HISTORIA DE ESPAÑA CONTADA PARA ESCÉPTICOS Juan Eslava Galán 4
CAPÍTULO 33
Los almohades (1086—1121)
La historia volvía a repetirse: un asceta harapiento y descalzo llamado Ibn Tumart apareció por las polvorientas calles de Marraquech. Poseído de Dios, predica por zocos y plazas, hechizando a las muche- dumbres con su verbo encendido, especialmente cuando clamaba contra el lujo y la corrupción de aquella corte tan apartada de los preceptos islámicos y de la pureza de costumbres.
El emir, molesto, lo desterró de la ciudad, pero Ibn Tumart prosiguió sus predicaciones entre los rudos montañeses de la tribu de Harga y se los ganó de tal manera que, al poco tiempo, lo seguía una muche- dumbre fanatizada.
Una nueva ola de fundamentalismo encendía la hoguera de la guerra sobre las yertas cenizas de los almorávides. Los nuevos testigos del islam se llamaron almohades (al—muwaidun, «los unitarios») y eran tribus de la montaña, del Alto Atlas (como los almorávides lo habían sido del desierto). Ibn Tumart designó a un jefe militar para dirigir a sus seguidores, un tal al—Mumin, que sería el verdadero fundador de la nueva dinastía. Esto de que los grandes líderes religiosos deleguen siempre en un hombre de acción la parte eje- cutiva para reservarse ellos la meramente especulativa y doctrinal se repite a través de la historia con abso- luta regularidad en todas las religiones: el ejemplo antiguo más notable es san Pablo, que modela y difunde el cristianismo. Lo mismo cabe decir del comunismo. Marx, el creador, no se caracteriza por su sentido prác- tico. Es Lenin, el hombre de acción, el que da forma a la nueva religión y la difunde.
Al—Mumin conquistó una ciudad tras otra, un oasis tras otro, hasta ocupar el imperio almorávide: Tlemecén, Fez, Agamat, Ceuta, Tánger... y, finalmente, Marraquech, la capital, donde decapitó al último emir almorávide. Las provincias africanas cayeron como fruta madura: Argelia, Túnez y Libia. Al otro lado del Estrecho, los reyezuelos andalusíes pusieron las barbas a remojar y enviaron embajadores y regalos al nuevo emir.
Al—Mumin había reservado para el final la recuperación de alAndalus, la joya de su imperio, que los reinos cristianos despedazaban. Comenzó por recobrar el puerto de Almería, esencial enclave estratégico y comercial. Después se hizo con el resto de al—Andalus.
No todo fue actividad guerrera. El tercer emir, Yaqub al—Mansur, acabó de construir el alminar de la mezquita de Sevilla, que conocemos como Giralda, que tiene, por cierto, otras dos hermanas africanas igualmente bellas, la torre Kutubía, de Marraquech, y la de Hassan, de Rabat. Almohades son también la torre del Oro, de Sevilla, la sinagoga de Santa María la Blanca, de Toledo, y el hermoso tapiz denominado Bandera de las Navas, depositado en el monasterio de las Huelgas, en Burgos.
El imperio almohade, como todos los grandes imperios de la antigüedad, padecía la debilidad de su enorme extensión y de la diversidad de pueblos que abarcaba, lo que, a la larga, lo hacía ingobernable. No había acabado el emir de pacificar un extremo de sus dilatadas posesiones cuando ya se rebelaba el ex- tremo opuesto. Y el gasto militar necesario para mantener la casa en calma sólo se compensaba mientras la adquisición de nuevos territorios aportaba rico botín a las arcas del Estado. En el momento en que el es- fuerzo se iba en conservar lo adquirido, en lugar de ampliarlo, el negocio comenzaba a hacer aguas. Es el sino de los grandes imperios, especialmente de los de la antigüedad, que aún no han dejado de crecer cuando ya se adivina la decadencia. Algunas mentes preclaras lo vieron así. Ahmed el Dorado, emir marro- quí del siglo xvi, preguntó al bufón de la corte su opinión sobre el palacio El Bedi el día de su inauguración. El bufón dirigió una mirada apreciativa a aquel edificio incomparable, la Alhambra de Marraquech, construi- do con lujo asiático, mármoles de Italia, mosaicos de Turquía, estucos, ónices, bronces y maderas finas, y se limitó a observar proféticamente: «Cuando lo arrasen va a dejar un buen montón de tierra, ¿eh?»
CAPÍTULO 34
El impulso de Castilla y Aragón
Alfonso VII murió, en 1157, de puro agotamiento, debajo de una encina del paso de la Fresneda, en lo más fragoso de sierra Morena, entristecido por la certeza de que los almohades no tardarían en recuperar los territorios y puertos a cuya conquista había consagrado toda su vida.
Siguiendo la pésima tradición patrimonial cristiana, el reino quedó dividido entre sus dos hijos: Cast i- lla, para Sancho III, y León, para Fernando II.
Unos años después, Alfonso VIII de Castilla y Alfonso II de Aragón se repartieron España. Castilla se quedaba con Andalucía, y Aragón, con Levante. ¿Vendían la piel del oso antes de haberla cazado? Quizá sí, pero también daban una lección de pragmatismo: conociendo cada cual lo que le correspondía, podía administrar mejor sus fuerzas para conquistarlo.
Los reyes cristianos de España, especialmente el de Castilla, que era la más agresiva y mejor situa- da, continuaron acosando a los almohades. Yaqub, agotada su paciencia, reunió un gran ejército y se en- frentó a los castellanos en Alarcos, a unos diez kilómetros de Ciudad Real, el 19 de julio de 1195.
El rey castellano, viéndolas venir, estaba fortificando el lugar, pero ya se sabe lo que pasa con las obras públicas en este país, que nunca se cumplen los plazos, y cuando los almohades se le echaron enci- ma sólo le había dado tiempo de construir el castillo. Lo prudente hubiera sido replegarse en busca de posi- ciones más desahogadas, pero el terco monarca se empeñó en impedir que aquellas hordas pisaran suelo castellano. El ejército cristiano fue aniquilado. A los errores tácticos de sus generales cabe sumar los devas- tadores efectos de una nueva y mortífera arma almohade: arqueros turcos traídos de Oriente, que dispara- ban con impresionante potencia, puntería y cadencia de tiro desde la misma grupa de las cabalgaduras lanzadas a galope. Curiosamente, la misma táctica de los partos que en la antigüedad habían derrotado a griegos y romanos.
El rey de Castilla salvó la vida de milagro, pero no pudo evitar que los moros invadieran su reino, amenazaran Toledo, la capital, y extendieran sus conquistas hasta Guadalajara. Para suerte suya, Yaqub tuvo que regresar precipitadamente a África para sofocar una revuelta que había estallado en Marraquech.
El hijo de Yaqub, al—Nasir, no fue ni la mitad de bueno que el padre. Era un rey tartamudo y vacilan- te, al que se le torcieron casi todas las empresas. Después de perder algunas provincias, quiso emular la gloria de su progenitor y reunió el mayor ejército nunca visto (eso aseguran los cronistas) porque estaba dispuesto a abrevar su caballo en las aguas del Tíber, es decir que aspiraba a conquistar Europa y la propia Roma, la sede pontificia, el corazón de la cristiandad.
El papa otorgó categoría de cruzada (la versión cristiana de la guerra santa islámica) a la leva cristia- na contra el infiel. El cruzado que moría en combate ingresaba directamente en el reino de los cielos. Este reclamo y quizá otros menos píos, el ansia de botín y de mujeres, atrajo a algunos contingentes de caballe- ros y peones europeos, pero casi todos se retiraron antes de la batalla, disconformes con la manera de guerrear de los españoles. No comprendían que se respetaran las juderías y las morerías de las ciudades por las que pasaban, ni que los reyes españoles protegieran a sus súbditos judíos y moros. (Los protegían no sólo por humanidad, claro, sino por los saneados impuestos que les pagaban.)
Tras la defección de los voluntarios extranjeros, un ejército enteramente peninsular, integrado por castellanos, aragoneses y navarros, se enfrentó a los almohades el 16 de julio de 1212 en las Navas de Tolosa, un terreno despejado entre los montes de sierra Morena. El campo de batalla puede visitarse, junto a la autopista de Andalucía a su paso por Santa Elena, provincia de Jaén. Todavía se encuentran en él decenas de puntas de flecha almohades y otros vestigios de la batalla.
La derrota de las Navas de Tolosa aceleró la descomposición del imperio almohade. Atemperado el fanatismo religioso que las unía, las tribus volvieron a las rivalidades de antaño. Exactamente el mismo fenómeno que había acabado con el imperio almorávide. Y es que no hay fanatismo, ni fundamentalismo, que cien años dure.
El desventurado al—Nasir murió un año después de su derrota, envenenado por una de sus concubi- nas. A su hijo y sucesor, Yusuf II, un hombre tranquilo e indolente, que no salió en su vida de Marraquech, lo mató una vaca brava de una cornada. ¡Extraña y taurina muerte para un califa almohade!
El califa siguiente, Abu Muhammad abd al—Wahid, era un anciano al que obligaron a abdicar los mismos cortesanos que lo habían encumbrado ocho meses antes (otro pretendiente pagaba más). A los pocos días, le robaron el harén, que era su único consuelo, y lo ahorcaron. El sucesor (y pagador) no era otro que Abu Muhammad al—Adil, señor de Murcia, hijo, por cierto, de una cautiva cristiana apresada en Santarem. La portuguesa se llamaba Mansada Syr Al—Hassan (es decir, «beldad perfecta»).
No debe extrañar que algunos califas fuesen hijos de cristianas. En la mentalidad árabe, la raza o re- ligión de la madre era indiferente; la mujer es un mero recipiente, en el que el hombre engendra los hijos que perpetuarán su estirpe.
Hubo algunos otros califas almohades, pero los gobernadores de provincias les hacían cada vez me- nos caso. Al último califa almohade, Abu— l—Ala Idris, descendiente del legendario al—Mumin, lo decapita- ron, y su cabeza la enviaron, en un odre de salmuera, al poderoso jeque de los meriníes (o benimerines), el nuevo poder que surgía de las cenizas del imperio almohade.
Los reinos cristianos aprovecharon la caída del imperio almohade y el nacimiento de nuevas taifas pa- ra hacer su agosto. Los aragoneses conquistaron Mallorca y el Levante, Valencia incluida; los leoneses, Mérida y Badajoz. Y los castellanos se llevaron la gran tajada, más de media Andalucía y Murcia.
CAPÍTULO 35
Un reinado sin año malo
Capítulo aparte para hablar del mejor gobernante que ha tenido España: el rey de Castilla Fernando III, un prodigio de inteligencia, cautela, oportunismo y humanidad. Incluso la crueldad, cuando incurría en ella, estaba calculada para evitar al adversario males mayores.
Fernando III era hijo del rey de León, Alfonso IX, y de doña Berenguela, princesa de Castilla. En él volvieron a unirse, ya para siempre, o hasta que las autonomías los separen, Castilla y León. A los ciento cincuenta mil kilómetros cuadrados de Castilla y los cien mil de León, sumó el rey los cien mil kilómetros cuadrados que arrebató a los musulmanes en veinticinco años de laboriosas campañas, tierras fértiles y populosas ciudades regadas por el Guadalquivir. Si la muerte no lo hubiera sorprendido a los cincuenta años, quién sabe si el Magreb no sería ahora español, con sus pesquerías, sus palmerales y sus nocturnas pateras, porque él proyectaba conquistar el otro lado del Estrecho.
En su estrategia para ocupar Andalucía, Fernando III repitió los planes de su antecesor, Alfonso VII: primero, establecer una cabeza de puente en la cabecera del Guadalquivir, dominando la plaza fuerte de Jaén; después, hacerse con los puertos andaluces, especialmente Almería y Algeciras, la puerta abierta a las invasiones africanas.
