miércoles, 21 de septiembre de 2016

HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 7

 HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 7
CAPÍTULO 66

El rey albañil (y tornero)
De Carlos III se murmuró que no era hijo de Felipe V, sino del cardenal Alberoni, el que le preparaba los canelones a doña Isabel de Farnesio. En tal caso, debió heredar el buen juicio del prelado porque, pro- siguiendo la política de su antecesor, fue un rey prudente y buen administrador de su casa, y supo escoger sabiamente a sus colaboradores.
En lo físico, Carlos III se mantuvo tan invariable que su sastre no tuvo que alterar las medidas de sus casacas en más de treinta años. Sus retratos ofrecen siempre la misma imagen: francamente feo, ojos ahuevados, enorme nariz borbónica, estatura media, delgado, algo cargado de espaldas y muy moreno. En realidad, tenía la piel blanca, pero el continuo ejercicio de la caza lo mantenía pavonado en rostro y manos, el típico moreno de albañil. (Y él lo era, o así lo llamaban cariñosamente, «el rey albañil», por los numerosos edificios con que hermoseó Madrid. También podrían haberlo llamado el rey carpintero, o ebanista, que queda más fino, porque otra de sus aficiones era tornear palos de sillas.) Aborrecía el lujo y la alharaca; era puntual y constante; comía siempre lo mismo en la misma vajilla, con los mismos cubiertos, como un bur- gués honrado, satisfecho de haber alcanzado un mediano pasar.
No era Carlos III muy inteligente, pero tenía sentido común, y si no elevó el país al rango de primera potencia, al menos consiguió destacar en algo: su corte era la más aburrida de Europa. Por lo demás, era un buen profesional. Sin dejar de estar en su puesto, trataba con afable cordialidad a sus colaboradores, y toda su ambición residía en formar un buen equipo de gobierno (Floridablanca, Olavide, el conde de Aran- da, Campomanes...) que impulsara al país y lo enmendara del retraso respecto a Europa, mientras él, con su infatigable escopeta, causaba estragos en la cabaña nacional.
Siempre estuvo Carlos muy sometido a sus padres. Su correspondencia con ellos, cuando era rey de Nápoles, es interesantísima. En una carta le preguntan si tomaba rapé (sucio hábito que hacía furor en las cortes europeas), y él les responde que no lo gasta, pero que, si ellos lo ordenan, lo tomará. Se dejó casar, siendo ya rey de Nápoles, con la princesa María Amalia de Sajonia, que era espigada, blanca y rubia, pero nada bonita, nariz excesiva, ojos chicos y saltones, voz chillona y desagradable. Al principio, la chica era un compendio de virtudes: amable, culta, lista, gran fumadora de labores nacionales y buena administradora, pero con los años se fue volviendo histérica y desequilibrada, en parte por inclinación de carácter y en parte por la insoportable tensión en que vivía. Es que todo el mundo andaba pendiente de que suministrara un heredero a la corona, y ella, aunque estaba continuamente embarazada, sólo paría hijas, muchas de las cuales se le morían a poco. Cuando finalmente parió un hijo varón, el infante Felipe, resultó que salió epilép- tico e imbécil, y el rey tuvo que incapacitarlo. El segundo hijo varón, que sería el rey Carlos IV, les salió algo mejor, aunque con una cabecita tan minúscula que desde pequeño lo hicieron llevar peluca para disimularla. Y el cerebro, a lo que parece, era a la medida de la cabecita.
Carlos y María Amalia fueron tan felices como cualquier matrimonio burgués de morigerados hábitos. Cuando ella murió, después de veinte años de matrimonio en los que casi nunca se separaron, el rey decla- ró: «Éste es el primer disgusto que me da.»
Carlos III, gran escopetero, gastó toda su munición amorosa en su juventud. Cuando enviudó, a los cuarenta y cinco años, las mujeres dejaron de interesarle. Para compensar, intensificó su actividad cinegéti- ca con tal denuedo que despobló de fauna mayor los montes cercanos a Madrid.
Hombre prudentísimo, sólo cometió un error en su vida, pero, eso sí, garrafal: dictó la famosa Prag- mática Sanción, que provocaría unas cuantas guerras en el siglo xix y que todavía colea de vez en cuando. La Pragmática es simplemente una disposición de derecho civil (no ley sucesoria de la corona como se cree) que privaba de la legítima a los hijos que se casaran sin consentimiento de los padres. Los secretos motivos de Carlos eran bastante ruines: excluir a su hermano Luis de la línea de sucesión para castigarlo porque, ya cincuentón, se había casado con una plebeya de dieciocho abriles, hermosa y risueña, mirando sólo las carnes firmes, los pechos valentones y las buenas hechuras de la moza, y no la alcurnia de la fami- lia real. Se trataba de una venganza típica del reprimido sexual que era porque Carlos III, aunque ya hemos visto que se impuso voluntariamente el celibato a los cuarenta y cinco años, continuaba recibiendo la llama- da de la carne, por más que él la reprimiera cazando hasta quedar extenuado y dando paseos, descalzo, sobre las heladas losas del dormitorio.

El caso es que la Pragmática Sanción fue revocada por el rey siguiente, Carlos IV, que rehabilitó a su tío, el infante Luis y a los hijos de éste, otorgándoles el apellido Borbón y reconociéndolos como miembros de la familia real. No lo hizo por su tío, sino por halagar a Manuel Godoy, el amante de la reina, su esposa. Es que Godoy se había casado con una hija del infante don Luis. De este modo, todo quedaba en familia. Hizo más Carlos IV: además, restableció la antigua ley sucesoria española, la llamada Ley de Partida, que permitía reinar a las mujeres, una ley que Felipe V, el primer Borbón, había sustituido en 1713 por la Ley Sálica, machista y francesa, que daba preferencia en el trono a las líneas masculinas ante las femeninas. Así, el Borbón se aseguraba de que la corona de España recayera siempre en su casa. No obstante, el restablecimiento de la Ley de Partida por Carlos IV, aunque reconocido por las Cortes, no fue promulgado. En la ley impresa en 1805 (Novísima recopilación) siguió figurando el auto de Felipe V. Esta omisión costa- ría a España tres sangrientas guerras carlistas a lo largo del siglo XIX, como se verá más adelante.




CAPÍTULO 67

Banderita, tú eres roja


Cuando Carlos III heredó la corona española, trajo de Nápoles experiencia y ministros. Y por cierto, también la bandera española actual (oficial desde 1843), la roja y amarilla (que los cursis dicen «gualda»), con la franja central el doble de ancha. Hasta Carlos III, la bandera española había sido la de la Casa de Borbón, completamente blanca, color nada sufrido, pero práctico, porque cualquier sábana servía. En 1785, siendo rey de Nápoles, Carlos adoptó la roja y amarilla para sus navíos de guerra, que, hasta entonces, se confundían fácilmente con las de los otros estados borbónicos, España incluida, y ello le acarreaba disgus- tos.
Algunos extranjeros encuentran nuestra bandera un tanto folclórica, quizá porque casi no se ve fuera de estancos y plazas de toros. Se echa de ver que su primer uso fue destacar para evitar que los enemigos naturales de los Borbones, que dominaban el mar, estragaran la parca flota napolitana. Luego, se le añadió el escudo de armas real con las lises borbónicas. La Primera República (1873) la mantuvo, aunque cam- biando en corona mural la real del escudo, pero la Segunda República (1931) sustituyó la franja roja inferior por una morada y emparejó la anchura de las tres franjas. Como en su momento se dijo, escogieron el mo- rado en memoria de los comuneros que combatieron por las libertades del pueblo contra Carlos V bajo el pendón morado, o eso creían ellos. En realidad, los pendones comuneros eran la enseña medieval castella- na, es decir, rojo grana o carmesí. El morado que los republicanos adoptaron por error era, en realidad, el color del pendón del conde—duque de Olivares. No es que tenga mayor importancia.
Aparte del diseño de la bandera, Carlos III tuvo el acierto de rodearse de ministros competentes que le hicieran el trabajo mientras él cazaba ciervos y perdices.
Los ilustrados soñaban con un país autosuficiente y, sobre todo, capaz de fabricar los productos ma- nufacturados que las colonias americanas demandaban. Se habían propuesto recuperar un mercado inva- dido por los extranjeros y financiar con esas ganancias el desarrollo español. Contaban a su favor con una notable recuperación demográfica, que se operó a lo largo del siglo, así como un desarrollo paralelo de la agricultura. La tendencia era al crecimiento económico. ¿Podríamos equipararnos a las naciones más pode- rosas de Europa? ¿Podríamos recuperar nuestro prestigio y nuestra potencia? Para alcanzar aquella utopía, el gobierno se fijó dos objetivos: orden y economía, nada de dispendios inútiles, y paciente eliminación de los estorbos y antiguallas que atoraban las acequias del progreso, especialmente los privilegios medievales de la devastadora Mesta, que mantenía postrada la agricultura en extensas regiones. Había, también, que aventar los encallecidos prejuicios hidalgos contra el trabajo manual. Un real decreto declaró solemnemente que el trabajo manual no deshonraba a nadie (1783). Pero los medios no estuvieron a la altura de las inten- ciones. Ya se sabe lo difícil que es redimir para el trabajo a un vago de alcurnia. El mismo fracaso cosechó el gobierno cuando intentó hacer trabajar al otro estamento gandul de la sociedad, a los mendigos.
Los ilustrados apoyaban la libre empresa, que la gente pudiera enriquecerse sin trabas de clase o comerciales, porque de este modo el Estado se enriquecería con ellos, y el beneficio de los particulares redundaría en el procomún, una ideología liberal plenamente moderna. Querían, además, producir una so- ciedad culta y libre de prejuicios, en la que cada cual viviera en perfecta libertad de conciencia. Pero las reformas sociales y económicas que proponían se estrellaron contra la inercia de la sociedad española, con el sopar secular de sus clases.




CAPÍTULO 68

Cencerradas, tapados, tapadas


El famoso motín de Esquilache constituye el ejemplo más notorio del fracaso de la Ilustración, el pri- mer intento de europeizar España. Este Esquilache era un marqués siciliano que Carlos III trajo de Nápoles y había nombrado ministro de Hacienda y Guerra. Esquilache concibió la idea de europeizar y modernizar los usos del pueblo madrileño, el claro espejo cortesano en el que se miraban las provincias. Lo primero era terminar con ciertas entrañables costumbres carpetovetónicas, como las crueles cencerradas que sufrían los viudos que se aventuraban a unas segundas nupcias. Al lector, como es escéptico, a lo mejor le parece motivo baladí, pero lo cierto es que el temor a las cencerradas disuadía a muchos viudos de reincidir en el casorio, sin contar la merma y el daño que recibía la república al malograrse tanto posible matrimonio con su carga potencial de hijos, tan necesarios para el incremento demográfico.
Por lo de las cencerradas pasó el pueblo mal que bien (aunque no parece que pasara, puesto que se siguieron celebrando hasta nuestros pecadores días en muchos lugarejos de la geografía hispana). Por donde no pasó fue por lo del traje a la europea.
Los españoles gastaban grandes chambergos y amplias capas, con las cuales se embozaban al salir a la calle. En el fondo, era una costumbre higiénica, pues, debido a la reprobable y cochina costumbre de arrojar a la calle basuras y desperdicios, la pestilencia de la vía pública era insufrible, especialmente en los meses de calor. Las mujeres, a falta de capa, tenían mantillas y tocas, con las que también se tapaban el rostro, como vemos en Goya. Claro, con tanto tapado y tapada parecía que siempre era carnaval y prácti- camente no se le veía la cara a nadie. Esquilache, con su mejor voluntad, se propuso incorporar a los espa- ñoles a la moda europea, que era la francesa de calzón corto y peluca empolvada. Para dar peso a sus argumentos señaló que bajo las amplias capas de los embozados se disimulaban frecuentemente pistolas, dagas y otras armas prohibidas. Es que en aquellos tiempos todavía bravos existía cierto problema de orden público y menudeaban los desafíos, duelos y reyertas. El caso es que, como nadie obedecía la nueva nor- mativa, Esquilache se puso farruco y decidió proceder manu militar¡, que por algo era también ministro de la Guerra. Cuadrillas de alguaciles reforzadas con sastres patrullaron las calles de Madrid, deteniendo embo- zados y reformando su atuendo en el acto: un corte al ruedo de la capa, para dejarla corta, tome usted el sobrante que da para falda de mesa camilla, y tres tijeretazos y tres puntadas al chambergo de ala ancha, que, en un santiamén, se transformaba en—el tres picos.
El pueblo andaba algo resabiado con Esquilache por sus anteriores reformas y ya lo habían publicado de cabrón inventándole amores a la marquesa, su señora, pero lo de los alguaciles capeadores fue dema- siado. Los majos más exaltados se echaron a la calle y fueron juntándose en cuadrillas suficientes para resistir a la autoridad. Después de los primeros incidentes, los ánimos se caldearon hasta que el asunto degeneró en franco motín, que obligó al propio Carlos III a salir al balcón de palacio para prometer la sus- pensión de las reformas. La consecuencia política fue la destitución de Esquilache de todos sus cargos y su destierro. Por una vez ganaba el pueblo, pero el precio del pan, que era lo que verdaderamente afectaba a la gente menuda, no bajó.
No se ha demostrado que los instigadores del motín contra Esquilache fueran los jesuitas.




CAPÍTULO 69

El chocolate de la Iglesia


Los ilustrados fundaron sociedades de amigos del país destinadas a catequizar a sus compatriotas sobre los beneficios de la libre empresa y a divulgar las modernas técnicas agrícolas y artesanales. Estas propuestas hallaron escaso eco. España ya era, irremediablemente, diferente. En otros países, los ilustra- dos habían impulsado sus reformas apoyándose en una activa e inquieta clase media. En España, esa cla- se que debía suministrar los misioneros del progreso no existía. El nuestro seguía siendo un país campesi- no, inculto y atrasado, con un pueblo cerril, impermeable a toda idea renovadora. Además, había que contar con el inmenso poder de la Iglesia, gran enemiga de los cambios, y con la resistencia de la nobleza, anclada en sus privilegios de clase. El rústico cacique se cerró al progreso, adoctrinado por el cura en pausadas tertulias de bizcocho y chocolate, en el cuarto de respeto, con señoras de misa y comunión diaria enlutadas y dignas. La Iglesia tenía una fuerza tremenda y no estaba por la labor de acatar ideas disolventes llegadas de Francia, donde eran enarboladas por ateos y librepensadores de la calaña de Voltaire y Rousseau. La revolución francesa, con su secuela de subversión social y aniquilamiento de la aristocracia, vino a darles la razón desde su particular punto de vista.
Ningún ministro ilustrado se atrevió a lidiar el inmenso toro negro de la Iglesia. Juntando mucho valor, a todo lo que llegaron fue a expulsar a los jesuitas (una medida que ya habían tomado Francia y Portugal), lo que, a la postre, no trajo consecuencia alguna porque la pluriforme y adaptable Iglesia siguió obstaculi- zando el progreso.
La renovación económica no tuvo más suerte que la social. Naturalmente, los ilustrados propusieron una reforma agraria que pusiera a producir las grandes fincas mal cultivadas o dedicadas a dehesa ganade- ra en Andalucía, Castilla y Extremadura. La idea era buena, pero no hubo gobierno que se atreviera a po- nerle el cascabel al gato. La gran aristocracia y la Iglesia, propietarias de la tierra, eran todavía dos escollos formidables contra los que ningún ministro quería hacer naufragar su carrera política. La Iglesia había acu- mulado un gigantesco patrimonio agrícola procedente de donaciones pías inalienables (manos muertas), que estaba, como casi todo lo demás, pésimamente administrado.
Quedaba la industria, el último cartucho. Pero la industria no consiguió despegar de la mera produc- ción artesana para mercados regionales o poco más y preferentemente en la periferia (textiles en Cataluña, hierro en Vasconia, pesca en Galicia y Andalucía) mientras que el centro de Castilla permanecía comparati- vamente atrasado. Algo remedió la supresión del monopolio del comercio americano, que había pasado de Sevilla a Cádiz, y la liberalización de la economía colonial combinada con su reestructuración administrativa. Inmediatamente, los impuestos americanos se multiplicaron, lo que alarmó a las oligarquías locales, que ganaban más cuando estaban peor administradas. En ese clima de descontento, se fue preparando el te- rreno para los movimientos independentistas que estaban a la vuelta de la esquina. Tampoco encantó a los ingleses, que estaban acostumbrados a hacer grandes negocios en América aprovechando la incompeten- cia comercial española.




CAPÍTULO 70

La espina inglesa


Todo el buen juicio que asistió a Carlos III en la política interior (otra cosa es que los logros corres- pondieran a los objetivos) se le turbó en la exterior. Para empezar, se implicó en una alianza con Francia (el tercer Pacto de Familia) dejándose arrastrar por su odio a Inglaterra. Los Borbones no aprenden, pero tam- poco olvidan, y a Carlos III le seguía escociendo un humillante chantaje al que lo sometieron los ingleses en 1742, cuando todavía era rey de Nápoles. Una escuadra inglesa fondeada en la bahía lo obligó a jurar neu- tralidad en el conflicto austríaco bajo amenaza de bombardear su capital. Por el Pacto de Familia, España se implicó en la guerra de los Siete Años al lado de Francia y contra Inglaterra. Como es natural perdimos la guerra y con ella volaron unas cuantas colonias americanas (entre ellas Florida y el Misisipí), aunque, como compensación, Francia nos traspasó la Luisiana. También ganamos experiencia porque, después de esta guerra, Carlos allegó la sabiduría necesaria para acuñar aquella famosa máxima de gobierno: «Con todos guerra y paz con Inglaterra.» Otros se la atribuyen a su ministro Carvajal y Láncaster, y otros, a Fernando
VI. Tanto da.
Después, con singular miopía y nuevamente a remolque de Francia, España apoyó la independencia de las colonias inglesas en América (los Estados Unidos actuales) sin advertir el funesto ejemplo que daba a las suyas. Éstas no tardarían en seguir el ejemplo de las inglesas y sacudirse su yugo colonial. Un aspec- to positivo fue que recuperó de los ingleses Florida y la isla de Menorca, pero no Gibraltar.




CAPÍTULO 71

Tragicomedia de la Trinidad en la Tierra


Carlos III hubiera sido relativamente feliz de no haberle preocupado tanto las crecientes muestras de imbecilidad que le daba su hijo y heredero. Por ejemplo, en una tertulia cortesana en la que se conversaba sobre esposas adúlteras, el príncipe, futuro Carlos IV, dejó caer:
—Nosotros los reyes, én este caso, tenemos más suerte que el común de los mortales.
—¿Por qué? —quiso saber su augusto y algo amoscado padre.
—Porque nuestras mujeres no pueden encontrar a ningún hombre de categoría superior con quien engañarnos.
Carlos III se quedó pensativo y luego sacudió la cabeza y murmuró con tristeza:
—¡Qué tonto eres, hijo mío, qué tonto!: ¡Las reinas también pueden ser putas!
Éste era Carlos IV, un infeliz grandón y brutote, sonrosado y regordete, quizá un pelín feminoide, de mínima cabeza, ojos vacunos y enorme nariz borbónica. Hasta que sus obligaciones lo ataron al trono solía campar por las cocheras y cocinas de palacio, donde se sentía más cómodo que en los salones, y prefería departir en corrillos de criados y palafreneros antes que en tertulias y consejos de ilustrados.
Lo casaron con su prima María Luisa de Parma (de quien recibió el nombre la hierba luisa), segura- mente la reina menos agraciada que ha tenido España, quizá hasta Europa, la cual le salió, además, ninfó- mana sin que sepamos a ciencia cierta la parte que cupo al monarca en los catorce hijos (y diez abortos) que tuvo. Por lo menos uno de ellos, el infante don Francisco de Paula, se parecía muchísimo a Godoy. Este Godoy era un jayán guaperas con tendencia a la obesidad, que fue amante semioficial de la reina toda la vida. Es fama que la reina le echó el ojo cuando era un simple guardia de corps en palacio y lo encumbró hasta el rango de príncipe de la Paz y valido todopoderoso del rey. Fue un civilizado menáge a trois: el rey salía de caza todos los días para que Godoy visitara los aposentos de la reina en su ausencia. Para mayor discreción y comodidad, el valido utilizaba un pasadizo secreto. El caso es que, a pesar de lo claro que parece todo, diversos indicios inducen a sospechar que quizá el rey era tan imbécil que ignoraba el asunto del valido con su mujer, a no ser que pensemos que era un redomado farsante. En una ocasión comentó confidencialmente a la reina:
—¿Sabes lo que murmura la gente? Que a Manolito lo mantiene una vieja rica y fea.
La correspondencia íntima de la reina con Godoy está repleta de emotivos detalles, como correspon- de a una pareja romántica. Le comunica, por ejemplo, que le ha bajado la regla, «la novedad, mis achaques mensiles».
María Luisa también le fue infiel a Godoy, al que a veces alternó con untal Mallo y con otros garaño- nes cortesanos, pero, no obstante, parece que sintió un gran amor por el valido. Camino del exilio, solicitó
«que se nos dé al Rey, mi marido, a mí y al príncipe de la Paz con qué vivir juntos todos tres en un paraje
bueno para nuestra salud».
Al trío le tocó vivir una época de grandes cataclismos históricos. Durante todo el siglo precedente, España había crecido bajo la tutela de la superpotencia de allende los Pirineos. De pronto, en 1793, la Re- volución francesa decapitó al Borbón francés y dejó a sus parientes españoles como huérfanos.
¡El pueblo en armas contra la opresión de la monarquía! Un huracán republicano amenazaba los pa- lacios de las casas reales europeas y los castillos y mansiones de la aristocracia. Las pesadas lámparas de cristal, los recargados aparadores, las cuberterías de oro, las vajillas de cristal tallado, los cortinajes de damasco, los clavecines taraceados de marfil, las silentes arpas en las salas de música, los bellos y suntuo- sos objetos que testimoniaban la explotación de los humildes por los privilegiados, ya no se contemplaban con la misma seguridad arrogante de la víspera. Algo se había alterado para siempre en la mecánica celes- te. Las aristocracias europeas temblaron ante la posibilidad de que cundiera el ejemplo francés en sus pro- pios reinos. Los reyes que hasta ayer mantenían abiertas viejas rencillas dinásticas firmaron precipitada- mente la paz y corrieron a alistarse en el banderín de enganche que abrían los ingleses, siempre oportunis- tas, contra su tradicional enemigo, Francia. Había que aplastar a todo trance a la naciente República antes de que cundiera su ejemplo. En España la conmoción barrió a dos ministros capaces, Floridablanca y Aran-

da, y puso el gobierno en las manos inexpertas de Godoy, cuya única sabiduría política estaba en la cama de la reina. Pero él, mozo ambicioso y no del todo lerdo, estaba dispuesto a aprender.
Los Borbones españoles~no podían dejar impune la ejecución de sus primos y mentores franceses a manos de los revolucionarios. Por lo tanto, declararon la guerra a Francia y arrastraron al país, convalecien- te aún de tantas miserias pasadas, a un nuevo desastre. Los revolucionarios franceses, inflamados de ím- petu neófito, invadieron España por los dos extremos de los Pirineos y ocuparon Bilbao, San Sebastián y Figueras. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, la indignación borbónica por el asesinato de los primos quedó en agua de borrajas. Godoy, como una veleta bien engrasada, giró ciento ochenta grados para firmar una alianza con los franceses contra Inglaterra.
Una torpeza se tapaba con otra aún mayor. Nos llovieron los palos. La escuadra inglesa, dueña del mar, cortó las comunicaciones con América, dejando a las colonias a merced de los proveedores ingleses o norteamericanos (y tan contentas, porque ya las clases dirigentes miraban más por su bolsa que por la ma- dre patria). Como los portugueses se negaron a cerrar sus puertos a la flota inglesa, Napoleón, el nuevo dueño de Francia, decretó la invasión de Portugal. Carlos IV, llorando, se lamentaba al embajador de Fran- cia:
—¡Ay, qué desgracia es ser rey y verse obligado a hacer la guerra contra la propia hija!
Se refería a la infanta Carlota Joaquina, casada con el rey de Portugal. Ésta es la que aparece con el rostro vuelto, mirando hacia atrás, en el célebre retrato de la familia real, de Goya. Como estaba en Lisboa cuando se pintó el lienzo, no pudo posar.
Manolito Godoy, ufano como un pavo real —la incipiente panza comprimida por el fajín de generalísi- mo—, se puso al frente del ejército combinado franco—español. Fue un paseo militar que duró solamente dos días. En los jardines de Yelves, los soldados cortaron un hermoso ramo de naranjas, y Godoy se lo envió a la reina.
La «guerra de las naranjas» no prestigió a Godoy más que en los versos laudatorios de cuatro poetas subvencionados. En España nadie estaba contento: la nobleza porque se veía amenazada por la política errática del valido, y el pueblo bajo porque la carestía de la vida estaba alcanzando extremos insoportables. Mientras tanto, Godoy jugaba a la alta política. Esperaba ingenuamente que Napoleón compartiera Portugal con él. Muy al contrario, el socio francés, con el pretexto de la guerra de Portugal introdujo tropas en España y dispuso guarniciones en lugares estratégicos. Napoleón no iba a conformarse con Portugal; también aspi- raba a España.
En su papel de comparsa, España unió su flota a la de Francia, que intentaba burlar el bloqueo naval inglés y desembarcar tropas en Gran Bretaña. Inglaterra las aniquiló en Trafalgar, cerca de Cádiz, el mayor desastre naval de la historia de España, tan pródiga, por otra parte, en desastres navales. Fue una derrota por goleada: la coalición franco—española perdió veintitrés navíos; los ingleses, solamente cinco.




