miércoles, 21 de septiembre de 2016

UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL QUE NO VA A GUSTAR A NADIE. Juan Eslava Galán

 
Juan Eslava Galán.  UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL 
QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 1
Planeta
© Juan Eslava Galán, 2005

© Editorial Planeta, S. A., 2005
Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
Ilustración del interior: archivo del autor, archivo J. A. Guerrero,
© Cornell Capa Photos by Robert Capa
© 2001/Magnum Photos
Primera edición: abril de 2005
Segunda edición: abril de 2005
Depósito Legal: B. 19.024-2005
ISBN 84-08-05883-5
Composición: Anglofort, S. A.
Impresión: A&M Gráfic, S. L.
Encuademación: Eurobinder, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España

Prólogo
El viejo Goya lo pintó mejor que nadie: dos gañanes enterrados hasta las corvas, matándose a garrotazos. La sombra de Caín es alargada, en España. Lo fue siempre, y la guerra civil que se narra en este libro es cumplida prueba de ello. Juan Eslava Galán nos cuenta —en realidad nunca ha dejado de hacerlo— una historia trágica, violenta, retorcida en ocasiones hasta el esperpento con esos trágicos quiebros de humor negro que también, inevitable¬mente, son ingredientes de nuestra ibérica olla. Una república desventurada en manos de irresponsables, de timoratos y de ase¬sinos, un ejército en manos de brutos y de matarifes, un pueblo despojado e inculto, estaban condenados a empapar de sangre esta tierra. Luego, prendida la llama, la arrogancia de los privile¬giados, el rencor de los humildes, la desvergüenza de los políticos, el ansia de revancha de los fuertes, la ignorancia y el odio hicieron el resto. No bastaba vencer; era necesario perseguir al adversario hasta el exterminio. Murió más gente en la represión que en los combates; en ambos lados, analfabetos presidiendo tribunales gozaron de más poder que magistrados del Supremo. Hubo valor, por supuesto. Y decencia. Y lecciones de humanidad e inteligen¬cia. Pero todo eso quedó sepultado por las pavorosas dimensiones de una tragedia que todavía hoy necesita reflexión y explicacio¬nes. Este libro se aventura a ello, y lo consigue con amenidad y con una extraordinaria, abundante y rigurosa documentación que —ésa es quizá su principal virtud— ni siquiera se nota. Juan lo ha escrito a su manera, como suele. Como quien no quiere la cosa. Sin darle importancia y casi sin pretenderlo. Y por supues¬to, sin buenos ni malos. Las dos Españas mamaron la misma le¬che. Estas páginas lo ponen de manifiesto de forma apasionante y estremecedora. Por eso se trata de una historia de la guerra civil que no le va a gustar a nadie. Ya era hora.

ARTURO PÉREZ-REVERTE
De la Real Academia Española

En la taberna de El Gorrión, a la sombra de la catedral de Jaén, Arturo Pérez-Reverte, Fito de Cózar y yo tomábamos vino añejo y queso con rosquillas.
—¿En qué andas metido ahora? —me preguntó Arturo.
—Todavía no tiene título. Es una historia de la guerra civil que no va a gustar a nadie.
—Ese es el título —dijo Arturo.
Gracias, maestro.

CAPÍTULO 1
Tambores de guerra
11 de julio de 1936

El periodista español Luis Bolín, cabello fino peinado hacia atrás con brillantina, ofrece gentilmente su mano a la estudiante ingle¬sa de Artes Dorothy Watson para ayudarla a subir al avión. Al tiempo que la aúpa, tasa, con ojo perito, los encantos de la joven. La falda sport de la británica enfunda un trasero de, al menos, ocho palmos de latitud. Imagina Bolín los pechos valentones y grávidos que se adivinan tras la blusa marinera.
—Parece que empezamos con buen pie —murmura como para sí mientras se acomoda en su asiento.
—¿Decía? —pregunta el piloto.
—No, nada, que ya podemos despegar.
El avión, un biplano Dragon Rapide, matrícula G-ACYR, de la compañía Olley Air Services, impulsado por dos motores Gipsy Six de seis cilindros y doscientos caballos de potencia, des¬pega del aeropuerto de Croydon, cercano a Londres.
Muchos años después, el historiador británico, católico, Douglas Jerold recordará las circunstancias de aquel vuelo que «contribuyó a salvar el alma de una nación».
«Luis Bolín y el ingeniero De la Cierva me citaron para al¬morzar en Simpson's. (El tradicional restaurante del Strand, uno de los escasos fogones londinenses donde se mantenía la tradición de un estupendo solomillo y un irrepro¬chable roast beef con patatas horneadas.)
»—Necesito un hombre y dos rubias platino para volar ma¬ñana a África —dijo Bolín.
»—¿Tienen que ser realmente dos? —pregunté, y al oírlo, Bo¬lín se volvió triunfante hacia De la Cierva.
»—Te dije que lo haría.
«Telefoneé a mi amigo Hugh Pollard, comandante retirado:
»—¿Podrás volar mañana a África con dos chicas? —le pre¬gunté.
»Y escuché la respuesta que esperaba oír:
»—Depende de las chicas.»
Con su potente rugido de motores, el avión se interna entre las nieblas del canal de la Mancha. Lo pilota Cecil W. H. Bebb, aviador veterano de la primera guerra mundial, con un mecánico y un telegrafista. En los asientos traseros toman té de un ter¬mo Luis Bolín, Hugh Pollard, su hija Diana y la amiga de ésta, Dorothy Watson, una chica liberada y moderna que no usa bol¬so y guarda la pitillera y el mechero en las bragas.
Se supone que es un grupo de turistas ingleses que van a rea¬lizar un viaje de placer por las islas Canarias. Bolín, amigo de Po¬llard, actuará como cicerone.
En realidad, el vuelo encubre una misión secreta: suministrar al general Franco un medio de transporte rápido para trasladarse desde Las Palmas de Gran Canaria al protectorado de Marruecos. El general va a capitanear el ejército de África sublevado contra la República Española.
Aterrizan en el aeropuerto de Burdeos, donde los espera el marqués de Luca de Tena. Mientras el resto de la tripulación y los pasajeros toman café en la cantina (el radiotelegrafista una copa de coñac), Luca de Tena, Bolín y el piloto trazan el plan de vuelo.
Atardece. El Dragon Rapide despega de nuevo rumbo al sur.
Desde la cabina acristalada, Bebb contempla la sucesión de valles y cerros achicharrados por el sol, pardos eriales y alguna que otra mancha verde que contornea los escasos riachuelos, pue¬blos que parecen esparcidos por el manotazo de un gigante en la atormentada orografía. Bebb, acostumbrado a la verde Inglate¬rra, encuentra una belleza bravía en este desierto de tierra seca y dura que se extiende hasta los montes azules.
Así que eso es España.
«No sabía que aquello era un volcán y que yo, con aquel vue¬lo, iba a encenderlo —recordaría años después—. Un volcán de fuego y de sangre.»
España. Poco más de medio millón de kilómetros cuadrados. Veinticuatro millones de habitantes, en su mayoría ignorantes de que se les viene encima una cruenta guerra civil.
El piloto del Dragon Rapide que sobrevuela los rastrojos re¬cién segados de las llanuras castellanas no está muy enterado de los asuntos de los españoles. El hace su trabajo, le pagan y en paz. Años después, quizá halagado por el papel que le cupo en aque¬llos hechos, se interesará por la historia reciente de España y no perderá ocasión de ilustrar sobre el tema a los periodistas que lo entrevistan: «En 1931, los republicanos ganaron las elecciones municipales en las principales ciudades de España y el rey Alfon¬so XIII tiró la toalla y abandonó el país. Los republicanos se echa¬ron a la calle alborozados para proclamar la Segunda República.»
La huida del rey dejaba un vacío de poder. El nuevo gobierno se impuso la tarea de modernizar España. Quería transformarla en una nación progresista y adelantada, como sus vecinas de Eu¬ropa. Para conseguirlo urgía abolir los privilegios de la aristocra¬cia y de los grandes terratenientes y limitar el poder del ejército y de la Iglesia. En primer lugar intentaron la reforma agraria, esen¬cial en un país eminentemente agrícola: modificar la propiedad de la tierra para cultivarla racionalmente y atender a su función social empleando a cientos de miles de braceros analfabetos; en segundo lugar, la reforma de un ejército anquilosado y sobrado de mandos que había cosechado estrepitosos fracasos en la guerra de Marruecos; en tercer lugar, la reforma de la Iglesia, que mo¬nopolizaba la educación, acumulaba demasiado poder social y se inmiscuía en los asuntos del Estado. En cuarto lugar debían aten¬der a las regiones históricas que reclamaban descentralización y autonomía.
El plan era bueno y los avances sociales de la República no se hicieron esperar: jornadas de ocho horas, la igualdad de la mujer, educación y sanidad para todos, laboreo de tierras improduc¬tivas...
Estas medidas toparon con la oposición de los colectivos afec¬tados: la Iglesia, el ejército, los partidos monárquicos y las clases privilegiadas. Además, la República tuvo que afrontar la crítica de los anarquistas y los comunistas, que la tildaban de burguesa y aspiraban a una revolución social más radical. Los comunistas eran pocos, pero los anarquistas eran muy numerosos (especial¬mente los del sindicato CNT y los de la combativa FAI). Unos y otros promovieron huelgas y desórdenes que debilitaron a la República.
En enero de 1936, los partidos de izquierda (excepto la anar¬quista CNT) se unen en una coalición electoral, el Frente Popu¬lar, con un programa bastante moderado. La derecha, por su par¬te, se agrupa en torno a la CEDA (excepto el pequeño partido Falange Española). Las elecciones se celebran el 16 de febrero. Gana el Frente Popular por escaso margen (4.654.116 votos fren¬te a los 4.503.524 de las derechas). Sin embargo, una Ley Electo¬ral que favorece a las mayorías otorga al Frente Popular 278 esca¬ños del Parlamento y a las derechas sólo 130.
Manuel Azaña, nuevo presidente de la República, designa primer ministro a Casares Quiroga, un hombre demasiado débil que no estará a la altura de las circunstancias.
Los acontecimientos se precipitan. La derecha, que tiene mal perder y desprecia la democracia —«un principio que considera¬ban la antítesis política del racionalismo» (Gil Robles)— comien¬za a conspirar contra el gobierno. Los sindicatos de izquierda tampoco ayudan mucho con su actitud revoltosa y malhumora¬da: quieren acelerar el proceso económico social con una revolu¬ción. La confrontación se radicaliza. Menudean los enfrentamientos armados con palos o con pistolas entre militantes jóve¬nes de uno u otro signo, especialmente en Madrid.
En el seno del PSOE, las posturas están divididas entre el mo¬derado Prieto y el más radical Largo Caballero, que aunque en su día colaboró con la Dictadura de Primo de Rivera, ahora, quizá como expiación, se niega a cooperar con un gobierno que le pa¬rece excesivamente moderado.
Todo eso ocurre en España, mientras el Dragon Rapide so¬brevuela una zona montañosa, cerros grises, pelados, entre los que a veces se divisa una aldea miserable de casas de adobe y el es¬pejeo de un río que culebrea entre las peñas.

