final de cada uno de estos períodos, se ha producido una doble revolución en el estado de la sociedad. El noble ha bajado en la escala social y el plebeyo ha subido. Uno desciende cuando el otro asciende. Cada medio siglo están más cerca, y pronto van a encontrarse. Esto no es exclusivo de Francia. En cualquier lugar que miremos percibiremos la misma revolución sucediendo en todo el orbe cristiano... El desarrollo gradual del principio de igualdad es, pues, un hecho providencial. Tiene todas las características principales de este tipo de hechos: es universal, es duradero, elude continuamente todas las interferencias humanas y todos los acontecimientos, al tiempo que todos los hombres contribuyen a su progreso... Todo este libro que ofrecemos ahora al público se ha escrito bajo la influencia de una especie de espanto religioso producido en la mente del autor por la visión de esa revolución irresistible que ha avanzado durante siglos a pesar de todos los obstáculos, y que sigue avanzando entre las ruinas que ha provocado. No es necesario que el propio Dios hable para que podamos des cubrir los incuestionables signos de su voluntad (Tocqueville 1948, 1:6-7).

Tocqueville explica por qué la igualdad de categoría social causa el predominio de la opinión pública:

Cuando los rangos sociales son desiguales y los hombres distin tos unos de otros en su condición, hay algunos individuos que dis ponen del poder de una mayor inteligencia, saber e ilustración, mientras que la muchedumbre está hundida en la ignorancia y en el prejuicio. Los hombres que viven en estas épocas aristocráticas son por ello inducidos naturalmente a configurar sus opiniones según el modelo de una persona superior, o de una clase superior de personas, y se oponen a reconocer la infalibilidad de la masa del pueblo. En las épocas de igualdad sucede lo contrario. Cuanto más se acercan los ciudadanos al nivel común de una posición igualitaria y semejante, tanto menos dispuesto está cada uno a tener una fe absoluta en un hombre determinado o una clase determinada de hom bres. Pero su inclinación a creer a la multitud aumenta, y la opinión es más que nunca la dueña del mundo... En períodos de igualdad, los hombres no tienen fe en los otros debido a su semejanza; pero esa misma semejanza les da una confianza casi ilimitada en el juicio del común del pueblo. Porque parecería probable que, como todos cuentan con los mismos elementos de juicio, la mayor verdad debería ser la de la mayoría (Tocqueville 1948, 2:9-10).

Como vemos, Tocqueville interpreta la opinión pública como la opinión de la mayoría numérica.
Tocqueville afirma que se trata de la voluntad de Dios, a la que nadie puede resistirse. Pero le vence la simpatía por el destino del individuo en esa sociedad, cae en un hondo pesimismo sobre las consecuencias espirituales, y se rebela. Esto es lo que dice sobre el destino del individuo:

Cuando el habitante de un país democrático se compara indivi- dualmente con todos los que le rodean, siente con orgullo que es el igual de todos ellos. Pero cuando considera la totalidad de sus iguales y se compara con un conjunto tan grande, se siente inmediatamente abrumado por la sensación de su propia insignificancia y debilidad. La misma igualdad que le independiza de cada uno de sus conciudadanos, tomados en conjunto, le expone solo e inerme a la influencia de la mayoría (1948, 2:10).
Siempre que las circunstancias sociales son igualitarias, la opinión
pública presiona las mentes de los individuos con una fuerza enorme. Los rodea, los dirige y los oprime. Y esto se debe mucho más a la propia constitución de la sociedad que a sus leyes políticas. Cuanto más se parecen los hombres, más débil se vuelve cada uno de ellos en comparación con todos los demás. Como no percibe nada que le eleve considerablemente por encima o le distinga de ellos, pierde la confianza en sí mismo en cuanto le atacan. No sólo desconfía de su fuerza, sino incluso duda de su derecho. Y se halla muy cerca de reconocer estar equivocado cuando la mayoría de sus compatriotas afirma que lo está (1948, 2:261).