Era un plan complejo, que requería sincronización en el avance por las dos vías naturales de la re- gión, el valle del Guadalquivir y el curso del Guadiana Menor y Hoya de Baza. Fernando III no disponía de fuerzas suficientes para progresar en dos direcciones, por eso tuvo que confiar la otra parte del plan, el avance por el Guadiana Menor y la ocupación del puerto de Almería, al magnate más potente del reino, el arzobispo de Toledo. Pero el prelado, aunque era rico en recursos y en tropas, no consiguió tomar Cazorla y quedó estancado en el inicio. Esta circunstancia permitió la consolidación de un reino musulmán en Grana- da, dentro de fronteras naturales seguras y abierto a los auxilios africanos. El rey de Arjona, Alhamar, conju- ró el peligro castellano entregando Jaén y declarándose vasallo de Castilla. La dinastía nazarí fundada por él reinaría en Granada hasta su conquista por los Reyes Católicos, dos siglos y medio después.
CAPÍTULO 36
Siervos, caballeros y prelados
En los tiempos en que los cristianos libraban su secular contienda contra la morisma (hoy lo política- mente correcto es llamarla islam), el ascenso social era casi imposible. La sociedad se dividía rígidamente en tres clases sociales: dos de ellas improductivas, los nobles y caballeros (pugnatores) y los clérigos (o rato res), y una tercera productiva, que mantenía a las otras dos, la de los siervos (llamados solariegos en Castilla y payeses de remensa en Cataluña).
Los siervos estaban vinculados a la tierra de modo parecido al de los antiguos esclavos, aunque al- gunos tenían derecho a escoger señor (behetría). Su única posibilidad de progresar era ofreciéndose como colonos para poblar las nuevas tierras conquistadas al moro, donde los reyes fundaban pueblos libres o concejos a los que concedían fueros o constituciones ventajosas. A cambio, estos colonos del rey (realen- go) vivían peligrosamente cerca de la frontera. Cuando salían a labrar los campos, andaban con un ojo en el surco y otro en la estaca, por si llegaba el moro traidor.
La inmensa mayoría de la población pertenecía a la clase desfavorecida de estos campesinos o pas- tores, que habitaban en chozas miserables y trabajaban de sol a sol las tierras del señor o del monasterio. Incluso los que eran libres y podían labrar su propio pegujal apenas alcanzaban para mantenerse a un nivel de pura subsistencia. Los impuestos los devoraban: además de la contribución anual, pagadera en especie (pecho o martiniega), estaban obligados a trabajar para el señor un número de días en el campo (sernas), en las carreteras (fazendera), en los castillos (castellaria) y a hospedar a sus tropas o criados (alberga), a alimentarlos (yantar) y a llevar y traer correos (mandadería). En resumen, que estaban bien fastidiados y se deslomaban para sustentar el boato y el gasto de los oratores y los pugnatores, cuyas coartadas respectivas eran velar por los intereses espirituales o materiales de la comunidad. Es muy natural que el clero y la no- bleza se prestaran mutuo apoyo e hicieran lo posible para mantener sus privilegios. También es natural que las clases improductivas justificaran sus privilegios resaltando los aspectos menos atractivos de sus respec- tivas ocupaciones. Por ejemplo, los militares se describen así en la crónica de don Pero Niño: «Los de los oficios comunes comen el pan folgando, visten ropas delicadas, manjares bien adovados, camas blancas, safumadas; héchanse seguros, levantándose sin miedo, fuelgan en buenas posadas con sus mugeres e sus hijos, e servidos a su voluntad engordan grandes cervices, fazen grandes barrigas, quiérense bien por hazerse bien e tenerse biciosos. ¿Qué galardón e que honra merescen? No, ninguna. Los cavalleros, en la guerra, comen el pan con dolor; los bitios della son dolores e sudores: vn buen día entre muchos malos. Pónense a todos los trabaxos, tragan muchos miedos, pasan por muchos peligros, a oras tienen, a oras non nada. Poco vino o no ninguno. Agua de charcos e de odres. Las cotas vestidas, cargados de fierro; los henemigos al ojo. Malas posadas, peores camas. La casa de trapos o de ojarascas; mala cama, mal sueño.
—¡Guarda allá! —¿Quién anda ay? —¡Armas, armas!, al primer sueño, revatos. Al alba, trompetas. —
¡Cabalgar, cabalgar! —¡Vista, vista, la gente de armas! Esculcas, escuchas, atalayas, ataxadores, algareros, guardas, sobreguardas. —¡Helos, helos! —No son tantos. —Sí son tantos. —¡Vaya allá! —¡Torne acá! —
¡Tornad vos acá! —¡Id vos allá! —¡Nuevas, nuevas! —Con mal vienen estos. —No traen. — Sí traen. —
¡Vamos, vamos! —¡Estemos! —¡Vamos! Tal es su oficio, vida de gran trabajo, alongados de todo vicio [...]. Que mucha es la honra que los cavalleros merescen, e grandes mercedes de los reyes, por las cosas que dicho he.»
Dentro de la Iglesia, cuyos miembros eran muy numerosos, se reproducían también las clases socia- les del mundo laico: los grandes dignatarios (obispos, abades) procedían de la nobleza.
Muchos de ellos sabían más de armas y caballos que de latines y gorigoris litúrgicos. Vivían como grandes señores, tenían barraganas y se les conocían hijos naturales, a los que, a veces, dejaban en herencia episcopados y abadías.
En un nivel inferior, estaban los curas de a pie, el proletariado eclesial. Éstos procedían del pueblo y eran casi tan ignorantes como él; curas de misa y olla que no aspiraban a un ascenso. Finalmente, estaban los monasterios, que eran como sociedades en pequeño. Probablemente el abad pertenecía a la nobleza y vivía como un gran señor, pero los últimos legos de las cocinas o los que labraban el campo no estaban mejor que los siervos de una casa nobiliaria. Con todo, en la Iglesia había una minoría ilustrada que mantu- vo y transmitió el legado cultural del mundo antiguo como una lamparita que apenas alcanzaba a iluminar el
vasto océano de tinieblas de una mayoría analfabeta, en la que también se incluyen nobles e incluso reyes. En este sentido, la apertura del Camino de Santiago, que recorría Francia y los reinos cristianos de España, constituyó un propicio cauce por el que la cultura medieval, especialmente representada por las órdenes francesas de Cluny y del Cister, fertilizó los secarrales españoles y preparó el camino para otras institucio- nes más hispánicas, especialmente los frailes franciscanos y dominicos. Hubo también sucursales de las órdenes militares más prestigiosas, los templarios y los hospitalarios, monjes guerreros a imitación de los voluntarios de la fe islámicos, que inspiraron otras órdenes específicamente españolas (Calatrava, Alcánta- ra, Santiago y Avís).
La vida era tan dura y trabajada que el hombre envejecía hacia los cuarenta años, y la mujer, antes, devastada por partos casi anuales.
La cultura laica comenzó su vacilante andadura en el siglo xiti desde las universidades de Castilla (Palencia) y León (Salamanca), pero, no obstante, durante toda la Edad Media se mantuvo casi permanen- temente sometida a la Iglesia.
Dentro de la aristocracia había magnates o riscoshombres, que eran grandes señores con enormes propiedades y capacidad para mantener un pequeño ejército personal. Los que se llevaban bien con el rey eran sus consejeros, y él los distinguía con honores y mercedes. Los no tan nobles ni tan ricos eran fijosdal- go («hijos de algo»), infanzones en Castilla y mesnaderos en Aragón, vasallos de los grandes señores, a los cuales asistían en la guerra. Después del siglo x, la pequeña nobleza creció con la incorporación de los caballeros, es decir con los que tenían hacienda suficiente para mantener un caballo, que entonces valía un buen dinero. Todos estos pugnatores estaban obligados a participar en las campañas guerreras (fonsado). La campaña podía ser larga, de muchos días (hueste), o mera incursión saqueadora (cavalgada).
A las clases sociales tradicionales hay que agregar dos apéndices importantes: los moros y judíos de los territorios conquistados. En las ciudades más importantes, estas minorías disponían de barrios propios, aljamas o juderías y morerías, que gozaban de cierta autonomía. Todavía la sociedad hispánica era plural, y la xenofobia era una actitud más europea que española. Por eso, no es sorprendente que Alfonso VI se titulara emperador de las Dos Religiones ni que el epitafio de Fernando III se redactara en latín, en árabe y en hebreo.
En tiempos de Roma, el Estado central protegía los derechos del ciudadano, pero en la Edad Media la autoridad se atomizó entre magnates, obispos y monasterios, que funcionaban casi autónomamente, cobraban sus propios impuestos, a menudo abusivos y por los más variados conceptos (peajes, portazgos, montazgos), y administraban justicia en sus dominios. Esto explica que los más débiles se acogieran a la dependencia de algún gran señor, con el que establecían vínculos de vasallaje: a cambio de obediencia y tributos, el señor los tomaba bajo su protección. Ya que hemos hablado de impuestos, quizá sea un buen momento para deshacer un recalcitrante error. El tan cacareado derecho de pernada que ejercieron algunos señores medievales sobre sus súbditos no era, como se cree, el derecho del señor a desvirgar a la esposa del siervo en su noche de bodas, sino simplemente el derecho a recibir una pernada, un pernil, es decir, un jamón, de cada res sacrificada.
Con la conquista de las grandes ciudades musulmanas a partir del siglo XIII (Toledo, Lisboa, Valen- cia, Córdoba, Sevilla), el mundo cristiano se urbanizó, y los concejos o ayuntamientos establecidos en esas ciudades se hicieron tan poderosos como muchos grandes señores. Entonces, curiosamente, surgieron en España las Cortes, que son las primeras formas democráticas europeas. Eran asambleas en las que los magnates y los representantes de las ciudades aconsejaban al rey y deliberaban sobre altos asuntos de Estado. Con el crecimiento de las ciudades, surgió también una clase social más libre, los artesanos y mer- caderes, de los que se formó también una aristocracia urbana, los caballeros ciudadanos o burgueses, ger- men de la futura burguesía.
También la administración fue ganando en complejidad a medida que crecían los reinos y se reacti- vaba la economía. El rey era asistido por un canciller, que controlaba la creciente burocracia (escribientes, cartas, archivos, correspondencia diplomática); por un mayordomo, que administraba el palacio y las finan- zas reales, y por un alférez (más adelante condestable) o jefe del ejército (senyaler, en Cataluña). El rey nombraba, además, gobernadores provinciales o merinos (luego, adelantados).
CAPÍTULO 37
Los cinco reinos (1252—1479)
A la caída de los almohades, España había quedado dividida en cinco reinos cristianos (Portugal, León, Castilla, Navarra, Aragón—Cataluña) y uno musulmán, Granada. Durante el resto de la Edad Media, casi tres siglos, hubo muchas guerras, tanto civiles como entre reinos, pero las fronteras permanecieron bastante estables.
Fernando III falleció en 1252. En su lecho de muerte, llamó a su hijo y heredero para encomendarle que mantuviera y prosiguiera su obra, pero Alfonso X había salido más contemplativo que hombre de acción y, en lugar de ponerse en el tajo y conquistar Granada, volvió los ojos a Europa y gastó ingentes cantidades de dinero en promocionar su candidatura al Sacro Imperio romano germánico.
En este sentido, Alfonso X el Sabio inaugura la serie de reyes que sacrifican los intereses del país por otros ajenos. A partir de ahora, España abre los grifos de su economía hacia Europa en desastrosas y utó- picas empresas.
Antes de proseguir, será mejor que veamos en qué consistía esta institución tan pomposamente titu- lada Sacro Imperio romano germánico, un sumidero insaciable, en el que fueron a perderse los caudales españoles en varias ocasiones a lo largo de la historia.
