lunes, 26 de septiembre de 2016

La espiral del silencio. Elisabeth Noelle-Neumann 1

Elisabeth Noelle-Neumann. La espiral del silencio 1
Opinión pública: nuestra piel social
Traducción de Javier Ruíz Calderón

Versión limitada: Se han eliminado tablas, gráficos y Bibliografía, manteniendo sólo los textos necesarios para comprender la idea central.
Introducción a la segunda edición americana

La nueva edición de este libro conserva, con pequeñas modificaciones, la mayor parte de los contenidos de la edición de 1984. Se han añadido tres nuevos capítulos para resumir las investigaciones actuales, los nuevos descubrimientos y los progresos realizados desde 1984.
Desde comienzos de los años ochenta sabemos que la historia del concepto «opinión pública» es mucho más larga de lo que se creía inicialmente. Se ha descubierto que se remonta a casi dos mil años atrás. En una carta enviada a Ático en el año 50 a.C., Cicerón se disculpa por un error que ha cometido señalando que se había dejado llevar por la opinión pública, publicam opinionem. En textos chinos del siglo IV d.C. se han encontrado juntos los ideogramas que representaban los conceptos «opinión» y «público».
La eficacia de la opinión pública como fuerza poderosa capaz de resolver conflictos, derribar gobiernos y oprimir a los individuos que se le resisten hasta que el «miembro muerto se desprende del cuerpo social» se ha descubierto cada vez en más lugares nuevos: en los relatos de la Biblia y en Homero, en las leyes no escritas de la Antigüedad, en los cuentos de hadas y en la actualidad. En los últimos años la historia nos ha dado una gran lección sobre la opinión pública con la caída del marxismo en Europa Oriental. Aristóteles sostenía que un rey que pierde el apoyo de su pueblo deja de ser rey. Deja de ser rey, de ser dictador, de ser gobernante. La destitución de los gobernantes de Europa Oriental nos recuerda estas palabras de Goethe: «Y puedes decir que tú fuiste testigo de ello».
Si entendemos la fuerza de la opinión pública, no nos engañaremos pensando que podemos ser «buenos» ciudadanos con completa independencia de la presión de la opinión pública. Y seremos más prudentes al juzgar a otros que, en determinados momentos y determinadas circunstancias, tienen que ceder ante la opinión pública.

Allensbach, Alemania, agosto de 1992
E. N. N.
Introducción a la primera edición americana

Era un ballet de Gian Carlo Menotti. Lo representaron un domingo en la Residencia Internacional del campus de la Universidad de Chicago. Cris Miller, una estudiante de doctorado de literatura inglesa de la universidad, me había hablado sobre él en la conversación que manteníamos diariamente para mejorar mi inglés. Además de haber dirigido el ballet con una amiga, había aceptado cantar en el coro y bailar. Por supuesto, asistí a la representación.
Esto sucedió en la primavera de 1980, la segunda vez que estuve impartiendo clases en la Universidad de Chicago como profesora visitante de Ciencias Políticas. ¿Por qué me acuerdo ahora de este ballet? Lo último que esperaba cuando acudí a la representación era que fuese a recibir una lección sobre la opinión pública; pero esto fue exactamente lo que ocurrió. Y también algo más. El crítico que comentó la representación en el Chicago Maroon, el periódico de los estudiantes, escribió que sus ojos se llenaron de lágrimas. Tengo que reconocer que a mí me pasó lo mismo. Pero me gustaría contar el argumento del ballet para mostrar lo que quiero decir.
En algún lugar, probablemente en Italia, hay una ciudad pequeña con honrados habitantes y un conde y una condesa de un linaje local. Fuera de la ciudad, en un castillo sobre una colina, vive un hombre extraño con ideas sumamente raras. Nunca deja de sorprender a la gente. Quizá sería más exacto decir que en parte los sorprende y en parte los molesta, por lo que prefieren mantenerse siempre a distancia de él.
Un domingo, ese hombre aparece en la ciudad llevando un unicornio con una cadena. La gente no sabe cómo reaccionar. Poco después, sin embargo, se ve también al conde y a la condesa paseando por la ciudad con un unicornio atado con una cadena. Esto hace que todos en la ciudad se compren un unicornio.
Al domingo siguiente, el extraño hombre del castillo aparece repentinamente con una gorgona. La gente le pregunta qué ha pasado con el unicornio. El hombre les dice que se ha cansado del unicornio y ha decidido salpimentarlo y asarlo a la parrilla. Todos quedan conmocionados. Pero cuando el conde y la condesa aparecen también con una gorgona, el asombro se transforma en envidia, y las gorgonas se ponen inmediatamente de moda.
Al tercer domingo, el hombre del castillo se presenta con una mantícora y dice a la gente que ha matado a la gorgona. Al principio los vecinos se escandalizan; pero después todo sigue el curso habitual: el conde y la condesa se libran en secreto de su gorgona, la
gente sigue su ejemplo y se impone de inmediato la moda de las mantícoras.
Pasa el tiempo. No vuelve a verse al extraño hombre del castillo. La gente está segura de que también ha sacrificado a la mantícora. Se forma una comisión de ciudadanos para acabar con estos crímenes, y marchan hacia el castillo. Entran en él, pero lo que encuentran los detiene en seco: el extraño hombre está muriéndose en compañía de sus tres animales, el unicornio, la gorgona y la mantícora. El unicornio simboliza sus sueños de juventud, la gorgona, su madurez, y la mantícora, su vejez.
Los habitantes de la ciudad abandonan sus ideas tan rápidamente como las habían adoptado: eran sólo caprichos pasajeros. Para el extraño hombre del castillo, por el contrario, representaban la esencia de su vida. Gian Carlo Menotti titula su ballet: El unicornio, la gorgona y la manticora o Los tres domingos de un poeta. Me gustaría explicar por qué creo que también podría haberse titulado «La opinión pública».
Todos nos identificamos con el poeta. Hasta el crítico del Chicago Maroon lloró. El poeta representa nuestra imagen del hombre como un ser fuerte, independiente e imaginativo. Y todos conocemos al conde y a la condesa, superficiales «instituidores de tendencias», sin ideas propias, pero con voluntad de ser líderes allí donde se encuentren. Pero a los que más despreciamos es a los que armonizan con la muchedumbre, burlándose al principio de alguien por ser diferente de ellos, aceptando después todas las nuevas modas, y erigiéndose finalmente en la autoridad moral.
Éste es uno de los puntos de vista, y es como siempre se han sentido los extraños hombres de los castillos, los solitarios, los artistas y los intelectuales.
Ahora quisiera ponerme de parte del conde, la condesa y la gente del pueblo. Yo afirmo que al apoyar al poeta negamos nuestra naturaleza social. Ni siquiera pensamos en el esfuerzo que realizan las personas que viven en una unidad social para mantener unida la comunidad. Actuamos como si la posesión de una rica tradición histórica y cultural y de unas instituciones protegidas por la ley no exigiera un constante esfuerzo de adaptación e incluso de «conformidad» para mantener viva esa posesión y seguir siendo capaces de actuar y de tomar decisiones al nivel de la comunidad.
Muchos síntomas apuntan a que no queremos reconocer nuestra naturaleza social, que nos obliga a amoldarnos.
John Locke habla sobre la ley de la opinión, la ley de la reputación, la
ley de la moda, que se observa más que cualquier ley divina o del Estado. Esto se debe a que cualquier violación de la ley de la moda
hace sufrir inmediatamente al individuo al perder la simpatía y la estima de su entorno social. Pero parece que ha habido poco interés por investigar las razones por las que esa conducta es esencial para la supervivencia de las comunidades sociales. Por el contrario, todo lo relacionado con la moda adquiere una connotación peyorativa: estar de moda, las locuras de la moda, un capricho de la moda. Llevar un unicornio, una gorgona y una mantícora de una cadena sólo es una manera de seguir la moda.
Obramos como si no fuéramos conscientes de nuestra naturaleza social. Aunque el tema de la imitación ha sido tratado por los estudiosos desde que el sociólogo francés Gabriel Tarde escribió so- bre él, la conducta imitativa se ha explicado casi exclusivamente como resultado de la motivación de aprendizaje: la transmisión de experiencia como modo de encontrar más eficazmente la solución correcta para uno mismo. Es cierto que este motivo suscita con fre- cuencia conductas imitativas, pero el motivo de querer evitar el ais- lamiento, la marginación, parece mucho más fuerte. Tocqueville es- cribió que la gente «teme el aislamiento más que el error», cuando quiso explicar por qué nadie en Francia defendía ya a la Iglesia a finales del siglo XVIII. La descripción tocquevilliana de la «espiral del silencio» era tan precisa como la de un botánico. Hoy se puede demostrar que, aunque la gente vea claramente que algo no es co- rrecto, se mantendrá callada si la opinión pública (opiniones y con- ductas que pueden mostrarse en público sin temor al aislamiento) y, por ello, el consenso sobre lo que constituye el buen gusto y la opinión moralmente correcta, se manifiesta en contra.
Estoy a favor del conde y de la condesa porque las ideas del poeta nunca se habrían propagado sin ellos. Ellos son los moderadores, los líderes de opinión que la sociedad necesita, como lo son actualmente en gran medida los periodistas. Y la gente de la ciudad, la gente que sigue a la multitud, ¿qué sabemos de sus sentimientos, de sus sueños? ¿Qué sabemos de lo que sucede en su interior? En público no quieren quedarse aislados. Según John Locke, ni siquiera una persona de cada diez mil es lo suficientemente insensible como para no importarle que el medio social le niegue su aprobación. ¿Cómo se puede continuar paseando con un unicornio por la calle cuando ya nadie lo hace? Intentemos imaginarnos una sociedad que constase exclusivamente de solitarios, de extraños hombres del castillo. Una sociedad así, carente de naturaleza social o miedo al aislamiento, es evidentemente imposible. Quizá no simpaticemos con la naturaleza social del hombre, pero tenemos que intentar comprenderlo para no ser injustos con la gente que se mueve con la multitud.
Éste es más o menos el modo en que intenté interpretar el ballet ante mis estudiantes al día siguiente.
Casi no puedo decir cuántas ideas, intuiciones y oportunidades de discusión debo a mis estancias en Chicago, a las conversaciones con los colegas, los estudiantes y los amigos. El caso del ballet puede servir también para ilustrar este punto. Cuando mis alumnos se mos- traban en desacuerdo, sus comentarios también eran instructivos. Pensaban, por ejemplo, que yo no tenía suficientemente en cuenta la relación entre la opinión pública y la opinión privada, entre lo que el individuo dice en público y lo que dice o piensa en privado. Puede haber diferencias culturales: diversas culturas pueden afrontar de distintas formas los conflictos entre la opinión pública dominante y las convicciones privadas. En ciertas culturas a la gente le puede ir mejor fingiendo, hablando con falsedad. Si esto es así, la relación entre la opinión pública y la privada constituye un serio problema para la investigación demoscópica, específicamente, un problema metodológico. Sospecho que en Alemania hay una fuerte tendencia a que el individuo intente concordar lo exterior y lo interior, la opinión expresada públicamente y la opinión privada. Esto requiere con frecuencia una gran dosis de autopersuasión porque no estamos acostumbrados a ajustar nuestras actitudes privadas y públicas a un nivel meramente superficial.
Probablemente también haya diferencias culturales en la disposición a aceptar sin desprecio la naturaleza social del hombre. Los japoneses, por ejemplo, no piensan que pagar el tributo debido a las opiniones del entorno social sea señal de debilidad, mientras que la mayoría de los alemanes, según las encuestas realizadas en Allensbach, llevan mucho tiempo diciendo: «No me importa lo que digan los otros». Pero, en conjunto, las semejanzas del papel desempeñado por la opinión pública en las distintas épocas y los distintos lugares parecen superar con mucho las diferencias.
Cris Miller, que dirigió, cantó y bailó en el ballet de Gian Carlo Menotti y ahora es profesora ayudante de literatura inglesa en el Pomona College de Claremont (California), corrigió la traducción completa del libro al inglés. Mi colega Gordon Whiting, profesor de Ciencias de la Comunicación en la Brigham Young University de Utah, preparó un borrador preliminar de la traducción mientras era profesor visitante en el Institut für Publizistik de la Universidad de Maguncia (Alemania Occidental), con la ayuda de los tres miembros del departamento de inglés del Instituto de Demoscopia Allensbach: Wolfgang Koschnick -el director del departamento-, Mary Siwinski y Maria Marzahl. Mihaly Csikszentmihalyi, profesor de Ciencias de la Conducta en la Universidad de Chicago, que domina tanto el alemán como el inglés,
revisó y corrigió cuidadosamente una vez más el manuscrito. Y finalmente, él y yo corregimos juntos la versión final. No sé cómo agradecer a estos amigos y colegas, que están tan ocupados con su propio trabajo de investigación, todo lo que hicieron para asegurar el éxito de la traducción.
Chicago, primavera de 1983
E.N.N.
1. La hipótesis del silencio

