Juan Eslava Galán. UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL
QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 4
CAPÍTULO 27
Guerra de minas
El mando republicano desea suprimir el saliente enemigo de la Ciudad Universitaria, desde el que Franco podría atacar en cuan¬to refresque a sus tropas. Hasta la presente, todos los esfuerzos por desalojar a los legionarios del Hospital Clínico han sido inú¬tiles. Quizá se logre si previamente se vuela el edificio con minas como las que se emplearon contra el Alcázar de Toledo.
El mando allega mineros y dinamiteros de Peñarroya, de Riotinto, de Asturias. Comienzan su tarea aprovechando la red de al¬cantarillado urbano que los aproxima bastante al objetivo. Se tra¬ta de excavar una galería hasta el subsuelo del frente sur del hospital Clínico. Allí ensanchan la excavación, construyen un re¬ducto de cemento que encauce la fuerza de la explosión en senti¬do vertical y lo rellenan de dinamita.
El primero de diciembre amanece turbio y lluvioso. Los arti¬ficieros prenden la mecha a las 8.30 de la mañana, la hora en que los nacionales se congregan para el desayuno. La explosión subte¬rránea produce un sonido opaco, leve, de trueno lejano, pero un segundo después estalla como un volcán poderoso que rompiera la tierra bajo el edificio lanzando al aire toneladas de tierra y cas¬cotes. Entre la nube de polvo, las siete plantas del cuerpo central del hospital se desploman como un castillo de naipes sepultando bajo sus escombros a cincuenta legionarios.
Antes de que se disipe la nube de polvo, los milicianos agazapados en las trincheras más próximas prorrumpen en vivas y se lanzan al asalto de lo que queda del edificio.
Parece imposible que alguien permanezca vivo para defender las ruinas, pero, de pronto, comienza a tabletear una ametralla¬dora, luego otra, y en los intervalos se escucha el tiro de la fusile-ría. Los que quedan vivos defienden la posición con el arrojo ha¬bitual y reciben a los asaltantes con bombas de mano.
Los milicianos, rechazados, se retiran a sus posiciones. El día 11 insisten con otra mina, que vuela el sector sur del hospital se¬pultando a treinta y nueve legionarios, pero el edificio sigue re¬sistiendo. Esa espinita clavada en el vientre blando de Madrid perdurará hasta el final de la guerra, aunque sea a costa de mucha sangre.
Uno de los milicianos que asisten a la voladura, Alfonso de la Orden, lamenta que su hermano Isidoro se pierda el espectáculo. Isidoro es el cocinero del submarino C-3 de la República.
El sumergible navega en superficie frente a las costas de Má¬laga con problemas en los motores. Después de la cena, Isidoro sube al puente del periscopio para vaciar en el mar el cubo de los desperdicios. Enfundado en el tabardo impermeable aprovecha para echarse un cigarro y respirar aire puro mientras contempla las escasas luces de la costa oscurecida, para evitar los bombar¬deos fascistas.
A unos cientos de metros, el submarino alemán C-34 regresa a su base después de haber fracasado en su misión, pues no ha hundido ningún navío republicano. El capitán Grosse eleva el periscopio para echarle un vistazo a las luces de Málaga y descu¬bre delante de él la silueta del C-3, que se desliza lentísimo y com¬pletamente descuidado.
Grosse ordena cargar los tubos lanzatorpedos y maniobra para ponerse en dirección de disparo.
Unos minutos después una gran explosión sacude el C-3 e ilumina la noche con un súbito fogonazo. El submarino alemán le ha acertado con un torpedo.
El C-3 se va a pique en pocos segundos. De los treinta y cuatro hombres de la tripulación sólo se salvan tres: Isidoro, el mari¬nero Asensio Listón y el segundo maquinista José García Paredes. En Madrid siguen días de relativa calma. El poeta Rafael Alberti visita a los milicianos y les recita un romance que ha com¬puesto recientemente:
Madrid, corazón de España,
Late con pulsos de fiebre.
Si ayer la sangre le hervía,
Hoy con más calor le hierve.
Ya nunca podrá dormirse.
Porque si Madrid se duerme,
Querrá despertarse un día
Y el alba no vendrá a verle.
CAPÍTULO 28
Franco en peligro
El frente de Madrid está en calma. Franco decide visitar el pues¬to de mando de Varela, en Escalona (Toledo). El capitán Haya y su avión Douglas están volando para aprovisionar el santuario de la Virgen de la Cabeza. Franco toma el único avión disponible en Salamanca. El piloto pregunta si regresarán antes de que ano¬chezca: ahora los días son cortos y él no se siente muy ducho en navegación nocturna. Después de almorzar, Franco se distiende en charla de sobremesa con Varela. El asistente de Franco, su pri¬mo, el coronel Franco Salgado, consulta, nervioso, el reloj. Se les está haciendo tarde para regresar. Se lo advierte respetuosamente a Franco, pero él sigue enfrascado en la conversación. Cuando le¬vantan los manteles son las cinco de la tarde.
Despegan. Ya en el aire comienza a anochecer. Franco va a la cabina y le ordena al segundo piloto que le ceda el puesto. Se sien¬ta junto al piloto y le va indicando por dónde tiene que ir:
—Un poco más a la izquierda. Ahora elévese, eso de enfrente es Gredos.
El segundo piloto, sentado detrás con el primo de Franco y con el asistente Eusebio Torres Liarte, se muestra muy nervioso.
—¿Ve usted aquel resplandor en el horizonte? —indica Fran¬co al piloto—. Eso es el sol poniente. Manténgase recto hacía allá y llegaremos a Salamanca, que está exactamente en dirección oeste.
Una hora después el aeroplano aterriza sin novedad en el aeródromo de San Fernando.
A la mañana siguiente, el segundo piloto al que había susti¬tuido Franco en la cabina despega con el mismo avión para un vuelo de prácticas y aterriza en el aeródromo republicano de Al¬calá de Henares. Se ha pasado a los republicanos.
Entonces comprenden su nerviosismo de la víspera. Aprove¬chando la incompetencia del piloto principal en vuelos noctur¬nos había planeado hacerse cargo del aparato y aterrizar en un aeródromo de la República con Franco a bordo.
La baraka, otra vez.
La República necesita aviadores. No puede seguir dependien¬do de los pilotos soviéticos. A mediados de diciembre, el paque¬bote Ciudad de Cádiz zarpa de Cartagena con ciento noventa jó-venes que se van a entrenar en una escuela de vuelo de la Unión Soviética. Después de una travesía tranquila desembarcan en Feodosia, península de Crimea, en el mar Negro. Los suben a un tren y los envían al Cáucaso. Mientras contempla el desolado paisaje nevado, el cadete Emilio Herrera Aguilera, hijo del coronel de aviación Emilio Herrera Linares, echa de menos su casa y piensa en el belén que solía montar por Navidad en su lejana tierra.
Los cadetes españoles rinden viaje en la escuela de vuelo de Kirovabad, en Azerbaiján, al sur del Cáucaso. Allí se entrenarán intensivamente durante seis meses y medio y regresarán en julio dispuestos a defender la República desde el aire.
El último día del año, en Salamanca, el falangista Bartolomé Aragón visita a Unamuno en su semiarresto domiciliario. Aure¬lia, la sirvienta, lo introduce en la biblioteca. Unamuno está en la mesa camilla, al calor del brasero, en zapatillas y bata de andar por casa. Ofrece asiento al visitante.
—Hoy me siento mejor que nunca —le confiesa.
Conversan sobre la guerra y sobre el futuro de España. Una¬muno se exalta:
—¡Dios no puede volverle la espalda a España! ¡España se sal¬vará porque tiene que salvarse!
El filósofo parece calmarse. Baja la cabeza y hunde la barbilla en el pecho, en su característica actitud meditativa. Aragón res¬peta su silencio y aguarda a que el maestro reanude su soliloquio. De pronto percibe el olor del cáñamo quemado de las zapatillas de don Miguel. Casi inmediatamente el antiguo rector se desplo¬ma sobre la mesa. Aragón intenta sostenerlo. Comprende que el filósofo ha muerto. Angustiado, arrastra el cuerpo exánime hasta el sofá mientras llama a gritos a la criada.
—¡Yo no lo he matado! ¡Yo no lo he matado! —repite, ner¬vioso.
Unamuno ha fallecido de un derrame cerebral.
Muerto no se librará de un entierro falangista, con escuadra de camisas azules, que lo escoltan y despiden en el cementerio.
—¡Camarada Miguel de Unamuno y Jugo! —grita el jefe de la escuadra.
—¡Presente!
—¡Arriba España!
—¡Arriba España!
Termina el año. Lo que parecía que iba a ser cosa de días, y luego de meses, la guerra, se alarga y va camino de ser cosa de años. Los madrileños celebran la tradicional comida de Año Nuevo con algún suplemento en su escasa dieta, las familias se han reunido en torno al brasero, en el que arde la leña que han podido rescatar de las ruinas o recoger en los parques. Al sonar las doce campanadas en el reloj de la Puerta del Sol, los cañones del cerro Garabitas disparan doce obuses sobre la ciudad friolenta, delicada contribución de los nacionales a la fiesta. Los artilleros republicanos se mosquean y responden. Se generaliza el cañoneo y la que prometía ser una noche tranquila se convierte en una no¬che inquieta.
Los labriegos de Goya, los que se apalean, reciben el nuevo año.
CAPÍTULO 29
La carretera de La Coruña
Consejo de generales, presidido por el Generalísimo.
Madrid es un hueso duro de roer. Habrá que ablandarlo antes de hincarle el diente de nuevo. Ahora, Franco se propone aislarlo para impedir que reciba refuerzos y vituallas. De esta manera, la ciudad sucumbirá fácilmente.
En los meses siguientes, Franco plantea tres acciones en torno a Madrid: las batallas de la carretera de La Coruña (enero), el Jarama (febrero) y Guadalajara (marzo).
El 3 de enero de 1937 amanece despejado, con un sol radian¬te. Las tropas de choque nacionales, once batallones de moros y cinco de legionarios, cortan la carretera de La Coruña a la altura del kilómetro trece y abren una brecha de siete kilómetros en el frente republicano.
«A la tercera va la vencida», comenta el comandante Casas mientras sigue con los binoculares la huida de unos republicanos que arrastran una ametralladora rusa demasiado pesada y acaban abandonándola en medio del campo por temor a que los alcan¬cen los moros.
Su asistente lo mira sin comprender. Es nuevo e ignora que durante el primer ataque a Madrid los nacionales fracasaron en dos intentos de cortar la carretera de La Coruña. Este es el tercero.
Algunas unidades republicanas ponen pies en polvorosa, pero otras resisten en situación apurada, escasas de munición. Se suceden sangrientos combates por unos metros de tierra. A mediados de mes decae la lucha y cada ejército procura reforzar sus posicio¬nes. Han hecho tablas y quince mil muertos. Los nacionales han cortado la carretera principal, pero no pueden evitar que Madrid se comunique con la sierra por otras carreteras secundarias. Tan¬to esfuerzo para nada.
En los frentes cercanos también se combate. El 7 de enero los nacionales avanzan por la Casa de Campo. Rojo ordena a Líster atacarlos por el flanco. Se combate, con profusión de bombas de mano, en la Cuesta de las Perdices, por los antiguos merenderos donde los madrileños de antaño iban a pasar una tarde tranquila. La artillería arrasa los bosquecillos de árboles con fechas y cora-zones enamorados grabados a punta de navaja. En algún mo¬mento, la línea republicana cede, pero los generales de Franco an¬dan ya algo escarmentados y desaprovechan la ocasión de avanzar hasta Madrid. Tampoco ellos disponen de grandes reservas.
En el Hospital Clínico, el legionario Mateo Cabezón está echado en el suelo del sótano y aplica el oído al gollete de una cantimplora de aluminio que ha enterrado en la tierra removida, bajo la costra de cemento. Cuando se cerciora de que el toc-toc de los mineros subterráneos ha dejado de sonar, corre a dar el parte:
—Mi capitán, esos cabrones no suenan.
—A ver, Basilio, avisa al personal que se retire a los puestos de atrás —ordena el capitán—. Esta vez los hijoputas se van a que¬dar con las ganas.
Los legionarios se retiran ordenadamente a otra parte del edi¬ficio. A las cuatro de la tarde estalla una nueva mina en el Hospi¬tal Clínico. Otra sección del edificio se desploma, esta vez sin se¬pultar a nadie. Antes de que se disipe la polvareda, los legionarios trepan por las ruinas y emplazan las ametralladoras. En el des¬campado, las tropas republicanas avanzan a paso de carga. Los le¬gionarios conocen su oficio. Los dejan aproximarse antes de abrir fuego a discreción. Los delanteros reciben una lluvia de bombas de mano.
Mateo Cabezón recibe la felicitación de sus superiores por su invento del cantimplorófono con el que los defensores del Clíni¬co palían la falta de geófonos para prevenir las minas enemigas.
Una semana después, Líster ataca el cerro de los Angeles, que los nacionales tenían casi desguarnecido. Las emisoras de Madrid anuncian que el cerro Rojo vuelve a estar en manos republicanas. Mientras la gozosa noticia se divulga por los cafés de achicoria de la ciudad sitiada, los nacionales contraatacan con dos tabores de regulares. Los moros avanzan sin peligro, confundiendo con una baraka inesperada el hecho de que Líster haya emplazado mal sus ametralladoras. Cuando los milicianos advierten que las ráfagas pasan por encima de las cabezas de los moros, intentan rectificar. Demasiado tarde. Ya los marroquíes han alcanzado la cresta del cerro y, tras lanzar su salvaje grito de guerra, atacan con bombas de mano.
Los nacionales recuperan el cerro. Un oficial cuenta más de doscientos cadáveres enemigos.
El frente se estabiliza definitivamente.
El ejército de la República crece en efectivos y en disciplina. Ahora dispone de ochenta mil hombres. Aquellas unidades milicia¬nas de pintoresca denominación de los primeros meses de la gue-rra han desaparecido. Incluso el Quinto Regimiento, la legenda¬ria unidad comunista, se disuelve para dar paso al Ejército Popular.