Tocqueville describe cómo afecta la presión de la opinión pública no sólo a los individuos, sino también al gobierno. Elige como ejemplo el comportamiento del presidente estadounidense durante una campaña electoral. Mientras dura ésta, el presidente ya no gobierna en interés del Estado sino en interés de su reelección (Tischer 1979, 56). «Se amolda a sus gustos [los de la opinión pública] y sus animosidades, prevé sus deseos, anticipa sus quejas, se somete a sus anhelos más fútiles» (Tocqueville 1948, 1:138).
Tocqueville concede que la igualdad social puede tener también un efecto beneficioso. Como la autoridad ha sido destronada, la igualdad puede abrir las mentes de los hombres a nuevas ideas. Pero el individuo también puede, por otra parte, dejar por completo de pensar: El público «no convence de sus creencias, sino que las impone y hace que invadan el pensamiento de todos mediante una especie de enorme presión de la mente de todos sobre la inteligencia individual. En los Estados Unidos la mayoría se encarga de suministrar un sinnúmero de opiniones prefabricadas para el uso de los individuos, que quedan así liberados de la necesidad de crearse una opinión propia» (1948, 2:10).
Tocqueville reflexiona con tristeza sobre cómo en otros tiempos los pueblos democráticos fueron capaces de vencer a los poderes que
«reprimían u obstaculizaban... la energía de las mentes individuales». Pero ahora, si «bajo el dominio de ciertas leyes [Tocqueville se refiere a la autoridad de la mayoría numérica] la democracia extinguiera esa libertad mental..., el mal sólo habría cambiado de aspecto. Los hombres no habrían encontrado el modo de vivir con independencia. Sólo habrían inventado... una nueva fisionomía de la servidumbre» (1948, 2:11).
«Hay aquí, y nunca lo repetiré demasiado», escribe Tocqueville, «hay aquí un tema para la reflexión profunda de los que consideran la libertad de pensamiento como algo sagrado, y que no sólo odian al déspota, sino también al despotismo. Yo, por mi parte, cuando noto que la mano del poder se apoya pesadamente en mi rostro, me preocupo poco de saber quién me oprime. Y no estoy más dispuesto a ponerme el yugo porque me lo ofrezcan las manos de un millón de hombres» (1948, 2:58).
Tocqueville plantea un tema sobre el que James Bryce, uno de los escritores clásicos estadounidenses sobre la opinión pública, centra su atención, unos cincuenta años después, en la cuarta parte de su libro The American Commonwealth (La nación americana; 1888-1889); a saber: la tiranía de la mayoría (2:337-344). Esa cuarta parte lleva -por fin- el título explícito de «La opinión pública». Pero por algún motivo la opinión pública nunca se trata con éxito cuando se aborda explícitamente y con completa racionalidad académica. Debe ser algo realmente muy irracional cuando todos los libros que tratan directamente el tema parecen fracasar. Esto vale también para las obras clásicas en alemán de la primera década del siglo XX: Wilhelm Bauer, Die öffentliche Meinung und ihre geschichtlichen Grundlagen (La opinión pública y sus bases históricas) (1914), y Ferdinand Tönnies, Kritik der öffentlichen Meinung (Crítica de la opinión pública) (1922).
«Nadie puede acusar a Bryce de adoptar un enfoque sistemático en su estudio de la opinión pública», escribió Francis G. Wilson cincuenta años después (1938, 426) refiriéndose al famoso libro. De hecho, las ciento y pico de páginas que Bryce dedica al tema recogen comentarios de los más diversos autores a los que se añaden sus propias observaciones, algunas de considerable interés. Recuérdese, por ejemplo, lo que dice sobre el «fatalismo de la muchedumbre» (Bryce 1888-1889, 2:237-364, esp. 327-336), donde describe por primera vez lo que después se llamaría la «mayoría silenciosa».
9. Creación del concepto de «control social» y marginación del de «opinión pública»

Entramos en el siglo XX con una definición de opinión pública de 1950: «Vamos a entender por opinión pública, para esta revisión histórica, las opiniones sobre asuntos de interés nacional expresadas libre y públicamente por personas no pertenecientes al gobierno que se creen con derecho a que sus opiniones influyan en o determinen las acciones, el personal o la estructura de su gobierno» (Speier 1950, 376).

Un concepto de opinión pública hecho a la medida de los investigadores y los periodistas
¿Cómo pudo «opinión pública» llegar a significar algo tan diferente de
lo que había denotado durante siglos? Opiniones expresadas públicamente, influencia en el gobierno... reconocemos esta parte de la definición de Speier. Pero la otra parte es nueva: sólo cuentan las opiniones relativas a asuntos de interés nacional, sólo las opiniones de las personas cuyos juicios merecen respeto. Esto constituye una restricción radical del concepto, a la vez que un cambio cualitativo. Ya no se trata del término medio entre el conocimiento y la ignorancia, como lo concibió Sócrates. Se trata, por el contrario, de una fuerza de la opinión consciente de su influencia, situada cerca del gobierno y que se atribuye una capacidad de discernimiento igual o incluso mayor que la de éste.
Esa transformación requiere una explicación. ¿Cuándo perdió la opinión pública su sentido de reputación? Cuando empecé a hacerme esta pregunta, me sentía como si hubiera perdido el monedero y tuviera que volver a buscarlo. Eso fue a comienzos de los años sesenta, casi en la misma época en que caía en la cuenta, sin poder explicarla, de la notable discrepancia que había entre las curvas de las intenciones de voto y de las expectativas sobre el ganador de las elecciones. Tardé, no obstante, siete años en comprender que las dos cuestiones estaban relacionadas.
La tesis de Hume, según la cual «el gobierno se basa en la opinión», el relevante lugar que Rousseau concedía a la opinión pública en el Estado, la abrumadora fuerza de la opinión pública en los Estados Unidos... todo esto debe de haber tentado a los buscadores de Poder a presentarse como los representantes de la opinión pública. El trono de la opinión pública pareció quedar vacante en las diversas obras escritas hasta mediados del siglo XIX. En ese momento, sin embargo, una serie de pesados volúmenes empezaron a tratar el tema
sistemáticamente y a discutir qué clase de opinión pública sería la más beneficiosa para el Estado. La influencia de los filósofos, los investigadores, los escritores y los periodistas buscaba su propio lugar como verdadero representante de la opinión pública. En Jeremy Bentham ([1838-184311962, 41-46) o en James Bryce (1888-1889, 2:237-364, «La opinión pública») encontramos muchas observaciones psicosociológicas agudas; pero están mezcladas con exigencias normativas sobre el papel que debería desempeñar la opinión pública y a quién debería considerarse su representante. Incluso esta confusión estaba todavía lejos de la opinión pública conceptualizada por Speier (1950), Wilhelm Hennis (1957a) o Jürgen Habermas (1962), que no era más que un juicio político crítico.