En la víspera de las elecciones de 1965, el segundo canal de la televisión alemana (ZDF) realizó por primera vez una fiesta electoral, que tuvo lugar en la Beethoven Halle de Bonn. Hubo una revista, una cena, varias orquestas de baile, invitados sentados en largas mesas de banquete... La sala estaba llena. A la derecha, de frente, justo debajo del escenario, habían instalado una pequeña tarima con una pizarra. Allí, un notario tenía que abrir dos cartas recibidas dos días antes, una del Instituto Allensbach y otra de EMNID, dos organizaciones de investigación mediante encuestas. Después se invitaba a los directores de ambas organizaciones a exponer sus predicciones sobre el resultado de las elecciones en la cuadrícula dibujada al efecto en la pizarra. Sobre un fondo de bulla, ruido de sillas moviéndose, y sonidos de comida y bebida, escribí en la pizarra:
«Unión Cristianodemócrata-Unión Cristianosocial, 49,5 %; Partido Socialdemócrata, 38,5 %...». En ese momento entre los cientos de personas que había detrás de mí estalló un griterío que se convirtió en un rugido atronador. Ensordecida, acabé de escribir las predicciones:
«Partido Demócrata Libre, 8,0 %; otros partidos, 4,0 %»1. La sala
hirvió sintiéndose engañada, y Gerd Bucerius, editor del semanario Die Zeit, me gritó: «iElisabeth!, ¿cómo quiere que la defienda ahora?».
¿Mi Instituto Allensbach llevaba meses engañando deliberadamente a
la gente, diciéndoles que las elecciones estaban muy igualadas? Dos días antes, Die Zeit había publicado una entrevista conmigo con el siguiente encabezamiento: «No me sorprendería en absoluto que ganaran los socialdemócratas» (Leonhardt 1965). Más tarde, esa misma noche, cuando los resultados oficiales de las elecciones se acercaban a las predicciones de Allensbach, un político cristianodemócrata hizo entender a los televidentes, entre risitas, que él, por supuesto, había comprendido desde el principio la situación, pero había sido lo suficientemente hábil como para no divulgarla:
«Todo es legítimo en el amor y en la guerra». La cita de Die Zeit era exacta. Yo había dicho eso. Pero la entrevista llevaba más de dos semanas archivada en la redacción del periódico. A comienzos de septiembre la carrera electoral parecía mostrar un empate. Lo que vieron los reunidos en la Beethoven Halle era lo que nosotros

1 La Unión Cristianodemócrata (CDU) es el más conservador de los principales partidos alemanes. La Unión Cristianosocial (CSU) es la organización hermana del CDU en Bavaria. El Partido Socialdemócrata (SPD) constituye la izquierda del espectro político alemán. El Partido Demócrata Libre (los Liberales) (FDP) ocupa una posición intermedia entre los dos partidos principales.
habíamos visto aparecer con sorpresa en nuestras mesas en Allensbach tres días antes de las elecciones, pero no habíamos podido publicar, ya que habría parecido un intento de influir en el resultado de las elecciones provocando un «efecto del carro ganador» (bandwagon effect) en beneficio de los cristianodemócratas. Lo que había sucedido había sido descubierto y comentado siglos antes, pero sin entenderlo: el poder de la opinión pública. Bajo su presión, cientos de miles -no, más bien millones- de votantes habían participado en lo que después se llamaría un «vuelco en el último minuto». A última hora se habían unido a la muchedumbre, hinchando las filas de los cristianodemócratas desde una situación de igualdad con el otro gran partido, lo que los resultados finales del escrutinio reflejaron como una ventaja de más de un 8 %g (véase fig. 1)2.

El conocimiento va muy por detrás de las mediciones
Aunque en 1965 no nos dábamos cuenta, entonces ya teníamos en nuestras manos la clave de este dramático cambio en la intención de voto del electorado. En un artículo sobre la opinión pública que apareció en 1968 en la International Encyclopedia of the Social Sciences, W Phillips Davison, profesor de Ciencias de la Comunicación y Periodismo en la Universidad de Columbia (Nueva York), escribió: «El conocimiento de la estructura interna de las opiniones públicas, no obstante, sigue siendo limitado y va muy por detrás de las mediciones» (Davison 1968, 192). Ésa era exactamente nuestra situación en 1965. Habíamos medido mucho más de lo que entendíamos. Así, mientras que desde diciembre de 1964 hasta casi el día de las elecciones, en septiembre de 1965, los dos partidos principales estaban prácticamente empatados en intención de voto -y estas cifras se publicaron regularmente en la revista Stern-, otro conjunto de datos señalaba un movimiento continuo y completamente independiente. La pregunta era ésta: «Nadie puede saberlo, por supuesto, pero sepamos cuál es su opinión: ¿quién va a ganar las elecciones?». En diciembre, el número de los que esperaban una victoria de los cristianodemócratas y el de los que esperaban una victoria de los socialdemócratas era casi idéntico, aunque los socialdemócratas llevaban una pequeña ventaja. Después, las estimaciones empezaron a cambiar de dirección, y la expectativa de una victoria cristianodemócrata ascendió inexorablemente, mientras descendía la de una victoria socialdemócrata. En julio de 1965, los cristianodemócratas iban muy por delante, y en agosto, la expectativa

2 En las figs. 1-5, 11-17 y 22, CDU-CSU significa Unión Cristianodemócrata; SPD, Partido Socialdemócrata; y FPD, Partido Demócrata Libre (los Liberales).
de su victoria alcanzaba casi el 50%. Era como si las mediciones de intención de voto del electorado y del partido que creían que iba a vencer se hubieran realizado en planetas diferentes. Y entonces, justo al final, la gente se subió al carro ganador. Como atrapados por una corriente, el 3-4 % de los votantes se vieron arrastrados hacia el partido que, según la expectativa general, iba a vencer.

Toda investigación empieza con un enigma
Nos quedamos confusos: ¿cómo podían cambiar tan radicalmente las expectativas sobre el partido ganador, mientras las intenciones de voto de los electores permanecían constantes? Hasta 1972, en que se convocaron con poca antelación unas elecciones federales y sólo hubo un período de campaña de escasas semanas -unas elecciones no especialmente adecuadas para nuestros objetivos-, no pusimos en marcha nuestra maquinaria de investigación demoscópica con un cuestionario especialmente diseñado para recoger la clase de observaciones que necesitábamos. Ya habíamos formulado la hipótesis de la que íbamos a partir y la habíamos presentado en el Congreso Internacional de Psicología que había tenido lugar en Tokio en el verano de 1972 (Noelle-Neumann 1973).
La campaña electoral de 1972 se desarrolló exactamente igual que la de 1965. Los dos partidos principales estaban a la par cuando se planteaba la pregunta sobre la intención de voto; entretanto, la expectativa de victoria atribuida al Partido Socialdemócrata iba creciendo semana a semana como una realidad separada, indepen- diente, con un solo retroceso. Después, justo al final, volvió a pro- ducirse un «vuelco en el último minuto»: la gente saltó al carro del vencedor esperado, en esta ocasión el Partido Socialdemócrata (véase fig. 2).

El clima de opinión depende de quién hable y quién permanezca en silencio
La hipótesis me la sugirió la agitación estudiantil de finales de los sesenta y comienzos de los setenta. Probablemente se la deba a una estudiante en particular. Un día la encontré en el vestíbulo de la sala de conferencias, y me di cuenta de que llevaba un pin cristianodemócrata en la chaqueta.
«No sabía que fuese partidaria de los cristianodemócratas», le dije.
«No lo soy», respondió, «sólo llevo este pin para ver lo que pasa.» Volví a verla al mediodía. Ya no llevaba el pin, y le pregunté por el cambio. «Ha sido horrible», dijo. «Me lo quité.»
En el contexto de la conmoción que caracterizó esos primeros años de la nueva Ostpolitik esto era comprensible. Quizá los seguidores de los
cristianodemócratas y de los socialdemócratas estuvieran igualados en número, pero no contaban con la misma energía, entusiasmo ni ganas de expresar y exhibir sus convicciones. Sólo aparecían en público pins y símbolos socialdemócratas, así que no es raro que la fuerza relativa de los dos partidos se evaluase incorrectamente. En ese momento se desarrolló una dinámica peculiar. Los que estaban convencidos de que la nueva Ostpolitik era adecuada, pensaban que sus ideas acabarían siendo aceptadas por todos. Así, estas personas se expresaban abiertamente y defendían confiadamente sus puntos de vista. Los que rechazaban la Ostpolitik se sentían marginados. Se retiraron y se callaron.
Esta misma inhibición hizo que la opinión que recibía apoyo explícito pareciera más fuerte de lo que era realmente, y la otra opinión más débil. Las observaciones realizadas en unos contextos se extendieron a otros e incitaron a la gente a proclamar sus opiniones o a
«tragárselas» y mantenerse en silencio hasta que, en un proceso en espiral, un punto de vista llegó a dominar la escena pública y el otro desapareció de la conciencia pública al enmudecer sus partidarios. Éste es el proceso que podemos calificar como de «espiral del silencio».
Al principio, todo esto sólo era una hipótesis. Servía para explicar lo que había sucedido en 1965. En el verano de ese año electoral, el apoyo al gobierno culminó cuando la atención pública se centró en las actividades conjuntas del canciller Ludwig Erhard y la reina de Inglaterra. El popular Erhard se preparaba para su primera campaña parlamentaria como canciller, y la reina recorría Alemania con aquel tiempo estival maravilloso, encontrándose con, y siendo saludada por Erhard una y otra vez. Las noticias de la televisión llevaban a todas partes las imágenes de sus encuentros. Aunque las preferencias de los votantes estaban igualadas entre socialdemócratas y cristianodemócratas, era agradable manifestar adhesión a la Unión Cristianodemócrata, el partido en el poder, y esto podía hacerse fácil y abiertamente. El rápido ascenso de la expectativa de victoria cristianodemócrata en las elecciones parlamentarias reflejaba este clima de opinión (véase fig. 1).