Los ejércitos quizá revelen bastantes deficiencias, pero la pro¬paganda funciona cada día mejor. En el frente circula gran pro¬fusión de publicaciones de nombres imaginativos (A la Carga, Avanzada, Trinchera, Ofensiva, ímpetu, Audacia, Espoleta, Metra¬lla, Alambrada, Antorcha, Atalaya...), en las que el sufrido com¬batiente encuentra cartas, consejos, adoctrinamiento y pasatiem¬pos. En el periódico comunista Combate, del 3 de enero 1937, aparece el Decálogo del Miliciano:
1. Atacar. Atacar siempre al enemigo sin preocuparse ni de su número ni de sus armas.
2. Respetar. Respetar a la población civil y a sus propiedades.
3. No mentir. No mentir ni dejar paso franco a noticias que puedan perjudicar a la causa.
4. Honradez. Honradez con la revolución antifascista, per¬siguiendo a los cobardes y a los ladrones que quieren envilecer nuestra victoria.
5. No matar. No matar a los prisioneros. Sus informes son muy necesarios para el mando.
6. Higiene. Procurar conservarse sanos y fuertes, observan¬do todas las reglas de la higiene y principalmente las antivenéreas.
7. Obediencia. Guardar la más estricta obediencia con si¬lenciosa subordinación, cumpliendo las órdenes que dicten los mandos con diligencia.
8. No murmurar. Criticar es tan fácil como perjudicial. El que destruye la fe en la victoria o la confianza en el mando hace más daño con una palabra siquiera sea de duda que un cañonazo fascista.
9. Solidaridad. Compañerismo para ayudarse hasta morir unos y otros.
10. No tirar sin apuntar. Tirar poco y apuntar mucho. El que desperdicia municiones traiciona a sus camaradas, que con¬fían en su puntería.
11. Estos diez mandamientos se resumen en uno solo que conduce directamente al triunfo: ¡DISCIPLINA!
CAPÍTULO 30
Sangre en el Pingarrón
Franco se reúne en consejo con sus generales. Hay que ablandar la capital antes de intentar un nuevo asalto. Lo primero, cortar la carretera de Valencia, por donde el enemigo recibe las armas ru-sas y los combatientes internacionales.
El sector del río Jarama, afluente del Manzanares, que riega la vega de Aranjuez, parece lugar propicio para la maniobra. Ca¬sualmente, el gobierno también prepara una ofensiva en la mis¬ma comarca. Rojo quiere romper el frente y envolver por la reta¬guardia a los nacionales.
Rojos y azules acopian fuerzas. En los últimos días de enero, los franquistas sitúan a lo largo del río unos veinte mil hombres (31 batallones marroquíes, 6 legionarios, 2 falangistas, 1 de requetés y 8 de soldados). Cuando amaina el temporal de lluvias, a primeros de febrero, los nacionales ocupan algunos puntos estra¬tégicos, entre ellos el saliente de Vaciamadrid, desde el que tienen un buen tramo de la carretera de Valencia a tiro de fusil. Los re¬publicanos refuerzan el puente ferroviario de Pindoque con un batallón de internacionales. Colocan cargas de dinamita para vo¬larlo en caso de peligro.
En la madrugada del día 10, el moro Abdel Faye, descalzo, se acerca sigilosamente por los cañaverales del Jarama seguido de otros cinco guerreros de su cabila, su tío y sus cuatro primos. En-cima del puente distinguen las siluetas de tres centinelas arrebujados en pesados tabardos que pasean para espantar el frío. Los moros alcanzan el primer pilar del puente. Abdel les concede un respiro, señala al que debe acompañarlo, Mohamed, y a los otros les indica, por señas, que crucen bajo el puente y suban por el lado opuesto. Abdel y Mohamed reptan por el escarpe hasta el ni¬vel superior. El puente, de piedra y cemento, sólo sostiene los raí¬les del tren y una estrecha pasarela de planchas de hierro para pe¬atones. Los moros acechan el momento propicio. Cuando dos de los centinelas se acercan al extremo del puente, caen sobre ellos y los degüellan silenciosamente con sus cuchillos curvos, «como corderos en el Ramadán». Al internacional Rudolf Svidran, antes de zambullirse en la nada, acaso le asalte la imagen de otro puente, el de Mánesuv, en Praga, donde se citaba con su ena¬morada Marie Krist después de la escuela.
En el extremo opuesto del Pindoque, el voluntario francés Marcel Dupont dormita apoyado en su fusil con bayoneta. El moro que se le acerca por la espalda sólo tiene que sujetarle el fu¬sil contra el pecho con una mano mientras con la otra le empuja la visera posterior del casco de acero para clavarle su propia bayo¬neta en la garganta.
El moro sostiene al centinela en su caída. Se le sube encima inmovilizándolo con su peso para evitar que haga ruido mientras agoniza. Le abre la garganta con el cuchillo para acelerar la muer¬te. Después se incorpora a medias e imita el grito de la lechuza, para avisar de que el puente está despejado.
Una docena de siluetas se incorporan y corren a lo largo de la pasarela. Un centinela republicano más lejano advierte la presen¬cia del enemigo y dispara.
—¡Los fascistas!
Suenan las alarmas. El destacamento encargado del puente se dispone a volarlo. Demasiado tarde. Está en manos de los nacio¬nales. Los moros se abren paso por la orilla republicana con bom-bas de mano, profiriendo sus alaridos de guerra.
Desde los escarpes del río comienzan a tabletear las ametra¬lladoras.
Con el puente en sus manos, pasan los nacionales e instalan en el otro lado varios cañones antitanque con los que ahuyentan a los T-26 republicanos.
El alto mando nacional recibe las noticias. Los puentes de Pindoque y San Martín de la Vega se han conquistado mediante sendos golpes de mano.
En los días siguientes se combate encarnizadamente. Los re¬publicanos intentan detener el avance enemigo desde los cerros que dominan los olivares de la orilla izquierda del Jarama. La ba¬talla a topacarnero resulta de lo más español, aunque muchos combatientes sean extranjeros. En el cielo luchan rusos contra alemanes e italianos; en tierra, internacionales de veintidós países se enfrentan a moros norteafricanos y a legionarios, entre los que abundan los portugueses y los irlandeses.
El tercer día de la batalla unos acemileros republicanos as¬cienden por una loma suave entre arbustos y encinas con sus mulas de reata: el Pingarrón. Del otro lado las balas perdidas silban altas, piu, piu, más numerosas a medida que se aproximan. Algu¬nas siegan hojas o ramas que caen como una lluvia mansa sobre el convoy. Los impactos directos crujen en los troncos con un ru¬mor apagado, crac, crac. Al descrestar la loma, el campo de bata¬lla aparece en todo su esplendor: los proyectiles de la artillería han levantado una nube de tierra acre que lo tiñe todo de un color pardo mortecino. En medio de la polvareda se columbra la trin¬chera, un quebrado zigzag de zanjas con la tierra excavada, más clara, acumulada entre las piedras y sacos terreros del parapeto. Delante, una maraña de alambradas sujetas en travesaños de so¬mier clavados en el suelo. En la trinchera bullen algunas cabezas, pocas, tocadas con gorrillos cuarteleros. A las trincheras del ene¬migo, en el cerro frontero, las delatan montones de tierra simila¬res y el humo blanco de los disparos de la fusilería.
Los sanitarios corren agachados, con sus largos palos, a reco¬ger a los heridos. Pasa junto a Riquelme, voluntario cenetista, una camilla. Bajo la manta sucia y ensangrentada se ve lo que queda de un muslo: carne trinchada, desgarrada, quemada, huesos astillados que blanquean como el marfil entre los guiñapos sanguinolentos.
Un obús estalla a veinte metros. El rebufo y el miedo derriban a los porteadores. Con saña de gigante, la trilita sacude la tierra y la despanzurra. La metralla vuela bajo, lo siega todo con su zum-bido siniestro, hiende piedras, troncha árboles, abate personas, levanta esquirlas que zumban en todas direcciones.
Las mulas, espantadas, sueltan coces al aire y descomponen la carga. Riquelme no sabe cuándo desamparó la suya. Tiembla bajo las explosiones, la cara contra el suelo, sin advertir que la gra¬va le lastima las mejillas: quisiera meterse bajo tierra, perderse en alguna profunda galería a donde no alcance la muerte, como un gusano o como una hormiga. En los ojos apretados escuece el su¬dor, la boca abierta de ansiedad aspira tierra. La angustia seca ara¬ña en la garganta. Entre el desacompasado golpeteo de su cora¬zón, que le llena los oídos, el cabo percibe gritos a su alrededor:
—¡Madre, madre! ¡Vamos a morir!
Riquelme, que viene fogueado de las trincheras de la Ciudad Universitaria, se acuerda del día que llegó al frente del Jarama. Ese día los fascistas se lucieron. Primero un cañonazo demasiado largo y después uno corto: la horquilla. Luego corrección de tiro y los siguientes obuses cayeron al vuelco de la loma, en medio del convoy: mataron cuatro muías e hirieron a otras cinco, de las que hubo que sacrificar tres.
Cuando puede recomponerse, Riquelme busca a sus hom¬bres. Corcho y Jiménez se han parapetado detrás de una roca, abrazados, como dos niños. Baldomero tiembla con espasmos, la cara entre las manos, acurrucado detrás de una encina.
En la trinchera de la tercera compañía, un brigada increpa a los recién llegados:
—¡Cabrones, enchufados!, ¿no podíais haber venido antes? —señala una fila de muertos cubiertos con mantas—. Mirad lo que nos han hecho mientras vosotros os tocabais los huevos. ¡A ver esos morteros!
Agarra una de las cajas de madera y la estampa contra el suelo. Desenfunda el machete y, en su precipitación, rompe la hoja al intentar abrirla por el lado equivocado.
—¡Me cago en todo lo que verdeguea! A ver, Lupiáñez —le ordena a un cabo—: ¡ábreme esa caja! Poned los pepinos en una manta v se los lleváis al Peta.
El frente trepida. Las ráfagas de ametralladora taladran las ro¬cas y amenazan con derribar el parapeto de sacos. Silba un ven¬daval de balas por encima de las cabezas.
El mortero de la sección está un poco retranqueado, oculto en las ruinas de un horno de yeso. Lo maneja el sargento Domitilo Muñoz, mal llamado el Cojón porque es bajito, gordo y lleno de pelos. Un minuto después reanuda el fuego: dos disparos para horquillar y el tercero alcanza una de las ametralladoras de la avanzada enemiga.
—¡Tomar por culo! —grita el Cojón, asomado al borde del parapeto—. ¡Y sin telémetro ni mariconadas, a huevo! ¡A ver si ahora estáis tan chulos! —Mira a Riquelme, ya más calmado, y le sonríe a medias, para disculpar su brusquedad inicial—: Los muy cabrones nos tenían fritos.
Desde que amaneció, los nacionales han lanzado dos asaltos, el último hasta la alambrada que previamente habían trizado a cañonazos. Un cruento intercambio de granadas de mano ha producido doce bajas, tres muertos y nueve heridos, casi todos por botes de metralla.
—Heridas feas —diagnostica un sanitario—. De tuercas re¬torcidas, de balas aplastadas. Con eso rellenan los fascistas los botes.
—Es que están en las últimas —deduce el Cojón—. ¡Que se jodan! Poca cuerda les queda ya.
—¡Ya vuelven, Domitilo! —avisa un soldado desde la avan¬zadilla.
Los acemileros terminan de descargar las cajas de munición y llevan sus mulas al resguardo del horno de yeso.
El sargento se asoma indiferente tanto a las balas que silban sobre las cabezas como a las que impactan con un sonido sordo en los sacos terreros. Observa la nubécula alargada que los dispa¬ros del enemigo levantan en las posiciones avanzadas.
—¡Al parapeto! —ordena a los que descansan—. Las alzas al uno, o, mejor, al cero. ¡Las alzas al cero! Y que nadie tire hasta que pasen de la yegua muerta.
Riquelme mira con precaución por una tronera. Se le ha uni¬do Baldomero, pálido como la cera. Le tiemblan tanto las manos que no acierta a enroscar la tapa de la cantimplora.
A cincuenta metros, una anca de yegua se alza hacia el cielo, inmóvil.
Un obús explosiona encima de las trincheras. Se escucha un grito inhumano.
—A ése le han dado bien —murmura Baldomero.
—¡Vosotros! —Los señala el sargento—. ¿Qué hacéis ahí con las manos en los huevos? Coged esos fusiles y pegáis tiros como los demás. Hasta que pase el ataque no salís de aquí, así que arri¬mad el hombro. ¡Antúnez! ¿Dónde coño te metes, Antúnez?
—Aquí estoy, sargento —grita un cabo.
—Dales munición a éstos.
Los acemileros se arman, resignados, y descienden al parape¬to. Tendidos sobre el barro descorren los cerrojos de los máuseres. Antúnez, con sus gafas de concha, pasa tras ellos y deja al lado de cada hombre un envoltorio con ocho peines de cinco balas. Lo golpea contra el saco terrero como si quisiera clavarlo.
—¡Que nadie tire hasta que hayan pasado de la yegua muer¬ta! —recuerda el sargento—. ¡Las alzas al cero! ¡Todo el mundo las alzas al cero! ¡Pasad la orden!
Riquelme desliza hasta el cero la corredera del cañón de su máuser. En los parapetos reina una calma tensa. Cierran los ce¬rrojos, las balas en la recámara. Apuntan. Aguardan inmóviles la orden de abrir fuego. Un veterano que lleva pegando tiros desde que amaneció lanza un escupitajo sanguinolento, se mete un dedo sucio en la boca y se palpa la encía dolorida: el golpeteo de la culata con cada disparo le ha ocasionado un flemón sangrante.