CAPÍTULO 2
Ruido de sables
Allá abajo el campo duerme en el sopor de su ignorancia y de su atraso, pero en las ciudades es un secreto a voces que se está pre¬parando una insurrección militar capitaneada por una Junta de Generales y secundada por los militares derechistas de la Unión Militar Española (UME): «un movimiento militar que evitará la ruina y la desmembración de la patria», crecido a la sombra del líder derechista Gil-Robles.
Consciente del peligro golpista, el presidente de la República, Manuel Azaña, ha alejado de Madrid a los generales más peligro¬sos: Franco, a Canarias; Goded, a las Baleares; Mola, a Pamplona. Pero esa medida no impide que la conspiración militar crezca como una tela de araña tejida diestramente por Mola.
Mola, el Director, como firma los comunicados que envía a los conspiradores.
Nadie espera la guerra, pero todos aguardan un golpe de Esta¬do del ejército contra el gobierno. Es el tema de conversación fa¬vorito en las tertulias de sobremesa, en los cafés y en las reboticas.
En la céntrica calle de Larios de Málaga, Antonio Villa saluda de acera a acera a su amigo y convecino el escritor británico Gerard Brenan:
—¡Buenos días, don Gerardo! —grita para que media calle pueda oírlo—. ¡Buenas noticias! ¡Dentro de dos días Calvo Sotelo será rey de España!
Calvo Sotelo, el más prestigioso y combativo líder derechista del momento.
Tiempo después, Gerard Brenan reflexiona: «Desde media¬dos de junio, todo el mundo, excepto el gobierno, parecía ente¬rado de que los militares planeaban una sublevación.»
Los militares africanos están soliviantados con las reformas de la «ley Azaña», que amenazan sus ascensos, sus condecoraciones, sus bandas, sus fajines adornados de borlas cortineras, sus pagas y sus privilegios.
Azaña está empeñado en reformar al ejército gendarme, que no sirve para defender al país sino para meter en cintura a los obreros, y que ha ganado sus privilegios en la desastrosa guerra de Marruecos, un matadero que sólo sirvió para enriquecer, aún más, a la oligarquía financiera y para colmar el ardor guerrero del rey y de los militares codiciosos de ascensos.
Azaña pone al ejército patas arriba: los veintiún mil oficiales se reducen a ocho mil; las dieciséis divisiones, a ocho.
La remodelación de Azaña anula muchos ascensos irregular¬mente otorgados a militares africanistas durante la Dictadura de Primo de Rivera que precedió a la República. Azaña no se atreve a aplicar la reforma con todas sus consecuencias, pero, en cual¬quier caso, los militares africanistas se sienten ultrajados. El ge¬neral Franco escapa a la degradación hasta teniente coronel (como habría exigido la aplicación estricta de la ley), pero des¬ciende quince puestos en la escala de los generales de brigada (43 generales en total).
Aliada natural de los militares golpistas es una derecha ultra-conservadora formada por monárquicos, terratenientes, oligar¬quía financiera e industrial y caciques. Y aliada de todos ellos, la Iglesia, que ve amenazados sus seculares privilegios.
Los militares conjurados se reúnen en marzo para decidir quién ostentará el mando supremo. Los idóneos parecen Franco o Goded, pero es evidente que ninguno de los dos aceptará su¬bordinarse al otro. Por otra parte, Franco se muestra bastante ti¬bio y elusivo. El general gallego evita comprometerse francamente. En esta tesitura, los generales designan a Sanjurjo, «el héroe del Rif», un general que fracasó dos años antes en un golpe de Es¬tado y desde entonces vive exiliado en Lisboa.
Los conspiradores cuentan, además, con importantes apoyos civiles provenientes de grupos de extrema derecha: los tradicionalistas, algunos católicos y el joven partido fascista Falange Es¬pañola, cuyo líder, José Antonio Primo de Rivera, está encarcela¬do en Alicante por tenencia ilícita de armas.
En abril, Mola envía a los conspiradores la Instrucción Re¬servada Número Uno: «las circunstancias gravísimas que atra¬viesa la nación (...) el gobierno prisionero de las organizaciones revolucionarias (...) situación caótica (...) sólo se puede evitar mediante acción violenta». La acción debe ser «en extremo vio¬lenta (...) conquistado el poder se instaurará la dictadura mi¬litar».
Tres semanas después, Mola envía la Instrucción Reservada Número Dos: la rebelión podría fracasar en Madrid; por lo tan¬to, será esencial que las divisiones del Norte (Zaragoza, Burgos-Pamplona y Valladolid) envíen refuerzos lo antes posible a la ca¬pital de España para socorrer a las guarniciones sublevadas. Las milicias de la trama civil se apoderarán de los pasos de Somosierra y los mantendrán abiertos para que las columnas de auxilio puedan llegar sin contratiempos a Madrid y la ocupen como Mussolini ocupó Roma unos años antes en su célebre marcha.
Cuando falta un mes para el golpe de Estado, las voluntades de los golpistas distan mucho de ser unánimes. Algunos titubean ante la perspectiva de comprometerse en un viaje sin retorno que pondrá en peligro sus carreras y sus vidas. Si el golpe fracasa pue¬den acabar como Sanjurjo, malviviendo en el exilio o, peor aún, ante un pelotón de fusilamiento. Además, no están seguros de lo que harán con el poder una vez que se lo arrebaten al gobierno. ¿Acaso volver a la monarquía? Tres de los generales golpistas, Mola, Queipo y Goded, son más republicanos que monárquicos. En realidad no piensan acabar con la República sino imponer un gobierno militar provisional que reconduzca al país por la senda conservadora. Pero otros generales golpistas son monárquicos y aspiran a restaurar a Alfonso XIII en el trono.
Por esas fechas, el diputado derechista Calvo Sotelo pregunta a su correligionario Serrano Suñer, cuñado de Franco:
—¿En qué piensa tu cuñado? ¿Qué hace? ¿No se da cuenta de cuáles son las cartas?
Franco, que es (moderadamente) aficionado al naipe, sabe perfectamente cuáles son las cartas. Tanto, que está jugando con dos barajas mientras se aclara el panorama y decide de qué lado quedarse. El 23 de junio le escribe al presidente del Gobierno. Con calculada ambigüedad, el gallego se ofrece para calmar «el grave estado de inquietud» del ejército, que crece día a día debi¬do a malentendidos y desencuentros con el gobierno.
Serrano Suñer, buen conocedor de Franco, le responde a Calvo Sotelo:
—Mi cuñado no hará nada que lo comprometa, estará siem¬pre en la sombra porque es un cuco. Pero el alzamiento seguirá adelante con o sin Franquito.

Domingo, 5 de julio
Retama, Marruecos

Maniobras del ejército de África en el Llano Amarillo. En el ban¬quete de clausura, algunos oficiales achispados van de mesa en mesa proclamando en voz alta: «¡Café! ¡Café!» Las autoridades re¬publicanas presentes no saben cómo interpretar las sonrisas cóm¬plices que la palabra provoca en los militares. Para los conspira¬dores que están en el ajo, Café encierra las iniciales de Camaradas Arriba Falange Española.

En las salas de banderas de los cuarteles se propalan rumores. La sublevación es inminente: Navarra se rebelará el 12 de julio y África el 14. Finalmente, la sublevación se aplaza al día 17 a las cero horas.
Unos días antes uno de los conjurados, el general Kindelán, le preguntó a Franco si estaba dispuesto a participar en el alzamiento y sólo recibió una respuesta ambigua, sí pero no. No obstante, Mola está convencido de que Franco sé sumará a última hora, cuando compruebe que la cosa va en serio y no se queda en la pa¬tochada de Sanjurjo, dos años atrás. Hay que proporcionarle los medios para que se traslade rápidamente de las Canarias a Te¬man, donde deberá capitanear el ejército de África. El marqués de Luca de Tena, conspicuo derechista y dueño del diario ABC, telefonea a Luis Bolín, su corresponsal en Londres, y le enco¬mienda que se procure un avión. Bolín, tras consultar el caso con el ingeniero aeronáutico De la Cierva, alquila un Dragon Rapide aparentemente para un viaje de placer por Casablanca, Canarias y Marruecos. Financia la operación el multimillonario Juan March, que desde hace tiempo sufraga a los golpistas desde su exilio de Biarritz. Alguien había profetizado: «O la República acaba con March, o March acabará con la República.»