Los que se unieron en el último minuto
Este clima no arrastró las intenciones de voto ni en 1965 ni en 1972. De hecho, en las dos ocasiones ocurrió justo lo contrario. De principio a fin, las intenciones permanecieron casi inalteradas por lo que estaba abriendo el camino al cambio que se produciría en vísperas de las elecciones: el clima de opinión. Esto puede interpretarse como una buena señal: las intenciones de voto no giran como veletas en una
tormenta, sino que poseen una considerable estabilidad. Paul FF Lazarsfeld, el psicólogo social y estudioso de las elecciones austroamericano, se refirió una vez a una jerarquía de estabilidad, y situó las intenciones de voto en el nivel más elevado como especialmente constantes y sujetas sólo a cambios lentos en respuesta a nuevas experiencias, observaciones, informaciones y opiniones (Lazarsfeld et al. 1948, xxxvi-xxxvii). Al final, sin embargo, el clima de opinión hizo sentir su efecto. En las dos ocasiones presencia- mos un «vuelco en el último minuto» en la dirección de la presión del clima que provocó un desplazamiento relevante: 3-4 % de los votos. Lazarsfeld (1968, 107-109) ya había observado este «efecto del carro ganador» en las elecciones presidenciales estadounidenses de 1940. El efecto del carro ganador solía explicarse aludiendo a la voluntad general de formar parte del bando vencedor. ¿Siempre del bando vencedor? La mayor parte de la gente probablemente no sea tan pretenciosa. A diferencia de la elite, la mayor parte de la gente no espera obtener un cargo o poder con la victoria. Se trata de algo más modesto: el deseo de evitar el aislamiento, un deseo aparentemente compartido por todos nosotros. Nadie quiere estar tan aislado como la estudiante universitaria que llevó un pin cristianodemócrata durante toda una mañana; tan aislado que los vecinos miren en otra dirección cuando se crucen con uno en las escaleras, o los compañeros del trabajo se alejen, dejando un asiento vacío al lado de uno. Sólo estamos empezando a observar los cientos de señales que permiten saber a una persona que no le rodea un cálido halo de simpatía sino un cerco de exclusión.
Preguntando a las mismas personas antes y después de las elec- ciones de 1972 descubrimos que los que se sienten relativamente ais- lados de los demás -en nuestros estudios los identificamos por el comentario «conozco muy poca gente»- son los que con mayor probabilidad participan en un «vuelco en el último minuto». También es probable que los que tengan menos confianza en sí mismos y menos interés por la política cambien su voto en el último minuto. Su baja autoestima hace que pocas de estas personas piensen alguna vez estar entre los vencedores o tocar la trompeta subidos al carro ganador. Parece que «ir en el pelotón» describe mejor lo que quieren lograr los que «se unen». Pero esta situación se aplica, más o menos, a toda la humanidad. Cuando alguien piensa que los demás le están dando la espalda, sufre tanto que se le puede guiar o manipular tan fácilmente por medio de su propia sensibilidad, como si ésta fuera una brida.
Parece que el miedo al aislamiento es la fuerza que pone en marcha la espiral del silencio. Correr en pelotón constituye un estado de
relativa felicidad; pero si no es posible, porque no se quiere compartir públicamente una convicción aceptada aparentemente de modo universal, al menos se puede permanecer en silencio como segunda mejor opción, para seguir siendo tolerado por los demás. Thomas Hobbes (1969, véase especialmente la pág. 69) escribió sobre el significado del silencio en su libro The Elements of Law, publicado en 1650. El silencio, decía, puede interpretarse como señal de conformidad, ya que es fácil decir no cuando no se está de acuerdo. Hobbes está sin duda equivocado cuando afirma que es fácil decir no, pero tiene razón al suponer que el silencio puede interpretarse como conformidad. Eso es lo que lo hace tan tentador.

Sacando el fenómeno a la luz del día
Hay dos maneras posibles de comprobar la realidad, la validez, de un proceso como el descrito en la hipótesis de la espiral del silencio. Si algo así existe realmente, si éste es verdaderamente el proceso mediante el cual las ideologías y los movimientos sociales se imponen o desaparecen, muchos autores de siglos anteriores tienen que haberlo percibido y comentado. Es muy improbable que esta clase de fenómenos se haya sustraído a la atención de hombres sensibles y reflexivos que, como filósofos, estudiosos del derecho e historiadores, han escrito sobre los seres humanos y su mundo. Cuando empecé a buscar entre los escritos de los grandes autores del pasado, me alentó encontrar una descripción precisa de la dinámica de la espiral del silencio en la historia de la Revolución Francesa de Alexis de Tocqueville, publicada en 1856. Tocqueville describe la decadencia de la Iglesia en Francia a mediados del siglo XVIII y el modo en que el desdén por la religión se convirtió en una pasión general e imperante entre los franceses. El silencio de la Iglesia francesa, nos cuenta, fue un factor de primera importancia: «Los que seguían creyendo en las doctrinas de la Iglesia tenían miedo de quedarse solos con su fidelidad y, temiendo más la soledad que el error, declaraban compartir las opiniones de la mayoría. De modo que lo que era sólo la opinión de una parte... de la nación llegó a ser considerado como la voluntad de todos y a parecer, por ello, irresistible, incluso a los que habían
contribuido a darle esta falsa apariencia»3.
Siguiendo mi recorrido hacia el pasado, encontré observaciones y opiniones impresionantes esparcidas por todas partes. Entre ellas había comentarios de Jean-Jacques Rousseau y David Hume, John Locke, Martín Lutero, Maquiavelo, John Hus e incluso de los escritores de la Antigüedad. El asunto nunca aparecía como tema principal, sino

3 Tocqueville 1952, 207. Traducción al inglés adaptada por la autora
más bien bajo la forma de comentarios marginales. Era como seguir el rastro de un fugitivo, pero poco a poco se fue confirmando la realidad de la espiral del silencio.

Un segundo modo de comprobar la legitimidad de una hipótesis es investigarla empíricamente. Si existiera un fenómeno como la espiral del silencio, debería poder medirse. Al menos debería ser así en la actualidad. Después de más de cincuenta años probando instrumentos para su uso en encuestas representativas, un fenómeno psicosocial de esta clase no debería ya poder escapar a la obser- vación. El capítulo siguiente describe los tipos de instrumentos que desarrollamos para sacar la espiral del silencio a la fría luz del día.
2. Comprobación con instrumentos de investigación mediante encuestas

El término «instrumento» puede hacer pensar en alguna clase de aparato visible, sea una diminuta maquinita o una monstruosa obra de ingeniería como un radiotelescopio. Sin embargo, lo que aparece en un cuestionario y se presenta en una encuesta como un conjunto de preguntas es un instrumento de observación, aunque parezca un juego. Las respuestas de una muestra representativa de personas a esas preguntas revela la existencia de motivos y formas de conducta, los fenómenos en que debería cimentarse un proceso como la espiral del silencio. Plantear la hipótesis de la existencia de este proceso implica afirmar que las personas observan su medio social; que se fijan en lo que piensan sobre ellas y son conscientes de las tendencias cambiantes; que registran qué opiniones están ganando terreno y cuáles van a convertirse en dominantes. ¿Podemos probar estas afirmaciones?

«¿Cómo voy a saberlo?»
En enero de 1971 las encuestas de Allensbach empezaron a ocuparse de la espiral del silencio. El primer cuestionario constaba de estas tres preguntas:

Una pregunta sobre la RDA (Alemania Oriental): si tuviera que tomar usted la decisión, ¿diría que la República Federal debería reconocer a la RDA como un segundo Estado alemán, o que la República Federal no debería reconocerlo?
Ahora, sin tener en cuenta por un momento su propia opinión, ¿cree que la mayor parte de los habitantes de la República Federal están a favor o en contra de reconocer a la RDA? ¿Qué piensa que ocurrirá en el futuro, qué opinará la gente dentro de un año? ¿Habrá m ás o menos gente a favor del reconocimiento de la RDA que ahora?

«Ahora, sin tener en cuenta por un momento su propia opinión, ¿cree que la mayor parte de los habitantes...?» «¿Qué piensa que ocurrirá en el futuro, qué opinará la gente dentro de un año?» La mayor parte de la gente podría perfectamente haber respondido: «¿Cómo voy a saber lo que piensa la mayor parte de la gente, o lo que va a pasar en el futuro? No soy profeta». Pero la gente no respondió eso. Como si fuera lo más natural del mundo, entre el 80 y el 90 por ciento de una muestra representativa de la población de más de dieciséis años de edad ofreció su punto de vista sobre las opiniones mantenidas por la gente que le rodeaba (tabla 1).
Las opiniones de los encuestados sobre el futuro son algo menos seguras, pero incluso las preguntas en torno al futuro de una opinión no producen reacciones de desconcierto. En enero de 1971 tres quintas partes de los consultados expresaron su pronóstico sobre cómo se iba a desarrollar la opinión relativa al reconocimiento de la RDA, y las estimaciones fueron bastante claras: el 45 por ciento creía que aumentaría la opinión favorable, y sólo un 16 por ciento que disminuiría (tabla 2). Los resultados nos recuerdan las elecciones de 1965. La pregunta «¿Qué opina usted, quién va a ganar las elecciones?» no obtuvo como respuesta mayoritaria «¿Cómo quiere que lo sepa?», aunque a la vista de las encuestas que señalaban mes tras mes una competición igualada habría sido una respuesta muy razonable. Pero eso no sucedió. En aquel momento las expectativas se expresaron cada vez más claramente, y no sin consecuencias, como demostró el cambio de voto decidido en el último momento. Extrapolando las observaciones realizadas entre 1965 y 1971, tendríamos que esperar una espiral del silencio operando a favor del eventual reconocimiento de la RDA.

Descubrimiento de una nueva capacidad humana: la percepción del clima de opinión
Veamos ahora en qué medida nuestras exploraciones iniciales confirmaron la hipótesis de la espiral del silencio. Numerosas co- lecciones de preguntas siguieron al primer intento de enero de 1971. Como en 1965, confirmaron de forma consistente la aparente ca- pacidad de la gente de captar algo sobre las opiniones mayoritarias y minoritarias, de percibir la distribución de frecuencia de los puntos de vista favorables y contrarios, y todo esto independientemente de las cifras de cualquier encuesta publicada (tabla 3).
En el año electoral de 1976 comparamos sistemáticamente los resultados de dos preguntas que habíamos utilizado para medir la percepción de la fuerza de las opiniones en 1965 y desde 1971:
«¿Quién va a ganar las elecciones?» y «¿Qué piensa la mayoría de la gente...?». Ambas preguntas arrojaron resultados semejantes; pero la pregunta: «¿Cree que a la mayoría de la gente le gusta el partido X... o no lo cree?» demostró ser más sensible y, por tanto, un mejor instrumento de medida que: «¿Qué partido va a ganar...?». Las oscilaciones en las estimaciones de la fuerza de los partidos, si bien corrían paralelas a las otras medidas, eran claramente más pronun- ciadas (fig. 3).
¿Qué opinión ganará apoyo, cuál lo perderá? La mayor parte de la gente arriesgará un juicio sobre qué punto de vista en una controversia recibirá mayor apoyo. Hemos escogido seis ejemplos de
entre unos 25 test basados en 1.000 a 2.000 entrevistas con muestras representativas de población realizadas entre 1971 y 1979. El texto de las preguntas decía: «Tal como están las cosas, ¿qué piensa usted, cómo serán las opiniones dentro de un año? ¿Habrá más o menos gente que hoy a favor de...?».

Las asombrosas fluctuaciones en las respuestas sobre el clima de la opinión política nos despertaron el interés por saber si las es- timaciones eran correctas. En diciembre de 1974 empezamos a com- probarlo sistemáticamente. Comportándose según la regla de la jerarquía de estabilidad de Lazarsfeld, las intenciones de voto ex- perimentaron cambios pequeños, aunque continuos, durante los quince meses siguientes. La diferencia entre los porcentajes mayor y menor de intención de voto de la Unión Cristianodemócrata nunca superó los seis puntos, y en el caso del Partido Socialdemócrata no superó el cuatro por ciento. Sin embargo, en el clima de opinión hubo grandes perturbaciones, según lo percibido por nuestros entrevistados en ese mismo período. Estas variaciones, que llegaban a ser de hasta el 24 por ciento, no eran arbitrarias. Observamos, por el contrario, que se debían a pequeños cambios en la orientación real de los votantes que tenían lugar de vez en cuando (figs. 4 y 5). La cuestión intrigante era: ¿cómo podía el conjunto de la población percibir estas ligeras variaciones en las intenciones de voto? Proseguimos nuestras observaciones. Los acontecimientos que sucedían en los Estados federales, por ejemplo en la Baja Sajonia y en Renania-Palatinado, fueron incorporados a nuestro mapa de tendencias (fig. 6). El Instituto Gallup de Gran Bretaña estaba deseando comprobar la capacidad de la población británica de percibir su clima político. Las intenciones de voto británicas no parecían en absoluto tan consolidadas como las de la República Federal de Alemania, pero los británicos también parecían capaces de percibir el clima de opinión (fig. 7).