CAPÍTULO 72

El descalabro de Trafalgar


El celebrado plan de batalla del almirante Nelson (el Nelson's touch) hubiera resultado descabellado frente a un enemigo experto, pues implicaba la exposición de su flota al fuego del adversario durante media hora antes de situarse en condiciones de replicar eficazmente con su artillería. Nelson lo adoptó porque, después de una vida en el mar enfrentándose a escuadras españolas y francesas, conocía las limitaciones del enemigo y podía permitirse el lujo de despreciarlo. Es que, comparados con los ingleses, los aliados eran unos aficionados: la escuadra francesa, porque no se había repuesto aún de las restricciones impues- tas por los revolucionarios; la española, porque disponía de un presupuesto tan exiguo que apenas salía a la mar, sus arsenales estaban desabastecidos y sus hombres desentrenados. Por eso, los héroes españo- les de Trafalgar (Churruca, Gravina, Alcalá Galiano) eran oficiales que habían destacado en el plano cientí- fico. Les quedaba tiempo para dedicarse a la investigación civil y así combatían la frustración de no disponer medios con los que entrenar a sus hombres.
La escuadra franco—española de Trafalgar constaba de treinta y tres navíos (dieciocho franceses y quince españoles) que sumaban 2 856 cañones. La inglesa solamente alineaba veintisiete navíos y 2 314 cañones. No obstante, en términos reales, la flota británica era netamente superior, pues los artilleros ingle- ses eran capaces de limpiar, cargar y disparar el cañón en poco más de un minuto, mientras que los del adversario tardaban casi tres minutos, lo que, lógicamente, duplicaba, y hasta triplicaba, la potencia de fue- go británica.
Esta consideración me trae a la memoria la noticia de un incidente ocurrido en el verano de 1994, aunque trascendió meses después. Un buque de la Armada española, la corbeta Infanta Elena, que partici- paba en unas maniobras conjuntas con Estados Unidos, Argentina, Brasil y Uruguay, en aguas del Atlántico sur, embistió contra el destructor norteamericano Stump, y luego, por si quedaba duda de su pericia marine- ra, disparó una andanada con tan mala fortuna que erró el blanco y fue a acertar en la fragata Samuel B. Roberts, igualmente americana. En su descargo alegaban los de la Infanta Elena que el blanco era muy pequeño y apenas se divisaba en el agua, y que las tripulaciones no estaban suficientemente entrenadas por falta de presupuesto. Justamente lo que ocurría en los años que precedieron a Trafalgar. Así nos luce el pelo.




CAPÍTULO 73

El indeseable Deseado


Aquí se apareja ocasión propicia para hablar del primogénito del rey, el futuro Fernando VII. Es sabi- do que Dios, en su infinita sabiduría, muchas veces compensa la fealdad física de algunas de sus criaturas dotándolas de relevantes cualidades morales e intelectuales. Sin embargo, a Fernando VII, además de hacerlo feo («ese narizotas, cara de pastel», lo llamaban), lo hizo vil, falto de escrúpulos, rencoroso, misera- ble y taimado. No añado abyecto y felón porque son los adjetivos que usan casi todos los historiadores y no quisiera dar la impresión de que me dejo influir por ellos. Ya, de príncipe, se veía venir, aunque destacara más su zafia simpatía, su populachera llaneza, cuando acudía de incógnito a tabernas y colmaos para refo- cilarse con rameras baratas y trasegar vinazo en compañía de arrieros y majos.
La familia de Carlos IV (retratada inmisericordemente por Goya en el famoso óleo) era un hervidero de ambiciones, de rencillas y de odios. Exceptuando al padre, un bendito que no se enteraba de nada, to- dos conspiraban contra todos, y la puñalada trapera y la zancadilla eran moneda cotidiana. Y mientras tan- to, el interés de España, postergado como siempre.
El príncipe Fernando despreciaba a su padre y odiaba a su madre y a Godoy. ¿Por celos o por ambi- ción de reinar? El caso es que, en su impaciencia por heredar el trono, se enredó en tratos secretos con los ingleses y preparó un golpe de Estado contra su padre. Cuando lo descubrieron, imploró el perdón paterno y, para demostrar la sinceridad de su arrepentimiento, delató a sus partidarios. El buenazo del rey lo perdo- nó.
Ya eran más de cien mil los soldados franceses acantonados en lugares estratégicos de España con el pretexto de ocupar Portugal. Había que ser muy lerdo para no advertir que Napoleón pretendía adueñar- se del país. El plan del corso, según luego se supo, consistía en trasladar la frontera francesa al río Ebro y compensar a España de su pérdida con un trozo de Portugal (Carlomagno mil años antes intentó lo mismo, pero no ofreció nada a cambio). Godoy, alarmado por las tropas francesas que seguían entrando en Espa- ña, ya sin las formalidades del principio, le vio las orejas al lobo y decidió enviar a los reyes a Sevilla, por si había que ponerlos a salvo en el extranjero. Agitadores a sueldo de Fernando, o vaya usted a saber de quién, soliviantaron a la plebe para que se amotinara e impidiera a los reyes abandonar su residencia en el Real Sitio de Aranjuez. Este «motín de Aranjuez» culminó con el asalto y saqueo de la casa de Godoy por el populacho o por el heroico pueblo en armas, según se mire. El príncipe de la Paz, trémulo, se había oculta- do en un desván, detrás de la alfombra. Lo descubrieron y se salvó del linchamiento por los pelos, rescata- do en el último momento por sus guardias de corps. Carlos IV, aterrorizado, abdicó en su hijo Fernando, pero el amo virtual de España, el general francés Murat, lo obligó a firmar un decreto en el que anulaba su abdicación y recuperaba el poder. Es que Napoleón tenía otros planes.
El francés convocó en Bayona a la familia real. El rey, la reina, el príncipe y Godoy comparecieron prestamente, abyectos y serviles, y representaron de buena gana la vergonzosa comedia que Napoleón les iba dictando: Fernando abdicaba en su padre; Carlos IV abdicaba en Napoleón, y éste, a su vez, traspasaba la corona de España a su hermano José Bonaparte.
El asunto parecía discurrir según el guión preparado por el corso cuando en Madrid surgió un im pre- visto que lo echó todo a rodar. Cuando las tropas francesas sacaban del palacio real al infante Francisco de Paula para llevarlo a Francia estalló un motín popular. Era el dos de mayo de 1808, el Dos de Mayo famoso. Al heroico pueblo en armas (en esta ocasión nadie lo llamó chusma) se unieron algunos destacamentos del ejército y los capitanes del parque de artillería Daóiz y Velarde. Goya retrató magistralmente dos escenas de aquella jornada: la carga de los mercenarios egipcios a sueldo de los franceses, los mamelucos, en la Puer- ta del Sol, y los fusilamientos de la Moncloa de aquella misma noche, a la luz de los faroles.
La guerra de la Independencia había comenzado.
Mientras España se desgarraba, Fernando VII, su hermano y su tío, con un nutrido séquito de amigos y servidores, vivían por cuenta de Napoleón en el castillo de Valencay. Allí, el futuro rey de España entrete- nía sus ocios bordando y jugando al billar y a la lotería. También seguía, por la prensa y el correo, la marcha de la guerra de la Independencia y felicitaba a Napoleón por sus victorias sobre los españoles. Esto da idea de la catadura moral del individuo. Años después, Napoleón, en su meditativo exilio, se lamentaría de

haberlo retenido en Francia: tenía que haberlo dejado en libertad para que todo el mundo supiese cómo era y desengañar a sus partidarios.




CAPÍTULO 74

La guerra de la Independencia


Con la familia real española prisionera de Napoleón, en el ruedo ibérico se produjo división de opinio- nes. Numerosos ilustrados admiradores de la cultura francesa (los afrancesados) aceptaron a José I, el hermano de Napoleón, pues, aparte de ser más presentable que cualquiera de los Borbones, les pareció que la nueva dinastía francesa encarnaba el espíritu liberal y progresista de la Revolución francesa, y la regeneración que España estaba necesitando. Y la verdad es que no iban descaminados, aunque el modo deshonroso como Napoleón se había hecho con España, por medio de engaños y violencias, resultara in- aceptable.
Como los afrancesados, la Iglesia —que siempre ha tenido la vista larga y el paso corto, y sabe más por vieja que por Iglesia también comprendió que un prolongado dominio francés acarrearía ilustración y modernización del país, revisión de los viejos esquemas, y que, todo ello, amenazaba sus privilegios y su hasta entonces indiscutido papel como rectora de la sociedad.
La Iglesia tenía los medios: más de veinte mil púlpitos desde los cuales sembrar odio contra los inva- sores. Y se aplicó a ello con dedicación y empeño. El pueblo, que era volátil y tampoco necesitaba mucho para soliviantarse, se levantó en armas contra los gabachos. ¿Y las sabias y prudentes disposiciones de gobierno que mientras tanto tomaba José 1 en su papel de ser rey benéfico y hacerse amar por sus súbdi- tos? Ni se notaron. La propaganda patriótica le tejió una leyenda negra que lo acusaba de empinar el codo, a él que era completamente abstemio.

Pepe Botella, baja al despacho. No puedo bajar,
que estoy borracho.

En distintas regiones se constituyeron juntas para organizar la resistencia. La de Andalucía logró reu- nir un ejército considerable, que derrotó a las tropas del general Dupont en Bailén. La victoria consiguió un efecto multiplicador: José I tuvo que abandonar Madrid; Napoleón, que había menospreciado la capacidad ofensiva de los españoles, debió acudir personalmente para recuperar el terreno perdido. A partir de enton- ces, el ejército español sólo cosechó derrotas. Estaba visto que era insuficiente para enfrentarse contra las aguerridas y veteranas tropas napoleónicas que habían vencido ya a casi todos los ejércitos europeos. En- tonces, recurrió a la vieja táctica de las guerrillas: hostigamiento continuo del enemigo, asalto a sus co- rreos...
Napoleón, en su amargo exilio de la isla de Santa Elena, reprocharía a la úlcera española haber sido la ruina de su Imperio, pues le obligó a invertir en España hombres y recursos que necesitaba en otros luga- res del continente. Esto, se comprende, llena de legítimo orgullo a los patriotas, pero el lector escéptico hará bien en creer que España ganó el premio ex aequo con Rusia, cuyo «general Invierno» aniquiló al mayor ejercito francés, casi medio millón de hombres, que se dice pronto. Y tampoco conviene olvidar que el ejérci- to que verdaderamente derrotó a Napoleón en los campos de batalla españoles fue el inglés de Wellington, desembarcado en Portugal.
En la guerra de la Independencia, por esos azares de la historia, el pueblo soberano estuvo nueva- mente en condiciones de tomar decisiones por vez primera desde que los comuneros fueran aplastados en Villalar, tres siglos atrás. Huérfana de reyes y libre de intereses dinásticos, España pudo trazar su propio destino. En Cádiz, única población que, debido a su condición casi insular, no había caído en poder de los franceses, se reunió un Parlamento de emergencia, las Cortes, y redactó la Constitución de 1812, inspirada en las ideas progresistas y liberales de la Revolución francesa. La Constitución limitaba los poderes del rey y otorgaba la representación del Estado a un Parlamento, sin privilegios para la Iglesia o la aristocracia, las dos columnas del antiguo régimen en las que se apoyaba la monarquía.

Paradójicamente, tanto los diputados de Cádiz como José Bonaparte pretendían el bienestar de Es- paña a partir de una mayor justicia social, la modernización del país y la abolición de los privilegios. Esta coincidencia en el programa fue fatal para los liberales porque, cuando se expulsó a los franceses, la reac- ción patriótica antiliberal, auspiciada por la Iglesia y los elementos más reaccionarios, fue terrible.




CAPÍTULO 75

«¡Vivan las cadenas!»


Derrotado Napoleón, Fernando VII regresó a España para hacerse cargo del trono. Lo hizo en olor de multitudes, agasajos, arcos de triunfo y guirnaldas, pésimas odas, marchas triunfales y repique de campa- nas. Como remate, al llegar a Madrid una entusiasta turba de mujeres con vocación de burras desengan- chaó los caballos de la carroza para arrastrarla ellas mismas hasta el Palacio Real.
Fernando VII se limpió el trasero con la Constitución de 1812 (me hago cargo de que la expresión es muy ordinaria, pero a él le habría gustado) y persiguió a muerte a los liberales. Los afrancesados, acusados de haber colaborado con el gabacho, tuvieron que poner tierra por medio, unos a Francia y otros a Inglate- rra. Incluso Goya, que había denunciado las brutalidades del invasor en su serie de dibujos Los desastres de la guerra y en sus óleos históricos, tuvo que exiliarse y murió en Burdeos.
Fernando VII contaba con el apoyo de Iglesia y de las clases más reaccionarias del país. No tuvo difi- cultad para gobernar despóticamente, y sus seguidores lo aplaudieron cuando reinstauró la Inquisición, cerró las universidades y acabó con la prensa libre. También suprimió el Consejo de Estado para gobernar personalmente, auxiliado por una camarilla (así se llamó) integrada por sus amigotes, algunos de ellos ca- rentes de una mínima instrucción, y no lo digo por el canónigo, que algo de latines sabría, sino por el agua- dor y el esportillero. Pero adulaban al encanallado tirano, incluso haciéndole creer que era un campeón del juego del billar, de donde procede el dicho: «Así se las ponían a Fernando VII.» Se refiere a las bolas de billar, para que se luciera con carambolas fáciles. Mientras tanto, la corrupción administrativa y el trapicheo dominaban la vida nacional, y la policía perseguía el menor vestigio de oposición liberal. A todo esto, Carlos IV y su esposa solicitaban, desde su exilio romano, que se les permitiera regresar a España para pasar aquí su vejez, pero Fernando, tan miserable como siempre, no lo consintió y los mantuvo en un mediano pasar. Godoy les fue tan fiel en el exilio como lo había sido en los días de gloria.
Las colonias de América, que habían gustado el sabor de la libertad durante el aislamiento impuesto por la guerra napoleónica, decidieron que ya eran mayorcitas para gobernarse solas. Engolosinadas con el ejemplo de su próspera hermana mayor, los Estados Unidos de América, estallaron en movimientos inde- pendentistas: Bolívar, en el norte, y San Martín, en el sur, derrotaron a las guarniciones españolas.
Fernando intentó enviar un ejército para la reconquista de las colonias perdidas, pero la tropa que te- nía que embarcar se sublevó en Cabezas de San Juan al mando del general Riego, en un pronunciamiento o golpe de Estado de signo liberal. Fernando, creyéndose perdido, transigió con los principios liberales y juró nuevamente la Constitución que había abolido unos años atrás: «Marchemos francamente, y yo el pri- mero, por la senda constitucional», proclamó cínicamente. Era la desvergüenza y el pragmatismo encarna- dos: cualquier cosa antes que perder el trono. Pero la procesión iba por dentro, como le recordaba el Trága- la, perro, la grotesca cantinela de los liberales que iban saliendo de sus alcantarillas. Fueron los felices y breves tiempos del «¡Viva la Pepa!», el grito liberal alusivo a la Constitución de 1812, la Pepa, porque fue promulgada el día de San José.
Pero el segundo intento de liberalizar a España fracasó también. Los liberales no tenían experiencia de mando ni contaban con partidarios suficientes para desactivar el sistema autoritario. Por otra parte, tení- an que lidiar con la Iglesia y los estamentos privilegiados. Demasiado morlaco para un torero primerizo. Además, estaban divididos en varias tendencias, que se dedicaban a entorpecerse mutuamente. Dieron espacio sobrado para que actuara la Santa Alianza, una internacional europea reaccionaria que había en- tronizado de nuevo a los Borbones en Francia y perseguía las ideas disolventes (eso de Libertad, Igualdad y Fraternidad) que la Revolución francesa y las logias masónicas habían sembrado en Europa. La Santa Alianza envió un ejército a restaurar el absolutismo en España. Otra vez tropas francesas cruzaron los Piri- neos e invadieron España, los Cien mil Hijos de San Luis, que no fueron tantos ni tan santos como da a entender su patronazgo, aunque, eso sí, su intervención fue mano de santo. Como esta vez la francesada le convenía, la Iglesia se guardó mucho de soliviantar al pueblo contra los nuevos invasores. La expedición resultó un agradable paseo militar. Fernando VII volvió a gobernar como un sátrapa, y los liberales hicieron nuevamente las maletas camino del exilio. Esta vez a Inglaterra; que la Francia borbónica se había vuelto peligrosa.

Después de este episodio, las colonias americanas alcanzaron la independencia. Aquel Imperio es- pañol donde antaño no se ponía el sol había quedado de pronto reducido a Cuba y Filipinas. Por poco tiem- po.




CAPÍTULO 76

Las mujeres de Fernando


Fernando VII era rencoroso y gozaba de excelente memoria. No olvidó las angustias pasadas durante la revolución liberal y, en los diez años siguientes, la década ominosa (1823— 1833), instauró un Estado policiaco y persiguió sañudamente cualquier brote de liberalismo. En vista de que pintaban bastos, los libe- rales se mantuvieron al pairo, en el exilio, aunque algunos intentaron derrocar al régimen y organizaron un par de desembarcos suicidas, que fracasaron estrepitosamente. A la postre, el único liberalismo posible fue el que Fernando, muy a pesar suyo, consintió, por razones prácticas, cuando comprobó que los ministros más afines a su pensamiento eran completamente ineptos, y más le valía confiar en otros más enterados del funcionamiento del Estado, aunque pecaran de liberaloides.
Esta apertur a, aunque tímida, le granjeó la enemistad de los cartas, clericales e inmovilistas más in- transigentes, que fueron agrupándose en torno al hermano menor del rey, el infante don Carlos, un meapi- las tan ambicioso y enredador como Fernando, que acariciaba fundadas esperanzas de sucederlo en el trono. Ya que aparece Carlos, quizá sea el momento de volver al asunto de la Pragmática y de la ley de sucesión, puesto que en seguida acarreará las estúpidas y sangrientas guerras carlistas. Pero antes quizá convenga repasar los cuatro matrimonios a través de los cuales Fernando buscó afanosamente un heredero que le evitara el disgusto de tener que dejar el trono a su hermano.
A Fernando, cuando era todavía un doncel de dieciocho años, lo habían casado con su prima herma- na María Antonia Borbón Lorena, una chica menuda, más fea que guapa, rubia, de ojos claros, belfo aus- tríaco, nariz borbónica y carácter dulce. Falleció de una tuberculosis galopante a los tres años de casados, después de haber llevado una existencia anodina al lado de un marido zafio (ella era culta) y de una suegra odiosa.
Fernando, en el exilio de Valencay, intentó casarse por segunda vez con alguna sobrina de Napoleón, pero el emperador no se dignó acceder. Al regreso de Francia, ya rey y Deseado, contrajo segundas nup- cias con su sobrina carnal María Isabel Francisca de Braganza, hija de los reyes de Portugal, a la que lleva- ba diez años. Ella era gorda, mofletuda, los ojos saltones y apagados, nariz grande y boca pequeña y torci- da. En la verja de palacio amaneció un malvado pasquín liberal:
Fea, pobre y portuguesa... ¡Chúpate ésa!
Murió la pobre a los dos años, sin haber producido el ansiado heredero. Ya tenía el rey treinta y cua- tro, y comenzaba a preocuparle la falta de descendencia. Por eso, no esperó ni siquiera un año para casar- se de nuevo, y van tres, esta vez con su prima segunda (y al propio tiempo sobrina segunda) María Josefa de Sajonia. La chica, monilla y espiritual, sólo contaba dieciséis años, y nadie le había explicado cómo se fabrican los niños. La primera noche en la alcoba real se llevó tal sorpresa ante los requerimientos de su bastísimo cónyuge que hizo aguas menores y mayores en la cama, y Fernando, encalabrinado, montó un escándalo colosal, pero ni siquiera exhibiendo su regia ira logró que la testaruda alemana colaborara en la consumación del matrimonio. Tuvo que mediar nada menos que el papa para que la chica, una vez instruida en los misterios de la vida y en los rudimentos de sus deberes conyugales, se entregara a los deseos de Fernando.
Ni siquiera la intervención de tan alto mamporrero persuadió a la Providencia para bendecir aquel ma- trimonio con un heredero. Pasaban los años y la reina no tenía hijos, a pesar de que todos los veranos la corte peregrinaba al balneario de Sacedón, otras veces a Solán de Cabras, a tomar las aguas que tenían fama de ser muy engendradoras. Por caminos polvorientos y llenos de baches, en traqueteantes carrozas, bajo la feroz canícula estival, aquellos viajes eran una odisea. Fernando, dolorido y gotoso, se quejaba al oficial que lo acompañaba en el estribo del carruaje: «¡De este viaje salimos todos preñados... menos la reina!»
La reina no sería muy despabilada, pero era piadosa y, además de rezar frecuentemente el rosario, escribía versos con aplicación. Para disipar el natural escepticismo del lector, séanos permitido copiar una de las producciones de la reina, en la que se prueba que una vez aprendidos los rudimentos de la procrea- ción, por ella no quedaba. Son versos escritos en un balneario:

No el buscar una salud
que Dios nunca me ha negado otros fines me han guiado
de esta fuente a la virtud:
busco en mi solicitud
la pública conveniencia; sigo a una probada ciencia, y cumplo con mi deber;
por mí no quedó que hacer Obre Dios con su clemencia.

Pero Dios, cuyos designios son inescrutables, no obró, y la cuitada murió de fiebres en 1829, a los veinticinco años de edad, sin haber traído descendencia.
Fernando, cuarentón, baldado por la gota, pensó en casarse de nuevo. Necesitaba a todo trance un heredero. «No más rosarios ni versitos, coño», estalló cuando le propusieron otra princesa alemana. Esta vez prefirió una meridional, su sobrina María Cristina de Borbón, de veintitrés años, una napolitana alta, morena, de anchas caderas y nada mojigata. Hasta guapa era, si se le excusa la nariz familiar. El avejenta- do rey concibió una pasión senil, como consecuencia de la cual la nueva reina quedó preñada. El previsor Fernando, por si lo que venía de camino fuera niña, se apresuró a firmar la Pragmática de Carlos IV, la pro- mulgada en 1789 y luego absurdamente archivada; ahí es adonde queríamos llegar, que al restablecer la antigua Ley de Partida autorizaba que una mujer heredara la corona.
A su debido tiempo la reina dio a luz, una niña en efecto, a la que impusieron el nombre de Isabel. No había habido una reina en España desde Isabel la Católica.
Los partidarios del infante don Carlos, es decir, los carlistas, no aceptaron la componenda y se prepa- raron para imponer a su candidato, aunque fuera por las armas. En el bando contrario, los liberales se con- gregaron en torno a la reina María Cristina para defender la sucesión de la niña Isabel, que les parecía ga- rante de mayores libertades.
Ya estaban las estacas dispuestas y el personal preparado para comenzar a sacudirse en cuanto mu- riera el rey. A poco, Fernando sufrió un ataque de gota tan violento que todos pensaron que era el último. Aprovechando su debilidad, sus confesores lograron que firmara un documento que derogaba la Pragmática Sanción, una jugada maestra que dejaría a los liberales con un palmo de narices; pero el moribundo se recuperó y abortó la maniobra: se desdijo de lo firmado y destituyó de sus cargos cortesanos a los partida- rios de don Carlos. Por cierto, el que anduvo con el documento de un lado a otro, en su calidad de ministro de Gracia y Justicia, fue don Tadeo Calomarde. Ya que no por otra cosa ha pasado a la historia por haber dicho «Manos blancas no ofenden» cuando la infanta doña Carlota, hermana de la reina, le propinó una sonora bofetada después de hacer trizas la derogación de la Pragmática. Es éste un punto algo oscuro de nuestra historia porque otros autores aseguran que lo que Calomarde dijo fue «Manos blancas no infaman, señora», que es mucho más fino y ministerial. En realidad, era una frase proverbial española sin padre co- nocido. En lo que sí están de acuerdo los historiadores es en que la bofetada fue tremenda y en que la aira- da infanta era de las fortachonas y tenía las espaldas como un cargador de muelle.
Carlos se exilió a Portugal, y su sobrina Isabel fue jurada princesa de Asturias. Los dos bandos, car- lis tas e isabelinos, le sacaron brillo al correaje y se armaron para la guerra.




CAPÍTULO 77

Las feroces y literarias guerras carlistas


Fernando VII murió al año siguiente, 1833. Isabel, la heredera, sólo tenía tres años. Mientras alcan- zaba la mayoría de edad, la reina madre, María Cristina, ejercería de reina gobernadora.
Los carlistas se sublevaron por todo el país. La reina había procurado que los puestos claves del ejército estuvieran en manos de sus partidarios. Además, para ampliar su clientela por el único espacio político que le dejaba libre el enemigo, transigió con los liberales (que íntimamente le repugnaban) y puso el gobierno en manos de Martínez de la Rosa, un liberal tan moderado que apenas era liberal y cuya reforma de la Constitución decepcionó a las fuerzas progresistas que seguían añorando la Constitución de Cádiz.
España se escindió en dos bandos y comenzó una guerra civil que duraría seis años. Los carlistas, especialmente implantados en el medio rural de Navarra y el País Vasco, Aragón y Cataluña, azuzados por la Iglesia y los estamentos más reaccionarios, que consideraban el liberalismo una amenaza contra sus arcaicos fueros, alistaron fuerzas suficientes para enfrentarse al ejército regular o, por lo menos, para hosti- garlo con guerrillas.
Frente a ellos, al gobierno de la reina lo sostuvo la incipiente burguesía liberal de las ciudades gran- des y el apoyo internacional de Inglaterra, Francia y Portugal. Dentro de este bando liberal se destacaron dos corrientes, la oficial, muy moderada, y la progresista, que presionaba para la liberalización del país. Finalmente, consiguieron situar en la jefatura del gobierno a uno de los suyos, Mendizábal, que reorganizó el gabinete y decretó la famosa desamortización que lleva su nombre. El Estado puso a subasta pública gran parte de las propiedades que la Iglesia había ido acumulando a lo largo de los siglos, en total un tercio de las tierras del país. El ministro pretendía que este inmenso patrimonio, mayormente improductivo, pasara a manos de la burguesía y generara riqueza pública, que buena falta hacía.
Por lo demás, María Cristina, aliada con los liberales menos liberales, es decir, la facción conservado- ra del partido, sólo permitió reformas insuficientes. Los verdaderos liberales reaccionaron airadamente, con motines y levantamientos, y la obligaron a reconocer la Constitución de 1812. Después del chalaneo parla- mentario, la pobre Pepa quedó considerablemente devaluada en el texto de la Constitución de 1837, pero menos da una piedra.
Las guerras carlistas habían prestigiado tanto a algunos generales que se animaron a participar en política. Había dos ideologías oficiales: moderados y progresistas. Los moderados eran gente de orden, burguesía acomodada y partidaria de la corona; los progresistas eran la clase media de menos lustre, dis- puesta a esgrimir la amenaza revolucionaria de los trabajadores para conseguir su cuota de poder.
El general Espartero (el del caballo famosamente dotado) se convirtió en cabeza de los progresistas, pero los decepcionó, y muchos de ellos buscaron refugio bajo el espadón de su rival, el general Narváez.
A todo esto, los carlistas no dejaban de incordiar, pero a pesar de que dominaban extensas comarcas campesinas carecían de fuerza suficiente para someter las ciudades. El propio don Carlos fracasó en su intentó de hacerse con Madrid, y su general más importante, Zumalacárregui, murió cuando sitiaba Bilbao, poco después de que su cocinero inventara la tortilla de patatas. El hallazgo de esta fórmula culinaria fue cuanto de bueno trajo una guerra tan absurda y cruel. El armisticio se precipitó cuando el general carlista Maroto, rebelado contra los meapilas que rodeaban a don Carlos, pactó la paz con Espartero en el famoso abrazo de Vergara.
Las guerras carlistas costaron trescientos mil muertos, más o menos lo que la guerra civil de 1936, y no resolvieron nada; más bien aplazaron el problema del enfrentamiento entre liberales y conservadores hasta 1936. Lo que sí acarrearon fue otras consecuencias. Los militares se fueron engolosinando con el mando y con las sinecuras ministeriales y altos cargos. Dado que la tarta nacional no alcanzaba para todos, los descontentos se erigieron en oposición progresista.
Sucedió una época de inestable paz, en la que el país se recobró lentamente, aunque de vez en cuando se levantaba con el sobresalto de pronunciamientos de generales progresistas (pronunciamiento una palabra que hemos legado al vocabulario internacional, junto con siesta, guerrilla, desesperado y algu- nas otras, ninguna buena, salvo siesta). Entre los progresistas nació, en las principales ciudades, un partido democrático, de ideología revolucionaria, que aspiraba a destronar a Isabel.