Quitar la nieve de la acera como opinión pública
El punto de inflexión parece haber, ocurrido en los últimos años del siglo XIX. Entre 1896 y 1898, Edward A. Ross publicó una serie de artículos (reimpresos como libro en 1901) en la American Journal of Sociology. Parece que a partir de entonces la opinión pública perdió su centenaria connotación de presión hacia la conformidad y siguió existiendo sólo con el significado reducido de tribunal que criticaba y controlaba al gobierno (Ross 1969; Noelle 1966). Se conservó, sin embargo, algo del significado anterior. Por ejemplo, cuando el psicólogo social Floyd H. Allport (1937, 13) escribió «Hacia una ciencia de la opinión pública», el ensayo introductorio del primer número de la más tarde famosa Public Opinion Quarterly, utilizó la acción de quitar la nieve de la acera para ilustrar la eficacia de la opinión pública. Caracterizó la substancia de ésta con estas palabras: «Los fenómenos que hay que estudiar bajo el nombre de opinión pública son esencialmente modos de comportamiento... [Estos modos de comportamiento] se llevan a cabo frecuentemente con la conciencia de que otros están reaccionando ante la misma situación de un modo semejante». Pero a los investigadores contemporáneos, especialmente en Europa, estas ideas les irritaban más que les intrigaban.

Hasta que el miembro muerto se desprende del cuerpo social
¿Por qué los artículos de Edward A. Ross en el cambio de siglo ejercieron una influencia tan profunda que cambiaron el concepto de opinión pública? Para empezar, Ross hablaba como un segundo John Locke, y es realmente sorprendente que nunca mencionase a este autor.
El hombre ordinario, vital, puede ignorar el estigma social. El hombre cultivado puede zafarse del desprecio de sus vecinos, refugiándose en las opiniones de otros tiempos y círculos. Pero para la masa de la gente la condena y la alabanza de su comunidad son los verdaderos señores de la vida... Lo que desarma al americano moderno no es tanto el temor de lo que el común del pueblo irritado pudiera hacer, como la completa incapacidad de permanecer impasible en un torbellino de comentarios totalmente hostiles, de soportar una vida perpetuamente enfrentada a la conciencia y la sensibilidad de los que le rodean. Sólo al criminal o al héroe moral no le importa lo que los demás puedan pensar sobre él (Ross 1969, 90, 104, 105).

Estas palabras aparecen en el capítulo titulado «La opinión pública» de la obra de Ross. Pero este autor contempla la opinión pública como subordinada a un fenómeno que designa con el término nuevo que da título a su libro: El control social. El control social se ejerce en las sociedades humanas de muchas maneras, dice Ross. Puede ser completamente visible y estar institucionalizado, como por ejemplo en la ley, en la religión, en las fiestas nacionales o en la educación de los niños. Pero el control social también actúa bajo la forma de la opinión pública, que, aunque no esté institucionalizada, posee ciertas sanciones. Escribiendo sobre el control social más de medio siglo después, Richard T. LaPierre (1954, 218-248) dividió estas sanciones en tres categorías: sanciones físicas, sanciones económicas y, las más importantes, sanciones psicológicas. Éstas comienzan, quizá, cuando la gente deja de saludar a alguien y finalizan cuando el
«miembro muerto se desprende del cuerpo social», en frase de Ross (1969, 92).
Ross concede una atención especial a las ventajas del control social
mediante la opinión pública. Es «flexible» y «barata» en comparación con la ley (1969, 95). La vigorosa descripción de Ross tuvo un gran éxito y el «control social» se convirtió en un concepto establecido. La expresión tiene todo el atractivo de lo nuevo, y contiene todo lo que John Locke llamó una vez la ley de la opinión o de la reputación. Muchos sociólogos han estudiado el tema del control social, pero actualmente nadie identifica los controles sociales con la opinión pública. De este modo, desaparece el poder integrador ambivalente que constriñe tanto al gobierno como al individuo para que respeten el consenso social. La influencia sobre el individuo se llama ahora control social; la influencia sobre el gobierno se denomina opinión pública, que, como construcción intelectual, adopta enseguida carácter normativo. Queda así destruida la relación entre ambas clases de influencias.
10. El coro de lobos aulladores