Ya vimos, muchas páginas atrás, que, cuando los romanos restablecieron la monarquía hereditaria, inventaron el título de emperador para designar a sus reyes, porque el de rey estaba tan desprestigiado que más valía ni mentarlo. Cuando el Imperio romano se desmembró entre los jefes bárbaros que lo ocuparon, el título imperial se convirtió en una especie de tutela simbólica, que el emperador de Roma ejercía sobre los reyes bárbaros que iban ocupando sus provincias. Luego, ya ni eso, y el título cayó en desuso durante tres siglos.
En el año 800, el papa León III lo desempolvó astutamente y se lo otorgó a Carlomagno, el poderoso rey de los francos. Entonces, la cristiandad se denominó Sacro Imperio romano germánico, puesto que estaba integrada por los antiguos romanos, a los que las invasiones habían añadido los germanos. Al prin- cipio, el título de emperador se transmitió de padres a hijos entre los sucesores de Carlomagno (Francia, siempre tan en su papel de rectora de Europa), pero cuando la dinastía carolingia se extinguió, pasó a los príncipes alemanes y se hizo electivo, no hereditario.
La intención del papado al resucitar al Imperio difunto fue siempre la de servirse del emperador como de un guardia de la porra para imponer su voluntad a la cristiandad. No obstante, algunos emperadores les salieron respondones y se enfrentaron al papa. Uno de ellos, nuestro Carlos V, llegó a asaltar y saquear Roma, no digo más. Después de estos conflictos, la institución se deterioró, y la verdad es que acabó sin ser «ni sacro, ni romano, ni imperio», como decía Voltaire; pero como la sangre azul es tan vanidosa, lo mantuvieron por espacio de un milenio, hasta 1806.
Regresemos ahora a Alfonso X, que olvida el tajo que le ha dejado su padre en la guerra contra el moro y sueña con coronarse emperador de Europa. Su derecho a ser elegido lo hereda de su madre, la princesa alemana Beatriz de Suabia. Con el trono imperial vacante, Europa era un hervidero de intrigas y pretendientes, cada cual con sus alianzas y sus cabildeos. La candidatura de Alfonso la apoyaban los fran- ceses y los gibelinos italianos, pero había otra candidatura rival, que contaba con los votos de los siete prín- cipes electores alemanes, Inglaterra y el papa.
La cuestión se mantuvo indecisa durante muchos años, pero Alfonso, encaprichado con su Imperio, se titulaba, por la gracia de Dios, rey de romanos y emperador electo, y mantenía una rumbosa cancillería imperial, regentada por italianos, y una campaña electoral interminable, cuyo principal cometido consistía en sobornar a los príncipes electores. ¿Con qué dinero? Naturalmente, con subsidios extraordinarios que extir- paba a las renuentes Cortes castellanas. Todo para nada, porque finalmente el papa dijo nones, impuso a su candidato, que era el de la competencia, y el asunto quedó en agua de borrajas. Bueno, en agua de borrajas no exactamente porque, como todas las alegrías se pagan, en Castilla hubo que devaluar la mone- da y subir los impuestos.
Salvando sus empresas culturales, que fueron muy estimables, la gestión política de Alfonso X fue un rosario de descalabros y desaciertos. Quiso imponer una ley única en el reino, el Fuero Juzgo, inspirado en
el derecho romano, pero encontró tal oposición en la nobleza y las ciudades que tuvo que desistir. Quiso gobernar en paz sus estados, pero los moros sometidos en Levante y Andalucía se le rebelaron. Quiso nombrar heredero a su nieto (hijo de su difunto primogénito), pero su segundo hijo, Sancho, que por algo será llamado el Bravo, se rebeló contra tal decisión y le hizo cruda guerra, apoyado por la nobleza y las ciudades. Así comenzó una larga contienda civil, que se prolongaría hasta la muerte del monarca.
Visto desde nuestra perspectiva moderna, Alfonso X pretendía recuperar el Estado como institución pública. Influido por la idea de que el rey es el vicario de Dios en la tierra, tendía al gobierno absoluto, lo cual, lógicamente, implicaba la recuperación del poder y los privilegios detentados por los magnates y los concejos de las grandes ciudades. Esa misma concepción del Estado tuvieron sus sucesores. Por eso, durante los tres siglos siguientes, del xiii al xv, asistimos a un pulso continuo entre monarquía y nobleza. La corona va ganando lentamente parcelas de poder y consigue introducir tribunales reales o audiencias y gobernadores o corregidores, e imponer una especie de gobierno nacional en su consejo real, pero la otra parte fortalece las Cortes, defensoras de las libertades locales, que condicionan la aprobación de los im- puestos propuestos por el rey a la promulgación de leyes favorables. Más adelante, con los usurpadores monarcas Trastámara chantajeados por los magnates, la aristocracia recuperó parte de su poder y copó los puestos dominantes, los adelantamientos mayores de Castilla, de Murcia y de Andalucía, además del go- bierno de las ciudades.
La economía del reino se reactivó gracias a la naciente burguesía de las ciudades y a pesar de la tur- bulenta nobleza, que anclada en sus costumbres militares despreciaba el comercio. Desde Alfonso X, la gran fuente de divisas y riquezas fue la Mesta, una poderosa sociedad ganadera, que explotó enormes rebaños de oveja merina entre Andalucía, Castilla y Extremadura. Esto favoreció un activo comercio de lana con los centros textiles de Flandes, Inglaterra y Francia. También se exportaba mucho hierro en bruto de Vizcaya. (Ya Europa comienza a explotar a España; nosotros suministramos la materia prima, y ellos hacen el gran negocio, vendiéndola a altos precios convertida en mantas, tocas y armaduras. ¿Me siguen?) Con todo, el negocio era bueno, aunque podía haber sido mucho mejor, y dio para construir grandes catedrales góticas, entre ellas las de Burgos, Segovia, León y Burgo de Osma. ¿Reinvertirlo en crear algo de infraes- tructura industrial? No, en eso no pensaron.
Volvamos al contencioso entre Alfonso X y su hijo Sancho. Al final, el hijo rebelde se salió con la suya y heredó la corona. En su pecado llevó la penitencia porque su reinado fue una trabajadera incesante; por una parte, frenando a una nueva invasión de fundamentalistas africanos, los benimerines (o meriníes), y por otra, a los partidarios de su persistente sobrino, que intentaban derrocarlo.
En este tiempo sucedió el famoso episodio de la defensa de Tarifa por Guzmán el Bueno, cuyo hijo degüellan los benimerines por haberse negado el padre a rendirles la plaza. El escéptico lector hará bien en poner en cuarentena tan romántico episodio, que unos historiadores aceptan y otros rechazan.
A Sancho le sucedió su hijo de diez años, Fernando IV el Emplazado, cuyo curioso sobrenombre se debe a otra leyenda. El desafortunado rey se dirigía a poner sitio al castillo de Alcaudete cuando compare- cieron ante él dos sospechosos de asesinato, los hermanos Carvajales. Como tenía prisa, los condenó a muerte sobre indicios insuficientes y, aprovechando que estaban en Martos, ciudad famosa por su peña, decidió que la ejecución consistiría en despeñar a los reos en sendas jaulas de hierro desde la altísima peña. Los condenados, viendo que los mataban con tuerto, protestaron, aseguraron que eran inocentes y emplazaron al monarca a juicio de Dios para que, en el plazo de un mes, compareciera ante el tribunal divi- no. En efecto, al mes justo de la ejecución, el rey murió, en Jaén, durante una siesta, antes de cumplir los veintisiete años. Algunos historiadores antiguos insisten en que su poco juicio en comer y beber le acarrea- ron la muerte, pero la leyenda es tan persistente que incluso ha dejado, al pie de la peña de Martos, una columna de piedra rematada en cruz que señala el lugar donde se detuvieron las jaulas de los condenados después de rodar por la escarpada ladera. El dibujante francés Gustavo Doré la plasmó en un evocador grabado de su viaje por España. En realidad, la leyenda, aunque bella y romántica, parece ser una patraña. El joven rey de Castilla era un muchacho enclenque, que probablemente falleció de una vulgar trombosis coronaria, como cualquier hijo de vecino. Otra cosa sería que Dios hubiese permitido, incluso provocado, la trombosis al mes justo del emplazamiento, lo que bien pudo hacer dada su omnipotencia y lo inescrutable de sus designios.
A rey muerto, rey puesto. Alfonso XI, el siguiente monarca, ascendió al trono cuando era un mamon- cete de un año, pero tenía una abuela emprendedora, que le administró juiciosamente el patrimonio. Su reinado fue largo, ajetreado y fecundo. Además de contener a la nobleza levantisca, un mal endémico en toda la Baja Edad Media, derrotó memorablemente a una coalición de moros marroquíes y granadinos en la batalla del Salado y arrebató al moro africano su cabeza de puente de Algeciras. Estas dos hazañas aleja- ron para siempre (¿para siempre?) el peligro de una reconquista de España por el islam. Por lo menos, de una reconquista violenta, porque de la conquista pacífica, por infiltración, Dios dirá, que arrieritos somos, paisa, y por el camino nos encontraremos.
CAPÍTULO 38
Pelotas de hierro como manzanas grandes
En esta memorable toma de Algeciras, que fue declarada cruzada y a la que concurrieron caballeros y aventureros de toda Europa, los moros usaron una nueva arma de gran futuro: la artillería. Los toscos cañones o truenos arrojaban pellas de fierro del tamaño de una manzana grande, de trayectoria un tanto errática, sin puntería. Tampoco alejaban mucho, y era más el ruido que las nueces, pero el impacto psicoló- gico debía ser considerable. «Los ornes avían muy grand espanto, ca en cualquier miembro de orne que diese, llevábalo a cercén, como si se lo cortasen con cuchiello: et quanto quiera poco que orne fuese ferido della, luego era muerto, et non avía cerurgía nenguna que le podiese aprovechar: lo uno porque venía ar- diendo como fuego, et lo otro porque los polvos con que la lanzaban eran de tal natura, que cualquier llaga que ficiesen, luego era el orne muerto; et venía tan recia que pasaba un orne con todas sus armas.» Aun- que acojonados, los cristianos se mantuvieron firmes y al final ganaron la plaza. En este país el que aguanta gana, como decía el maestro Cela.
Algunos autores aseguran que los primeros cañones europeos habían tronado en 1331 en la expedi- ción del moro granadino contra Alicante y Orihuela. El lector más patriota que escéptico disimule su frustra- ción, pero existen dos manuscritos, uno florentino y otro inglés, fechados en 1326, que hablan ya de caño- nes. Estos primitivos cañones europeos eran de pequeño tamaño y más adecuados para lanzar flechas de hierro que pellas.
No está claro quién inventó la pólvora ni si fue inventada simultáneamente en distintos lugares de Eu- ropa, pero lo cierto es que los chinos (que como se sabe, y mientras no se demuestre lo contrario, lo han inventado todo) la venían usando desde hacía siglos. A Europa pudo llegar de mano de los mercaderes árabes. Sin embargo, los alemanes, siempre tan suyos, reclaman la paternidad del invento para el fraile teutón Berthold Schwarz y el primer empleo de artillería para el sitio de Metz, en 1324. Los italianos aducen que la gloria de haber disparado el primer cañón es suya, en Cividale, en 1331. Tampoco es para partirse la cara disputando la paternidad de un invento mucho más dañino que provechoso. Sin embargo, nadie se disputa la benéfica invención de la rueca o del gazpacho, para que se vea cómo somos.
Conquistada Algeciras, no quedaban ya puertos donde pudiera desembarcar el moro africano (aun- que los benimerines retenían todavía Gibraltar). Además, la marina castellana vigilaba las aguas del Estre- cho.