Riquelme recuerda, de pronto, que no tiene armado el máuser. Descorre el cerrojo e inserta en el depósito un peine de cinco balas. Lo cierra despacio. Siente el deslizamiento de la primera bala que penetra en la recámara con un chasquido metálico. Per¬cibe el olor de la grasa del mecanismo. Levanta la cabeza con pre¬caución hasta que ve, entre dos sacos, un segmento de campo por el que avanzan agazapados cuatro falangistas con mono azul tras un oficial vestido de pana marrón y gorra de plato. El oficial em¬puña una pistola; los falangistas, fusiles con la bayoneta calada. No se distingue la pata de la yegua, pero los de la posición dispa¬ran. Riquelme los imita. El humo y el polvo de las explosiones impiden ver el campo, acaso se adivina, entre girones blancos, la mancha de un enemigo que avanza, titubea, se agacha o se levan¬ta. El olor seco y punzante de la pólvora enrarece el aire. Riquel¬me dispara sin cuidarse de afinar la puntería. «Si alguno se lleva una bala, que sea por su mala suerte. Yo mala fe no le tengo a nadie.»
Una ráfaga de viento despeja la humareda lo suficiente para que Riquelme descubra a una docena de moros que avanza sobre la loma vecina y toma posiciones en una cresta del terreno. De-trás llegan otros que se quedan a medio camino y forman un cor¬dón, tendidos, a quince o veinte pasos de distancia el uno del otro: la cadena de enlaces para transmitir las órdenes del puesto de mando.
Un teniente se ha unido al sargento.
—¿Cómo está la cosa, Muñoz? —le grita casi al oído.
—Ya ve mi teniente, bien jodida.
—A ver, Guardiola —llama el teniente a su enlace—. Vete a la ametralladora de Ponce y dile que barra aquella loma. Los mo¬ros están en el arroyo, que los fría. ¿Es que no los veis? ¡Uno tiene que estar en todo!
—¡Sus órdenes!
Una ráfaga de ametralladora acierta en la línea de troneras y alcanza a dos tiradores. Uno muere en el acto. El otro pierde casi toda la mandíbula inferior.
—¡Sanitario, sanitario!
Al cabo de unos minutos aparecen dos camilleros. Corren agazapados con los palos de las camillas al hombro, indiferentes a las balas que silban sobre sus cabezas. Otra escuadra nacional dis-para por la izquierda. Se han parapetado detrás de los poyetes de contención de unos bancales, a cien metros de distancia, y no se deciden a avanzar. De su retaguardia llegan varios soldados con dos tubos de mortero y varias cajas de municiones.
—Nos van a zumbar con morteros, esos cabrones —observa alarmado el sargento.
—¡Retirada a la posición de atrás! —grita el teniente—. ¡Todo el mundo a la segunda! ¿Dónde cono se mete el corneta?
Por los pasillos laterales, los tiradores se repliegan a la segun¬da línea seguidos por el Cojón y el teniente. Riquelme intenta se¬guirlos cuando el primer morterazo estalla delante de la trinche¬ra y derrumba un parapeto de sacos terreros que ciega la zanja. Atrapado, Riquelme intenta dominar el pánico. No está herido, pero los oídos le zumban por la explosión. Se desliza hacia atrás y abandona el resguardo, repta con desesperación. De un momen¬to a otro el segundo morterazo acertará dentro de la trinchera. Ahora o nunca. Se incorpora a medias y corre una docena de pa¬sos, en torpe zig-zag, como le enseñaron en el campo de instruc¬ción. Una bala le zumba cerca del oído. Se lanza cuerpo a tierra detrás de una roca mediana. Tumbado boca abajo sobre el suelo pedregoso, escucha silbar las balas sobre su cabeza: las más bajas, con zumbido furioso de insecto; las altas, con un silbido casi mu¬sical. Los rebotes suenan como el maullido de un gatito. Sabe que los rebotes son a veces más dañinos que las balas: una bala entra derecha y, si no afecta una parte vital, puede salir por el lado opuesto casi sin daño: un tiro de suerte, un mes de hospital, otro de rehabilitación y permiso. Pero el rebote lleva mucha maldad porque la camisa de cobre que recubre la bala se rompe, el plomo interior se proyecta por las grietas y la bala deforme rebota en una trayectoria caprichosa, a veces curva. A uno de la compañía 23 le entró una por la tronera y se giró más de un metro, como si lo buscara, para vaciarle un ojo. Riquelme, aterrorizado, no puede evitar el pensamiento de muerte. Aprieta la cabeza contra el sue¬lo, respira la tierra mojada con su aliento, vuelve la cara hacia la izquierda y ve a Cárdenas parapetado detrás de una piedra, con el gesto desencajado, la cara pálida como el papel.
—¿Dónde está el Corcho?
Cárdenas ignora la pregunta. Repite una y otra vez:
—¡Me cago en la puta! Si salgo de ésta... ¡Me cago en la puta!
Baldomero, más allá, en una posición expuesta de la que, no obstante, no se atreve a salir, recoge las piedras de alrededor, las que alcanza con la mano sin despegar el cuerpo del suelo, incluso las más pequeñas, y las apila delante de su cabeza hasta formar un parapeto ridículo.
A media mañana hay un momento de calma porque los res¬pectivos ejércitos necesitan municionarse. Los sanitarios aprove¬chan para evacuar a los heridos. Los más leves marchan hacia el puesto de socorro, en la retaguardia, por su pie; los cojos, apoya¬dos en los que pueden caminar. Los impedidos se transportan en las parihuelas de las muías. Riquelme y los suyos hacen un par de acarreos hasta el puesto sanitario.
Se distribuye un rancho frío: un chusco y una lata de sardinas por cabeza y una lata de fruta en almíbar mejicana para cada cua¬tro hombres. Reparten también botellas de coñac marca Libertad.
—¡Hombre, qué bien, el matarratas! —comenta el Corcho mientras echa un trago a gollete.
—Malo —reflexiona Baldomero—. Van a querer que recu¬peremos la primera trinchera a fuerza de cojones.
Guardan silencio mientras se pasan la botella. El coñac, puro alcohol coloreado, les quema las gargantas, les enturbia el cere¬bro, disipa el miedo, infunde el valor o la temeridad necesarios para lanzarse al asalto de la trinchera perdida. Los soldados se miran, aparentando indiferencia. ¿Cuántos seguirán vivos esta noche?
La tregua dura una hora escasa. Después, se reanuda el inter¬cambio de morterazos, las ráfagas de ametralladoras, el fuego de la fusilería. Se ha solicitado el apoyo de la aviación. Una escuadrilla de Mosca sobrevuela el campo de batalla. Los soldados pro¬rrumpen en vítores.
—¡A ver si le dais candela a esos cabrones! —grita el Corcho.
Los cazas evolucionan lentos, descienden uno tras otro y ame¬trallan a los nacionales. Cunde el pánico entre ellos. Algunos abandonan sus armas y se ponen a salvo, sin atender las amenazas de los mandos.
—¡Chaquetean, los han jodido bien! —grita un soldado—. ¡Viva la República!
El Cojón lo mira, iracundo.
—¡Te quies callar, que esto no ha terminado todavía!
Los nacionales desisten de ocupar la trinchera desamparada por el enemigo. Hostigados por la aviación, abandonan las posi¬ciones conquistadas y se retiran a sus líneas.
Los contendientes intercambian todavía unos cuantos dispa¬ros de cañón. Luego renace la calma y, antes de que anochezca, unos y otros recogen a sus muertos. Riquelme y los suyos los transportan hasta retaguardia. Desde allí, un camión los lleva al cementerio más cercano.
Un sargento anota en su libreta el número de las chapas identificativas. Supervisa al soldado que registra los bolsillos del muerto y retira las pertenencias para la familia. A uno de los ca¬dáveres, un metrallazo le ha volado la cara. Sólo se le ven tres dientes de la mandíbula inferior, muy blancos, entre el cuajaron de sangre que ocupa el resto de la cabeza, como seccionada por una hacha. El sargento abre la cartera y ve la foto del muerto en un carnet de UGT.
—Este hasta era guapo —-le dice al cabo—. ¡Fíjate en lo que quedamos!
El cabo coge la cartera y mira la foto. Comprueba, con disi¬mulo, si lleva dinero. Ni una peseta. Se le han adelantado esos mangantes de los acemileros.
El aire helado se cuela por las mangas y por el cuello grasicn¬to de los capotes. Apiñados en la caja del camión, bajo la lona impermeable, en el espacio cerrado que huele a sudor, a miseria y a guano, los heridos se quejan. Uno llora y llama a su madre.
—¿Y éste de qué se ha muerto? —señala Heliodoro—. No se le ve ni un rasguño.
—Se habrá muerto del susto —le contesta Baldomero—. Al¬gunos no se cagan las patas abajo, pero se mueren del susto. Aho¬ra, que yo creo que ha sido la onda.
—¿Qué onda?
—¡La onda de la explosión, coño! Se te mete en los pulmones y explotan como un globo, pero por fuera te deja nuevecito.
—Bueno, parece que nos toca bajar a los muertos.
—Primero lleváis a los heridos al hospitalillo para que los re¬cojan las ambulancias. Luego volvéis a por los muertos.
—¿Son muchos, mi capitán?
—Los que sean.
Las acémilas tienen unas aguaderas en las que se pueden en¬cajar dos heridos, uno en cada lado, sentados o tendidos, según el caso. Los médicos jóvenes los atienden de urgencia en un impro-visado cobertizo, sobre una albarda abierta que han cubierto con un hule, el hule.
—¡A ver! Estos cuatro al hospital de sangre.
—Hasta aquí no llegan los camiones, mi teniente. Las ambu¬lancias están en la Rubia.
—Pues entonces, en los mulos.
—¡A la orden!
—¡A ver, los acemileros!
Rodríguez se acerca con seis mulas provistas de trasportines. Los sanitarios acomodan a los heridos. Un joven exangüe, de ros¬tro aniñado, lleva prendido de un botón de la guerrera una tarje¬ta: «Herid, desgarro, aproximación y sutura. Desagüe» y la firma ilegible del médico. A otro, un sargento de Coria, muy cachazu¬do, al que Riquelme conoce de la cantina, le han colocado un tur-bante de vendas en la cabeza que, como es moreno, le presta una expresión oriental. Tiene los ojos cerrados y apretados y respira con dificultad. En el pecho se puede leer la nota con el diagnósti¬co: «Cráneo. Reposo, taponamiento, lavado bordes.»
Los cadáveres no precisan trasportín. Se cruzan sobre la acé¬mila, como en las películas de vaqueros, los brazos recogidos para evitar que se muevan al compás del paso. En cada mula caben tres muertos, los dos más voluminosos juntos sobre la albarda y el más ligero encima, en medio. Antes de echar la soga y de asegu¬rarlos se tapan con una manta para que su vista no desmoralice a la tropa. Los llevan al cementerio y se los entregan al sepulturero jefe, que firma un papel y anota en el libro los nombres, si se los dan, otras veces sólo el número. Allí los entierran, pero cuando son muchos los meten en una fosa común, lejos de las trincheras, y los cubren de cal para que no huelan.
Mientras los combates terrestres están indecisos, el aire es do¬minio de los cazas 1-15 Chato y 1-16 Mosca. El día 16 derriban a un bombardero Ju-52 y averian a otros, además de abatir a dos cazas Heinkel-51 de la escolta. Alarmados, los nacionales trasla¬dan a toda prisa del frente del sur a sus mejores aviadores, la Pa¬trulla Azul de García Morato.
Bernardo Afán le dice a su primo:
—¿Te acuerdas de Ramón Franco?
—¿El hermano de Franco? ¿Cómo no me voy a acordar con la que liaron los periódicos y las emisoras cuando voló a Buenos Ai¬res en aquel avión, cómo se llamaba, el Plus Ultra! Menuda le lia-ron de homenajes y parabienes.
—Bueno, pues el héroe nacional, el republicano que quiso bombardear el palacio Real, se ha cambiado de chaqueta y ahora está con los fascistas. Nos ha llegado un informe de que se ha pre-sentado en Salamanca para ponerse a disposición del cuartel ge¬neral rebelde.
—.¡Al calor de su hermano, el muy cabrón!
Franco habilita a su hermano en la escala militar (de la que lo habían expulsado anteriormente) y lo nombra jefe de la base aérea de Baleares. Este súbito encumbramiento sienta mal a mu¬cha gente del bando nacional, aunque solamente Alfredo Kindelán se atreve a protestar en una carta a Franco:
La medida, mi general, ha caído muy mal entre los aviadores, quienes muestran unánime deseo de que su hermano no sirva en Aviación, a lo menos en puestos de mando activos. Los matices son varios: desde los que se conforman con que trabaje en asuntos aéreos fuera de España, hasta los que solicitan sea fusilado; pero unos y otros tienen el denominador común de rechazar, por ahora, la conviven¬cia, alegando que es masón, que ha sido comunista, que preparó hace pocos años una matanza, durante la noche, de todos los Jefes y Ofi¬ciales de la Base de Sevilla y sobre todo que, por su semilla, por sus predicaciones de indisciplina, han tenido que ser fusilados Jefes, Ofi¬ciales y Clases de Aviación.
CAPÍTULO 31
Duelo en el aire
En el Jarama, los Chato y los Mosca se adueñan del aire, y la avia¬ción nacional adopta tácticas prudentes en vista de la superiori¬dad técnica del adversario.
Entonces ocurre la hazaña de García Morato que la propa¬ganda nacionalista magnificará hasta revestirla con caracteres de epopeya.
En uno de estos encuentros, cuando los italianos que pilotan los Chirri nacionales ponen alas en polvorosa (debido a las nu¬merosas bajas recientes, se les ha prohibido que vuelen más allá de las líneas enemigas), García Morato y sus dos compañeros de escuadrilla se lanzan resueltamente al combate despreciando la superioridad numérica del enemigo.
Según la versión nacional, los pilotos italianos, al observar la maniobra, dan la vuelta también y acuden al fuego desobede¬ciendo las órdenes. Se entabla un combate aéreo memorable. Caen varios cazas de cada lado, pero el resultado final es que los nacionales se adueñan del aire o, al menos, establecen que un Chirri en manos de un piloto experto compensa sobradamente la superioridad técnica de los Mosca, pilotados por aviadores bisoños. Según la versión republicana, que parece ajustarse más a la verdad, los Rata y los Mosca siguieron dominando el aire y difi¬cultando la actuación de los bombarderos nacionales.