En medio del torbellino de la política y la guerra de aquellos años, la reina gobernadora, doña María Cristina, vivió una singular historia de amor.
La reina no había sido feliz con el garañón taimado de su marido, pero, a las dos semanas de enviu- dar, el corazón le alivió los lutos poniéndole delante a un apuesto capitán de su escolta, Fernando Muñoz. Pasaron dos meses, y aunque se veían a diario y el capitán daba señales manifiestas de estar a su vez interesado en la reina, no se atrevía a declararle su amor. Decidió ella tomar la iniciativa y durante un paseo por la finca segoviana de «Quitapesares» (nombre como anillo al dedo) se encaró con él y le soltó:
—¿Me obligarás a decirte que estoy loca por ti, que sin tu amor no vivo...?
Los enamorados se casaron en secreto; un secreto a voces, pues tuvieron ocho hijos, y aunque los miriñaques que usaba la reina disimulaban algo sus preñeces, no bastaban para contener lo que ya era del dominio público. Cantaba el pueblo:
Clamaban los liberales que la reina no paría
y ha parido más Muñoces que liberales había.
Doña Cristina, romántica enamorada, renunció a la regencia en cuanto pudo y, en adelante, llevó una vida burguesa lejos del boato cortesano y fue feliz con su capitán, ya ascendido a duque.
A lo que no renunció fue a practicar el tráfico de influencias aprovechando su alta posición en la corte. En su casa—palacio de Madrid, abrió una gestoría de enchufes, corruptelas y apaños, gracias a lo cual amasó una considerable fortuna, que invirtió juiciosamente en Cuba, donde llegó a ser la mayor hacendada de la isla y la mayor propietaria de esclavos para el cultivo de la rica caña caribeña.




CAPÍTULO 78

La reina niña


Fue Isabel una niña algo corta de entendederas y de educación tan descuidada que era prácticamen- te analfabeta. En lo que resultó precoz fue en el sexo; en parte, porque había heredado el carácter ardiente y lujurioso de la familia y, en parte, porque la corrompieron sus propios tutores. A los trece años, declararon su mayoría de edad y, a los dieciséis, la casaron con su primo Francisco de Asís, ocho años mayor que ella y descendiente también de Felipe V, el primer Borbón español. Francisco de Asís era un bisexual notorio, escorado a maricón y voyeur. ¿Qué puedo decir —se lamentaba Isabel— de un hombre que en nuestra noche de bodas llevaba más encajes que yo? El pueblo, con mordaz ingenio, lo apodó Pasta Flora y Doña Paquita.
En la desafortunada elección de tal marido para la ardiente Isabel se puede ver la esperanza secreta de la reina madre de que Isabel no tuviera hijos. Seguramente, quería que la corona recayera en su otra hija, la infanta Luisa Fernanda, que era su ojito derecho.
Creció Isabel, más a lo ancho que a lo alto, y se convirtió en una reinona gorda y fofa, castiza y chu- lapona, hipocondríaca y fecunda, que trasegaba fuentes de arroz con leche como el que come aceitunas. La reina era muy fogosa y tuvo decenas de amantes, uno de los cuales, Carlos Marfiori, llegó a ministro de Colonias, porque, según las gacetas, «le es muy necesario al rey y sobre todo a la reina». Tuvo Isabel once hijos, de los cuales le vivieron seis. Los historiadores han echado cuentas y al parecer los que nacían muer- tos o morían lactantes eran los que engendraba de su primo y esposo. Los otros los tuvo con distintos amantes; el primero, una niña, del apuesto comandante José Ruiz de Arana, y el siguiente, un niño, el rey Alfonso XII, del bizarro capitán de ingenieros Enrique Puig Moltó. Más adelante, tuvo otras tres niñas de su agraciado secretario particular, don Miguel Tenorio de Castilla.
Sepa el escéptico y quizá algo sorprendido lector que desde el punto de vista dinástico no es mayor problema que Alfonso XII fuera hijo adulterino, pues, como se sabe, la ley española, fiel al código napoleó- nico, sostiene que todo hijo nacido dentro del matrimonio tiene por padre al marido. Ahora, con tanta prueba genética, no sabemos en qué acabará la cosa.
Por cierto que, para que se vea el carácter llano y borbónico de la reina, al ginecólogo que auscultán- dola predijo que estaba embarazada de un varón (Alfonso XII) le concedió el título de marqués del Real Acierto.
Dos influencias predominantes hubo en la corte de los milagros, como se llamó despectivamente a la de Isabel II: el confesor de la reina, el padre Claret, un minúsculo y enjuto clérigo, atormentado a causa de la permisividad sexual de los nuevos tiempos, y sor Patrocinio de las Llagas, una monja histérica y falsaria, que había sido procesada por fingidora de milagros y que, aprovechando que la reina, simplona y entrega- da, era incapaz de negarle un favor, se convirtió en una pía agencia de empleo, que colocaba a sus reco- mendados en los mejores puestos de la administración pública (haciendo con ello desleal competencia a la reina madre).


Muchos generales

Al final de la regencia de la reina, el general Espartero había gobernado dictatorialmente, con las Cor- tes disueltas. Un pronunciamiento lo derrocó y restituyó una sombra de gobierno parlamentario que nueva- mente desembocó en dictadura, esta vez con el general Narváez. Y después de Narváez, en 1854, tras otro pronunciamiento, gobernó el general O'Donnell, que llegó a un acuerdo con Espartero, para encabezar dos partidos que se alternaran en el poder, la Unión Liberal de O'Donnell y los moderados de Narváez. La políti- ca nacional no era aburrida ni previsible porque a los endémicos pronunciamientos, con su secuela de movi- lizaciones funcionariales, destierros de unos y regresos triunfales de otros, había que sumar una guerra en África (en la que Juan Prim tomó Tetuán), y otra en el Pacífico.

Hacia mediados de siglo la economía del país comenzó a prosperar y las inversiones de capital ex- tranjero, especialmente francés, hicieron posible un cierto despegue económico: se abrieron fábricas textiles en Cataluña y acerías en el País Vasco, se intensificó la explotación minera, se tendieron ferrocarriles. En este ambiente propicio, surgieron los primeros especuladores, como el marqués de Salamanca, y una oli- garquía de industriales enriquecidos, que constituyeron dinastías bancarias y empresariales, algunas de las cuales perduran todavía.
La reina, envalentonada, arrinconó a los elementos progresistas y provocó con ello una terrible mare- jada en las medanosas aguas de la política nacional. El papa, siempre al quite, apoyó la nueva orientación de la monarquía, tan conveniente para los intereses de la Iglesia. Años antes se había resistido a bautizar a Alfonso XII por ser hijo adulterino, pero echando pelillos a la mar, y comprendiendo que, si la monarquía caía, la Iglesia perdería su secular aliado, no vaciló en apoyar a Isabel, y hasta la condecoró con la más alta distinción vaticana, la Rosa de Oro. «Santo Padre, ¡es una puttana!», objetó un cardenal de la curia. A lo que Pío IX replicó: «Puttana, ma pia (Puta, pero piadosa).»
El ala progresista, en vista del viraje autoritario de Isabel, se agrupó a la sombra del general Prim, que odiaba a los Borbones, y de los destacados generales Serrano y Domínguez. En 1868, triunfó el pronun- ciamiento de una parte del ejército, secundado por el pueblo, en lo que se ha llamado Gloriosa revolución. El voluble y tornadizo pueblo, por el que Isabel se creía adorada, se echó a la calle al grito de «Abajo la Isabelona, fondona y golfona», y el general Serrano, antiguo amante de Isabel, derrotó a las tropas de la reina en la batalla del Puente de Alcolea (aun existe el puente, bello y de piedra, cerca de Córdoba). Así terminaron los marchitos esplendores de la corte de los milagros. Isabel, que estaba veraneando en San Sebastián, sólo tuvo que recorrer unos kilómetros para ponerse a salvo en Francia: «Creía tener más raíces en este país», declaró al traspasar la frontera.




CAPÍTULO 79

Un gafe en el trono


El vacío de poder que la huida de la reina dejaba lo ocuparon prestamente una serie de juntas, que desmembraron el país en taifas regidas por movimientos federales de signo anarquista. Mal comenzaba la Gloriosa revolución, pero con un poco de aplicación todavía se podía empeorar bastante.
Se empeoró, claro.
Los generales, algo alarmados por el sesgo que tomaban las cosas, pensaron que había que instau- rar una monarquía constitucional que les permitiera seguir mandando. Con una mano, ofrecieron al país la marchita zanahoria de la Constitución de 1869, con sufragio universal, libertad religiosa y todo, mientras con la otra descargaban garrotazos sobre los partidarios de la República.
Y comenzó la patética peregrinación por las casas reales europeas en busca de un monarca constitu- cional. Había que andarse con pies de plomo porque el equilibrio de poderes entre las superpotencias (Francia, Alemania e Inglaterra) era más sutil que nunca y cualquier posible elección amenazaba con des- encadenar una tormenta política o, peor aún, una guerra. Después de mucho negociar, se alcanzó, por fin, una fórmula de consenso, y Prim encontró a un pelele que se dejaría manipular por los militares a cambio de la corona de España, el duque de Aosta, Amadeo I de Saboya.
Presencia tenía Amadeo, y embutido en su uniforme, con los bordados y las charreteras, parecía un figurín, pero aparte de la presencia era hombre de escasas luces y, lo peor de todo, peligrosamente gafe.
Lo que no se puede objetar es que no estuviera por agradar. En un paseo en carroza por Madrid, el secretario y cicerone que lo acompañaba le indicó que pasaban cerca de la casa de Cervantes, y él respon- dió sin inmutarse: «Aunque no haya venido a verme, iré pronto a saludarlo.» Para que se vea la maldad de la gente, basándose en este dato, algunos detractores propalan que era hombre de pocas letras. Cabría replicar que casi todos los reyes de España lo han sido y ello no les ha impedido reinar, pero además, en el caso de Amadeo, es falso, puesto que era muy aficionado a las novelas pornográficas francesas.
En cualquier caso, tampoco permaneció en el país el tiempo suficiente como para visitar a Cervantes porque el mismo día de su llegada unos desconocidos asesinaron a Prim, que era su principal valedor. Era sólo cuestión de tiempo que republicanos y carlistas lo derrocaran. Intentó formar un gobierno de coalición en el que figuraran progresistas y radicales, pero los conservadores se negaron a pactar con sus adversa- rios y abandonaron el proyecto. Amadeo se vio obligado a abdicar, y las Cortes proclamaron la República por primera vez.
Las Cortes podían ser republicanas, pero en las provincias algunas juntas proclamaron el Estado fe- deral. Nueva división del país en cantones, especialmente el de Cartagena, que fue el más ruidoso y decidi- do.
Cundieron la anarquía y el desorden, y los elementos conservadores y moderados capitalizaron el descontento del ejército, que se sentía agraviado, y lo atrajeron a la oposición. El general Pavía sacó a los diputados de las Cortes y entregó el poder al general Serrano para que formase un gobierno de salvación. El general Serrano sometió a los carlistas, nuevamente rebelados.




CAPÍTULO 80

La Restauración


Mal porvenir se presentaba a un país aquejado de mil problemas y al borde de la guerra civil, frag- mentado en cantones y agravado por dos guerras mal curadas que se repitieron, la de los independentistas cubanos y la de los carlistas. La Primera República fue una ficción que duró medio año. No es que fracasa- ra, es que sólo existió sobre el papel, porque el poder siempre estuvo en manos de generales de uno u otro signo.
Los militares comenzaron a plantearse la posibilidad de una restauración borbónica, especialmente después de que Isabel II, políticamente quemada, abdicase en su hijo Alfonso XII. Antonio Cánovas del Castillo dirigió la operación con mano maestra, y la burguesía agraria e industrial, interesada en el regreso de la monarquía, la financió.
Los militares partidarios de la Restauración comenzaron a ocupar los cantones. El de Cartagena opu- so una resistencia tan heroica como inútil, que inspiraría una excelente novela de Ramón J. Sender. El ge- neral Martínez Campos dio un golpe de Estado y proclamó la restauración de la monarquía en Alfonso XII de Borbón.
El hijo de Isabel II era un chico moreno, bajito, no mal parecido, con el rostro menudo y enmarcado por grandes patillas, a la moda prusiana. De salud andaba solamente regular. Tenía afición a las mujeres, no se sabe si por tuberculoso o por Borbón, y también le gustaba codearse con el populacho en tabernas y colmaos, como a su abuelo Fernando VII.
Alfonso llegó a España a los dieciocho años, después de cinco de exilio. Su madre intentó seguirlo, pero Cánovas, a cuyos buenos oficios debía Alfonso el trono, se negó en redondo. Lo que no pudo impedir fue que el pipiolo se casara con su prima hermana, María de las Mercedes de Orleans y Borbón, de la que estaba muy enamorado. Esto de que un rey se casara por amor, como los pobres, prestigió mucho la mo- narquía a los ojos del pueblo. Las tonadilleras cantaban:

El veintitrés de enero se casa el rey
con su primita hermana
¡Mira qué ley!

La novia era bajita, guapa y regordeta. Quizá el lector recuerde aquella detestable y lacrimógena pelí- cula, ¿Dónde vas, Alfonso XII? Para acabar de redondear una historia tan romántica, la reina falleció antes de cumplir dieciocho años, a los seis meses de casada, que fueron para la pareja una prolongada luna de miel, durante la cual pasaron más de doce horas diarias en la cama, con la consiguiente alarma de los mé- dicos de palacio que temían por la vida del monarca (siempre el fantasma de aquel don Juan, hijo de los Reyes Católicos). Ahora se ha sabido que las fiebres tifoideas que se llevaron prematuramente a María de las Mercedes (y a todos sus hermanos) fueron provocadas por el agua de los pozos que abastecían la man- sión familiar de los Montpensier, el sevillano palacio de San Telmo, que estaban contaminadas por filtracio- nes de fosas sépticas.
El rey necesitaba un heredero que garantizase la continuidad de la monarquía, lo de siempre, así que volvió a casarse, esta vez sin tanto entusiasmo como la primera, por deber de Estado, ya que su segunda esposa, María Cristina de Austria, no era lo que se dice su tipo. A él le gustaban llenitas, a la moda de la época, y Cristina era, más bien, delgada y huesuda. Además, tampoco era un dechado de simpatía y cordia- lidad, sino un poco envarada y seca, el tipo de institutriz germánica. Y culta, eso sí, que la señora hablaba varios idiomas y tocaba el piano, pero a don Alfonso la cultura lo traía al fresco. El pueblo, siempre tan cap- tador de matices, aunque luego, en lo fundamental, muchas veces yerre, apodó a la nueva reina Doña Vir- tudes. Alfonso cumplió como un caballero, pero nunca sintió una gran pasión por ella. El día en que se for- malizó el compromiso, a la vuelta de la pedida, su sempiterno acompañante, Alcañices, como lo veía muy callado, se creyó en la obligación de elogiar el porte y la distinción de la que iba a ser reina de España, pero

Alfonso lo interrumpió: «No te canses, Pepe; a mí tampoco me ha parecido guapa, pero te habrás dado cuenta de que la que está bomba es mi futura suegra.» En efecto, la archiduquesa Isabel de Austria— Este—Módena era una cuarentona prieta, que estaba entonces en su justo punto de sazón.
Antes y después de casado, Alfonso XII tuvo diversas amantes ocasionales y una fija, la contralto Elena Sanz, a la que Castelar describe como «una divinidad egipcia, los ojos negros e insondables, cual los abismos que llaman a la muerte y al amor», y Pérez Galdós, más prosaico, «espléndida de hechuras y bien plantada». La cómica tuvo dos hijos del rey, Alfonso y Fernando.
Doña María Cristina, tan germánica en todo, se enamoró ardientemente del esquivo e infiel Alfonso, y aunque era mujer de carácter, soportó con resignación las infidelidades de su esposo, si bien en un par de ocasiones estuvo por tirar la toalla y hacer las maletas. Pero como era una gran profesional, disimuló y con- tinuó sonriendo en los actos oficiales, aunque la procesión iba por dentro. Sólo cuando en 1885 el rey murió (de tuberculosis, a los veintiocho años) y ella accedió al poder como regente durante la minoría de edad de su hijo Alfonso XIII, manifestó sus reposados odios y su naturaleza vengativa apartando del gobierno a cuantos habían facilitado la vida tunante del difunto. También retiró la pensión que la casa real pasaba a Elena Sanz. La antigua cantante, como tenía unos hijos a los que mantener, chantajeó al gobierno con unas cartas íntimas del rey en las que quedaba patente su paternidad. Llegaron a un acuerdo y las rescataron pagando por ello una crecida suma de dinero.




CAPÍTULO 81

Doña Cristina guarda el coño


Con los carlistas y los cubanos pacificados, España, en el último cuarto del siglo xix, conoció la paz y el desarrollo mediante la ayuda de Cánovas del Castillo, quizá el mejor político español de todos los tiem- pos, gustos aparte. Había un sistema parlamentario, había partidos políticos y había elecciones, pero no había verdadera democracia, ni la sociedad la demandaba, fuera de grupúsculos revolucionarios o anar- quistas. Todo el sistema se basaba en un gigantesco tongo porque los púgiles, los partidos liberal y conser- vador, o sus jefes Sagasta y Cánovas, se habían puesto de acuerdo para alternarse en el gobierno en rigu- roso turno, una legislatura liberal y la siguiente conservadora, ficción democrática que se garantizaba me- diante el control caciquil del voto. La Constitución de 1876, otra más, inspirada por Cánovas, concedía al rey poder arbitral. El rey designaba al gobierno, el gobierno designaba a los gobernadores de las provincias, los gobernadores designaban a los alcaldes, todos de su cuerda, los alcaldes organizaban y supervisaban las elecciones y daban pucherazo en las urnas donde fuera necesario, de manera que el resultado confirmase al gobierno designado por el rey.
Por cierto, durante los debates parlamentarios que condujeron a la redacción de esta Constitución, cuando andaban a vueltas con su artículo primero, sobre los españoles, algunos diputados se acercaron al escaño de Cánovas del Castillo para erigirlo en árbitro de la discusión, pues no se ponían de acuerdo sobre la definición constitucional de españoles. Cánovas, que era hombre de humor y profundamente sabio, hizo un chiste: «Son españoles los que no pueden ser otra cosa...»
En aquellas últimas décadas del siglo xix, la estabilidad política permitió un ambiente de paz social y laboral, que favoreció el crecimiento de la economía del país. Aumentaron las exportaciones, especialmente de textiles catalanes, de mineral de hierro y de vino (la filoxera había destruido los viñedos franceses). No obstante, hacia el final del siglo, el campo entró en crisis y frenó el desarrollo.
Alfonso XII no dejó un testamento político escrito, pero existen indicios que nos permiten suponer que apoyaba la continuidad del sistema. Es lo que se deduce del último consejo que dio, ya en el lecho de muer- te, a su inminente viuda: «Cristinita, ya sabes, guarda el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas», estupenda formulación de la teoría política de la alternancia en el poder.
Para gran consuelo de todos, el hijo póstumo de Alfonso XII fue un varón, Alfonso XIII, que nació rey. Así lo entendió también doña María Cristina, que, al saber que se trataba de un varón (anteriormente había tenido dos hembras), exclamó castizamente: «Mein klein koenig! [¡Mi reyecito!].» Cánovas y Sagasta se felicitaron igualmente: «Es la menor cantidad posible que se puede tener de rey, pero es rey, al fin y al ca- bo.» Es que el fantasma de una nueva guerra carlista pesaba todavía.
El gobierno nombró reina regente a doña María Cristina durante la minoría de edad de su vástago. La austríaca, que tenía muy pronunciada la inclinación autoritaria, se tomó a pecho el cargo e irradió su fuerte y adusta personalidad a toda la corte hasta su muerte en 1929. Aunque la política la hacían los partidos, ella siguió recibiendo embajadas y representaciones en su función de reina regente. Por cierto que un embaja- dor de Marruecos, después de su entrega de credenciales, informó al sultán: «El palacio real, un edificio extraordinario, pero el harén, flojito, muy flojito.» El moro aludía al séquito de ancianas y severas damas de compañía que rodeaban a Doña Virtudes.




CAPÍTULO 82

El desastre


Los diecisiete años de la regencia de doña María Cristina fueron muy conflictivos por los problemas internacionales en los que se vio implicado el país. En lo interior, sin embargo, tuvo suerte con los dos mi- nistros alternantes porque ambos reforzaron la monarquía. Sagasta, aunque había comenzado su carrera incendiando iglesias, se hizo tan monárquico de toda la vida como su contrincante, y éste, con suma habili- dad, adaptó la maquinaria política al turno de dos partidos liberales. Quizá la entente se hubiera mantenido por más tiempo de no mediar la conmoción de 1898, que desencajó toda la maquinaria del Estado y desper- tó la fiera dormida del nacionalismo vasco y catalán.
Todo iba perfectamente y, de pronto, en el breve plazo de un decenio, se fue al garete. Los moros de Marruecos se sublevaron en 1890, Cánovas fue asesinado por un anarquista italiano en 1897, Estados Unidos hundió la escuadra y nos expulsó de Cuba y Filipinas en 1898. Sagasta falleció en 1903.
Estados Unidos de América, la joven y dinámica nación surgida de las colonias inglesas a finales del siglo XVIII, había dado el estirón a lo largo del XIX y había crecido en cuerpo y sabiduría, pero sobre todo en cuerpo, porque la franja atlántica donde comenzó su andadura nacional se había ensanchado hacia el oeste a costa del desierto, del indio y del mexicano. Cuando llegó al Pacífico, como aún le sobraban energí- as, dio en aspirar a un imperio colonial, como cualquier nación europea de su tiempo. Naturalmente le echó el ojo a la vecina Cuba y ya había intentado comprarla al gobierno español, pero la perla del Caribe no es- taba en venta.
Entonces, cambió de táctica. Siguiendo la llamada doctrina Monroe, «América para los americanos», tan conveniente para sus intereses, favoreció el movimiento independentista cubano. Cuando la rebelión se enconó, en 1898, fondeó el crucero Maine en el puerto de La Habana, en visita aparentemente amistosa, con el pretexto de proteger a los ciudadanos americanos residentes en la isla. Llevaba el buque unos días anclado en la bahía cuando, de pronto, una explosión lo hundió y ocasionó doscientos sesenta muertos. El gobierno español elevó vehementes protestas de inocencia, pero la opinión pública norteamericana, conve- nientemente caldeada por las campañas de los periódicos de Hearst (sobre el eslogan «Recordad al Maine. Al infierno con España [To hell with Spain]», se inclinó por la guerra. Ya se sabe lo importante que es la opinión pública en los Estados Unidos, aparte, claro, de que el gobierno estuviera deseando armarla. Los americanos exigieron al gobierno español que abandonara la isla, una imposición inaceptable. De este mo- do, forzaron al gobierno español a declararle la guerra, aunque todo el mundo, menos algunos imbéciles patrioteros de aquí, la sabían de antemano perdida.
Una escuadra americana sorprendió a la española en la bahía de Manila y la dejó convertida en un montón de chatarra humeante. Ellos sólo tuvieron que lamentar siete heridos. («El desastre —informó Sa- gasta al Congreso— sólo se debe a la inmensa superioridad de la escuadra enemiga.») Dos meses más tarde le tocó el turno a la escuadra de Cervera, que defendía Cuba, con idénticos resultados. Los exaltados pasaron del triunfalismo del principio a la orgullosa aceptación de la realidad con aquello de «mejor honra sin barcos que barcos sin honra».
España se rindió y cedió sus últimas colonias, Puerto Rico incluida. Estados Unidos se vistió de largo e ingresó por la puerta grande en el exclusivo club de las potencias mundiales que hoy, después de un siglo de crecimiento ininterrumpido, sigue presidiendo. Han tardado noventa años en admitir que los españoles no hundieron el Maine. Parece que una de las santabárbaras del navío explotó accidentalmente, recalenta- da por la combustión espontánea de uno de los depósitos de carbón que alimentaban las calderas del na- vío.
Los españoles no debemos respirar por la herida, aquello ya está olvidado, pero dejó una secuela di- fícil de superar: la cocacola suplantó a nuestra típica zarzaparrilla, tanto que hoy más de media España, quizá me quede corto, no sabe de qué bebida estoy hablando.
La pérdida de las colonias, y, quizá más aún, el modo desastrado y humillante en que se perdieron, provocó una profunda crisis nacional, especialmente entre los intelectuales, porque la gente común leía poco la prensa y estaba más interesada en las hazañas taurinas de Lagartijo que en lo que pasaba en Cu- ba, donde no poseían fincas. Airadas protestas se elevaron en periódicos y tribunas. Había que regenerar la nación, expulsar a los podridos políticos profesionales, barrer el caciquismo, implantar una democracia ver-

dadera, sin compra de votos, sin extorsión. Era un proyecto utópico para un pueblo carente de la mínima educación democrática e integrado mayoritariamente por analfabetos, pero por algo se empieza. Nuevas fuerzas políticas, más agresivas y menos dispuestas al compromiso, se sumaron a la ola de descontento nacional: por una parte, los nacionalistas vascos y catalanes; por la otra, los republicanos y los revoluciona- rios proletarios. Los políticos, siempre tan oportunistas, encabezaron la manifestación y reclamaron también el establecimiento de una verdadera democracia. Con Cánovas muerto y Sagasta a punto de tanatorio, los nuevos partidos tocaron a degüello. Se acabaron las limpias componendas de conservadores y liberales; desde hoy, que el más listo se alce con el santo y la limosna.
En estas difíciles circunstancias se hizo cargo del gobierno el joven Alfonso XIII. Era 1902, había cumplido dieciséis años, lo habían declarado mayor de edad y se daba por terminada la regencia de doña María Cristina.




