La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 5
18. El estereotipo como vehículo de difusión de la opinión pública:
Walter Lippmann
Ya avanzado el siglo XX, cuando se había olvidado completamente el significado de la opinión pública, aparecieron dos obras que contenían las palabras «opinión pública» en el título. Una fue el ensayo de Luhmann (1971) que he citado frecuentemente. La otra fue el libro publicado en 1922 por Walter Lippmann. Ambas obras revelaron aspectos desconocidos de la dinámica de la opinión pública, y ambas insistían en la relación entre la opinión pública y el periodismo.
El libro de Walter Lippmann no tenía precedente. Aunque se titula La opinión pública, tiene muy poco que ver directamente con la opinión pública. De hecho, la definición de Lippmann de la opinión pública es uno de los pocos pasajes flojos del libro. «Las imágenes que hay en la cabeza de estos seres humanos, las imágenes de ellos mismos, de los demás, de sus necesidades, intenciones y relaciones, son sus opiniones públicas. Las imágenes con arreglo a las que actúan grupos de personas, o individuos que actúan en nombre de grupos, son la Opinión Pública con mayúsculas» (Lippmann 1965, 18). Bien podría decirse tras la lectura del libro: «Sigo sin saber qué es la opinión pública».
Un libro revelador
¿Por qué es tan especial este libro que, cincuenta años después de su publicación original, fue reimpreso en rústica en los Estados Unidos (1965) y casi simultáneamente en Alemania (1964)? Sin ser en absoluto efectista, es en realidad un libro revelador. Pero tan contrario al modo en que la gente desea ver las cosas que ahora, mucho después de la publicación original, sigue pareciendo nuevo y, a todos los efectos prácticos, todavía no se ha incorporado al pensamiento intelectual. Lippmann desenmascara nuestro autoengaño racionalista sobre el modo en que las personas supuestamente se informan y forman los juicios que guían sus acciones en el mundo moderno: con madurez y tolerancia, observando, pensando y juzgando como científicos en un esfuerzo incesante por examinar objetivamente la realidad, ayudados en este esfuerzo por los medios de comunicación. A esta ilusión contrapone una realidad completamente diferente, mostrando cómo forma sus concepciones realmente la gente, cómo selecciona partes de los mensajes que le llegan, cómo los procesa y los transmite. Lippmann describe como de pasada fenómenos que la psicología social empírica y la investigación de la comunicación
tardarán décadas en confirmar punto por punto. No he encontrado en todo el libro de Lippmann ni una idea sobre el funcionamiento de la comunicación que no haya sido verificada una y otra vez por esmerados trabajos de laboratorio y de campo.
Como nubes de tormenta que acaban disipándose
Al mismo tiempo, Lippmann no se plantea lo que aquí entendemos por opinión pública en relación con la espiral del silencio. Lippmann no dice nada sobre el papel de la presión hacia la conformidad en el establecimiento del consenso, ni sobre el miedo al aislamiento de la gente y la vigilancia temorosa del medio. Sin embargo, la tremenda influencia de la Primera Guerra Mundial permitió a Lippmann identificar la piedra angular de la opinión pública: la cristalización de las concepciones y las opiniones en «estereotipos» con carga emocional (1965, 85-88, 66). Lippmann, que era periodista, sabía que la expresión procedía del para él familiar mundo tecnológico de la impresión periodística, en la que el texto se escribe en un molde rígido
-en la impresión en offset o de estereotipo- que permite reproducirlo tantas veces como se desee. Los estereotipos favorecen la eficacia de los procesos de opinión pública. Se extienden rápidamente en las conversaciones y transmiten inmediatamente asociaciones negativas o, en algunos casos, positivas. Orientan la percepción, atrayendo la
atención sobre algunos elementos -normalmente negativos- y produciendo una percepción selectiva 14. Los estereotipos también
pueden provocar el fracaso político de candidatos al liderazgo nacional. El gobernador George Romney, un candidato presidencial, utilizó en una ocasión la expresión «lavado de cerebro» para describir su aceptación de ciertas afirmaciones sobre la guerra del Vietnam, y desde entonces se le aplicó el estereotipo de que era fácilmente manipulable. En la carrera presidencial de 1980, el gobernador Brown de California dejó de ser un candidato importante cuando la prensa empezó a llamarle «Governor Moonbeam» (gobernador rayo de luna) por sus opiniones futuristas y su interés en la exploración espacial. Lippmann escribió: «El que se hace con los símbolos que contienen en ese momento la sensibilidad pública, controla los caminos de la política pública» (1965, 133).
Los estereotipos se ciernen, como nubes de tormenta, sobre el paisaje de la opinión pública durante un tiempo y después pueden desaparecer para siempre. El comportamiento de la gente, de los políticos, que han vivido bajo estas nubes de tormenta será ininte-
14 Los ejemplos de la vida política alemana empleados en la edición alemana fueron sustituidos en este apartado por ejemplos estadounidenses.
ligible para los que vengan después. E incluso alguien que un día se halló bajo ellas será incapaz después de describir lo sucedido, las presiones que había, y tendrá que buscar una explicación vicaria.
El libro de Walter Lippmann muestra que, mediante los estereotipos, la opinión pública penetra en todo «como el aire que nos rodea, desde las alcobas más ocultas de la casa hasta las gradas del trono», según la descripción de Ihering (1883, 180). Támbién enseña que la opinión pública puede disolverse totalmente con el paso del tiempo, algo que Lippmann podía describir para sus lectores a partir de su propia experiencia tras la Primera Guerra Mundial. Primero cuenta cómo se formaron los estereotipos positivos y negativos: «Junto al culto al héroe encontramos el exorcismo de los demonios. El mismo mecanismo que hace encarnarse a los héroes crea a los demonios. Si todo lo bueno iba a venir de Joffre, Foch, Wilson o Roosevelt, todo lo malo del Kaiser Guillermo, Lenin y Trotsky» (Lippmann 1965, 7). Pero, poco después, añade: «Recordemos... con qué rapidez desapareció, después del armisticio, el símbolo precario y en absoluto consolidado de la Entente Aliada, y cómo le siguió el derrumbamiento de la imagen simbólica que cada nación tenía de las demás: el Reino Unido, el Defensor de la Ley Pública; Francia, vigilando la Frontera de la Libertad; los Estados Unidos, el Cruzado. Y recordemos cómo se desgastó, después, la imagen simbólica que cada nación tenía de sí misma, a medida que los conflictos de clase y partidistas y la ambición personal empezaban a hurgar en los temas pospuestos. Y cómo se fueron borrando las imágenes simbólicas de los líderes, cuando uno tras otro, Wilson, Clemenceau, Lloyd George, dejaron de encarnar la esperanza humana y se convirtieron en meros negociadores y administradores de un mundo desilusionado» (Lippmann 1965, 8).
Las imágenes que tenemos en la cabeza,
un pseudomundo en cuya realidad creemos completamente
El gran avance de Lippmann sobre otros autores del siglo XX que habían escrito sobre opinión pública fue su realismo, su concepción pegada a la tierra del entendimiento y las emociones humanas. Le ayudó mucho ser periodista. Captó agudamente la diferencia entre las percepciones que obtienen las personas de primera mano y las que proceden de otras fuentes, especialmente de los medios de comunicación. Y vio cómo se oscurece esta diferencia porque la gente no es consciente de ella. Notó que la gente tiende a adoptar la experiencia indirecta tan completamente y a amoldar a ella tan plenamente sus concepciones, que sus experiencias directas e indirectas se vuelven inseparables. De ahí que la influencia de los medios de comunicación sea en gran parte inconsciente.
El mundo con el que tenemos que tratar políticamente es inalcanzable, invisible, impensable. Hay que explorarlo, referirlo e imaginarlo. El hombre no es un Dios aristotélico que contemple toda la existencia de un vistazo. Es la criatura de una evolución que sólo puede extenderse sobre la parte de la realidad necesaria para su supervivencia, y agarrar lo que en la escala total del tiempo sólo son unos pocos momentos de discernimiento y felicidad. Sin embargo, esta misma criatura ha inventado modos de ver lo que el ojo no puede ver, de oír lo que no oyen los oídos, de pesar masas inmensas e infinitesimales, de contar y separar más asuntos de los que es capaz de recordar. Aprende a ver con la mente enormes regiones del mundo que nunca ha podido ver, tocar, oler, oír o recordar. Poco a poco se construye dentro de la cabeza una imagen fidedigna del mundo que queda fuera de su alcance (Lippmann 1965, 18).
«¡Qué pequeña es la proporción de nuestras observaciones directas en comparación con las observaciones que nos transmiten los medios!», reflexiona Lippmann. Pero éste es sólo el comienzo de una cadena de circunstancias, cada una capaz, de uno u otro modo, de distorsionar la imagen del mundo que la gente tiene en la cabeza. Hacerse una imagen de la realidad es una tarea imposible, «pues el medio real es demasiado grande, demasiado complejo y demasiado fugaz como para poder conocerlo directamente. No estamos preparados para afrontar tanta sutileza, tanta variedad, tantas permutaciones y combinaciones. Y, aunque tengamos que actuar en ese medio, debemos reconstruirlo en un modelo más sencillo antes de poder afrontarlo» (Lippmann 1965, 11). Cincuenta años después, Luhmann trató este tema bajo el título «Reducción de la complejidad».
La uniformidad de las reglas de selección del periodista
¿Cómo se produce esta reconstrucción? Hay una selección rigurosa: lo que se va a referir y lo que hay que percibir se ordena en pasos sucesivos, como las represas de un río, según el símil propuesto a finales de los años cuarenta por el psicólogo social Kurt Lenin (1947), que acuñó el término gatekeeper (cancerbero, guardabarrera). Los
«cancerberos» deciden lo que se va a dejar llegar al público y lo que se va a retener. Como dice Lippmann: «Cualquier periódico que llega al lector es el resultado de toda una serie de selecciones» (1965, 223). Las circunstancias -una estricta limitación del tiempo y de la atención (59)- exigen la selección. Lippmann descubrió, a partir de los primeros estudios realizados sobre la lectura, que el lector dedica unos quince minutos diarios al periódico (37). Con su agudo olfato para el futuro de periodista barruntó el alcance de las encuestas más de una década
antes de la fundación del Instituto Gallup de los Estados Unidos (95- 97). Adelantándose a un campo de investigación de las ciencias de la comunicación muy importante durante los años cincuenta, sesenta y setenta, Lippmann explicó lo que los periodistas consideran «valores de la noticia» en su selección (220, véase también Schulz 1976): un tema claro que pueda comunicarse sin contradicciones; conflictos; superlativos; lo sorprendente; algo con lo que el lector pueda iden- tificarse por hallarse próximo física o psicológicamente; lo que afecta personalmente; lo que tiene consecuencias para el lector (Lippmann 1965, 223, 224, 230).
Como todos los periodistas aplican casi las mismas reglas de selección, crean un cierto consenso en sus informaciones, lo que supone una confirmación para el público. Así se produce, en la ter- minología de Lippmann, un pseudoentorno (16).
Lippmann no riñe al público, no increpa a los periodistas. Se limita a proporcionar pruebas evidentes del surgimiento de una pseu- dorrealidad. Arnold Gehlen (1965, 190-191) la llamó más tarde el Zwischenwelt, el «mundo intermedio».
Las personas con actitudes distintas
ven los mismos acontecimientos de manera diferente
La psicología social y la investigación de la comunicación, que comenzó a mediados de los años cuarenta, han descubierto el con- cepto de percepción selectiva (Lazarsfeld et al. 1968; Heider 1946; Festinger 1957). Las personas tratan de evitar activamente la diso- nancia cognitiva y de mantener una imagen armónica del mundo. La percepción selectiva, junto a la necesidad de reducir la complejidad cognitiva, se convierte en la segunda fuente inevitable de distorsión de la percepción de la realidad y de su comunicación.
Estoy argumentando que la pauta de los estereotipos que se hallan en el centro de nuestros códigos determina en gran parte qué conjunto de hechos vamos a ver, y bajo qué luz. Por eso, incluso con la mejor voluntad del mundo, la política informativa de un periódico tiende a apoyar su política editorial. Por eso, un capitalista ve un conjunto de hechos -literalmente los ve- y unos aspectos determinados de la naturaleza humana, y su adversario socialista ve otro conjunto y otros aspectos diferentes, y cada uno de ellos considera al otro irrazonable o perverso, cuando la diferencia real entre ellos es una diferencia de percepción. (Lippmann 1965, 82; subrayado mío)
Lippmann basa todo esto sólo en la observación de la prensa. ¡Cuánto más válidas deberían ser sus ideas en la era de la televi sión! En la actualidad, la proporción de realidad que se transmite a los individuos
a través de los medios de comunicación, en comparación con las observaciones originales, se ha multiplicado por un factor considerable (Roegele 1979, 187), y el mundo lejano y complejo, cada vez más visible y audible, fluye aún con más fuerza junto a las observaciones personales de primera mano. Captamos directamente los contenidos emocionales -lo que es bueno y lo que es malo- mediante la imagen y el sonido. Estas impresiones emocionales son duraderas. Se conservan mucho después de que los argumentos racionales se
hayan escabullido, como podemos leer en Lippmann15.