CAPÍTULO 3
La hora de las pistolas
Domingo, 12 de julio

El Dragon Rapide aterriza en el aeródromo militar de Espinho, Lisboa. Bolín se entrevista con José Sanjurjo, el general que capi¬taneará la sublevación. El militar ha madurado un programa po-lítico con el que piensa regenerar la patria: «Desaparición de los partidos políticos, barrer de las esferas nacionales todo tinglado liberal y destruir su sistema.»
El avión despega para su último vuelo del día.
El general Alfredo Kindelán recibe la respuesta de Franco a su último telegrama en el que lo instaba, una vez más, a comprome¬terse con el alzamiento: «Geografía poco extensa», dice el texto. O sea, que el Franquito sigue dando largas y no se compromete con la rebelión. Hay que comunicárselo al Director. Kindelán le entrega el telegrama a Elena Medina, joven enlace de los conspi¬radores. Ella se lo cose en el forro del cinturón y parte para Pam¬plona.
Mientras el Dragon Rapide aterriza en el aeródromo de Casablanca anochece en Madrid. Los madrileños se reúnen en las terrazas de los puestos de agua de cebada a charlar y tomar el fresco. En la calle de Augusto Figueroa, el teniente de la Guardia de Asalto José Castillo se despide de su mujer, Consuelo Mora¬les, y sale de su domicilio para dirigirse al cuartel de Pontejos, junto a la Puerta del Sol, donde instruye a las jóvenes milicias socialistas. Cuando Castillo alcanza la esquina de la calle de Fuencarral alguien dice a su espalda: «¡Ese es...!» El pistolero falangista Alfonso Gómez Cobián dispara sobre el teniente su pistola ametralladora. Herido de muerte, Castillo se agarra al transeúnte Fernando Cruz y lo arrastra en su caída. Mientras Cruz busca a tientas las gafas que ha perdido escucha murmurar a Castillo: «¡Mi mujer! ¡Llevadme con mi mujer!» En un taxi trasladan a Castillo al equipo quirúrgico de la calle de la Ternera, donde certifican su muerte. Una de las balas se le ha alojado en el corazón.
La capilla ardiente del teniente se instala en la Dirección Ge¬neral de Seguridad. Al pie de féretro, la joven viuda llora descon¬soladamente. No hacía ni dos meses que se habían casado.
A escasos metros, en el cuarto de banderas del cuartel de Pontejos, algunos compañeros y correligionarios del finado se conju¬ran para asesinar a algún significado derechista esa misma noche. A las órdenes de Fernando Condes, capitán de la Guardia Civil que viste de paisano, sacan del garaje la camioneta número 17. El guardia Orencio Bayo la conduce a través de las calles animadas de paseantes.
La víctima designada es el líder monárquico Goicoechea, pero no lo encuentran en su casa. Entonces se dirigen al domicilio del líder derechista Gil-Robles. También está ausente.
Cuando transitan por la calle de Velázquez, uno de los guar¬dias recuerda que allí cerca vive Calvo Sotelo. Aparcan la camio¬neta junto a la acera, en el número 89. En el portal, una pareja de policías monta guardia.
En, el cuarto piso viven Calvo Sotelo, su mujer, Enriqueta Grondona, sus hijos, dos chicos y dos chicas de edades compren¬didas entre los nueve y los catorce años, la institutriz francesa Renée Pelus, la cocinera, la doncella y un mandadero. Después de escuchar la retransmisión radiofónica de La Bohéme, Calvo Sote¬lo y su esposa se han retirado a su alcoba.
El capitán Condes se identifica ante los guardias del portal.
—Sin novedad en el servicio, mi capitán —saluda el guardia más viejo.
Condes y sus acompañantes, los guardias José del Rey, Victo¬riano Cuenca y otros dos de uniforme, suben al piso del político. Condes pulsa el timbre. La doncella abre la puerta.
—¿El diputado Calvo Sotelo?
—El señor está durmiendo.
—Pues despiértele. Venimos a hacer un registro de parte de la Dirección General de Seguridad.
Las criadas lo despiertan. Calvo Sotelo se pone un batín ne¬gro sobre el pijama y sale al recibidor.
El capitán Condes le muestra el carnet que lo acredita como capitán de la Guardia Civil.
—¿Un registro a estas horas? —se extraña el político—. En fin, permítanme que prevenga a mi mujer para que no se alarme.
Calvo Sotelo se asoma al balcón del comedor y pregunta a los guardias de la calle si realmente es la policía la que está a su puer¬ta. Los guardias se lo confirman. Ve, además, la camioneta de la Guardia de Asalto.
Los guardias registran someramente el piso.
—Tiene que acompañarnos a la Dirección General de Segu¬ridad —le advierte Condes.
—Eso ya no —se resiste Calvo Sotelo—. Ningún ciudadano puede ser detenido sin una orden de la autoridad competente; pero yo, además, gozo de inmunidad parlamentaria como dipu¬tado. Para detenerme es necesario que un juez pida un suplicato¬rio a las Cortes y que éstas lo concedan.
Calvo Sotelo intenta utilizar el teléfono, pero un guardia arranca el cable de un tirón.
Se terminaron las contemplaciones. Calvo Sotelo compren¬de. Se deja conducir al dormitorio y se pone ropa de calle. A todo trance quiere alejar a aquella gente de su familia.
Escoltado por los guardias, el diputado sale a la calle. Antes de subir a la camioneta dice adiós con la mano a su esposa, que presencia la escena desde un balcón. Después se sienta donde le indican, en el tercer banco del vehículo, entre dos guardias.
Condes se acomoda junto al conductor y le ordena:
—¡A la Dirección General de Seguridad!
En el cruce de la calle de Ayala, el pistolero Victoriano Cuen¬ca, que se ha situado detrás de Calvo Sotelo, empuña su pistola Astra del 9 largo y le descerraja un tiro en la nuca. Cae Calvo Sotelo hacia la derecha. El pistolero se inclina sobre él y le dispara una segunda bala.
—¿Eso ha sido un tiro? —inquiere el conductor.
Los otros guardan silencio.
—Ahora, al cementerio del Este —ordena Condes.
En el camposanto, los asesinos entregan el cadáver a dos vigi¬lantes del cementerio.
—Lo hemos encontrado en la calle.
Mientras tanto, la familia del secuestrado está telefoneando a amigos y correligionarios para denunciar la detención del líder. En la Dirección General de Seguridad niegan haber enviado a un piquete de guardias para detenerlo.
Pasan todavía unas horas antes de que se esclarezca lo ocurri¬do. Finalmente se divulga la noticia: han asesinado a Calvo Sotelo.
—Este atentado significa la guerra —comenta desolado Mar¬tínez Barrio.
Sigue un largo y tenso día de conciliábulos y reuniones. El ge¬neral Mola envía mensajes cifrados fijando el alzamiento para el día 17 en Marruecos y el 18 y el 19 en la Península.

CAPÍTULO 4
Alea jacta est

Martes, 14 de julio

El general Franco asiste a su clase de inglés, como todos los días, pero esta vez la profesora lo nota «diez años más viejo. Me pareció otro hombre. Era evidente que no había dormido en toda la noche».
En Madrid hace calor y no corre una brizna de aire que re¬fresque el ambiente. A media mañana entierran al teniente Cas¬tillo en el cementerio civil. Decenas de camaradas rodean el fére¬tro puño en alto, en medio de un impresionante silencio roto solamente por los lamentos de la viuda. Por la tarde entierran a Calvo Sotelo en el cementerio católico, al otro lado de la tapia, entre gritos indignados de sus correligionarios, que abuchean a los parlamentarios presentes.
Dos Españas separadas por una tapia.

Miércoles, 15 de julio

En las Cortes se celebra un tenso debate parlamentario. «Los por¬tavoces de las derechas declaran la guerra a las izquierdas» (R. de la Cierva).
Antes de que acabe esa guerra, setenta parlamentarios de dis¬tinto signo habrán muerto frente a los pelotones de fusilamiento.
El diputado socialista Indalecio Prieto interroga al capitán Con¬des sobre su participación en el asesinato de Calvo Sotelo. Condes la admite, «abrumado por la vergüenza, la desesperación y el des¬honor», y se confiesa al borde del suicidio. Prieto le aconseja que reserve su vida para ofrecerla en la guerra civil que se avecina. Un mes más tarde, Condes moriría defendiendo los pasos de Somosierra en compañía de Victoriano Cuenca, el pistolero que dispa¬ró contra Calvo Sotelo.

Jueves, 16 de julio
Santa Cruz de Tenerife. Diez de la mañana

El comandante Hugh Pollard, el amigo de Bolín llegado en el Dragon Rapide, visita al doctor Luis Gabarda en la clínica Costa.
—Galicia saluda a Francia —le dice.
Es la consigna que indica que el avión de Franco ha llegado.
A la misma hora, el general Amadeo Balmes, comandante mi¬litar de Gran Canaria, muere de un balazo en el estómago al car¬gar su pistola durante un ejercicio de tiro. Ésa es la explicación oficial. ¿Se ha suicidado? ¿Lo han suicidado los golpistas porque se resistía a rebelarse? «Hoy es virtualmente imposible afirmar si su muerte fue un accidente, un suicidio o un asesinato» (Paul Preston).

Anochece. El Tercer Tabor (batallón) del Quinto Grupo de Regulares de Alhucemas camina silenciosamente por el desierto. Pernoctarán en la alcazaba de Snada y en cuanto claree el día mar-charán sobre Melilla y ocuparán la estación telegráfica y telefóni¬ca de Villa Sanjurjo. Es el primer acto de guerra.
Mola medita en un despacho del Gobierno Militar de Pam¬plona adornado con tallas, que representan antiguos soldados de los tercios de Flandes, con barba y morrión. La sublevación está en marcha. El alzamiento es ya irreversible.


Alea jacta est.
Sin embargo, las noticias procedentes de las guarniciones de Madrid y Barcelona son descorazonadoras. Se confirma su sospe¬cha: el alzamiento fracasará en las dos ciudades más importantes del país.