Alfonso XI, como su abuelo, también miró a Europa, o quizá fuera Europa la que lo miró a él, pues Francia e Inglaterra, en trance de llegar a las manos, se disputaban la amistad de Castilla, ya gran potencia y en plena expansión del comercio lanero con Flandes. Mientras los reyes de allende lo cortejaban, Alfonso XI cortejaba a las mujeres de aquende porque había salido muy faldero y doñeador.
Tenía diecinueve años cuando conoció en Sevilla a la mujer más hermosa del reino, doña Leonor de Guzmán, viuda, algo mayor que él, y quedó tan prendido de sus reposados encantos y de sus ojos garzos que ya no supo vivir sin ella; le puso casa y corte, y la hizo tratar como a una reina. Leonor le dio nueve hijos, ocho varones y una hembra.
Como la historia la escriben los mandados, véase cómo la crónica justifica la infidelidad del monarca:
«porque el Rey era muy acabado hombre en todos sus fechos, témase por muy menguado porque non avia fijos de la Reina; et por esto cató manera como oviese fijos de otra parte», es decir, de la sevillana. Tan romántica historia acabó trágicamente porque, en cuanto el rey murió, la reina, que llevaba muchos años criando odio contra la favorita, la hizo apresar y ejecutar.
CAPÍTULO 39
Ni quito ni pongo rey
La reina, aunque tarde, concibió y parió un heredero, Pedro 1 el Cruel. Lo del apodo está justificado, porque era un desequilibrado con tendencias homicidas, pero es seguro que la historia lo hubiese tratado mejor de haber vencido. Este déspota reinó durante diecinueve años, nunca quieto, siempre de un lado para otro, y por donde iba dejaba un rastro de cadáveres de enemigos o de amigos caídos en desgracia. Por cierto, uno de ellos fue el que, antes de morir, dijo aquellas terribles y aleccionadoras palabras: «Ésta es Castilla, que faze los hombres y los gasta.»
Quizá el lector recuerde, e incluso observe en su conducta, el sabio y crudo refrán que aconseja:
«Donde tengas la olla no introduzcas la polla.» Pedro 1, aunque burgalés de pura cepa, ignoraba el refrán castellano y echó a perder una alianza con Francia al desairar a su esposa, Blanca de Borbón, sobrina del poderoso rey francés, a la que dejó compuesta y sin novio dos días después de la boda para galopar al lado de su amante, María de Padilla, sin la cual no podía vivir. Esta María era menudita de cuerpo, que así gus- taban entonces las mujeres, acuérdense del Arcipreste en su elogio a las «dueñas chicas» que lo tienen todo tan a mano.
¿Y la francesita? La desventurada no es que fuera fea, que era «blanca e ruvia, e de buen donayre», pero se conoce que Pedro sólo tenía ojos para la otra. Triste y malcasada, vivió el resto de sus días virtual- mente presa, de castillo en castillo, y a los ocho años murió, probablemente no de muerte natural, sino a manos de los ejecutores de Pedro, que solían ultimar a sus víctimas de un mazazo en la cabeza, con la sutileza que usaba el jefe. Tuvo el rey otra esposa a la que no le fue tan mal, una dama noble llamada Jua- na de Castro (por cierto, hermana de Inés de Castro, la de «reinar después de morir», del drama portugués). La señora, viuda de muy buen ver y, a lo que parece, ambiciosilla y deseosa de codearse con la jet, se re- sistió calculadoramente a las solicitudes reales, con el consabido argumento de que yo soy una mujer de- cente y el hombre al que yo me entregue tendrá que pasar antes por la vicaría. «¿Será por vicarías? —se dijo don Pedro—: ¡Castilla está llena de ellas!» Así que, más encalabrinado que nunca, ordenó a los obispos de Salamanca y Ávila que convencieran a la viudita de que su matrimonio con la reina no era válido y que, por tanto, bien podría casarse con quien le pluguiere. Se casaron, pasaron la noche juntos, empleándose a fondo, y a la mañana siguiente, si te vi no me acuerdo. La dejó plantada y no volvió a acordarse de ella. Ella de él, sí, que quedó preñada.
El mayor de los hijos engendrados por la amante de Alfonso XI, doña Leonor de Guzmán, era Enrique de Trastámara. Apoyado por una facción nobiliaria que quería sacar pesca del río revuelto, el bastardo dis- putó el trono a su hermanastro Pedro I, e inmediatamente la volátil Castilla se escindió en una guerra civil, otra. En cierto modo, y reduciendo las cosas a sus debidas proporciones, esta guerra puede considerarse un episodio de la guerra de los Cien Años que disputaban Francia e Inglaterra.
En un principio, Pedro, con ayuda de las tropas inglesas del Príncipe Negro, logró derrotar a Enrique, que a su vez contaba con el auxilio de los franceses, pero al final el bastardo ganó la partida y asesinó a Pedro en una emboscada que le preparó en su tienda, frente al castillo de Montiel. El escéptico lector hará bien en no conceder demasiado crédito a la versión que sostiene que los dos hermanos se enzarzaron en agria disputa y que cuando rodaron por el suelo, daga en mano, Pedro encima de su enemigo en posición aventajada, Beltrán Duguesclín, el jefe de los mercenarios franceses que apoyaban a Enrique, lo sostuvo para que el otro lo apuñalara mientras se justificaba ante la historia diciendo: «Ni quito ni pongo rey: sólo ayudo a mi señor.»
El bastardo usurpador, ya instalado en el trono, sobornó a la nobleza con dádivas y privilegios, por eso lo llamaron «el de las Mercedes». A los Trastámara de la dinastía que él inaugura nunca se les des- prendió el tufillo de usurpadores. Por eso, psicológicamente, compensaban su ilegitimidad alardeando de escudo de armas o logotipo, pues pusieron de moda la heráldica decorativa. Un hijo y sucesor de Enrique el de las Mercedes, Juan 1, reclamó Portugal por derecho de boda y fue derrotado por los portugueses en Aljubarrota, la batalha por excelencia de la historia lusa y símbolo de su independencia frente a España.
En los reinados siguientes asistimos al sempiterno pulso entre la monarquía, que quiere limitar los privilegios de la nobleza, y la nobleza, que más bien quiere ensancharlos. Así, hasta llegar al reinado del
degenerado Enrique IV el Impotente, cuya vida, que daría cumplidamente materia para un culebrón televisi- vo, mejor será dejar para más adelante.
CAPÍTULO 40
Los peces portan las barras de Aragón
En la corona de Aragón, que en realidad era una inestable confederación de aragoneses, catalanes y valencianos, cada cual con sus costumbres y su humor por más que Jaime II los declarara indisolubles, también se produjo el pulso entre reyes y nobles privilegiados que hemos visto en Castilla, sólo que aquí lo perdieron los reyes. Ya desde Jaime I, los nobles tenían derecho a su propio juez o justicia, pero no conten- tos con ello aprovecharon que Pedro III estaba ocupadísimo conquistando Sicilia para rebelarse contra su autoridad y obligarlo a aceptar, además, Cortes anuales y fiscalización del gobierno. En el siglo xiv incluso nació una comisión permanente que controlaba los impuestos reales, origen de la Generalitat, que, con el tiempo, se convertiría en símbolo de las libertades catalanas frente al absolutismo real.
Ya vemos que los reyes aragoneses estuvieron bastante supeditados a sus magnates y a sus ciuda- des. Naturalmente, estas trabas los dejaron en inferioridad de condiciones respecto a sus vecinos, castella- nos o franceses. La próspera Barcelona, actuando virtualmente como ciudad—Estado, no inferior en pujan- za e iniciativa a las repúblicas italianas, la gobernaban cinco concejales y el Consell de Cent.
Hacia el final de la Edad Media, la vocación mediterránea de Aragón dio lugar a la incorporación más o menos permanente de Sicilia, Cerdeña, Mallorca y hasta la mitad sur de Italia, el reino de Nápoles. La cosa empezó cuando Pedro III reclamó los derechos de su mujer, que era de la familia Hohenstaufen, a Nápoles y Sicilia contra el rey de Francia, Carlos de Anjou, al que el papa había entregado la isla graciosa- mente. Por entonces, unos oficiales franceses registraron de modo inconveniente a una novia siciliana que iba a bodas, y la afrenta desencadenó una sublevación popular contra los ocupantes. Aprovechando la co- yuntura, el aragonés desembarcó, ocupó la isla en un paseo militar y los sicilianos lo aclamaron rey. El papa lo excomulgó y hasta organizó una cruzada contra él, pero la convocatoria fue escasa, que ya no estaba Europa para cruzadas.
El escéptico lector no se escandalizará de sorprender a un papa en posturas tan escasamente evan- gélicas. Es que, hasta tiempos relativamente recientes, los pontífices no se molestaron en disimular sus ambiciones mundanas y sus marrullerías políticas, a las que frecuentemente supeditaban sus obligaciones como vicarios de Cristo.
Eran testarudos aquellos aragoneses. Pedro III no se amilanó porque el papa lo excomulgara y sus sucesores mantuvieron el tipo igualmente y prosiguieron la lucha contra el papa y contra los franceses. A la postre, ganaron la partida, puesto que el Vaticano acabó cediendo Cerdeña y Sicilia. Por cierto, los almogá- vares o mercenarios aragoneses que habían luchado en Sicilia (como antaño los mercenarios iberos a suel- do de griegos y cartagineses), cuando la isla quedó pacificada, fueron contratados por el emperador de Bizancio para luchar contra los turcos que amenazaban Constantinopla. La conquista de Sicilia había ex- tendido por todo el Mediterráneo la fama de invencibles de aquellos montañeses.
Las Grandes Compañías Catalanas de almogávares constituían una infantería tan temible como hoy la de los mercenarios gurkas. En reposo puede que se parecieran más a una turba de desaliñados salteado- res que a un cuerpo militar, porque iban vestidos con pieles y apenas protegidos por un pequeño escudo y una red de hierro que les cubría la cabeza, y tan sucintamente armados (con dos venablos, un cuchillo car- nicero y un breve chuzo) que no impresionaban a nadie. Pero cuando, antes de entrar en combate, golpea- ban la herrada contera del chuzo arrancando chispas de las piedras y gritaban «¡Desperta Perro!», infundí- an espanto al enemigo más bragado. Metidos en harina se conducían con proverbial ferocidad, sin dar ni esperar cuartel.
El caudillo que los mandaba era un aventurero llamado Roger de Flor, al que el taimado emperador nombró megaduque y casó con una de sus sobrinas, que tenía muchas para tales casos. Mientras los al- mogávares derrotaron a los turcos y pacificaron las fronteras, los bizantinos los adoraron, pero en cuanto dejaron de necesitarlos les pareció que aquella horda salvaje desentonaba con la armonía y la belleza de sus ciudades. Además, a Roger de Flor se le habían subido los humos a la cabeza y aspiraba a recibir un reino como recompensa por su actuación. El emperador fingió estar de acuerdo pero lo atrajo a una trampa, junto con ciento treinta de sus capitanes y oficiales, y los asesinó a todos. La trampa fue un banquete, como en el caso de la jornada del Foso de Toledo, en 797. ¿Se acuerdan? ¡Siempre esa obsesión hispánica por comer de balde que tantos disgustos nos acarrea!
Cuando la chusma almogávar supo lo ocurrido a sus oficiales, su reacción fue tan violenta que toda- vía por aquellas costas se habla de la venganza catalana. Los almogávares entraron a sangre y fuego por pueblos y aldeas sin dejar títere con cabeza, hasta que, algo más calmados y cansados de ir de un lado para otro, decidieron sentar cabeza y fundaron un reino que duraría casi un siglo (el ducado de Atenas).