Tras las elecciones federales alemanas de 1976 se produjo un debate anacrónico sobre si la televisión puede influir en el clima de opinión previo a las elecciones. No se trataba de manipulación, ya que los periodistas sólo informaban acerca de lo que realmente veían. El consenso aparente que procede de una realidad mediática unilateral sólo puede evitarse cuando periodistas con diversas perspectivas políticas presentan al público sus puntos de vista. Digo que el debate de 1976 era anacrónico porque se podría haber desarrollado antes de la aparición del libro de Lippmann. Tuvo lugar más de cincuenta años después sólo porque Lippmann y todas las confirmaciones posteriores realizadas por la investigación de la comunicación habían sido ignoradas. «Nos limitamos a decir las cosas tal como son». Esta frase, que los periodistas siguen utilizando incluso actualmente para describir sus actividades, no debería ser admisible más de cincuenta años después del libro de Lippmann. Por eso mismo, el famoso eslogan del New York Times, «Todas las noticias que procede imprimir», debería estimarse sólo por sus asociaciones históricas. Sería una buena idea que, de cuando en cuando, como una obligación de los periodistas, se arrumbasen los hechos y opiniones publicados y se pusiera en primer plano lo que no se publica, como en esos famosos dibujos empleados en la psicología de la percepción que ilustran la relación entre la figura y el fondo. Este cambio de perspectiva debería ser posible al menos ocasionalmente, y es necesario practicarlo. Entonces los periodistas no se engañarían sobre los efectos de su profesión con los argumentos de que «lo que he escrito es realmente cierto» y «el público lo encontró interesante».
¿Qué es lo que suele quedar fuera de las informaciones de los medios? Lippmann concluye que pueden producirse consecuencias muy distintas según el aspecto de la compleja realidad que no apa- rezca en la descripción recibida por el público. Lejos de emitir un juicio moral adverso sobre esta situación, valora positivamente los
15 La corrección de esta observación ha sido confirmada por Sturn et al. (1972, 42-44).
estereotipos -un detalle olvidado inmediatamente por los que repitieron sus ideas-, ya que sólo una simplificación substancial permite a la gente repartir su atención entre muchos temas y no tener que contentarse con un horizonte muy restringido.
Lo que no se cuenta no existe
Lippmann intenta con gran perseverancia esclarecer las conse- cuencias de este proceso de selección. Lo que procede de las imáge- nes simplificadas de la realidad es la realidad tal como la experimenta realmente la gente. Las «imágenes que tenemos en la cabeza» son la realidad (1965, 3). No importa cuál sea verdaderamente la realidad, porque sólo cuentan nuestras suposiciones sobre ella. Sólo ellas determinan las expectativas, esperanzas, esfuerzos, sentimientos; sólo ellas determinan lo que hacemos. Pero estas acciones sí que son reales, tienen consecuencias reales y crean realidades nuevas. Una posibilidad es que la profecía se cumpla a sí misma, que nuestras expectativas sobre la realidad se realicen debido a nuestra acción. La segunda posibilidad es una colisión. Las acciones guiadas por suposiciones falsas producen efectos completamente inesperados, pero innegablemente reales. La realidad acaba reafirmándose; pero cuanto más tarda esto en suceder, mayor es el riesgo: al final acabamos viéndonos obligados a corregir «las imágenes que tenemos en la cabeza».
¿De qué materiales está hecho el «pseudoentorno» de Lippmann?
¿Cuáles son los ladrillos que proceden de los poderosos procesos de cristalización de la realidad? «Estereotipos», «símbolos», «imágenes»,
«ficciones», «versiones estereotipadas», «el modo corriente de pensar sobre las cosas»... Lippmann inunda al lector de palabras acuñadas para hacer inteligibles estos materiales. «Por ficciones no entiendo mentiras», escribe (1965, 10). Adopta con entusiasmo el concepto marxista de «conciencia» (16). Los periodistas sólo pueden referir lo que son capaces de percibir desde su conciencia. El lector sólo puede completar y explicar el mundo mediante una conciencia que ha sido creada en gran parte por los medios de comunicación. Algunas personas, al saber que la televisión ha influido en el clima de opinión de la campaña electoral de 1976, concluyen que los informadores televisivos les han estado mintiendo, «manipulándonos»; pero esta gente apenas ha avanzado más allá de los albores de este siglo en su comprensión sobre los efectos de los medios de comunicación. Hay que reconocer, sin embargo, que las conclusiones a las que llegó tan fácilmente Lippmann están siendo abordadas poco a poco por los actuales investigadores de la comunicación, con mucha dificultad.
«Papá, si un árbol se cae en el bosque y los medios de comunicación no están allí para contarlo, ¿se ha caído de verdad?» El padre está sentado en el sillón, el hijo le molesta con preguntas ociosas. Este chiste gráfico parece indicar que la investigación de la comunicación y el público en general van alcanzando el nivel de Walter Lippmann.
Lo que no se cuenta no existe; o, más modestamente, sus posi- bilidades de formar parte de la realidad percibida son mínimas. Un investigador alemán de la comunicación, Hans Mathias Kepplinger, empleó la realidad objetiva, que existe fuera de nuestra conciencia, y la «pseudorrealidad» percibida, imaginada, de Lippmann como conceptos complementarios en el título de su libro de 1975, Realkultur und Medienkultur (La cultura real y la cultura mediática). La cultura mediática consiste en lo que seleccionan del mundo y nos ofrecen los medios de comunicación. Como el mundo real no está a nuestro alcance, a nuestra vista, ésta suele ser nuestra única perspectiva sobre el mundo.
Los estereotipos transmiten la opinión pública
¿Por qué tituló Lippmann su libro La opinión pública? Quizá estuviera inconscientemente -desde luego sin decirlo explícitamente- convencido, como otros periodistas, de que la opinión publicada y la opinión pública son básicamente lo mismo. Al menos, sus descripciones de ambas se confunden frecuentemente. En cierto mo- mento, sin embargo, cuando el libro ya está bastante avanzado, el recuerdo del significado original de la opinión pública se abre paso y añade una segunda definición a la anticuada del primer capítulo (18):
«La teoría ortodoxa sostiene que la opinión pública es un juicio moral sobre un conjunto de hechos. La teoría que propongo afirma que, en el estado actual de la educación, una opinión pública es primariamente una versión moralizada y codificada de los hechos» (81-82). El carácter moral de la opinión pública -la aprobación y la desaprobación- ha conservado su lugar central. Pero Lippmann modifica la perspectiva tradicional a la que aplica el descubrimiento que tanto le fascina: la observación de los hechos está filtrada incluso moralmente por puntos de vista selectivos, puntos de vista guiados por estereotipos o
«códices». Se ve lo que se espera ver, y las evaluaciones morales están canalizadas por los estereotipos, ficciones y símbolos cargados de emoción. El panorama limitado con el que viven todas las personas constituye el tema de Lippmann. Para nosotros, sin embargo, su mayor logro consistió en mostrar cómo se transmite y cómo se impone la opinión pública. El estereotipo, sea negativo o positivo, es tan conciso y tan poco ambiguo que permite a todos saber cuándo hablar
y cuándo quedarse callado. Los estereotipos son indispensables para poner en marcha los procesos de conformidad.
19. La opinión pública selecciona los temas: Niklas Luhmann
Parece casi increíble que las perspectivas iluminadas por Luhmann pasaran desapercibidas a Lippmann, ya que ambos trabajaron aproximadamente sobre los mismos temas. Ambos describen cómo se realiza el consenso social, la reducción de complejidad que hace posible la acción y la comunicación. Los contenidos de ambos son muy parecidos, a menudo sólo se diferencian en el vocabulario empleado: en lugar de «estereotipos», Luhmann habla de la necesidad de encontrar «fórmulas verbales» para que comiencen los procesos de opinión pública (1971, 9). Afirma que la atención es efímera (15), y que las personas y los temas tienen que consolidarse en la conciencia pública en una fuerte competencia. Los medios de comunicación crean «pseudocrisis» y «pseudonovedades» (25) para expulsar los temas competidores del campo de batalla. Estos estímulos tienen que ser oportunos, tienen que estar intensamente referidos al momento. La proximidad a la moda se muestra de muchos modos (18): un tema se crea como se crea el último estilo en mangas y, después, cuando se ha dicho todo sobre él, pasa de moda. El tema está obsoleto (24), igual que se vuelven obsoletos los estilos de manga. Los que siguen usándolos demuestran no estar «in». El vocabulario de la moda disimula engañosamente la relevancia de lo que realmente sucede.
Hacer los temas dignos de discusión
Luhmann se mantiene apartado de los predecesores que escribieron sobre opinión pública: Maquiavelo, Montaigne, Locke, Hume, Rousseau e incluso Lippmann. Su tema no es la moralidad basada en la aprobación y la desaprobación. Las «fórmulas» no se utilizan para etiquetar claramente lo que es bueno y lo que es malo. Son necesarias, por el contrario, para hacer que un tema merezca ser discutido o negociado (Luhmann 1971, 9). Para Luhmann, la opinión pública ha cumplido su función cuando ha llevado un tema a la mesa de negociación. El sistema social no puede afrontar muchos temas a la vez, pero, al mismo tiempo, para él puede ser cuestión de vida o muerte tratar los que se hayan vuelto urgentes. Los procesos de opinión pública, pues, deben regular el foco de la atención pública. La atención general se orienta durante un breve período hacia un tema apremiante, y en ese breve espacio de tiempo hay que encontrar una solución, ya que en el campo de la comunicación de masas hay que contar con rápidos cambios de interés (12).
Para Luhmann, el logro de la opinión pública consiste en la selección de los temas, que se desarrolla de acuerdo con «reglas de atención» susceptibles de análisis. En primer lugar, se plantea el tema, y se encuentran fórmulas que lo hagan adecuado para la discusión. Sólo entonces se adoptan posiciones a favor o en contra de las diversas
«opciones» -empleando ese término tan utilizado por los planificadores modernos- y, si el proceso avanza sin tropiezos, se le acabará considerando maduro para tomar una decisión sobre él (12). Luhmann supone «que el sistema político, en la medida en que se apoya en la opinión pública, no queda integrado por las reglas que rigen las decisiones, sino por las reglas que dirigen la atención» (16); es decir, las reglas que deciden qué llega a la mesa y qué no.
Esta versión de la opinión pública sólo se aplica a acontecimientos breves, a situaciones fluidas de agregación, como las llamó Tönnies. Los procesos históricos prolongados, que se desarrollan durante décadas, o, si creemos a Tocqueville, durante siglos -como, por ejemplo, la lucha por la igualdad, o las actitudes ante la pena capital- apenas resultan afectados, y las «condiciones meteorológicas generales» no se tienen en cuenta en absoluto. Luhmann escribe:
«Cuando todo se ha dicho sobre él, el tema está obsoleto» (24). Los periodistas dirían que ha muerto. La frase «cuando todo se ha dicho» expresa un punto de vista muy periodístico, pero apenas apropiado a la falta de participación de una población saturada en el proceso de opinión pública.
Luhmann prevé un orden regular de acontecimientos: en primer lugar se presenta a la atención general un tema acuciante; después se plantean las posiciones a favor y en contra. Las encuestas de opinión pública muestran que este orden raramente se da. Lo que suele suceder es que uno de los bandos arroja el tema al campo del juego social, un proceso que Luhmann denomina reprobatoriamente
«manipulación», y lo considera resultado de una comunicación uni- lateral, en especial la comunicación unilateral técnicamente deter- minada de los medios de masas (13-14). Cuando sólo se presenta una opinión sobre un tema particular, cuando el tema y la opinión parcial se funden, por así decirlo, tenemos lo que Luhmann llama «moralidad pública» (14). La «moralidad pública» comprende las opiniones que hay que defender públicamente para no aislarse. Luhmann, desde la teoría de los sistemas, ha dado un contenido nuevo y diferente al término «opinión pública».
Los medios de comunicación establecen el orden del día
Igual que no tuvimos dificultad para reconocer la importancia de los estereotipos de Walter Lippmann como vehículos de la opinión pública
en el sentido que le atribuimos aquí, también podemos estimar la aportación de Luhmann a la comprensión de la opinión pública sin aceptar su concepción de las funciones de ésta en el sistema social. Este autor subraya la importancia de la estructuración de la atención, de la selección de temas, como una fase del proceso de opinión pública, y no deja dudas sobre la relevancia de los medios de comunicación, que asumen la tarea de seleccionar estos temas más que cualquier tribunal.