Viernes, 17 de julio

Mola madruga. Confirma el alzamiento mediante telegramas ci¬frados a Franco, a Sanjurjo y al teniente coronel Seguí, su enlace en Melilla.
La asistencia a los funerales y entierro del general Amadeo Baimes suministra a Francisco Franco un pretexto excelente para trasladarse de Santa Cruz de Tenerife a Las Palmas, donde lo aguarda el Dragon Rapide en el aeropuerto de Gando.
La noche anterior Franco ha enviado a su familia a Las Palmas a bordo del barco correo Viera y Clavijo. Integran la expedición doña Carmen, su hija; el primo y ayudante de Franco, teniente coronel Franco Salgado-Araujo; el comandante Martínez Fuset, y cinco escoltas.
Después del entierro del general Baimes, música y crespones negros, féretro cubierto con la bandera que juró servir, Franco invierte la tarde en pasear con su esposa, doña Carmen Polo. Mientras tanto, en Melilla, los sublevados arrestan al delegado gubernativo y destituyen a los jefes leales al gobierno. Unidades rebeldes ocupan Capitanía y el resto de los edificios oficiales. Cuadrillas falangistas detienen a dirigentes del Frente Popular.

Madrid

A las seis y media de la tarde, el coronel Hernández Saravia pe¬netra en el despacho del secretario del presidente de la República, Santos Martínez Saura, en el palacio de Oriente.
—¡Santos, los militares se han sublevado en Melilla! ¡Hay que comunicárselo al presidente!
Manuel Azaña está en la quinta de El Pardo, su palacete de ve¬raneo en la Casa de Campo. De pronto, al secretario lo asalta la sospecha de que puedan secuestrarlo allí. Hace días, unos cuan¬tos militares sospechosos estuvieron comprobando una hipotéti¬ca avería de la radio. Quizá espiaban el funcionamiento de los servicios de seguridad en el entorno presidencial. Azaña com¬prende que debe trasladarse cuanto antes a Madrid. La quinta ha dejado de ser un lugar seguro para él y para su familia. Recogen a su esposa, doña Dolores, que visitaba a unos sobrinos en el Pau¬lar de Guadarrama.
Atropelladamente, la familia del presidente y el servicio se trasladan a Madrid, al Palacio Real o de Oriente, que ahora se lla¬ma Palacio Nacional.
Dos horas después, en el palacio, bajo los techos decorados con pinturas venecianas de Giambattista Tiepolo, el presidente Azaña se reúne con el jefe de Gobierno, Casares Quiroga, y con los líderes de los partidos políticos fieles a la República, Prieto, Largo Caballero, Martínez Barrio y otros.
—¡Te advertí del cuartelazo! —espeta Azaña a Casares—. ¡Ya lo tenemos!
Casares Quiroga calla. Quizá recuerde ahora la salida que tuvo con unos periodistas que, ya de noche, le preguntaban sobre las posibilidades de un golpe de Estado:
—¡Ustedes me aseguran que se van a levantar los militares! Muy bien, señores, que se levanten. Yo, en cambio, me voy a acostar.
El pobre Casares Quiroga no sabe qué decir. Le viene ancho aquello al personaje «torpe y a veces ciego por su timidez».
En el Campo del Moro se detienen unos autobuses munici¬pales de los que desciende un destacamento de la Guardia Civil enviado para proteger al presidente. Cunde el nerviosismo entre algunos colaboradores de Azaña. Hay motivos para sospechar que el oficial al mando, el capitán Bermúdez de Castro, esté com¬prometido con la insurrección.
El gobierno discute la situación sin llegar a ningún acuerdo. Las tropas de Madrid quedan acuarteladas, en tensa espera.

La noche del 17 de julio de 1936 Juan Castro, de veintiún años, labrador, duerme al raso en una era del cortijo «Macarena», a veinte kilómetros de Jaén. A eso de las tres de la madrugada se despierta, abre los ojos y ve el espectáculo increíblemente hermo¬so de una lluvia de estrellas. Piensa en despertar a sus hermanos que duermen al lado, pero cuando se dispone a hacerlo las estrellas se sosiegan. Les echa un pienso a los mulos y se vuelve a dormir.
Muchos años después, ya anciano, pensará que aquella lluvia de estrellas fue premonitoria.
Franco se hospeda en el hotel Madrid de Las Palmas. A las tres y pico de la madrugada, un oficial de la vecina Comandancia le entrega el radiograma del general Mola. Es la señal. Franco se ha afeitado el bigote. Viajará de incógnito con el pasaporte diplo¬mático de José Antonio Sangróniz, que no tiene bigote. Aban¬dona el hotel (olvida pagar la factura) y se hace cargo del mando. Los rebeldes han ocupado los puestos clave del archipiélago. Se recibe una llamada del subsecretario de la Guerra, que Franco ig¬nora. Cuando amanece, Franco envía a Melilla un radiograma: «Gloria al heroico Ejército de África. España sobre todo. Recibid saludo entusiasta de estas guarniciones que se unen a vosotros y demás compañeros Península en estos momentos heroicos. Fe ciega en el triunfo. Viva España con honor. General Franco.»
A media mañana, Franco deja a su familia y acompañantes a bordo del barco que los trasladará a Francia. Después, de paisano, embarca en un remolcador que lo lleva al aeródromo de Gando, donde aguarda el Dragon Rapide. El mecánico acaba de revisar y engrasar el motor. Listos para partir. Acompaña a Franco el gene¬ral Luis Orgaz.
El piloto Bebb, halagado por su papel en esta historia, su¬cumbirá a la tentación de adornarla con detalles románticos que no corresponden a la realidad.
«Vi llegar a grandes pasos decididos a un hombre joven que llevaba anudado a la cintura el fajín de jefe y cuyo rostro imberbe iba muy pronto a propalarse en millones y millones de ejempla¬res por los diarios del mundo entero.
»—General Franco —me dijo tendiéndome la mano.
»Sus cabellos negros muy ensortijados, entre los cuales se mezclaban algunos hilos de plata, desbordaban el gorro tradicio¬nal sobre el que estaban bordados los dos bastones, insignia de su grado.
»—En marcha para Casablanca.
»Alguien dijo:
»—¿Y el uniforme, mi General?
»—Ya lo he dicho. En marcha. No hay que perder ni un minuto.
»"Su uniforme"... ¿Qué había querido decir este hombre? No tuve tiempo para preguntármelo, pues, en efecto, mientras volá¬bamos sobre las olas del Atlántico, el general se quitó el uniforme, encerró sus efectos en una maleta y, después de meter en ella tam¬bién los papeles que llevaba sobre sí, la arrojó al mar. Inmedia¬tamente le vi ponerse un jaique y un albornoz y arrollarse a la cabeza un turbante. Se le hubiera creído un verdadero árabe sali¬do de los zocos de Marrakech.»
El Dragon Rapide reposta en Agadir y desde allí se dirige a Casablanca, donde pernocta la noche del día 18. Antes de que amanezca, en medio de una niebla algodonosa, el aeroplano des-pega, (como en la última escena de la película Casablanca), para aterrizar, ya de mañana, en el aeródromo de Tetuán. Franco le or¬dena al piloto que efectúe una pasada volando bajo. Sobre la pis-ta reconoce al coronel Sáenz de Buruaga, sonriente y relajado, rodeado de legionarios. Sí, parece que el aeródromo está en manos de los rebeldes. Franco le ordena a Bebb que aterrice.
Unas horas después el general se reúne en Ceuta con el consejo de jefes para discutir la situación. A escasa distancia, en una sala del hospital O'Donell se apilan los cadáveres de los capitanes y tenien¬tes fusilados por mantenerse fieles a la República. Un cabo sanita¬rio les va arrancando con un bisturí las estrellas de los uniformes.
Franco y sus conmilitones coinciden en que lo más urgente es arbitrar los medios para transportar las tropas africanas a la Península, el paso del Estrecho.
En alta mar, cinco petroleros de la Texaco norteamericana, que traen gasolina para la CAMPSA, reciben la orden de alterar el rumbo y dirigirse a puertos dominados por los sublevados. La orden ha partido del dirigente de la compañía Torkid Rieber, no¬ruego nacionalizado estadounidense que mantiene contactos con el millonario Juan March. Algunos directivos de la compañía ob¬jetan sobre la solvencia de los rebeldes, pero Rieber los tranquili¬za: «Dont worry about payment» (No se preocupen del pago).
En total, la Texaco enviará a Franco, a lo largo de la guerra, dos millones de toneladas de gasolina valoradas en seis millones de dólares.
Una guerra moderna se hace con acero y gasolina. Ya tienen la gasolina.