CAPÍTULO 83

El drama familiar de Alfonso XIII


Alfonso XIII fue un niño débil, enfermizo y enmadrado, al que malcriaron en palacio. Su tía, la Chata, le repetía hasta la saciedad que había nacido rey y, por lo tanto, estaba por encima de la ley y podía obrar a su antojo. De adulto, cuando tuvo que encarar sus limitaciones personales, y quizá también las de su país, al que amaba profundamente, derivó en neurasténico. Toda su vida necesitó el apoyo de la ríspida doña María Cristina, y cuando le faltó, en 1929, se quedó tan disminuido y tan propenso a las depresiones que esta circunstancia explica la facilidad con que tiró la toalla y abandonó la corona en 1931.
Don Alfonso no era muy culto y su trato resultaba algo plebeyo (por ejemplo, hablaba de tú a la gen- te), pero tenía gustos de señorito: automóviles, caballos, deportes elitistas, caza, películas porno (rodadas especialmente para él) y mujeres, de las que fue un gran coleccionista. Tuvo decenas de amantes ocasiona- les de toda condición; de algunas, concibió hijos naturales. Entre las más estables se citan una tal Melanie, parisina, que se trajo a Madrid, y la actriz Carmen Ruiz Moragas, a la que puso un chalecito. La ingrata se declaró republicana de toda la vida cuando advino la República. De Carmen Ruiz Moragas tuvo dos hijos, chico y chica. El chico ha publicado recientemente sus memorias con el deseo, muy legítimo, de abrirse un huequecito en la historia y de reivindicar su parentesco, aunque sea por rama bastarda, con la Familia Real.
La debilidad por las cómicas parece consustancial a los Borbones. Alfonso XIII se encaprichó también de la conocida vedette Celia Gámez, a la que se benefició en el propio palacio real.
Alfonso se casó, en 1905, con una guapa y elegante sobrina de la reina Victoria de Inglaterra, María Victoria de Battemberg. El rey fue al altar ignorante de que la inglesa, tan sana como parecía, era transmiso- ra de una terrible enfermedad, la hemofilia. Los afectados de hemofilia son deficitarios del factor coagulante de la sangre y pueden desangrarse por cualquier herida, por mínima que sea. Curiosamente, las mujeres no padecen esta enfermedad, pero pueden transmitirla a sus hijos varones. La reina María Victoria se la trans- mitió a dos de ellos, al heredero de la corona española, su primogénito don Alfonso (nacido en 1907), y a don Gonzalo (nacido en 1914).
La hemofilia de la casa real inglesa procedía de una alteración cromosómica cuya probabilidad remo- ta (una en cien millones) se produjo en la reina Victoria, fruto del matrimonio de la duquesa de Kent con un Hannover, que aportaba una sangre degenerada por repetidos enlaces consanguíneos. Curiosamente, Eduardo VII, hijo y heredero de Victoria, no padeció hemofilia ni la ha padecido ninguno de sus descendien- tes. La casa real inglesa se limitó a transmitirla a las casas reales española y rusa (esta última en la persona del zarevitch Alexis, hijo de la princesa Alix, la nieta de la reina Victoria, casada con el zar Nicolás II).
Hacia 1910 se descubrió que el príncipe de Asturias era hemofílico. Alfonso XIII, tan inconstante en sus afectos, ya se había desenamorado de la reina y experimentó un rechazo irracional hacia ella, como si fuera culpable del mal que aquejaba al niño. La reina, británicamente fría, y frustrada como mujer por un marido que la despreciaba, que la traicionaba con otras y que le reprochaba frecuentemente haberle dado hijos tarados, quedó aislada en el opresivo e incómodo palacio real, en medio de una corte extraña, en un país meridional al que nunca logró adaptarse. Se refugió en los viajes y en la presidencia de obras benéfi- cas (especialmente, de la Cruz Roja). De este modo, consiguió mitigar el dolor de su tragedia íntima, pero, a cambio, descuidó a su familia, sobre todo a sus hijos, tan necesitados de ella, cuyo cuidado delegó en ma- nos de empleados. Era la típica huida hacia adelante de una persona que no sabe cómo escapar de una situación de profunda infelicidad. El mismo desinterés mostró, ya en el exilio, hacia sus hijas las infantas, a cuyas bodas ni siquiera asistió, aunque ya en su vejez cambió de actitud y volvió a ocuparse de sus obliga- ciones familiares.




CAPÍTULO 84

España airada


Alfonso XIII no lo tuvo tan fácil como su padre. Ascendió al trono justo a tiempo de asistir al desplome del cómodo sistema de dos partidos alternantes. El surgimiento de la conciencia obrera desestabilizó el sistema: en los veinte años siguientes, se sucedieron hasta treinta y dos gobiernos, todos inestables. El caciquismo perduraba en la España rural y profunda, pero en las grandes ciudades industriales la creciente masa profesional y obrera apoyaba a los partidos de izquierda. A principios de siglo, crecieron organizacio- nes políticas de nuevo cuño (socialistas, anarquistas, republicanos, regionalistas vascos y catalanes) y se enconaron el malestar social y los problemas incubados a lo largo de la Restauración. El fundamentalismo anarquista enviaba sus kamikazes a la caza del explotador o del ministro (o del propio rey, al que arrojaron una bomba el día de su boda); los movimientos sindicales y obreros iban alcanzando su mayoría de edad, y los separatismos catalán y vasco pisaban fuerte y se dejaban oír. Por si fuera poco, los moros se alzaron en la colonia marroquí y atacaron Melilla, lo que encendió una costosa guerra que duró muchos años, que provocó la Semana Trágica y que culminó en el desastre de Annual.
Los valores que antes parecían tan bien asentados, la monarquía y la unidad de España, comenzaron a tambalearse. En las elecciones de 1903 avanzó el partido republicano; en las de 1907, el nacionalismo catalán. El Partido Republicano Radical se agigantaba impulsado por el verbo fácil de Alejandro Lerroux, e incluso los anarquistas, que hasta entonces habían ido por libre apuñalando diputados y tiroteando minis- tros, mostraron su capacidad de fundar grupo propio con la CNT, en 1910. Los socialistas habían fundado el sindicato UGT en 1888, pero, como todavía estaban en mantillas, prefirieron unirse a los republicanos.
Los problemas sociales que comenzaban a apuntar iban a quedar durante un tiempo relegados ante la urgencia de los que muy pronto se plantearon en el exterior.
A finales del siglo xix, en la euforia de la expansión industrial, todos los países de Europa dieron en formar imperios coloniales a costa del mundo subdesarrollado, especialmente África. El objetivo era triple: obtener materias primas casi gratuitas, ganar mercados para los productos industriales e invertir la riqueza que se iba acumulando. España, con el paso cambiado respecto a Europa, como casi siempre, perdió los restos de su imperio colonial precisamente cuando sus vecinos construían los suyos. Al final, para nosotros, lo más parecido que había a un imperio colonial era Marruecos, y hacia él se encauzaron las ambiciones y los intereses.
En Marruecos, aparte de naranjas, dátiles y artesanía bereber, lo que había era una gran riqueza m i- nera, en cuya explotación se invirtió mucho capital español. Otras potencias europeas, que ya calentaban motores preparándose para la primera guerra mundial, también estaban interesadas en el mineral, pero, no obstante, en 1912, España consiguió el protectorado sobre Marruecos.
En 1909, bandas irregulares marroquíes atacaron los fuertes que rodean Melilla. Maura, jefe del go- bierno conservador, se alarmó y llamó a filas a cuarenta mil reservistas. Esto, unido a las noticias de la em- boscada del barranco del Lobo, donde habían perecido cientos de soldados españoles, soliviantó los áni- mos de las masas. «¡Sangre de obreros —clamaron los revolucionarios de izquierdas—, que se derrama para defender los intereses de los capitalistas, mientras sus hijos se libran de ir al matadero y viven en la opulencia y el derroche!» Una muchedumbre se había concentrado en el puerto de Barcelona para despedir a los soldados que embarcaban para la guerra de África. Estaban los ánimos ya bastante caldeados, porque los hijos de los ricos no iban, cuando llegó una expedición de damas de buena sociedad y se puso a repartir escapularios y medallas entre los que embarcaban para el matadero. Las bienintencionadas damas no ad- virtieron que el barro no estaba para pitos. A los abucheos, a los insultos y a los escapularios pisoteados, sucedieron los enfrentamientos con las fuerzas de orden público. La algarada degeneró en motín revolucio- nario, que se propagó por toda la ciudad. Al poco tiempo, comenzaron a arder algunos templos y otros edifi- cios pertenecientes a la Iglesia, en la que los revolucionarios veían la principal aliada de la clase explotado- ra. La policía actuó contundentemente (la Semana Trágica).
Marruecos, como un Vietnam cualquiera, reclamaría cada vez mayor cantidad de sangre. La protec- ción de los intereses de las compañías mineras podía plantearse de dos maneras: por las buenas, sobor- nando a los jefes de las cabilas rifeñas, que es lo que proponían los políticos, o por las bravas, metiendo a los rebeldes en collera, como proponían los militares.

La clase militar española, surgida como tal en el siglo xviii, había salido muy prestigiada de la victoria sobre Napoleón en la guerra de la Independencia (victoria que no se debió a los militares, sino al pueblo en armas, azuzado por la Iglesia, y al cuerpo expedicionario inglés de Wellington, como ya dijimos). En 1898, después del descalabro de la guerra de Cuba, los militares necesitaban recuperar el prestigio perdido, re- verdecer sus marchitos laureles, a ser posible contra un enemigo mal armado y poco numeroso. Los irregu- lares marroquíes, descalzos y armados de espingardas atadas con alambre, parecían muy a propósito para el lucimiento. Luego resultó que no estaban tan mal armados como se creía y que tenían un talento natural para la guerra, el propio de clanes y tribus que llevan matándose por una cabra o un pozo desde tiempo inmemorial.
Volvamos a lo de la Semana Trágica. El gobierno, sintiéndose en la obligación de buscar una cabeza de turco en la que escarmentar a la chusma desmandada, culpó de los desórdenes al ideólogo libertario Ferrer Guardia y lo fusiló. La reacción de los partidos de izquierda nacionales e internacionales fue de tal calibre que Alfonso XIII se asustó y dejó tirado al gobierno conservador de Maura para escorar a la izquierda y echarse en brazos de los liberales, es decir, de Canalejas. No fue mala elección, pues el nuevo gobierno resultó progresista, benéfico y pacificador, pero fue muy breve, porque a Canalejas lo asesinó, dos años después, un anarquista cuando examinaba las novedades editoriales en el escaparate de una librería de la Puerta del Sol. ¿Se imaginan a un presidente de gobierno actual, benéfico, solo, sin escolta e interesado por los libros?




CAPÍTULO 85

Huelgas y pistolas


En la primera guerra mundial, España permaneció neutral, pero muchos fabricantes amasaron gran- des fortunas vendiendo bienes de equipo a las potencias beligerantes. La guerra fue un maná del cielo para la minería asturiana, el hierro vasco, los textiles catalanes y los bancos madrileños. Pero los problemas sociales, lejos de solucionarse, se agudizaron y tocaron techo en 1917: los obreros y los militares reclama- ban aumento de salarios. El pistolerismo anarquista hacía de las suyas en Barcelona. Los nacionalistas catalanes aprovecharon la crisis, una vez más, para arrimar el ascua a su sardina (y, una vez más, el resto de España se sintió comparativamente agraviada por los nacionalistas vascos y catalanes, en los que vieron a unos privilegiados que se hacían los oprimidos para reclamar mayor ración de la tarta nacional). Un viejo prejuicio (¿prejuicio?) que todavía, por cierto, colea.
La creación de un gobierno nacional presidido por Maura no bastó para calmar los encrespados áni- mos. En adelante, no hubo gobierno con fuerza suficiente para frenar la protesta obrera, la agitación social, la inquietud sindicalista, el pistolerismo anarquista o empresarial, el nacionalismo catalán y los mil menudos problemas añadidos.
Para acabar de arreglar las cosas, la guerra de Marruecos se recrudeció a partir de 1920, cuando el cabecilla Abd el— Krim consiguió que las cabilas rebeldes reconocieran su jefatura y las empleó hábilmente, en guerra de guerrillas, para desgastar al ejército español. El general Fernández Silvestre, deseoso de ins- cribir su nombre en los anales de la milicia junto a los de Alejandro y el Gran Capitán, emprendió por su cuenta y riesgo una hábil maniobra para dominar Alhucemas. Abd el—Krim consiguió rodear su columna y la aniquiló en Annual (1921), donde perecieron unos trece mil hombres y gran cantidad de material bélico cayó en manos de los moros. El sector oriental del protectorado se desplomó, aunque, afortunadamente, Melilla se sostuvo.
Las armas habían fracasado. Se volvió a considerar la vieja solución de sobornar a los jeques de las cabilas, pero los militares se opusieron, especialmente los más jóvenes, que estaban aprovechando la gue- rra de Marruecos para ascender en el escalafón. El más destacado de todos ellos era un joven comandante llamado Francisco Franco.
La situación política se deterioró. El fraccionamiento de los partidos impedía la formación de gobier- nos estables, crecían la agitación social y los atentados anarquistas, y la clase política se había acostum- brado a la componenda y la marrullería. Mientras tanto, la revolución que se iba gestando aterraba a la am- plia clientela conservadora de España, que temía que se repitiera lo de Rusia. Incluso los catalanistas de la Lliga, los que diez años antes clamaban por la independencia, habían olvidado sus ambiciosos planes para considerar, consternados, las cuantiosas pérdidas que las continuas huelgas acarreaban. En esta circuns- tancia, el general Primo de Rivera dio un golpe de Estado, «para salvar a España de los profesionales de la política», en setiembre de 1923, y no sólo contó con la inmediata adhesión de la burguesía, de la Iglesia y del ejército, sino con la del propio rey, que lo llamó Mi Mussolini. Se conoce que don Alfonso estaba tan preocupado como los burgueses, y por idénticas razones. En cuanto al PSOE y a la UGT, se manifestaron ambiguos y neutrales. Sólo la CNT estuvo abiertamente en contra del dictador. Los comunistas convocaron a la huelga general, pero eran tan pocos todavía que nadie los escuchó.




CAPÍTULO 86

Primo de Rivera


Primo de Rivera, como todo dictador que se precie, anunció que sólo venciendo una íntima resisten- cia había dado aquel paso y que, como no albergaba ninguna ambición de mando, bien lo sabe Dios, en cuanto se restableciera el orden dejaría el gobierno en manos capaces. Pero, por lo pronto, disolvió las Cortes y designó un Directorio Militar.
El general era, quizá, algo bruto, paternalista y simple (de lo que se burlaron los intelectuales), pero es indudable que hizo cosas por el país. Lo primero extirpar, de una vez por todas, el cáncer africano, obli- gando a los ineptos jefes del ejército a retirarse para después, en una operación combinada con los france- ses (cuyas posesiones en Marruecos también había atacado Abd elKrim), desembarcar en Alhucemas y asestar un golpe decisivo al caudillo rebelde. Abd el—Krim se rindió a los franceses declarando: «Me he anticipado a mi tiempo.» Con esto se liquidó decorosamente aquella desastrada guerra colonial.
El general no tenía programa político alguno, salvo el mantenimiento del orden público y la unidad de la patria a todo trance, pero era inofensivo si no se le provocaba e hizo cosas por la paz que merecieron la alabanza de propios y extraños (grupos escolares, pantanos, carreteras, ferrocarriles...), y, aprovechando que la peseta estaba fuerte y la economía nacional en expansión, creó empresas públicas que todavía per- duran de una u otra forma (CAMPSA, Telefónica, Tabacalera, Confederaciones Hidrográficas); pero no consiguió hacerse perdonar por los intelectuales ni por los nacionalistas catalanes. Aunque tuvo muchos partidarios, el partido con el que intentó arroparse («la Unión Patriótica, para gentes de ideas sanas») nunca cuajó, mientras que, por el contrario, los grupos que se le oponían ganaban fuerza.
En 1929 una combinación de circunstancias lo dejó contra las cuerdas: el crack financiero internacio- nal debilitó la peseta, y a los problemas económicos se unió el descontento del ejército (cuyos privilegios intentaba recortar), la labor de zapa de la CNT entre la masa obrera, los alborotos estudiantiles, las intrigas de sus adversarios políticos, las críticas de los intelectuales, los repetidos y chapuceros intentos de golpe de Estado de otros generales, sus conmilitones. Primo de Rivera, como un boxeador sonado, bruto y noble, creía contar todavía con el respeto del voluble rey, y declaró a sus íntimos: «A mí nadie me borbonea.» Esto ocurría el 29 de enero de 1930. Al día siguiente, Alfonso XIII lo dejó tirado, como había dejado a otros cadá- veres políticos en el pasado. (Borbonear, un neologismo que data de entonces, significa una forma de en- gaño político propia de los Borbones.) Primo de Rivera se exilió en París, donde murió al mes siguiente.
La crisis parecía haberse salvado con la retirada del dictador, pero la monarquía salía también tocada del ala porque el país, incluidos los mismos que aplaudieron el golpe de Estado siete años antes, no iba a perdonar a Alfonso XIII su complicidad con la dictadura. Durante la dictablanda del general Dámaso Beren- guer, que sucedió a Primo de Rivera, crecieron los desórdenes, mientras fuerzas políticas opuestas coinci- dían en la necesidad de derribar a la monarquía (republicanos, nacionalistas catalanes, intelectuales). Inclu- so los liberales, hasta entonces monárquicos, se pasaron con armas y bagajes al campo republicano. En Jaca fracasó un intento de pronunciamiento de signo republicano y se saldó con el fusilamiento de los te- nientes Galán y García Hernández, que inmediatamente fueron entronizados en el santoral laico republica- no. Algunos de los intelectuales más prestigiosos del momento (Ortega y Gasset, Marañón, López de Ayala, entre ellos) se agruparon en la asociación Al Servicio de la República.
Las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 mostraron que las ciudades más importantes eran mayoritariamente republicanas. Los votos de los pueblos, todavía no escrutados, hubieran inclinado la ba- lanza a favor de la monarquía, pero estos votos se despreciaban en los ambientes izquierdistas por conside- rarse manipulados por los caciques. El caso es que los madrileños, cuando supieron los resultados parcia- les, se echaron a la calle un tanto prematuramente a proclamar la República, y Alfonso XIII, amedrentado por las declaraciones del Comité Revolucionario, hizo las maletas y abandonó el país con cierta precipita- ción.




CAPÍTULO 87

El rey no tiene quien le escriba


El exilio abrió un penoso capítulo de la vida del rey. Como no había motivo que justificara el manten i- miento de la ficción conyugal, Alfonso XIII y Victoria Eugenia se separaron, y ella puso en manos de aboga- dos la reclamación de su dote y una pensión alimenticia que los tribunales cifraron en seis mil libras anua- les. Al principio, mantuvieron ciertas relaciones, pero más adelante la situación empeoró cuando Alfonso exigió a su esposa que rompiera su estrecha amistad con los duques de Lécera, cuya doble intimidad con la ex reina de España se había convertido en la comidilla de los mentideros del Gotha europeo. Victoria Euge- nia, puesta en el disparadero de escoger entre sus amigos y su esposo, le notificó, en inglés, naturalmente:
«Los elijo a ellos y no quiero volver a ver tu fea cara.»
Al resto de la familia no le fue mejor. Gonzalo, el benjamín hemofílico de la familia, murió en Suiza, en accidente de automóvil, en 1934, a los veinte años de edad. Alfonso, el príncipe de Asturias, renunció a sus derechos sucesorios en 1933 para casarse, contra el parecer de su padre, con una bella cubana, Edelmira Sampedro, a la que había conocido en un sanatorio suizo. Durante tres años la pareja vivió en hoteles de lujo de París y Londres, que la hospedaban gratis a cambio de exhibirse a ciertas horas en los salones y comedores del establecimiento. Después, la cubana se cansó de Alfonso, lo abandonó y regresó a su tierra. Dos meses más tarde, el infante se volvió a casar con otra cubana, la modelo Marta Rocafort, de la que se divorció a los seis meses.
El infortunado Alfonso vagó durante un tiempo por los cabarets de Miami y, en un par de ocasiones, hubo que hospitalizarlo porque su salud se deterioraba. Finalmente, murió desangrado, tras un accidente de circulación, cuando conducía el coche de su más reciente amiga, la cigarrera de cabaret Mildred Gaydon.
El segundo hijo de Alfonso XIII, don Jaime, es otro caso patético. Tampoco conoció el amor de una familia, pues sus padres sentían un íntimo rechazo por este hijo que también nacía tarado. No padecía hemofilia, pero su constitución era tan enfermiza que tuvieron que enviarlo con cuatro años a un sanatorio antituberculoso suizo. Al regreso, medio año después, sufrió una doble mastoiditis que lo dejó sordo. Su vida fue tan azarosa como un culebrón sudamericano. Era un hombre infantil y débil de carácter, al que dominaron sus dos esposas sucesivas, Enmanuela Dampierre, que lo abandonó por un amante, y la divor- ciada prusiana Carlota Tiedemann, cantante de cabaret (a la que los monárquicos presentaron como can- tante de ópera), que también le fue infiel. De sus dos hijos, habidos con la primera esposa, Alfonso y Gonza- lo, el primero casó con la nieta mayor del general Franco y fue tan desdichado como su padre.
Las dos infantas, Beatriz y María Cristina, se casaron con aristócratas italianos de segundo rango. Del infante don Juan, en el que abdicó Alfonso XIII, ya hablaremos más adelante.




CAPÍTULO 88

La Segunda República


La Segunda República se inauguró con excelentes auspicios y con las mejores intenciones: estable- cer un Estado democrático, regionalista, laico y abierto a amplias reformas sociales. El proyecto quedó, al principio, en manos de un gobierno de coalición débil, presidido por Alcalá Zamora e integrado por facciones de muy distinto pelaje; pero, después de las primeras elecciones, escoró hacia Izquierda Republicana, y los Socialistas dejando en franca minoría a moderados y republicanos católicos.
Desde octubre de 1931, el presidente Manuel Azaña se esforzó por sentar las bases de una demo- cracia moderna, formando un gobierno integrado por Izquierda Republicana y los socialistas. El líder de la UGT, Largo Caballero, al frente del Ministerio de Trabajo, organizó sindicalmente a la masa obrera, pero no pudo impedir que muchos trabajadores, descontentos por la creciente burocratización de la UGT, se inclina- ran hacia el otro sindicato, la CNT, más radical y menos comprometido con el gobierno y cuya ideología acabó identificándose con la Federación Anarquista Ibérica (FAI), más inclinada a conseguir sus objetivos por las bravas.
La legislación reflejó prontamente este desequilibrio político. La izquierda en el poder, fiel a sus tradi- cionales postulados anticlericales, arremetió contra la Iglesia y el Ejército, a los que consideraba, no sin razón, sus enemigos tradicionales y los sostenes del viejo régimen que pretendían abolir. Los ateneístas que suministraron la munición dialéctica eran, algunos de ellos, capaces de componer un buen soneto, pero ignoraban la regla del tres y no advirtieron que, dadas las circunstancias, lo prudente era arrimar el hombro para paliar el paro y la inestabilidad social heredádos de la crisis económica mundial, y templar gaitas con la escamada derecha en lugar de enmendar la plana a la historia resucitando agravios y poniendo al cobro viejas deudas de la derrotada facción conservadora. La secreta aspiración del gobierno de la República era librar a la sociedad de la influencia de la Iglesia. Al «anticlericalismo estrecho y vengativo» (Madariaga dixit) de muchos republicanos se sumó un revanchismo frentepopulista, que cándidamente se creía en condicio- nes de acabar con el poder de la Iglesia. En fin, que los republicanos, como eran legos en materia de go- bierno, forzaron tanto el motor que lo quemaron. Para abrir boca declararon que la República era aconfesio- nal, concedieron prioridad a la disolución de las órdenes religiosas, permitieron el matrimonio civil y el divor- cio, y planearon arrebatar a la Iglesia, a medio plazo, la educación de la juventud, su feudo tradicional, im- pulsando la educación laica y multiplicando las escuelas. La Iglesia, que sabe más por vieja que por Iglesia, se había propuesto, desde mediados del siglo XIX, controlar la educación, especialmente la de la infancia y primera juventud, cuando las conciencias son más moldeables y pueden acatar, sin cuestionarlos, los dog- mas de fe. Los gobernantes republicanos, ignorantes del tremendo poder de la institución, no sólo le arreba- taron esta irrenunciable parcela, sino que, además, toleraron la quema de templos y conventos por elemen- tos incontrolados (mayo 1931) con el argumento de que un ciudadano es libre de ir por la calle con una lata de gasolina. Así, cuando el ciudadano penetraba en un templo, esparcía el líquido inflamable y le arrimaba una cerilla, ya era demasiado tarde para frustrar su propósito.
Quizá fuera la arrogancia que dan los votos. Los que tenían que dirigir el país con prudencia, vista larga y paso corto desoyeron las voces de alarma que se alzaban en su propio bando avisando de que ata- cando a la Iglesia enemistarían a media sociedad contra la República. Fatal error de cálculo, porque la Igle- sia, a pesar de los embates del liberalismo, conservaba un inmenso peso social y disponía de veinte mil púlpitos desde los que señalar a las gentes de orden el origen de todos los males y sus posibles remedios. También disponían de dos mil años de experiencia en la persuasión de las masas.
Los ánimos se fueron caldeando. Incluso Azaña, una de las inteligencias más despiertas que han go- bernado España, sucumbió a la tentación de introducir en su vocabulario mitinero la desafortunada expre- sión triturar para anunciar lo que pensaba hacer con el bando contrario.
Como la alegría no dura mucho en la casa del pobre (y el país era pobre de solemnidad), sonaron a lo lejos tambores de guerra, aguándole la fiesta a los más discretos: el pronunciamiento de Sanjurjo (1932), la matanza de Casas Viejas (1933) y los actos de clausura de la revolución de Asturias, organizados por Franco (1934).
La sociedad, crecientemente politizada, se hallaba escindida en dos bandos cada vez más intransi- gentes: derechas, predio de burgueses y ricos, e izquierdas, refugio de los parias de la tierra y deshereda-

dos en general. Católicos de toda la vida por un lado; agnósticos, muchos de ellos recientes, por el otro. Sombrero flexible, casino, club y Círculo de Labradores por un lado; gorra menestral, taberna, blusón y al- pargatas por el otro, y cada bando considerando al opuesto como una amenaza intolerable.
Cada parte pretendía catequizar a la contraria y convertirla a su estilo de vida, y si ello no fuera posi- ble, por lo menos, exterminarla. Dado que el país era más fértil en analfabetos y hombres de acción apasio- nados y montaraces que en caviladores y contemplativos, el bagaje ideológico de cada bando se redujo a media docena de consignas fáciles de recordar. Los del bando republicano, muchos de ellos personas re- gladas que acataban, por convicción y costumbre, la moral cristiana, fueron acomodándose, no sin cierta íntima resistencia, a los principios del amor libre; al propio tiempo, muchos derechistas de suyo disolutos volvieron a usar el escapulario y acataron, al menos externamente, el magisterio de la Iglesia. Eran contra- dicciones que, como el personal tenía poca costumbre de pensar por su cuenta, no fueron cabalmente ad- vertidas por los interesados.
La Iglesia, como ya había probado casi siglo y medio antes, cuando puso al país en pie de guerra co- ntra los franceses, extendió su manto para cobijar a la derecha descontenta y aglutinarla en una fuerza única y coherente que repeliera los desmanes de la izquierda. La burguesía, el capital y el funcionariado, que temían por sus propiedades o sus privilegios de clase, no se hicieron de rogar y se unieron, con más o menos entusiasmo, al frente común constituyendo la CEDA (Confederación Española de Derechas Autóno- mas), cuyo miembro más representativo era Acción Popular, el partido de Gil Robles.