Los investigadores estadounidenses de la comunicación han llegado a resultados similares a los de Luhmann independientemente
de él y por un camino completamente distinto16. Su objetivo consistía
en investigar los efectos de los medios de comunicación. Comparando durante un período de tiempo los temas subrayados por los medios de comunicación con los procesos sociales reflejados en las estadísticas y con las opiniones de la población sobre las tareas políticas más acuciantes, descubrieron que los medios de comunicación solían ir por delante de los otros dos fenómenos. Parece, pues, que ellos son los que suscitan los temas y los ponen sobre la mesa. Los investigadores estadounidenses inventaron, para describir este proceso, la expresión agenda-setting function (función de establecimiento del orden del día).
16 McCombs y Shaw 1972; Funkhouser 1973; McLeod y otros 1974; Beniger 1978; Kepplinger y Roth 1979; Kepplinger y Hachenberg 1979; Kepplinger 1980b.
20. Conceder atención pública, privilegio del periodista
«He experimentado la espiral del silencio en mi club.» «La he visto funcionar en mi equipo de voleibol.» «Así son exactamente las cosas en mi empresa.» La gente confirma a menudo de esta manera el concepto de la espiral del silencio. Y es lo que cabía esperar, porque hay múltiples ocasiones para observar este comportamiento tan humano de conformidad. Las experiencias como las que todos tenemos en los grupos pequeños forman parte del proceso. Cuando se está formando la opinión pública, la comprobación por parte de los individuos observadores de idénticas o similares experiencias en los distintos grupos lleva a suponer que «todo el mundo» va a pensar igual. Sin embargo, cuando la espiral del silencio empieza a desarrollarse en público sucede algo único. Lo que da una fuerza irresistible al proceso es su carácter público. El elemento de la atención pública se introduce en el proceso con máxima eficacia a través de los medios de comunicación de masas. De hecho, los medios de comunicación encarnan la exposición pública, una
«publicidad» informe, anónima, inalcanzable e inflexible.
La sensación de impotencia ante los medios de comunicación
La comunicación puede dividirse en unilateral y bilateral (una conversación, por ejemplo, es bilateral), directa e indirecta (una con- versación es directa), pública y privada (una conversación suele ser privada). Los medios de comunicación de masas son formas de co- municación unilaterales, indirectas y públicas. Contrastan, pues, de manera triple con la forma de comunicación humana más natural, la conversación. Por eso los individuos se sienten tan desvalidos ante los medios de comunicación. En todas las encuestas en que se pregunta a la gente quién tiene demasiado poder en la sociedad actual, los medios de comunicación aparecen en los primeros lugares 17. Esta impotencia se expresa de dos formas. La primera sucede cuando una persona intenta conseguir la atención pública (en el sentido de Luhmann), y los medios, en sus procesos de selección, deciden no
17 Archivos de Allensbach, encuestas 2173 (enero de 1976) y 2196 (febrero de 1977): «Por favor, mire esta lista. ¿Cuáles de los puntos mencionados cree que ejercen una influencia excesiva en la vida política de la República Federal?». «La televisión» quedó en tercer lugar en ambas encuestas, mencionada por el 31 y el 29 por ciento respectivamente. «Los periódicos» se situaron en el noveno y el décimo pues to con un 21 y 22 por ciento respectivamente. En la lista había dieciocho respuestas posibles.
prestarle atención. Lo mismo sucede cuando se realizan esfuerzos infructuosos para que la atención pública se fije en una idea, una información o un punto de vista. Esto puede desembocar en un estallido desesperado en presencia de los guardianes que han denegado el acceso a la atención pública: uno tira un bote de tinta a un Rubens en el museo de arte de Munich; otro arroja una botella de ácido contra un Rembrandt en un museo de Amsterdam; otro secuestra un avión para que la atención pública se fije en un mensaje o en una causa.
El segundo aspecto de la impotencia entra en juego cuando se usan los medios como una picota; cuando orientan la atención pública anónima hacia un individuo entregado a ellos como un chivo expiatorio para ser «exhibido». No puede defenderse. No puede desviar las piedras y las flechas. Las formas de réplica son grotescas por su debilidad, por su torpeza en comparación con la tersa objetividad de los medios. Los que aceptan voluntariamente aparecer en un debate o una entrevista televisiva sin pertenecer al círculo interior de los
«cancerberos» de los medios están metiendo la cabeza en la boca del tigre.
Un nuevo punto de partida para la investigación sobre los efectos de los medios
La atención pública puede experimentarse desde dos puntos de vista
diferentes: el del individuo expuesto a ella o ignorado por ella -que acabamos de describir-, y desde la perspectiva del acontecimiento colectivo, cuando cientos de miles o millones de personas observan su medio y hablan o se quedan callados, creando así opinión pública. La observación del entorno tiene dos fuentes, dos manantiales que nutren la opinión pública: por una parte el individuo observa directamente su medio; por otra, recibe información sobre el entorno a través de los medios de comunicación. En la actualidad la televisión crea, con el color y el sonido, una gran confusión entre la propia observación y la observación mediada. «Buenas tardes», dijo el hombre del tiempo al comenzar la información meteorológica. «Buenas tardes», respondieron los clientes de un hotel en el que yo estaba pasando las vacaciones.
La gente lleva mucho tiempo cuestionando los efectos de los medios de comunicación, creyendo que hay una relación muy simple y directa entre la causa y el efecto. Han supuesto que las afirmaciones que se transmiten por cualquier medio producen cambios de opinión o -lo que también sería un efecto- refuerzan la opinión de la audiencia. La relación entre los medios de comunicación y la audiencia tiende a compararse con una conversación privada entre dos personas, una de
las cuales dice algo y la otra queda reforzada o convertida. La influencia real de los medios es mucho más compleja, y muy diferente del modelo de la conversación individual. Walter Lippmann nos lo enseñó mostrando que los medios graban los estereotipos mediante innumerables repeticiones, y que éstos sirven de ladrillos del «mundo intermedio», de la pseudorrealidad que surge entre la gente y el mundo objetivo exterior. Ésta es la consecuencia de la «función del agenda-setting de Luhmann», la selección de lo que debe ser atendido por el público, de lo que debe considerarse urgente, de los asuntos que deben importar a todos. Todo esto lo deciden los medios.
Además, los medios influyen en la percepción individual de lo que puede decirse o hacerse sin peligro de aislamiento. Y, por último, encontramos algo que podría llamarse la función de articulación de los medios de comunicación. Esto nos devuelve al punto de partida de nuestro análisis de la espiral del silencio, el test del tren como situación paradigmática de un pequeño grupo en el que se crea opinión pública mediante el habla y la resistencia a hablar.
Pero por ahora vamos a seguir con el tema de cómo experimentan las personas el clima de opinión a través de los medios de comunicación.
El conocimiento público legitima
Todos los que leyeron reimpresiones del «memorial» que hizo público un grupo de estudiantes con ocasión de la muerte de Buback, un fiscal federal asesinado por terroristas en 1977, sabían que la reimpresión no pretendía sólo documentar. El texto, firmado por el seudónimo
«Mescaleros», volvió a ser publicado, evidentemente, para que el máximo número de personas pudiera leerlo y formarse una opinión sobre él. La publicidad activa que acompañó a su reimpresión incrementó el impacto del texto. A pesar de comentarios editoriales tibiamente condenatorios, que apenas ocultaban una aprobación subyacente, la publicidad produjo la impresión de que se podía estar secretamente satisfecho por saber que un fiscal federal hubiera sido asesinado, y que esto podía expresarse públicamente sin correr riesgo de aislamiento. Algo semejante sucede siempre que una conducta tabú se conoce públicamente -por el motivo que sea- sin que la califiquen de mala, de algo a evitar o a empicotar. Es muy fácil saber si nos encontramos con una notoriedad que estigmatiza o con una que perdona un comportamiento. Dar a conocer una conducta que viola normas sin censurarla enérgicamente la hace más adecuada socialmente, más aceptable. To dos pueden ver que esa conducta ya no aísla. Los que rompen normas sociales anhelan con frecuencia recibir las mínimas muestras de simpatía pública. Y su avidez está justificada, porque de ese modo la regla, la norma, queda debilitada.
21. La opinión pública tiene dos fuentes: una de ellas, los medios de comunicación
A principios de 1976, medio año antes de las elecciones federales de Alemania, se montó por primera vez todo el instrumental de investigación demoscópica disponible para seguir el desarrollo del clima de opinión y la consiguiente configuración de las intenciones de voto a partir de la teoría de la espiral del silencio. El principal método empleado fue la entrevista repetida de una muestra representativa de votantes, lo que se llama técnicamente un estudio panel. Se emplearon, además, encuestas representativas normales para no perder de vista lo que iba sucediendo. Se realizaron dos encuestas a periodistas, y se grabaron en vídeo los programas políticos de los dos
canales nacionales de televisión18. Sólo expondremos aquí una
pequeña parte del esfuerzo total realizado, para mostrar cómo la teoría de la espiral del silencio orientó la investigación empírica (Noelle-Neumann 1977b; 1978; Kepplinger 1979; 1980a).
Habíamos diseñado preguntas pertinentes desde las elecciones federales de 1965. Se referían a las intenciones de voto de los entre- vistados, sus creencias sobre el posible ganador, su disposición a demostrar públicamente sus preferencias políticas, su interés por la política en general y su grado de utilización de los medios de co- municación (periódicos y revistas leídos -y televisión vista-), con una atención especial a los programas políticos de televisión.
Cambio súbito del clima de opinión antes de las elecciones de 1976
En julio, en plena temporada de vacaciones, llegó al Instituto Allensbach una remesa de cuestionarios contestados. Constituían la segunda ola de un panel de aproximadamente 1.000 votantes re- presentativos de toda la población de Alemania Occidental. En aquella época yo me encontraba en Tessin (Suiza), disfrutando de los soleados días de verano, y recuerdo vivamente el contraste entre las grandes hojas verdes de los viñedos y la mesa de granito sobre la que descansaban los resultados de las encuestas. Faltaban pocos meses para las elecciones y no era el momento de olvidarse completamente del trabajo. De los impresos se desprendía algo con claridad: la medición más importante, la pregunta sobre la percepción que la gente tenía del clima de opinión, mostraba un dramático descenso de
18 Pudo llevarse a cabo el proyecto de investigación por la estrecha cooperación entre el Instituto de Demoscopia Allensbach y el Instituto de Publicística de la Universidad de Maguncia.
los cristianodemócratas. La pregunta era ésta: «Por supuesto nadie puede estar seguro pero, ¿quién cree usted que va a ganar las próximas elecciones federales? ¿Quién va a recibir más votos, la Unión Cristianodemócrata o el Partido Socialdemócrata-Partido Demócrata Libre?». En marzo de 1976, los entrevistados del panel habían dado una ventaja del 20 por ciento a la Unión Cristianodemócrata, esperando que triunfase en las elecciones; pero ahora la sensación había cambiado y sólo una diferencia del 7 por ciento separaba las estimaciones de la Unión Cristianodemócrata y del Partido Socialdemócrata-Partido Demócrata Libre. Poco después el Partido Socialdemócrata-Partido Demócrata Libre alcanzaba a la Unión Cristianodemócrata (tabla 21).
Mi primera suposición fue que los que apoyaban a los cristia- nodemócratas se habían comportado aproximadamente igual que en las elecciones de 1972, permaneciendo públicamente en silencio y no demostrando, incluso una vez empezada la campaña electoral, cuáles eran sus convicciones. Yo sabía que la jefatura de campaña de todos los partidos, incluida la Unión Cristianodemócrata, había intentado hacer ver a sus votantes lo importante que era proclamar su posición públicamente; pero, como sabemos, la gente es precavida y miedosa. Telefoneé a Allensbach y pregunté por los resultados de las preguntas sobre la disposición a apoyar públicamente a un partido. El resultado fue sorprendente: no cuadraba con la teoría. En comparación con los resultados de marzo, los seguidores del Partido Socialdemócrata tendían a mostrarse más remisos que los de la Unión Cristianodemócrata. En respuesta a la pregunta de qué estaban dispuestos a hacer por su partido, y dada una lista de actividades posibles incluida la respuesta «nada de todo esto», el número de votantes del Partido Socialdemócrata que dijeron que no harían nada aumentó entre marzo y julio del 34 al 43 por ciento, mientras que los de la Unión Cristianodemócrata permanecían casi constantes (el 38 por ciento dijo que no haría nada en marzo, y el 39 por ciento en julio). Una disposición decreciente de los partidarios cristianodemócratas a apoyar públicamente a su partido no podía explicar el cambio en el clima de opinión (tabla 22).