¿Cuántos asuntos diferentes engloba esta capacidad de reconocer el clima de opinión? Hay que aceptar que las observaciones realizadas por la gente incluyen constantemente cientos de asuntos diferentes. Desde marzo de 1971 tenemos datos comparativos sobre las opiniones de la gente en torno a la pena de muerte y sobre su percepción del clima de opinión acerca de ese asunto. Como entre 1972 y 1975 había que realizar otros estudios empíricos más urgentes que la comprobación de la espiral del silencio, no disponemos de datos sobre ese período. Sin embargo, las seis mediciones realizadas entre 1971 y 1979 confirman que los cambios reales de opinión
quedaron reflejados fiablemente en las percepciones del clima (figs. 8 y 9).
A veces esta percepción se equivoca y, como suele funcionar tan bien, cada vez que esto sucede resulta muy interesante. En estas oca- siones las señales en las que la gente basa su percepción del clima de opinión deben de estar distorsionadas. Mientras sepamos tan poco sobre ellas, no será fácil explicar su distorsión. De este tema trata el capítulo 22.

El test del tren
Aventuraremos, sin embargo, una explicación de la distorsión observada en 1965, cuando la expectativa sobre el partido ganador fue muy por delante de la evolución efectiva de la intención de voto. Según la hipótesis de la espiral del silencio, esto se debe a la dife- rencia de disposición -de entusiasmo, en realidad- de los dos bandos a expresar sus opiniones en público, a mostrar abiertamente sus puntos de vista donde pudieran ser percibidos. La hipótesis sólo se mantendrá si se pueden probar empíricamente dos supuestos. El primero es que las personas captan intuitivamente el grado relativo de aceptación de las opiniones contrapuestas. En la sección anterior hemos expuesto la evidencia que apoya este supuesto. La segunda cuestión, todavía no investigada empíricamente, es si la gente adapta realmente su conducta a la fuerza o la debilidad aparente de las distintas opciones.

En enero de 1972 apareció por primera vez una pregunta en una encuesta de Allensbach, una pregunta que, por lo que sabemos, nun- ca había aparecido en ningún cuestionario, ni en Alemania ni en ninguna otra parte. Versaba sobre la educación de los niños, y se planteaba en el contexto de una encuesta realizada con amas de casa. El encuestador le enseñaba a la encuestada un dibujo en el que aparecían dos amas de casa hablando, y le decía: «Dos madres discuten sobre si hay que pegar a los niños que se porten muy mal.
¿Con cuál de las dos estaría de acuerdo, con la de arriba o con la de abajo?» (fig. 10).
Una de las mujeres que aparecen en el dibujo declara: «Pegar a los niños es un error. Se puede educar a cualquier niño sin pegarle». En enero de 1972 un 40 por ciento de una muestra representativa de amas de casa se mostró de acuerdo con esta opinión.
La otra mujer dice: «Pegar a los niños es parte de su educación, y nunca a nadie le ha hecho daño». Un 47 por ciento de las amas de casa estaba de acuerdo con esta opinión. El 13 por ciento estaban indecisas.
Pero la pregunta crucial era ésta: «Suponga que está empezando un viaje en tren de cinco horas, y hay una mujer en su compartimento que piensa...». Aquí el texto de la pregunta se dividía. A las mujeres que habían opinado que pegar a los niños era un error se les decía: «...que piensa que pegar a los niños es parte de su educación»; y a las partidarias del castigo físico: «...que piensa que pegarles es un error». En ambos casos, pues, las amas de casa encontraban una compañera de viaje con un punto de vista diametralmente opuesto al suyo. La pregunta terminaba en ambos casos así: «¿Le gustaría hablar con esa mujer para conocer mejor su punto de vista, o pensaría que no merece la pena?».
Este «test del tren» se repitió desde entonces con otros temas. En una ocasión fue una conversación que exponía las opiniones de la gente sobre los cristianodemócratas y los socialdemócratas. Otras veces trató sobre la discriminación racial en Sudáfrica, la cohabitación entre jóvenes no casados, las centrales nucleares, la mano de obra extranjera, el aborto, el peligro de las drogas ilegales o el acceso al funcionariado de personas con ideas radicales.
La hipótesis que había que comprobar era si los diferentes grupos de opinión diferían en su disposición a defender públicamente sus puntos de vista y convicciones. La facción más dispuesta a proclamar su posición tendrá un mayor impacto e influirá más, por tanto, en los demás, que podrían acabar incorporándose a su grupo de seguidores aparentemente mayor o creciente. Algo parecido se observa en algunos casos particulares; pero, ¿cómo se puede medir este proceso cumpliendo los requisitos científicos de un experimento? Las mediciones deben ser repetibles, comprobables de nuevo in- definidamente e independientes de las impresiones subjetivas del observador. Hay que intentar simular la realidad bajo condiciones que permitan llevar a cabo las mediciones. Esas condiciones pueden encontrarse, por ejemplo, en una encuesta que se realice uni- formemente, en la que las preguntas se lean en voz alta, con una forma y en un orden determinados; y en la que participen cientos de encuestadores preguntando a muestras de 500, 1.000 ó 2.000 encuestados, de manera que ningún encuestador particular pueda in- fluir decisivamente en los resultados. ¡Pero qué situación más débil ofrece una entrevista de este tipo! ¡Qué diferente es de la vida, de la experiencia, de las sensaciones de la realidad!

Simulando una situación pública
Nuestra primera tarea consistía en simular una situación pública en la entrevista para poder investigar la inclinación latente de la persona a comportarse públicamente de una u otra manera. Está claro que las
personas extraen sus conclusiones sobre la fuerza o la debilidad de las opiniones no sólo a partir de conversaciones familiares; así que tuvimos que simular otros círculos aparte del familiar para obtener su conducta pública general. Hasta las personas solitarias, con pocos conocidos, consiguen percibir las señales, como mostraba nuestro análisis del «vuelco en el último minuto». Además, cuando se produce un cambio en el clima a favor o en contra de un partido, una persona o una idea determinada, parece que lo perciben en todas partes casi simultáneamente todos los grupos de población, todos los grupos de edad, todos los grupos de ocupación (figs. 11-13). Esto sólo es posible si las señales son completamente abiertas y públicas. La conducta en familia, en el círculo primario, puede ser la misma que en lugares públicos, o puede ser diferente. Pero para la espiral del silencio éste es un asunto secundario. Esto lo descubrimos rápidamente cuando en la encuesta intentamos una escenificación en la que los entrevistados tuvieran que indicar sus tendencias de expresarse o permanecer en silencio. Dijimos a los encuestados que se imaginaran que alguien los invi taba a algún lugar con otros invitados, algunos desconocidos para él. En la reunión, la conversación llegaba a un tema controvertido, y en este momento el texto de la pregunta introducía la cuestión concreta.
¿Le gustaría al entrevistado participar en la conversación sobre ese asunto o prefiriría no participar? La pregunta no funcionó. La situación no era suficientemente pública, y las reacciones de los encuestados se veían muy influidas por consideraciones de cortesía respecto a las opiniones expresadas por los anfitriones y los otros invitados. Después planteamos el test del tren. Presentaba una situación pública algo semejante a una vía pública: cualquiera podía entrar en ella, y el encuestado no conocía los nombres y las actitudes de las personas que encontraba en ella. Al mismo tiempo, era una situación tan poco expuesta que hasta una persona tímida podía participar si le apetecía.
¿Pero serviría para conocer la conducta natural de las personas en situaciones públicas reales, como por ejemplo en la calle, en una carnicería o como espectador de un acontecimiento público? La entrevista tendría lugar en la intimidad, quizá en presencia de otros miembros de la familia. ¿Expresaría la gente ahí sus verdaderas reacciones, o el impulso para hacerlo sería demasiado débil ante una situación meramente imaginaria?

Se confirma el segundo supuesto:
los que confían en la victoria se pronuncian y los perdedores tienden a callarse
Al evaluar un «test del tren» tras otro en las encuestas realizadas en 1972, 1973 y 1974, se fue haciendo evidente que podíamos medir la
disposición de las personas con distintas opiniones sobre determinados temas a airearlas o a permanecer calladas. El año elec- toral de 1972 ofreció unas condiciones y unos temas ideales para ese test. El entusiasmo por el canciller Willy Brandt, ganador del premio Nobel, llegó a su culmen; sin embargo, las opiniones estaban agudamente divididas sobre la cuestión de la Ostpolitik, que Brandt simbolizaba. No hacía falta una capacidad perceptiva especialmente sensible para ver qué opinión era la más fuerte públicamente, estuviera uno a favor o en contra de Brandt. «¿Qué piensa usted, está la mayor parte de los ciudadanos de la República Federal a favor o en contra de los tratados firmados con el Este?» Ésa era la pregunta de mayo de 1972. «La mayoría está a favor», respondía el 51 por ciento;
«La mayoría está en contra», el 8 por ciento; «Aproximadamente la mitad a favor y la mitad en contra», el 27 por ciento. Y el 14 por ciento esquivaba la cuestión con la respuesta: «No se puede saber».
En octubre de 1972, con la campaña electoral ya en marcha, se incluyó el test del tren en una encuesta: «Suponga que empieza un viaje de cinco horas en tren y en su compartimento alguien se pone a hablar muy favorablemente -en la mitad de las encuestas la pregunta decía "muy desfavorablemente"- sobre el canciller Brandt. ¿Le gustaría hablar con esa persona para conocer mejor su punto de vista o pensaría que no merecía la pena?». El 50 por ciento de los que apoyaban a Brandt (que doblaban en número a los que no le apoyaban) dijeron que les gustaría entrar en conversación; sólo dije- ron lo mismo el 35 por ciento de los que no le apoyaban. «Les parecía que no merecería la pena» fue la respuesta del 42 por ciento de los partidarios de Brandt y del 56 por ciento de los que estaban en contra de él (tabla 4). Así, los defensores de Brandt eran muy superiores en número a sus detractores, pero además su fuerza se multiplicaba por su mayor disposición a expresar su punto de vista.