¿Por qué están tan bloqueados los caminos? ¿Por qué tenemos que abrirnos paso entre los arbustos para buscar el verdadero significado de la opinión pública? ¿Qué función desempeña este fenómeno con un nombre tan anticuado? Un «concepto clásico» de nuestro
«almacén tradicional de conceptos»; «no es posible abandonarlo simplemente ni tomar en serio su significado original»: así empieza el ensayo del sociólogo Niklas Luhmann «La opinión pública», editado por primera vez en 1970 (1971, 9). Como Walter Lippmann, cuyo libro Public opinion (La opinión pública) apareció en 1922, Luhmann descubrió características de la opinión pública que nunca antes se habían descrito (véase más adelante el capítulo 18). Ambos autores, sin embargo, han ayudado a borrar las huellas históricas del tema. Luhmann escribe: «Un vistazo a la historia intelectual demuestra que la creencia en la razón no podía mantenerse, así como tampoco la creencia en el poder de la opinión pública de ejercer un control crítico o cambiar el gobierno» (1971, 11). Pero, ¿quién despertó esta creencia? Ni Locke ni Hume, ni Rousseau ni Tocqueville.
Nada en la literatura moderna sobre la opinión pública me habría conducido a esas fuentes si no hubiera tenido una extraña experiencia un domingo por la mañana en Berlín, a comienzos del verano de 1964. En aquella época pasaba los fines de semana en Berlín para preparar mis clases de los lunes sobre métodos de investigación mediante encuestas en la Universidad Libre. Una sensación de despedida lo impregnaba todo, ya que en otoño me iba a ir a la Universidad de Maguncia como profesora de investigación de la comunicación. Esa mañana de domingo -ni siquiera había desayunado- algo parecido a un título de libro se presentó en mi mente. Pero no tenía nada que ver con los métodos de investigación demoscópica, ni con el trabajo que había planeado realizar ese día, ni nada que ver en absoluto con nada que pudiera recordar. Fui corriendo a la mesa y escribí en un pedazo de papel: «Opinión pública y control social». Inmediatamente supe de qué clase de título se trataba: un año y medio después fue el título de mi lección inaugural en Maguncia (Noelle 1966).
Fue este titulito en un pedazo de papel lo que me impulsó a volver al tema de la opinión pública y a buscar sus huellas históricas. ¿Por qué se había vuelto tan anticuado tratar ese tema como se había entendido durante siglos, vinculado a la sensible naturaleza social del hombre, a la dependencia humana respecto a la aprobación y la desaprobación de su medio? ¿No encaja acaso esa interpretación en la imagen que de sí mismo tiene el hombre moderno? ¿Va contra la maravillosa autoconciencia derivada de la emancipación lograda en
los últimos tiempos? Si es así, es fácil imaginar el malestar que producirán las siguientes comparaciones de las sociedades humanas y animales.
El miedo al aislamiento de los seres humanos se evita llamativamente como tema de investigación; pero se estudia detalladamente y sin inhibiciones en la investigación de la conducta animal. Los etólogos están tan preocupados por evitar las acusaciones de antropomorfismo, que a menudo se resisten a comparar la conducta animal con la humana. Erik Zimen escribe en The wolf (El lobo) (1981, 43) que
«debemos ser sin duda muy cuidadosos al comparar la conducta humana y animal. Pautas de conducta que parecen similares pueden ejercer funciones completamente diferentes, mientras que otras de aspecto y origen filogenético completamente diferentes pueden realizar la misma función... Sin embargo, la observación comparativa de los seres humanos y los animales puede estimular nuevas ideas, que después habrá que comprobar con observaciones o experimentos precisos, especialmente cuando se investigan especies organizadas de modo tan semejante como el lobo y el hombre».

En cualquier caso, al lenguaje no le preocupa tanto su propia imagen, y no tenemos ninguna dificultad en entender la expresión «aullar con la manada» (de lobos). También podríamos hablar de «aullar con los perros». «Aullar en coro» es algo tan común entre los perros como entre los lobos, e incluso los chimpancés lo hacen en ocasiones (Alverdes 1925, 108; Lawick-Goodall 1971; Neumann 1981).

La mentalización para la acción conjunta
Según Erik Zimen, los lobos aúllan principalmente por la tarde, antes de ir de caza, y a primera hora de la mañana como preparación para las actividades matutinas. «El aullido de un lobo es un estímulo poderoso para que otro lobo se le una... Pero esto no sucede siempre. El aullido inicial de un animal de categoría inferior, por ejemplo, es un estímulo menos eficaz que el de un animal de rango superior» (Zimen 1981, 71). De los aullidos quedan excluidos todos los lobos oprimidos, los descastados y los rechazados. La semejanza entre la situación de los oprimidos y los descastados y la de los lobos de rango inferior muestra lo importante que es no aislarse y poder participar en lo que el investigador estadounidense de los lobos Adolph Murie (1944) llamaba «la reunión amistosa», es decir, aullar en coro. Ser un lobo descastado tiene la desventaja concreta de que le quitan la comida (Zimen 1981, 243).
¿Cuál es la función de los aullidos? Oigamos a Erik Zimen: «Esta restricción a "los de dentro" parece indicar que la ceremonia refuerza
la cohesión de la manada. Los lobos confirman, por así decirlo, sus sentimientos mutuos de amistad y cooperación. También los momentos en que aúllan sugieren que esto sirve para sincronizar y coordinar la inmediata fase de actividad. Los lobos que se acaban de despertar son mentalizados rápidamente para emprender la acción conjunta» (ibíd., 75).

La conducta en la bandada
Según una información de Thure von Uexküll, Konrad Lorenz también
observó sincronización, capacidad de actuar conjuntamente, en las señales acústicas empleadas por las chovas 7 para regular su conducta en la bandada.