Con el ojo de la televisión
Después pensé en las dos fuentes de que disponemos para obtener información sobre la distribución de las opiniones en nuestro medio: la observación de primera mano de la realidad y la observación de la realidad a través de los ojos de los medios. De modo que pedí que en Allensbach se tabulasen los datos de acuerdo con la cantidad de prensa leída o de televisión vista por los encuestados. Cuando tuve
los resultados desplegados sobre la mesa, eran tan sencillos como una cartilla escolar. Sólo los que habían observado el entorno con mayor frecuencia a través de los ojos de la televisión habían percibido un cambio en el clima; los que habían observado el entorno sin los ojos de la televisión no habían notado ningún cambio en el clima (tabla 23).
Las diversas comprobaciones que realizamos para ver si el filtro de la realidad por la televisión cambió el clima de opinión en el año electoral de 1976 se describen detalladamente en otro lugar (Noelle-Neumann 1977b; 1978). De todas formas, no podemos evi tar sentir curiosidad por el modo en que se produjo esta impresión de un cambio de clima de opinión. De nuevo entramos en territorios escasamente explorados por la investigación.
Los periodistas no manipularon. Refirieron lo que vieron
Para acercarnos al menos a la solución de este enigma, analizamos las encuestas realizadas a periodistas y los vídeos de programas políticos de televisión de ese año electoral. Según las tesis de Walter Lippmann, no es en absoluto sorprendente que los televi dentes vieran esfumarse las posibilidades de la Unión Cristianodemócrata. Los propios periodistas no creían que los cristianodemócratas pudieran ganar las elecciones federales de 1976. En realidad, los dos bandos políticos tenían prácticamente la misma fuerza, y la Unión Cristianodemócrata habría vencido el día de las elecciones, el 3 de octubre de 1976, si 350.000 de los aproximadamente 38 millones de votantes (un 0,9 por ciento) hubieran cambiado su voto del Partido Socialdemócrata o el Partido Demócrata Libre a la Unión Cristianodemócrata. Una estimación objetiva de la situación anterior a las elecciones hubiera conducido a los periodistas a responder a la pregunta «¿Quién cree que va a ganar las elecciones?» con un «Está completamente en el aire». Por el contrario, más del 70 por ciento respondió que creía que iba a vencer la coalición socialdemócrata- liberal, mientras que sólo un 10 por ciento esperaba una victoria cristianodemócrata. Los periodistas veían el mundo de un modo muy distinto al electorado y, si Lippmann tiene razón, sólo podían mostrar el mundo tal como lo veían ellos. En otras palabras, la audiencia tenía dos visiones de la realidad, dos impresiones distintas sobre el clima de opinión: la impresión propia, basada en observaciones de primera mano, y la impresión basada en el ojo de la televisión. Se produjo un fenómeno fascinante: un «clima doble de opinión» (tabla 24).
¿Por qué veían de manera tan diferente la situación política la población y los periodistas? El electorado, al fin y al cabo, todavía creía (en el verano de 1976) que una victoria de los cristianodemó-
cratas era un poco más probable que una victoria de los socialde- mócratas y liberales.
Una razón era que la población y los periodistas diferían consi- derablemente en sus convicciones políticas y sus preferencias por unos u otros partidos. Y, por supuesto, como deja claro Lippmann, las convicciones guiaron sus puntos de vista. Los partidarios del Partido Socialdemócrata y del Partido Demócrata Liberal (los Liberales) veían más indicios de victoria para sus partidos, mientras que los partidarios de la Unión Cristianodemócrata consideraban más probable la victoria de su propio partido. Esto es así en general, y así fue en el caso de la población y de los periodistas en 1976. Como la población en general estaba dividida a partes casi iguales entre el Partido Socialdemócrata- Partido Demócrata Libre, por una parte, y la Unión Cristianodemócrata por la otra, mientras que los periodistas se decantaban en una proporción de tres a uno a favor del Partido Socialdemócrata y el Partido Demócrata Libre, era natural que percibieran la realidad de manera distinta.
La descodificación del lenguaje de las señales visuales
Así comenzó la expedición por el territorio virgen para la investigación del modo en que los periodistas de televisión transmiten sus percepciones a los televidentes mediante las imágenes y el sonido. Primero dirigimos nuestra mirada hacia los Estados Unidos, Gran Bretaña, Suecia y Francia en la esperanza de que los investigadores de la comunicación de esos países ya hubieran resuelto el problema. Pero no-encontramos nada. Después organizamos un seminario -de estudiantes, ayudantes y profesores- y nos examinamos a nosotros mismos. Contemplamos, sin discusión previa, grabaciones en vídeo de congresos políticos o de entrevistas con políticos, e inmediatamente después respondimos cuestionarios sobre el modo en que nos habían influido las personas que habíamos visto. Donde coincidíamos en nuestra descodificación del mensaje vi sual, intentábamos indagar las claves que habíamos empleado para obtener esa impresión particular. Por último, invitamos a conocidos investigadores de la comunicación -como Percy Tannenbaum, de la Universidad de California (Berkeley), y Kurt y Gladys Engel Lang, de la Universidad Stony Brook de Nueva York- al Instituto de Publicística de Maguncia. Les mostramos los vídeos de los programas políticos y les pedimos consejo. Percy Tannenbaum sugirió que hiciéramos una encuesta a los cámaras preguntándoles qué técnicas visuales empleaban cuando querían lograr un efecto determinado. O podíamos preguntarlo al revés: cómo evaluaban el efecto de los distintos planos y las distintas técnicas sobre los televidentes. Llevamos a la práctica
esta sugerencia en 1979 (Kepplinger 1983; Kepplinger y Donsbach 1982). La mayoría de los cámaras, el 51 por ciento, respondió a nuestras preguntas escritas, y recibimos 151 cuestionarios. El 78 por ciento de los cámaras creía «muy probable» y el 22 por ciento
«bastante posible» que «un cámara pudiera conseguir, por métodos puramente ópticos, que se viera a las personas más positiva o más negativamente». ¿Qué técnicas pueden producir estos efectos?
Los cámaras encuestados estaban mayoritariamente de acuerdo en un punto. Dos tercios de los cámaras harían un plano frontal a la altura de los ojos a los políticos que les gustasen, ya que, en su opinión, esto tendería a despertar simpatía y a causar una impresión de calma y de espontaneidad. Ninguno de ellos los enfocaría desde arriba (plano picado) o desde abajo (plano contrapicado), ya que estas posiciones tenderían a provocar antipatía y a producir una impresión de debilidad o de vacuidad.
El profesor Hans Mathias Kepplinger y un grupo de trabajo estudiaron después las grabaciones en vídeo de la campaña electoral tal como la habían cubierto las dos cadenas de televisión alemanas, la ARD y la ZDF, entre el 1 de abril y las elecciones del 3 de octubre de 1976. Entre otras muchas cosas descubrieron que Helmut Schmidt apareció sólo 31 veces en planos picados o contrapicados, mientras que Kohl apareció así 55 veces. Pero hubo que interrumpir la investigación por las protestas de los periodistas y los cámaras, que se oponían a que se analizasen los efectos de los ángulos de las cámaras.
Actualmente, más de una década después, seguimos investigando cómo transmiten los periodistas de televisión sus percepciones a los televidentes mediante las imágenes y el sonido. Pero en este tiempo ha remitido la indignación causada por el estudio científico de los cámaras y de los montadores. Estudios experimentales publicados posteriormente han confirmado definitivamente la influencia ejercida por las técnicas de filmación y montaje sobre las concepciones de la realidad de los televidentes. Estos estudios, sin embargo, se han escrito tan desapasionadamente, que probablemente no vayan a servir de estímulo para ulteriores investigaciones (Kepplinger 1987, 1989b).
Además, no ha habido elecciones federales en Alemania con unos resultados tan igualados como los de las elecciones de 1976. No habrá, por supuesto, acusaciones virulentas sobre la influencia de los medios en el clima de opinión, si esa influencia no puede ser decisiva, por depender el resultado de unos pocos centenares de miles de votos. Esta ausencia de interés público ha sido en realidad favorable para la investigación de la comunicación que aspira a determinar la influencia de las imágenes de la televisión sobre los televidentes.
Michael Ostertag dedicó su tesis (1992), elaborada en el Instituto de Publicística de Maguncia al tema de cómo afectan las preferencias políticas de los periodistas a los políticos entrevistados en la televisión, y cómo este efecto, a su vez, configura las impresiones que los políticos causan en el público. Analizando 40 entrevistas televisadas con los principales candidatos -Schmidt, Kohl, Strauss y Genscher- realizadas durante la campaña de las elecciones federales de 1980, Ostertag y sus colaboradores trabajaron con el sonido apagado. Querían evitar ser influidos por los argumentos esgrimidos y el lenguaje utilizado, así como por los elementos relacionados con el habla, tales como el timbre de voz, la entonación y las pausas deliberadas; en otras palabras, por los considerados «modos de expresión paraverbales» o «paralingüísticos». Su único interés residía en los contenidos visuales.
La investigación de Ostertag incluía una comparación de las ex- presiones faciales y los gestos de los cuatro políticos alemanes prin- cipales según fuesen entrevistados por un periodista con opiniones políticas similares o por uno que se inclinara hacia el otro bando. El resultado fue que las expresiones faciales y los gestos típicos de los cuatro políticos eran esencialmente los mismos en todas las en- trevistas. Había, sin embargo, un cambio de grado. Cuando hablaban con un periodista de otra tendencia política, el asentimiento rítmico con la cabeza de los políticos se volvía más intenso al hablar; y el proceso de apartar la mirada o mirar fijamente a la otra persona se prolongaba. Esta intensidad parecía producir un efecto desfavorable en el televidente. Entrevistados por periodistas con los que parecían estar de acuerdo, los cuatro políticos recibieron una mayoritaria valoración positiva de los televidentes, mientras que los políticos que discutían con el entrevistador obtenían una valoración negativa (Ostertag 1992, 191 y sigs.).
Sin embargo, aunque ahora podemos identificar algunas de las señales visuales que influyen en la opinión sobre los políticos que aparecen en la televisión, la investigación aún tiene que avanzar mu- cho antes de poder determinar realmente cómo transmite la televisión el clima de opinión.
22. El clima doble de opinión
En Germany at the Polls the Bundestag Election of 1976 (Alemania en elecciones. Las elecciones al Bundestag de 1976), el politólogo estadounidense David P. Conradt informó a sus compatriotas interesados por la política que
Los estrategas de la Unión... intentaron hacer funcionar la espiral del silencio a favor de la Unión en 1976. En la convención del partido en Hamburgo de diciembre de 1973 se mostraron [los] des cubrimientos a los líderes del partido. En 1974 se repartieron entre los activistas resúmenes simplificados del concepto de la espiral del silencio... Por último, la decisión de comenzar la campaña de anuncios y carteles de la Unión por todo el país antes de que lo hiciera el Partido Socialdemócrata fue también resultado de la tesis [de la espiral del silencio], que, en términos operativos, significaba que el partido tenía que hacerse visible antes de que la campaña socialde mócrata estuviera en pleno funcionamiento (Conradt 1978, 41).
La lucha contra la espiral del silencio
De hecho, en 1976 las bases no actuaron igual que en 1972. No hubo espiral del silencio. Los partidarios de los cristianodemócratas demostraron en público sus convicciones, llevaron pins y pusieron pegatinas en sus coches tanto como los partidarios de los so- cialdemócratas. Discutían donde se les pudiera oír y recorrían los distritos buscando votos en favor de su causa. Cinco o seis semanas después de las elecciones, cuando se preguntó a la gente por los seguidores del partido que se habían mostrado más activos en la campaña, el 30 por ciento mencionó a los cristianodemócratas y sólo el 18 por ciento a los socialdemócratas.
El «clima doble de opinión» -es decir, la diferencia entre el clima percibido por la población y el clima representado por los medios- fue suficientemente fuerte en 1976 como para impedir un «efecto de carro ganador» en la dirección del vencedor previsto. Ésta fue probablemente la primera vez que un grupo ha luchado cons- cientemente contra el «efecto de carro ganador» en una campaña electoral moderna. Los dos bandos políticos llevaban meses compi- tiendo con fuerzas prácticamente idénticas (figura 22). Y siguieron empatados durante el escrutinio electoral la noche del 3 de octubre de 1976, hasta que el Partido Socialdemócrata-Partido Demócrata Libre consiguió al final una minúscula ventaja. Todavía no tenemos suficiente experiencia como para poder decir si la Unión Cris- tianodemócrata hubiera podido ganar, si el clima de los medios de comunicación no hubiera estado en contra de ella. El clima doble de
opinión es un fenómeno fascinante. Es tan interesante como una situación meteorológica infrecuente o un amplio panorama como el que el viento cálido de primavera sólo deja aparecer quizá una vez al año, como un arco iris doble o una aurora boreal, ya que sólo se da en circunstancias muy especiales. Sólo se produce cuando el clima de opinión entre la gente y el predominante entre los periodistas de los medios son diferentes. Este fenómeno, sin embargo, permite elaborar un útil instrumento. Siempre que aparezca una discrepancia entre las opiniones o las intenciones tal como las expresan realmente los individuos y la estimación de qué debe pensar la mayoría o -lo que viene a ser lo mismo- quién va a vencer, merece la pena comprobar la hipótesis de que el error de juicio haya podido ser provocado por los medios de comunicación.