La expansión política y militar de Aragón se correspondía con una expansión comercial paralela. La potente marina mercante catalana se sumó al activo comercio mediterráneo en competencia, a menudo armada, con genoveses y pisanos. Su prestigio era tal que el Libro del Consulado del Mar, especie de códi- go de derecho marítimo catalán, era aceptado casi unánimemente por las otras marinas de Europa. Con hipérbole patriótica se llegó a decir que, para navegar por el antiguo Mate Nostrum, hasta los peces tenían que lucir las barras de la enseña aragonesa.
En 1412, el rey de Aragón murió sin sucesor. Después de muy tortuosas negociaciones, en las que no faltaron violencia y sobornos, los nobles catalanes, aragoneses y valencianos reunidos en Caspe acorda- ron entregar el trono a Fernando el de Antequera, hermano del rey de Castilla. El hijo y sucesor de éste, Alfonso V el Magnánimo, conquistó Nápoles y se consagró por entero a aquel reino donde lo dejaban man- dar como le daba la gana, y se desentendió de Aragón, donde para cualquier cosa había que pedir permiso a unas Cortes cada día más quisquillosas.
Aragón ganaba territorios en la península italiana, pero los perdía más cerca. Los franceses ocuparon las comarcas catalanas del Rosellón y la Cerdaña, aprovechando el conflicto entre Juan II, hermano y here- dero de Alfonso V, y su hijo Carlos de Viana. Es un contencioso que traería mucha cola, como se irá viendo en páginas venideras.
CAPÍTULO 41
El reino de Granada
Es casi milagroso que el último reino islámico de España, Granada, lograra perdurar durante dos si- glos y medio a la sombra inclemente de Castilla. El milagro se basaba en dos razones, una económica y otra estratégica. Por lo que se refiere a la económica, Castilla sangraba a Granada como los batutsis san- gran a sus vacas. La sangre del moro era el oro que seguía llegando de Sudán, por vías africanas. Europa, en plena expansión comercial, estaba ávida de oro, y las arcas de Castilla ingresaban unas veinte mil do- blas anuales en concepto de parias de Granada. Pero cuando Portugal intervino en África y desvió la ruta del oro hacia Lisboa, la gallina dejó de poner huevos, y los castellanos, siempre escasos de liquidez, co- menzaron a pensar en la gallina misma, en sus sabrosas carnes, en la Alhambra, en las vegas, en los sur- cos de prietas hortalizas, en las aromáticas manzanas, en las verdes olivas, en las lujuriantes higueras, en el pan de higo, en las almunias, en las norias, en los puertos.
La otra razón es la estratégica. La diplomacia granadina hilaba delgado y era virtuosa en el manteni- miento de equilibrios. Entre la hoz castellana y la coz marroquí, los soberanos granadinos habían aprendido la lección de las antiguas taifas y supieron mantenerse en equilibrio, aplacar a Castilla con sobornos y tribu- tos, aceptar solamente pequeños contingentes de tropas de Marruecos y sacar provecho de las debilidades y rencillas internas de tan poderosos vecinos aliándose con el bando más débil.
La otra clave de la estabilidad granadina fue su pujante economía, basada en una población numero- sa, en un racional aprovechamiento de los recursos agrícolas y en un activo comercio con países mediterrá- neos, tanto cristianos como musulmanes, que impulsó la industria y la artesanía del reino. Por ejemplo, en Europa se usaba papel fabricado en Granada, y los arquitectos y albañiles granadinos eran contratados tanto por los reyes de Castilla como por los de Marruecos para labrar sus palacios y yeserías.
En la frontera, estable durante varias generaciones, a pesar de las tensiones intermitentes, una serie de útiles instituciones comunes, como alcaldes de moros y cristianos, mediaban en los pleitos que afectaran a individuos de una y otra comunidad. Había también alhaqueques o agentes, que pasaban libremente de uno a otro lado para mediar en tratos, buscar reses robadas o personas cautivadas y ajustar el rescate des- pués de que los fieles del rastro, es decir, rastreadores o peritos en seguir sobre el terreno las huellas de cuatreros y reses, les hubieran indicado el destino final de las presas. En los largos períodos de paz, había incluso una relación de vecindad cordial. Por ejemplo, el alcaide moro de la plaza fuerte fronteriza de Cambil y Alhabar es invitado a bodas cristianas de sus colegas y enemigos de Jaén. Lo que no quita que a los po- cos meses intenten arrebatarse los castillos, devasten la tierra y maten a los atalayas, que lo cortés no quita lo valiente. Hay también un episodio de lo más curioso, una reina que se acerca a la frontera porque le hace ilusión disparar un tiro de ballesta contra una fortaleza enemiga; los moros que la ven y saben que es la reina salen a hacer alarde para divertir a la señora y a sus damas. Es casi una guerra de opereta.
Hasta que la guerra de veras llegó. En el siglo xv, Castilla había reanudado esporádicamente la Re- conquista. Primero, cayó Antequera; luego, Jimena y Huéscar, y poco después, Huelma. Luego, Gibraltar. En Granada, crecía el descontento contra un gobierno incapaz de defender las fronteras del reino. Quizá el pueblo ignorante no podía comprender que Granada no pudiera soñar ya en equilibrarse militarmente con Castilla, pero desde luego advertía que, tarde o temprano, los castellanos les arrebatarían sus casas, sus huertos, sus emparrados y sus moreras. (Granada producía mucha seda; algunas moreras tenían hasta cuatro dueños.) En una reacción típicamente fundamentalista que observamos también en el mundo árabe actual, la impotencia frente a la superioridad cristiana los llevó a refugiarse en una fe fanática. A la larga, fue peor para ellos. La tradicional tolerancia hacialos cristianos que vivían en Granada, muchos de ellos como cautivos, se trasformó en creciente opresión.
¡Los moros maltratan a nuestros infelices correligionarios!. En Castilla, los halcones tuvieron un exce- lente pretexto para plantear la necesidad de conquistar Granada. Sólo faltaba un casus belli.
En 1481, el rey Muley—Hacén se lo puso en bandeja. Dejó de satisfacer el tributo y conquistó el casti- llo de Zahara en un golpe de mano. La leyenda romántica quiere que rechazara al recaudador cristiano arrogantemente: «Dile a tu rey que Granada ya no acuña moneda para pagar a cristianos; antes bien forja espadas y lanzas para combatirlos.» Y los Reyes Católicos responderían: «Yo he de arrancar uno a uno los granos de esa granada.»
Es que, inevitablemente, la guerra de Granada, después de que Washington Irving y los románticos pasaran por ella, se tiñe de romanticismo.
Fernando planeó la conquista de Granada con metódica astucia (no en balde Maquiavelo lo tomaría como ejemplo en su Príncipe). Lo primero que hizo fue fomentar las rencillas internas de la familia real gra- nadina y las banderías que se disputaban el dominio del reino. Era un juego a tres bandas: por una parte, el rey, que quiere conservar su trono, y por otra, su hijo Boabdil y su hermano el Zagal, que, cada cual por su cuenta, quieren arrebatárselo. Y el zorro de Fernando apoyando a la parte más débil contra la más podero- sa.
Boabdil, el hijo de Muley—Hacén, se había rebelado contra su padre con el apoyo del poderoso clan de los abencerrajes, pero el rey recuperó Granada con la ayuda de los no menos poderosos zegríes. Enton- ces, su hermano, el Zagal, lo depuso, apoyado por el clan de los Venegas. Muley—Hacén, fortificado en la Alhambra, resistió. En esto, Boabdil, el hijo, fue capturado por los cristianos en la batalla de Lucena, pero Fernando lo liberó para que siguiera incordiando a su padre y a su tío. Muley—Hacén y el Zagal se unieron contra Boabdil demasiado tarde, cuando ya les había ganado la partida. Muley—Hacén hizo lo único que le quedaba por hacer, morirse, y el Zagal, desanimado, arrojó la toalla y se retiró a vivir a Tlemecén. Boabdil, ya rey indiscutido, se instaló en la Alhambra.
El campo musulmán había quedado convenientemente sangrado. La fruta estaba madura. Entonces, los Reyes Católicos asediaron Granada. Los granadinos llevaban tres siglos viendo llegar cristianos a la vega para robar y talar durante un tiempo, pero después, en cuanto llegaban los fríos, levantaban sus tien- das y se marchaban. Sin embargo, los Reyes Católicos habían llegado para quedarse: el campamento que montaron era de casas de adobe y piedra, una auténtica ciudad (que aún existe): Santa Fe. Es falsa, natu- ralmente, la leyenda que atribuye a la reina católica la promesa de no cambiarse de camisa hasta que con- quistara Granada, una empresa que le llevó años. Por este motivo, los franceses denominan isabelle al color amarillento. Volviendo a Granada, la población estaba dividida entre palomas y halcones: unos querí- an entregar la ciudad a cambio de que sus bienes fueran respetados; otros eran partidarios de resistir a ultranza. Pero los tiempos de Numancia ya estaban olvidados. Al final, Boabdil puso a los halcones ante el hecho consumado de que ya había entregado la Alhambra. Secretamente, dejó que una guarnición cristiana ocupara el castillo y las torres principales. Después de esto, no tenía objeto resistir, y los halcones, aunque clamaron venganza y se acordaron de toda la parentela del rey, tuvieron que transigir (más de uno, quizá, con alivio).
La capitulación se firmó el dos de enero de 1492, y Boabdil y los suyos tuvieron que abandonar la Al- hambra para trasladarse a las tierras que los Reyes Católicos les habían concedido en las Alpujarras.
Existe en las cercanías de Granada una eminencia llamada el Suspiro del Moro, un lugar propicio pa- ra escarceos de enamorados, desde el cual se puede contemplar la ciudad. Allí es donde sostiene la leyen- da que Boabdil volvió la cabeza para captar con la mirada todo lo que dejaba atrás y, sin poderse contener, rompió a llorar. Entonces, su madre, la noble Aixa, una mujer que los tenía bien puestos, le dijo: «Llora, llora como mujer por lo que no has sabido defender como un hombre.» Las madres muchas veces es que son un gran consuelo.
España era nuevamente cristiana, toda ella, como ocho siglos antes, en tiempos de los godos. Con una pequeña diferencia: quedaban dos numerosas comunidades que no eran cristianas: los judíos y los moros.
CAPÍTULO 42
Isabel y Fernando, tanto monta, monta tanto
En 1469, en Valladolid, una fría mañana de otoño, se celebró una boda que iba a alterar el curso de la historia de España. La novia, Isabel, había cumplido dieciocho primaveras y era una chica menuda, rubia, de cara redonda, ancha de caderas y con cierta tendencia a engordar. El novio, Fernando, un año menor que ella, era un joven de mediana estatura, no mal parecido, que pronto se quedaría calvo hasta media cabeza. Tenía la voz aguda, como el general Franco, dicho sea sin segundas.
La boda fue un tanto irregular. Se casaron en secreto, con el novio llegando de tapadillo y disfrazado de criado, tan en su papel que hasta servía la cena de sus escoltas en las ventas donde pernoctaban. Es que Isabel no podía contraer matrimonio sin permiso del rey de Castilla, su hermano. Además, Isabel y Fer- nando eran primos segundos, y la dispensa papal que exhibieron ante el sacerdote que ofició la ceremonia era tan falsa como una moneda de corcho. No empezaban mal los luego llamados Reyes Católicos. Pero a estas alturas no será necesario recordar al escéptico lector que los historiadores siempre justifican al que gana, y los Reyes Católicos eran vencedores natos.
A Isabel no le correspondía reinar: sólo era medio hermana del rey Enrique IV, y por delante de ella, en el orden sucesorio, había dos personas: su otro medio hermano, Alfonso, y su sobrina Juana. Pero se había propuesto ser reina de Castilla y, al parecer, las personas que podían estorbar su designio tenían una tendencia a fallecer prematura y misteriosamente. Así le ocurrió a Alfonso, el heredero de la corona, y la misma suerte corrió don Pedro Girón, el maestre de Calatrava, un novio que le buscó el rey a su hermana, muy en contra de la voluntad de la interesada.