CAPÍTULO 89

El escándalo del estraperlo


Los partidos de la oposición (partidos católicos, carlistas navarros y radicales de Lerroux) no le pro- porcionaron a Azaña tantos quebraderos de cabeza como los nacionalistas catalanes, que estaban dispues- tos a independizarse aunque fuera con la fórmula intermedia de la federación. Azaña, haciendo equilibrios de funambulista, consiguió consensuar a catalanistas y conservadores, y la cosa quedó en una Generalidad semiindependiente, administrada por Esquerra Catalana (Luis Companys).
Se produjeron, luego, ciertas disensiones. Los socialistas abandonaron la coalición gubernativa y de- jaron a Azaña solo delante del toro de una derecha robustecida, que triunfó en las elecciones de 1933. La derecha triunfaba en Europa: Hitler y Mussolini eran populares, y aunque los más perspicaces observadores señalaban que no eran trigo limpio, la burguesía europea los apoyaba como antídoto contra el comunismo. Cualquier alternativa política que conjurara el peligro de la revolución obrera parecía buena.
Los socialistas no podían consentir que el gobierno centroderechista de Lerroux, apoyado por la CE- DA y los monárquicos, demoliera lo que la República había construido trabajosamente en su etapa anterior e indultara a los golpistas de Sanjurjo. Comenzaron a promover huelgas y movilizaciones: la CNT, en su feudo zaragozano; la UGT, en el campo. El creciente deterioro de la situación desembocó en la revolución de octubre de 1934, que fracasó en Madrid y Barcelona, pero triunfó en Asturias. Al río revuelto, Companys declaró la independencia de Cataluña, que quedó algo apagada ante los ecos que llegaban de Asturias, donde los comités mineros amotinados se ensañaban con las propiedades de los capitalistas y contra sus medios de producción.
La situación parecía intolerable en un Estado de derecho. El gobierno envió al ejército de África y so- focó sangrientamente la revolución. Por uno de estos guiños que a veces tiene la historia, los asturianos, tan orgullosos de la gesta de Covadonga, padecieron la represión de un ejército en el que abundaban los regulares moros.
Cayó el gobierno, claro, pero fue sustituido por otro muy parecido, que fue igualmente fugaz, y des- acreditado, Lerroux especialmente, por el escándalo del straperlo. Esta fea palabra, que hoy ha quedado incrustada en el castellano como sinónimo de mercado negro y asunto turbio, es fruto del acoplamiento de los apellidos de un tal Strauss, holandés, empresario de juegos de azar en Niza, y de Perle, su socio capita- lista. Estos individuos habían ideado un juego de sociedad basado en una especie de ruleta y pretendían introducirlo en lps países de Europa donde estaban prohibidos los juegos de azar, entre ellos España. La bolita pasaba por un número, y si el jugador era rápido de reflejos, podía hacer un cálculo mental y adivinar en qué otro número iba a detenerse. Eso era para abrir boca, porque cuando el personal se caldeaba y las apuestas alcanzaban cifras respetables, los cálculos fallaban, y el apostador perdía hasta el último céntimo. La maquinita ya había funcionado en Holanda, por breve tiempo, y el gobierno la había prohibido. Strauss, Perle y el séquito de sinvergüenzas que los acompañaban, entre ellos un boxeador y una actriz, se traslada- ron a Madrid dispuestos a conseguir el permiso en España, y acudieron a Aurelio Lerroux, hijo adoptivo de don Alejandro, al que entregaron dos relojes de lujo, uno para su ilustre padre y otro para el ministro de la Gobernación. Es posible que el soborno ni siquiera alcanzara a sus destinatarios, pero, en cualquier caso, los promotores obtuvieron la licencia necesaria. Unos días después, la maquinita comenzó a funcionar en el casino de San Sebastián, pero el gobernador civil la prohibió tres horas después. Algo parecido ocurrió en un hotel de Mallorca en el que los promotores intentaron implantar el invento.
En vista de las dificultades, Strauss escribió a Lerroux lamentándose del fracaso de su empresa, y tras informarle de la implicación de su hijo adoptivo y de otros políticos de su partido, solicitaba una elevada cantidad en concepto de indemnización. Lerroux ignoró la carta del chantajista y una segunda comunica- ción, incluso más explícita. Entonces, el estafador fue con el cuento a don Manuel Azaña, el más encarniza- do enemigo de Lerroux, que, a su vez, se lo contó a Alcalá Zamora y a Prieto, con el que por entonces es- taba a partir un piñón. El asunto se debatió en las Cortes, con intervención del fiscal del Estado, y cautivó a la prensa. El escándalo de los sobornos, hábilmente jaleado por los enemigos de Lerroux, dio al traste con el Partido Radical, pues salpicó no sólo a Lerroux, a la sazón ministro de Estado, sino a toda su plana mayor y, lo que es peor, desprestigió a la República.




CAPÍTULO 90

Vísperas de sangre


En febrero de 1936, el Frente Popular, la amplia coalición de izquierdas, ganó las elecciones por es- trecho_ margen. Las posturas de los dos bandos se habían ido radicalizando. Ya las izquierdas exigían sin ambages la dictadura del proletariado. Las ideas de la Revolución de Octubre (soviética) iban calando en la masa obrera cada vez más aperreada y descontenta. El Partido Comunista, que unos años antes era casi inapreciable, crecía como la espuma.
Por la derecha, los éxitos del fascismo en Italia y Alemania, y la alarma causada por el crecimiento de los partidos marxistas, animaban igualmente a la radicalización de posturas. Ya se iba llegando a las ma- nos, como precalentamiento, para lo que se veía venir. Jóvenes falangistas se enfrentaban, en reyertas callejeras, con bandas de las juventudes socialistas y comunistas. La derecha, apiñada en el Frente Nacio- nal, cortejaba a los militares animándolos a pronunciarse.
El caso es que los militares ya habían fracasado en un pronunciamiento prematuro, el del general Sanjurjo, cuatro años antes. Pero esta vez organizaron mejor las cosas y dejaron la coordinación al general Mola, al que por algo apodaban el Director.
El deterioro del orden público culminó con los absurdos asesinatos del teniente Castillo, notorio iz- quierdista, y del líder de la derecha parlamentaria, Calvo Sotelo. Éste fue el fulminante que provocó la ex- plosión. Como en el caso de la quema de conventos, que tanto favoreció a la derecha años atrás, el gobier- no no supo prever que una acción semejante podía acarrear su ruina.
Finalmente, la España y la Antiespaña, el Espíritu y la Materia, el Bien y el Mal, la Verdad y la Menti- ra, llegaron a las manos como en el entrañable lienzo de Goya, en el que dos labriegos, enterrados hasta las rodillas, se tunden a palos. Sobre cuál de las dos Españas era la mala y cuál la buena, si es que alguna era buena, hay diversidad de opiniones. Lo que está fuera de toda duda es que cada una se creía la buena y estaba convencida de que la otra no tenía derecho a la vida.
La rebelión militar, también denominada alzamiento, estalló con éxito en Marruecos el día 17 de julio de 1936, y al día siguiente alcanzó la Península, donde fracasó parcialmente. El territorio quedó dividido en dos zonas, nacional y republicana, o fascista y roja, que libraron una larga y sangrienta guerra de tres años, hasta que la republicana (o roja) fue derrotada.
Del lado de los rebeldes quedaron Castilla la Vieja, gran parte de Andalucía, Galicia y Navarra, zonas eminentemente agrícolas. Del lado de los leales a la República, Madrid, Cataluña, el País Vasco y Levante, lo que en principio determinaba una cierta división entre la España agraria, tradicional y conservadora, y la urbana, industrial y revolucionaria. Los republicanos tenían el acero y la industria; los rebeldes, las lentejas. Cada cual tuvo que buscar en el extranjero lo que le faltaba.
El aplastamiento de la rebelión en Madrid y Barcelona se había debido, más que al gobierno, cuya reacción fue torpe y tardía, a la heroica y oportuna actuación de las organizaciones obreras constituidas en milicias. En los primeros meses de la guerra, estas milicias arrebataron al gobierno legítimo la dirección de las operaciones. Con funestos resultados porque la guerra, en manos de aficionados, entre los cuales había un alto nivel de indocumentados y analfabetos, no pudo ir peor frente a los rebeldes, que eran militares de carrera. Es cierto que muchos de ellos, panzones y rancios, no podrían ser considerados genios de la gue- rra, pero por lo menos tenían cierta experiencia de Marruecos. Además, la sociedad que habían venido a liberar los respaldó con entusiasmo, pues la facción republicana, uniendo a sus errores militares otros políti- cos, prácticamente había empujado a las gentes de orden a los brazos de la derecha. Ya hemos menciona- do el enorme poder de la Iglesia sobre la opinión de la clase media española. Por si el colegio episcopal albergaba alguna duda sobre el bando al que le convenía apoyar, en la euforia revolucionaria del primer trimestre de la guerra, los elementos incontrolados del bando republicano asesinaron a cerca de ocho mil religiosos y religiosas, entre ellos a trece obispos, y saquearon e incendiaron gran cantidad de templos. Pío XI elevó su mano blanca y delicada, los dedos índice y corazón suavemente flexionados, y bendijo al bando nacional. Los obispos se calaron firmemente la mitra para predicar una cruzada contra los enemigos de la religión, como en los tiempos de Ricardo Corazón de León.

El general Franco, jefe aceptado del grupo rebelde, estaba muy necesitado de legitimidades. Por lo tanto, agradeció la deferencia devolviendo a la Iglesia sus privilegios y prebendas, y consagrando al catoli- cismo la Nueva España que emergería de la guerra. Más aún: los cardenales fueron equiparados a genera- les de brigada y el Santísimo recibió, en lo sucesivo, honores militares.
La Iglesia canjeó su aval político por la recuperación de sus privilegios: se derogaron las leyes ateas de la República y se restablecieron las leyes de inspiración católica del antiguo régimen, con implantación de la pena de muerte y supresión del matrimonio civil, del divorcio y de la coeducación.




CAPÍTULO 91

Vientos de guerra me llevan


Mientras los distintos partidos y tendencias del bando nacional se unían como una piña y aplazaban sus diferencias para cuando se ganara la guerra; en el bando republicano la autoridad quedaba difuminada entre un sinfín de organizaciones obreras, comités, sindicatos, milicias y cantones. En lugar de arrimar el hombro en la empresa común hasta constituir un frente sólido y coordinado contra los rebeldes; en lugar de aplazar la revolución social para después de la victoria, se dieron a colectivizar la producción, y a gestionar democráticamente industrias y explotaciones cuyo funcionamiento desconocían. Ya lo dejó dicho Azaña en sus memorias: «Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede.» Faltaban oficiales en el frente, especial- mente los imprescindibles mandos medios, y faltaban cuadros técnicos en la retaguardia.
En 1937, las utopías revolucionarias del bando republicano se desvanecieron. La grandeza, el sacrifi- cio y el idealismo de los primeros días se convirtieron en mezquindad y codicia sobre el botín cobrado a la clase perseguida. Otra vez la secular envidia española tomaba pretextos en la justicia social. Mientras la turba de grupúsculos, comités y organizaciones de izquierdas se ponía de acuerdo sobre quién reunía ma- yores méritos para dirigir al resto, Franco había desembarcado en Andalucía y avanzaba por casi todos los frentes. A la incertidumbre sobre el resultado final de la contienda, que poco a poco se iba abriendo camino incluso entre los más optimistas, se sumaba la dura realidad de la escasez, consecuencia del insensato derroche del período precedente. La sufrida población civil fue aprendiendo a engañar el hambre con pipas de girasol e inventó las chuletas sin carne y la tortilla de patatas sin huevo y sin patatas. Mientras tanto, los comunistas predicaban en el desierto por una dirección unitaria (la suya, claro está) en la coyuntura bélica, pero las otras organizaciones obreras seguían erre que erre en sus rencillas: los militantes de la CNT, divi- didos sobre la conveniencia de tomar parte activa en un gobierno (ellos estaban contra cualquier forma de gobierno), y los revolucionarios del POUM, sublevados en Barcelona después de desmarcarse del Frente Popular porque les parecía tibio. Los comunistas aprovecharon la ocasión para cobrarse la cabeza de Largo Caballero, su adversario político, al que hacían responsable de todos los males. Las turbias aguas de la izquierda volverían a su cauce con el gobierno de Juan Negrín, coalición de socialistas, comunistas y repu- blicanos.
Con Franco a las puertas de Madrid, parecía que la partida estaba decidida pero entonces el esfuerzo heroico del ejército del centro, hábilmente dirigido por el general Miaja y considerablemente reforzado por las Brigadas Internacionales (de inspiración comunista) y por las nuevas armas rusas, consiguió aplazar la derrota y prolongar la guerra por espacio de dos sangrientos años.
El esfuerzo bélico requería suministros de armas, munición y carburante, que sólo podían llegar del extranjero. No faltaron generosos padrinos que respaldaron a cada bando, según afinidades y convenien- cias. Las naciones totalitarias, Italia y Alemania, prestaron decidida ayuda al bando rebelde, mientras que las democracias occidentales, Inglaterra y Francia, que teóricamente apoyaban al bando republicano, alega- ron el acuerdo de no intervención para maquillar su escaso entusiasmo ante la perspectiva de una España republicana en manos de elementos comunistas del Frente Popular. Ellos, aunque democracias, eran gente de orden y de derechas. Por eso, crearon las condiciones esenciales para que Franco triunfara y le hicieron llegar la gasolina que había de mover los aviones alemanes y las tanquetas italianas. La única que puso toda la carne en el asador (aunque también se lo cobró con el oro del Banco de España) fue la Unión Sovié- tica, lo que parece natural. A ella le interesaba la implantación de un satélite comunista en el vientre blando de Europa. La popularidad ganada con su apoyo determinó, ya lo estamos viendo, un inusitado crecimiento del Partido Comunista, que antes de la guerra no era muy numeroso. Algo parecido ocurrió, en el bando nacional, con el partido falangista crecido a imagen y semejanza del partido fascista italiano.
Dos ataques nacionales algo prematuros sobre Madrid terminaron en sendos descalabros (batallas del Jarama, febrero de 1937, y de Guadalajara, al mes siguiente, donde los expedicionarios italianos no se cubrieron de gloria). Después, la balanza se mantuvo en el fiel durante unos meses, pero, ya entrado 1938, se vio claro que ni siquiera "los tanques y los aviones rusos evitarían la ruina de la República. Franco com- prendió que las uvas no estaban maduras, se armó de paciencia, dejó en paz Madrid y se fue con la música a otra parte, al Cantábrico, atraído por la mayor concentración industrial republicana. La gran obertura resul- tó quizá más sonada de lo que había previsto, pues el bombardeo de Guernica por aviones alemanes de la

Legión Cóndor (donde Hitler montó su banco de pruebas para lo que habría de venir en Europa unos años después) tuvo repercusiones internacionales muy negativas para el bando nacional, la más duradera en el Guernica, el famoso cuadro que pintó Picasso, un lienzo impresionante, apaisado, destinado a sustituir el relieve de la Santa Cena en la devoción de los hogares progres de los años sesenta y setenta. (El conocido dibujo del Che Guevara sustituiría, por su parte, el retrato vertical del Sagrado Corazón de Jesús.)
En medio año, Franco conquistó el norte. Con el acero vasco, el carbón asturiano y los jureles del Cantábrico del lado rebelde, la balanza se inclinaba decisivamente hacia los nacionales. Ya se sabía quién iba a ganar la guerra. Sólo era cuestión de tiempo. Entonces, Franco volvió sus ojos hacia Madrid, que nue- vamente se daba ánimos con el «no pasarán». Los republicanos, en un intento por aliviar la presión enemi- ga, lanzaron una potente ofensiva por la zona de Teruel. A muchos grados bajo cero, con la piel adherida a tiras a los cañones helados de los fusiles, los dos bandos se zurraron durante interminables semanas en penosísimas condiciones. Franco no sólo recuperó Teruel, sino que prosiguió su avance hasta alcanzar el Mediterráneo a la altura de Vinaroz, dividiendo el territorio enemigo en dos zonas incomunicadas. El siguien- te paso era descender hasta conquistar Valencia, la capital republicana desde la evacuación de Madrid. Parecía que el ejército de la República había perdido toda iniciativa y sólo aspiraba a ganar tiempo y retras- ar en lo posible el fatal desenlace.
Entonces, estalló la bomba, la gran sorpresa, la noticia en titulares de todos los periódicos del mundo: en la madrugada del 25 de julio de 1938 los republicanos contraatacaron y cruzaron el Ebro, abriendo bre- cha en el sorprendido flanco rebelde, por la que introdujeron seis divisiones completas. Comenzaba la bata- lla del Ebro (cien mil bajas). Los nacionales, dueños del aire, lograron frenar el avance republicano al día siguiente. Estabilizado el frente, Franco recuperó la iniciativa y durante los dos meses siguientes lanzó hasta siete ofensivas, que el ejército republicano contuvo a costa de rebañar y sacrificar sus últimas reservas. Al final, tres meses y tres semanas después del inicio de la aventura, la República cedió los cuatro palmos de tierra que había ganado y regresó al otro lado del río. Estaban como al principio, pero la izquierda carecía de fuerza para prolongar la resistencia. Por otra parte, las democracias occidentales la habían desahuciado. Con Hitler suelto por Europa, no estaba el horno para bollos y cada cual se estaba tentando la ropa.
La conquista de Cataluña fue un paseo militar mientras el bando republicano se enzarzaba en estéri- les discusiones sobre qué grupo político era el responsable de que perdieran la guerra. Después, recobra- ron la sensatez para decidir si convenía tirar la toalla o seguir recibiendo leña del enemigo. Los comunistas querían continuar, pero sus adversarios políticos abogaban por la paz, que evitaría al pueblo sufrimientos inútiles. La hambruna señoreaba la zona republicana.
El siete de marzo de 1939, en Madrid, los comunistas llegaron a las manos con sus adversarios. Vein- te días después, las tropas de Franco entraron en una ciudad donde sus numerosos partidarios (la quinta columna), y los conversos del miedo o la conveniencia se echaban a la calle con saludos brazo en alto y tremolar de patrióticas banderas rojas y amarillas. En los campos de España, criaban malvas unos trescien- tos mil muertos. En el exilio (europeo, hispanoamericano o norteafricano), empezaban a coleccionar nostal- gias u olvidos unas cuatrocientas mil personas.




CAPÍTULO 92

¡Franco, Franco, Franco!


El final de la guerra trajo aparejada la forzada reconversión de la España republicana en la España de Franco. Como es natural, la historia la escribieron los vencedores: la patria, prostituida por el liberalismo y embaucada por el marxismo, había estado a punto de sucumbir, pero un valeroso paladín, el invicto caudillo Franco, al frente de la facción más sana del ejército, la había rescatado del borde del abismo. En el forcejeo, cierto es, la había dejado hecha unos zorros, pero la había salvado, que era lo importante. ¿La desampara- ría ahora, convaleciente y extenuada, en medio de la calle, a merced de las energías disolventes, de los designios subterráneos, del contubernio judeo—masónico, de la Antiespaña? ¿Permitiría el vencedor que nuevamente cayera en las garras del Kremlin, o debía cargar el peso de la tutela sobre sus viriles hombros? Pío XII, el nuevo papa, había proclamado que «de España ha salido la salvación del mundo» y había llama- do a España «la nación elegida por Dios, el baluarte inexpugnable de la fe católica». El bando vencedor, que estaba a partir un piñón con el Vaticano, declaró por boca de Franco: «España tiene un destino provi- dencial en esta vieja Europa [...j: salvar del marxismo la civilización cristiana.»
Sin un instante de vacilación, el Caudillo y la Iglesia, representantes respectivamente del ejército y de Dios, asumieron la dura tarea. Doctores tuvo la Iglesia y pensadores el Movimiento Nacional que suministra- ron, quemando arduas vigilias, el bagaje ideológico del nuevo régimen.
Por otra parte, Europa se enzarzó en la segunda guerra mundial, y los resonantes éxitos alemanes parecían confirmar que el viento de la historia soplaba del lado de las dictaduras. No obstante, la guerra parecía ir para largo. No era momento de bajar la guardia, sino de permanecer atento, las armas prestas, impasible el ademán, por lo que pudiera venir. Franco estrechó su amistad con Italia y Alemania, y procuró que el prestigio guerrero del Duce y del Führer se reflejara en el suyo propio como Caudillo. En esto se dejó orientar por su entusiasta cuñado, Serrano Suñer, ferviente admirador de los fascismos europeos. Nadaba el Caudillo a favor de la corriente nazifascista sin sospechar que estaba apostando por el caballo perdedor, pero tuvo suerte, la baraka mora que lo acompañaba desde sus años de África, y no se implicó directamen- te en la guerra. La propaganda franquista vendería esta circunstancia, ya a toro pasado, como el triunfo de su astucia gallega sobre las presiones de Hitler y Mussolini. La realidad, según después se ha sabido, es que Franco estaba dispuesto a entrar en guerra, pero al Führer sólo le interesaban el volframio y las naran- jas. No obstante, aceptó la División Azul de voluntarios contra Rusia.
¿Cómo era Franco? A los veintisiete años de su muerte una legión de hagiógrafos y detractores se disputan la verdad del personaje y nos dan imágenes distorsionadas y extremas de él, o ángel o demonio. Por poner un ejemplo, mientras sus detractores se mofan de su voz atiplada y maricona, a Jiménez Caballe- ro le «parece broncínea voz con diamantinos armónicos».
Franco era un militar, con las tópicas cualidades que imprime ese oficio y las no menos tópicas limita- ciones que acarrea. Era, además, esposo de doña Carmen Polo, y un jefe de Estado que durante unos cuantos años no las tuvo todas consigo, factores quizá más determinantes de lo que parece. Por eso, hay una imagen del Franquiño adolescente, alegre, parlanchín y bailón completamente distinta a la del Franco adulto, soso, serio y distante como un jefe apache, aquel hombre que dejaba helados a sus interlocutores por su frialdad y falta de cordialidad, pero luego iba de pesca con su dentista y amigo, y cuando estaban a solas, le contaba chistes verdes. Fue un hombre voluntarioso y ambicioso. Sus compañeros de academia lo superaban en prestancia y estatura; Franquiño los superó en estudio y aplicación, y cuando otros andaban todavía bostezando en aburridas guarniciones peninsulares, él ya había hecho una brillante carrera en la guerra de Marruecos y se había ganado a pulso, balazo incluido, el fajín de general.
No tuvo más pasión que la del mando, que no la hay más alta, y a ella le consagró su vida. Por eso no tuvo inconveniente en seguir el consejo de Mussolini: «Un rey será siempre su enemigo; a mí me pesó mucho no haberme desprendido de la casa de Saboya.» Al acabar la guerra se mantuvo en el poder, contra el parecer de algunos generales monárquicos, y evitó restaurar la monarquía, aunque, como era monárqui- co, nunca dejó de pensar que, después de él, se reanudaría la línea dinástica.
Horro de pasiones, tanto espirituales como físicas, nuestro hombre no tuvo más vicios que la caza y la pesca. Por ese lado, cosechó abundantes éxitos, ya que, dado que la tradición hispánica requería que los

alzafuelles de palacio facilitaran hembras al monarca, en su tálamo cinegético nunca faltaron perdices, cier- vos, truchas, salmones y hasta una ballena de veinte toneladas.
No era Franco un hombre de gran cultura, pero tampoco tan ceporro como muchos conmilitones su- yos. Pudo no ser una inteligencia privilegiada, pero fue más listo que sus posibles competidores. Por eso, aunque era el general menos comprometido de los que se sumaron al golpe de Estado, acabó liderándolo cuando la rebelión se había consolidado.
Franco era un producto típico de la burguesía provinciana española, modelada en el regeneracionis- mo, para la que la decadencia nacional era el castigo que la Providencia imponía a España por sus veleida- des liberales y laicas, tan opuestas a la esencia cristiana de nuestro pueblo. También era un gallego prag- mático, que, cuando las circunstancias lo requerían, modificaba sus convicciones sin mayor esfuerzo. Como hombre de orden y de derechas repudiaba el liberalismo, la política de partidos y la masonería, y apoyaba el catolicismo como norma de vida. Pero en sus últimos años aceptaba tácitamente que su sucesor tendría que adaptarse a la modernidad europea. A mediados de los sesenta, cuando la presión social reclamaba cierta permisividad sexual, transigió con las iniciativas liberadoras de su joven ministro Fraga Iribarne, aun- que no las compartiera: «Yo no creo en esta libertad —confió a Fraga—, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes.»
Lo mismo debió pensar cuando consintió los contactos del régimen con la socialdemocracia; cuando, cercano a la muerte, barruntaba que su sucesor tendría que restituir España al juego democrático. Era consciente de que en España, ínfimo satélite en la órbita de los americanos, del liberalismo capitalista y de las multinacionales, un país occidental con obreros propietarios del pisito y el coche y con casi todas las letras del televisor en color pagadas, el fantasma del comunismo y de la revolución estaba ya definitivamen- te conjurado. Cuando asesinaron a Carrero Blanco, autoritario puro y duro, y más franquista que Franco, comentó: «No hay mal que por bien no venga», refrán para el que se han propuesto toda clase de interpre- taciones. ¿Querría indicarnos el abuelo que de buena se habían librado los de las trencas, el rock—and— roll y haz—el—amor—y—no—la—guerra?
El Caudillo vivía en un palacio dieciochesco, rodeado de muebles antiguos y tapices de Goya. Los obispos lo llevaban y traían bajo palio, pero su alcoba era de una austeridad monástica, de una simplicidad cuartelera: dos camas de caoba cubiertas con colchas verde manzana y separadas por la repisita del teléfo- no; sobre la mesita de noche, un modesto flexo, y sobre la cómoda, el brazo incorrupto de santa Teresa, bien a la vista, dentro de su artístico relicario.
A base de autodisciplina, como un bonzo nepalí, el Caudillo consiguió dominar sus necesidades fisio- lógicas. Su legendaria capacidad de retención urinaria atormentaba a sus colaboradores, que, cuando lo acompañaban en un viaje oficial, nunca encontraban ocasión de aliviarse. El ministro Fraga se percató de que el régimen comenzaba a hacer aguas el día que el dictador interrumpió uno de sus interminables con- sejos de ministros para ir al retrete.