La bandada de chovas, que vuela de día hacia los campos en busca de comida y por la noche hacia los bosques para dormir, uti liza los graznidos de algunas aves particulares para decidir un rum bo común. Si las rutas de esas aves no coinciden por la mañana o por la tarde, se puede observar a la bandada volando hacia atrás y hacia adelante durante un rato. Si los graznidos «llac» predominan sobre los «lloc», la bandada vuela hacia el bosque, o al contrario. Esto sigue así un tiempo hasta que todas las aves emiten sólo uno de los graznidos y la bandada entera vuela hacia el bosque o hacia el campo. Entonces la bandada está dispuesta a emprender una acción por acuerdo colectivo, ya sea la de buscar comida o la de ponerse a dormir. Hay un ánimo común o algo parecido a una emoción común. La bandada de chovas es, pues, una república regida por el voto (Uexküll 1963-1964, 174).

En Sobre la agresión, Konrad Lorenz titula el capítulo que dedica al comportamiento colectivo de los peces «El anonimato de la agrupación» (Lorenz 1966, 139-149).

La forma más primitiva de «sociedad» en el sentido más amplio del término es la agrupación anónima, cuyo ejemplo más característico es el banco de peces de mar. En el interior del banco no hay estructura alguna, no hay jefe ni subordinados, sino sólo un inmen so conjunto de miembros iguales. Éstos, por supuesto, se influyen mutuamente, y hay algunas formas muy sencillas de «comunicación» entre los individuos que forman el banco. Cuando uno de ellos percibe el peligro y huye, transmite su sensación a los demás, que han captado su miedo... La acción puramente cuantitativa y, en cierto modo, democrática de este proceso llamado «inducción social» por los sociólogos significa que un banco de peces es menos decidido cuantos más individuos contiene y cuanto más fuerte es el instinto gregario. Un pez que, por cualquier

7 Chova: Pájaro córvido, parecido al grajo o la corneja. (N. del T.)
motivo, empieza a nadar en una dirección no puede evitar dejar el banco y encontrarse en una situación de aislamiento. Entonces cae bajo la influencia de todos los estímulos calculados para llevarle de vuelta al banco (ibíd., 144-145).

El aislamiento, la pérdida de contacto con el banco, podría significar un peligro inmediato para la vida individual. Por esa razón, el comportamiento grupal parece perfectamente funcional, y tan beneficioso para la supervivencia del individuo como para la del grupo.
¿Qué sucede si un individuo no teme el aislamiento? Konrad Lorenz describe un experimento realizado por Erich von Holst con un foxino, pez perteneciente al género de la carpa.

Erich von Holst extirpó la parte anterior del cerebro a un foxino común, que es, en esta especie, la sede de todas las reacciones colectivas. El foxino ve, come y nada como un pez normal. Su única característica conductual aberrante es que no le importa abandonar el banco en solitario. Carece de la indecisión del pez normal, que, aunque quiera nadar en una dirección determinada, se vuelve tras sus primeros movimientos para mirar a sus compañeros y reaccionar de manera diferente si otros le siguen o si no lo hacen... si nues tro pez había visto comida o se alejaba por alguna otra razón, nadaba decididamente en una dirección determinada y el banco entero le seguía.

Lorenz comenta: «¡El defecto había convertido al animal descerebrado en un dictador!» (Lorenz 1966, 146).
Según los neurofisiólogos modernos, también en el cerebro humano hay ciertas zonas que supervisan la relación entre uno mismo y el mundo exterior (Pribram 1979), es decir, zonas susceptibles de ataque por el grupo anónimo. «Somos más vulnerables de lo que pensamos», dijo una vez el analista de las relaciones humanas Horst E. Richter (1976, 34). Quería decir que somos vulnerables al modo en que el medio nos juzga y nos trata. ¿Deben los seres humanos realmente esconder su naturaleza social como si se avergonzasen de ella?
«La razón humana es, como el propio hombre, tímida y precavida cuando se la deja sola. Y adquiere fortaleza y confianza en proporción al número de personas con las que está asociada»: así describía el fenómeno James Madison (Madison 1961, 340). En su libro Les sociétés animales, publicado en 1877, el sociólogo francés Alfred Espinas expresó ideas parecidas, basándolas en la investigación del biólogo A. Forel: «El valor de la hormiga crece en proporción exacta al número de compañeras y amigas del mismo género con las que se encuentra, y disminuye en la medida en que se separa de ellas. Cualquier habitante de un hormiguero muy poblado es mucho más
valiente que si perteneciera a una colonia muy pequeña. La misma obrera que se dejaría matar diez veces rodeada por sus compañeras sería extraordinariamente miedosa y evitaría la menor señal de peligro, si estuviera sola, aunque sólo fuese a veinte metros del hormiguero. Lo mismo sucede con las avispas» (citado en Reiwald 1948, 59).
¿Debemos crear la ficción de una opinión pública basada en el juicio crítico porque reconocer las fuerzas que realmente mantienen unida la sociedad no sería compatible con nuestro ideal del yo?
11. La opinión pública en las tribus de África y del Pacífico