Muerto Alfonso, la sucesión recaía sobre la princesa Juana, la hija del rey, pero una poderosa facción nobiliaria empeñada en destronar al monarca apoyó la candidatura de Isabel y consiguió que el rey admitie- ra que su hija Juana era producto de las relaciones adúlteras entre la reina, su esposa, y el favorito don Beltrán de la Cueva. Por eso la apodaron la Beltraneja, y a Enrique IV, el Impotente, aunque sabían muy bien que era un hiperactivo bisexual de pelo y pluma, que se tenía más que pistoleadas a todas las putas de Segovia y a los moros de su escolta sodomita. Todo esto para conseguir que Isabel heredara el trono. Al escéptico lector quizá le dé la impresión de que la mosquita muerta de Isabel se abrió camino sin reparar en medios. Probablemente no fuera ella sola, sino el poderoso lobby nobiliario que apoyaba su candidatura. En cualquier caso, el rey, su hermano, tampoco era una persona que concitase grandes simpatías. Era un suje- to degenerado e irresoluto, cobarde y vil, producto de una estirpe ya degenerada por casamientos consan- guíneos, «un degenerado esquizoide con impotencia relativa [...], displásico eunuco con reacción acromegá- lica» (Marañón).
En aquel tiempo era impensable que un miembro de la familia real se casara sin permiso del rey. La elección del esposo de Isabel correspondía a Enrique IV y, dado que la novia podía algún día heredar la corona, la elección era asunto de alta política. Había tres candidatos principales: un portugués, un francés y un aragonés. A Enrique IV le gustaba el portugués, su colega el rey Alfonso, pero las Cortes castellanas, que también tenían algo que decir, patrocinaban al pretendiente francés. Y la novia, influida por los magna- tes que la apoyaban como sucesora de Enrique, escogió al aragonés, el príncipe Fernando. De aquí que tuvieran que casarse en secreto y sin permiso del rey. El concertador que había apañado la boda, repar- tiendo generosamente sobornos y, promesas en el entourage de Isabel, era el padre de Fernando, Juan II, el rey de Aragón, un zorro que andaba con el agua al cuello y necesitaba desesperadamente la alianza con Castilla en su contencioso contra la poderosa Francia por el reino de Nápoles. Es que los franceses se lo estaban comiendo vivo. Le habían ganado ya los condados catalanes de Cerdaña y el Rosellón, y le habían tomado Gerona.
Aragón, ya lo hemos visto, sólo aportaba problemas con Francia. Por el contrario, la unión con Portu- gal, cuyos intrépidos marinos estaban ya lanzados a la exploración y conquista de nuevas rutas, hubiese robustecido el imperio colonial que Castilla iba a iniciar tras el descubrimiento de América. Por otra parte, las instituciones portuguesas se podían adaptar mejor a las de Castilla que las aragonesas. Ya se sabe de lo poco que sirve dar capotazos a toro pasado, pero el escéptico lector convendrá en que hubiera sido más sensato y conveniente para España que Isabelita se hubiese casado con el portugués.
En realidad, a pesar de la boda de los Reyes Católicos, Aragón y Castilla no se unieron. Hubiera sido cruzar un erizo con un pez: las leyes, el sistema económico y hasta las costumbres eran completamente distintas.
Sin embargo, a pesar de los términos de igualdad en que se estipuló la boda, y a pesar del «tanto monta, monta tanto», parece que Fernando salió beneficiado con el casorio. Por ejemplo, la política matri- monial seguida por la pareja fue típicamente aragonesa, pues tuvo como principal objetivo emparentar con todas las casas reales europeas para aislar a Francia. Quizá con este objetivo como meta, y ello no descar- ta gusto y atracción, los Reyes Católicos tuvieron ocho hijos. (Número en el que no incluimos las tres hem- bras y un varón extramatrimoniales que Fernando engendró en diversas amantes, porque el aragonés
«amaba mucho a la reina su mujer, pero dábase a otras mujeres», como dice el cronista.)
A pesar de estos defectillos de Fernando, Isabel podía considerarse una mujer afortunada porque sus otros pretendientes salieron bastante peores. Por ejemplo, el novio que había propuesto Inglaterra, el duque de Gloucester, el futuro Ricardo 111, era malvado, feo, contrahecho y jorobado. Acabaría convirtiéndose en rey, después de asesinar a sus sobrinos de corta edad, para morir declamando aquello de «¡Mi reino por un caballo!», como nos enseña Shakespeare en un famoso drama histórico.
La desgracia de España fue que los Reyes Católicos fundaron un Estado fuerte y de gran porvenir, pero lo dejaron en manos de extranjeros. El príncipe Juan, heredero de la corona, murió joven (según los médicos diagnosticaron, debido a los excesos conyugales con su atractiva e insaciable esposa); la segunda en la línea sucesoria, la princesa Isabel, murió de sobreparto. Los derechos dinásticos vinieron a recaer sobre la tercera hija, Juana la Loca, que transmitió la corona a su hijo Carlos V, habido de su matrimonio con Felipe el Hermoso, de la casa de Borgoña, regida por los Habsburgo. En Carlos V confluían la corona de Castilla y Aragón, por herencia materna, y la de los Habsburgo, por el padre. Así fue como, al mezclarse los intereses de las dos ramas, España (que ya comenzaba a conocerse por ese nombre) cayó en manos de extranjeros, los Habsburgo o Austria, que, por servir a sus intereses europeos, empantanaron al país en el lodazal sin fondo de las guerras de Flandes y los Países Bajos, y en las guerras de religión en Alemania, territorios todos pertenecientes a la casa de Borgoña, donde a los españoles no se nos había perdido nada.
Bien pensado, las consecuencias de la política matrimonial de Fernando el Católico no pudieron ser más desastrosas. Él mismo, cuando vio que el negocio se torcía, ya viudo y anciano, se apresuró a casarse en segundas nupcias con la joven Germana de Foix, ¡una princesa francesa!, en un intento de engendrar un hijo que heredara Aragón. (Es decir que prefirió pactar con el enemigo secular antes que ver su reino en manos de su yerno Felipe el Hermoso.) Esta precipitada decisión le costó la vida porque Fernando murió de indigestión de testículos de toro, un alimento que en aquel tiempo se creía infalible afrodisiaco, «que face desfallecerse a la mujer debajo del varón», según leemos en un texto médico.
En justicia, el catastrófic o resultado de la política matrimonial se debe achacar más a los reveses de la voluble fortuna que a la torpeza de Fernando. ¿Cómo iba a prever que sus dos primeros herederos iban a morir sin descendencia? Por lo demás, Fernando fue quizá el mejor político de su tiempo. Era de ingenio claro, un hombre juicioso, prudente y, por encima de todo, carecía de escrúpulos; un político moderno, pragmático, en el más amplio sentido. E Isabel no le fue a la zaga.
Por eso, a pesar del fracaso dinástico, los Reyes Católicos llevaron a España a primera división y la pusieron en el camino de convertirse en la primera potencia mundial que sería durante dos siglos.
¿Qué habría ocurrido de haberse casado Isabel la Católica con el rey de Portugal como quería su hermano, el infortunado Enrique IV? ¿Puede imaginarse el lector un mapa actual de la Península dividida en dos países: Aragón, Cataluña y Levante por un lado, y el resto, incluido Portugal, por otro? Quizá nos habría ido mejor en la historia tanto a unos como a otros. En fin, aquí no hemos venido a escribir ficción histórica, así que será mejor que regresemos a la realidad.
Cuando Enrique IV supo que Isabel se había casado sin su permiso montó en cólera y volvió a reco- nocer a su hija Juana la Beltraneja como legítima heredera. Su rabieta sólo sirvió para provocar una larga y dolorosa guerra civil. Ganó Isabel, y la Beltraneja tuvo que meterse a monja y pasar la vida encerrada en un convento portugués. Los portugueses, siempre tan gentiles con las damas, la llamaron «a excelente sen- hora» y, de vez en cuando, cuando tenían que ablandar diplomáticamente a Isabel, amenazaban con sacar- la al siglo y darle alas. Isabel, como toda usurpadora, nunca tuvo la conciencia tranquila y no cejó hasta conseguir del papa una bula que condenaba a su desdichada sobrina a reclusión conventual de por vida.
Tanto monta
No fue el de Isabel y Fernando un matrimonio romántico, por amor, sino más bien un arreglo intere- sado por ambas partes, con un largo documento de capitulaciones, en las que se especificaban minuciosa-
mente las respectivas obligaciones y derechos. Isabel y Fernando, «tanto monta, monta tanto», es decir, Castilla y Aragón unidos por matrimonio, sí, pero no revueltos. La reina reinando en Castilla, y su esposo, en Aragón. No convenía embrollar las cosas más de lo que estaban. No obstante, los aduladores cronistas definieron a los reyes como «una voluntad que moraba en dos cuerpos», y para dar noticia del alumbra- miento de la reina decían: «Este año parieron los Reyes nuestros señores.»
La razón social Reyes Católicos heredó un negocio ruinoso. Castilla, a pesar de su lana tan estimada en los mercados europeos, era como un navío a la deriva, carcomido de parásitos y desarbolado, sin rumbo ni aparejo: el clero estaba corrompido; la nobleza, sublevada; el sufrido pueblo, mohíno y descontento; las arcas reales, vacías, y el Estado, paralizado por lustros de desgobierno y guerra civil. Un país pobre y sub- desarrollado, que iba camino de quedar relegado a mero proveedor de lana para la industria textil europea. Para colmo, su díscola nobleza tenía acogotada a la corona porque desde el advenimiento de la dinastía bastarda de los Trastámara, los magnates se habían acostumbrado a manipular a los reyes a su antojo.
En Aragón tampoco ataban los perros con longaniza. El rey estaba arruinado por la guerra con Fran- cia, y los nobles lo tenían atado de pies y manos por una serie de antiguos fueros y privilegios.
Isabel y Fernando eran ambiciosos y pragmáticos. Su primer objetivo fue meter en collera a la nobles. En Castilla se consiguió cuando fue necesario, incluso demoliendo sus castillos y las murallas de ciudades controladas por facciones levantiscas. Quedó claro que en lo sucesivo era la corona la que ejercía el poder y que la época de los ejércitos particulares había pasado ya. Pero en Aragón no hubo manera, porque allí las costumbres y las instituciones medievales pesaban mucho. Otro lastre que impediría la normalización del Estado moderno.
A pesar de estas cortapisas, los Reyes Católicos consiguieron modernizar el país, centralizar el poder y levantar los cimientos de un Estado poderoso. Por eso, todos los dictadores los ponen como ejemplo, olvidando sus torpezas, y no dejan de loar las excelencias de la pareja.
En su proyecto para debilitar a la nobleza, los Reyes Católicos sustituyeron el arcaico Consejo Real, heredado de la Edad Media, por una burocracia palaciega, más acorde con los nuevos tiempos y nutrida por funcionarios procedentes de las clases humildes fieles a la corona antes que a intereses de grupo. Con ellos formaron varios consejos o ministerios: de Finanzas, de la Hermandad, de la Inquisición, de las órdenes de Caballería. Quizá se pregunte el lector , y qué pintan aquí las órdenes de caballería, esa antigualla de cuan- do los moros eran un peligro? Es que conservaban aún importantes patrimonios y ejércitos privados. Lleva- ban ya un siglo al servicio de los grupos de presión a los que pertenecieran sus maestres. Los Reyes Cató- licos consiguieron concentrar los tres maestrazgos (Calatrava, Alcántara, Santiago) en manos de Fernando, lo que robusteció considerablemente el poder de la monarquía.