La ignorancia pluralista:
la gente se engaña sobre la gente
Cuanto más se estudia la cuestión, más difícil parece evaluar los efectos de los medios de comunicación. Estos efectos no proceden de un único estímulo. Suelen ser acumulativos, según el principio de que
«muchas gotas de agua desgastan la piedra». Las conversaciones continuas entre la gente extienden los mensajes de los medios, y no mucho después ya no se percibe diferencia alguna entre el lugar de recepción de los medios y los lugares muy alejados de él. La influencia de los medios es predominantemente inconsciente. La gente no puede informar sobre lo que ha sucedido. Más bien, mezcla sus propias percepciones directas y las percepciones filtradas por los ojos de los medios de comunicación en un todo indivisible que parece proceder de sus propios pensamientos y experiencias, como predijo Walter Lippmann. La mayor parte de estos efectos de los medios suceden indirectamente, como de rebote, en la medida en que el individuo adopta los ojos de los medios y actúa en consecuencia. Todas estas circunstancias hacen que parezca particularmente necesario hallar procedimientos sistemáticos para investigar los efectos de los medios de comunicación. Lo que los sociólogos estadounidenses han llamado
«ignorancia pluralista»19, una situación en la que la gente tiene una
idea equivocada de lo que piensa la mayoría de las personas, servirá de guía para rastrear la influencia de los medios.
Recordemos una observación expuesta en el capítulo 3 de este libro.
Se refería a un test que fracasó, el de un dibujo de varias personas sentadas juntas amistosamente y una sentada aparte, separada,
19 Merton 1968; Fields y Schumann 1976; O'Gorman y Garry 1976; Taylor 1982; Katz 1981.
aislada. Intentábamos descubrir si los encuestados eran conscientes de la relación existente entre la opinión minoritaria y el aislamiento, de modo que atribuyeran, sin dudarlo, una opinión claramente minoritaria a la persona que aparecía aislada.
La opinión minoritaria que utilizamos en este test se refería a la posibilidad de nombrar jueces a miembros del Partido Comunista Alemán. Cuando se realizó el test, en abril de 1976, sólo el 18 por ciento de la población estaba de acuerdo con esa idea, mientras que el 60 por ciento se oponía a ella. Sólo el 2 por ciento imaginaba que la mayoría de la población estaba a favor de la medida, mientras que el 80 por ciento suponía que la mayoría estaba en contra. Como dijimos, el test no funcionó. Casi la misma proporción de encuestados vio a la persona aislada tanto favorable como contraria al nombramiento de jueces del Partido Comunista. ¿Indica esto la presencia de un clima doble de opinión? ¿Atribuyeron algunos encuestados la opinión minoritaria al solitario mientras que otros, que veían por los ojos de los medios, atribuían a esta figura aislada la opinión mayoritaria, que los medios de comunicación solían desdeñar como extremadamente conservadora e incorregiblemente antiliberal?
23. La función de articulación: aquellos cuyo punto de vista
no está representado en los medios
de comunicación están realmente mudos
Los científicos tienden a ser personas muy vulnerables. Cuando vi por primera vez los resultados del test del tren con la pregunta de si habría que permitir el nombramiento de jueces del Partido Comunista, tuve que frotarme los ojos. Parecía una clara refutación de la espiral del silencio. Los que apoyaban la opinión mayoritaria, plenamente conscientes de ser la mayoría, querían permanecer en silencio. Más del 50 por ciento de los partidarios de la opinión minoritaria estaban dispuestos a participar en conversaciones (tabla 25).
El núcleo duro
Las primeras comprobaciones de la espiral del silencio, realizadas en 1972, ya demostraron que la regla tenía excepciones. Un aspecto importante del examen empírico de las teorías consiste en determinar sus límites, en encontrar las condiciones en las que una teoría no se confirma y debe, por ello, modificarse. Desde los primeros test habíamos descubierto que la minoría que seguía a Franz Josef Strauss a principios de los años setenta estaba mucho más dispuesta a entrar en conversación en el test del tren que la abrumadora mayoría de los oponentes de Strauss (tabla 26) (NoelleNeumann 1974-1979, 189-190).
En ese momento dimos por primera vez con el núcleo duro, la minoría que queda al final de un proceso de espiral del silencio desafiando la amenaza de aislamiento. El núcleo duro está, en un cierto sentido, relacionado con la vanguardia, ya que considera el aislamiento como un precio que debe pagar. A diferencia de los miembros de la vanguardia, un núcleo duro puede dar la espalda al público, puede encerrarse completamente cuando se encuentra en público con desconocidos, se puede encapsular como una secta y orientarse hacia el pasado o hacia el futuro más lejano. La otra posibilidad es que el núcleo duro crea ser simultáneamente una vanguardia. Esto lo demuestran en su disposición a expresarse, una disposición tan intensa al menos como la de la vanguardia. Los núcleos duros que confían en el futuro se envalentonan debido a un proceso demostrado empíricamente por el psicólogo social estadounidense Gary I. Schulman (1968): los partidarios de una opinión mayoritaria que alcanza una extensión suficiente llegarán, con el tiempo, a ser incapaces de argumentar adecuadamente a su favor, ya que nunca
encuentran a nadie que tenga una opinión diferente. Schulman halló personas que opinaban que había que lavarse los dientes una vez al día y que perdían toda su seguridad cuando se les confrontaba de repente con alguien que no compartía su opinión.
En cualquier caso, los seguidores de Strauss no tendían en absoluto a dar la espalda al público. No se escondían en un agujero ni se convertían en una secta. No excluían ciertamente la posibilidad de recuperar terreno en un futuro próximo. Eran un núcleo duro que se veía a sí mismo como una vanguardia y, por esta razón, a pesar de representar una opinión minoritaria, estaban dispuestos a participar en una conversación directa.
No hay palabras si los medios
de comunicación no las suministran
Pero algo más sucedía en la cuestión de si habría que permitir que se nombraran jueces del Partido Comunista. Los que estaban a favor de esos nombramientos no constituían un núcleo duro, y la gran mayoría de los que estaban en contra no habían dejado de oponerse activamente. De hecho, el temor a que el comunismo ganara terreno era tan grande como siempre. El sorprendente número de los que se quedaban callados en el test del tren tanto con los que compartían su opinión como con los que sostenían la opinión contraria tenía que deberse a alguna razón desconocida. ¿Podía ser que no tuvieran palabras porque la oposición a los jueces comunistas se hubiera articulado pocas veces en los medios de comunicación, especialmente en la televisión?
Si aceptamos esta hipótesis, tendremos que añadir otra función a las ya conocidas de los medios: la función de articulación. Los medios suministran a la gente las palabras y las frases que pueden utilizar para defender un punto de vista. Si la gente no encuentra expresiones habituales, repetidas con frecuencia, en favor de su punto de vista, cae en el silencio; se vuelve muda.
Gabriel Tarde escribió en 1898 un ensayo titulado «Le public et la foule» (El público y la muchedumbre). Terminamos nuestra discusión de la opinión pública y los efectos de los medios de comunicación con las reflexiones finales de Tarde:
Un telegrama privado dirigido al redactor jefe da lugar a una noticia sensacional intensamente cercana, que conmueve instantáneamente a las muchedumbres de todas las grandes ciudades del continente. A partir de estas muchedumbres dispersas, en contacto íntimo, aunque distante, por su conciencia de la simultaneidad y de la interacción creadas por la noticia, el periódico creará una muchedumbre inmensa, abstracta y soberana a la que llamará opinión. El periódico ha
completado así la obra ancestral iniciada por la conversación, extendida por la correspondencia, pero que siempre permaneció en un estado de esbozo disperso e insinuado: la fusión de las opiniones personales en las opiniones locales, y de éstas en la opinión nacional y mundial, la grandiosa unificación de la mente pública... Ésta es un poder enorme que sólo puede aumentar, porque la necesidad de estar de acuerdo con el público del que se forma parte, de pensar y actuar de acuerdo con la opinión, se hace más fuerte e irresistible a medida que el público se vuelve más numeroso, la opinión más imponente y la necesidad se satisface más a menudo. Por eso no debería sorprendernos ver a nuestros contemporáneos tan dóciles ante el viento de la opinión del momento, ni habría que deducir de ello que se les hubiera ablandado el carácter. Cuando una tormenta derriba los álamos y los robles, no es porque éstos hayan crecido más débiles, sino porque el viento se ha intensificado (Tarde 1969, 318).
¿Qué habría escrito Tarde en la era de la televisión?
24. Vox populi, vox Dei
-Ahora Elisabeth, dijo mi amiga burlonamente a sus otros invitados, va de puerta en puerta preguntando: «¿Está de acuerdo o en desacuerdo con Adenauer?».
Era en Munich, en el invierno de 1951-1952, y yo había ido a dar por pura casualidad en esta fiesta de intelectuales. Mi amiga me había dicho por teléfono que me dejara caer por allí. Habíamos sido compañeras de colegio. ¿Cuándo nos habíamos visto por última vez? En 1943 o 1944, en la Limonenstrasse de Berlin-Daldem, junto al jardín botánico, al sudoeste de la ciudad, en el trayecto por el que habían llegado los bombarderos desde el oeste. La casa estaba en ruinas, las paredes, agrietadas, la habitación, medio vacía. Habían sacado los muebles, las alfombras y los cuadros.
Su pregunta me hizo volver al tema de la investigación sobre la opinión pública. ¿Qué valor tenían esas opiniones? No podía ex- plicárselo a ese círculo de literatos, artistas y académicos, aunque no hubiera sido tan tarde, aunque no hubieran bebido tanto y la habitación no hubiera estado tan oscura y llena de humo.
«¿Está de acuerdo, en general, con la política de Adenauer o no lo está?» Ésta fue la pregunta con la que encontré por primera vez, en 1951, la fuerza de lo que iría entendiendo después poco a poco como los conceptos de lo público y de la opinión pública. En aquella época probaba los cuestionarios en Allensbach antes de enviarlos a cientos de encuestadores en toda Alemania. Había entrevistado frecuentemente a la joven esposa de un guardavías con preguntas que se repetían, y conocía sus respuestas. Ya había oído al menos ocho veces que ella no estaba de acuerdo con Adenauer; pero, actuando concienzuda y estrictamente según las reglas -había que probar el cuestionario y decidir respecto a su alcance-, le leí una vez más la pregunta: «¿Está de acuerdo, en general, con la política de Adenauer o no lo está?». «De acuerdo», respondió. Intenté ocultar mi sorpresa, porque se supone que los encuestadores no deben demostrar sorpresa. Unas cuatro semanas después tenía en la mesa, delante de mí, los resultados de nuestra nueva encuesta. Comprobé que en un mes, de noviembre a diciembre, el nivel de acuerdo con Adenauer en la República Federal de Alemania había dado un salto de ocho puntos hasta llegar al 31 por ciento, después de estar mucho tiempo estabilizado entre el 24 y el 23 por ciento. Desde entonces siguió aumentando hasta que el 57 por ciento se mostró «de acuerdo»
en el año de elecciones parlamentarias de 195320, con «el volumen y la extensión de una marea», como dijo Ross (1969, 104). ¿Por qué medios había llegado la ola de presión que barría la República Federal a la esposa del guardavías? ¿Y qué valor tenía esa opinión?
Destino, no razón
¿Vox populi, vox Dei? Si rastreamos la historia de esta máxima, la encontramos ya en 1329 (Boas 1969, 21; Gallacher 1945). En el 7981a mencionaba Alcuino, un docto anglosajón, en una carta a Carlomagno, empleándola como si fuera una expresión común, conocida. El testimonio más remoto se remonta al siglo VIII antes de Cristo, cuando el profeta Isaías proclamó: Vox Populi de civitate vox de templo. Vox domini reddentis retributionem inimicis suis (Voz de alboroto en la ciudad, voz del templo. Es la voz del Señor que da a sus
enemigos lo que se merecen)21.
A lo largo de los siglos, el péndulo ha oscilado entre el desdén y algo parecido a la reverencia por parte de los que evocaban esta fórmula. Hofstatter, en su Psychologie der öffentlichen Meinung (Psicología de la opinión pública), pensaba que «identificar la voz del pueblo con la voz de Dios es una blasfemia» (1949, 96). El canciller alemán del Reich von Bethmann Hollweg (1856-1921) opinaba que la formulación más correcta era «Voz del pueblo, voz de ganado», y con ello sólo copiaba la versión que el discípulo de Montaigne, Pierre Charron, propuso en 1601 como más adecuada: Vox populi, vox stultorum (Voz del pueblo, voz de la estupidez). La inspiración de Charron procedía del Ensayo sobre la fama de Montaigne, en el que se discute la incapacidad de la muchedumbre para apreciar el carácter de los grandes hombres y sus altos logros.