CAPÍTULO 93

Nosotros tenemos dos


La derrota de la República había acarreado el exilio de muchos intelectuales. Nuevos inquilinos, inte- lectuales de derechas comprometidos con el régimen, ocuparon prestamente los pesebres vacíos de las universidades. Fieles a las consignas, estos estómagos agradecidos suministraron el maquillaje cultural necesario para que España se asemejara lo más posible a sus modelos nazifascistas europeos. Italia y Alemania eran naciones de nuevo cuño, formadas sólo en el siglo xix, que habían llegado tarde al reparto de los imperios y anhelaban formarlos ahora. Por mimetismo, España, que no tenía dónde caerse muerta (de hambre), dio en soñar con sus tiempos imperiales. Ideólogos al servicio del régimen señalaron las puras esencias de la raza, cuyo cultivo restablecería la pasada grandeza imperial. España, «Unidad de Destino en lo Universal», los Reyes Católicos, el cardenal Cisneros, el «prefiero perder mis Estados a gobernar sobre herejes», el «más vale honra sin barcos que barcos sin honra», el «es preferible morir con dignidad a vivir con vilipendio», comparecieron en todos los discursos. «Trento está en nosotros: somos más papistas que el papa», proclamaba, con orgullo, el rector de la Universidad de Valencia.
Mientras tanto, en los campos de Europa, en los desiertos de África, en las estepas rusas y en el pringoso mar proseguía un pulso emocionante entre democracias y dictaduras, que llegó a su momento culminante en 1943, cuando se manifestó que el músculo alemán no daba más de sí, en tanto que sus opo- nentes recibían el refuerzo decisivo de Estados Unidos, con su inmenso potencial económico y humano. Hitler y Mussolini habían perdido la partida.
Los republicanos y liberales, que esperaban que las democracias invadieran España para derrocar a Franco y restablecer la República, sufrieron la gran decepción. La caída de Hitler había favorecido la ascen- sión de otra dictadura aún más peligrosa, la URSS. Concluida la guerra, a las democracias no les inquietaba tanto una España débil regida por un anticomunista furibundo como la posibilidad de una República manipu- lada por revolucionarios al servicio de Rusia.
Franco destituyó a Serrano Suñer, guardó la camisa azul en el baúl de los recuerdos y corrigió el rumbo del Estado, manteniéndolo en estricta neutralidad mientras hacía los cálculos para virar hacia las democracias occidentales en cuanto se presentara una coyuntura favorable. Hasta otorgó un paternalista Fuero de los Españoles, que garantizaba a sus súbditos libertad dentro de un orden, del suyo. Pero las democracias no se dejaron engañar y le hicieron el cerco diplomático, más por contentar a sus bases que por un sincero deseo de que cayera. Sólo algunos países autoritarios, como el Vaticano y Portugal, mantu- vieron a sus embajadores en Madrid. Y Suiza, siempre tan pragmática y pesetera.
España reaccionó con orgullo hidalgo, despreciando al mundo como la zorra desprecia las uvas.
¿Que no nos quieren? Menos los queremos nosotros. Una muchedumbre enardecida se congregó en la plaza de Oriente un frío 9 de diciembre para testimoniar su inquebrantable adhesión al Caudillo. Entre las pancartas que se agitaban sobre la marea humana, se leía:

Si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos.

Como una Albania de los años cuarenta, el asolado país, haciendo de la necesidad virtud, se arrella- nó en su sillón frailero, elevó la castaña a categoría de plato nacional y se broqueló de desdén hacia lo ex- tranjero.
«Los falangistas no sentimos hoy nostalgia del bienestar material», se escuchaba en lo discursos.
«Queremos la vida dura, la vida difícil de los pueblos viriles», solicitó Franco, y la Providencia escuchó su ruego: a la destrucción de la guerra, sin ferrocarriles, sin fábricas, sin viviendas, se sumaron años de perti- naz sequía. El hambre y el estraperlo fueron el acompañamiento de una década de miseria y sufrimiento, epidemias, sarna, chinches, piojos grises, estilográficas a plazos, lámparas de carburo y gasógenos, talleres de restauración de cepillos de dientes y de carreras de medias, colas de indigentes frente a la sopa sobran- te de los cuarteles, tranvías abarrotados, trajes vueltos, retales, sobras, recortes, realquilados... Los extran- jeros que visitaron España en aquel tiempo consignan su hedor a paño húmedo, a miseria, a roña acumula- da, a aceite refrito, a grasa rancia...

Mientras el país aguantaba los retortijones del hambre y muchos estómagos se habituaban a digerir algarrobas, en las tribunas resonaban las sustanciosas palabras del viejo tronco castellano: viril, jerarquía, imperial, señero, vibrante, augusto, a las que se añadió una nueva, la más brillante, un préstamo de Musso- lini, aunque la vendieran como recién salida del troquel de la lengua: autarquía. Autarquía significaba «auto- abastecimiento», apañarse con lo propio sin ayuda ajena. Había que cerrar las puertas al corrupto mundo exterior. Hasta el diccionario se expurgó de extranjerismos: el coñac se rebautizó jeriñac; la ensaladilla rusa se llamó imperial, y hasta Margarita Gautier trocó su apellido gabacho por el autóctono Gutiérrez por volun- tad de un gobernador civil.
La minoría idealista de los vencedores, cada vez más minoría, se ahogó en la burocracia y en la va- cua retórica. El vivir cotidiano se tejía sobre una urdimbre de complicidades, de corruptelas, de especula- ción, enchufismo, tráfico de influencias, cohechos... Agustín de Foxá diagnosticó: «Tenemos una dictadura dulcificada por la corrupción.» Encima de esta olla podrida flotaba el inconfundible aroma de la beata bur- guesía.
Catolicismo y nación se fundían y confundían en perfecta simbiosis. La Iglesia recuperó, con aumen- tos, sus antiguos privilegios y se adueñó nuevamente de la educación del pueblo o, al menos, de la educa- ción de la burguesía y de las clases medias, de la que saldría la clase dirigente del futuro (porque, conscien- te de sus limitaciones, desistió de evangelizar a la clase humilde).
La radio, eficaz instrumento del régimen, suministró la necesaria evasión a muchas familias, que bos- tezaban con el estómago medio vacío en torno al desmayado brasero: partidos de fútbol, corridas de toros, seriales radiofónicos, quiniela semanal, copla patriótica de Conchita Piquer y Pepe Blanco y, sobre todo, los niños de San Ildefonso cantando el gordo de la lotería nacional sobre la que tantos sueños se cimentaban. Lo que no había era pan para todos.




CAPÍTULO 94

La providencial guerra fría


En 1948, el bloqueo ruso de Berlín y la expansión del comunismo en China contribuyeron a despejar las nubes del horizonte patrio. Comenzaba la guerra fría, y Franco, visceral anticomunista, ganaba simpatí- as en el mundo libre. El Caudillo cobró confianza y anunció: «Los tiempos difíciles han pasado», pero luego, recordando la depreciación de la peseta y la creciente inflación, atemperó su optimismo y añadió, como si su fe en la autarquía zozobrase: «Necesitamos imperiosamente producir.» Comenzaron los cambios. Dis- cretamente desaparecieron de las cartas oficiales los saludos y las fórmulas vagamente fascistas. España se disponía a salir de su aislamiento para incorporarse a Europa. Los aparatosos haigas de los estraperlis- tas comenzaron a ceder terreno a los primeros Wolkswagen o Graciasmanolo (por Manuel Arburúa, el mi- nistro que concedía licencias de importación a sus enchufados). Era la avanzada de la clase media euro- pea, próxima a hacerse carne y habitar entre nosotros.
En los míseros años cuarenta, la depauperada España no lograba levantar cabeza; en los cincuenta, escarmentada del fatigoso carril de las rutas imperiales, se instaló en carreteras de tercera, que la conduje- ron, con baches y pinchazos, a las actuales autovías de peaje.
El gran cambio sobrevino entre 1952 y 1953. De pronto, terminaron las restricciones de agua y luz, desaparecieron las cartillas de racionamiento y se alcanzó la renta per cápita de antes de la guerra. El régi- men recibió el respaldo internacional tras sus acuerdos con Estados Unidos, y Franco se vistió de paisano y abrazó a Eisenhower en Barajas. (A Hitler, en Hendaya, sólo le había estrechado la mano, aunque, eso sí, entre las dos suyas y muy cordialmente.) Los americanos no nos suministraron locomotoras, como a los países del reciente Plan Marshall, pero nos socorrieron con sus excedentes de mantequilla, queso en lata y leche en polvo. Tampoco aportaron infraestructura industrial, pero enviaron al padre Peyton para que nos predicara la Cruzada del Rosario en Familia («La familia que reza unida, permanece unida»). La familia española estaba tan unida en torno al brasero de la mesa camilla que jamás hubiera pensado en disgregar- se, pero, no obstante, el sueño americano reforzó la dimensión espiritual del vínculo. Fue un amor corres- pondido: España abierta de piernas, hechizaba al americano con tablaos flamencos, vino barato y alegría; el americano ponía Hollywood y el Reader's Digest.
Los primeros signos de progreso material no se hicieron esperar. Como si una varita mágica nos hubiera tocado, la cochambrosa sala de estar se transformó en living, a las incómodas sillas de enea suce- dió el tresillo de cretona estampada mixto de skay verde con tachuelas blancas; el brasero dio paso a la estufa de gas butano; el anafe de soplillo, a la cocinita de petróleo; el disco de baquelita, al microsurco; los calzoncillos hasta las rodillas, al braslip; la mastodóntica motocicleta Ossa, a la grácil Vespa; el carricoche de tracción animal, al motocarro. Llegaron las ollas a presión, los cacharros de aluminio y acero inoxidable, los fregaderos de marmolina, las medias de nailon, el tergal inarrugable, las lavadoras automáticas, el col- chón de muelles, las cafeterías con camareras, el plexiglás, los pisitos a plazos, los bolígrafos... La gente firmaba resmas de letras, heraldos del consumismo, con inocente entusiasmo. Creció el poder adquisitivo, creció la esperanza, creció el pluriempleo; los bancos extendieron su benéfica obra social hasta cubrir al completo a la ciudadanía; crecieron la especulación del suelo y el desorden urbano.
El agro hizo las maletas (de madera, atadas con cuerdas) para trasladarse a la ciudad, donde se mal- vivía mejor que en el campo.
Más de un millón de campesinos echó dos vueltas de llave a la desvencijada casa del pueblo y se hacinó en chabolas de chapa y uralita a las afueras de la gran ciudad. Se adivinaban las primeras grietas en el compacto edificio de la España eterna.




CAPÍTULO 95

«Frigidaire» y burro—taxi


La década que abarca de 1957 a 1967 constituye el período decisivo del franquismo. El Caudillo, con su proverbial astucia, se percató de que, salvados los traidores bajíos de la política internacional, la nave patria enfilaba ya, viento en popa, los escollos de una economía desastrosa. Renovarse o morir. Había que dejarse de pamemas y echarse en brazos del sistema capitalista y de la economía de mercado. Franco se afeitó el bigotito, archivó las carpetas del proyecto autárquico y desatornilló de sus poltronas a unos cuantos ministros falangistas para sentar en ellas a jóvenes tecnócratas opusdeístas.
Una bocanada de aire fresco, con ciertos efluvios a incienso, circuló por las camarillas del poder. Ele- gantes ministros y pulidos subsecretarios se movían con soltura con la estampa de san Ramiro de Maeztu en la billetera, junto a la foto de familia numerosa («Nos han hecho ministros», se felicitó san Josemaría Escrivá, marqués de Peralta). Los españoles que cada noche salían al balcón, muchos en camiseta, otros en pijama a rayas, a escrutar el firmamento en busca de la parpadeante lucecita del Sputnik no eran cons- cientes de estar doblando la bisagra de una nueva era, ni advertían que después de tres lustros de difícil equilibrio en el trampolín de la escasez, se estaban columpiando sobre el embalse del aperturismo, de la liberalización, del neocapitalismo, de la abundancia consumista, de la sociedad del confort. La zambullida nos tomó por sorpresa. En un santiamén, se abrieron las esclusas, y dos millones de trabajadores españo- les se vaciaron sobre Europa, mientras cuatro, seis, ocho millones de turistas europeos en paños menores trashumaban cada verano a nuestras cálidas playas, ávidos de insolación, de paella, de sangría y de bu- rro—taxi typical. El negocio de exportar pobres e importar ricos atascaba de divisas las arcas del Estado; por otra parte, crecían las inversiones extranjeras, aprovechando que los salarios eran bajos y no había huelgas. Había que ser muy mal nacido y radioescucha de la emisora Pirenaica para negarse a admitir que el pueblo disfrutaba de un bienestar sin precedentes. Gas butano, tresillos de skay adornados con pañitos de croché y cojines de lana, secador de pelo, batidora Turmix, frigorífico, transistores vía Ceuta o Andorra, muebles de formica y diseño nórdico, cuartos de baño con bidé en una de cada cuatro viviendas, agua ca- liente en una de cada dos, utilitario familiar. Del subdesarrollo pasábamos al consumismo; del desempleo, al pluriempleo. Un mundo nuevo amanecía.
Franco, como un viejo patriarca rodeado de numerosa y feliz familia, podía sentirse orgulloso. Pero no se durmió en los laureles: se multiplicaba, timoneaba la nave del Estado con pulso firme, inauguraba panta- nos, se hería en la falange (con minúscula) «estando cazando en El Pardo», capturaba una ballena en el Cantábrico y enviaba la pelota de golf más lejos que nadie. Había paz (XXV Años, en 1964), había pan, había fútbol, había concursos («Un millón para el mejor»), había quinielas millonarias. ¿Qué más podíamos desear? Vivíamos mejor que nadie. Por las carreteras españolas los primeros Seat 600 iniciaban su tímido rodaje en manos de inexpertos neoconductores. Los primeros Planes de Desarrollo iniciaban su tímido roda- je en manos de inexpertos ministros de Economía proclives a los frenazos y a los acelerones.
España, como una prometedora adolescente bien nutrida, daba el estirón. Quizá quedaba algo des- galichada y asimétrica: en la costa, jornal seguro de albañiles y camareros; en el interior, pasaporte y maleta para Alemania. Arreciaba el éxodo del campo a la ciudad. Desertores del arado dejaban el pueblo, las boi- nas capadas, las tocas negras y los valores morales, hasta entonces salvaguardados por el qué dirán de un vecindario chismoso, y se volvían permisivos y modernos en cuanto desembarcaban en el anonimato de la gran ciudad. La cartilla de ahorros se olvidó en el fondo del secreter de la cómoda, la gente vivía al día, quería disfrutar y resarcirse de las privaciones pasadas, consumía en cómodos plazos: «Compre ahora y pague después.»
La Iglesia y el Estado franquista se habían prometido amor eterno apenas acabada la guerra. El Con- cordato de 1953 fue su boda formal. España, como una novia bonita y morena, aportaba como dote los ministerios de Educación e Información. La Iglesia se las prometía felices, pensando que, con esos dos instrumentos en la mano, tenía asegurada su influencia durante otros mil años. No advirtió que la novia iba preñada de modernidad y que las débiles costuras ideológicas del traje nupcial iban a estallar de un mo- mento a otro. La fe, arremetida por el progreso, flaqueó. Incluso en el propio Vaticano cocían habas: el Con- cilio Vaticano II dejó estupefactos a los obispos españoles. ¡El Papa quería adaptar la Iglesia al mundo y no al contrario! Se produjo una desbandada general; grupos contestatarios exigían que la Iglesia se ocupara

menos de la moralidad y más de la justicia social. La jerarquía se escindió en dos bandos: preconciliares integristas y conciliares progresistas. De éstos, comenzaron a salir algunos curas disidentes, con preocupa- ción social, incluso obreros, lo que ocasionó grave escándalo y quebranto entre los obispos franquistas. Luego, pensándolo mejor, los consintieron. La Iglesia, tan sabia, evita poner todos los huevos en la misma cesta. Ve venir los cambios y sabe ganar la delantera. En las zonas industriales, comenzaba a haber huel- gas y curas obreros entre los huelguistas. En el País Vasco empezaba a levantar cabeza el nacionalismo, y el terrorismo asomaba las peludas orejas, con curas encubridores suministrando infraestructura logística e incluso algo más.
Hacia 1957, los españoles, que hasta entonces habían creído que la esencia de la vida consistía en apretarse el cinturón, contemplaron con sorpresa cómo les germinaban debajo de los pies las semillas del consumo traídas, en vuelo estacional, por turistas y emigrantes. El terreno estaba bien estercolado. En tan sólo diez años, entre 1960 y 1970, la renta per cápita del país había crecido en un 82 %.
Tras la remodelación ministerial de 1965, el gobierno se escindió en dos bloques antagónicos: por una parte, los retroinmovilistas, capitaneados por el vicepresidente y hombre de confianza del Caudillo, Carrero Blanco; por la otra, progresistas, abandera dos por Fraga Iribarne, que aspiraba a normalizar el país. La dictadura se desprendió de los lastres nacionalsindicalistas y ascendió a régimen autoritario dis- puesto a ceder en lo superficial para mantener lo fundamental.
El 22 de noviembre de 1966, Franco presentó a las Cortes la Ley Orgánica del Estado, y Fraga Iribar- ne comenzó su combate por el título de la modernidad con la Ley de Prensa. Al año siguiente, 1967, floreció la Ley Orgánica del Estado, y la Virgen se apareció a unas niñas sobre un lentisco del Palmar de Troya, en la provincia de Sevilla. España se debatía rasgada por tensiones interiores, como parturienta a punto de cesárea. El rojerío progresista avanzaba sus peones. En los foros políticos, arreciaban voces exigiendo coeducación. En 1970, el presupuesto de Educación superó al del ejército por vez primera en la historia del régimen.
El radicalismo estudiantil, que en París se lanzó a la calle para destruir los coches de la burguesía, en España se lanzó a los catres de los cuchitriles estudiantiles a destruir los virgos, considerados también sím- bolo de la burguesía, del dominio papista y vestigio retro de la dictadura. Las barricadas se hacían esperar. España se estaba volviendo roja y libertaria, pero los alevines de la clase media, los chicos burgueses que hicieron el bachillerato en Acción Católica y las chicas que fueron Hijas de María en colegios de monjas, las nuevas generaciones que el régimen había amamantado generosamente a sus pechos, se tomaban su tiempo antes de lanzarse a la revolución. Fue al final, ya en la universidad, cuando se convirtieron por milla- res al marxismo—leninismo y se catequizaron con el Libro Rojo de Mao, tan profundo.
Y después de Franco, ¿qué?, venía preguntándose la ciudadanía desde el final mismo de la guerra.
Después de Franco, vuelta a la monarquía, que parecéis tontos.




CAPÍTULO 96

Don Juan, o el que espera desespera


Páginas atrás, al hablar de la familia de Alfonso XIII, habíamos aplazado lo referente a su quinto hijo (tercero varón), el infante don Juan, en el que Alfonso XIII abdicó.
El infante don Juan, como no era el primogénito, no estaba destinado a reinar, por lo tanto no lo pre- pararon para tan alta misión, aunque recibió una educación esmerada y, desde pequeño, aprovechando que su madre era inglesa, su abuela alemana y su nurse francesa, habló varios idiomas. En 1930, ingresó en la Escuela Naval de San Fernando para seguir la carrera de marino, pero la caída de la monarquía y el exilio de la familia real interrumpieron sus estudios apenas comenzados. Gracias a su pariente Jorge V de Inglate- rra pudo completarlos en la academia naval británica, en la cual se graduó como oficial.
Don Juan era un marino de una pieza, brutote, tatuado, elemental, impulsivo, noble de corazón y pro- clive al vozarrón y al taco. En 1933, servía en el crucero Enterprise de la marina británica, que estaba fon- deado en aguas de Bombay, en la India, cuando recibió un telegrama de su padre, el ex rey Alfonso XIII:
«Por renuncia de tus hermanos mayores, quedas tú como heredero. Cuento contigo para que cumplas con tu deber con España.» El mundo se le vino encima al joven oficial. Tuvo que abandonar el Enterprise y re- gresar a Roma para hacerse cargo de sus nuevas obligaciones.
Durante la guerra civil española intentó por tres veces, siempre en vano, que Franco lo admitera a su lado para luchar contra la República. Alegaba don Juan su experiencia en la marina de guerra inglesa: «He navegado dos años y medio en el crucero Enterprise de la Cuarta Escuadra; he seguido luego un curso especial de artillería en el acorazado Iron Duke y, por último, antes de abandonar la marina británica con la graduación de teniente de navío, estuve tres meses en el destructor Winchester.»
Ni por ésas. Franco se negó a admitirlo. El 28 de febrero de 1941, Alfonso XIII falleció en la habitación 23 del primer piso del Gran Hotel de Roma, donde residía, y don Juan, a sus veintisiete años, se hizo cargo de la jefatura de la Casa Real. No tenía por delante un camino de rosas. El resto de su vida fue esperar a que Franco le cediera la corona y contemplar la evolución política de España desde la orilla portuguesa, en su chalecito de Estoril, «Villa Giralda», donde recibía el besamanos y acatamiento de los monárquicos de toda la vida, que iban a visitarlo y de camino aprovechaban para ir a Fátima y al Casino.
Don Juan hubiera sido, quizá, un buen marino, que el mar era su verdadera vocación, pero falto como estaba, por formación y por temperamento, de las cualidades necesarias para navegar en las procelosas y turbias aguas de la política, toda su vida se dejó dirigir por un Consejo Privado, constituido por prestigiosos monárquicos, dentro del cual coexistían distintas corrientes no siempre confluentes. Al predominio de unas o de otras, en cada época, se pueden atribuir los bandazos del pensamiento político de don Juan, y los re- nuncios y contradicciones en que incurrió en su relación con Franco, que acabaron perjudicando su causa. Esto explica que el mismo personaje que en 1935 apoyó con entusiasmo al grupo Acción Española, clara- mente reaccionario, moderara su postura diez años después, cuando la derrota de las dictaduras europeas dejaba entrever que el futuro pertenecía a las democracias. Don Juan, adelantándose a muchos españoles, se declararía ya abiertamente demócrata a partir de 1965, cuando su avispado consejero José María de Areilza le hizo ver, y a algunos significados personajes del Consejo Privado también, que el porvenir de la monarquía pasaba por su adecuación a los nuevos tiempos. Areilza era un diplomático de gran talla, prag- mático y con gran visión de futuro, y convencido, como todo diplomático que se precie, de que París (o Ma- drid) bien vale una misa.
Sin embargo, el enfrentamiento de don Juan con Franco venía de mucho antes, de marzo de 1945, cuando publicó el Manifiesto de Lausanne, en el que conminaba solemnemente al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandonara el poder y diera libre paso a la monarquía. Al año siguiente, publicó las Bases Institucionales de la Monarquía, como si ya anduviera prepa- rando el gobierno en la sombra. A Franco, como fácilmente se adivina, todo esto le sentaba como si le men- taran a su santa madre. Además, por vía diplomática le llegó la noticia de que don Juan se había ofrecido a las potencias vencedoras en la guerra como alternativa de gobierno en España al frente de una monarquía respetuosa de las libertades públicas. La misma fuente hablaba de su disposición para llegar a España como rey, a bordo de un navío de la Armada británica, en una hipotética invasión de las Canarias.