En cualquier caso, García Morato se apunta dos nuevos derribos. La acción le vale la máxima condecoración nacional, la Laureada de San Fernando, y el condado del Jarama.
García Morato alcanzará a lo largo de la guerra la cifra máxima de derribos, cuarenta aparatos enemigos abatidos, según el cóm¬puto nacional.
En tierra, el choque queda de nuevo en tablas. Los nacionales no alcanzan su objetivo, la línea Arganda-Morata. El 23 de febre¬ro de 1937 cambia de manos tres veces el cerrete Pingarrón, que domina la carretera por la que unos y otros reciben suministros y retiran las bajas. Al caer la tarde, los republicanos intentan por úl¬tima vez conquistar la posición. «El sol se ponía cuando recibi¬mos la orden de prepararnos para saltar del parapeto —escribe un combatiente del batallón Lincoln de la Internacional—. La pri¬mera sección de la primera compañía iba delante. Seguían los ir¬landeses y, tras ellos, los cubanos (...) Rodolfo de Armas fue el primer muerto (...) una bala le acertó en la pierna y al inclinarse recibió dos balazos en la cabeza. Las pérdidas de la sección cuba¬na fueron cuantiosas (...) avanzábamos con prudencia de olivo en olivo, con el fuego enemigo todavía ligero. Cuando llegamos donde terminaban los olivos había unos doscientos metros de te¬rreno descubierto plantados de vides. Bajo el fuego de las ame¬tralladoras enemigas corrimos sobre la tierra blanda en busca de un lugar más protegido. Teníamos buena provisión de granadas (...) llegamos casi a las trincheras enemigas, y algunos incluso pudieron atacarlas con bombas de mano, pero el fuego de las ame¬tralladoras nos impedía avanzar. Se oían gritos por todas partes. Los camaradas caían muertos o heridos. Cavaban rabiosamente con las bayonetas y hasta con las manos, rompiéndonos las uñas, lacerándonos los dedos. Disparábamos hasta que los fusiles nos quemaban las manos.» Otro testimonio: «El capitán John Scoutse incorporó para gritar ¡adelante!... Tres balas lo alcanzaron...»
En una pausa del combate, el brigadista del batallón Washing¬ton Charles Donelly (que morirá dentro de poco en la carretera de La Coruña) enseña a sus camaradas una canción que acaba de componer con la música de la balada tradicional Red River Valley:
Hay en España un valle llamado del jarama,
Que es un lugar que conocemos muy bien,
Pues allí gastamos nuestra juventud.
Y parte de nuestra vejez también.
Estamos orgullosos del batallón Lincoln
Y de cómo se batió ante Madrid.
Allí luchamos como verdaderos hijos del pueblo,
Encuadrados en la Brigada Quince.
Estamos lejos de ese valle de tristeza,
Pero su recuerdo jamás nos dejará,
Así que antes de que nos separemos,
Seamos dignos de nuestros gloriosos muertos.
Hay en España un valle llamado del jarama,
Que es un lugar que conocemos muy bien,
Pues allí gastamos nuestra juventud.
Y parte de la vejez también.
Al final, exhaustos y maltrechos, los dos ejércitos desisten. Franco ha sufrido seis mil bajas; el Ejército Popular, diez mil. Las Brigadas Internacionales no volverán a ser lo que fueron ni se re-pondrán de la sangría.
Pero Franco toma nota: la República dispone ahora de un ejército capaz. En adelante el general se mostrará más cauto y op¬tará por una guerra de desgaste. «La batalla había carecido de arte en todo su desarrollo, limitándose a un bárbaro forcejeo», evalúa Vicente Rojo. Franco gana terreno, pero la República mantiene abierta la carretera de Valencia.
Los dos ejércitos necesitan desesperadamente oficiales, espe¬cialmente el Popular. En las respectivas academias se imparten cursos de formación acelerada. El infatigable y pintoresco Millán Astray preside la entrega de destinos a la primera promoción de alféreces provisionales:
—¡Alféreces provisionales de hoy! —comienza su arenga—. ¡Cadáveres efectivos de mañana!
Las autoridades presentes intercambian miradas de estupor.
Bien está enviar a estos muchachos, casi adolescentes, a la muer¬te, pero ¿qué necesidad hay de recordarles el día de su gradua¬ción que la primera paga es para el uniforme y la segunda para la mortaja?
La falta de oficiales la remedia el «habilitado». El sustantivo, de amplia difusión, designa al militar que, debido a las circuns¬tancias, debe ocupar un puesto más alto del que le corresponde. Un sargento puede ser habilitado para teniente si no hay tenien¬tes, o un capitán para comandante, aunque uno y otro seguirán percibiendo la paga de sargento y de capitán, respectivamente. Por el mismo camino, una sábana puede ser habilitada para man¬tel y el fondo de una maceta puede habilitarse para plato sopero si no hay donde comer. Al principio de la guerra, muchos tracto¬res y camiones se habilitaron para carros de combate añadiéndo¬les albardas de hierro soldadas en herrerías y talleres. Estos inge¬nios bélicos, también conocidos como «tiznados», alcanzaron corta vida porque resultaban más peligrosos para los de dentro que para los de fuera.
Franco no cede en su propósito de aislar Madrid para impe¬dir que reciba refuerzos. Madrid caerá por agotamiento. El ejér¬cito nacional anda escaso de reservas. Quizá sea el momento de aprovechar la combatividad del ejército expedicionario italiano para apretar el cerco por el norte.
CAPÍTULO 32
Penne Nere (Pena Negra)
(Penne significa pluma, pero no he podido evitar traducirlo por pena. Esta propensión mía al chiste fácil.)
Desde el principio de la guerra, Málaga ha estado en manos de los anarquistas del Comité de Salud Pública, gente indisciplinada y cantonalista que hace la instrucción en camiseta e incluso acari¬cia el proyecto de establecer relaciones directas con la URSS. Son unos doce mil milicianos con ocho mil fusiles.
El 22 de diciembre de 1936 ha desembarcado en Cádiz un cuerpo expedicionario italiano, unos seis mil hombres, en su ma¬yoría camisas negras fascistas, vestidos como figurines y pertre¬chados con abundante material. Los manda el general Mario Roatta, Manzini. Están ansiosos por entrar en combate.
A mediados de enero, Queipo de Llano lanza una ofensiva contra Málaga. Dos columnas avanzan simultáneamente por la serranía de Ronda y por la costa, esta última protegida por los cruceros nacionales Canarias, Baleares y Almirante Cervera. Los italianos colaboran con sendas columnas motorizadas desde Antequera, Loja y Alhama.
El 6 de febrero las autoridades republicanas decretan la eva¬cuación de Málaga ante el inminente ataque de las tropas nacio¬nales. Cunde el pánico en los pueblos de la sierra. Miles de muje¬res, ancianos y niños invaden la carretera de la costa con sus maletas y hatillos. Pasan por Marbella camino de Málaga, pasan por Málaga camino de Almería. A lo largo de la carretera van quedando colchones, bultos y enseres abandonados por la fatiga del camino. Uno de los que huyen, Tomás Ruiz Martín, lo con¬tará así: «La carretera de Málaga a Almería se puso como cuando usted sale del cine, así, en manada. Y figúrese cuando venía la aviación a eso, a ametrallar (...) y allí se encontraban niños muer¬tos, y, en fin, de todo (...) una cuñada mía dio a luz en la carrete¬ra. .. en fin, una cosa tremenda.»
El frente republicano se desmorona. Los nacionales alcanzan los arrabales de Málaga y se disponen a asaltarla. En la ciudad, de ciento cincuenta mil habitantes, reina el caos. Los milicianos re¬plegados desde todos los frentes abandonan las armas y se procu¬ran identidades civiles para escapar de la quema. El día 8 una columna nacional y otra italiana penetran en la ciudad, que se en-trega sin resistencia, mientras el cañonero Cánovas amarra en el puerto y ocupa las instalaciones portuarias.
El escritor Arthur Koestler ha regresado de Londres, esta vez a la España republicana, y presencia la toma de Málaga desde una casa de las afueras.
«Sabíamos desde hacía días que Málaga estaba perdida, pero nos habíamos imaginado el final de un modo distinto. Todo su¬cedió en un silencio terrible, sin ruido, sin dramatismo (...) Iza¬ron en el mayor de los secretos la bandera blanca sobre la Alca¬zaba de Málaga. Al día siguiente, cuando los cruceros y aviones del enemigo llegaron, esperábamos que dispararan, sin com¬prender que no había ya enemigo, que ya vivíamos bajo el yugo de la bandera bicolor (...) mientras dormíamos nos habían en¬tregado a la delicada misericordia del general Franco. La entra¬da de las tropas rebeldes fue igual de espeluznante, con una manera extrañamente natural y poco dramática. Anoté en mi diario:
»"A la una de la tarde un oficial con el casco de acero gris del ejército italiano aparece en la carretera de Colmenar, delante de nuestra casa. Mira a su alrededor y dispara al aire un tiro de re-vólver. En unos segundos unos doscientos soldados de infantería bajan por la carretera desfilando en perfecta formación. Cantan Giovinezza, el himno fascista de Mussolini.
»"Al pasar por delante de la casa nos saludan, y todos los cria¬dos, que apenas ayer levantaban el puño con convicción, alzan ahora el brazo para hacer el saludo fascista con el mismo ardor es¬pañol. (...) El jardinero nos aconseja a sir Peter Chalmers-Mit-chell y a mí que cambiemos de actitud. 'Después de todo, ahora tenemos un nuevo gobierno' (...) Después de un rato, conforme pasaban más y más tropas, sir Peter y yo nos vimos obligados a le¬vantar también el brazo. Evitábamos mirarnos.
»"Una compañía de infantería italiana ocupa la colina. El te¬niente al mando entra en el jardín, se presenta cortésmente y pre¬gunta si puede tomar un baño. (...) los italianos no hablan una sola palabra de español. Se les ve agotados. Se comportan con ab¬soluta corrección.
»"Sir Peter y yo nos instalamos en el porche. Oímos los ruidos que hace el teniente italiano en el baño. Convenimos en que es una persona agradable. Seguimos evitando mirarnos a la cara.
»"La vergüenza me asfixia, es como una esponja seca en la garganta.
»"A las cuatro de la tarde oímos un rumor de vítores y aplau¬sos que viene de la ciudad. Los sublevados han alcanzado el cen¬tro de Málaga (...) se escuchan tiros a intervalos regulares. Uno de los criados explica: 'La ejecución de los criminales rojos ha co¬menzado.' "»
Al día siguiente Luis Bolín detiene a Koestler, pero no lo mata «como a un perro rabioso» quizá en consideración de su condi¬ción de periodista acreditado. Lo condenarán a muerte, y final¬mente lo permutarán por otro prisionero republicano.
En el hotel que servía de cuartel general republicano, los ocu¬pantes encuentran una maleta con un relicario de plata: el brazo incorrupto de santa Teresa de Ávila, sustraído meses antes duran¬te una requisa miliciana en el convento de las Carmelitas Descal¬zas de Ronda. La reliquia, enviada a Franco, permanecerá junto al Caudillo el resto de su vida, presidirá su alcoba y lo acompaña¬rá en los viajes. A la muerte del dictador, sus albaceas la reinte¬grarán a las carmelitas rondeñas.
La Auditoría de Guerra del Ejército de Ocupación comienza los juicios sumarísimos. La santa de Ávila no intercede por los mi¬licianos que secuestraron su brazo. Los fusilamientos se cifran en unos dos mil. Un joven y prometedor abogado, Carlos Arias Na¬varro, se gana el sobrenombre de Carnicerito de Málaga por su se¬veridad en la depuración de responsabilidades actuando de fiscal.
En diciembre de 1936 sólo hay unos miles de militares italia¬nos en España. De pronto, Mussolini decide liquidar por su cuenta la guerra y envía, sin avisar, un contingente de cincuenta mil soldados (voluntarios fascistas, tropas regulares y voluntarios no tan fascistas, reclutados en su mayoría en el sur de Italia, una región azotada por la pobreza y el desempleo). La tropa forma el CorpoTruppe Volontaire (CTV) integrado por las divisiones Littorio, Dio lo Vuole, Fiamme Nere y Penne Nere. La primera está formada por militares; las otras tres, por voluntarios fascistas, con mandos inexpertos. Son tropas muy motorizadas, preparadas para la guerra célere o relámpago, lo más moderno en estrategia.
Mussolini pretende hacer la guerra por su cuenta, sin depen¬der del cuartel general de Franco.
El general Roatta propone alcanzar la costa mediterránea des¬de Teruel, pasando por Sagunto. En Salamanca le indican que los nacionales han cruzado el Jarama y de un momento a otro corta¬rán las comunicaciones entre Madrid y Valencia. Por otra parte, Franco prefiere que sean las tropas nacionales las que conquisten Valencia. Cuestión de prestigio.
Así las cosas, en vista de que la batalla no se resuelve en una clara victoria, y quizá falto de reservas (la carnicería del Jarama se lo lleva todo), Franco autoriza a los italianos para que ataquen Guadalajara. Esto aliviará la situación de sus tropas empantana¬das en el Jarama.
—¿Qué es eso de la guerra celeréi —pregunta el teniente co¬ronel Vaca de Miranda, del Alto Estado Mayor, a su asistente Benjamín García, que chapurrea el italiano y por eso le enco¬miendan que acompañe a los enviados de Mussolini en visita por Salamanca.
—¡El último grito en materia de guerra, mi teniente coronel! —responde el interpelado cuadrándose—. Los aviones le abren camino a la artillería y ésta a la infantería bien equipada y moto¬rizada, con camiones y vehículos oruga que irrumpen por el fren¬te enemigo y se lanzan en flecha contra un objetivo de la reta¬guardia.
Las cuatro flamantes divisiones italianas del CTV avanzan desde Sigüenza hacia Guadalajara por el eje de la carretera Ma¬drid-Zaragoza. Impresionante maquinaria: camiones cargados de tropas, cañones remolcados por tractores, tanquetas Ansaldo, humeantes cocinas de campaña, motos con sidecar, todo.