Sábado, 18 de julio Sevilla

Dos de la madrugada. Un telegrama cifrado de Madrid anuncia la llegada de tres aviones que repostarán y cargarán bombas en la base aérea de Tablada. La escuadrilla va a bombardear a los rebel¬des de África.
Uno de los oficiales de la base, partidario de los rebeldes, el capitán Carlos Martínez Vara del Rey, entretiene la espera en el bar de oficiales. Cuando aterriza el primer avión, un DC-2 civil requisado por la República, y comienza a cargar las bombas, Vara del Rey se acerca en su coche particular, le arrebata el mosquetón a uno de los centinelas y, apoyado en el capó del automóvil, la emprende a tiros con los motores del avión. Los tripulantes de¬senfundan sus pistolas y repelen la agresión. Vara del Rey, herido, se refugia en el bar de suboficiales. El comandante de la base, Martínez Estévez, lo rescata y lo arresta.
A media mañana, el general Villa Abrile, jefe de la Segunda División con sede en Sevilla, se reúne con sus jefes en el cuartel de la división para discutir los últimos acontecimientos. Villa Abrile se manifiesta leal a la República. Antes, los conspiradores, dirigi¬dos por el comandante José Cuesta Monereo, han introducido al general golpista Queipo de Llano en el cuartel sin que nadie lo advierta, y lo han ocultado en la habitación de soltero del capitán Manuel González Flórez, falangista.
En la reunión, el comandante Cuesta y otros oficiales se insu¬bordinan contra el general Villa Abrile y se manifiestan partida¬rios de la rebelión militar. Mientras discuten con el general, el capitán González Flórez avisa a Queipo de Llano que es el mo¬mento de intervenir. Queipo acude ante Villa Abrile, quien, al verlo, pregunta airado:
—Tú, ¿qué haces aquí?
Queipo, pistola en mano, destituye al general Villa Abrile y a los oficiales fieles al gobierno, decreta la ley marcial y toma el mando de las tropas.
El capitán Alfonso Ortí Meléndez-Valdés, falangista, ocupa la Maestranza de Artillería, donde se almacenan más de veinticinco mil fusiles y decenas de ametralladoras. Cuando los obreros y mi-licianos de Triana acuden en busca de las armas, los reciben a ti¬ros: once muertos y docenas de heridos.
Por la tarde, las tropas sublevadas se enfrentan a la Guardia de Asalto que custodia el edificio de la Telefónica y el hotel Inglate¬rra, junto al Gobierno Civil, en el centro de la ciudad. Tras cinco horas de tiroteo, en las que los rebeldes cañonean la Telefónica y el hotel Inglaterra, el gobernador republicano se rinde.
Anochece. Queipo de Llano, ya dueño de la situación, se di¬rige por radio al pueblo de Sevilla. El general golpista exagera las fuerzas de las que dispone para amedrentar a los miles de milicia¬nos que pululan por los barrios obreros de la capital, mucho pico y pala, muchas barricadas, pero pocos fusiles.
Queipo de Llano telefonea a la base de Tablada e insta a su jefe, Martínez Estévez, a sumarse a la rebelión. El jefe de la base, comprendiendo que Sevilla está en manos de los sublevados, opta por arrestarse él mismo y cede el mando de Tablada a su inme¬diato inferior, Azaola, que está con los rebeldes.
Al día siguiente comienzan a llegar legionarios de África en el primer puente aéreo de la historia, inaugurado con dos aviones Fokker y un Dornier españoles. No son muchos, pero los sufi¬cientes para reducir, en los días que siguen, a los milicianos de Triana y los barrios obreros del norte de la ciudad.
En toda España se preguntan: ¿qué hace el gobierno?
El gobierno lleva meses esperando la cuartelada, pero, a pesar de ello, se queda paralizado como el gazapo enfrentado a la fría mirada de la serpiente un segundo antes de que lo engulla.
«El Gobierno, aterrado, gira sobre sí mismo» (Martínez Ba¬rrio). Las noticias de las sucesivas sublevaciones de las guarnicio¬nes de las provincias caen como mazazos en Madrid.
Años más tarde Azaña recordará: «El Estado se derrumbó el 17 de julio, el ejército desapareció, las armas, o no las había o fue¬ron a donde no deberían estar; la autoridad gubernativa era por todas partes trabada y combatida y desobedecida (...) el que más y el que menos engrasaba el coche para fugarse.»
Los sublevados dominan algunas capitales andaluzas (Cádiz, Jerez, Granada, Huelva y Córdoba). Las bases navales de Cádiz y El Ferrol están en manos de los rebeldes, pero Cartagena perma¬nece fiel al gobierno, así como la mayor parte de la escuadra.
Un guardia de la prisión de Alicante observa que el interno José Antonio Primo de Rivera, el líder falangista, ha hecho la ma¬leta y recogido sus papeles.
A media tarde, los representantes de los partidos del Frente Popular se reúnen en un despacho del Ministerio de la Guerra, tomado por oficiales de la UMRA. Se discute la conveniencia de armar a las milicias del pueblo.
El jefe del ejecutivo, Santiago Casares Quiroga, dimite aque¬lla noche. Lo abruma la responsabilidad de no haber tomado me¬didas más severas para evitar la insurrección. Se une a las tropas que marchan al Alto del León para cortar el paso a los subleva¬dos que previsiblemente marcharán contra Madrid.
Azaña inicia las consultas para formar un nuevo gobierno. Va a ser una noche muy larga. Prieto rechaza el ofrecimiento de Aza¬ña. Su aceptación complicaría la política interna del partido so-cialista, escindido en dos tendencias.
Azaña encarga al moderado Diego Martínez Barrio la forma¬ción de un gobierno centrista que atempere los ánimos de las iz¬quierdas y de las derechas, un gobierno que integre a cuantos par¬tidos respetan la Constitución «desde las derechas republicanas a los comunistas». Con este gobierno ideado para amansar a la de¬recha, Martínez Barrio se dirige a los sediciosos para que reconsi¬deren su actitud. Telefonea al general Mola.
—General, me han encargado que forme gobierno y he acep¬tado. Solamente me mueve una consideración: la de evitar los ho¬rrores de una guerra civil. Usted, por su historial y por su posi¬ción, puede contribuir a esa tarea. (...)
—Con el Frente Popular vigente, con los partidos activos, con las Cortes abiertas, no hay, no puede haber, gobierno al¬guno capaz de restablecer la paz social, de garantizar el orden público y de reintegrar a España a su tranquilidad —responde el general.
—Con las Cortes abiertas y el funcionamiento normal de to¬das las instituciones de la República estoy yo dispuesto a conse¬guir lo que usted cree imposible. Pero el intento necesita de la obediencia de los cuerpos armados (...) espero que en este camino no me falte su concurso.
—No, no es posible, señor Martínez Barrio.
—¿Mide usted bien la responsabilidad que contrae?
—Sí, pero ya no me puedo volver atrás (...) es tarde, muy tarde.
—No insisto más. Lamento su conducta que tantos males acarrea a la patria y tan pocos laureles a su fama.
—¡Qué le vamos a hacer! Es tarde, muy tarde...
Y cuelgan.
Martínez Barrio telefonea a Largo Caballero, que le manifies¬ta también que ya es tarde para componendas. Ha llegado el mo¬mento de dirimir las diferencias por las armas.
El general Cabanellas, al que Martínez Barrio ruega que no se una a los sublevados, le responde: «No hay nada que hacer.»
Mientras tanto se producen manifestaciones callejeras contra el gobierno propuesto por Martínez Barrio, al que motejan de «traidor, vendido y fascista enmascarado». Martínez Barrio, de¬solado, dimite. Azaña, después de una noche de intensas consul¬tas y componendas, nombra nuevo jefe de gobierno a su amigo y correligionario José Giral, prestigioso químico que ha sido dipu¬tado y ministro de Marina.
Bernardo Afán Martínez, escribiente del Ministerio de la Guerra y socialista, mecanografía un decreto en su máquina Underwood, grande, negra y brillante. En medio del texto se queda parado. Llama a su primo Anselmo, que es ujier, y le lee:
—«Quedan licenciadas las tropas cuyos cuadros de mando se han colocado frente a la legalidad republicana.»
Bernardo observa:
—Eso equivale a liquidar al ejército. ¿Quién defenderá a la República?
—¡Nosotros, los republicanos, echándole cojones! —asevera el primo.
Bernardo mira con aprensión la alta puerta del despacho pre¬sidencial tras la que se cuece el futuro.
La situación se le ha escapado de las manos al gobierno. Una rebelión militar requiere una solución militar, pero el gobierno no se fía de la parte del ejército que permanece fiel. ¿Fiel por cuánto tiempo? Disuelve las unidades en las que algún oficial se haya puesto de parte de los rebeldes, que son casi todas, y reparte armas al pueblo para que forme sus propias milicias y defienda el orden constitucional.
El gobierno confía la defensa del orden constitucional a las milicias sindicales e izquierdistas. Sólo en Madrid setenta y dos mil fusiles van a parar a las manos del pueblo, sin control del go-bierno. Además de milicianos idealistas, comprometidos en la construcción de una sociedad más justa, se arman delincuentes y marginados sociales a los que sólo mueve el afán de venganza y la codicia de los bienes de los ricos. De pronto, miles de milicianos exaltados, sin formación militar, tienen a su disposición los me¬dios para dirimir a lo vivo la lucha de clases.
Giral no sólo fía en el heroísmo del pueblo en armas. La mis¬ma noche del 19 de julio envía un telegrama a Léon Blum, presi¬dente francés:

Hemos sido sorprendidos por un golpe militar peligroso. Os pedi¬mos que nos ayudéis inmediatamente con armas y aviones. Fraternalmente vuestro,
GlRAL