El siguiente paso del pretendiente no mejoró su situación ante el dictador. En 1947, cuando arreciaba el aislamiento internacional de Franco y parecía que los días del régimen estaban contados, replicó a la Ley Sucesoria promulgada por Franco con el llamado Manifiesto de Estoril, en el cual firmaba como rey.
Ésta fue la gota que colmó el vaso de la paciencia del Caudillo. Franco nunca le perdonó estas velei- dades políticas y decidió que cuando restaurara la monarquía lo haría en otra persona. Porque Franco era monárquico y nunca dejó de serlo; lo que ocurre es que le tomó gusto al mando y decidió que la estabilidad y el progreso de España requerían que él estuviera al timón mientras Dios le diera vida, que se la dio y lar- ga. Tiempo habría y siglos por delante para que la monarquía siguiera su curso. En cuanto a don Juan, ya que estaba incordiándolo con papelitos y declaraciones a la prensa, decidió castigarlo impidiendo que rein- ara y lo condenó a ser hijo de rey y padre de rey, pero nunca rey. Se salió plenamente con la suya. Ésta es otra de las cosas que dejó atadas y bien atadas.
Volviendo a don Juan y a su bondad intrínseca, quizá su ya mentada dependencia de consejeros con opiniones contrapuestas disculpe las aparentes traiciones que se observan en su trayectoria política; por ejemplo, en 1948, cuando la flamante Confederación de Fuerzas Monárquicas se adhirió a la Alianza Na- cional de Fuerzas Democráticas junto a socialistas y republicanos exiliados, en un común intento para forzar la salida del dictador. ¡Indalecio Prieto y la monarquía codo con codo! Al poco tiempo, don Juan mostró simpatías hacia el Movimiento en la entrevista con Franco en el yate Azor, frente a San Sebastián.
En esta histórica ocasión, Franco, que ya había decidido saltarse la línea de sucesión y que don Juan se quedara sin reinar, le pidió, y él aceptó, que su primogénito, don Juan Carlos, cursara bachillerato en España y se fuera preparando para sus eventuales responsabilidades como rey.
Después de la escena del Azor, don Juan evitó enfrentarse con Franco, incluso hizo declaraciones de fidelidad a los ideales del Movimiento Nacional y mencionó la ayuda divina y los aciertos del Generalísimo al frente de la nación, y hasta le ofreció la máxima condecoración, el Toisón de Oro, que Franco rechazó con brusquedad castrense, señalándole, además, que carecía de potestad para ofrecerla. El gallego era muy suyo en cuestiones de mando y prerrogativas.




CAPÍTULO 97

El hombre que ha de reinar


El hombre que había de reinar, es decir, el primogénito de don Juan y nieto de Alfonso XIII era Juan Carlos, un niño guapo y avispado, nacido en Roma, en 1938, durante el exilio de sus padres. Había padeci- do una infancia desarraigada, primero en Lausana, en Suiza, donde residía su abuela, la ex reina de Espa- ña; después, interno en un colegio religioso de Friburgo. Hay que imaginarse su desamparo cuando llegó a España, después de la histórica entrevista del Azor, a los diez años de edad y sin apenas hablar español, para estudiar bachillerato en una finca de los banqueros Urquijo, «Las Jarillas», reconvertida en laboratorio educativo para el futuro príncipe y otros ocho niños procedentes de familias de dirigentes franquistas para que aquel encierro pareciera un colegio. Fue una educación muy particular, inspirada por el dictador, en la que predominaron preceptores afines al Opus Dei. Franco deseaba que el futuro rey estuviera políticamente más cerca de él que de su padre carnal. El muchacho creció soportando humillaciones a la sombra del po- der, espiado por sus más directos colaboradores, abucheado públicamente a veces, tanto por falangistas como por monárquicos juanistas, que lo consideraban un intruso impuesto por Franco. Y además, aguan- tando la vela frente a su propio padre. Todo su papel consistía en esperar y en no defraudar al amo supre- mo, ni al ejército ni a la Iglesia, ya que no a la Falange y mucho menos a la oposición democrática, feroz- mente republicana (eso predicaban entonces). Por eso, el ejército y la Iglesia, ambas reunidas en el almiran- te Carrero Blanco, fueron sus principales valedores en 1969, cuando, presionando sobre Franco, consiguie- ron que lo nombrara, de una vez por todas, sucesor a título de rey.
Don Juan Carlos se había casado con Sofía de Grecia, una princesa de la casa real helena, de origen prusiano y danés (y emparentada, además, con las dinastías de Inglaterra y Rusia). Su bisabuelo materno fue el káiser Guillermo II; el paterno, el príncipe Guillermo de Dinamarca, entronizado en Grecia como Jorge 1, en 1852. Los apellidos de la esposa de Don Juan Carlos son Schleswig—Holstein Sonderburg y Glücks- burgo.
En febrero de 1968, con ocasión del bautizo del príncipe Felipe, primer hijo varón de Juan Carlos, la ex reina Victoria Eugenia, ya anciana, regresó a España por unos días. Durante la ceremonia bautismal, cuando Franco le presentó sus respetos, ella afectuosamente le dijo: «General, ya tiene usted dónde esco- ger entre el abuelo, el hijo y el nieto.» Con flema británica, la anciana señora no se quebraba la cabeza sobre el tema, pero entre los monárquicos los había muy capaces de abrírsela al adversario, pues las dife- rencias entre juanistas, partidarios del padre, y juancarlistas, partidarios del hijo, se iban ahondando. Los unos, como cabe suponer, por fidelidad a las leyes monárquicas; los otros, por puro pragmatismo.
Los vientos de la política soplaban de este último lado. Carrero Blanco, López Rodó y el Opus Dei (en una maniobra combinada que denominaron Operación Salmón) instaron a Franco, con el debido respeto, para que eligiera sucesor. «La elección de sucesor —argumentaba Carrero ante el general— tendrá el efec- to beneficioso de una traqueotomía.» Fascinado por tan delicada metáfora, Franco se decidió y escogió sucesor, al año siguiente, 1969. Carrero fue el primero en saberlo y se lo comunicó con alivio a López Rodó:
«Ya parió.» Con parecido ingenio, Don Juan Carlos había escrito a su madre, en clave metafórica borbóni- ca: «El grano ya ha reventado.»
Como era de esperar, de los tres candidatos señalados por la ex reina, Franco había escogido no al abuelo, don Juan, a quien seguía sin perdonar sus insumisiones pasadas, sino al hijo, Don Juan Carlos, despreciando todas las normas de sucesión. ¿Acaso no estaba por encima de la historia?
Aquí fue la tragedia. Don Juan, viéndolas venir, tenía muy advertido a su hijo que por nada del mundo debería acceder a que el dictador se saltara graciosamente el orden sucesorio. A juzgar por sus declaracio- nes a la prensa extranjera, Don Juan Carlos estuvo al principio de acuerdo con su padre y se presentaba como un hijo abnegado y obediente. El 27 de noviembre de 1968 declaró al semanario Point de Vue: «Ja- más aceptaré reinar mientras mi padre viva.» Pero después cambió de idea, alegando el interés de España y su supremo deber de soldado, y acató las Leyes Fundamentales del Reino, entre las cuales se incluía, naturalmente, la Ley de Sucesión. Detrás de todo el asunto, hay que ver la mano peluda de Carrero, al que el joven príncipe agradeció «horrores» su apoyo. A la intencionada pregunta del periodista Emilio Romero
«¿puede abdicar don Juan?» respondió el príncipe: «Por poder, puede.»

Así que Don Juan Carlos estaba dispuesto a reinar antes que su padre. Este cambio de postura me- reció la desaprobación de los juanistas, incluido el propio don Juan, que sólo había consentido su educación española como sucesor suyo, no de Franco. Inmediatamente, protestó en una nota oficial: «No se ha conta- do conmigo ni con la voluntad libremente manifestada del pueblo español [...] Ninguna responsabilidad me cabe en esta instauración.»
Entre el padre y el hijo se produjo una gran tensión por lo que técnicamente era una traición, agrava- da por el hecho de que Juan Carlos había visitado recientemente a su padre en Estoril y no le había comu- nicado nada. Don Juan, que se había enterado de la noticia por la prensa, como los demás españoles, lo tomó muy a mal, convencido como estaba de que su hijo conocía de antemano la decisión de Franco y se la había ocultado.
Juan Carlos, disciplinadamente, pero con el corazón escindido por encontrados sentimientos, acató la decisión de Franco, subordinando su fidelidad filial a sus sagrados deberes hacia la patria, y se apresuró a aceptar. Pero envió un mensaje conciliador, que no calmó la ira de su padre biológico: «Es lógico que los más fieles mantenedores de los principios dinásticos acepten algún sacrificio en sus aspiraciones. Y si son verdaderos patriotas comprenderán que ante todo está el bien de España.» Le pedía una cierta flexibilidad a don Juan, pero don Juan era un hombre más visceral que paciente, se consideraba llanamente traicionado y no cedió en sus planteamientos legitimistas hasta 1977. Incluso en la primera ocasión que se le presentó, reclamó a su hijo la placa de Príncipe de Asturias que le había otorgado (años después, ya pasada la tor- menta, se la entregaría a su nieto Felipe). Los juanistas sacaron a relucir que el príncipe, como Fernando VII, no vacilaba en atropellar los derechos de su padre con tal de alcanzar el trono, ni vacilaba en jurar leal- tad a Franco y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino.
No obstante, los hagiógrafos de la corona, más papistas que el papa, han inventado la historia de la conspiración: hijo y padre como uña y carne, de acuerdo desde el primer momento para engañar a Franco y sin otra ambición que devolver España a la democracia. Eso, a pesar de que Don Juan Carlos no tolera que en su presencia se critique a Franco, «porque cada uno debe saber de dónde viene y fue Franco el que me puso en el trono».
La proclamación de Don Juan Carlos como sucesor no mejoró su situación personal porque no signi- ficaba que Franco hubiera decidido retirarse pronto. Don Juan Carlos y Doña Sofía, como los parientes pobres que esperan una herencia, soportaron todavía muchos desplantes y desprecios de la familia de Franco y de los falangistas. Incluso durante un tiempo peligró la candidatura de Don Juan Carlos puesto que la ley reservaba a Franco la posibilidad de designar a otro heredero. En 1972, la nieta de Franco, María del Carmen Martínez Bordiú, se casó con Alfonso de Borbón, hijo del infante don Jaime (aquel infante sordo- mudo, en el que, en su día, recayó la sucesión de la corona española antes de desplazarse hacia el tercer hijo varón de Alfonso XIII, don Juan).
A raíz de esta boda, los príncipes vivieron la ansiedad de una posible candidatura rival para la corona de España, que la ambiciosa familia de Franco intentaba forzar aprovechando que el general andaba ya mermado de facultades. No obstante, después de las declaraciones institucionales de tres años antes, la propuesta llegaba un poco tarde, y las maniobras de las Cármenes (doña Carmen Polo y su hija) para coro- nar a una Franco como reina de España no dieron fruto. Pero durante unos meses, la pelota estuvo en el tejado, y Alfonso se titulaba príncipe, y la nieta de Franco, su esposa, princesa, tratamiento reservado en España a los herederos del trono. En una fiesta, el marqués de Villaverde, yerno de Franco, requirió de un camarero: «Un whisky para el príncipe.» Don Juan Carlos, que estaba a su lado, creyendo que se refería a él, corrigió: «No, whisky no, he pedido una limonada.» A lo que Villaverde replicó: «No: he dicho para el príncipe», y señalaba a su yerno, don Alfonso.




CAPÍTULO 98

El frenazo de Carrero


En los años setenta, Franco era ya octogenario y estaba para poco. Inaugurados ya los pantanos, acondicionados los paradores nacionales, cazados los ciervos, abatidos los jabalíes, pescadas las truchas, paseados los palios, habiéndolo dejado todo atado y bien atado, desertó del NODO, se replegó del vivir cotidiano, se retiró del mundo y se convirtió en una delgada presencia que veía pasar los últimos vagones del tren de la vida desde el apeadero de El Pardo, como si la cosa no fuera con él.
Franco iba ya de retirada y parecía que el ascenso de la democracia era imparable, pero, de pronto, el almirante Carrero Blanco, ascendió a segundo de a bordo, se subió al pescante y, tomando las riendas de las vacilantes manos del Caudillo, frenó la cabalgadura. Carrero Blanco era un leal funcionario franquista. Guiado por López Rodó y otros miembros del Opus Dei, intentó instaurar un fascismo católico. El frenazo del aperturismo despidió a muchos por encima de las orejas de la caballería, entre ellos al propio Fraga, destituido en 1969 por su incapacidad para acabar con «la pornografía y el maoísmo».
En 1973 se designó a Carrero Blanco presidente del gobierno. Franco seguía detentando la jefatura del Estado. Mientras tanto, crecía la inquietud social. Las fuerzas de la oposición, que durante años habían permanecido silenciosas, comenzaban a moverse cautamente, sólo lo suficiente para no alarmar al aparato del régimen y a la gente de orden temerosa del futuro. Porque la inmensa mayoría de los españoles, aun- que monárquicos in péctore (¿sería mejor término criptomonárquicos?) según hoy demuestran las encues- tas y las espontáneas declaraciones de los políticos, entonces ignoraban que lo eran, o quizá sólo lo sospe- chaban y no se atrevían a proclamarlo, inmersos como estábamos todos en el bendito limbo del apoliticis- mo. Es que los penosos años de la dictadura habían atrofiado el sentido político de la inmensa mayoría del pueblo español y nadie daba un duro por el futuro del príncipe designado, que falangistas y juanistas lleva- ban treinta años desprestigiando como tonto del haba y hasta lo apodaban Juan Carlos el Breve. No obstan- te, el progreso era imparable, o lo parecía, y la democracia estaba, aparentemente, a la vuelta de la esqui- na.
El mundo había cambiado irreversiblemente. Los subversivos, después de unos años de predicación alternativa en favor del amor, habían decidido hacer también la guerra. En 1970, apedrearon al papa en Cerdeña, y el presidente Nixon vivió una experiencia semejante en el otro confín del globo. En 1973 estrella- ron al propio Carrero Blanco contra la cornisa de la casa de los jesuitas. El proyecto nacionalcatólico nau- fragó en los discursos de su heredero Arias Navarro, converso aperturista, dispuesto a atender las deman- das de una sociedad cambiante, aunque con la otra mano sostenía firmemente el garrote de la ley y el or- den y, para que el mensaje fuera cabalmente entendido, ejecutó a garrote vil a un activista político.
Franco, ya en sus ochenta, no tenía ninguna intención de retirarse, pero incluso sus más incondicio- nales se planteaban el futuro de España el día en que, por «imperativo biológico», eufemismo acuñado para aludir a la muerte del dictador, la jefatura del Estado quedara vacante. En el año 1974, Franco, aquejado de flebitis, dejó en manos de su sucesor el timón de la nave del Estado. Fue sólo durante los tres meses de la calma chicha estival, como si se hubiese tomado unas vacaciones, porque, en cuanto llegó el otoño, el dic- tador se repuso y asumió de nuevo el mando, dejando en situación un tanto desairada al sustituto, que ya se tenía por fijo en la plaza.
La tímida apertura continuaba. Se consintieron los partidos políticos bajo el nombre de asociaciones (con la excepción del Partido Comunista, la bestia parda del régimen). En la calle se producían algaradas que la policía reprimía. Al terrorismo de ETA y del FRAP, que arreciaba en el río revuelto, respondió el régi- men en setiembre con una severa ley antiterrorista y el fusilamiento ejemplar de cinco activistas políticos. Fue una concesión al ejército y a los poderes fácticos, que exigían mano dura para enfrentarse a la escala- da de violencia terrorista. El cumplimiento de la sentencia provocó cierta repulsa internacional y la réplica del régimen, menos espontánea que otras veces, en la consabida manifestación multitudinaria de la plaza de Oriente para vitorear al Caudillo, ya casi una momia puesta a orear en el balcón, un viejecito tembloroso, de voz atiplada, que al dar los gritos del ritual falangista que coronaban estas manifestaciones patrióticas, se equivocó al pronunciar el nombre de España por tercera vez y le salió un espúreo « ¡Espiña!», que fue magnificado por los altavoces (en el telediario lo ocultaron superponiendo ruido de helicóptero).

A todo esto, Hassan II, el tirano marroquí protegido por Estados Unidos, aprovechó astutamente el desconcierto y el vacío de poder que se vivía en España para invadir el Sahara con una muchedumbre de desarrapados que enarbolaban el Corán: la Marcha Verde. El órdago le salió a pedir de boca, y el gobierno español, que bastantes problemas tenía en casa para buscarse otros fuera de ella, entregó al moro aquellas arenas (y aquellas pesquerías y aquellos fosfatos) sin tener en cuenta la opinión de sus pobladores, a los que, hasta ayer mismo, titulaba ciudadanos españoles. Una chapuza más.
En octubre, la salud de Franco empeoró bruscamente, y el dictador tuvo que ser ingresado en un cen- tro hospitalario, mientras Don Juan Carlos se hacía cargo, otra vez interinamente, de la jefatura del Estado. Por imposición de la familia, el equipo médico habitual mantuvo vivo al enfermo durante semanas, prolon- gando dramáticamente su agonía. Murió, por fin, el 20 de noviembre de 1975 y lo enterraron en su pirámide del Valle de los Caídos, entre grandes manifestaciones de duelo. No todo el mundo lo lloró. El champán, el cava y, en general, todo espumoso de taponazo, se agotaron en las tiendas y supermercados. Dos días después proclamaron rey de España al hombre que Franco había designado para sucederle. Después de una larga, comprometida y tortuosa espera, comenzaba, por fin, el largo reinado de Juan Carlos I el Breve.




CAPÍTULO 99

La transición


Después de Franco, ¿qué?
Después de la larga noche de la dictadura, España amaneció al claro sol de la monarquía constitu- cional. «¡Pero si en España no había monárquicos...!», objetará, quizá, algún escéptico.
Es que el escéptico se ha dejado traicionar por la memoria. Quizá recuerde que los chicos de izquier- das —Carrillo, Tierno Galván, Felipe González y todas sus crispadas cohortes — llevaban cuarenta años asegurando que proclamarían la república en cuanto Franco faltara, lo que parecía fácil en un país donde prácticamente no había monárquicos. Los menos radicales creían que, por lo menos, había que organizar un referéndum para que el pueblo decidiese qué forma de gobierno quería, si república o monarquía. Unos y otros pregonaban, con gran miopía política, que la monarquía es una institución arcaica incompatible con el verdadero espíritu democrático, puesto que presupone la existencia de una familia, la estirpe real, cuyos miembros, sin más mérito que el privilegio que les otorga su nacimiento, ocupan la máxima magistratura de la nación y viven como príncipes a costa de los presupuestos del Estado. Por lo tanto, exigían que, a la muerte de Franco, se constituyera un gobierno provisional, capaz de dirigir, sin manipulaciones, con luz y taquígrafos, el proceso constituyente democrático y de garantizar elecciones libres. No hubo tal, claro, sino un gobierno continuista, prolongación de los sucesivos gobiernos de Franco, cuya legitimidad manaba de la clara fuente del histórico golpe de Estado o alzamiento.
Franco había asegurado que lo dejaba todo atado y bien atado. Lo dejó. Era monárquico y dejó a un rey en el poder (aunque, como hemos visto, conculcando la Ley de Sucesión para castigar al legítimo here- dero por no haberle guardado el respeto debido). Lo que Franco ató no lo ha desatado la democracia. Él, en vida, había maquillado su régimen, una dictadura militar, llamándola democracia orgánica. El régimen que lo sucedió, anudado a la dictadura, fruto de unas instituciones que no podían otorgar una legitimidad de la que ellas mismas carecían, es continuación de aquél, aunque ya equiparado, o casi, a las democracias occiden- tales en lo que a libertades formales se refiere.
Con el dictador todavía de cuerpo presente, su sucesor juró en las Cortes lealtad a los principios del Movimiento Nacional y a las Leyes Fundamentales del Reino. Esto lo legitimaba ante el aparato de la dicta- dura, pero su verdadera legitimidad, la democrática, la recibió en los días siguientes, cuando presidentes y vicepresidentes del mundo libre (norteamericanos, alemanes, franceses...) respaldaron, con su presencia, la monarquía restaurada en el sucesor de Franco.
Todo estaba previsto. No hubo vuelta de tortilla, ni ajuste de cuentas como unos esperaban y otros temían. Tampoco hubo necesidad de un referéndum para que el pueblo español decidiera si quería monar- quía o república. Ya se lo dieron escogido personas más preparadas, que sabían mejor lo que le convenía. Hubo, sencillamente, transición y retorno al espectáculo democrático de la mano de unos políticos que que- rían labrarse un porvenir.




CAPÍTULO 100

El reparto


Políticos los había de dos clases: los franquistas, que habían hecho carrera en el régimen, y que con- centraban en sus manos todo el poder, y frente a ellos, los liberales o demócratas, es decir, la oposición, los recién salidos de las cloacas de la clandestinidad. De un lado, los que compusieron semblantes pesarosos en el funeral del dictador; del otro, los que agotaron las reservas de champán el día de su muerte. Aquellos chicos de izquierdas, los de la trenca, las camisas de franela de cuadros y la actitud contestataria, y aque- llos señores adustos, que llegaban del exilio soviético con trajes mal cortados y abrigos de cachemir, tenían dos cosas en común: estaban impacientes por mandar y enarbolaban una bandera republicana, con su franja inferior morada y su escudo nacional adornado con corona mural.
Derechas e izquierdas. Sólo extremos, nada de centro; se habían erigido en bandos irreconciliables durante los cuarenta años de la dictadura. ¿Iban ahora a enfrentarse por el poder, los unos por conservarlo y los otros por conquistarlo?
El pueblo español contuvo la respiración. Nadie quería líos, pero el espectro de la guerra civil planea- ba sobre la helada incertidumbre del futuro.
Pero surgió un tercer grupo, al que llamaremos el Gran Hermano Occidental, o Gran Hermano a se- cas, que iba a poner paz y concordia a la chita callando y que, desde detrás de las bambalinas, iba a mover los hilos, para que al final todas las marionetas, rojas o azules, se abrazaran en amor y concordia: el grupo de los intereses creados. No eran exactamente políticos, pero tenían cierta experiencia como manipuladores de la política, no sólo en países de medio pelo. A los americanos, a la banca y a las multinacionales les interesaba que España viviera una transición pacífica. Este grupo estaba destinado a ser el verdadero motor de la transición. La defensa de sus intereses explica que todo fuera como una malva. Debemos estarles eternamente agradecidos.
Como las operaciones complejas no se improvisan y tienen más resortes y relojitos que, un avión, la transición había empezado mucho antes de morir Franco. El Gran Hermano, o sea, la Providencia en la tierra, había llamado a capítulo a los principales aspirantes. «¿Queréis mandar?», preguntó a los rojos.
«¡Síííí...!», respondieron ellos al unísono. «Y vosotros —preguntó a los azules— ¿queréis seguir mandan- do?» La respuesta fue igualmente afirmativa. «Pues bien, entonces os vais a dejar de ideologías irrenuncia- bles y os vais a poner de acuerdo para compartir el pastel porque al que saque los pies del plato lo voy a descantillar [o el que se mueva no sale en la foto, como diría Alfonso Guerra, que es machadiano].» «La democracia en España es inevitable —razonó el Gran Hermano—, porque es la mejor vacuna contra el comunismo y las revoluciones incontroladas, y España pertenece al rebaño democrático de Occidente, así que más vale que os pongáis de acuerdo y os consensuéis en alumbrarla discreta y eficazmente.»
— Y eso, ¿cómo se hace? —preguntaron a coro.
—Muy fácil —indicó la voz de las alturas—: Los de siempre les vais a abrir un hueco a los nuevos, y los nuevos, a cambio, os vais a olvidar de agravios pasados. Pelillos a la mar: a partir de hoy, todos demó- cratas y todos monárquicos.
Los americanos, con ayuda de los socialistas alemanes, diseñaron un plan para asegurarse de que España se mantuviera en el lado político correcto, es decir, bajo la propicia sombrilla del capitalismo occi- dental. Que no sufra la oligarquía, que nadie perturbe el pesebre nutricio de la banca y las multinacionales, alejemos el peligro de un posible escoramiento hacia la izquierda. Se trataba de establecer una transición democrática que dejara el país en manos de dos partidos, uno de centro—derecha y otro de centro— izquierda. El de centro—derecha saldría de la propia evolución del régimen; el de centro—izquierda tendría que salir de los socialistas, para lo cual, lógicamente, habría que domesticarlos. Ya había ciertos preceden- tes de la época de Primo de Rivera. Y Franco estaba sustancialmente de acuerdo con ese plan.
Las definitivas bendiciones del padrino americano a la fórmula monárquica las obtendría el nuevo Rey en junio de 1976, cuando viajó a Estados Unidos para explicar sus proyectos en el Capitolio, ante el Con- greso y el Senado de Estados Unidos.
La monarquía podía considerarse completamente arraigada en España. Después de la visita del Rey a Estados Unidos, de pronto, ocurrió el portento: desaparecieron las banderas republicanas de las manifes-

taciones, desaparecieron las alusiones republicanas de los discursos y de los programas de los partidos progresistas, y España se despertó monárquica.