Un pin de campaña también es una manera de hablar
En relación con esta hipótesis, hay que entender qué significa hablar y quedarse callado en sentido amplio. Colocarse un pin en la solapa o poner una pegatina en el coche también son modos de hablar; no hacerlo, aunque se tengan firmes convicciones, es una manera de quedarse callado. Llevar ostensiblemente un periódico de una tendencia política conocida es una forma de hablar; mantenerlo oculto en una cartera o bajo un periódico menos partidista es una manera de quedarse callado (por supuesto, uno no intentaría esconder el periódico; sólo ha quedado debajo por casualidad). Repartir octavillas es una manera de hablar, igual que pegar carteles, tachar o arrancar los del adversario, o pinchar las ruedas de los automóviles con
pegatinas del otro partido. En los años sesenta, los hombres con melena estaban diciendo algo; igual que lo hacen los que actualmente visten pantalones vaqueros en los países del este de Europa.
Incluso sin tener en cuenta el test del tren, el año electoral de 1972 nos proporcionó pruebas empíricas más que suficientes de que una de las partes de una controversia «hablará» activa y abiertamente mientras que la otra, aunque no necesariamente menos numerosa - quizá incluso más-, se mantiene en silencio. La protesta del antiguo vicepresidente Agnew sobre la «mayoría silenciosa» se hizo famosa justificadamente porque tocó una realidad sentida por muchas personas. Era una realidad en la que ellos mismos habían participado, aunque sin ser plenamente conscientes por no haber sido etiquetada explícitamente.
Una pregunta de la encuesta realizada después de las elecciones federales de 1972 demostró con claridad lo diferentes que eran per- cibidas las fuerzas de los dos partidos, aunque permanecieran prác- ticamente equilibrados a la hora de contar sus adeptos. La pregunta, que se planteó en diciembre, era ésta: «Todos los partidos tenían carteles, pins de campaña y pegatinas para los coches. ¿Cuál es su impresión, de qué partido le parece que había más pegatinas, carteles y pros?».
El 53 por ciento respondió que había «más de los socialdemócratas»; el 9 por ciento que «más de los cristianodemócratas». Una segunda pregunta comprobaba lo mismo desde otro ángulo: «Los resultados de un partido en unas elecciones dependen en gran parte de su capacidad para hacer que sus seguidores participen en la campaña electoral. ¿Cuál fue su impresión, los votantes de qué partido demostraron mayor idealismo y compromiso personal en esta última campaña electoral?». El 44 por ciento respondió que «los votantes de los socialdemócratas», y el 8 por ciento que «los votantes de los cristianodemócratas». Estos resultados parecen mostrar que en aquel momento -otoño de 1972- una persona que estuviera a favor de los cristianodemócratas buscaría en vano un compañero de simpatías entre los pins de campaña y las pegatinas, ya que todos ellos se habían sumido en el silencio, contribuyendo así a una situación en la que los que compartían convicciones cristianodemócratas y buscaban alguna señal debían de sentirse realmente aislados y solos. La espiral del silencio estaba funcionando con una eficacia difícilmente superable.
Al principio, esos pequeños indicios, reunidos en un esfuerzo por hacer visible el clima de opinión, configuraban un cuadro bastante incierto. Llevar un pin en la solapa, una pegatina en el coche... ¿no es una mera cuestión de gusto? Algunas personas tienden a realizar
esas acciones y otras no. ¿No será que los votantes más conservadores son también más discretos, menos proclives a exhibir sus convicciones? O, con respecto al «test del tren», a algunos les gusta charlar cuando están viajando y a otros no. ¿Puede considerarse realmente la prueba del tren como una indicación de que está teniendo lugar un proceso de influencia del tipo de la espiral del silencio?

La ventaja de tener grupos habladores en nuestro bando
Los resultados de nuestras encuestas sustentan la afirmación de que, independientemente del asunto de que se trate y de la intensidad de la convicción, algunas personas son más propensas a hablar y otras a quedarse calladas. Esto también sucede con grupos enteros de población. En una situación pública, los hombres están más dispuestos a participar en una conversación sobre temas con- trovertidos que las mujeres, los jóvenes más que los mayores, y los pertenecientes a estratos sociales superiores más que los pertene- cientes a estratos inferiores (tabla 5). Esto tiene repercusiones evi- dentes sobre la visibilidad pública de los diversos puntos de vista. Si una facción atrae a muchos jóvenes o a muchas personas de un alto nivel educativo, automáticamente tiene más posibilidades de parecer la facción destinada a lograr la aceptación general. Pero ésa es sólo la mitad de la historia. Hay un segundo factor que influye en la disposición a manifestar la propia opinión: el acuerdo entre las convicciones propias y la evaluación que cada uno realiza de las tendencias vigentes, del espíritu de la época, del ánimo de los que parecen más modernos, más sensatos; o sencillamente la sensación de que la gente «mejor» está a nuestro lado (tabla 6).

La lengua se suelta cuando uno se siente en armonía con el espíritu de la época
En el otoño de 1972, los que apoyaban a Willy Brandt estaban más
dispuestos que sus oponentes a participar en una conversación sobre Brandt en una situación pública, independientemente de que fueran maduros o jóvenes, hombres o mujeres, de menor o mayor nivel educativo. El test del tren demostró su validez. Este instrumento permitió realizar una serie continuada de investigaciones durante los años siguientes para revelar qué sector, en una controversia, se pronunciaba y cuál prefería quedarse en silencio. A un 54 por ciento de los simpatizantes socialdemócratas les hubiera gustado participar en una conversación sobre el Partido Socialdemócrata en un viaje, mientras que sólo un 44 por ciento de los simpatizantes cristianodemócratas hubieran querido hablar sobre la Unión
Cristianodemócrata (1974). Tras el cambio de canciller federal, el 47 por ciento de los que apoyaban a Helmut Schmidt y sólo el 28 por ciento de los que estaban en contra querían hablar sobre él (1974). Cuando el tema fue la alimentación forzosa de los presos en huelga de hambre, el 46 por ciento de los que estaban a favor y sólo el 33 por ciento de los que estaban en contra estaban dispuestos a expresarse (1975).

Los cambios de opinión favorecen la investigación
Se había producido lo que se llamaba entonces en Alemania una Tendenzwende, un punto de inflexión en la fuerza relativa de las actitudes políticas. Hasta ese momento no sabíamos por qué los que apoyaban las posiciones y a los líderes políticos de izquierdas estaban más dispuestos a participar en esas conversaciones. Podría deberse al clima político favorable, pero también sencillamente a que a los que tendían a defender posiciones de izquierdas les gustara más discutir. En la etapa siguiente se realizaron dos observaciones que refutaron la segunda posibilidad.
En primer lugar, los simpatizantes socialdemócratas empezaron a mostrar una menor inclinación a participar en discusiones sobre su partido entre 1974 y 1976; es decir, durante lo que se llama un «punto de inflexión político». Esto se reflejó en un cambio del 54 por ciento dispuestos a hablar en 1974, al 48 por ciento en 1976. El cambio general, sin embargo, resultó menos sorprendente que la repentina sensibilidad que los partidarios mostraron ante la formulación de la pregunta del tren: si el compañero de viaje, que era el que iniciaba la conversación, hablaba favorable o desfavorablemente del Partido Socialdemócrata. En 1974, los que apoyaban al Partido Socialdemócrata parecían casi inmunes a la influencia de las opiniones del compañero de viaje: el 56 por ciento hablaba cuando éste elogiaba al Partido Socialdemócrata y el 52 por ciento cuando lo criticaba. En 1976, el 60 por ciento manifestó interés por hablar con los que veían las cosas como ellos; pero cuando el compañero de viaje se expresaba en contra del Partido Socialdemócrata, su inclinación a participar en la conversación disminuía ¡hasta un 32 por ciento! Con los que apoyaban a los cristianodemócratas sucedió exactamente lo contrario. En 1974 se mostraron muy sensibles al tipo de entorno discursivo expresando una disposición completamente distinta a participar en la conversación si el compañero de viaje estaba a favor o en contra de la Unión Cristianodemócrata; en 1976, las opiniones del compañero de viaje ya no les importaban (Noelle- Neumann 1977a, esp. pág. 152).
Tras las experiencias de 1972 y 1973, queríamos simplificar el texto del test del tren no presentando situaciones alternativas con personas partidarias de, u opuestas a, una idea, corriente o persona en particular. Los resultados obtenidos hasta entonces mostraban que este aspecto del entorno no afectaba a la inclinación del entrevistado a hablar o a quedarse callado. Hasta 1975-1976 no descubrimos que habría sido prematuro prescindir de esta variación en el test. Como hemos descrito, sólo cuando una espiral del silencio se ha desarrollado plenamente y una facción posee toda la visibilidad pública mientras que la otra se ha ocultado completamente en su concha, sólo cuando la tendencia a hablar o a permanecer en silencio se ha estabilizado, las personas participan o se callan independientemente de que las otras personas sean o no amigos o enemigos explícitos. Pero, además de esas situaciones decantadas, hay controversias abiertas, discusiones todavía inconclusas o casos en que el conflicto latente aún tiene que salir a la superficie. En todos estos casos, como mostraron investigaciones posteriores, la sensibilidad a tenor de la conversación en el tren es considerable y puede ser muy reveladora.

Se refuta la idea que señala que las personas
de izquierdas son menos sensibles al clima de opinión
El segundo descubrimiento, que refutó la suposición de que los encuestados de izquierdas tendían más a participar en conversacio- nes, surgió de la preocupación en torno a un fenómeno que, como el
«efecto del carro ganador», llevaba décadas atrayendo la atención de los investigadores electorales. Si, por una parte, había una tendencia preelectoral reconocible de algunos electores a cambiar su voto en la dirección del ganador previsto, también había, por otra parte, una tendencia postelectoral a que más gente afirmase haber votado por el partido vencedor de lo que indicaran los votos recibidos por éste. Esto podría interpretarse, igual que el «efecto del carro ganador», como un esfuerzo por estar con los ganadores, en esta ocasión «olvidando» selectivamente haber votado por otro partido.
Para confirmar este hecho, buscamos datos en los archivos de Allensbach desde las primeras elecciones federales de 1949. Los datos no nos permitieron comprobar la sencilla regla de que tras cual- quier elección hay más gente que afirma haber votado por el partido ganador que la registrada en el escrutinio. La información pro- porcionada por la gente sobre el sentido de su voto concordaba casi siempre con los resultados oficiales de las elecciones (figs. 14 y 15). En una ocasión, en 1965, un número sospechosamente grande afir- maba no haber votado por ninguno de los dos partidos principales: el
Partido Socialdemócrata, que había perdido las elecciones, o la Unión Cristianodemócrata, que había ganado. En 1969 y 1972 el número de los que decían haber votado a los socialdemócratas rebasaba sustancialmente la proporción real de votantes del Partido Socialdemócrata. Sin embargo, se produjeron dos descubrimientos llamativos cuando nos fijamos en los resultados del llamado método panel, en el que se pregunta repetidamente a las mismas personas durante un período de tiempo. El primero fue que, cuando se corregía la anterior decisión de voto en una entrevista posterior señalando un partido distinto del que habían dicho inmediatamente después de las elecciones, el cambio no se producía siempre en la dirección del partido ganador (el Partido Socialdemócrata), sino en la dirección de la opinión mayoritaria del grupo al que se pertenecía. En el caso de los votantes jóvenes, por ejemplo, el movimiento beneficiaba al Partido Socialdemócrata, pero en el de los mayores, a la Unión Cristianodemócrata. Entre los trabajadores beneficiaba al Partido Socialdemócrata, pero entre los autónomos, a la Unión Cristianodemócrata. Esto indicaba que no se trataba tanto de una tendencia a estar en el bando vencedor como de un intento de evitar el aislamiento del propio medio social. Como en 1972 la mayoría de los grupos se habían decantado ampliamente a favor del Partido Socialdemócrata, el balance general de los resultados en la encuesta postelectoral propiciaba claramente'la inflación del voto socialdemócrata.

Un nuevo procedimiento para medir la presión de la opinión
El segundo descubrimiento fue que la tendencia a sobreestimar el voto por el Partido Socialdemócrata no permaneció constante durante el período posterior a las elecciones federales, así como tampoco la tendencia a subestimar el voto por la Unión Cristianodemócrata. Ambos procesos parecieron responder sutilmente a los cambios en el clima de opinión. Al principio, entre 1972-1973, había demasiadas personas que manifestaban haber votado por el Partido Socialdemócrata en las últimas elecciones, y demasiado pocas por la Unión Cristianodemócrata. Después, poco a poco, la gente empezó a recordar haber votado por el Partido Socialdemócrata o por la Unión Cristianodemócrata, y sus declaraciones se acercaron a los resultados electorales reales. La figura 16 recoge un extracto de esta serie de observaciones. Incluso cuando los recuerdos volvieron a aproximarse a los resultados reales en 1976, los cambios no se detuvieron. A medida que se acercaba el día de las elecciones, la anterior falta de disposición de los votantes cristianodemócratas a confesar lo que habían votado empezó a manifestarse de nuevo (fig. 17).
En la actualidad el instituto Allensbach mide rutinariamente la fuerza de esas tendencias calculando el grado de polarización y la intensidad de las discusiones políticas vigentes a través de la sobre o subestimación, observada mes tras mes, de los votos declarados a favor de los dos partidos principales en las últimas elecciones ge- nerales. Más adelante volveremos sobre el significado de dicha dis- torsión. Por el momento vamos a entresacar algunos fotogramas de la película a cámara lenta de los años 1974 a 1976, en los que se produjo el punto de inflexión de las tendencias políticas, para mostrar que el entusiasmo por la discusión y la inclinación al silencio no van necesariamente unidos a orientaciones políticas de izquierdas o de derechas, respectivamente.
Desde 1972 hemos podido interpretar la exageración y la minimización de los votos de uno u otro partido como formas de «hablar» o de
«permanecer en silencio». Sin hacer ningún esfuerzo, habíamos encontrado un procedimiento para medir los cambios en la presión de la opinión que hacen hablar o quedarse callada a la gente.