—Esto es un ejército y no esta miseria nuestra —alaba Vaca de Miranda con algo de envidia.
—Sí, mi teniente coronel —corrobora el asistente Benja¬mín—. Como decimos en mi tierra, no les falta un perejil.
Pero no deja de llover, los campos están embarrados y los ve¬hículos, casi todos de ruedas, no pueden abandonar las carreteras sin riesgo de atascarse.
Barro y lluvia.
Quizá los italianos se confían excesivamente. Sobre el papel parece fácil. Emprenden la campaña con muy mal tiempo, una prolongada borrasca en medio de intensas lluvias que embarran el campo e impiden despegar a la aviación, pues los aeródromos con pistas de tierra están impracticables. Por otra parte, las tropas republicanas a las que se enfrentan son más disciplinadas y están mejor armadas que los desharrapados milicianos malagueños de hace dos meses.
Los italianos, con su moral de victoria y sus prisas, no se pro¬tegen debidamente los flancos: la tercera división avanza en ca¬miones hacia Torija. La guerra célere, relámpago, manifiesta sus carencias. A las pocas horas hay cientos de camiones embotella¬dos en las carreteras, las unidades confundidas, un gigantesco atasco con el propio general atrapado en el centro. Con todo, avanzan treinta kilómetros antes de que la resistencia republicana los contenga. La noche del 10 de marzo de 1937 toman Brihuega por sorpresa mientras la guarnición republicana, una compa¬ñía de milicianos, duerme confiada en que a nadie se le ocurrirá atacar con la que está cayendo.
Los italianos que ocupan Brihuega se meten en una ratonera mortal. Eso les pasa por despreciar los mapas del ejército español y confiar más en los de Michelin. Los republicanos dominan las alturas de la hoya desde las que su artillería puede bombardearlos a placer.
El coronel Nasi, jefe del Estado Mayor de la división Dio lo Vuole, anota en su diario: «15 de marzo, limpieza en Brihuega. Dos camiones de presos camino del cementerio, bajo la lluvia. Por la carretera, los camisas negras camino del frente se apartaban para dejarlos pasar. Oían del primer camión llantos y maldiciones. En el segundo camión, cargado de guardias de asalto fieles a la Repú-blica se oía silbar y cantar la canción Adiós, Pamplona como en una fiesta. Los acompañaban unos coches de falangistas, hombres y mujeres, también cantando. Los camiones se detuvieron a las puertas del cementerio. Despertaron al enterrador que estaba bo¬rracho. La fosa estaba preparada desde hacía dos días, pero se ha¬bía llenado de agua. Bajaron a los condenados, entre ellos a dos maestros, marido y mujer, ancianos, a los que habían encontrado en su Casa sendos títulos de "milicianos de la cultura". Habían en¬señado a leer y a escribir a los hijos de algunos de los que forma¬ban en el pelotón de ejecución. Los falangistas tiraban mal, con viejos fusiles que sirvieron en la guerra de Cuba. Los fusilados caían en el barro, agonizando, cubiertos de sangre. Tuvieron que darles el tiro de gracia. Uno vomitó sobre las lápidas del cementerio. El enterrador, con la boina negra entre las manos, miraba bo¬quiabierto.»
Vicente Rojo diseña el contraataque republicano: retira a sus mejores unidades del Jarama, donde la batalla languidece, y guar¬nece con ellas el eje de marcha italiano. Los internacionales ita-lianos del batallón Garibaldi se enfrentan a sus compatriotas fas¬cistas. De noche, con los altavoces de trinchera, les dirigen un aluvión de insultos y vulgaridades que Renzo Godoli transforma¬rá en sus memorias en el bello discurso moral que desde entonces aparece en muchos libros.
Los fascistas, atrapados en el barro y desorientados, pierden fuelle. Para colmo, los únicos aviones que aparecen (y bombar¬dean, y ametrallan) son los del enemigo. Los nacionales no se atreven a despegar de sus aeródromos embarrados. En el otro lado, el jefe de la aviación republicana, García Lacalle, recorre a bordo de su Mosca el campo X, en Azuqueca, cercano al fren-te. Dos de sus hombres acompañan al avión, cada uno al extre¬mo de un ala, examinando la pista y comprobando la profundidad de los charcos. No está mal. El campo era un antiguo sembrado de alfalfa y la tierra ha drenado bien.
—Parece que está utilizable —comunica García Lacalle a sus pilotos.
No hay tiempo que perder. Uno tras otro, los Mosca despegan.
En el cielo no hay caza nacional que les dispute el dominio del aire. Por otra parte, las tropas italianas que van a ametrallar no disponen de defensa antiaérea.
—Así se las ponían a Fernando séptimo —comenta un avia¬dor republicano, antiguo estudiante de Historia, al regreso de una misión.
—¿Qué dice mi sargento?
—Nada, Cosme, que repongas pronto, que hay mucha faena ahí arriba.
Los cazas hacen trescientas salidas en las que descargan quinientas bombas y disparan más de doscientas mil balas de ame¬tralladora.
Algunos aviadores republicanos son mercenarios estadouni¬denses. La República, desesperadamente escasa de pilotos, recu¬rre a sus embajadas para que contraten a pilotos de fortuna, ge¬neralmente aventureros locos por volar y deseosos de emociones fuertes y de dinero, que nunca viene mal: mil quinientas pesetas al mes y una prima de mil quinientas más por avión derribado. Además, luchar en España a favor de la República se considera una buena causa porque se le corta el paso al fascismo que se yergue como una amenaza sobre todo el mundo.
Los nacionales sólo tienen un aviador mercenario: el nortea¬mericano Vincenzo Patriarca. El 13 de septiembre de 1936 aba¬tió al piloto republicano Félix Urtubi, pero éste logró embestirlo con su avión en llamas, derribándolo a su vez. Patriarca saltó en paracaídas, cayó en el lado republicano y lo apresaron.
Uno de los aviadores mercenarios que vuelan para la Repú¬blica es Frank G. Tinker, de veintisiete años, grandullón, tacitur¬no. Ha pilotado aviones de caza en la marina de los Estados Uni¬dos. «Tras la heroica defensa del Alcázar de Toledo simpatizaba con los rebeldes. Luego vinieron los bombardeos sobre Madrid y mis simpatías cambiaron hacia los republicanos. Los aviones que devastaban Madrid eran Junkers reconvertidos en bombarderos. Eso significaba Hitler. Cuando supe que también Mussolini esta¬ba en el asunto, decidí ofrecerme como piloto de caza al gobier¬no republicano.»
Tinker se presenta en el Consulado español, se alista y consi¬gue un pasaporte con su foto que lo identifica como Francisco Gómez Trejo.
En la misma remesa de pilotos mercenarios embarca para Es¬paña Harold Dahl, veintisiete años, antiguo piloto militar expul¬sado del ejército por jugador. Se había trasladado a México para huir de los acreedores que lo buscaban por deudas de juego. Dahl se presenta en España con su flamante esposa Edith Rogers, con la que se ha casado por el rito mejicano. Es una escultural corista rubia platino que toca el violín y presume de haber actuado en las Earl Carroll's Vanities de Broadway.
En España, Tinker, Dahl y otros tres pilotos norteamericanos se entrenan en el aeródromo de Manises con bombarderos monomotores Breguet. Con cierta envidia, ven pasar sobre sus cabe¬zas a los veloces y maniobreros Chato y Mosca. «Los pilotaban expertos aviadores de combate rusos. Si nos portábamos bien a lo largo de toda la guerra, tal vez nos permitieran volar en ellos una vez firmado el armisticio.» A la primera ocasión, Tinker demues¬tra que es capaz de volar diestramente con un Chato (ya viene en¬trenado del maniobrero Boeing F-4B).
Mientras su marido surca los cielos de España y participa en bombardeos y ametrallamientos, la rubia Edith se aburre en su habitación de hotel en Valencia. Finalmente, convence al piloto para que le permita residir en Cannes, en la Riviera francesa, le¬jos de la molesta guerra. El salario del mercenario da para eso y para más. Dahl se pasa los ratos libres escribiéndole tórridas car¬tas de amor.
Los mercenarios norteamericanos participan activamente en la batalla de Guadalajara. Los Chato y los Mosca se emplean a fondo: «Podíamos ver a los pobres diablos correr por entre el ba¬rro en todas direcciones.»
«La infantería huía dominada por el pánico —corrobora un informe—, los artilleros abandonaban sus piezas. Algunos de los que se retiraban decían que no sabían lo que sucedía y que delan¬te ya no quedaba nadie, que orden de retirada no tenían, pero que los oficiales ya no estaban allí (...) la gente asaltaba los camiones atestados que iban hacia retaguardia.»
El descalabro italiano se atribuye a su cobardía. Sin embargo, muchos italianos combaten con pericia y valor. El día 14 los ca¬misas negras parapetados en el palacio de Ibarra, que domina la carretera de Brihuega, rechazan varios ataques republicanos. Cuando anochece deciden romper el cerco y replegarse a Brihue¬ga, no faltan voluntarios para cubrir la retirada y luchar hasta la muerte.
Al día siguiente, los republicanos bombardean Brihuega des¬de las alturas dominantes mientras su aviación la ametralla. Un obús mata al general Bergonzoli y a parte de su Estado Mayor. El mando italiano debe reconocer que la ciudad es una ratonera. Ordena el repliegue. Los italianos se retiran desordenadamente por las tres carreteras que conducen a la retaguardia.
La batalla de Guadalajara se salda con una derrota de los na¬cionales, aunque no tan tremenda como pregona la propaganda republicana. La República ni siquiera recupera el terreno perdi¬do. Además, sufre más bajas que el enemigo: 2.200 muertos y 4.000 heridos frente a los 1.400 muertos, 4.500 heridos y 560 de¬saparecidos del lado italiano.
El abundante material ocupado a los italianos suministra un excelente motivo propagandístico: la prensa mundial se llena de fotos de republicanos alborozados posando con camiones, armas ligeras, pertrechos, cazadoras, botas, ponchos de camuflaje... arrebatados al ejército de Mussolini. Buena falta les hace porque muchos soldados republicanos van medio descalzos en invierno.
El revés italiano alegra a muchos nacionales que se sentían humillados por su prepotencia latina. Quizá, también, porque los italianos visten mejor y ligan más.
CAPÍTULO 33
Dos enemigos se saludan
En la Ciudad Universitaria, el capitán de la Legión Carlos Iniesta contempla un retacito de verdor primaveral que asoma por la tronera del refugio donde redacta el parte. Inspirado, escribe:
11 abril 1937. A las 10 horas. Ataques vecinos más fuertes. Les envié recado de que retirasen carros, pero no me hicieron el más puñetero caso. Convencido ya de que lo hacen a mala leche, les estamos zumbando con botellas de gasolina. Quemado uno frente al hito del kilómetro 9. Tengo más de cincuenta bajas. Teniente Perrina Villalón herido grave. Ruego granadas de mano, no importa su marca.
El capitán Carlos Iniesta.
Siguen unos días de relativa calma con tiroteos diurnos ruti¬narios. Al anochecer, el fuego disminuye de intensidad hasta que se hace el silencio. Algún soldado bromista le da las buenas no-ches al enemigo con una bocina de hojalata. Los nacionales son legionarios; los republicanos, milicianos de la CNT. Conver¬san de trinchera a trinchera como vecinos. Los legionarios tienen un gramófono en el que ponen a todo volumen el chotis Rosa de Madrid a petición de los milicianos.
Entre las dos trincheras, en la tierra de nadie, se pudren algu¬nos cadáveres de milicianos caídos en el ultimo ataque.
—¡Eh, los de la Pasionaria —grita un legionario—. Bien podíais enterrar a vuestros muertos, que cuando sopla el cierzo nos llega un pestazo que no hay quien lo aguante!
—¡Sí, hombre! —le replica un cenetista—. ¡Para que nos friáis a tiros en cuanto asomemos la jeta!
—¿Qué dices, desgraciao? —responde el lejía—. Nosotros somos caballeros legionarios y sólo combatimos de frente y con honor.
El capitán Iniesta Cano toma la bocina e interviene.
—¡Eh, los rojillos! Que sepáis que no abriremos fuego contra los que salgan a retirar los cadáveres.
Los dos bandos acuerdan la tregua: a las diez de la mañana del día siguiente, 18 de abril de 1937, pondrán una bandera blanca en cada trinchera y a continuación un oficial de cada bando sal-drá al descubierto para conferenciar con el otro sobre las condi¬ciones. Para evitar fallos o malentendidos sincronizan los relojes.
Los legionarios proporcionan a su capitán ropa nueva y recién planchada, incluidos los guantes blancos del uniforme de gala. Además, acopian tabaco, coñac y vino para obsequiar al enemi¬go, que vean lo rumbosos que somos.
El capitán Iniesta aparece sobre el parapeto a la hora conveni¬da, hecho un figurín. De la trinchera opuesta sale un teniente re¬publicano «pequeño, desharrapado, con unas malas alpargatas, muy viejo, sin afeitar, con unas antiparras colocadas casi sobre la punta de la nariz».
El legionario y el cenetista avanzan hasta el centro de la carre¬tera. A tres pasos el uno del otro se cuadran y saludan en posición de firmes. El cenetista se lleva el puño a la sien:
—A tus órdenes, capitán.
Dan dos pasos al frente y se estrechan la mano.
El teniente republicano invita al capitán nacional a que dirija la retirada de los cadáveres. Iniesta se vuelve hacia su trinchera y ordena comparecer a los nueve legionarios que ha prevenido. Los hombres, perfectamente uniformados, saltan del parapeto y se alinean junto a su oficial en perfecta formación. Llevan consigo el tabaco y los licores.