De igual manera consiguieron nacionalizar la Iglesia, para que fuera más obediente a la corona que al propio papa. Esto también contribuyó a domesticar a la nobleza. Desde entonces, las familias más encope- tadas tuvieron que hacer méritos al servicio de los reyes para que éstos concedieran los cargos eclesiásti- cos mejor dotados a sus hijos segundones.
CAPÍTULO 43
Colón y el descubrimiento de América
En el siglo XIV, la economía europea había crecido. La gente tenía dinero y aspiraba a vivir mejor, flo- recían las ciudades y se activaba el comercio. Entre los productos de lujo cuya demanda aumentaba desta- caban las especias traídas de la India. La pimienta, el clavo, el jengibre, la nuez moscada, se atesoraban en los arcones de la alcoba, entre las joyas de la familia. La pimienta llegó a constituir un valor tan sólido que, a falta de oro y plata, se reconocía como medio de pago en los contratos. Ninguna familia europea que hubie- se alcanzado un mediano pasar podía prescindir del uso, incluso del abuso, de las especias. Así como aho- ra uno muestra que es rico conduciendo un coche importado de gran cilindrada, entonces se mostraba en los trajes de domingo y en el consumo de especias. Los nuevos ricos, quizá acuciados por la memoria ge- nética de pasadas hambrunas, despreciaban todo lo que no fuera carne. Además, como se desconocían el café, el té, el limón y el azúcar, los sabores resultaban tan monótonos que sólo las especias podían prestar cierta variedad a los platos. La adición de distintas proporciones de pimienta, clavo, cardamomo y nuez moscada permitían confeccionar cinco o seis platos diferentes a partir de la misma carne simplona. Por otra parte, como no existía refrigeración que retardara la descomposición de la carne, disimulaban sus olores y sabores putrefactos. La cerveza dudosa se adobaba con jengibre; el vino avinagrado y picado, con canela y clavo.
Desde la época romana, había existido una ruta de la seda, por la que llegaban a Europa, además de la seda, las especias, las joyas, los perfumes y otros lujos orientales. En el siglo XIV, en el momento de mayor demanda de estos productos, la ruta quedó estrangulada por dos convulsiones políticas: la conquista de Constantinopla por los turcos y la islamización de los tártaros. Los mercaderes genoveses, venecianos e incluso catalanes dedicados al comercio de Oriente se arruinaron de la noche a la mañana. La demanda crecía, la oferta caía en picado, y unos productos que siempre habían sido caros se pusieron por las nubes.
Por si esto fuera poco, el auge del comercio y la nueva riqueza europea demandaban más oro, pero Europa producía poco y de África llegaba el de siempre, insuficiente para satisfacer la creciente demanda.
Se imponía buscar nuevas rutas comerciales que aseguraran el suministro de especias y oro. El país europeo que encontrase el modo de llegar a Oriente por mar, la única alternativa posible a la ruta terrestre tradicional, podría, además, prescindir de intermediarios. Se haría rico, inmensamente rico.
¿Por dónde llegar a Oriente? El camino más obvio era rodeando África, pero ello implicaba navegar por el Atlántico. Los últimos que habían navegado por el océano habían sido los fenicios y, para mantener el monopolio de sus rutas comerciales, habían fomentado o simplemente inventado las supersticiones marine- ras que hicieron creer a la posteridad que aquellas aguas eran innavegables: horribles monstruos marinos, mares hirviendo que derretían el calafateado de los barcos, calmas chichas que los inmovilizaban para siempre. Desafiando lo desconocido, los intrépidos marinos portugueses se arriesgaron a explorar las cos- tas de África y organizar sus rescates, es decir, sus expediciones comerciales en busca de «oro o plata o cobre o plomo o estaño [...], joyas, piedras preciosas, así como carbunclos, diamantes, rubíes o esmeraldas [...], toda clase de esclavos negros o mulatos u otros [...] y cualquier clase de especiería o droga». ¿Intuye el escéptico lector por dónde van los tiros de la colonización europea que aquí comienza? ¿Ve al europeo dispuesto a exprimir el limón del mundo, una actitud que, a pesar de las apariencias, todavía perdura des- pués de la creación y liquidación de sucesivos imperios coloniales?
Bordeando el continente y fundando sucesivas factorías y colonias comerciales, los portugueses, co- mo los antiguos fenicios, aspiraban a alcanzar, primero, el río del oro (de donde se pensaba que procedía el dorado metal africano que, desde tiempo inmemorial, comercializaban los árabes); después, el país del marfil, otra exportación de lujo, y finalmente, las tierras de la pimienta, ya en la India. Ése era el plan.
¿Y España? Después de la conquista de Granada, los Reyes Católicos decidieron dedicar algunos recursos a la exploración de una ruta alternativa hacia los mercados de las especias. Como Portugal les llevaba la delantera en la ruta africana prestaron oídos a Cristóbal Colón, que proponía la ruta atlántica.
Lo que Colón sugería era llegar a Oriente navegando hacia Occidente. No era una idea descabellada. Puesto que la Tierra es redonda, crucemos directamente el océano en lugar de bordear África. Aquí tienen ustedes una ruta alternativa, que les permitirá llegar a la India antes que los portugueses. Colón, debido a su deficiente cultura, ignoraba cuestiones científicas elementales y basaba su proyecto en cálculos erró-
neos. Por ejemplo, creía que la circunferencia de la Tierra era mucho menor a como es en realidad, y que el océano sólo tenía 1 125 leguas de anchura (por eso, cuando llegó a América, creía estar en Asia, le sobra- ba el océano Pacífico). Los cosmógrafos portugueses, y luego los españoles, más entendidos que él, calcu- laron con mayor exactitud la circunferencia de la Tierra (ya establecida en la antigüedad por Ptolomeo) y cifraron la anchura del océano existente entre Europa y Asia en más del doble, exactamente 2495 leguas. Una carabela no podía recorrer tanta distancia sin escalas intermedias, por lo tanto rechazaron el proyecto. Colón tercamente se mantuvo en sus trece. No les podía revelar que, a pesar de todos los cálculos, él sabía que a setecientas cincuenta leguas exactas de la isla canaria de Hierro había unas islas pequeñas (las Anti- llas Menores y Haití) y una mayor, Cuba, que él identificaba con Japón (Cipango).
El secreto de Colón era doble: sabía a qué distancia estaba exactamente la tierra al otro lado del océano y conocía la ruta precisa por la que había que llegar a ella y volver con un torpe barco de vela, apro- vechando la corriente del Golfo y los vientos alisios, una información que algunos creen que obtuvo de un náufrago al que atendió en la isla de Madeira, el llamado piloto desconocido. Es evidente que Colón reveló este dato en la mesa de negociaciones para convencer a los Reyes Católicos. Por eso, en las capitulacio- nes, se habla de lo que Colón «ha descubierto en las mares océanas», concediendo al genovés un descu- brimiento que todavía está por hacer, pero que ya se da por hecho. Colón sería además almirante vitalicio, virrey y gobernador de las tierras descubiertas, y por si fuera poco, obtendría un tercio de los beneficios y un diezmo de las mercancías. Luego, los Reyes Católicos no respetaron los términos de este fabuloso trato. También es cierto que Colón hizo trampa siempre que pudo. Por ejemplo, ocultó el yacimiento de perlas de la isla Margarita «fasta que sintió que en España se sabía», después de concebir el proyecto de buscarse un socio capitalista y explotarlo en secreto.
CAPÍTULO 44
Colón, el misterioso
¿Quién era Cristóbal Colón y de dónde procedía? No hay año que no salga un erudito local reivindi- cando para su pueblo o provincia el honor de ser patria de Colón. Por eso, nos lo presentan simultáneamen- te como balear, gallego, castellano, catalán, francés, inglés, extremeño o andaluz, o incluso como descen- diente de judíos españoles, obligado a ocultar su raza.
Todo son ganas de enredar y de buscar misterios donde no los hay. El hallazgo de documentos nota- riales relativos a su familia ha disipado todas las dudas: Cristóbal Colón había nacido en Génova y era hijo de un humilde tejedor que antes había sido tabernero. Lo que pasa es que era un trepa nato, que se había propuesto ser alguien, y se pasó la vida procurando ocultar sus humildes orígenes.
Colón no fue famoso en su tiempo. El romanticismo lo idealizó como aventurero y perdedor, y el na- cionalismo italiano lo erigió en héroe nacional. Como persona, la verdad es que dejaba bastante que de- sear. Era un tipo sin escrúpulos, vanidoso, soberbio, megalómano, desconfiado, ambicioso y sediento de oro (como tantos genoveses). Era hombre de mundo, baqueteado en el trato con gentes muy diversas. En una carta a su hijo Diego envía una pepita de oro para que se la entregue a la reina Isabel y le aconseja hacerlo en la sobremesa, que es cuando se reciben mejor los regalos.
Colón fue un hombre contradictorio, típico producto de una época a caballo entre la Edad Media y el Renacimiento. «Persona de muy alto ingenio sin saber muchas letras», por una parte estaba mediatizado por sus creencias religiosas, y por otra, se abría a la experiencia del mundo que le suministraba su inteli- gencia analítica y penetrante, pero a menudo se dejaba llevar por supersticiones o por descabelladas fanta- sías basadas en la Biblia y en los autores clásicos. Por eso, creyó que había llegado a las costas de Asia e identificó las bocas del Orinoco con el paraíso terrenal, y la zona de Veragua, con las tierras que el rey Da- vid mencionaba en su testamento.
A la aventura
En el primer viaje, Colón se las vio y se las deseó para enrolar la tripulación necesaria. En total, fue- ron ochenta y siete hombres (otros dicen que algunos más), entre los cuales había cuatro condenados a muerte, a los que se les había prometido la libertad, y un intérprete judío converso que sabía hebreo, caldeo y «aun diz que arábigo», y que, como es natural, no se estrenó.
Esperaban llegar a las tierras de la abundancia descritas por Marco Polo unos siglos antes. Pero Marco Polo, siguiendo la ruta de la seda, había visitado realmente China y el Oriente. Por el contrario, las carabelas llegaron a un continente nuevo, completamente desconocido. Ni rastro de india, la de las espe- cias, nada de palacios de jade y tejados de oro, nada de seda y joyas de ensueño. Lo que encontraron fue- ron unos pocos indios con taparrabos, más pobres que las ratas, ellas con las tetas al aire, todos sonriendo bobaliconamente. Había, sí, algunos productos que con el tiempo se mostrarían de mucho provecho (el maíz, el tomate, la patata, el tabaco), pero lo que Colón buscaba obsesivamente era oro, perlas, pimienta, y de esto, nada. Durante tres meses, Colón recorrió el mar de las Antillas, yendo de isla en isla, atropellada- mente, vacilando sobre el rumbo que debía seguir, esperando siempre que la próxima escala fuera el fabu- loso Japón.
Pero Japón, China y la India no aparecieron por parte alguna. El resultado de la primera expedición fue desalentador: poco oro y nada de especias, nada de los fabulosos reinos de Japón y China descritos por Marco Polo. Algo había fallado. En España, los cada vez más numerosos enemigos de Colón lo llama- ban «almirante de los piojos que ha hallado tierras de vanidad y engaño para sepulcro y miseria de los hidalgos castellanos». Colón, tan mercader como siempre, acarició la idea de esclavizar a los indios para compensar la escasez de oro, pero Isabel la Católica rechazó, disgustada, el plan.
No obstante, la esperanza seguía en pie. En los siguientes viajes, ya no hubo problemas para enrolar voluntarios, antes bien se produjeron colas, y la gente se daba de bofetadas por ir. Las nuevas tierras des-
cubiertas no eran tan ricas como se pensaba pero se había corrido la especie de que las indias «son de muy buen acatamiento y son las mayores bellacas y más deshonestas y libidinosas mujeres que se han visto». Unos años más tarde, cuando el rebelde Roldán desertó de la primera colonia americana y se echó al monte, el programa electoral que pergeña para atraer a la gente a su bando abunda en la misma idea:
«En lugar de azadones, manejaréis tetas; en vez de trabajos, cansancio y vigilias, tendréis placeres, abun- dancia y reposo.»