El libro The Forest People (Los habitantes de la selva), del an- tropólogo Colin M. Turnbull (1961), describe la vida de los pigmeos de las selvas del Congo. Se nos muestra una vida feliz en el campa- mento: los hombres se reúnen todas las tardes para cantar en grupo; por la mañana los jóvenes despiertan a los durmientes con sus llantos y sus gritos. Antes de una cacería, el pueblo frecuentemente danza. Los hombres y las mujeres forman un círculo que abarca todo el campamento y cantan canciones de caza, palmotean, miran a derecha e izquierda y dan grandes saltos imitando así a los animales que esperan cazar.
En el trasfondo de esta bucólica escena suceden dramáticos con- flictos. Cephu, un jefe de cinco familias que en otros tiempos era muy respetado, pero que ha caído en desgracia por su mala suerte en la caza, queda a menudo al margen de las empresas colectivas. Transgrede las reglas de la solidaridad tendiendo en secreto su red en la selva por delante de las redes de los demás participantes en la cacería. Los niños y las mujeres, que son los ojeadores, impulsan a los animales primero hacia la red de Cephu. Esa tarde, nadie habla con él y ni siquiera le ofrecen un sitio en la reunión nocturna de los hombres. Le pide a un joven patán que se aparte para hacerle sitio, pero el chico sigue sentado, y otra persona empieza una canción burlona sobre Cephu en la que dice que no es un hombre sino un animal. Desalentado, Cephu les comunica que renuncia a la carne de las presas que ha cazado. Su oferta es aceptada inmediatamente, y todos van a las chozas de la gente de Cephu, que están fuera del núcleo del campamento, y las saquean, buscando en todos los rincones y llevándose todo lo comestible, incluso la carne que ya se está guisando en un puchero puesto al fuego. Más tarde, ese mismo día, uno de los parientes lejanos devuelve a Cephu y los suyos un puchero lleno hasta el borde de carne y salsa de champiñones. Esa misma noche vuelve a verse a Cephu sentado en el círculo de los hombres que cantan en torno al fuego mortecino: ha vuelto a ser uno de ellos (Turnbull 1961, 94-108).

No se puede vivir solo
Otro incidente se refiere a un joven que ha sido descubierto man- teniendo relaciones incestuosas con una prima suya. Nadie quiere darle protección en su choza, y los otros jóvenes de su edad le ex- pulsan con cuchillos y lanzas de la aldea a la selva. Turnbull transcribe
el relato de un miembro de la tribu del joven: «Le han echado a la selva y tendrá que vivir allí solo. Nadie le aceptará en su grupo después de lo que ha hecho. Y morirá, porque no se puede vivir solo en la selva. La selva le matará». Después Turnbull dice que el informador, de un modo característico entre los pigmeos, rompió a reír contenidamente, palmoteó y añadió: «Lleva meses haciéndolo. Debe de haber sido muy estúpido para haberse dejado coger» (Turnbull 1961, 112). Era evidente que su estupidez era más importante que el propio incesto.
Esa misma noche se incendió la choza de la familia del joven y estalló una lucha entre las familias. Durante la lucha apenas se mencionó la causa original, el incesto, en el tumulto y la discusión general. Pero a la mañana siguiente se vio a la madre de la chica que había sido deshonrada ayudando a arreglar la cabaña de los que la habían afrentado, y tres días después el joven entró silenciosamente en el campamento por la tarde y se sentó de nuevo entre los solteros. Al principio nadie quería hablar con él, pero después una mujer le mandó una niña con un tazón de algo para comer, y el asunto quedó olvidado (ibíd., 113-114).

Las armas del mundo exterior: el desprecio y el ridículo
En los casos descritos por Turnbull se solucionaron los conflictos, pero no sin haber sido discutidos antes por el campamento entero. No hubo juez, tribunal ni jurado. No hubo procedimiento formal alguno, consejo que tomase decisiones ni jefatura. Cada caso se trató de modo que no se pusiera en peligro la cohesión del grupo. Una sociedad que vivía de la caza con redes tenía que conservar ante todo su capacidad de cooperación. Había dos medios para controlar a los miembros individuales: éstos temían sobre todo ser despreciados y hacer el ridículo. Esto recuerda la descripción de Edward Ross de la opinión pública como control social: «Es más eficaz que los juicios en tribunales, llega hasta el último rincón y es barata» (Ross 1969, 95).

Las tres clases de opinión pública de Margaret Mead
En los años treinta, Margaret Mead (1937) describió, bajo el título de
«Mecanismos de la opinión pública entre los pueblos primitivos», tres clases de procesos de opinión pública que se encuentran entre los pueblos primitivos. Comprobó que la opinión pública era eficaz cuando alguien violaba las leyes, cuando había dudas entre la interpretación de las mismas y cuando surgía un conflicto o había que tomar una decisión sobre el comportamiento futuro o cuestiones de procedimiento. En estos casos había que establecer los pasos o las medidas necesarios para llegar a un consenso, y Mead pensaba que
los mecanismos de la opinión pública eran necesarios para mantener la capacidad de actuar de la comunidad.
El primer método que describe es parecido al de los pigmeos (Mead 1937, 8-9). Sólo funciona, dice, en comunidades relativamente pequeñas, de unas doscientas o, a lo sumo, cuatrocientas personas. Pone el ejemplo de la tribu arapesh de Nueva Guinea. En esta tribu la dependencia de reglas fijas es mínima y muchas normas tienen una corta vida; aparecen y vuelven a olvidarse. La comunidad existe casi sin un sistema de reglas. Apenas hay puestos estables de autoridad, y no hay instituciones políticas, jueces, tribunales, sacerdotes, médicos brujos ni castas hereditarias de jefatura.