Del parapeto republicano empiezan a saltar milicianos, pri¬mero unos pocos, luego por docenas. «Cientos de milicianos a los que nadie pudo contener —recordará Iniesta—. Su entusiasmo es muy difícil de describir. Se abrazaban a nuestros legionarios (tras los nueve de escolta saltaron muchos más), cogían cigarrillos y descorchaban botellas; por su parte, ofrecían librillos de papel para liar tabaco, que escaseaban en nuestras líneas por hallarse las fábricas en la zona no liberada de Levante. En fin... aquello pa¬recía una verbena o cualquier otra cosa menos un alto el fuego tras los duros combates sostenidos (...) yo en lugar del prohibido armamento llevaba una cámara y tomé algunas fotos. En algunas de ellas puede observarse claramente cómo la camilla que trans¬porta algún cadáver adversario la llevan entre un miliciano y un legionario. Rojos y legionarios alternaban unidos en el trabajo de transportar camillas con un descanso sentados en el suelo, en gru¬pos mixtos, como si se tratase de un día de vacaciones o de fiesta en el campo. Se ofrecían bebidas y fumaban mientras charlaban animosos o intercambiaban prensa.»
A la caída de la tarde cada cual volvió a su trinchera.
«Pasaron varios días hasta que aquella unidad perteneciente a la CNT fue relevada por otra comunista mandada por un tal Perea, que empezó a disparar contra nosotros con armas automá¬ticas, fusiles, granadas de mortero y todo cuanto tenían, sin per¬der un minuto.»
El cenetista Braulio Rodríguez regresa de las trincheras de la Casa de Campo. Le lleva a su familia unos chorizos que ha con¬seguido por mediación de su amigo el furriel. En el paseo del Pra¬do ve la estatua de Neptuno, protegida de las bombas por un te¬rraplén de sacos terreros. Le han puesto una pintada: «O me dais de comer o me quitáis el tenedor.»
En Madrid se pasa hambre.
Braulio le regala a su sobrinillo una de las nuevas pesetas con las que le han pagado su última soldada. Las antiguas monedas de plata, cobre o cuproníquel hace tiempo que desaparecieron en manos de los especuladores. Se han sustituido por sellos de co¬rreos pegados en un círculo de cartulina o por vales.
El niño examina la reluciente moneda. Tiene una estilizada joven de largos cabellos en la cara y un racimo de uvas en la cruz.
—¡Qué peseta más bonita! —exclama—. ¿Quién es esta se¬ñora?
—La llaman «la rubia» y también «la perdición de los hom¬bres».
La hermana de Braulio lo pone al corriente de las dificultades en la retaguardia. Hasta el café de achicoria es difícil de encontrar. La gente mata el hambre comiendo pipas de girasol tostadas con sal, una moda que han introducido los tanquistas rusos (y que se prolongará en la hambrienta y larga posguerra). Ya no queda un gato en el vecindario, todos han ido a parar al puchero. Arroz con conejo.
—Hay que tener fe en la victoria —dice Braulio, sin mucha convicción.
Suenan motores sobre el cielo de Madrid. No hay alarma aé¬rea: son republicanos. Braulio, con su sobrino en brazos, sube a la azotea para contemplar el espectáculo. Allí los vecinos vitorean a los Mosca y a los Chato que hacen piruetas sobre la ciudad. Uno de los pilotos es Tinker, el americano (Francisco Gómez Trejo en los papeles), que por fin ha conseguido que le asignen un Chato. «Mientras pasábamos rugiendo por encima de los edificios más altos podíamos ver a la gente dando saltos y agitando pañuelos y prendas de vestir. Por supuesto no oíamos lo que nos decían, pero casi podíamos sentir las oleadas de cálido agradecimiento que emanaban.»
CAPÍTULO 34
La campaña de la aceituna
En Andalucía, desde el principio de la guerra, se ha establecido el frente en Villa del Río y Montoro, cerca de la divisoria provincial entre Córdoba, que es nacional, y Jaén, que es republicana. Mientras se combate en Madrid, este frente está tranquilo, pero en diciembre de 1936 los nacionales lanzan una ofensiva que aunque no alcanza sus objetivos (la ocupación de Andújar y Li¬nares para cortar los accesos a Madrid por Despeñaperros) logra conquistar los pueblos de Montoro, El Carpio, Adamuz, Pedro Abad, Villa del Río, Lopera y Porcuna. Es la llamada «campaña de la aceituna» porque coincide con las fechas en las que se reco¬gen las olivas.
Los republicanos tienen casi todas las reservas comprometi¬das en la defensa de Madrid, pero envían la XIV Brigada Inter¬nacional, integrada por voluntarios franceses, austríacos, británi¬cos y de algunos países del Este. Entre los brigadistas predominan los intelectuales, escritores, periodistas y profesores. Los soldados son bastante bisoños y los mandos tan incompetentes que algu¬nos ni siquiera saben interpretar un mapa.
La primera misión encomendada a la Brigada Internacional es recuperar el pueblo de Lopera, que los nacionales han con¬quistado el día de Nochebuena. En el asalto, los internacionales caen por docenas, a veces abatidos por fuego amigo, porque se disparan entre ellos confundiéndose con el adversario.
Una compañía británica resulta aniquilada en el cerro del Calvario, próximo al pueblo. Entre los brigadistas muertos figu¬ran dos intelectuales británicos, comunistas, procedentes de las universidades de Oxford y Cambridge, el poeta Ralph Fox, de treinta y seis años de edad, que cae el día 27, y su colega y amigo, el poeta John Cornford, de veintiún años de edad, biznieto de Charles Darwin, que cae al día siguiente. Los cuerpos nunca se encontraron. Seguramente terminaron en una fosa común.
En el jardín del Pilar Viejo de Lopera hay un sencillo mono¬lito de cemento armado en memoria de Ralph Fox y John Corn¬ford con una placa que dice: «Jardín de los Poetas Ingleses.» «¿Qué impulsó a estos hombres a venir a morir a España? —re¬flexiona un historiador—. Quizá su propio apasionamiento juvenil, tal vez el entorno de una Gran Bretaña víctima de la de¬presión económica, con una alta tasa de desempleo y un consi¬derable brote de organizaciones fascistas. Es inevitable la similitud con lord Byron, aquel aristócrata romántico que murió luchando por la independencia de Grecia. Un coetáneo de Fox y de Corn¬ford, Pollit, lo había advertido: "La mejor manera de ayudar a la causa comunista es ir y dejar que te maten: necesitamos un Byron en el movimiento."»
En su base de Alicante, el aviador mercenario Tinker aprove¬cha un permiso para emborracharse y comprar una vieja bicicleta con la que pretende viajar hasta Valencia. Piensa correrse una juer¬ga en el cabaret La Ilusión Caribeña, donde ha conocido a la chi¬ca de conjunto Betty Imperio (en realidad, Petra Carrizuela), con cuyos pechos turgentes sueña por las noches. Tinker pedalea cues¬ta abajo a pocos kilómetros del aeródromo cuando, de pronto, una patrulla de control le sale al paso y le da el alto. Tinker inten¬ta frenar como en las bicicletas americanas, pedaleando hacia atrás. Ignora que las europeas llevan los frenos en el manillar. «Arrollé a uno de los guardias y el otro me derribó de un disparo.»
Su primera herida de guerra es, por fortuna, leve porque el arma era de poco calibre y la pólvora vieja.
Serrano Súñer, el diputado derechista que apareció fugaz¬mente en nuestro capítulo segundo, emerge ahora en Salamanca, a la sombra de su cuñado, que ha dejado de ser Franquito para convertirse en el Generalísimo.
También han ocurrido cambios en la vida de Serrano. Los ro¬jos han asesinado a sus dos hermanos y a él lo internaron en la cárcel Modelo. Logró que lo enviaran a un hospital, de donde se evadió vestido de mujer, con tacones y peluca. Después se em¬barcó para Francia y desde allí ha regresado a la España nacional. Carmen Polo, la esposa del Caudillo, recibe con los brazos abier¬tos a su hermana Zita y a su cuñado y los instala en el mismo pa¬lacio episcopal donde ella reside.
Serrano no olvida a sus dos hermanos asesinados por los ro¬jos. «La terrible soledad y el choque emocional que me produjo el asesinato de mis hermanos me dejaba incapacitado para las am¬biciones y alegrías normales de la existencia. Esto, que venía a de¬cidir mucho más profundamente mi entrega, la entera dedica¬ción de mi salud y de mi vida presente y futura a la causa por la que ellos habían muerto, venía también a mutilar en mí casi to¬das las posibilidades de interés personal.»
Serrano no ha cumplido todavía los treinta y cinco años. Dio¬nisio Ridruejo lo recuerda «dramáticamente envejecido, con un sempiterno terno negro que acentuaba su delgadez, su cabello blanco y la palidez de su rostro».
El día de su llegada a Salamanca, Serrano se encuentra en la es¬calera del palacio episcopal con el cardenal primado Isidro Gomá, gordo, colorado y vestido de seda. El prelado que más bendice y justifica a los nacionales abraza al cuñado del Generalísimo.
—¡Dios ha querido traerlo aquí! —exclama—. La guerra marcha bien, querido Serrano, pero no todo ha de ser guerra y sólo guerra. Hay que saber «para qué» se guerrea, y eso es misión de la política.
Hasta ahora el consejero político de Franco ha sido su herma¬no Nicolás. A partir de ahora, Franco se dejará guiar por su cu¬ñado, más ducho en cuestiones jurídicas, con el beneplácito de doña Carmen Polo, que desea alejar a su esposo de la influencia negativa de Nicolás, un hombre de costumbres desordenadas que trabaja de noche y mira el trasero a las mujeres sin disimular su lubricidad.
Serrano Súñer encuentra en Salamanca un «estado campamental», un cuartel mal asentado sobre la España nacional. Franco ne¬cesita una administración y un gobierno menos provisionales y su cuñado dedica a proporcionárselos sus amplios conocimientos jurídicos, su inteligencia y su capacidad de trabajo. Se propone «ayudar a establecer efectivamente la jefatura política de Franco, salvar y realizar el pensamiento político de José Antonio y contri¬buir a encuadrar el Movimiento Nacional en un régimen jurídi¬co, esto es, instituir el Estado de Derecho».
Nada menos.
CAPITULO 35
El santuario no se rinde
El cañoneo de la batalla de Lopera se percibe desde el santuario de la Virgen de la Cabeza, en sierra Morena. El santuario es una posición nacional, otro Alcázar de Toledo en el que 348 guardias civiles y milicianos derechistas (acompañados de 819 familiares, entre ancianos, mujeres y niños) resisten desde el principio de la guerra el asedio de las milicias republicanas.
El capitán de la Guardia Civil Santiago Cortés, jefe de la guar¬nición, espera que Franco libere el santuario como hizo con el Al¬cázar de Toledo. Los nacionales los aprovisionan desde el aire, lan-zando víveres, medicinas y munición. En esta labor destaca el piloto Carlos Haya con un Savoia al que los sitiados nombran «El Panadero». Gran parte de los envíos cae fuera del alcance de sus destinatarios o se inutiliza al estrellarse contra las rocas.
Las condiciones de los sitiados, faltos de víveres y medicinas, son angustiosas. El hambre llega a ser tan lacerante que deben co¬mer sopa de hierbas de monte con grasa de vaca. Algunos con¬funden los rizomas de la cicuta con otro tubérculo comestible y se envenenan. Un estudiante de medicina, José Liébana, practica intervenciones quirúrgicas sin anestesia, ni instrumental adecua¬do, con un serrucho, una navaja de afeitar y unos alicates, con los que corta los tendones.
El capitán Cortés se comunica con los nacionales por medio de un heliógrafo que envía señales a otro instalado en la torre de Boabdil de Porcuna y con palomas mensajeras (se las lanzan en jaulas por paracaídas y regresan volando a su palomar cordobés con un mensaje en la patita).
Cortés, tan ordenancista y eficaz como obstinado, extiende un certificado reglamentario por cada fallecimiento que se produce y nombra un instructor que abre expediente por cada arma que se inutiliza, con la explicación de las causas y las circunstancias en que se ha producido la avería. Cuando se acerca la Navidad no deja de felicitar a Franco: «(...) en nombre de las mil quinientas personas que bajo el amparo de la Virgen bendita nos encontramos cobija¬dos, me permito dirigir a V.E. la más sincera felicitación en las pró¬ximas fiestas de Navidad (...) me veo en la necesidad de suplicarle, con gran pesar mío, el envío de lo más indispensable, esperando que V.E. sabrá disculpar a este modesto mando, al que vienen acu¬ciando necesidades tan imperiosas durante cuatro meses (...)».
Cortés y los suyos celebran la Navidad con una sardina de lata por persona.
En los últimos días de 1936, el cañoneo lejano anuncia a los defensores del cerro que las tropas nacionales se acercan. Sin embargo, el avance nacional se detiene a treinta y siete kiló¬metros, en Lopera. Después, los sitiados del santuario se desmo¬ralizan al ver que su liberación se aplaza sine die. A finales de ene¬ro, en un fardo de vituallas de las que habitualmente les arroja Carlos Haya, encuentran un retrato de Franco dedicado que Cortés agradece por paloma mensajera: «Con el cariño y el res¬peto que para nosotros merece el más bravo de los soldados he dado a conocer a cuantos en este campamento residen el retra¬to que nos dedica, formando la fuerza y personal que empuña armas como si hubiésemos recibido la visita de Vuestra Exce¬lencia...»
O sea: ¡le presentan armas al retrato del Caudillo!
En febrero, unidades del ejército republicano relevan a las inoperantes milicias que cercaban el santuario. El cerco se estre¬cha. Se intensifican los ataques y los bombardeos aéreos y artille¬ros, así como la guerra psicológica. Desde un altavoz del frente, desertores del cerro y personas relevantes del bando republicano intentan convencer a los sitiados para que se rindan.
Queipo de Llano, por su parte, bombardea Jaén, una inde¬fensa ciudad de retaguardia que no dispone de sirenas de alarma ni refugios antiaéreos, en una operación que es un preludio de lo que ocurrirá en Guernica un mes después.