CAPÍTULO 5
Tanta violencia como sea menester
Madrid
Las instrucciones del Director, el general Mola, son ocupar los centros de gobierno usando «tanta violencia como sea menester», pero los sublevados de Madrid, que no las tienen todas consigo, se limitan a concentrarse en el cuartel de la Montaña y en el cam¬pamento de Carabanchel, en una modosa actitud más cercana a la desobediencia civil que a la rebelión militar.
Mientras tanto, los oficiales leales al gobierno, más decididos, ocupan las dependencias del Ministerio de la Guerra y otros edifi¬cios oficiales, entre ellos la estación de radio de la Marina, sita en la Ciudad Lineal. Desde allí, el oficial radiotelegrafista Benjamín Bal¬boa cursa un comunicado a la flota denunciando las intenciones golpistas de gran parte de los jefes. La marinería, que está muy infil¬trada de células anarquistas y comunistas, se amotina, se declara fiel a la República, detiene a los oficiales y a muchos los asesina. En el acorazado Jaime I se forma un comité de la Compañía de Navío que se amotina cuando navegan a la altura del cabo de Montego. En el intercambio de disparos entre los oficiales y los amotinados mueren dos oficiales. El comité, ya dueño del barco, informa al Ministerio de Marina y pide instrucciones: «¿Qué hacemos con los cadáveres?»
La respuesta no tarda en llegar: «Con respetuosa solemnidad den fondo a los cadáveres anotando situación.»
En los otros barcos ocurre algo parecido. En su mayoría que¬dan en el lado republicano, pero desprovistos de mandos y técni¬cos. Esta carencia de oficiales afectará al funcionamiento de la es-cuadra republicana durante la guerra.
Mientras tanto, en Madrid, los milicianos estrenan sus fla¬mantes fusiles tiroteando el cuartel de la Montaña. Los derechis¬tas sitiados en el edificio devuelven el fuego desde las ventanas. El paqueo no cesa por la noche.(La expresión paqueo alude a los disparos de fusil aislados, generalmente pro-venientes de un francotirador o paco. La expresión se acuñó en la guerra de África para designar a los moros que se emboscaban durante horas para disparar de lejos a los sol¬dados españoles. En aquellas barrancas desoladas, el disparo sonaba: pa y el eco co, de donde paco). Mientras un altavoz insta a los re¬beldes a la rendición, un avión sobrevuela el cuartel y arroja octa¬villas con el mismo mensaje. Cuando amanece, los sitiadores ca¬ñonean el edificio con tres piezas que manejan diestramente los artilleros Antonio y Gabriel Vidal, padre e hijo. Un obús penetra en el centro de mando y hiere al general Fanjul, cabeza de la re¬belión. En las calles adyacentes, la gente vitorea a tres carros de combate que aparecen para reforzar a los sitiadores. La resistencia continúa, pero la moral de los sublevados decae. Se producen en¬conadas discusiones entre los que quieren rendirse y los que se obstinan en resistir persuadidos de la inminente llegada de las co¬lumnas de Mola. Después de otra noche de paqueos, al amanecer, los partidarios de la rendición agitan banderas blancas en algunas ventanas.
Los milicianos prorrumpen en vivas. Los más entusiastas abandonan sus parapetos y corren a ocupar el cuartel, pero son abatidos a tiros desde las ventanas. Los partidarios de prolongar la resistencia no han advertido las banderas blancas o acaso han preferido ignorarlas. Los milicianos se creen víctimas de una in¬noble celada. Cunde la ira. Horas más tarde se rinde el cuartel, esta vez definitivamente. Los sitiadores irrumpen furiosos y ven¬gan a sus muertos asesinando a unos doscientos cincuenta suble¬vados. Una de las fotografías más impresionantes de la guerra es la del patio del cuartel sembrado de cadáveres en la mañana del día 21 de julio.
El capitán republicano Orad de la Torre recorre el cuartel to¬mado. En una de las dependencias encuentra a varios oficiales sentados. «A la cabecera, un comandante con el corazón atrave¬sado por un balazo. Los otros, desplomados sobre sus sillas con heridas parecidas. Supuse que al ver el cuartel perdido se habían sentado y se habían suicidado. Conocía a algunos, compañeros míos de armas...»
Vítores en el patio. En una de las dependencias de la Monta¬ña, los milicianos han encontrado un depósito de cuarenta y cin¬co mil cerrojos, los que faltaban a los fusiles almacenados en el parque. Cunde la euforia y la fe en el triunfo.
En cuanto al otro cuartel sublevado, el campamento de Carabanchel, los militares leales se rebelan contra los rebeldes y los reducen.
«Mi hermana y su marido llegan aterrados al piso familiar —recuerda Felicidad Blanc—. Unas mujeres se han parado ante ellos gritando: "Hay que acabar con los señoritos." Mi madre les dice que se queden en casa. Todos reunidos estaremos más segu¬ros. El portero de enfrente, el de Radio España, nos trae noticias: "Franco se ha sublevado en África." Tenemos la radio puesta todo el día, se oye tocar la música de La Verbena de la Paloma y partes constantes con noticias contradictorias. La doncella nos sirve la mesa igual que siempre, con su uniforme impecable, cofia y de¬lantal almidonado. Oigo decirle a la cocinera, que es de izquier¬das: "Ganas tienes de vestirte de mamarracho." Mi padre ha lla¬mado desde el hospital: no puede venir, no sale del quirófano, no cesan de entrar heridos.» (Felicidad Blanc, Espejo de sombras, Ed. Argos Vergara, Barcelona, 1978, p. 93.)
En Barcelona, la Guardia de Asalto y la Guardia Civil, fieles a la República, aplastan la rebelión con ayuda de las milicias de la CNT. Los líderes anarquistas Durruti, Sanz y García Oliver, ven-cedores de la jornada, irrumpen con sus ropas sudadas, sus botas polvorientas y sus armas aún calientes en el lujoso despacho del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, líder de un parti¬do republicano burgués.
Companys les ofrece asiento y va directo al grano en un calculado golpe de efecto:
—Sois los dueños de Barcelona y de Cataluña... la habéis conquistado y todo es vuestro. Si no me necesitáis o no me que¬réis como presidente de Cataluña decídmelo en seguida. Si creéis que en mi puesto, con los hombres de mi partido, mi nombre y mi prestigio, puedo ser útil en la lucha... podéis contar conmigo y con mi lealtad como hombre y como político.
Los anarquistas, que esperaban que el político burgués se afe¬rrara a la poltrona, se miran sorprendidos. No sabrían qué hacer con el poder que han conquistado. Llevan toda la vida despotri-cando contra los gobiernos, ¿cómo van a formar ellos un gobier¬no? Mejor dejar al que hay, que administre.
Confirmado en su puesto, Companys les imparte un cursillo acelerado de alta política. Lo que ahora interesa a la revolución es que los anarquistas se unan al Frente Popular (al que nunca antes pertenecieron) y creen todos juntos un Comité de Milicias Anti¬fascistas para encauzar la revolución al tiempo que se defiende a la República. Los anarquistas dicen amén.
En Galicia triunfa el alzamiento. En la base naval de El Ferrol, los marineros izquierdistas que intentan impedir la rebelión ter¬minan colgados de las vergas.
En Oviedo, el comandante Aranda, un gordito de aspecto in¬significante, se finge leal a la República y persuade a los mineros concentrados en la capital para que se embarquen en un tren que saldrá inmediatamente en ayuda de Madrid. Cuando el tren tras¬pone, arroja la careta bonachona y se une a la rebelión militar.
En San Sebastián, los militares y derechistas sublevados se re¬fugian en el hotel María Cristina, rodeado por fuerzas leales.
En Pamplona, los requetés se concentran con sus uniformes y sus boinas rojas en la plaza del Castillo. Suenan los compases del Oriamendi coreado por los voluntarios:
Por Dios, la Patria y el Rey Carlistas con banderas, Por Dios por la Patria y el Rey Carlistas aurrerá Lucharemos todos juntos, Todos juntos en unión, Defendiendo la Bandera De la Santa Tradición. Cueste lo que cueste Se ha de conseguir Que venga el rey muy pronto A la corte de Madrid...
El rey al que se refieren no es Alfonso XIII, sino el preten¬diente carlista, la otra rama de la familia desposeída del trono hace cien años.
En Aragón se subleva Cabanellas, el general de la barba blan¬ca, decano del ejército.
La costa mediterránea, desde Francia hasta Málaga, se man¬tiene leal a la República.
En Andalucía, una columna de diez o doce camiones de mili¬cianos procedentes de Huelva, en su mayoría mineros y campesi¬nos, se dispone a recuperar Sevilla. A las puertas de la ciudad, en la Pañoleta, los mineros caen en una celada que les tienden los re¬beldes. Alcanzada por los disparos estalla la dinamita que trans¬portan. Un camión vuela por los aires. Los milicianos huyen aturdidos, dejando muchos muertos en el campo. Los rebeldes hacen setenta prisioneros, que fusilarán días después tras Conse¬jo de Guerra sumarísimo.
En el resto de España, el golpe militar ha fracasado. Los su¬blevados mantienen algunas posiciones, pero su situación es apurada. Las principales ciudades, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, se mantienen fieles al gobierno. La única esperanza de los golpistas reside en las tropas de África, la élite del ejército es¬pañol, cuarenta mil soldados curtidos en las guerras de Marruecos. Pero con la mar por medio y la escuadra en manos de la Re¬pública, el transporte de esas tropas a la Península no parece fac¬tible.
Franco no pierde el tiempo. Hay que solicitar ayuda a los países que pueden simpatizar con la causa rebelde. El 19 de julio Luis Bolín regresa a la Península en el Dragon Rapide con un men¬saje autógrafo de Franco. La lista de la compra, escrita en un folio con el membrete del aeródromo de Tetuán, expresa por sí misma la urgencia de la petición:

Autorizo a don Luis Antonio Bolín para gestionar en Inglaterra, Alemania o Italia la compra urgente para el Ejército español no marxista de aviones y material.

Tetuán, 19 de julio de 1936.
El General Jefe, FRANCISCO FRANCO

Interesados en 12 bombarderos y tres cazas con abundante pro¬visión de bombas de 50, 100 y 500 kilos.

Bolín hace escala en Lisboa y se entrevista con el general Sanjurjo en Estoril. El general, que está haciendo las maletas para vo¬lar a España a encabezar la rebelión, añade de su puño y letra en la misiva de Franco:

Conforme con lo que autoriza el general Franco.
JOSÉ SANJURJO

Al día siguiente, Bolín aterriza en Biarritz, donde lo esperan Luca de Tena y el financiero Juan March. Desde allí vuela hasta Marsella para proseguir, en vuelo comercial, hasta Roma. La en-trevista con el conde Galeazzo Ciano, ministro de Exteriores y yerno de Mussolini, se salda con un fracaso. El día 23 el funcio¬nario de Exteriores Filippo Infuso comunica que Italia no ayuda¬rá a los rebeldes españoles.