Es dudoso, por lo tanto, que los conquistadores fueran a América impulsados por el noble ideal de ganar almas para la verdadera fe y tierras para el rey de España, como la historia de nuestra mocedad nos hacía creer. Más bien da la impresión de que se embarcaban en la aventura atraídos por las promesas de ganancias y placer.
Parecía que Castilla le había ganado la partida a Portugal en abrir una ruta corta y fiable hacia las es- pecias de Oriente. Crecieron los recelos y se ahondó la rivalidad entre las dos potencias atlánticas. No obs- tante, al final, se impuso la razón: mejor pactar que pelearse, porque de un conflicto entre los Estados ibéri- cos sólo podían salir provechos para el resto de las naciones europeas.
Con la bendición del papa (que era el español Alejandro VI, el tan calumniado Papa Borgia), Castilla y Portugal se repartieron no sólo las tierras descubiertas, sino las por descubrir en el globo terráqueo. Fue muy fácil. Se limitaron a trazar una línea que dividía la esfera en dos mitades, pasando por el meridiano 46. Así, por la cara. Los otros países europeos, deseosos de participar también en el pastel colonial, protestaron airadamente. El rey de Francia comentó: «Antes de aceptar ese reparto quiero que se me muestre en qué cláusula del testamento de Adán se dispone que el mundo pertenezca a los españoles y a los portugue- ses.» Si alguien salió perdiendo, fueron los españoles, que no podían sospechar que Brasil quedaba a este lado del meridiano 46 y, por lo tanto, les tocaba a los portugueses.
Las nuevas tierras se dividieron en encomiendas o haciendas. A cada encomienda se asignó un gru- po de indios, que, bajo la dirección del encomendero, trabajarían la tierra. A cambio el encomendero se comprometía a alimentarlos, cuidarlos y evangelizarlos. En teoría, no estaba mal, pero lo que hicieron los encomenderos fue explotarlos como esclavos. Los pobres indios, como estaban desacostumbrados a traba- jos tan fatigosos, morían fácilmente de agotamiento. Los Reyes Católicos, primero, y el Consejo de Indias, después, legislaron a favor de los indios y promulgaron leyes humanitarias. La dura realidad fue que las leyes quedaron en papel mojado y que a seis mil kilómetros de distancia, océano por medio, no había ma- nera de velar por su cumplimiento. «Se acata, pero no se cumple», declaraban cínicamente los encomende- ros. Y seguían deslomando a los indios en las minas y los sembrados.
En España hubo violentas diatribas entre los que apoyaban la conquista de las nuevas tierras y los que pensaban que había que respetar la soberanía de los indios. Estos proto—objetores de conciencia se preguntaban: ¿con qué títulos puede España imponer su dominación sobre otras naciones? Al final, se im- puso la tesis más conveniente: la coartada de convertir a los paganos a la fe de Cristo. Moralmente, la con- quista sólo se justificaba por la obligación de extender el cristianismo y la cultura cristiana entre los pueblos paganos. De hecho, una gran cantidad de misioneros, especialmente dominicos y franciscanos, se encarga- ron de convertir a las poblaciones indígenas, que eran idólatras o animistas.
El impacto de Europa en el Nuevo Mundo fue devastador. La población indígena del Caribe, los indios taínos y caribes que habitaban aquellas islas y archipiélagos, desapareció en menos de veinticinco años. La causa principal de la extinción de muchos pueblos y culturas indígenas fue biológica: los europeos llevaban consigo una serie de enfermedades desconocidas en América, frente a las cuales los indios se encontraban genéticamente inermes por carecer de anticuerpos. Las epidemias de viruela y sarampión mataron a tres de cada cuatro indígenas. El tifus, la gripe, la neumonía y la rubéola, unidos al hambre y a la explotación, hicie- ron el resto.
El indio ta íno se negó a vivir. Cuando advirtió que no podía sacudirse el yugo de los blancos, optó por escapar de la única manera posible. Los que todavía eran libres dejaron de cultivar la tierra y se condenaron a morir de inanición; los que habían sido esclavizados se suicidaron, a veces por docenas, en las haciendas de los encomenderos; otros se abstenían de sexo o abortaban.
Tampoco los españoles resultaron biológicamente inmunes a los agentes patógenos de muchas en- fermedades americanas desconocidas en Europa, especialmente de la sífilis. La mortandad de los primeros colonos era también muy elevada. A los cinco años, el treinta por ciento de la población blanca padecía sífilis, que finalmente se extendió con rapidez por Europa. Al principio, la llamaron morbo gálico, endilgando a los franceses la responsabilidad de su propagación.
Exterminada la población india de las Antillas, los colonos los sustituyeron por esclavos negros impor- tados de África, que eran mucho más resistentes y ya se explotaban en Europa desde un siglo antes. Los descendientes de estos negros son los que hoy pueblan las islas del Caribe. El tráfico de esclavos africanos con destino a América no se interrumpió en los cuatro siglos siguientes. Los que hoy componen un estima- ble porcentaje de la población estadounidense son descendientes de esclavos llevados a las plantaciones de algodón del sur en los siglos XVIII y XIX.
La fiebre de la plata
Ya que andamos embarcados en tan largo viaje quizá sea mejor que prosigamos con la historia de los españoles en América hasta nuestros días, antes de regresar al Viejo Mundo y seguir con los avatares de la Península.
Cuando las minas de las Antillas dieron muestras de estar sobradamente explotadas y ya la población autóctona había desaparecido, los conquistadores buscaron nuevas fuentes de riqueza, y nuevos paganos que ganar para la fe de Cristo, en tierra firme, es decir, en el continente americano, un continente cuya for- ma y extensión ignoraban. Por eso, colonizaron primero lo que tenían más a mano, es decir, Centroamérica, y luego se fueron extendiendo hacia el sur y hacia el norte.
Hernán Cortés, ya en tiempos de Carlos, el nieto de los Reyes Católicos, conquistó el poderoso impe- rio azteca, en México (o Méjico, tanto da), con un ejército de tan sólo quinientos hombres, aprovechando que los caballos y las armas de fuego (desconocidos en aquellas tierras) espantaban a los indígenas. Al propio tiempo, otros conquistadores españoles, Pizarro y Almagro, conquistaron el imperio inca, en Perú. Es impresionante lo que puede la fascinación del oro.
La mítica ciudad de El Dorado, donde el oro abundaba como los cantos rodados en los pedregales de Castilla, no apareció por parte alguna, pero los dos extensos territorios incorporados al Imperio español eran ya suficientemente ricos y además se descubrieron en ellos dos buenos filones de plata (Zacatecas, en México, y Potosí, en Perú). Todavía en España se escucha decir a veces para ponderar precio: «Vales un Potosí.» Se instituyeron sendos virreinatos, el de Nueva España, en México, y el de Lima, en Perú. América no era la india, no había especias, no había pagodas con los techos de oro, pero comenzaba a ser rentable, sin olvidar la cantidad de paganos que fueron iluminados por los misioneros e incorporados a la fe de Cristo.
La burocracia imperial dotó las nuevas tierras americanas con sus instituciones básicas. Las nuevas ciudades fundadas allá, muchas con nombres españoles (Córdoba, Toledo, Jaén...), se dotaron de cabildos municipales, de gobernadores (corregidores) y de tribunales de justicia. La justicia se centralizó en audien- cias, en Santo Domingo, en México, en Guatemala, en Lima, en Bogotá. Durante siglos, todo el comercio con América se encauzó a través del puerto de Sevilla, regulado por un ministerio especial, la Casa de Con- tratación (1503). No obstante, como Castilla carecía de infraestructura necesaria para administrar la comple- ja empresa americana, el gran negocio lo hicieron los banqueros genoveses y alemanes, y los fabricantes italianos y flamencos. Los catalanes no eran súbditos de Castilla, por lo tanto tuvieron que competir por su parte de pastel en igualdad de condiciones con los extranjeros. También hubo mucho negocio para los con- trabandistas que llevaban y traían productos sin pasar por Sevilla.
Desde mediados del siglo XVI el descubrimiento de nuevos métodos de decantación permitió explotar racionalmente los grandes filones de plata de México y Perú. Durante el siglo y medio siguiente los españo- les sacaron de América unas doscientas toneladas de oro y unas dieciocho mil toneladas de plata. Estas ingentes riquezas se revelaron, a la postre, un desastroso negocio, pues la abundancia de metales precio- sos provocó una monstruosa inflación, con la consiguiente alza de precios y sucesivas bancarrotas de la Hacienda real, y fue responsable, en última instancia, de la ruina del país. España dependió cada vez más del metal americano, hasta el punto de que cada año los funcionarios y proveedores de la corona espera- ban ansiosamente la llegada de la flota de Indias para cobrar. Los sucesivos reyes no se preocuparon de desarrollar la industria ni otras formas más racionales de economía;. antes bien, se implicaron en empresas ruinosas por mantener los intereses de la Casa de Austria en Europa: costosos ejércitos y continuas gue- rras, para los que constantemente pedían préstamos a los banqueros extranjeros, siempre a intereses usu- rarios sobre el fiado de la plata americana de la flota siguiente. Por otra parte, la defensa de las colonias americanas y de la flota mercante contra los continuos ataques de piratas y corsarios franceses, ingleses y holandeses se fue encareciendo hasta alcanzar proporciones alarmantes. En el siglo xv ii, absorbía tres cuartas partes de lo recaudado. A la postre, fueron Inglaterra y Holanda, y los banqueros italianos y alema- nes, los que recogieron los frutos de tanto esfuerzo y de tanto sacrificio. Algunos claros ingenios lo vieron claro, entre ellos Quevedo en aquella canción que escribió para Paco Ibáñez:
Poderoso caballero es don Dinero.
Nace en las Indias honrado donde el mundo lo acompaña viene a morir en España
y es en Génova enterrado.
Un tesoro vino, para nada, y otro tesoro quedó allí para echar vigorosas raíces y dar sazonados fru- tos: el de la lengua española, que hoy hablan veinte pueblos del continente americano, cada uno con su acento y su gracia. Porque, a pesar de sus muchas lacras y contradicciones, España extendió al continente americano la savia civilizadora de Grecia y Roma, de la que se nutre el más fértil y poderoso tronco de la humanidad, y eso es un valor estable y en alza cuando ya han periclitado los discursos paternalistas de la hispanidad. Todavía existen historiadores que se preguntan si fue positiva o perniciosa la labor de España en América. Antes de entonar mea culpas que nadie ha pedido hay que considerar que no se puede juzgar con criterios modernos el comportamiento de unos hombres de mentalidad y principios muy distintos a los nuestros. Ni podemos medir con el mismo rasero a los españoles del siglo xvi y a los colonos anglosajones del siglo xix que exterminaron sistemáticamente al indio americano, «al piel roja», al de las películas de John Wayne. La diferencia estriba quizá en la mentalidad racista de los anglosajones frente a la meramente mercantilista de los latinos. Los latinos del siglo xvi, nosotros, eran unos fanáticos ignorantes, que todo lo cifraban en el derecho de conquista del guerrero valeroso, que gana honor y hacienda con las armas. Los anglosajones del xix eran hombres cultos, que habían pasado por el tamiz humanizador de la Ilustración y que se limitaban a trasplantar su cultura a los nuevos territorios, anulando por completo al indígena. Espa- ñoles y portugueses produjeron inmediatamente un mestizaje y una nueva comunidad cultural en el solar de las culturas indias. Los anglosajones han tardado más de dos siglos en comenzar tímidamente a producirlo, aunque, agotado por exterminio el filón del indio, sólo les queda el negro para experimentar con él la bon- dad de sus sentimientos.
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