¿Estamos dispuestos a defender públicamente una opinión? Una batería de preguntas al respecto
Durante estos años siguieron diseñándose nuevas preguntas y nuevos instrumentos de investigación. En 1975 incluimos por primera vez en una encuesta una batería de preguntas encaminadas a sacar a la luz la inclinación del individuo a apoyar públicamente a un partido político. El texto de la pregunta inicial era: «Ahora, una pregunta sobre el partido político que más se acerca a sus puntos de vista. Si le preguntaran si estaría dispuesto a ayudar a ese partido, por ejemplo, haciendo algunas de las cosas enumeradas en estas fichas, ¿estaría usted dispuesto a hacer una o más de estas cosas por su partido preferido?». El encuestador le daba al entrevistado once fichas en las que estaban escritas sendas posibles maneras de apoyar a un partido. No todas requerían actividad pública, ya que las personas que no quisieran participar en acciones públicas, pero desearan mostrar la lealtad a su partido tendrían que poder encontrar alguna manera de hacerlo, como, por ejemplo, mediante una aportación económica. Las otras diez posibilidades sugeridas eran:

-Llevaría un pin de campaña o una pegatina en la solapa.
-Pondría una pegatina en mi coche.
-Iría de puerta en puerta para explicar el programa del partido a personas desconocidas.
-Colgaría un cartel o símbolo del partido en mi casa o en mi ventana.
-Saldría a colocar propaganda del partido en lugares públicos.
-Participaría en una conversación en la calle apoyando al partido.
-Asistiría a una concentración en favor de ese partido.
-Me levantaría en un mitin de ese partido para decir algo en la discusión si me pareciera importante.
-Defendería el punto de vista de ese partido en mítines de otros partidos.
-Ayudaría a repartir la propaganda electoral.

Esta pregunta podía dar lugar a una respuesta sencilla, pero valiosa para el análisis: «No haría nada de todo esto por el partido que prefiero». Un instrumento como éste es especialmente útil para detectar y medir cambios sutiles o pequeños, como una balanza de correos, que distingue entre 18 y 21 gramos mientras que la balanza doméstica corriente no podría ni distinguir entre 10 y 30 gramos.
La batería de preguntas que pretendía medir la disposición de la gente a apoyar en público a su partido demostró ser un instrumento delicado y sensible. Las disminuciones del apoyo a un partido quedaban registradas inmediatamente, como por ejemplo en las elecciones estatales de Renania-Palatinado, en las que las luchas entre los líderes del partido estuvieron a punto de costarles las elecciones. Antes de que estallara el conflicto entre los líderes (en diciembre de 1978), el 39 por ciento de los partidarios de la Unión Cristianodemócrata dijo que «no haría nada de eso» cuando se les preguntó sobre su ayuda al partido que preferían. Poco antes de las elecciones, el 48 por ciento de los votantes cristianodemócratas respondió que «no haría nada de eso». Mientras tanto, la oposición, el Partido Socialdemócrata, mantuvo un 30 por ciento estable de partidarios inactivos que no estaban dispuestos a apoyar a su partido de ninguna de esas maneras entre diciembre de 1978 y febrero-marzo de 1979 (Noelle-Neumann 1979, 10). La fuerza psicológica relativa había sufrido un vuelco, aunque las intenciones de voto habían variado tan ligeramente que los métodos de la estadística de muestreo no detectaron el cambio como significativo. Sin embargo, el vuelco casi acabó haciendo perder las elecciones a los cristianodemócratas. Este ejemplo particular sirve para ilustrar cómo intenta la investigación social hacer visible lo invisible. Por supuesto, podría preguntarse directamente a la gente si llevan un pin de campaña o ponen una pegatina en el coche. Desde el punto de vista de la técnica de medición, este sistema directo tendría la ventaja de observar o definir circunstancias reales en lugar de basarse en manifestaciones quizá dudosas de las intenciones del entrevistado. La desventaja radica en
que el grupo que lleva pins de campaña en la solapa o pegatinas en el coche consta principalmente de un núcleo duro de activistas cuyas reacciones ante la suerte variable de su partido probablemente serán mucho menos sensibles que las de los partidarios más marginales. Si nos basamos sólo en la conducta menos sensible del núcleo duro, obtendremos fácilmente resultados que no alcanzarán el umbral de detección estadística y nos impedirán por ello observar las perturbaciones del clima de opinión.
Intentando comprobar si las personas con opiniones de izquierdas tienden más a manifestar sus convicciones, hemos descubierto otra cuestión. Es cierto que la gente parece tener una facilidad ex- traordinaria para aprehender el clima de opinión. También parece haber facciones que saben apoderarse de la atención pública y otras que se dejan silenciar. Pero, ¿cómo podemos descubrir qué motivos subyacen a esta conducta? ¿Explica el temor al aislamiento social este proceso, como afirma la hipótesis de la espiral del silencio? En el capítulo siguiente investigamos esta cuestión.
3. El miedo al aislamiento como motivo

A principios de los años cincuenta, el psicólogo social Solomon Asch (1951, 1952) informó sobre un experimento que había realizado más de cincuenta veces en los Estados Unidos. A los sujetos del experimento se les presentaban tres líneas y debían decir cuál de ellas tenía una longitud más parecida a la de una cuarta línea (fig. 18). Una de las tres era siempre exactamente igual que la cuarta. A primera vista la tarea parecía fácil. La correspondencia correcta era muy evidente y todos los sujetos acertaban con facilidad. En cada sesión experimental participaban entre ocho y diez personas. La línea de referencia y las tres líneas de comparación se colocaban en un lugar en el que todos pudieran verlas. Después todos los sujetos, empezando por la izquierda, decían cuál les parecía la línea de longitud más semejante a la de la cuarta. Este procedimiento se repetía doce veces en cada sesión.
Sin embargo, después de dos rondas en las que todos los parti- cipantes se mostraban inequívocamente de acuerdo sobre la línea correcta, la situación cambiaba repentinamente. Todos los ayudantes del experimentador, de siete a nueve personas que estaban al corriente del experimento, decían que la línea correcta era una clara- mente demasiado corta. El único sujeto no avisado del grupo, el único que no estaba al corriente, se encontraba sentado al final de la fila. Lo que se investigaba era lo que sucedía con su conducta bajo la presión de una opinión unánime contraria a la evidencia de sus sentidos.
¿Vacilaría? ¿Se adheriría a la opinión mayoritaria independientemente de cuánto contradijera su propia opinión? ¿O se mantendría en sus trece?

El experimento de laboratorio clásico de Solomon Asch demuestra que pocos individuos confían en sí mismos
Dos de cada diez sujetos no avisados se aferraron firmemente a su
propia percepción. Dos de los ocho restantes se mostraron de acuerdo con el grupo en sólo una o dos de las diez rondas críticas del experimento. Los otros seis expresaron más frecuentemente como su propia opinión la obviamente falsa enunciada por la mayoría. Esto significa que, incluso en una tarea inofensiva que no afecta a sus intereses reales y cuyo resultado debería resultarles completamente indiferente, la mayor parte de las personas se unirán al punto de vista más aceptado aun cuando estén seguros de su falsedad. Esto fue lo que Tocqueville describió así: «Temiendo el aislamiento más que el error, aseguraban compartir las opiniones de la mayoría».
Cuando comparamos el método de investigación de Asch con el método de encuesta con preguntas, como la del test del tren, notamos inmediatamente que el método de Asch posee una atracción y una clase de fuerza de persuasión completamente diferente. Asch trabaja en la tradición de los llamados «experimentos de laboratorio». Puede controlar hasta el último detalle relevante de la situación experimental: la ubicación de las sillas, la conducta de sus ayudantes durante las sesiones, el grado de claridad de la diferencia de longitud entre las líneas, etc. La configuración experimental, el «laboratorio», le permite crear una situación inequívoca y mantenerla constante para todos los sujetos. La encuesta es un instrumento de investigación mucho más
«sucio» porque está sometida a diversas perturbaciones y contaminaciones. No podemos estar seguros de cuántos encuestados no entienden correctamente una pregunta, de cuántos encuestadores no leen las preguntas en el orden previsto o ciñéndose estrictamente al texto, o cuántos introducen por su cuenta «mejoras» o improvisaciones, o explican las cosas a su manera cuando el encuestado parece no estar seguro del sentido de la pregunta.
¿Cuánto le cuesta a una persona típica imaginar la situación cuando se le dice: «Suponga que está empezando un viaje en tren de cinco horas, y en su compartimento alguien empieza a... »? En la encuesta habitual, la estimulación necesaria para imaginar esa situación es relativamente escasa. Además, todo depende de cómo se lea la pregunta, cómo se transcriba la respuesta y lo expresivo y hablador que sea el sujeto específico. Todas estas variables introducen incertidumbres en los resultados. Por el contrario, en un laboratorio como el de Asch se puede crear una «situación real». Se puede conseguir que influencias parecidas a las de la experiencia real condicionen uniformemente a todos los sujetos del experimento; por ejemplo, sentirse ridículo cuando todos los demás parecen ver las cosas de otro modo.

Dos motivos de la imitación:
el aprendizaje y el miedo al aislamiento
«Temían el aislamiento más que el error» era la explicación de Tocqueville. A finales de siglo, un compatriota suyo, el sociólogo Gabriel Tarde, dedicó una gran parte de su obra al estudio de la capacidad de y la tendencia humana a la imitación, y se refirió a una necesidad humana de mostrarse de acuerdo en público con los demás (Tarde 1969, 318). Desde entonces, la imitación es un tema de investigación en las ciencias sociales. La International Encyclopedia of the Social Sciences de 1968, por ejemplo, le dedica un extenso artículo (Bandura 1968). Pero en él la imitación no se explica como un
resultado del temor a ser excluido por desaprobación sino como un modo de aprendizaje. Las personas observan la conducta ajena, aprenden que existe esta o aquella conducta posible y, cuando se presenta la ocasión, la ponen en práctica ellos mismos. Nuestro interés por definir el papel desempeñado por el miedo al aislamiento presenta una complicación. Si llamamos imitación a la repetición por alguien de lo que otros hayan hecho o dicho, este proceso puede deberse a muy distintas razones. Puede deberse al miedo al aislamiento; pero también puede reflejar el deseo de aumentar la provisión de conocimientos, especialmente en una civilización democrática que identifica la mayoría numérica con el mejor criterio. La belleza del experimento de laboratorio de Asch estriba precisamente en su capacidad de eliminar toda esa ambigüedad. Los sujetos del experimento ven con sus propios ojos que la línea elegida por la mayoría como la más afín, no lo es. Si se adhieren a la opinión de la mayoría, tiene que ser necesariamente por temor a quedarse aislados, no por la esperanza de aumentar su repertorio de conductas o su provisión de conocimientos.
El carácter negativo de etiquetas como «conformista» o «gregario» muestra que la tendencia a la imitación va contra el ideal de autonomía individual. Es una imagen con la que casi nadie quiere que le identifiquen, aunque muchos estarían de acuerdo en que podría describir «al otro».
Se ha planteado la cuestión de si el experimento de la longitud de la línea de Asch no habrá descubierto una tendencia al conformismo específicamente estadounidense. Stanley Milgram (1961) repitió el experimento con algunas modificaciones en dos países europeos cuyas poblaciones se solían considerar como, en un caso, sorprendentemente individualista (la francesa) y, en el otro, como dotada de un fuerte sentido de la solidaridad y un alto nivel de co- hesión (la noruega). Aunque en la versión del estudio de Milgram los sujetos oían en lugar de ver a la mayoría equivocada, esto bastaba para causar la impresión de que se encontraban solos en su experiencia perceptiva. La mayor parte de los europeos -el 80 por ciento de los noruegos y el 60 por ciento de los franceses- con fre- cuencia o casi siempre se unían a la opinión de la mayoría. Hubo variaciones posteriores del experimento. Por ejemplo, se efectuaron comprobaciones al objeto de conocer cómo afectaba el número de personas que se sentaban antes del sujeto no avisado y elegían la línea correcta a la capacidad de éste para apartarse de la opinión mayoritaria y decir lo que veía con sus propios ojos.
No necesitamos tener en cuenta estos refinamientos. La versión original del experimento de Asch supone una importante contribución
a nuestra pregunta de investigación. Presumimos que el temor al aislamiento de los individuos normales pone en marcha la espiral del silencio, y el experimento de Asch demuestra que este miedo puede ser considerable.
Y considerable tenía que ser para explicar los resultados obtenidos con el método de las encuestas. Sólo suponiendo que la gente teme intensamente quedarse aislada podemos explicar la enorme hazaña colectiva consistente en saber con precisión y fiabilidad qué opiniones se están fortaleciendo y cuáles están perdiendo apoyo, y en hacerlo sin recurrir a la ayuda de ningún instrumento de investigación demoscópica. Los seres humanos economizan la atención que prestan a las cosas. El esfuerzo que dedican a observar el entorno parece ser un precio menor a pagar en comparación con el riesgo de perder la estimación de los otros seres humanos; de ser rechazados, despreciados, de estar solos.