¿Es razonable hacer que la vida del sabio dependa del juicio de los tontos? ...¿Hay algo más tonto que pensar que todos juntos son valiosos mientras que cada uno de ellos por separado no vale nada? Quien intenta satisfacerlos no lo ha hecho nunca... Ningún arte, ningún espíritu benigno podría dirigir nuestros pasos para que siguiéramos a un guía tan extraviado y desquiciado. En esta jadeante confusión de brutos, en este frívolo caos de informaciones y de opiniones vulgares que todavía nos impulsa, no puede establecerse un rumbo correcto. No seamos tan volubles y tan titubeantes y volvamos a nosotros mismos.
20 Neumann y Noelle 1961, 44-45; véase también Institut für Demoskopie Allensbach, «Die Stimmung im Bundesgebiet» (diagrama), octubre de 1952.
21 La Vulgata, Isaías 66, 6 (Traducción latina realizada por san Jerónimo en el siglo IV d.C.).
Sigamos constantemente a la razón. Y que la aprobación vulgar nos siga por ese camino, si le place (citado en Boas 1969, 31-32).
Alcuino escribe en el mismo espíritu en su nota del 798 a Carlomagno:
«Y tampoco hay que escuchar a los que acostumbran a decir "La voz del pueblo es la voz de Dios". Porque el clamor del vulgo está muy cerca de la locura» (ibid., 9).
Así se expresan todos los que, a lo largo de los siglos y los milenios, traducen «vox Dei» como «voz de la razón» y buscan en vano esa razón en la voz del pueblo, la opinión pública.
Pero otra interpretación completamente diferente acompaña a ésta.
«Voz de alboroto en la ciudad, voz del templo. Es la voz del Señor que da a sus enemigos lo que se merecen», dijo el profeta Isaías. Alrededor del 700 a.C., Hesíodo describió -aunque sin emplear esos términos- la «opinión pública» como un tribunal moral, un control social, y señaló que podía convertirse en destino: «Haz eso. Y evita el habla de los hombres. Porque el Habla es tramposa, frívola y se despierta fácilmente, pero es difícil soportarla y librarse de ella. El Habla nunca muere del todo cuando muchos la vocean. El Habla es incluso en cierto modo divina» (Hesíodo 1959, 59).
La actitud del filósofo romano Séneca era de reverencia: «Créanme, la lengua del pueblo es divina» (Controversae 1.1.10). Y alrededor de un milenio y medio después añade Maquiavelo: «No sin razón se llama a la voz del pueblo la voz de Dios, ya que una opinione universale predice los acontecimientos de un modo tan maravilloso que podría creerse en un oculto poder de profecía» (citado en Bucher 1887, 77).
No es la razón la que hace digna de ser tenida en cuenta a la opinión pública, sino precisamente al contrario: el elemento irracional, el elemento de futuro, de destino. De nuevo, Maquiavelo: Quale fama, o voce, o opinione fa, che il popolo comincia a favorire un cittadino? (¿Qué fama, qué voz, qué movimiento de opinión hace que el pueblo empiece a favorecer a un ciudadano?) (ibid.)
«Voz del pueblo, voz del destino»: ésta fue la aportación de Karl Steinbuch a la interpretación cuando comparó los resultados de una pregunta de Allensbach planteada anualmente al final del año sobre el producto nacional bruto del año siguiente. Ésta es la pregunta:
«¿Espera el año que viene con esperanza o con temor?». Los niveles altos o bajos de esperanza al final de un año no correspondían al mayor o menor crecimiento económico durante ese año, sino al del año siguiente (figura 23).
Hegel se sitúa entre las dos tendencias -«Voz del pueblo, voz de ganado» y «La lengua del pueblo es divina»- en sus reflexiones sobre la opinión pública.
La opinión pública, pues, merece tanto respeto como desdén, éste por su conciencia y su expresión concretas, aquél por su base esencial, que brilla bastante apagadamente en la expresión concreta. Como la opinión pública en sí misma no tiene criterios de dis cernimiento ni capacidad para convertir el aspecto substantivo en conocimiento estricto, ser independiente de ella es la primera condición formal para lograr cualquier cosa grande y racional, tanto en la vida como en la ciencia. Se puede garantizar que el gran logro acabará siendo aceptado por la opinión pública, reconocido y convertido en uno de sus propios prejuicios. Corolario: La opinión pública contiene todo lo que es falso y todo lo que es cierto, pero sólo el gran hombre puede encontrar la verdad en ella. El que es capaz de expresar lo que dice su tiempo y de realizar lo que éste desea es el gran hombre de la época. Hace lo que es intrínseco y esencial a la época, y la encarna. Y el que no sepa despreciar la opinión pública, tal como puede oírla aquí y allá, nunca se elevará a la grandeza (Hegel 1970, 485-486, párrafo 318).
A finales del siglo XVIII Wieland hizo popular en Alemania la expresión
«opinión pública». En la novena de sus «Conversaciones confidenciales», «Sobre la opinión pública» (1794), los dos personajes concluyen así su diálogo:
Egbert: Toda declaración de la razón tiene la fuerza de una ley y no necesita convertirse para ello antes en opinión pública.
Sinibald: Por favor, di mejor que debería tener la fuerza de una ley y que sin duda la tendrá en cuanto sea proclamada opinión de la mayoría.
Egbert: Eso tendrá que decidirlo el siglo XIX.
Lothar Bucher, que cita este diálogo de Wieland, termina su ensayo con estas palabras: «Sinibald y Egbert discuten largamente cómo se comportan la una con la otra la razón y la opinión pública, y dejan la decisión al siglo XIX. Dejemos nosotros que sea el siglo XX el que concluya esta conversación» (Bucher 1887, 80). ¿Se la encomendaremos nosotros al siglo XXI?
Definiciones operativas para las investigaciones empíricas sobre la opinión pública
Cuando se reflexiona sobre el gran esfuerzo que se ha dedicado durante un período de tiempo tan dilatado para definir la opinión pública, se hace necesario explicar por qué en este libro he presen- tado deliberadamente un aparato de definiciones tan escaso. Harwood Childs recogió más de cincuenta definiciones, incluyendo entre ellas algunas confusas descripciones de características, formas, orígenes,
funciones e innumerables categorías de contenido. La sobrea- bundancia y la densidad de sus definiciones me incitó a buscar un nuevo comienzo, una definición sencilla que, a diferencia del arsenal de definiciones de la obra de Childs, que tanto desanima, posibilitara el análisis empírico. Busqué una definición operativa. Tenía que permitir plantear investigaciones y derivar de ella proposiciones comprobables. Ese objetivo me ha llevado a ofrecer esta definición:
«Las opiniones públicas son actitudes o comportamientos que se deben expresar en público para no aislarse. En ámbitos de con- troversia o de cambio, las opiniones públicas son las actitudes que pueden expresarse sin correr el peligro de aislarse». Esta definición puede verificarse con los métodos de investigación mediante encues- tas y con las observaciones representativamente distribuidas. ¿Están tan alterados todos los preceptos, las morales y tradiciones que la opinión pública en ese sentido ya no existe, de modo que se puede hacer o decir cualquier cosa sin aislarse? Esta cuestión la discutimos en un seminario celebrado en la Universidad de Maguncia. Uno de los participantes dijo que basta con ir a un funeral con un traje rojo para comprobar que la opinión pública en ese sentido sigue existiendo en la actualidad. También pueden describirse opiniones y modos de comportamiento en una encuesta, y preguntar cuáles de estas opiniones y formas de comportamiento resultarían tan perturbadoras para el entrevistado que no querría vivir en la misma casa que el que las mantuviera, ni encontrarle en una fiesta, ni trabajar en el mismo lugar que esa persona. Sigue habiendo un gran número de actitudes y conductas que pueden aislar a una persona, como demuestra este test.
Otra definición que constituye un punto de partida del que pueden deducirse proposiciones comprobables es ésta: «La opinión pública es el acuerdo por parte de los miembros de una comunidad activa sobre algún tema con carga afectiva o valorativa que deben respetar tanto a los individuos como a los gobiernos, transigiendo al menos en su comportamiento público, bajo la amenaza de quedar excluidos o de perder la reputación ante la sociedad». Esta segunda definición recalca el correlato del miedo al aislamiento: el acuerdo social.
De ambas definiciones pueden deducirse proposiciones sobre la importancia de hablar o permanecer en silencio, sobre la capacidad intuitiva estadística de las personas de observar a la gente y sobre el lenguaje de pistas que forma parte de esa capacidad, un lenguaje que todavía no se ha descodificado sistemáticamente, aunque ya lo entendemos intuitivamente. Es posible teorizar sobre cómo este órgano cuasiestadístico, inconsciente, de registro de frecuencias, se atrofia en los períodos de estabilidad y se pone en guardia en los
períodos de inestabilidad y de cambio. O sobre cómo la amenaza de aislamiento aumenta en intensidad cuanto más peligra el mantenimiento de la sociedad. Se pueden deducir proposiciones sobre la influencia de los medios de comunicación, sobre el modo en que se concede o se niega la publicidad, sobre cómo se formulan los argumentos en palabras o se dejan sin explicitar de modo que no exista el vocabulario que podría difundir un tema e introducirlo en la agenda de la discusión pública. Se pueden deducir proposiciones sobre las dos fuentes de la opinión pública y sobre cómo puede formarse a partir de ellas un clima doble de opinión. Desde estas definiciones pueden diseñarse instrumentos -especialmente cuestionarios de encuesta- destinados a medir la cantidad de aisla- miento que acompaña a una opinión o un comportamiento deter- minados, el grado de afecto, el grado de acuerdo y de rechazo; a medir las señales de la disposición del público a manifestar puntos de vista o a quedarse en silencio; y a medir los signos de polarización.
El traje nuevo del emperador.
La opinión pública está vinculada
a un lugar y una época determinados
Cuando, en la primera mitad de este siglo, la espesura de las definiciones de la opinión pública se había vuelto demasiado im- penetrable, se multiplicaron las voces que pedían el abandono del concepto por haber perdido toda utilidad. Después de esas exigencias no sucedió nada. A pesar de su falta de claridad el uso del concepto aumentó en lugar de disminuir. Ésta era la sorprendida conclusión a la que llegaba W. Phillips Davison en su artículo sobre la opinión pública de la International Encyclopedia of the Social Sciences de 1968.
En diciembre de 1965 comenzaba mi lección inaugural en la Uni- versidad de Maguncia con estas palabras:
La opinión pública: de algún modo misterioso este concepto ha conservado su atractivo. Al mismo tiempo, los escritores y los estu- diosos que se han atrevido a tratar el tema no han podido evitar de- fraudar a su público. Cuando demuestran que la «opinión pública» no existe, que se trata de una ficción, no resultan convincentes. «El concepto sencillamente se niega a morir», se lamentaba Dovifat...
¿Qué significa esta testarudez con la que el concepto se empeña en sobrevivir? ¿Por qué esta sensación de desengaño cuando se ha intentado analizar sus definiciones? Significa que el concepto de opi- nión pública refleja una realidad que estos esfuerzos conceptuales todavía no han podido capturar (Noelle 1966, 3).
Refleja una realidad... Esto no nos sirve para nada. Hay que definir esa realidad. Después, de repente, vemos huellas de esa realidad sembradas por el lenguaje, entre palabras sencillas, palabras que carecen de sentido, si no somos cada vez más conscientes de la sensibilidad de nuestra piel social, si no reprimimos temporalmente nuestro yo ideal, la persona razonable que creemos ser. ¿Cuáles son algunas de estas palabras? Perder la reputación; lo público como esfera en la que se puede perder la reputación, hacer el ridículo,
«meter la pata»; resultar algo embarazoso; calumniar a alguien; estigmatizar a alguien. Si no afrontamos esta realidad, no podremos entender lo que el poeta Max Frisch quería decir con la fórmula que empleó en el discurso inaugural de la Feria del Libro de Frankfurt: «La esfera pública: ¿la soledad al descubierto?» (Frisch 1976, 56). Está el individuo, y está también la muchedumbre que le juzga bajo su capa invisible de anonimato: esto es lo que Rousseau describió y llamó opinión pública.