CAPÍTULO 6
El maletón de Sanjurjo
En el aeropuerto de Santa Cruz, cercano a Lisboa, aterriza la avio¬neta Puss Moth del piloto y activista monárquico Juan Antonio Ansaldo, que debe conducir a Sanjurjo a España. La mañana siguiente amanece neblinosa. Ansaldo despega de nuevo y aterri¬za en un llano herboso de Cascaes, próximo a la famosa Boca do Inferno, donde lo espera el general rodeado de amigos y correli-gionarios que quieren asistir al histórico momento. Ansaldo ob¬serva la abultada maleta que a duras penas arrastra el asistente del general.
—Va a ser demasiado peso para la avioneta —objeta—. Lle¬vamos el depósito a tope de gasolina y la pista es corta y acaba en árboles.
—La maleta tiene que ir —replica el ayudante de Sanjurjo—. Contiene los uniformes de gala del general y sus condecoracio¬nes. ¡No va a llegar a Burgos, en vísperas de la entrada triunfal en Madrid, sin los uniformes!
Ansaldo se resigna. Acomodan el maletón en el espacio de carga y suben al aparato. Lastrada con ese fardo, y con el general, que también pesa lo suyo, la aeronave se desliza por el prado her-boso. El piloto acelera el motor al máximo mientras retiene el aparato en tierra, la palanca adelantada, para que, al tirar de ella bruscamente hacia atrás, la potencia acumulada lo catapulte en el aire y le permita ganar altura en pocos segundos. Casi lo consigue: la avioneta se eleva sobre la pista, pero las ruedas tropiezan en la copa de un árbol.
Una de las distinguidas señoras del comité de despedida grita. Los caballeros se adelantan. La avioneta pierde altura. El piloto intenta un aterrizaje forzoso en el campo vecino, pero se estrella contra una cerca de piedra. Sanjurjo muere en el acto al golpear¬se la cabeza contra una barra de la carlinga. Ansaldo sobrevive.
Esa noche, en Lisboa, el marqués de Quintanar acude a la capilla ardiente en la que se vela el cadáver del general golpista: «¡Sanjurjo ha muerto! —exclama—. ¡Viva Franco!»
Palabras proféticas.
Sanjurjo ha muerto, pero Franco, más vivo que nunca, mue¬ve los hilos del golpe de Estado con prudencia y diligencia. El ABC de Sevilla denomina a la rebelión militar «Cruzada en de¬fensa de España», y unos días más tarde llamará a Franco «Cau¬dillo».
Franco, mientras tanto, se afana en acrecentar sus medios y llama a la puerta de Alemania. El teniente coronel español Beigbeder, conocido en Berlín porque ha sido agregado militar en aquella embajada, remite un telegrama urgente al agregado mili¬tar alemán en París que es amigo suyo:

El general Franco y el coronel Beigbeder presentan sus respetos a su amigo el ilustrísimo general Kühlenthal, le informan del nuevo Gobierno Nacional de España y le ruegan envíe diez aviones de transporte de tropas de máxima capacidad por mediación de empre¬sas privadas alemanas. Los aviones pueden venir pilotados por tri¬pulación alemana a cualquier aeródromo del Marruecos Español. El contrato se firmará más tarde. ¡Muy urgente! Bajo palabra del general Franco y de España.

También Queipo de Llano y Mola solicitan ayuda alemana. Mola envía a Berlín al marqués de Portago con una carta avalada por el general Cabanellas, presidente del Comité de Defensa, en la que solicita treinta aviones que, sugiere, podría recibir a través de Portugal. Queipo, por su parte, cursa su petición con ayuda de Fiessler, delegado de la Luft Hansa (Entonces se escribía así, Luft Hansa (hoy Lufthansa) en Sevilla. Necesita veinte aparatos que podrían llegar a Sevilla como aviones comerciales de la Luft Hansa.
A las tres peticiones responde negativamente el ministro de Exteriores alemán Neurath. A Alemania no le interesa apoyar una rebelión militar contra un gobierno legítimo en cuyo territorio viven más de quince mil súbditos germanos y negocian más de mil empresas del mismo origen. Por otra parte resulta sospecho¬sa la falta de coordinación de esos tres generales rebeldes que ni siquiera se ponen de acuerdo para cursar una única demanda de ayuda. Es muy posible que una rebelión tan descoordinada no llegue a ninguna parte.
Pero uno de los generales, Franco, es más precavido que los otros y cursa una segunda petición a Hitler por otro conducto, más directo, el partido nazi, sin pasar por el Ministerio de Exte¬riores alemán.
Entre las personas que esperaban a Franco en el aeródromo de Tetuán cuando aterrizó el Dragon Rapide figuraba un joven y ambicioso hombre de negocios alemán establecido en Marrue¬cos, Johannes Bernhardt, nazi fervoroso y Gauleiter o delegado del partido de Hitler para el norte de África. Bernhardt, que es muy amigo de algunos falangistas y militares derechistas de la zona y está en buenas relaciones con los mandos de la compañía aérea Luft Hansa y con el propio ministro del Aire, Goering, se ofrece para gestionar la compra de armas en Alemania. Franco le encomienda la misión de volar a Alemania en el Ju-52 matrícula D-APOK de la Luft Hansa, Max vori Müller, que los rebeldes han requisado en Canarias, y entregarle al Führer una carta personal suya en la que solicita ayuda. (El avión prestaba servicios entre las islas. El general Orgaz lo requisa el 21 de julio e intenta compensar a la compañía propietaria con un depósito de noventa mil pesetas.)
Parte el avión con su piloto Alfred Henke, capitán del arma aérea alemana, que no está contrariado en absoluto por la aven¬tura militar en la que lo han metido. Detrás, en la cabina de pa-saje, acomodados en los asientos de mimbre, van Bernhardt y un oficial de aviación española, el capitán Francisco Arranz, que ha realizado un curso en Alemania y chapurrea el idioma de Goethe (y de Hitler). Arranz intenta conversar con su compañero de via¬je, pero el fragor de los motores es tal que al rato permanecen mu¬dos, cada cual sumido en sus pensamientos. Son conscientes de estar viviendo un histórico momento.
El aparato hace escala en Sevilla, donde una avería mecánica lo retiene un par de días. Cuando por fin despega, en la madru¬gada del 24 de julio, al sobrevolar Albacete, un caza republicano se le aproxima y vuela en paralelo con el consiguiente acojono de los viajeros (¿y si nos obliga a aterrizar en un aeródromo republi¬cano?). Tras unos momentos de indecisión, que les parecen eter¬nos, el piloto del caza advierte la matrícula alemana, levanta la mano para saludar y se retira. El Ju-52 Max von Müller prosigue su vuelo sin más contratiempos y llega a su destino, Berlín, des¬pués de dos escalas técnicas en Marsella y Stuttgart. Ernst Bohle, jefe del Partido Nazi Exterior, conduce a los enviados de Franco ante Goering, al que el almirante (y espía) Canaris ha elogiado la figura del general Franco.
Hitler está en la localidad de Bayreuth, donde cada año por estas fechas asiste al festival en el que se representan las óperas de Wagner. Allá van los emisarios con la carta del general rebelde. El día 26, finalizada la representación de la ópera La Valkiria, en la que aparece una rubia gorda vestida de armadura, con un lanzón en la mano, lo que eleva al Führer a una especie de trance heroi-co, Goering y Canaris le exponen el caso.
«¿Quién es ese Franco?», inquiere el Führer.
Canaris, buen conocedor de España, se lo explica.
Goering señala que, a cambio de la ayuda solicitada, se podría obtener de España el hierro de Vizcaya y sobre todo el wolframio que la industria alemana de guerra precisa desesperadamente. En Galicia, una de las regiones de España, abunda tanto el wolframio que hasta las cercas de los campos y las chozas de los indíge¬nas se construyen con ese mineral. Por su parte, Canaris señala que el gobierno francés está ayudando a la República.
El Führer, furibundo antibolchevique, decide ayudar a los militares españoles rebelados contra el gobierno marxista. Envia¬rá los aviones que Franco solicita, unos directamente por aire y otros por mar, desmontados. Además, añade a la lista seis cazas He-51 que escolten a los lentos trimotores durante las operacio¬nes. El ministro de Exteriores, Neurath (que ya había rechazado las peticiones de Franco, Queipo y Mola llegadas a su despacho), acata sin rechistar la voluntad del Führer. Si acaso, procura que la intervención alemana en ese conflicto pase lo más desapercibida posible. Se crea una compañía comercial HISMA (Hispano-Marroquí) para encauzar las ayudas bajo cobertura civil. El ministro de Propaganda Goebbels cursa instrucciones a la prensa: a partir de hoy, los españoles rebelados contra el gobierno no se denomi¬narán rebeldes sino nacionalistas.
El 28 de julio a la una de la tarde el Ju-52 Max von Müller ate¬rriza en Tetuán después de once horas de vuelo sin escalas (le han adosado depósitos suplementarios en Berlín). Los viajeros descien¬den la escalerilla, molidos pero exultantes. Buenas noticias: el Füh¬rer ayudará a los rebeldes españoles, perdón, a los nacionalistas. Franco, que no cabe en sí de gozo, invita al piloto Henke a desayu¬nar café con leche, tostadas con mantequilla y pastela marroquí.
—¿Qué tal el vuelo? —se interesa Franco.
—Sin novedad, usía —responde el teutón—. Excelente avión. Técnica alemana.
Años más tarde, Hitler comentará, en una de sus conversa¬ciones de sobremesa: «Franco tiene que levantar un monumento a la gloria del Ju-52. A este avión es al que tiene que agradecer su victoria la revolución española. Fue una suerte que nuestro avión pudiera volar directamente de Stuttgart a España.»
El Max von Müller, ya con los distintivos de la aviación na¬cionalista, se incorpora al puente aéreo que está trasladando mo¬ros y legionarios a Sevilla.
Mientras tanto, Luis Bolín ha mantenido una segunda entre¬vista con Ciano en Roma. Sea por sus gestiones, sea por las de los monárquicos, reforzadas por una llamada telefónica del ex rey Al¬fonso XIII al Duce, o porque lo informan de que el gobierno francés está suministrando aviones a la República española, Mussolini cambia de idea y decide facilitar a Franco los aviones que solicitaba, doce trimotores de transporte Savoia-Marchetti 81. Los aparatos, con los distintivos militares burdamente borrados y las tripulaciones vestidas de paisano y provistas de documenta¬ción española, con las fotos aún frescas, despegan de su base de Cagliari, Cerdeña, y sobrevuelan el Mediterráneo rumbo a Ma¬rruecos, en vuelo sin escalas. Nueve consiguen alcanzar Tetuán, donde aterrizan con los depósitos casi vacíos, pero los tres restan¬tes se quedan en el camino: uno aterriza de emergencia en la base francesa marroquí de Bekrane, otro cae al mar y el tercero se es¬trella en la orilla derecha del río Muluya, en Zaida, Marruecos francés, cerca de la frontera española. El capitán Criado, de la aviación española, localiza sus restos desde el aire.
«¡Vaya hostia que se dieron!»
Al día siguiente, la noticia aparece destacada en L'Echo de París.
Se descubrió el pastel. Una pequeña contrariedad que revela la implicación italiana en el conflicto.
Los nueve Savoia comienzan inmediatamente a transportar tropas al otro lado del Estrecho.
A los Savoia siguen, por vía marítima, doce aviones de caza Fiat CR-32, superiores a los republicanos, más doce cañones, cinco tanquetas Ansaldo CV-3 y cuarenta ametralladoras.
Franco está llenando de acero su cesta de la compra. Ahora sólo le falta llevar la guerra a la Península.