El 1 de abril de 1937, a las cinco y veinte de la tarde, seis Ju-52 en formación de cuña protegidos por algunos cazas dejan caer sobre Jaén un rosario de bombas de cien y de cincuenta kilos. El ataque ocasiona 155 muertos y numerosos heridos. Una bom¬ba cae en la calle de Fontanilla y mata a veintidós personas; otra en la farmacia de don Ramón Espantaleón, en la calle de Muñoz Garnica, y mata a los cinco clientes que en ese momento se en¬contraban en el establecimiento. El boticario se salva porque ha¬bía bajado al sótano a buscar un medicamento.
En represalia por el bombardeo, las autoridades republicanas fusilan a ciento veintiocho presos escogidos entre los derechistas y propietarios encarcelados desde el principio de la guerra en la prisión Provincial y en la catedral. Dos semanas después Queipo bombardea de nuevo, esta vez sobre Andújar: a las cinco y veinte de la tarde seis Ju-52 en dos formaciones en cuña descargan par-te de sus bombas sobre la población (46 muertos, entre ellos una joven pareja que en aquel momento contraía matrimonio civil). Las bombas restantes las reservan para las posiciones republicanas que rodean el santuario. Arrojan octavillas en las que advierten al mando republicano que repetirán los bombardeos si persisten los ataques al reducto nacional.
Desde mediados de abril, los republicanos lanzan varios asal¬tos apoyados por una docena de carros de combate (de los que los sitiados inutilizan dos). La situación se torna desesperada. Cortés envía un heliograma al comandante de Porcuna: «Remueve lo que puedas: esto se pone muy feo.»
En el santuario, la moral de los defensores desfallece. Algunos se evaden aprovechando las noches más oscuras. «Recuerdo espe¬cialmente el caso de un guardia que llegó a nuestra línea con un hijo de ocho a diez años de edad. A diferencia de lo que solía su¬ceder con otros evadidos que, al interrogarlos sobre sus jefes, mos¬traban tendencia a criticarlos, con el deseo de congraciarse con nosotros, humanamente explicable. Este guardia respondió muy serenamente haciendo un elogio de Cortés. Era —decía— un jefe severo que no permitía la menor falta de disciplina, pero justo, que no admitía privilegio alguno en el reparto de víveres o efectos, ni siquiera a beneficio de sus hijos. Su sinceridad me lo hizo sim¬pático. Con la misma sencillez, si bien tímidamente, sin alardear de republicano, explicó que se había evadido principalmente para evitar a su familia las penalidades del cerco y el peligro.»
Así las cosas, varios representantes de la Cruz Roja se entre¬vistan con el capitán Cortés para ofrecerle garantías de una ren¬dición honrosa, pero el capitán las rechaza y se obstina tercamen¬te en resistir, ya sin esperanza de liberación. El 1 de mayo los republicanos lanzan el ataque definitivo. Cortés envía su último heliograma a la torre de Porcuna, en el que mezcla el estilo direc¬to que la situación requiere con la prosa ordenancista: «Insoste¬nible. Rápido auxilio aviación. Lo que traslado para su superior conocimiento. ¡Viva España!» En los parapetos avanzados, des¬trozados por la artillería y los morteros, batidos por las ametralla¬doras, continúa la imposible defensa. Al cabo José Torrus Palomo una granada le arranca una pierna, pero él continúa disparando hasta que agota sus municiones. Está rompiendo su fusil contra un peñasco cuando una ráfaga de ametralladora lo mata. Otro guardia fracasa en el intento de incendiar un carro de combate con una botella de gasolina y cae acribillado cuando introducía su machete por las mirillas del blindado. Un obús entra por la puerta del semisótano donde está el puesto de mando y hiere gra¬vemente a Cortés. Cuando las fuerzas republicanas conquistan los últimos parapetos, algunos defensores se rinden, otros inten¬tan huir aprovechando la confusión. En su mayoría caen prisioneros, pero algunos alcanzan las líneas nacionales, entre ellos José Liébana, el estudiante de medicina. El teniente Porto se dispara un tiro en la sien.
Salen de las cuevas y refugios los defensores y habitantes del santuario, en su mayoría demacrados, enfermos y con síntomas de desnutrición grave. Los sanitarios los atienden y los alimentan.
En total han muerto ochenta y cinco combatientes y sesenta y cinco civiles. Cortés, en su lecho de muerte, con el hígado y los intestinos perforados por la metralla, encara al fotógrafo que ha venido a retratarlo para la prensa. Una mirada de piedra, honda y dura, destaca en el rostro demacrado, cráneo cerúleo, barba cerrada, labios apretados y resueltos. Unas horas después muere en la cama el hombre que supo morir de pie.
CAPÍTULO 36
La campaña del norte
Después del fracaso ante Madrid, en el Jarama y en Guadalajara, los nacionales necesitan una victoria que les eleve la moral y re¬verdezca sus laureles. Franco vuelve los ojos a la cornisa cantábri-ca, una rica región industrial y minera en la que se concentran gran parte de los recursos de España.
La cornisa cantábrica, una franja de terreno de trescientos ki¬lómetros de frente y sólo treinta o cuarenta kilómetros de ancha en algunos puntos, aislada del resto del territorio republicano.
—Esto no se puede defender —dice Bernardo Afán a su pri¬mo Anselmo.
—¿Eso dicen los de lo alto? —inquiere el ujier.
—No, lo digo yo que veo los mapas y tengo ojos en la cara.
—Echándole cojones, como en Madrid, se defiende cual¬quier cosa —dice Anselmo.
Al ujier algunas veces se le cruza la idea de ofrecerse volunta¬rio para una unidad de combate. Luego se lo piensa mejor y re¬chaza la idea. Recapacita: un hombre más poco puede hacer para ganar la guerra. Su puesto está aquí, velando por el orden en los pasillos de la Presidencia, llevando cafés calientes a los distintos departamentos, vaciando las papeleras y quemando los papeles en la estufa de la calefacción. Eso lo hace personalmente y no consiente que el mozo de mantenimiento que atiende a la cale¬facción meta la mano en el saco. Mientras él esté en presidencia ningún fascista de la quinta columna encontrará borradores de documentos secretos en la basura.
Bernardo lleva razón. El Cantábrico tiene poca defensa. Ade¬más está escindido en tres gobiernos entre los que no existe coor¬dinación alguna: el de Asturias, que incluso se dirige por su cuen¬ta a la Sociedad de Naciones, el de Santander y el del País Vasco. Los vascos cuentan con su ejército propio; los otros, con milicias mal armadas.
La conquista dura tres meses, de marzo a junio de 1937. No es lo que se dice un paseo militar, pero, en cualquier caso, se nota que los estrategas del ejército nacional han aprendido algo tras sus reveses en torno a Madrid. Ahora emprenden maniobras am¬plias y coordinan mejor la fuerza aérea con la terrestre. Los ayuda mucho que las milicias regionales del enemigo sigan tan caóticas como las antiguas columnas.
Comienzan por el País Vasco. Mola advierte por la radio: «Si la rendición no es inmediata, arrasaré Vizcaya comenzando por las industrias de guerra. Dispongo de los medios para hacerlo.»
¿De qué medios dispone Mola, aparte de sus cuarenta mil sol¬dados? El general alude a los modernos aparatos de la Legión Cóndor que Hitler ha enviado a Franco. Bombarderos y cazas alemanes se van agrupando en los aeródromos de la región. El ge¬neral alemán Wolfram von Richthofen va a probar sus máquinas y a sus hombres en la guerra real. Quiere ensayar las novedosas tácticas formuladas por los tratadistas militares: el bombardeo en picado de objetivos concretos y el bombardeo masivo de objeti¬vos civiles con la intención de provocar la rendición del enemigo mediante el terror.
Frente a la aviación nacional, los vascos disponen de unos po¬cos aparatos anticuados y carecen de artillería antiaérea. Sin opo¬sición, los pilotos nacionales actúan relajados, en especial el pilo¬to Juan Antonio Ansaldo, el que se estrelló al despegar cuando traía a España al general Sanjurjo.
Ansaldo describe así su horario un día cualquiera: «A las ocho y media desayuno en familia; a las nueve y media despego hacia el frente, bombardeo baterías enemigas y ametrallo convoyes y trincheras. A las once, partida de golf en el rudimentario campo de Lasarte, al lado del aeródromo; a las doce y media, baño de sol en la playa de Ondarreta y breve zambullida en el mar tranquilo; a la una y media, mariscos, cerveza y tertulia en el café Avenida; a las dos de la tarde, almuerzo en casa seguido de siesta; a las cuatro, segundo servicio de guerra, semejante al matutino; a las seis y me¬dia, cine. Una película anticuada pero magnífica, de Katherine Hepburn; a las nueve, aperitivo en el bar Basque. Buen scotch, bu¬llicio, animación; a las diez y cuarto, cena en Incolaza; canciones de guerra, camaradería, entusiasmo.»
Interesante personaje este Ansaldo. Le habían concedido la Laureada en la guerra de África por bombardear el cuartel del ca¬becilla Abd el Krim y destruir el avión con el que el moro pro¬yectaba bombardear Málaga (en venganza por los bombardeos españoles, en los que se utilizaban gases prohibidos por la Con¬vención de Ginebra).
Además de la campaña del norte, Ansaldo hará la de Teruel y la de Vinaroz, pero luego le molestará a Franco su proyecto de proclamar rey a Juan de Borbón en Pamplona y lo arrestará durante unos meses en la prisión militar del castillo de Santa Ca¬talina, en Cádiz. Quizá también influyera el hecho de que a An¬saldo, poeta en sus ratos libres, se le atribuyeran ciertos versos corrosivos contra Serrano Súñer, el cuñadísimo, que circulaban por tascas y salas de banderas:
Míralo por dónde viene
El Jesús del Gran Poder
Ayer era Jesucristo
Y hoy es Serrano Súñer.
Serrano Súñer, el cuñado de Franco, es el jurista y político que se convierte en su brazo derecho en lo relativo a la organización del Nuevo Estado. Serrano imparte al flamante Caudillo un cur¬sillo de formación política acelerada para disimular las carencias culturales y la simpleza de ideas del africanista, mientras pasean por los jardines del obispado de Salamanca, después del al¬muerzo.
CAPÍTULO 37
Bombas sobre Guernica
El domingo 25 de abril Mola advierte por radio: «Franco está a punto de asestar un golpe poderoso contra el que toda resisten¬cia será inútil. ¡Vascos! Rendíos ahora y ahorraréis el sacrificio de vuestras vidas.»
Parece una más de las múltiples amenazas destinadas a asustar al enemigo.
El día siguiente amanece radiante y primaveral sobre Guerni¬ca, pueblo de cuatro mil habitantes, capital moral y política de los vascos, en cuya Casa de Juntas se yergue el viejo roble que sim¬boliza la independencia.
A las cuatro y media de la tarde aparece un bimotor Dornier-17 alemán de la Legión Cóndor volando a baja altura. Lo siguen unos minutos después tres trimotores Savoia-Marchetti 79 italia¬nos a tres mil seiscientos metros de altura. Uno y otros sobrevue¬lan el pueblo, en línea, de norte a sur, y descargan treinta y seis bombas de cincuenta kilos.
Un poco más retrasados llegan otros dos bimotores Heinkel-111 escoltados por cinco Chirri que también descargan sus bombas.
A las seis, un Chato republicano, el único existente en Vizca¬ya, pilotado por Julián Barbero, sobrevuela el pueblo por orden del presidente vasco Aguirre. No aprecia grandes destrucciones.
A las seis y media aparecen tres formaciones sucesivas, en cuña, de seis trimotores Junker-52 cada una escoltados por doce Chirri italianos. Los bombarderos lanzan en una sola pasada veinte toneladas de bombas explosivas de 250 y 50 kg, así como otras incendiarias de un kilo, en cápsula de aluminio. La destruc¬ción afecta, en un principio, a un treinta por ciento de los edifi¬cios del pueblo, pero el incendio se propaga por las viejas casas de madera hasta destruir el setenta por ciento de las viviendas.
Mueren ciento veintiséis personas. El simbólico árbol se salva.
Guernica, la primera ciudad destruida por un ataque aéreo, es un excelente ensayo general que anuncia lo que serán los espan¬tosos bombardeos de la segunda guerra mundial.
El padre Alberto Onaindía, testigo presencial, relata la expe¬riencia: «Llegué a Guernica a las cuatro cuarenta de la tarde. Ape¬nas había bajado del coche cuando comenzó el bombardeo. La gente estaba aterrorizada (...) no pasaban cinco minutos sin que el espacio se viera ennegrecido por los aviones alemanes. Los aviones volaban muy bajo, arrasando los caminos y los bosques con fuego de ametralladora, y en las cunetas de las carreteras se amontonaban juntos, tirados en el suelo, hombres, mujeres y ni¬ños. Al cabo de no mucho tiempo era imposible ver nada a una distancia de doscientos metros, por la humareda. El fuego envol¬vía la ciudad. Se oían gritos de dolor por todas partes...»
Al día siguiente llegan los corresponsales de la prensa extran¬jera con sus cámaras. El impacto propagandístico es tan negativo para la causa nacional que Luis Bolín (nuestro viejo conocido del Dragon Rapide) se apresura a declarar: «La han incendiado las hordas rojas al servicio criminal de Aguirre.» Más adelante, los nacionales reconocerán que fueron sus bombas, pero sostendrán que el pueblo fue bombardeado por error porque el objetivo del ataque era el puente sobre el río Oca para cortar el paso a las tro¬pas vascas en retirada.
Durante los procesos de los líderes nazis en Nuremberg, en 1945, el fiscal preguntó al mariscal del aire Goering:
—¿Se acuerda usted de Guernica?
—Un momento —respondió Goering—. ¿Guernica, dice? Recuerdo. En efecto, fue una especie de banco de prueba para la Luftwaffe.
El fiscal aludió a las mujeres y niños muertos en aquel bom¬bardeo. Goering respondió, con voz suave:
—Es lamentable, pero no podíamos obrar de otra manera. En aquel momento, esas experiencias no podían efectuarse en otro lugar.
Goering se suicidó con una cápsula de cianuro cuando supo que lo sentenciaban a muerte como criminal de guerra, pero el directo responsable del bombardeo de Guernica (y de Rotterdam y de Coventry, durante la segunda guerra mundial), el mariscal Sperrle, resultó absuelto y falleció en Munich el 2 de abril de 1953, tras una delicada operación de estómago.