Tenemos que aferrar esta realidad de la opinión pública, esta creación que está ligada a un espacio, ligada a un tiempo. De otro modo nos engañaremos suponiendo que no habríamos permanecido inmóviles, como todos los demás, cuando el emperador entró con su traje nuevo. El cuento de Andersen trata sobre la opinión pública dominando un escenario, reinando en un lugar determinado. Si un extranjero hubiera llegado en ese momento, apenas habría podido contener su sorpresa. Y está la cuestión del tiempo. Como los que han venido después, pensaremos tan injusta y tan ignorantemente como la gente de la Edad Media pensaba sobre las causas de las enfermedades. Juzgaremos las palabras y las acciones del pasado como si hubieran sido pronunciadas o realizadas en nuestros tiempos; pero, al hacerlo, nos convertiremos en unos ignorantes que no saben nada sobre el fervor de una era. Un agente de prensa del Ministerio de Cultura de Suecia dijo: «Queremos que el sistema escolar parezca un césped bien segado. No queremos tener una flor aislada por aquí y otra por allá. Todo debería ser un único césped bien segado» (Die Welt, 12 de octubre de 1979, 6). Esto es el Zeitgeist (espíritu de la época) comprimido en una fórmula como lo describió Lippmann, que describiría más tarde cómo las fórmulas se desmoronan y se vuelven incomprensibles para los que vienen después. Hasta esa frase sobre el césped bien segado podría dejar de comprenderse algún día.
Aguzar la sensibilidad ante la propia época y, simultáneamente, la capacidad de comprender la opinión pública sería un objetivo digno de ser logrado y aprendido. ¿Qué significa ser un «contemporáneo»?
¿Qué significa la «intemporalidad»? ¿Por qué insistía Hegel tanto en el elemento temporal: «El que es capaz de expresar lo que dice su
tiempo y de realizar lo que éste desea es el gran hombre de la época»? Deberíamos entender lo descrito por el autor alemán Kurt Tucholsky cuando dijo: «Nada es más duro y nada requiere más carácter que encontrarse en conflicto abierto con la propia época y decir "NO" con fuerza» (1975, 67). Y lo que caricaturizó Jonathan Swift en 1706 cuando escribió: «Reflexionamos sobre las cosas pasadas, como guerras, negociaciones, facciones y otras semejantes. Compartimos tan poco esos intereses que nos maravilla que la gente pudiera estar tan ocupada e inquieta por asuntos tan transitorios. Miramos al presente y hallamos la misma actitud, pero no nos sorprende... No se escucha a ningún predicador, excepto al tiempo, que nos da el mismo curso y sesgo de pensamiento que los mayores han intentado en vano meternos antes en la cabeza» (Swift 1965, 241).
En octubre de 1979, cuando una afirmación de la premio Nobel Madre Teresa se hizo inmediatamente famosa en todo el mundo, me pregunté si nuestra época habría empezado a percibir y respetar la sensible naturaleza social de la humanidad. La afirmación decía: «La peor enfermedad no es la lepra ni la tuberculosis, sino la sensación de no ser respetado por nadie, de no ser querido, de ser abandonado por todos». Quizá dentro de poco tiempo la gente no pueda entender cómo una afirmación tan evidente pudo suscitar tal atención.
Dos sentidos de la piel social
Ser despreciado, ser expulsado: ésta es la maldición del leproso. Se puede ser leproso de muchas maneras: físicamente, en las relaciones emocionales con las otras personas y socialmente. Cuanto mejor entendamos la opinión pública, mejor entenderemos la naturaleza social de los seres humanos. No podemos exigir a los que temen convertirse en leprosos sociales que resistan todas las presiones hacia la conformidad, todas las invitaciones a unirse a la multitud.
¿Deberíamos quizá preguntarnos con la psicóloga social Marie Jahoda (1959) cuán independiente debe ser una persona? ¿Cuán in- dependientes nos gustaría que fueran en realidad los buenos ciuda- danos? ¿Sería mejor para la sociedad que a la gente no le importase en absoluto la opinión ajena? Jahoda cuestiona que un inconformista radical que se conduzca con completa independencia pueda ser considerado una persona normal. ¿Debemos suponer que ese individuo esté mentalmente enfermo? Ella llega a decir que sólo cuando una persona así haya demostrado su capacidad para amol- darse, se puede reconocer su comportamiento independiente e in- conformista como una virtud cívica. Tampoco habría que condenar simplemente a una sociedad como intolerante o liberal cuando
amenace al individuo desviado con el aislamiento para proteger el valor de sus convicciones recíprocamente sostenidas.
«La opinión pública, nuestra piel social» caracteriza ambos aspectos. Por una parte se refiere a nuestra sociedad, protegida y unificada por la opinión pública como por una piel. Por otra parte se refiere a los individuos, ya que los que sufren por la opinión pública sufren por la sensibilidad de su piel social. ¿No expresó de hecho Rousseau, que introdujo el concepto de opinión pública en el lenguaje moderno, lo más importante de ésta cuando la describió como la enemiga del individuo y la protectora de la sociedad?
25. Nuevos descubrimientos
¿Conoció Erasmo de Rotterdam a Maquiavelo? El nombre Erasmo no apareció en el índice de la primera edición alemana de La espiral del silencio de 1980. Pero en la primavera de 1989, preparando las clases para la Universidad de Chicago, empecé a investigar la cuestión de si Erasmo había conocido a Maquiavelo.
Perspectivas históricas
Para descubrir cosas nuevas, al estudioso le hace falta suerte además de inteligencia. Yo ciertamente tuve suerte durante el trabajo inicial sobre la espiral del silencio. Fue pura suerte que encontrara en Tönnies una cita de Tocqueville en la que describía la espiral del silencio casi con la exactitud con la que un botánico describiría una planta (Tönnies 1922, 394). Tuve suerte cuando Kurt Reumann, en- tonces ayudante de investigación en Allensbach, me llamó la atención respecto al capítulo 28, «Sobre otras relaciones», del libro II del Ensayo sobre el entendimiento humano de John Locke. Ese capítulo, que había pasado inadvertido en círculos profesionales, contiene una descripción de la ley de la opinión, la reputación y la moda. Después decidimos sistematizar la búsqueda de textos importantes, en lugar de depender del azar y la buena estrella. En el Instituto de Publicística de la Universidad de Maguncia diseñamos el cuestionario sobre libros en lugar de personas (véase más arriba, pág. 92). Durante años hemos utilizado este cuestionario en seminarios realizados en Maguncia para estudiar a unos cuatrocientos autores con el objetivo de descubrir todo
lo que pudiéramos sobre la opinión pública22. Así, por ejemplo,
descubrimos que en un discurso inaugural de la Feria del Libro de Frankfurt de 1958, Max Frisch había afirmado: Öffentlichkeit ist Einsamkeit aussen (La esfera pública es soledad al descubierto, Frisch 1979, 63). Estas palabras sirvieron de clave sobre el miedo al aislamiento que a veces invade a la gente en público. Muchos años después, cuando Michael Hallemann comenzó a estudiar la turbación y demostró que este sentimiento aumenta en proporción al tamaño del público (Hallemann 1990, 133 y sigs.), recordé la formulación de Max Frisch y caí en la cuenta de cómo los escritores se adelantan a los académicos.
Volviendo a Erasmo, Ursula Kiermeier analizó tres textos de Erasmo durante el trimestre de verano de 1988 utilizando el cuestionario sobre la opinión pública. Entre ellos se encontraba Die Erziehung eines christlichen Fürsten (La educación de un príncipe cristiano), escrito en
22 El cuestionario se reproduce en el Apéndice.
1516 para aconsejar a Carlos de Borgoña, que entonces tenía diecisiete años y más adelante se convertiría en el emperador Carlos
V. Al leer los comentarios de Ursula Kiermeier sobre los textos de Erasmo, me sorprendió la semejanza con los escritos de Maquiavelo. Werner Eckert (1985) había analizado obras de Maquiavelo con el mismo cuestionario para su tesina de licenciatura. Tanto Maquiavelo como Erasmo advertían a sus príncipes que era imposible gobernar en contra de la opinión pública. En el capítulo 4 cité una frase del rey Enrique IV de Shakespeare: «La opinión que me dio la corona». Supuse que Erasmo sólo podía tomarse tan en serio la opinión pública por influencia de Maquiavelo (véase más arriba, págs. 90-91). Pero ahora leía en Erasmo que el poder del gobernante se basa esencialmente en el consensus populi. Lo que hace a un rey es la aprobación de la gente: «Creedme: el que pierde el favor del pueblo pierde un importante aliado» (Erasmo [1516] 1968, 149). Hay semejanzas entre los textos de Erasmo y los de Maquiavelo, incluso en los detalles. En la enumeración de las amenazas al gobernante incluso el orden es el mismo: en primer lugar figura el odio de sus súbditos y después su desprecio. Ambos escritores subrayaron que era sumamente importante que el gobernante pareciera grande y virtuoso. Discrepaban, sin embargo, en un punto crucial: Maquiavelo pensaba que no era necesario que el príncipe poseyera esas virtudes; le bastaba aparentarlo. Erasmo, como devoto cristiano, tenía el punto de vista contrario: el príncipe debía poseer todas estas virtudes y no ser culpable de ningún crimen; pero la realidad no era suficiente por sí misma: también tenía que parecer virtuoso ante sus súbditos (Erasmo [1516] 1968, 149 y sigs.; Maquiavelo [1532] 1971, caps. 18, 19).
¿Se conocieron Maquiavelo y Erasmo, o conocieron los escritos el uno del otro? Averigüé que habían nacido aproximadamente al mismo tiempo: Erasmo en 1466 o 1469 en Rotterdam y Maquiavelo en 1469 cerca de Florencia. Pero sus situaciones respectivas eran completamente diferentes. Erasmo, hijo de un sacerdote y de la hija de un médico, sufrió toda su vida por su condición de bastardo. Tras la prematura muerte de sus padres ingresó, siendo todavía joven, en un monasterio. Rápidamente hizo carrera como secretario de un obispo y después como estudioso en la Sorbona. Pero su ilegitimidad le impidió recibir el doctorado en muchas universidades. Finalmente le concedieron uno en la Universidad de Turín, en el norte de Italia, no lejos de la Florencia de Maquiavelo.
Todo estudioso que haya tratado el tema de la amenaza de la opinión pública ha experimentado el aislamiento social. Quizás haya que pasar esa clase de experiencias para ser consciente de la presión de la opinión pública. Erasmo, el «rey de los humanistas», que se
encontraba como en casa en cualquier lugar de Europa, tuvo ocasión de soportar el aislamiento social. Le atacaron en un panfleto por ser un homo pro se, una persona arrogante que no necesitaba a los demás. Y Maquiavelo había caído de su poderoso puesto de consejero en Florencia, había sido acusado de traición y torturado, y después había sido desterrado de Florencia a su pequeña hacienda rural.
El príncipe, de Maquiavelo, y La educación de un príncipe cristiano, de Erasmo, fueron escritos con pocos años de diferencia. Maquiavelo escribió antes su libro (1513-1514), pero no se publicó hasta 1532. Erasmo escribió La educación en 1516 y lo publicó inmediatamente tras mostrárselo a Carlos de Borgoña (más tarde el emperador Carlos V), para quien lo había escrito. Maquiavelo y Erasmo tuvieron una fuente común: ambos basaron sus escritos en la Política de
Aristóteles23. Sin embargo, probablemente nunca se conocieran
personalmente, según otros autores que ya habían notado la curiosa semejanza entre Erasmo y Maquiavelo y que yo fui descubriendo en el curso de mi investigación, igual que un viajero encuentra huellas inesperadas dejadas por otros visitantes anteriores en algún lugar
remoto24.
No me sorprendió, por ello, saber de Juan de Salisbury, un escolástico inglés que empleó las expresiones publica opinio y opinio publica dos veces en latín en su Policraticus de 1159 ([1927] 1963, 39, 130). Aunque al editor inglés del Policraticus le parece notable el uso de esas expresiones en un escritor del siglo XII (ibíd., 39, 130), no es sorprendente ya que Juan de Salisbury también había leído a los clásicos de la antigüedad durante el primer período humanista y había hallado en ellos la idea del poder de la opinio publica.
El gran estadista es un experto en opinión pública
El término «opinión pública» no aparece en el Antiguo Testamento, pero el rey David tenía un sentido innato de cómo conducirse respecto a ella. Se desgarró las vestiduras y ayunó hasta la puesta de sol para demostrar su dolor por el asesinato de un poderoso adversario, cuando hubiera sido lógico sospechar que él había sido el instigador del crimen. Estas acciones simbólicas eran más eficaces que ninguna palabra para ganarse a la opinión pública.
23 Los pasajes consultados tanto por Maquiavelo como por Erasmo están en 1312b, 18-20; 1313a, 14-16; 1314a, 38-40; 1314b, 14-19 y 1314b, 38-39.
24 Véase Geldner 1930, 161. Sobre el problema de si Erasmo conocía los escritos de Maquiavelo véanse por ejemplo Renaudet 1954, 178; Weiland et al. 1988, 71.