¿Estamos negando la naturaleza social de los seres humanos?
El problema consiste en hacer empíricamente visible y teóricamente inteligible la atención que los individuos prestan a las opiniones del grupo. Los trabajos anteriores sobre el fenómeno de la imitación parecen considerar el aprendizaje prácticamente como su único motivo. Estos trabajos muestran una extendida tendencia a negar, o al menos a no tener en cuenta, la naturaleza social de los seres humanos, desacreditándola injustamente con la etiqueta de
«conformidad». Nuestra naturaleza social nos hace temer la sepa- ración y el aislamiento de los demás y desear ser respetados y que- ridos por ellos. Con toda probabilidad, esta tendencia contribuye considerablemente al éxito de la vida social. Pero no se puede evitar el conflicto. Alabamos conscientemente el pensamiento racional e independiente y el juicio firme e inmutable que suponemos que cada persona debe alcanzar por sí misma.
El psicoanalista Erich Fromm buscó sistemáticamente todos los diferentes ámbitos en los que podía encontrar contradicciones entre los impulsos conscientes e inconscientes de la gente, tan grandes como las contradicciones que Freud descubrió en su época entre la sexualidad consciente y la inconsciente. Fromm (1980, 26) señala, entre esas contradicciones modernas:

conciencia de libertad/sumisión inconsciente sinceridad consciente/falsedad inconsciente
conciencia individualista/disposición inconsciente a dejarse influir conciencia de poder/sensación inconsciente de impotencia
fe consciente/cinismo y completa falta de fe inconscientes
Libertad, sinceridad, individualismo... Aceptamos conscientemente todos estos como los valores que sentimos en nuestros propios seres; pero, sencillamente, no concuerdan con el modo en que debemos suponer que se comporta la gente según nuestra descripción de la espiral del silencio. Por eso, no podemos esperar razonablemente que la gente admita conscientemente su miedo al aislamiento si le preguntamos directamente sobre sus motivaciones en una encuesta. Sin embargo, igual que se puede simular una situación pública en una encuesta para medir la tendencia a expresarse públicamente o a permanecer en silencio, también se puede simular la amenaza de aislamiento en una situación de entrevista y observar si los encuestados reaccionan ante ella como nos haría esperar la hipótesis de una espiral del silencio.

Un experimento de campo para simular la amenaza de aislamiento
El procedimiento que vamos a describir se llama en lenguaje técnico
«experimento de campo». «Campo» se opone aquí a «laboratorio». En él los sujetos permanecen en el «campo», en su marco natural. No se les encierra en un laboratorio extraño. Un encuestador acude a sus hogares a hacerles algunas preguntas, algo un poco diferente del curso cotidiano de los acontecimientos, pero que se acerca a la experiencia corriente de una conversación entre dos personas.
¿Por qué se aferran los investigadores a una herramienta de in- vestigación tan imperfecta y perecedera como la encuesta, un método que proporciona estímulos relativamente débiles y es difícil de controlar? Porque tiene la ventaja de recoger el término «campo»: la naturalidad de todas las circunstancias; y porque el método implica la posibilidad de observar una muestra representativa de la población, no sólo esos famosos grupos que pueden conseguirse para experimentar en el laboratorio y en los que se basan tantas investigaciones sociales experimentales: estudiantes, militares y pacientes ingresados. Las mismas características que dan fuerza a los métodos de laboratorio - su posibilidad de control riguroso y de introducir variaciones en las circunstancias que podrían influir en los resultados- son las que también constituyen su debilidad. El marco del laboratorio podría excluir inadvertidamente ciertos aspectos de la vida real quizá decisivos en la conducta que se pretende investigar.
Fumando en presencia de no fumadores: el test de la amenaza
Nuestro primer intento de simular los peligros del aislamiento social en un experimento de campo tuvo lugar en 1976, con el tema de «fumar en presencia de no fumadores» (Noelle-Neumann 1977a, esp. págs. 154-155). Este tema parecía apropiado porque la opinión pública sobre él seguía desarrollándose y la fuerza relativa de los dos bandos principales parecía estar equilibrada. En un diálogo hipotético que se leía en voz alta durante la entrevista, el 44 por ciento seleccionó este punto de vista: «Hay que abstenerse de fumar en presencia de no fumadores. Fumar sería una falta de consideración. Para los que no fuman es muy desagradable tener que respirar un aire lleno de humo». Exactamente el mismo porcentaje, el 44 por ciento, eligió la otra opinión: «No se puede esperar que la gente se abstenga de fumar sólo porque haya no fumadores delante. De todas formas, a éstos no les molesta tanto». En un test de disposición a hablar sobre el tema o a callar, el 45 % de los críticos de fumar en presencia de no fumadores y el 43 % de los que defendían los derechos de los fumadores se manifestaron dispuestos a y deseosos de participar en una conversación sobre este tema durante un viaje en tren.
Después se trataba de simular el peligro de aislamiento social. El núcleo de la serie de preguntas que les planteamos a nuestra muestra representativa de 2.000 personas seguía el formato del test del tren:

1. Obtención de la opinión personal del entrevistado sobre el tema de fumar en presencia de no fumadores a través de las dos afirmaciones presentadas.

2. Estimación sobre lo que piensa «la mayoría de la gente» sobre el tema, preguntando: «Ahora, independientemente de su propia opinión, ¿qué cree que piensa la mayoría de la gente sobre esto?
¿Hay más gente en la República Federal que opina que los fumadores deberían abstenerse de fumar en presencia de no fumadores, o que los fumadores deberían seguir fumando si quisieran?». (Resultados totales: «La mayoría piensa que los fumadores deberían abstenerse de fumar en presencia de no fumadores», 31 por ciento; «La mayoría piensa que los fumadores pueden seguir fumando», 28 por ciento; «Mitad y mitad», 31 por ciento; «No lo sé», 10 por ciento.)

3. Test de inclinación a hablar o a permanecer en silencio:
«Suponga que está empezando un viaje en tren de cinco horas y alguien inicia una conversación en su compartimento y dice: "La
gente debería abstenerse de fumar en presencia de no fumadores".
¿Le gustaría participar en esta conversación o pensaría que no merece la pena?». (En la mitad de los cuestionarios se le atribuía al otro viajero la opinión de que «No se puede pedir a nadie que se abstenga de fumar sólo porque haya no fumadores delante».)

4. Determinar si el entrevistado es fumador o no.

Para simular la amenaza de aislamiento social, se dividió a los 2.000 entrevistados en dos grupos representativos de 1.000. Al grupo experimental, es decir, el grupo que iba a someterse al factor experimental de una amenaza de aislamiento social, se le enseñaba una imagen de dos personas conversando. Uno de ellos dice: «A mí me parece que los fumadores son unos desconsiderados. Obligan a los demás a respirar su humo, que es tan perjudicial para la salud». El otro empieza a responder: «Bueno, yo ...». El modelo de esta pregunta proviene del método de terminación de frases utilizado en la psicología diagnóstica (fig. 19). El texto de la pregunta introductoria reza: «Estos dos hombres están hablando. El de arriba acaba de decir algo. Léalo, por favor. El de abajo ha empezado a responder. ¿Qué cree que habrá respondido el de abajo? ¿Cómo puede haber terminado la frase que ha comenzado?». Esta invitación debe causar un fuerte aumento de los habitualmente débiles estímulos que se producen cuando simplemente se oye pasivamente a alguien criticar a los que fuman en presencia de no fumadores. Este test de terminación de frases no exige demasiado a las personas de la muestra representativa ni desborda las posibilidades de una encuesta, como lo demuestra el hecho de que el 88 por ciento de los encuestador completara la frase del dibujo.

La segunda muestra de 1.000 personas constituía el grupo de control. Se les trataba exactamente igual que al grupo experimental en todos los aspectos, con la única diferencia de que no se les aplicaba el test de terminación de frases con su amenaza concomitante de aislamiento social. Según la lógica del experimento controlado, cualquier diferencia encontrada entre los resultados del grupo experimental y del grupo de control puede atribuirse al test de la amenaza, ya que todas las demás condiciones eran idénticas.
Los resultados confirmaron las expectativas. Después de haber sido amenazados verbalmente, los fumadores que habían defendido su derecho a fumar en presencia de no fumadores mostraban un interés notablemente menor por participar en una discusión sobre ese tema en un compartimento de tren (tabla 8).
Los fumadores resultan especialmente intimidados cuando se simula una amenaza doble de aislamiento. Primero se les da el test de terminación de frases con una persona radicalmente opuesta a que se fume en presencia de no fumadores, y después se les confronta con un compañero de viaje en un compartimento de tren que inicia la conversación afirmando que «la gente debería abstenerse de fumar en presencia de no fumadores». En estas condiciones, sólo el 23 por ciento de los fumadores sigue dispuesto a participar en la conversación.

Los test empíricos también pueden hacer visible la otra parte de la espiral del silencio. Los no fumadores tienden a perder la confianza en sí mismos y, consiguientemente, la proclividad a expresar su opinión. Pero cuando el test de terminación de frases les muestra que no están en absoluto solos con su punto de vista, su inclinación a participar en la conversación crece ostensiblemente (tabla 9). Los no fumadores más tímidos alcanzan una alta disposición a manifestarse cuando, además de contar con un aliado agresivo en el test de la amenaza, el compañero de viaje del compartimento del tren declara enérgicamente que la gente debería abstenerse de fumar en presencia de no fumadores. En estas circunstancias sólo el 23 por ciento de los fumadores se sienten inclinados a hablar, frente a un 56 por ciento de los no fumadores. Se puede ver cómo, a medida que la espiral del silencio se desarrolla, la opinión de que está mal fumar en presencia de no fumadores puede volverse dominante hasta el punto de que sea imposible para un fumador defender públicamente la opinión contraria: que habría que permitir fumar a los fumadores incluso en presencia de no fumadores. Lo que se manifiesta en este caso es un evidente efecto cumulativo: poco a poco las respuestas hostiles del medio acaban enervando. Los fumadores más seguros de sí mismos no reaccionan al test de la amenaza por sí solo. Cuando se los sitúa, inmediatamente después del test de la amenaza, en el compartimento de un tren con alguien que representa su propio punto de vista -que está bien fumar en presencia de no fumadores-, olvidan la amenaza anterior. Con ésta, el 54 por ciento están dispuestos a participar en la conversación; sin ésta, el 55 por ciento.
Pero si, tras el test de la amenaza, sucede otra experiencia de- sestabilizadora -el compañero de viaje en tren también clama contra los que fuman en presencia de fumadores-, los fumadores prefieren refugiarse en el silencio (tabla 10). A los que tienen menos confianza en sí mismos les basta una amenaza menor de aislamiento. Las mujeres y los que pertenecen a las clases sociales más bajas, por ejemplo, ya suelen reaccionar ante el test de la amenaza, y no
recobran la confianza sólo porque un compañero de viaje defienda su punto de vista.