Comer juntos un cerdo
Mead describe, como un caso de resolución de conflictos, lo que sucede cuando un arapesh descubre un cerdo ajeno hozando en su huerto. No actúa de un modo que pudiéramos llamar espontáneo. Es, por el contrario, sumamente cuidadoso. En cualquier caso acabará matando el cerdo, porque ésa es la costumbre aceptada. Pero cuando el cerdo todavía está hozando en el huerto o inmediatamente después de haberlo matado y cuando todavía está sangrando por la herida causada por la lanza, el propietario del huerto llama a unos pocos conocidos para pedirles consejo: sus amigos, hermanos y cuñados.
¿Debe devolver el cerdo muerto a su dueño, que tendrá así al menos la carne para pagar los daños, o debe quedarse la carne y comérsela en compensación por la irritación y los destrozos causados en el huerto? Si estos amigos de su edad y situación le aconsejan la opción más conciliadora, que le devuelva el animal a su propietario, eso es lo que sucederá. Si defienden la opción más arriesgada, se buscará otro grupo de consejeros de más edad: el padre y los tíos. Si también están a favor de no devolver la carne, se pregunta finalmente a un hombre especialmente respetado. Si también se muestra de acuerdo, todos los consultados y el consultante se comerán juntos el cerdo para significar que estarían unidos y defenderían la decisión adoptada si ésta causara problemas, y para significar que estarían dispuestos a compartir cualquier consecuencia desagradable, como la magia negra o el odio del propietario del cerdo y sus allegados.

Las reglas poco claras o cambiantes exigen una gran atención
La averiguación del comportamiento que hay que adoptar en esas circunstancias para no quedarse aislado debe ser un proceso cuidadoso y minucioso, ya que no hay reglas claras. Continuamente se producen situaciones nuevas en las que el individuo debe decidirse a favor o en contra de algo. Cuando ha tomado una decisión, él y sus
compañeros deben defenderla vigorosamente. Por otra parte, las alianzas no duran mucho. La discordia desaparece pronto y, cuando surja el siguiente conflicto, se formarán nuevos bandos.
Es indudable que aquí nos encontramos ante procesos de opinión pública, ya que se dan todos los ingredientes: la controversia, los dos bandos, el intento de actuar evitando el aislamiento, la emoción que produce el saber que se está en lo cierto... todos estos factores desempeñan su papel. Podría cuestionarse que se trate de opinión verdaderamente «pública», que el elemento de «publicidad» esté realmente presente. Ciertamente, no está presente en el mismo sentido en que entendemos el término en la moderna sociedad de masas. Actualmente lo «público» implica anonimato, igualdad de oportunidades de acceso, que el individuo se encuentre entre una masa informe de personas cuyos nombres, rostros e idiosincrasia ignora. Los arapesh conocen a los miembros de su pequeña comu- nidad. Sin embargo, también experimentan la exposición pública ante esa sociedad que lo abarca todo y de la que nadie quiere ser separado, excluido o aislado.

El sistema dual o la mentalidad partidaria
Mead describe el segundo modo en que se realizan los procesos de opinión pública a partir del ejemplo de los iatmul, una tribu de cazadores de cabezas de Nueva Guinea (Mead 1937, 10-12). Aunque, como los arapesh, no tienen jefes ni autoridad central, son capaces de adoptar decisiones y de actuar eficazmente. A diferencia de los arapesh, no resuelven los conflictos induciendo a los indivi duos a buscar cuidadosamente la opinión mayoritaria. Los iatmul han desarrollado un sistema «dual»: la tribu se divide, según criterios formales, en dos bandos o facciones entre los cuales se deciden en cualquier momento las disputas que surjan. Mead cree que este procedimiento es necesario para conseguir consenso en unidades sociales más grandes (las tribus de los iatmul llegan a las 1.000 personas). Los individuos no adoptan un punto de vista particular en virtud del tema o porque hayan reflexionado sobre ello, sino porque su grupo apoya ese punto de vista. El modo en que se forman estos grupos y a cuál de ellos acaba perteneciendo el individuo parece arbitrario. Los nacidos en invierno pueden pertenecer a un bando y los nacidos en verano a otro. Los bandos pueden estar formados por los que viven al norte del cementerio contra los que viven al sur. O por los que por línea materna no pueden comer halcón frente a los que no pueden comer loros, los de línea paterna procedente del clan A frente a los de línea procedente del B, o los que pertenecen a dos grupos de edad distintos. El sistema sólo funciona porque estos grupos se
cruzan de múltiples formas. Personas que hoy son adversarios en un asunto serán aliados en otro mañana. De este modo, la comunidad nunca se separa, aunque se mantenga continuamente en un estado dual. Es decir, aplica un modelo de divisiones fáciles de lograr que corresponden a los bandos «a favor» y «en contra» que caracterizan todos los procesos de opinión pública.
Las decisiones no se alcanzan por consenso mayoritario. Las per- sonas cuyos intereses se ven más afectados buscan una solución, y los miembros de cada grupo formal adoptan y repiten informalmente sus eslóganes. Mead piensa que en las sociedades modernas muchas cuestiones se deciden a través de arreglos duales similares: los militantes de partidos políticos y los miembros de grupos de interés o coaliciones regionales luchan apasionadamente en uno de los bandos, no por el asunto en sí, sino porque su bando ha adoptado una posición determinada. La solución a la que se llega al final depende de la fuerza relativa demostrada por los miembros de cada bando. La moderna terminología política muestra la relación directa de este mecanismo de opinión pública con nuestros sistemas actuales. El término «polarización» designa la forma dual que se produce cuando tenemos que elegir entre opciones opuestas. La expresión moderna
«mentalidad partidaria» designa la actitud que Margaret Mead ejemplificó con los iatmul.