CAPÍTULO 101

La irresistible ascensión del PSOE


En el acoplamiento del antiguo régimen con el nuevo, Felipe González, sin duda el mayor talento polí- tico de nuestro siglo, puso la vaselina. Hombre de orden, procedente del sector católico, supo ver con extra- ordinaria claridad que el futuro del país, y, más particularmente, el de los políticos de la oposición y el suyo propio, estaba en la continuidad. Felipe González escaló la jefatura del PSOE cuando el partido, a pesar de su larga historia de lucha, se había reducido a una débil sombra en el páramo franquista. Esto fue en el congreso de Suresnes, en 1974. Unos días después, recibió una visita del Gran Hermano en forma de emi- sarios del franquismo, con los que llegó a un acuerdo. Por su parte, se comprometía a no aliarse con los comunistas, a dejarse de veleidades republicanas y a acatar al Rey impuesto por Franco. No contó, lógica- mente, con la opinión del partido, ni siquiera con la de su mano derecha, Alfonso Guerra, que todavía anda- ba de extremista de trenca, pelo largo y gesto hosco. Después de este pacto, Felipe se desmarcó del con- junto de la oposición. La izquierda, ignorante de la maniobra (ni su álter ego Alfonso lo sabia) ,.recibió el torpedo por donde menos lo esperaba, porque la realineación dejaba en mantillas y fuera de juego incluso al eurocomunismo de Carrillo. Después del impacto, la izquierda quedó irremediablemente tocada de ala (y ya, las cosas como son, nunca ha vuelto a ser la misma, especialmente después de que el huracán de la histo- ria dejara en pelotas, y con las desaseadas vergüenzas al aire, a la URSS, a China y a Cuba).
Cuando vieron que Felipe se pasaba al enemigo con armas y bagajes, los líderes de la izquierda en otras formaciones políticas temieron por sus garbanzos y se precipitaron a imitarlo. Después de toda una vida predicando el evangelio republicano, en cuanto atisbaron el señuelo de la prebenda, el banco parla- mentario, el sueldo, las dietas, la secretaria de muslos poderosos y el coche oficial, se hicieron monárquicos de toda la vida y perdieron el culo por verse incluidos en las negociaciones con el gobierno.
¿Y el barco de la renovación? ¿Y el hermoso proyecto con tanto mimo transmitido a través de los cuarenta años de exilio o dura travesía en el páramo franquista?
Hasta las ratas abandonaron aquel proyecto que se iba a pique. Allá quedó, desamparado y a la deri- va, vencido antes de entrar en combate, con su carga de promesas de transformación social y política sin desembalar, con el leninismo de Carrillo y el marxismo de Felipe metidos todavía en su papel de celofán y con la, una vez más, traicionada bandera tricolor colgando fláccida del mástil.
Vayamos a los hechos y sigamos más menudamente la moviola desde 1974. Los buitres del rojerío, que perchaban con la boca hecha agua sobre el franquismo agonizante, aguardando la muerte del dictador, crearon la Junta Democrática, presidida por Santiago Carrillo, extraña jaula de grillos donde cohabitaban el Partido Comunista, el Partido Socialista Popular de Tierno Galván, el Partido del Trabajo, de izquierda radi- cal, y Comisiones Obreras: prácticamente toda la oposición al franquismo, con la notable excepción del PSOE, porque, por los motivos arriba expuestos, Felipe, flamante patrón de la nave socialista, escondía en la manga el as de la complicidad y la tolerancia franquista. Vean si no: a raíz de lo de Suresnes (estamos en 1974 y vive Franco todavía), en el diario gubernamental Pueblo, en la sección «La Colmena», que publicaba Pedro Rodríguez, aparecía el nombramiento del joven Isidoro en el congreso socialista. La noticia ponía a Felipe González a los pies de los caballos del fiscal general del Estado. ¿Recibió la policía orden de dete- nerlo en cuanto cruzara la frontera? Nada de eso; más bien, todo lo contrario. De las alturas del poder llegó un inesperado tirón de orejas a Emilio Romero, director del periódico, para que Pueblo dejara en paz al joven Isidoro. A partir de este punto, sólo cupieron elogios para el joven cachorro socialista.
Prosiguiendo con su plan, Felipe no sólo se desmarcó del resto de las fuerzas de izquierda, sino que fundó, por su cuenta, un año después, la Plataforma de Convergencia Democrática.
Ya no había una izquierda, sino dos. Los políticos franquistas respiraron tranquilos: no habría ajustes de cuentas, sino continuismo bajo la forma de una monarquía que heredaría a Franco y se apoyaría en cuatro pilares firmes: ejército, Iglesia, prensa y partidos políticos (este último en sustitución del Movimiento).
El viejo truco de cambiar lo accesorio para que no cambiara lo fundamental requería, no obstante, una mano firme y hábil. La persona escogida por las altas instancias que manejaban los hilos de la política nacional fue Torcuato Fernández Miranda, antiguo preceptor del príncipe y preclaro cerebro atestiguado a lo largo de una larga y brillante carrera política. A Fernández Miranda lo nombraron presidente de las Cortes

en el delicado momento de la apertura política. Al mismo tiempo, apaciguaron a la derecha más irracional y ultramontana, confirmando en su puesto al presidente del gobierno designado por Franco: Arias Navarro.
Arias Navarro formó gobierno continuista (con algunos adornos de aperturistas prudentes) y maquilló su actuación concediendo cierta libertad a la oposición política.
No obstante, como al que algo quiere, algo le cuesta, los viejos tiburones del franquismo, que optaron por prolongar su singladura en la era democrática, tuvieron que someterse a un proceso de blanqueo y cirugía, y se disfrazaron de simpáticos delfines. Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Armada, Fraga Iribar- ne —de pronto, convertido en político liberal y democrático, después de su paso por la embajada de Lon- dres—, Sabino Fernández...
El propio monarca, que también había crecido a la sombra del dictador, recibió el marchamo demo- crático, especialmente a partir del 23 de febrero de 1981, el frustrado golpe de Estado, cuyos misterios to- davía están por aclarar.
El día de marras, al filo de la medianoche, el general Armada llegó al Congreso, se encerró en un despacho con Tejero, el teniente coronel de la Guardia Civil que comandaba las fuerzas que habían secues- trado a los padres de la patria e intentó convencerlo para que le permitiera proponer a los diputados la for- mación de un gobierno de salvación nacional presidido por él mismo. Tejero titubeaba. Armada le mostró la lista de ministros (¿pactada anteriormente con los diferentes partidos?), pero Tejero, al leer los nombres de Solé Tura (comunista) y de Enrique Múgica (socialista), se inflamó en santa cólera, «que para esto no hemos hecho una guerra ni estamos dando el presente golpe, para admitir rojos y masonazos en el gobier- no». Armada, comprendiendo que era inútil razonar con aquella mula, se guardó la lista y regresó a la calle, cariacontecido. Sólo entonces, a los quince minutos del fracasado trapicheo, se emitió, por fin, el vídeo en el que el Rey condenaba la acción de Tejero. En aquella dramática alocución, Don Juan Carlos, serio y sin maquillar, compareció de uniforme, con todas sus condecoraciones, para asegurar que la corona estaba con la democracia. La tardanza en anunciarlo, según explicaría después un portavoz, se debió a causas técni- cas, pues, en la confusión del momento, no fue fácil reunir el equipo necesario.
Después se ha sabido que «el Rey, por presiones de varios capitanes generales, aplazó su discurso a la nación. En este periodo no se prohibió que Armada pudiera acudir al Congreso y proponer su gobierno de salvación». Se ha sabido también que entre la clase política estaba muy arraigada «la solución Armada»; y que el general Armada, «con distintas excusas, acudía en los últimos meses a visitar al monarca» (Herrera y Durán, 1994, p. 187).
Tras el susto, la situación se normalizó. Las biografías de los padres de la patria sospechosos de año- rar tiempos pasados también se normalizaron. Todos habían sido demócratas de toda la vida, lo que ocurre es que durante el franquismo tuvieron que disimular y templar gaitas, y ello incluía jurar los Principios Fun- damentales del Movimiento, vestir el uniforme de la Falange, y todo eso. Sólo muchos años después se ha desvelado que Franco gobernó durante cuarenta años rodeado de demócratas expectantes y de monárqui- cos de toda la vida.


¿Y los políticos de izquierda?

También ellos experimentaron su emotivo y particular camino de Damasco. Durante la larga travesía del franquismo, habían vivido de sus retóricas, y hasta se las habían creído, pero cuando los acontecimien- tos los trasplantaron bruscamente al centro del ruedo nacional advirtieron su terrible carencia: no contaban con unas mínimas bases organizadas. Los partidos de izquierda eran sus dirigentes y una claque entusiasta y distante; el resto del teatro estaba vacío. Sus posibles espectadores no tenían tradición alguna; educados en el conformismo y el miedo, no sabían para dónde mirar ni en qué creer. Sólo una minoría compraba los textos de El Ruedo Ibérico y los catecismos de una editorial oportunista con títulos tan reveladores como
¿Qué es socialismo? ¿Qué es democracia? ¿Qué son los partidos políticos? ¿Qué es el sindicato? Ante la cruel realidad de este yermo, los políticos profesionales surgidos del frío de la oposición podían arriesgarse a animar el cotarro desde dentro, lo que requeriría tiempo y esfuerzo, para llegar a alcanzar unos resultados imprevisibles. Pero si tomaban esa vía se arriesgaban a que otros líderes más capaces los desplazaran en sus propios grupos. La otra salida posible consistía en cambiar de chaqueta, ahorcar los ideales cacareados durante cuarenta años, pactar con el franquismo y ocupar las poltronas que se les ofrecían. Tuvieron tiempo para pensárselo mientras Franco agonizaba laboriosamente en La Paz. Y al final, todos lo vieron claro: que más vale pájaro en mano que ciento volando. El pájaro en mano lo ofrecían los poderes fácticos, los dueños del cotarro nacional. Y se avinieron a negociar con el presidente Suárez, es decir, con el franquismo. Es lo que se llamó ruptura pactada. Olvido de las diferencias, todo sea por la preservación de la paz. Ya eran políticos profesionales. Coche oficial para todos. Carrera política, franquistas incluidos, a partir de cero y olvido de viejos agravios. La merienda de negros estaba servida. Suárez y Carrillo a partir un piñón. Flores

para la Pasionaria. Vivas al Rey. Sin consultar a nadie, personas designadas a dedo redactaron una Consti- tución a puerta cerrada.
El Gran Hermano americano invitó: «Pasen ustedes con los pantalones en la mano.» Felipe González declaró, con la línea del cielo de rascacielos, que tanto inspiró a Lorca, de fondo: «Prefiero morir apuñalado en el metro de Nueva York que en un campo de concentración de Rusia.» El pan para todos y la moderni- dad europea estaban en la socialdemocracia. Felipe se apuntó a ella, y los españoles, también. Por eso, lo refrendaron en las urnas una y otra vez.




CAPÍTULO 102

La revolución socialista


Pero volvamos nuevamente atrás y no adelantemos acontecimientos. Después de las famosas decla- raciones democráticas del Rey en Estados Unidos, Arias Navarro, como si se tratara de cumplir un progra- ma cuidadosamente fijado, se sintió desautorizado y dimitió. Torcuato Fernández Miranda sorprendió a muchos al asignar el puesto vacante a un oscuro político, joven y ambicioso, que había sido gobernador civil de Segovia con Franco y, lo más revelador, director general de TVE: Adolfo Suárez.
Suárez encarnaba la imagen del político nuevo: en las antípodas del carcamal franquista con pinta de pirata o mafioso, un dinámico ejecutivo, apuesto, simpático, locuaz, pragmático, acomodaticio, eficaz, ma- niobrero, elegante como un figurín (especialmente, cuando consiguió dominar el tic de estirarse los puños de las camisas). Su atractiva y fácil sonrisa electoral cautivó a las damas (y a gran parte de los caballeros) desde las vallas publicitarias.
Suárez hizo lo que se esperaba de él: maquilló el régimen permitiendo mayor libertad de prensa, su- primiendo la censura y dejando soga larga a los partidos políticos. Después, consiguió que las instituciones franquistas, el Consejo Nacional del Movimiento y las Cortes, se autoinmolasen (a estas alturas, los más perspicaces habían captado los términos del chalaneo y, mirando por sus intereses particulares, accedían a ceder para conservar, nuevamente, lo que se ha denominado ruptura pactada). Solamente el pueblo, es decir, la opinión pública, asistía al gran teatro nacional maravillada y sin enterarse de lo que iba y venía entre bambalinas.
En el referéndum del día 15 de diciembre de 1976 se produjo una considerable abstención, pero el 94
% de los votos emitidos apoyaba el proyecto de reforma. El presidente Suárez, o quien manejara los hilos, había triunfado en toda la línea. Su forma ágil y rápida de hacer política desembocó, está desembocando todavía, en la creación de un Estado federal que conformará la España del futuro. Al socaire de los estatu- tos particulares de vascos y catalanes, y de la mayor independencia de las diputaciones, se pasó a la dis- gregación del mapa nacional en nada menos que diecisiete autonomías, cada cual con su himno, su bande- ra, su capital, sus funcionarios y sus instituciones (algunas de ellas para provincias que ni siquiera habían solicitado ser autónomas).
El PSOE quedó definitivamente instalado en el centro. Lo sacaron de pila, en su nueva imagen mode- rada y homologable en Europa, Willy Brandt, Pietro Nenni y Francois Mitterrand. Ya podía comenzar la con- quista del poder.
Con el ideal republicano se fue también al garete el ideal de un Estado no confesional. Tierno Galván, el viejo profesor pasado al felipismo (las deudas del partido saldadas; el odio visceral a Felipe y a Guerra, aplazado), colocó un gran crucifijo sobre su mesa de trabajo, presidió procesiones y mereció un entierro digno de un pontífice o de un rey. La Iglesia, que, viéndolas venir, había situado sus huevos, sabiamente, en las dos cestas, había vencido en toda la línea. Y la prensa, que había sido franquista hasta antes de ayer, se volcó en apoyo del olvido del pasado y de la invención del presente desinformando cuanto fue menester. También los grandes periodistas tenían basura bajo la alfombra. Mejor no meneallo.
A Suárez, en toda su gloria, se le subió el poderío a la cabeza. Después de la muerte de su padrino, Fernández Miranda, en accidente de tránsito, cuando ya su obra podía considerarse concluida, Suárez se resistió a admitir que ya había cumplido su ciclo. Le entró el gusanillo de la política y creciéndose, como el aprendiz de brujo, llegó a creerse que el motor del cambio era él mismo. Por eso, cuando los barones de UCD comenzaban a chaquetear, en lugar de cerrar filas ante el acoso del PSOE, se desmarcó de sus opor- tunistas compañeros de viaje para refundar otro partido más personal, convencido de que arrastraría a las masas. Pero se dio el batacazo, como su amigo Carrillo, y como tantos otros («Ésta es Castilla, que faze los homes y los gasta», ¿recuerdan?).
¿Qué ocurrió? Que el personal que antes había votado a UCD no tuvo inconveniente en votar al PSOE, la viva imagen de la modernidad y la decencia. Obraron el milagro tanta valla publicitaria, tanto Feli- pe—Nadiusko empapelando los muros y buzones del país, multiplicado hasta la saciedad en traje de joven y honrado paladín de la modernidad y la eficacia. España cambió de líder como se cambia de detergente.

«Son como críos», comentó el Gran Hermano sonriente al firmar la factura. Se había salido con la su- ya. Por otra parte, su sistema, que es el único posible (especialmente, tras el descalabro de los países del Este), sólo consiente que venzan los partidos que aceptan sus reglas de juego. En un país medianamente moderno, una campaña electoral acarrea gastos millonarios, que sólo pueden financiar los bancos, pero exigen, a cambio, garantías de que ese partido no perjudicará sus negocios cuando llegue al gobierno.
González, con hábil pulso y sentido de la jugada, situó su partido en el centro y ganó las elecciones por goleada. Los socialistas prometían cambio, y la sociedad quería cambiar, quería parecerse a Europa. Un gobierno de inexpertos penenes, muchos de los cuales todavía vivían en modestos pisitos de barriadas obreras, se encontró, de pronto, al frente del país en aquellos despachos inmensos, forrados de maderas nobles, con ujieres uniformados que se inclinaban a su paso. Lejos de arredrarse, los jóvenes socialistas se entregaron con entusiasmo a la tarea de reformar España, de cambiar sus viejas y caducas estructuras económicas y sociales, de incorporarla a Europa. Lo más urgente era la reforma económica, porque, por ese lado, el país estaba aquejado de casi todos los desequilibrios macroeconómicos posibles: inflación, deuda exterior, déficit público, fuga de capitales... Tomando el toro por los cuernos, los jóvenes tecnócratas se aplicaron a la reconversión o desmantelamiento de industrias ruinosas que parasitaban al Estado, lo que entrañó el despido o la jubilación anticipada de miles de obreros, con las consiguientes huelgas y problemas sociales. El PSOE perdió en el proceso una parte de su clientela electoral obrera, pero, al propio tiempo, ganó el aplauso y el voto de la emergente clase media, que lo mantuvo en el poder en sucesivas eleccio- nes.
La reforma militar fue otro capítulo delicado. Narcís Serra, un ministro de Defensa que ni siquiera había hecho la mili, gordito, con gafas y voz atiplada (de la que se hacían chistes en las salas de banderas), renovó los mandos esenciales, promocionó a oficiales democráticos y transformó el ejército franquista en una fuerza más ágil y operativa, que obedecía al poder civil. Serra descolgó y devolvió a la polvorienta vitr i- na del pasado la espada de Damocles del pronunciamiento militar que durante siglo y medio había pendido sobre la cabeza de los españoles.
En catorce años de gobierno, los descendientes de Pablo Iglesias realizaron el milagro de elevar Es- paña al rango de país europeo. El viejo sueño irrealizado de los ilustrados del siglo XVIII se cumplía con casi dos siglos de retraso. España ingresó en la Comunidad Europea (1986) y en la Alianza Atlántica (tras la famosa pirueta ideológica del pragmático González, que, después de oponerse tenazmente a ese ingreso cuando militaba en la oposición, se transformó en decidido atlantista y «donde había dicho digo dijo Die- go»). Tanto en las derechas como en las izquierdas, el pragmatismo ganaba la partida a la ideología, la lógica a la cerrazón. Eran grandes novedades en la política española, tradicionalmente tan extremista y cerril.
Después de aquellos catorce años de gobierno socialista, España quedó, como se habían propuesto,
«que no la reconocería ni la madre que la parió», pero una reforma de tanto calado, confiada muchas veces a manos voluntariosas pero inexpertas, no podía hacerse sin pagar el precio de un tremendo desgaste polí- tico. El gobierno se vio obligado a imponer medidas impopulares para el partido y el sindicato que lo soste- nían, especialmente la reconversión industrial. Esta cirugía se reveló tan esencial para la modernización de España que todavía estamos viviendo de sus benéficos resultados. Afluyeron inversiones del extranjero, llegaron fondos europeos y, al amparo de esa bonanza, creció el gasto público en educación y sanidad, configurándose el Estado del bienestar. No obstante, el nuevo planteamiento económico acarreó también graves problemas. Tras los fastos de la Expo y la Olimpiada del 92, en los que el gobierno tiró la casa por la ventana, el país, que vivía su nueva adolescencia europea con estirón incluido, se vio aquejado por las fiebres de la crisis económica, consecuencia de un decenio de complicados ajustes, con el pesado fardo de tres millones de parados a cuestas y un incremento excesivo del gasto público. El malestar social creció con el conocimiento de la especulación (la llamada ingeniería financiera) y de la corrupción. Algunos sonados casos, hábilmente jaleados por la oposición, desacreditaron al gobierno (Juan Guerra, Filesa, Roldán, GAL, fondos reservados...). En un breve período de tiempo dimitieron dos vicepresidentes (Alfonso Guerra y Nar- cís Serra) y cinco ministros.
La repercusión mediática y judicial (y en última instancia, política) del asunto de Lasa y Zabala (dos terroristas asesinados por la policía) fue mucho mayor que la que tuvo en Alemania el suicidio, en prisión, de la banda terrorista Baader Mainhof, o en el Reino Unido la eliminación de tres terroristas irlandeses en Gibraltar por agentes de Su Graciosa Majestad. Con la ley en la mano, la oposición flageló al gobierno que consentía o amparaba la existencia de esas cloacas estatales (que otras democracias de larga experiencia mantienen y silencian, y jamás usan como herramienta de confrontación política; ya dijo Churchill que la democracia no es un sistema de gobierno perfecto, sino solamente menos imperfecto que los otros siste- mas). El problema del terrorismo y el del nacionalismo vasco probablemente no tengan otra solución que conceder la autodeterminación a la última tribu ibérica de la Península.
Los penenes que tomaron las riendas del país tres lustros atrás habían engordado, habían envejeci- do, habían perdido la ilusión inicial. Con las canas y la papada, les habían crecido los espolones, eran gallos viejos, se habían transformado en «barones», cada cual con su parcela de poder.

«Quizá haga. falta un nuevo Suresnes», reflexionó proféticamente Felipe González. Visiblemente desgastado por las operaciones de acoso y derribo que padecía, dimitió del liderazgo del partido en 1997 y ninguno de sus camaradas le pidió que siguiera. Una crisis interna conmovía las estructuras del PSOE. No tenían un repuesto aceptable por las distintas familias en las que el partido se había dividido (especialmen- te, renovadores y guerristas). La pugna por la sucesión (Almunia, Borrell, Bono...), prolongada a lo largo de una década, mantuvo ocupado al socialismo español, mientras sus adversarios se apropiaban de su heren- cia, e incluso de su experiencia, y triunfaban en la plaza. Felipe González, intentando dirigir la corrida desde la barrera, lo puntualizaba en una carta a sus camaradas: «La derecha se ha quedado con nuestras bande- ras, a pesar de que no creen en ellas: las de cohesionar un proyecto de España autonómica (con la Consti- tución como baluarte) y las de la modernidad, dando la imagen de un futuro que ya está aquí, aunque su modelo sea insolidario y autoritario.»
Cuando se redactan estas líneas, la Nueva Vía de José Luis Rodríguez Zapatero, un hombre tranqui- lo que recuerda a González, aunque con menos filo y dominio escénico (pero todo se aprende), se abre finalmente camino en la difícil tarea de desalojar del centro electoral a la derecha renovada de Aznar.




CAPITULO 103

Los años de Aznar


La oposición había aprendido muchas lecciones en los años socialistas. El Partido Popular, asistiendo con ira y crispación crecientes a la perpetuación en el poder de sus adversarios, había asimilado su estilo político joven y ágil. Arrinconado Fraga, y con él los últimos efluvios franquistas adheridos al partido, los nuevos dirigentes del Partido Popular se maquillaron de modernidad y disputaron a los cansados socialistas el espacio del centro.
En 1996, la derecha recobraba su tradicional espacio político de la mano de José María Aznar, un hombre opaco, de poca presencia, que parecía que nunca daría talla de líder, pero que, aupado al poder, ha ido aprendidendo a base de tesón y voluntad, importando la voz, conteniendo el gesto, hasta convertirse en un consumado actor, que representa, con notable perfección, su papel de político maduro, sereno y equili- brado. Aznar ha sabido recoger gran parte de la cosecha sembrada por el gobierno anterior en lo referente a control del déficit, de la inflación y de la privatización de empresas estatales (ahora en beneficio de los grupos financieros que lo auparon al poder), mientras concede regalos fiscales a sus patronos y favorece descaradamente a la Iglesia (a la que el gobierno socialista no se atrevió a colocar en el sitio que reserva un Estado supuestamente laico a las religiones y creencias ultraterrenas).
España, finalmente incorporada a Europa y al mundo industrial y desarrollado (a pesar de los des- equilibrios regionales todavía existentes, que pudieran crecer en el futuro), se suma también a la mundiali- zación, un proceso imparable que aproxima a los socialistas y a los conservadores. Después de siglo y medio de feroz enemistad, cada bando acata los principios esenciales del otro: protección social del traba- jador dentro de una economía de mercado libre, que ha trasladado la tradicional explotación de la clase humilde por la poderosa a la explotación de unos países humildes (el Tercer Mundo) por los poderosos. Gracias a ese desequilibro (ya esa injusticia), los países desarrollados alcanzan su equilibrio y su justicia social interior. El desafío futuro consiste en mantener la balanza en su fiel sin permitir que el mercantilismo voraz aniquile al individuo.
La transición implicó, ya lo hemos visto, un cambio sustancial en las instituciones del país y hasta en su configuración misma. Casi nada, no obstante, comparado con la revolución que durante esos años se ha operado en la mentalidad y en los hábitos de comportamiento. A nivel espiritual y social, los cambios se adelantaban a la más ambiciosa reforma política. Una nueva religión naciente, el consumismo, se ha apode- rado de las respectivas clientelas del cristianismo y el comunismo, las dos grandes religiones tradicionales de Occidente. Incluso en la católica España, los fieles desertaron de las catedrales, iglesias y romerías, para abarrotar, con fervor neocatecúmeno, hipermercados, centros comerciales y mercadillos al aire libre. Los jefes de ventas, sacerdotes de la nueva religión que tiene por profetas a economistas pagados por multina- cionales, nos han vendido el paraíso terrenal en cómodos plazos y han instalado hornacina devocionaria en las covachuelas del cajero automático. El rosario en familia se sustituyó por el concurso televisivo con rifa de un coche; el escapulario de la Virgen del Carmen, por el logotipo de las marcas favoritas; los primeros viernes de mes, por el vencimiento de las letras; el ayuno cuaresmal, por la dieta preveraniega; las indul- gencias, por los bonos—regalo del detergente. Las guerras de religión, es decir, las contiendas ideológicas, quedaron relegadas a países tercermundistas. Donde hay progreso, como es nuestro caso, el rojo regresa- do del frío y el banquero que ganó la guerra (ellos siempre la ganan) hocican, lomo contra lomo, en el espa- cioso pesebre de la urna electoral. Algún bufido agresivo se alcanza a oír, pero es a título testimonial, por contentar a las bases, y luego renace la calma, todo el mundo acata el oráculo del Fondo Monetario Inter- nacional y se somete a los ejercicios espirituales con cilicio de la reconversión industrial. Por lo demás, na- die se mete con nadie, el personal disfruta de un coche con turbo, de frigorífico—congelador, de televisor en color, de cuarto de baño alicatado hasta el techo, de michelines y de bicicleta estática. La joven generación ha sustituido el cóctel molotov por la comunal litrona, se catequiza frente al televisor, encoñada con los anuncios, abjura de periclitadas rebeldías, viste de marca y aspira a vivir a costa de los padres hasta que pueda vivir a costa de los hijos.
Dijo Cánovas —¿lo recuerdan?— que «español es el que no puede ser otra cosa». Parece, escéptico lector, que ya vamos siendo otras muchas cosas que acabarán por excluir a España. Aunque siempre le

quedará un sitito en los libros de historia a este país de conejos, como le queda, por ejemplo a Nínive, o al Imperio austro—húngaro, aquel de los valses y de los vistosos uniformes. VALE.




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