Reacciones ante situaciones de encuesta como si éstas fueran reales
Los resultados del test de la amenaza no sólo nos permiten desvelar el proceso de la espiral de silencio; también nos hace avanzar en otro terreno. Apoyan la suposición de que muchas personas imaginan tan vivamente las situaciones descritas en las encuestas que reaccionan ante ellas como si fueran reales. De modo que no tenemos que realizar la investigación en un laboratorio secreto con un tren auténtico y científicos disfrazados de viajeros que llevan a cabo el experimento de expresividad o silencio con sujetos que no sospechan nada. Sin embargo, al ir diseñando instrumentos para utilizarlos en las entrevistas sufrimos repetidas decepciones.

Queríamos dar un paso más y ver si podíamos demostrar empí- ricamente que algunos puntos de vista estaban tan estigmatizados, eran tan despreciados, que adoptarlos significaba aislarse automá- ticamente. Con este objetivo, en 1976 incluimos en una serie de encuestas de Allensbach un test con un dibujo que pretendía ser una representación visual del aislamiento social. En un extremo de una mesa hay varias personas sentadas amistosamente cerca unas de las otras, y en el otro extremo hay una persona sentada sola. Unos «bo- cadillos» de viñetas de cómics sugieren que está teniendo lugar una discusión entre los miembros del grupo y el solitario. El test consistía en pedirles a los entrevistados que atribuyeran determinados puntos de vista al solitario. Por ejemplo: ¿está la persona aislada a favor de que los miembros del Partido Comunista de Alemania puedan llegar a ser jueces, o está en contra?
Éste era el texto de la pregunta: «Volvamos a la pregunta anterior de si debería poder ser juez un miembro del Partido Comunista de Alemania. Aquí aparecen varias personas hablando sobre ese tema. Hay dos opiniones, una está a favor de que se nombre jueces a estas personas, y la otra se opone a tales nombramientos. ¿Qué piensa que puede haber dicho este individuo que está sentado solo? ¿Que está a favor o en contra de nombrar juez a un comunista?» (figs. 20, 21).

Un test que no funcionó
El dibujo de los personajes alrededor de la mesa resultó semejante al peso de cocina escasamente sensible mencionado anteriormente: no tuvo ninguna utilidad. Hubo una proporción notablemente elevada de
respuestas de «no sabe», el 33 por ciento, lo que parecía indicar que se pedía demasiado a la imaginación de los entrevistados.
Además, la opinión que se atribuía a la persona aislada en la mesa parecía no tener nada que ver con el carácter mayoritario o minoritario de aquélla. La pregunta directa, «¿Debería poder ser juez un miembro del Partido Comunista de Alemania?», obtuvo una respuesta abrumadoramente negativa (60 por ciento no, 18 por ciento sí, en abril de 1976), y la población sabía perfectamente cuál era el punto de vista mayoritario y cuál podría tender a aislar a sus defensores (el 80 por ciento dijo que la mayoría de la gente no quería como jueces a miembros del Partido Comunista, mientras que sólo el 2 por ciento dijo que la mayor parte de la gente no tenía nada en contra). Sin embargo, las suposiciones sobre cuál sería la opinión expresada por el solitario del dibujo se repartieron muy igualadamente entre los que pensaban que estaría a favor de que pudiera haber jueces comunistas (33 por ciento) y los que pensaban que estaría en contra (34 por ciento).

Según la opinión popular real -y bastante correctamente calculada- del momento, la mayor parte de la gente tendría que haberle atribuido la idea de que «un miembro del Partido Comunista debería poder ser juez»; esto, claro está, si la gente fuera realmente consciente de que las ideas impopulares pueden conducir al aislamiento y si vieran como aislado al hombre del extremo de la mesa. ¿Producía la escena de la mesa un efecto demasiado íntimo? ¿Era insuficientemente pública?
¿Sigue formando parte del grupo el que se sienta al otro extremo de la mesa y, por tanto, a los encuestados no les parece que esté aislado? El segundo dibujo creado para el test, en el que las personas estaban de pie en lugar de sentadas, resultó algo más útil. En esta ocasión sólo el 21 por ciento permaneció indeciso, y la mayor parte del resto (46 por ciento) supuso que la persona aislada representaba la posición minoritaria (es decir, que había que permitir el acceso a la judicatura a los miembros del Partido Comunista). Pero aun así, el 33 por ciento seguía manteniendo la otra opinión. Los que pensaban que había que permitir a los comunistas llegar a ser jueces eran más conscientes de las posibilidades de aislamiento inherentes a su punto de vista; el 65 por ciento de ellos atribuía esta opinión a la persona aislada (tabla 12). Sin embargo, este test también resultó insatisfactorio. Los resultados no eran claros ni cuando uno de los puntos de vista recibía un apoyo social abrumador. Por ejemplo, en otro test en el que se utilizó el mismo dibujo con un tema menos polarizado, se produjo un malentendido completamente inesperado. La pregunta era: «¿Quién le gustaría que fuera el próximo canciller federal?». El 44 por ciento respondió que Helmut Schmidt, y el 35 por ciento que Helmut Kohl
(abril de 1976). Cada uno de estos grupos, sin embargo, tendía a atribuir su propio punto de vista a la persona que estaba sola de pie.
Por el momento dejamos de utilizar el test. Más adelante (véase el final del capítulo 22) volveremos a encontrarlo, aunque con una función diagnóstica diferente. Pero no renunciamos al objetivo que habíamos pretendido con estos test de dibujos: comprobar empíricamente si la gente podía saber qué puntos de vista tendían a aislar a las personas. Por supuesto, para que la espiral del silencio funcionase bastaría con que ese conocimiento existiera sólo in- conscientemente. La tendencia descrita en la obra de Fromm a ser consciente de uno mismo como individuo, como ciudadano eman- cipado, y el consiguiente abandono del esfuerzo de hacernos cons- cientes de nuestra naturaleza social (un término sin duda más apro- piado que el peyorativo «hombre masa» de Fromm), difícilmente puede producir percepciones y reconocimientos conscientes del tipo que buscamos. Sin embargo, y a pesar de sus limitaciones, la en- cuesta puede proporcionar pruebas claras de que la gente sabe qué opiniones pueden provocar aislamiento social en un momento dado. Para conseguirlo habría que precisar la pregunta del test, de modo que plantease una situación tan extrema, que hasta una persona muy poco sensible reconociera claramente el peligro de aislamiento implicado.

¿A quién le pinchan las ruedas?
Poco antes de las elecciones al Parlamento Federal de septiembre de 1976, aparecieron en las encuestas de Allensbach dos preguntas del siguiente tipo. Una decía: «Aquí tiene un dibujo de un coche con la rueda pinchada. En la ventanilla trasera derecha hay una pegatina de un partido político, pero usted no puede leer de qué partido se trata.
¿Con pegatinas de qué partido cree que se corre un riesgo mayor de que a uno le pinchen las ruedas?» (tabla 13). Casi la mitad de la muestra, el 45 por ciento, dejó la pregunta sin responder; pero el resultado fue claro. Los que respondieron distinguieron tajantemente entre los tres partidos representados en el Parlamento: el 21 por ciento mencionó a la Unión Cristianodemócrata, el 9 por ciento al Partido Socialdemócrata, y el 1 por ciento al Partido Demócrata Libre (los Liberales). La tabla 13 ofrece los resultados completos. Los partidarios de los cristianodemócratas se sentían más en peligro; los de los liberales pensaban que corrían poco peligro frente al relativamente grande de los cristianodemócratas. Los que apoyaban a los socialdemócratas no se sentían particularmente en peligro. Si hubiera sido así, habrían considerado el peligro que corrían como
sustancialmente más elevado que el que atribuían a los seguidores de los otros partidos, y éste no era el caso.
La segunda pregunta de esta serie era mejor que la primera. Encontró menos resistencia a la respuesta y se refería a una conducta más permisible que el daño a la propiedad ajena. En consecuencia, la segunda pregunta indicaba de manera más realista lo que la gente consideraba popular o impopular. Simulaba mejor los indicadores del rechazo público. En cualquier caso, inhibía menos a los que apoyaban al Partido Socialdemócrata y al Partido Demócrata Libre a la hora de manifestar lo que sentían sobre su grado de aceptación.
Ésta era la pregunta: «Ahora quiero plantearle otro caso y preguntarle su opinión. Alguien llega en su automóvil a una ciudad desconocida y no encuentra un lugar donde aparcar. Acaba bajándose del coche y preguntándole a un peatón: "Por favor, ¿podría decirme dónde puedo encontrar un lugar para aparcar?". El peatón responde: "¡Pregúntele a otro!", y se va. El automovilista lleva una insignia de un partido político en la solapa. ¿De qué partido cree que era esa insignia?».
Un 25 por ciento de los votantes socialdemócratas y un 28 por ciento de los liberales supusieron que sería una insignia cristianodemócrata, más del doble de los que nombraron a los socialdemócratas. Los partidarios de los cristianodemócratas se resistieron a reconocer su propia impopularidad (tabla 14). En ese mes -septiembre de 1976-, como ya hemos indicado, llegó a su culmen la tendencia -que se había reducido durante un tiempo- a negar haber votado por la Unión Cristianodemócrata en las elecciones anteriores.

Sin embargo, la situación psicológica de los cristianodemócratas era mucho menos amenazante en ese momento que lo que había sido cuatro años antes, en las elecciones federales de 1972. Deducimos esto de las respuestas a una pregunta que amenazaba simbólicamente con el aislamiento público. La pregunta se planteó en estudios postelectorales en 1972 y 1976 y rezaba: «En la campafía electoral se volvieron a arrancar y romper carteles. Por lo que ha visto,
¿de qué partido eran los carteles más frecuentemente deteriorados?». En 1972 la respuesta se inclinó ampliamente hacia la Unión Cristianodemócrata. El 31 por ciento pensaba que los carteles más estropeados habían sido los cristianodemócratas, mientras que los socialdemócratas ocupaban el segundo puesto con un 7 por ciento. En 1976, los carteles cristianodemócratas volvieron a ocupar el primer lugar, aunque entonces sólo con el 23, en lugar del 31 por ciento (tabla 15).
Ruedas pinchadas, carteles arrancados o rotos, ayuda negada a un forastero perdido... esta clase de situaciones demuestra que la gente
puede sufrir incomodidades e incluso peligros cuando el clima de opinión está en contra de sus ideas. Cuando la gente intenta evitar el aislamiento, no está reaccionando hipersensiblemente ante trivialidades. Es un asunto vital que puede suponer riesgos reales. La sociedad exige una rápida conformidad en torno a las cuestiones que están experimentando cambios. Debe hacerlo para mantener un grado suficiente de unidad que le permita permanecer integrada. Como hizo notar el jurista alemán Rudolph von lhering (1883, 242; véase 325) en su ensayo Der Zweck im Recht (La finalidad en el Derecho), la desaprobación que castiga a alguien que se aparta de la opinión mayoritaria no tiene el carácter racional de la desaprobación debida a
«una conclusión lógicamente incorrecta, un error en la resolución de un problema aritmético o una obra de arte fallida. Más bien se manifiesta como la reacción practica de la comunidad, consciente o inconsciente, ante la lesión de sus intereses, una defensa para la propia protección».

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