El individuo es impotente: el formalismo en Bali
Margaret Mead expone el tercer modo de mantener unida una sociedad con el ejemplo de los habitantes de la isla de Bali (1937, 12- 14).
Lo primero que se percibe es un rígido orden ceremonial. La destreza legal decide las cuestiones debatidas. Todos los hombres adultos sanos pertenecen al consejo, y, con el paso de los años, van ascendiendo a posiciones cada vez más altas en esa institución, y adquieren la obligación de entregarse a una interpretación extre- madamente concienzuda de las reglas heredadas. Supongamos que se les plantea el siguiente caso: una pareja se ha casado, pero han surgido dudas sobre si el matrimonio debe considerarse legitimo o incestuoso. Son primos carnales aunque a dos generaciones de distancia. Genealógicamente, la mujer es «abuela» del joven. Los matrimonios entre primos carnales están prohibidos. ¿Cuál es la clave del caso, la relación de primos carnales o la distancia de dos generaciones? Una amenazante tensión va creciendo durante un día entero. El consejo se reúne, y los jefes discuten una serie de argu- mentos, pero no llegan a ninguna conclusión. Nadie toma partido y no hay abogados de las familias implicadas. No se intenta determinar la
opinión predominante. Finalmente, el experto del consejo para asuntos relacionados con el calendario toma una decisión: el primer grado es el primer grado; hay que considerar el matrimonio como una violación de las reglas. Debe aplicarse, pues, el castigo que les corresponde a los que violan las reglas: el aislamiento. Se cogen las casas de ambos cónyuges y se llevan al sur, fuera de los limites de la aldea, donde quedan depositadas en la zona de castigo. Toda la población ayuda. La pareja ha sido expulsada: no puede volver a participar en ninguna reunión o acontecimiento en la aldea, excepto en las ceremonias relacionadas con los ritos funerarios.
¿Es también un mecanismo de opinión pública el modo en que resuelven los conflictos los balineses? La transición hacia otras formas de control social es, sin duda, sutil. Edward Ross no redujo en absoluto el control social a la opinión pública, sino que añadió explícitamente el sistema judicial. El modo de proceder de los bali- neses recuerda el funcionamiento de un sistema judicial, aunque sin leyes escritas ni alegatos de defensa. Los mandamientos divinos, los estatutos formales y la ley de la opinión -ciñéndonos a la tricotomía propuesta por John Locke- convergen y, en algunas circunstancias, no dejan al individuo ningún margen de maniobra para escapar a la condena al aislamiento, independientemente de lo cuidadoso que sea y de cuántas personas le apoyen.
Margaret Mead basa la utilidad de investigar la opinión pública entre los pueblos primitivos en la posibilidad de estudiar allí, de una manera puramente cultural, lo que en las sociedades modernas se ha tornado confuso. Podemos distinguir los procedimientos de los arapesh, los iatmul y los balineses por el grado en que el individuo puede o debe participar en el logro y el mantenimiento del consenso. Entre los arapesh, el individuo tiene que prestar una gran atención, porque las reglas son fluidas y lo correcto hoy puede ser incorrecto mañana, y uno puede encontrarse rápidamente desahuciado. En el sistema iatmul, el individuo sigue siendo importante como partidario de uno de los dos bandos. Entre los balineses, para los que la mayor parte de las reglas se han vuelto rígidas, los individuos pueden carecer de toda influencia. La gran sensibilidad que desarrollan los arapesh contrasta con el completo fatalismo de los balineses. En este último caso, el órgano cuasiestadistico que permite evaluar el entorno debe de atrofiarse.

El control de los vecinos
El método combinado de opinión pública de los zuni que describe Margaret Mead es fluido (1937, 15-16). Todos son observados y juzgados continuamente por sus vecinos. La opinión pública siempre
está presente como una sanción negativa. Esto afecta a todas las profesiones e impide que muchas acciones sucedan nunca. Si buscamos analogías modernas, podemos ver que, ciertamente, el control de los vecinos no sólo limita sino que también incita a ciertas conductas. En Europa, por ejemplo, una familia airea la ropa de cama en la ventana por la mañana de una manera claramente visible para demostrar que cumple las normas de higiene. En algunas costumbres concretas se ve cómo se han desarrollado en otras culturas mecanismos de opinión pública como los de los zuni; por ejemplo, la prevención de no echar las cortinas por la noche para que los de fuera puedan ver las habitaciones iluminadas; la desaprobación de las vallas situadas entre los patios como símbolos de enemistad contra los vecinos; o el reparo a cerrar las puertas interiores de un hogar o de una oficina.

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