El gran espectáculo organizado por el rey David para acompañar el traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén «con clamor y sonido de trompetas», al objeto de enfatizar el centro sagrado común de Israel y de Judá, los dos reinos sobre los que reinaba, fue una obra maestra de integración. Pero lo que demuestra que su modo de conducirse ante la opinión pública era más que un ritual elaborado fue el papel que él mismo desempeñó, el modo en que participó personalmente en la procesión, saltando y danzando, vistiendo sólo un taparrabo y humillándose ante el Señor. Su esposa Micol, hija de rey, se burló de él: «¡Qué glorioso ha estado hoy el rey de Israel, desnudándose a los ojos de las siervas de sus siervos como lo haría un frívolo desvergonzado!». Y la respuesta del rey David a la hija de Saúl fue:
«Y seré más vil todavía, y me rebajaré a mis propios ojos, y seré así honrado a los ojos de las siervas de las que tú has hablado» (Samuel II, 6.15, 20, 22). Si bien los procedimientos actuales son diferentes, los líderes políticos de nuestra época también «se dan baños de multitudes».
La respuesta de David a su esposa demuestra claramente que sabía lo que estaba haciendo y lo que quería lograr. La historia de los dos emisarios que David envió a Ammón para expresar su dolor por la muerte del rey de los amonitas también debe estudiarse desde el punto de vista de la opinión pública. Janón, el nuevo rey, sospechó que los dos emisarios eran en realidad espías, así que, «cogiendo a los servidores de David, les afeitó la mitad de la barba, les cortó la mitad de las vestiduras, hasta la altura de las nalgas, y los despidió». El relato prosigue: «Cuando se lo contaron a David, éste mandó que les salieran al encuentro, porque estaban muy avergonzados. Y el rey dijo: "Quedaos en Jericó hasta que os crezca la barba y volved después"» (Samuel II, 10.4, 5). David sabía qué efecto habría producido que sus emisarios volvieran entre el ridículo y la burla, y quedaran aislados en público por parecer unos bobos; sabía que resultarían perjudicados no sólo los mensajeros, sino también la reputación del rey que los había enviado.
Erich Lamp, que ha analizado los fenómenos del espacio público y de la opinión pública en el Antiguo Testamento, afirma que la literatura no es unánime acerca del significado de ciertos acontecimientos narrados en la Biblia (Lamp 1988). Sin embargo, una teoría clara de la opinión pública puede ser útil para arrojar nueva luz sobre algunos sucesos contribuyendo así a una mejor comprensión de los mismos. Es sorprendente cuánto más dispuesto estaba David a relacionarse con la opinión pública que su predecesor, el rey Saúl, y su sucesor, el rey Salomón, por no hablar del desgraciado sucesor de este último, Roboam, durante cuyo reinado Israel se separó de Judea. ¿No
merecería la pena estudiar la precisión con la que los estadistas y los políticos de éxito juzgan la opinión pública?
Juan de Salisbury hizo un comentario interesante sobre Alejandro Magno: nada le había convencido tanto de la verdadera talla de Alejandro como estadista, escribió, como su comportamiento cuando un tribunal militar le comunicó un veredicto contrario a sus intereses. Agradeció a los jueces porque sus convicciones legales habían sido más importantes para ellos que el poder de él, el poder del demandante (Juan de Salisbury [1927] 1963, 130). Juan de Salisbury también explicó por qué consideraba a Trajano el más grande de los emperadores paganos romanos: se decía que cuando se le acusó a Trajano de no mantener una distancia suficiente respecto al pueblo, respondió que quería ser con sus súbditos la clase de rey que le hubiera gustado tener cuando todavía era súbdito (ibíd., 38). La relación de un gran gobernante con la opinión pública incluye, por tanto, dos elementos antitéticos: carisma y cercanía.
El historiador israelí Zvi Yavetz describe en su estudio sobre Julio César y la opinión pública lo cómodo que se sentía Julio César en su relación con las masas, mientras que su relación con los senadores era más problemática. Yavetz constata que la investigación histórica moderna ha desatendido el significado de existimatio. Según Yavetz, existimatio -que el diccionario traduce como «reputación»,
«estimación»- era el principal concepto utilizado por los romanos para referirse a lo que hoy llamamos opinión pública (Yavetz 1979, 186 y sigs.). Existimatio también parece sugerir una estimación estadística, lo que establece un leve nexo con el sentido cuasiestadístico de la teoría de la espiral del silencio.
Mi experiencia profesional me inclina a creer que los políticos de éxito tienen una notable capacidad para juzgar la opinión pública sin recurrir a las encuestas. En el seminario de Maguncia empezamos a aplicar el cuestionario sobre libros para analizar las obras escritas por hombres de Estado Estudiamos, por ejemplo, a Richelieu. En su Testament politique (Testamento político) para el rey Luis XIII, Richelieu (1585- 1642) compara el poder de un gobernante a un árbol con cuatro ramas: el ejército, los ingresos corrientes del Erario, los fondos de capital y la reputación. La cuarta rama, la reputación, es más importante que las otras tres, ya que el gobernante que disfruta de una buena reputación consigue más sólo con su nombre que los otros con sus ejércitos si no se los respeta. Richelieu demuestra que lo que le preocupa es la buena opinión del pueblo. La fuente del poder del gobernante, la raíz del árbol, es «el tesoro de los corazones» (le trésor des coeurs) de los súbditos. Pero Richelieu también advierte sobre «la risa del mundo» (la risée du monde), que habría que evitar. En cuanto
a las decisiones políticas -como la prohibición del duelo o la abolición de la venalidad de cargos-, sopesa los pros y los contras de estas medidas teniendo en cuenta la opinión pública. Richelieu muestra que las consideraciones racionales tienen menos importancia que «la risa
del mundo» cuando se trata de asuntos morales 25. Richelieu blandió
inmediatamente el arma más nueva del periodismo, los periódicos, que hicieron su primera aparición en 1609. Combatió a sus adversarios en el Mercure Français y más tarde fundó su propio pe- riódico, La Gazette de France.
Bernd Niedermann concluyó su exposición sobre Richelieu en el seminario de Maguncia con esta exhortación: «¡Debemos utilizar nuestro cuestionario para estudiar a Napoleón, Metternich y Bismarck!».
El que pierde el apoyo del pueblo deja de ser rey (Aristóteles) Quizá no hubieran asesinado a César si hubiera conservado la sensibilidad para la opinión pública. Zvi Yavetz se pregunta: ¿Por qué dejó marchar a sus guardias hispanos? Si le hubieran estado protegiendo cuando apareció en el Senado, sus asesinos probable- mente no se habrían atrevido a atacarle. ¿Pasó demasiado tiempo Julio César en el extranjero? ¿Perdió por ello su sensibilidad para la opinión pública? Había planeado salir a luchar contra los partos tres días después de su asesinato en los idus de marzo. Esto nos recuerda a Erasmo: advirtió al príncipe que no debía pasar demasiado tiempo en el extranjero si no quería perder el contacto con la opinión pública. Tàmbién le dijo que las largas ausencias podrían volverle demasiado diferente de su pueblo. El éxito de un gobernante depende de una sensación de semejanza de familia entre el gobernante y su pueblo. Erasmo advirtió incluso contra la política dinástica matrimonial de la época: el matrimonio con una mujer de otra casa real aleja del pueblo propio. ¿Hubiera tenido un desarrollo diferente la Revolución Francesa si Luis XVI no se hubiera casado con la austríaca Maria Antonieta? Aunque el pueblo empezó recibiéndola extáticamente en las calles, después le daba la espalda cuando aparecía en su carruaje.
La risa homérica
Ahora nos remontamos a escritos aún más antiguos, a la Ilíada y la Odisea, considerados los textos literarios más antiguos de Occidente. Fueron mitos transmitidos oralmente durante muchas generaciones antes de que Homero los pusiera por escrito en el siglo VIII a.C. El siguiente análisis se basa en la tesina de licenciatura de Tassilo
25 Richelieu [1688] 1947, 220, 236 y sigs
Zimmermann, que examinó la Ilíada con el cuestionario diseñado en Maguncia.
Homero comienza su epopeya describiendo una escena en la playa cercana a Troya. En el libro segundo de la Ilíada, Agamenón convoca una reunión del ejército aqueo e intenta poner a prueba su moral. Los provoca enumerando todos los argumentos a favor de la terminación de la guerra, que ya duraba nueve años -el sitio de Troya-, y de volver a casa. Entonces los soldados se comportaron como las bandadas de chovas descritas por Konrad Lorenz, que con agudos graznidos de
«¡Al bosque!», «¡Al campo!» vuelan hacia atrás y hacia adelante hasta que un grupo acaba imponiéndose y todos vuelan en la misma dirección (Uexküll 1964, 174). Los soldados reaccionan. Algunos gritan «¡A los barcos! ¡A casa!». Otros, especialmente los caudillos del ejército, gritan «¡Alto! ¡Quietos! ¡Sentaos!». Se produce una escena caótica, con los primeros soldados llegando a los barcos con la intención de introducirlos en el agua. Ulises se enfrenta a los soldados que gritan más fuerte y los detiene a golpes. Consigue aislar a Tersites, uno de los jefes que están a favor de la vuelta, y hace que toda la ira se concentre en él. Tersites es el chivo expiatorio perfecto:
«Era el más feo de los hombres... Zanquituerto, cojo de un pie, con los hombros encorvados y contraídos sobre el pecho y el cráneo puntiagudo cubierto por una rala cabellera» (Romero 1951, 2:216 y sigs.; véase Zimmermann 1988, 72-83). La mayoría piensa lo mismo que Tersites grita y jura; pero, como Ulises empieza a burlarse de él, la risa homérica se extiende poco a poco entre los soldados y Tersites se encuentra solo. El ejército aqueo vuelve a sentarse y se decide continuar el asedio.
Aunque Homero no dice ni una palabra sobre la opinión pública, describe el papel de la risa cuando se trata de crear una amenaza de aislamiento y determinar el proceso de la opinión pública. El medievalista francés Jacques Le Goff señala que tanto los hebreos como los griegos tienen dos palabras distintas para designar dos clases diferentes de risa: una es positiva, amistosa y conjuntiva; la otra es negativa, burlesca y disgregadora. Los romanos, cuyo idioma no era tan rico, sólo tenían una palabra para la risa (Le Goff 1989, N3).
Consecuentemente, empezamos a investigar los medios por los que se perciben las amenazas de aislamiento. ¿Cómo descubre un individuo que se ha apartado del consenso de la opinión pública? ¿Y que tiene que volver a él, si no quiere quedar aislado y desterrado de la comunidad amistosa? Hay muchas señales diferentes, pero la risa tiene un papel especialmente importante. Volveremos a este punto en el capítulo 26.
Las leyes no escritas
Es evidente que los griegos daban por sentada la eficacia de la opinión pública, como lo demuestra su actitud abierta respecto a las
«leyes no escritas». Lo que sigue se basa en el capítulo 2 de la tesina de licenciatura de Anne Jäckel, titulada «Las leyes no escritas a la luz de la teoría psicosociológica de la opinión pública».
El pasaje más antiguo encontrado por ahora en que se mencionan las leyes no escritas está en La guerra del Peloponeso de Tucídides (460- 400 a.C.). Se trata de un discurso de Pericles en el primer año de la guerra (431-430 a.C.) que acabaría con la completa derrota de Atenas. Para mostrar la grandeza de Atenas en el culmen de su poder, Tucídides hace decir a Pericles:
A pesar de no sentirnos constreñidos en nuestras relaciones privadas, un espíritu de reverencia llena nuestros actos públicos. El res peto a la autoridad y a las leyes nos impide actuar mal y tener una consideración especial por las leyes destinadas a proteger a los perjudicados, así como por las leyes no escritas que hacen caer sobre el transgresor la reprobación del sentir general (Tucídides 1881, 118).
Muchos otros autores griegos se refieren a «las leyes no escritas»26, pero las palabras de Pericles dicen todo lo que hay que decir: las leyes no escritas no obligan menos que las escritas sino que, por el contrario, tienden a tener más fuerza que éstas, como afirmó también John Locke cuando categorizó tres clases de leyes (Locke [1690] 1894, 476). Las leyes no escritas no son sólo las leyes de la costumbre. La costumbre por sí sola no tiene fuerza coactiva. Como dijo John Locke, el efecto depende del conocimiento de que la transgresión conlleva un castigo doloroso. Aunque el castigo no esté puesto por escrito en ningún lugar de la ley, el que crea que eso lo hace menos eficaz no conoce, según Locke, la naturaleza humana. La ignominia de la que habla Pericles, la pérdida de honor y de la reputación entre los conciudadanos, que aplican el castigo con toda la fuerza de su opinión común, se cuenta entre las peores cosas que pueden sucederle a uno (Tucídides 1881).
El desdén público es el resultado de la violación de las normas morales contenidas en las leyes no escritas. Platón afirma que la relación entre las leyes escritas y las no escritas es comparable a la que hay entre el cuerpo y el alma. Las leyes no escritas no son un mero complemento de las escritas, sino la verdadera base del derecho.
26 Véase pág. más arriba. Véase también Noelle-Neumann 1981, 833-888.
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