Guernica fue un banco de pruebas de los nuevos aparatos y de las nuevas doctrinas sobre el bombardeo a ciudades. Los italianos querían probar a sus nuevos aviones Savoia 79, que ostentan to¬dos los récords de velocidad y carga de un bombardeo, capaces de volar a 430 km/h, más veloces que los cazas enemigos, con una carga de hasta mil quinientos kilos de bombas. Los que actuaron en Guernica pertenecían a la unidad de élite Sorci Verde (tres ra¬tones verdes pintados en el fuselaje). Sólo llevaban la mitad de la carga de bombas. Lo que interesaba era evaluar el efecto y la pre¬cisión de un bombardeo desde gran altura sobre blancos reduci¬dos. Los alemanes, por su parte, probaron el efecto del bombar¬deo concentrado sobre la población y sobre la moral del enemigo.
El recuerdo de los horrores del bombardeo de Guernica se ha mantenido gracias al famoso cuadro de Picasso adquirido por la República para el pabellón español en la Exposición Universal de París. Picasso, a pesar de su ideología comunista, cobró por el cuadro la exorbitante suma de doscientos mil francos. Más ade¬lante donaría al Museo de Arte Moderno de Barcelona su serie Minotauromaquia, en la que indaga sobre el horror de la guerra.
Después de la Exposición de París, el Guernica de Picasso rea¬liza una tournée propagandística por los países nórdicos y por el Reino Unido, donde se exhibe, durante un mes, en las New Bur-lington Galleries de Londres con escaso éxito de público, apenas tres mil visitantes, debido a la propaganda adversa que orquesta el representante de Franco en el Reino Unido, el influyente du¬que de Alba.
El 29 de mayo de 1937, a media tarde, el acorazado alemán Deutschland, de patrulla por el Mediterráneo para vigilar el cum¬plimiento del Tratado de No Intervención, ancla en el puerto de Ibiza. A las diecinueve y doce minutos aparecen dos aviones re¬publicanos que lanzan doce bombas sobre la nave de las que aciertan dos: una en la cubierta de estribor, que sólo produce unos cuantos muertos y algunos heridos, y otra a babor, que pe¬netra en el navío, estalla en su interior y causa treinta y un muer¬tos y setenta y ocho heridos. El acorazado leva anclas inmediata¬mente y se dirige a Gibraltar para internar a sus heridos en el hospital militar de la Roca.
Cuando le comunican lo ocurrido, Hitler monta en cólera y decreta, como represalia, que el acorazado Admiral Scheer hunda el acorazado republicano Jaime I que los alemanes creen anclado en el puerto de Almería. Como resulta que el navío español está en Cartagena, se contentan con cañonear las instalaciones por¬tuarias. El ataque ocasiona diecinueve muertos y cincuenta y cin¬co heridos, además de la destrucción de medio centenar de casas y de unos depósitos de la CAMPSA.
El aviador republicano que acertó con sus bombas en el Deutchsland fue el ruso G. Livinski, o tal vez Nikolai Ostryakov, maestros consumados del bombardeo. En Berlín están convenci¬dos de que el ataque lo ha ordenado el propio Stalin a espaldas del gobierno español, quizá con la esperanza de provocar un conflic¬to entre los estados totalitarios y las democracias occidentales, pero lo más probable es que se haya producido un error de iden¬tificación. Seguramente los pilotos confundieron el acorazado alemán tan ricamente anclado en el puerto enemigo con un cru¬cero nacional, el Canarias o el Baleares.
CAPÍTULO 38
Muerte en la niebla
El 30 de mayo de 1937 los republicanos lanzan un ataque desde el Guadarrama hacia Segovia, una finta ideada por Vicente Rojo para aliviar la presión del frente vasco. Los republicanos rompen las líneas nacionales y progresan hacia La Granja de San Ildefonso.
—Has dejado que se te metan —abronca Franco a Mola.
Algunas fuentes sugieren que Franco y Mola tenían diferen¬cias más graves y que Mola le estaba planteando «la desacumula¬ción del poder». Si es así, debemos pensar en la baraka de Franco, en su suerte, porque, en este punto, Mola desaparece repentina¬mente de la escena como han desaparecido Sanjurjo y José Anto¬nio Primo de Rivera, los otros obstáculos que se interponían en¬tre Franco y el poder absoluto.
Al día siguiente de la discusión, el 3 de junio, Mola vuela de Vitoria a Valladolid en el avión que habitualmente usa en sus des¬plazamientos, un bimotor Air-Speed Envoy, matriculado 41-1, tripulado por el capitán Ángel Chamorro García.
Mola quiere entrevistarse de nuevo con Franco antes de acercar¬se al frente segoviano para vigilar de cerca el desarrollo de las opera¬ciones. Al sobrevolar el puerto de montaña de la Brújula, el aparato se interna en una espesa niebla en la que el piloto pierde el rumbo.
Algunos vecinos de la aldea de Castil de Peones escuchan el sonido de un avión. No lo pueden distinguir, debido a la niebla espesa, pero perciben que el motor ratea y finalmente se detiene.
Parece que el piloto se ha metido en un angosto cañón y cuando tira de la palanca para remontar el cerro Alcocero no lo consigue por pocos metros y se estrella.
El equipo de rescate encuentra el cadáver de Mola a unos me¬tros del avión siniestrado, con su sempiterna cámara fotográfica al cuello.
El historiador Paul Preston cuestiona la versión oficial: «Lo más probable parece que el aparato fuera abatido por error por cazas nacionalistas (...) Mola volaba en un Airspeed A. S. 6 Envoy de construcción británica que un piloto desertor había lleva¬do a la zona nacionalista. No habían borrado del todo sus distin¬tivos ingleses, similares a los aviones utilizados para enviar suministros a la República desde Francia. Es, por tanto, posible que al aparato le hubieran disparado erróneamente los cazas na¬cionalistas.» González Feo, por su parte, atribuye el derribo a los Chato del aeródromo de Bilbao, lo que es improbable, pero no imposible.
Kindelán le da la noticia a Franco.
—Una gran pérdida —comenta el Caudillo.
Y delega la presidencia del solemne funeral, en Pamplona, en el general Millán Astray, al que Mola despreciaba profundamen¬te por su histrionismo y su locuacidad.
Camilo José Cela, en sus Memorias, comenta ajustadamente la desaparición de Mola: «Como Franco, según los más reputados astrólogos, vino al mundo con la polla lisa, el general Mola se le mata en accidente de aviación; el suceso acaeció el mismo día, santos Pergentino y Laurentino, hermanos mártires, en que el duque de Windsor, antes Eduardo VIII, se casó con la divorciada Mrs. Simpson.»
A Mola le hacen el entierro multitudinario que corresponde a tan significada figura, con una nutrida representación de la Le¬gión Cóndor que acude al acto sin permiso de Franco.
El Generalísimo le concede al difunto la máxima condecora¬ción, la Cruz Laureada de San Fernando (y en 1948 le otorgará el título póstumo de duque), pero toma la precaución de confiscar los papeles que Mola guardaba en su despacho, forzando las ce¬rraduras. Quizá el Director se reservaba un as en la manga para el futuro: la correspondencia comprometedora que intercambió con muchos militares cuando preparaba el golpe militar.
Al final, la ofensiva republicana sobre Segovia queda en agua de borrajas. Servirá para que Hemingway escriba su novela ¿Por quién doblan las campanas? Después de la guerra, el 22 de sep-tiembre de 1941, el Caudillo concederá honores de general a la Virgen de Fuencisla, patrona de Segovia, en reconocimiento por su protección a las tropas nacionales en ese delicado momento. Cuando le comunican que Franco ha nombrado general de sus ejércitos a una virgen de palo, Hitler comenta: «Tengo serias du¬das de que de este tipo de absurdos pueda salir algo bueno. Sigo la evolución de España con mucho escepticismo y ya me he he¬cho a la idea de que, aunque ocasionalmente pueda visitar otro país europeo, nunca iré a España.»
Ya que estamos con el Führer, quizá convenga añadir que Von Faupel, el embajador alemán, lo informa cumplidamente de la desaparición de Mola: «El Generalísimo, desde la muerte del ge¬neral Mola, se siente visiblemente más cómodo en cuanto a la dirección de las operaciones.» Años después Hitler comentará: «La verdadera tragedia de España fue la muerte de Mola; ése era el verdadero cerebro, el verdadero jefe. Franco llegó a lo más alto como Poncio Pilatos en el credo.»
Mola ha muerto, pero la guerra continúa sin él. De hecho, el 5 de julio de 1937 llevan al frente de Andalucía, al sector de Torrealcázar, entre Porcuna y el Pilar de Moya, a la compañía del soldado Juan Castro. La primera noche la pasan en unos chozos tapados con lonas de camuflaje, en la falda del cerro. En cuanto amanece les dan el rancho aguachirle y un chusco con panceta y los llevan a las trincheras.
«Cuando llegué a donde mi compañía y vi bien aquello me puse de acuerdo con otros pocos de derechas para pasarnos aque¬lla misma noche, antes de que se pasaran otros y pusieran más vi-gilancia. Se hizo de noche y salimos por delante de la trinchera, a gatas, hasta un agujero que había en la alambrada, pero a los po¬cos metros de atravesarla, uno de los que venían se cayó en un montón de cañas secas y latas vacías y armó más ruido que un buey por un tejado. Sonaron voces, luego un tiro, luego otro y otro y en un momento se armó un tiroteo de mil demonios con tantos reclutas recién llegados al frente que pensaron que ataca¬ban los nacionales. Si volvíamos nos fusilaban, así que salimos por pies, cagados de miedo, con las balas silbando sobre nuestras cabezas, menos mal que era noche cerrada y los reclutas tiraban a ciegas. Tres días tardamos en llegar a las trincheras nacionales, es¬condiéndonos de día y moviéndonos de noche. Un día vimos a un hombre con una burra que se pasaba a los rojos.
»"Nadie está contento donde está", pensé.
»Cuando anocheció continuamos el camino, pero estaba tan oscuro que nos perdimos. Al amanecer descubrimos que en lugar de avanzar habíamos retrocedido y estábamos más cerca de las trincheras rojas que de las nacionales. Vuelta a escondernos y es¬perar que oscureciera. Esta vez sí anduvimos derechos hasta que llegamos a Porcuna y aguardamos a que amaneciera antes de pre-sentarnos delante de las trincheras con las manos en alto y gritan¬do: "¡No tiréis, que nos pasamos! ¡Arriba España! ¡Viva Franco!"
»Salieron unos soldados a ayudarnos a pasar las alambradas y nos llevaron a un chabolo donde nos tomaron declaración y yo les señalé en un mapa dónde estaba cada cosa: el cuartel, las coci¬nas y todo.»
Mientras Juan Castro pasa unos meses en un campo de con¬centración, encuadrado en compañía de fortificaciones, pico y pala, rancho escaso, más piojos que nunca, en espera de que al¬gún conocido lo avale, la guerra prosigue en el norte.
Bilbao está protegido por una línea supuestamente inexpug¬nable de casamatas y trincheras de cemento: «el cinturón de hie¬rro». Cuando llegan las tropas nacionales, el cinturón está a me¬dio construir y sus setenta kilómetros lineales están defendidos por unos treinta mil hombres (la mitad de los necesarios). Por si fuera poco, los nacionales conocen sus puntos débiles porque el ingeniero que la proyectó, el comandante Alejandro Goicoechea, se ha pasado al enemigo con los planos.
Este Goicoechea diseñará, ya en el franquismo, el tren Talgo, uno de los más prestigiosos logros técnicos del Régimen.
El «cinturón de hierro» se revela, a la postre, una patraña de la propaganda republicana, que ya no sabe qué inventar para soste¬ner la moral de una retaguardia hambrienta y desanimada por el adverso curso de la guerra. Como siempre, Azaña ha puesto el dedo en la llaga cuando expresa sus dudas sobre la solidez del cin¬turón: «Suponiendo que existe lo que debería existir.»
Los nacionales rodean Bilbao y atacan con ciento cincuenta piezas de artillería y una aviación que domina el cielo limpio de aparatos enemigos. Bilbao cae en tres días, con su industria in¬tacta. El presidente Aguirre desobedece la orden de Prieto de des¬truir las instalaciones industriales. Después justificará ante Azaña su decisión: «Los militares querían volar unos altos hornos que valen sesenta millones de pesetas. Bastaba, y ha bastado, apagar¬los y algún desperfecto bien pensado para que los nacionales no puedan utilizarlos en muchos meses.» Se equivoca Aguirre, o miente a sabiendas, puesto que los nacionales los reparan en po¬cos días. Antes de que acabe el año duplican su producción; al si¬guiente, la triplican.
—Es que las fábricas militarizadas, sin comités ni zarandajas democráticas, funcionan que da gusto —opina el comandante Zayas, veedor de Franco en la empresa.
En Bilbao, la «liberación» resulta menos cruenta que en otros lugares. El País Vasco ha vivido una guerra distinta al resto de la Península. Allí no se ha producido revolución alguna, ni se ha perseguido a la Iglesia ni se ha asesinado a los capitalistas.
Los vascos, tradicionalmente religiosos, respetan a la Iglesia. Sus tropas incluso cuentan con una capellanía, ciento treinta y dos curas, a muchos de los cuales apresan los nacionales y conde¬nan a penas de reclusión en los centros penitenciarios de Venta de Baños, Anclares de Oca y Carmona. Estos últimos conseguirán la libertad gracias a las gestiones del cardenal Segura.
Tras la caída de Bilbao, la resistencia vasca se desmorona. Los nacionales se disponen a conquistar Santander, apenas defendida por desorganizadas milicias, que se deja copar fácilmente (cua¬renta y cinco mil prisioneros). En un intento desesperado por desviar la atención de Franco, los republicanos lanzan dos ofensi¬vas (batallas de Brunete y Belchite) para atraer la atención del enemigo hacia otros frentes, lo que aliviará la presión que sufre el norte.
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