CAPÍTULO 7
Mobiliario-mudanzas
El mismo día que Mussolini aprueba sus envíos, Alemania inicia la Operación Fuego Mágico (Operation Feuerzauber). Franco re¬cibirá diverso equipo de guerra: veinte aviones Ju-52, seis cazas H-51, veinte cañones antiaéreos, equipos de transmisiones y re¬puestos.
En distintas bases aéreas de la Luftwaffe se seleccionan pilotos y se les explica que van a intervenir en una operación secreta en España. Se les lee un comunicado de Hitler: «El Führer ha deci¬dido socorrer pueblo español en situación desesperada y rescatar¬lo del bolchevismo mediante ayuda alemana. Compromisos in¬ternacionales imposibilitan asistencia declarada. Por tanto será una acción de apoyo encubierta.»
Los aviadores comparecen de paisano, sin documentos identificativos. Nadie debe conocer su paradero, ni siquiera la familia. Las cartas que escriban las remitirán a una dirección de Berlín y desde allí se reexpedirán a los destinatarios, con franqueo alemán.
Nueve aeroplanos despegan de Dessau y, después de repostar cerca de la frontera, realizan un vuelo de once horas hasta Tetuán. Los aviones restantes, desmontados y embalados, embarcan en el carguero Usaramo, de 22.000 toneladas, perteneciente a la com¬pañía Woermann, que aguarda en el puerto de Hamburgo.
Una larga fila de camiones acerca a las grúas del Usaramo un cargamento de cajas de distinto tamaño, todas muy pesadas. En algunos rótulos se lee «mobiliario-mudanzas». Entre los estiba¬dores del puerto hay muchos militantes comunistas. Cuando ob¬servan que los pasajeros son todos jóvenes y militares (aunque visten de paisano) sospechan de la naturaleza de la carga. Para comprobarlo dejan caer, como por accidente, una de las cajas. Se rompe y revela su contenido: bombas y munición.
Los comunistas están organizados en toda Europa en células pertenecientes a la Internacional. La noticia de la ayuda alemana a los rebeldes españoles llega rápidamente al gobierno de Madrid. Cuando el Usaramo alcanza aguas del Estrecho, una semana des¬pués, el 6 de agosto, el acorazado gubernamental Jaime I lo está aguardando y le da el alto, pero el carguero alemán, que parecía navegar hacia el Mediterráneo, altera bruscamente su derrota y se dirige a toda máquina a Cádiz. El Jaime I abre fuego contra el fu¬gitivo, pero los disparos caen bastante lejos del blanco. (Recorde¬mos que la tripulación amotinada había asesinado a los oficiales que sabían disparar con precisión.)
El Usaramo atraca en el puerto de Cádiz en medio de músicas y fanfarrias.
En los días que siguen al levantamiento, el gobierno de la Re¬pública acepta la eventualidad de una guerra. El ejército español, que no tiene más experiencia bélica que el conflicto colonial con¬tra los irregulares rifeños, dista mucho de poseer un equipamien¬to moderno. La guerra que se avecina va a ser diferente, va a re¬querir aviación, carros de combate, artillería.
Francia tiene ya dos potencias fascistas en sus fronteras norte y este (Alemania e Italia). Lo que menos le interesa es que se ins¬tale otra en el Sur, que es lo que ocurrirá si triunfan los militares rebeldes. Acoge con simpatía al enviado especial de Madrid que lleva la lista de la compra. El gobierno español solicita veinte bombarderos, ametralladoras, fusiles y cartuchos. Los franceses aumentan la cifra a treinta bombarderos.
Cuando el secretario del Ministerio de Asuntos Exteriores británico, Anthony Eden, conoce la ayuda francesa, llama a la prudencia a su colega Léon Blum: «Los ingleses odiamos el fascismo, pero odiamos en igual medida al bolchevismo. Si en un país fascistas y bolcheviques se matan entre ellos, será un gran bien para la humanidad.»
O sea, neutralidad.
A Francia no le interesa contrariar a los ingleses. Por otra par¬te, la oposición derechista francesa protesta por la implicación en el conflicto. Blum, acobardado, da marcha atrás, aunque permi¬te la venta de material militar a terceros países (México), que se lo cederán a la República española.
Para facilitar el trámite, la República española envía más de cien mil libras en oro. Francia suministra media docena de su flo¬jo caza Dewoitine D. 372 (Flojo no porque el avión sea malo, sino porque lo entregan desprovisto de ametralladoras, que es como cortarle a un gallo de pelea los espolones.) y algunos bombarderos Potez 540 y 542, mal armados con lentas ametralladoras Lewis, que merece¬rán el sobrenombre de «fabricantes de viudas». La República pa¬dece también escasez de pilotos y decide contratar aviadores mer¬cenarios de distinto origen, a los que se unen algunos voluntarios desinteresados.

CAPÍTULO 8
El mapa
España ha quedado dividida en dos bloques. Los rebeldes han triunfado en los territorios africanos, en Galicia, en Castilla la Vie¬ja, en medio Aragón, en Andalucía occidental, en Cáceres, en Ma¬llorca y en Ibiza (y muy pronto en Menorca). Del lado del gobier¬no legítimo están la cornisa cantábrica, Cataluña, Madrid, casi toda Castilla la Nueva, las mitades orientales de Cáceres y Bada-joz, la costa mediterránea hasta Málaga y Andalucía oriental.
España partida por gala en dos. Sobre el papel, rebeldes y re¬publicanos parecen casi equilibrados: los golpistas dominan 230.000 kilómetros cuadrados de territorio con diez millones y medio de habitantes; el gobierno los supera en cuarenta mil kiló¬metros y en tres millones y medio de habitantes. En términos eco¬nómicos, el gobierno controla las regiones industriales y mineras, pero los sublevados tienen las zonas cerealistas y ganaderas. En principio parece que la situación es favorable para el gobierno, pero en términos de abastecimiento el resultado es preocupante: la República deberá alimentar a más del cincuenta por ciento de la población con menos de un tercio del trigo nacional, con una quinta parte de las vacas y con una décima parte de las ovejas.
—Esto va mal —le confía el escribiente Bernardo a su primo, el ujier.
—Nos apretamos el cinturón y en paz. Los fascistas son pan comido.
Anselmo se muestra optimista porque, sobre el papel, la pro¬porción de las fuerzas armadas que han quedado del lado de la República parece favorable. El gobierno cuenta con ocho de cada diez soldados y con tres de cada cuatro agentes de la Guardia de Asalto o de la Guardia Civil. De los 303 aviones militares exis¬tentes, 207 quedan en el bando republicano y 96 en el rebelde. En lo que atañe a la Marina, casi todos los barcos de guerra se mantienen fieles a la República.
Bernardo no lo ve tan claro. Sospecha que esa desproporción es más aparente que real porque las mejores tropas han quedado del lado rebelde. Los soldados peninsulares, tropas de reemplazo, mal entrenadas y deficientemente armadas, no pueden comparar¬se a las tropas de choque africanas, guerreros de colmillo retorci¬do, profesionales fogueados en una cruel guerra colonial, ni con las aguerridas Brigadas Navarras, los requetés que alista el general Mola, cuya tradición militar se remonta a las guerras carlistas del siglo XIX. Creo que fue Prieto el que definió al requeté como ani-mal de cresta roja que después de comulgar ataca al hombre: «Bien confesadico, bien comulgadico, a morir por España, pues.»
En cuanto a la Marina, el mando republicano la infrautilizará porque los buques están en mano de subalternos inexpertos, como queda dicho.
El gobierno desconfía de los militares que han quedado en su lado. Recela, no sin razón, que muchos se pasarán a los rebeldes en cuanto se les presente la ocasión. En esa tesitura, los aparta del mando o los relega a la función de consejeros militares a las órde¬nes de los jefes y oficiales improvisados por los milicianos.
La división del territorio nacional entre los dos bandos, dere¬cha e izquierda, desencadena incontables tragedias personales.
Los izquierdistas atrapados en la zona rebelde y los derechistas de la republicana se convierten automáticamente en ciudadanos sospechosos y enemigos del orden establecido en un momento en que la fiebre cainita desatada en el país no vacila en exterminar al adversario. Incluso a nivel personal, los amigos que ayer bromea¬ban sobre su pertenencia a bandos políticos opuestos se convier¬ten de pronto en irreconciliables enemigos. La escisión afecta también a las familias.
Mario Rey, un carpintero falangista escapado de la matanza del cuartel de la Montaña, narra su experiencia: «... Compañeros de la escuela, amigos del barrio y de toda la vida iban a buscarme a mi casa (para detenerme). Amigos con los que había jugado al fútbol, con los que había hecho novillos y travesuras de estudian¬te pocos años antes ahora querían matarme...»
Afloran los odios reprimidos durante mucho tiempo. Co¬mienzan las detenciones, los encarcelamientos y los fusilamientos sin formación de causa o tras una pantomima legal.
En los primeros meses de la guerra, muchos españoles inten¬tan pasarse al otro bando para alinearse junto a los suyos o, sim¬plemente, para salvar la vida. En los lugares limítrofes entre las dos zonas, donde se produce un intenso trasiego de «pasados», los sospechosos se sienten vigilados. En Porcuna, una pintada sobre el bardal de la última corraliza del pueblo advierte: «Se pone en conocimiento del público en general que todo el que cague a más de 50 metros de esta tapia será considerado faccioso.» O sea, sos¬pechoso de retirarse excesivamente del pueblo porque pretende pasarse al enemigo.
Ante la eventualidad de una guerra civil, las izquierdas se plantean si es conveniente realizar la revolución social o si es me¬jor aplazarla hasta que se sofoque la rebelión. Los comunistas creen que las reformas deben aplazarse hasta ganar la guerra y des¬pués ya hablaremos; los anarquistas, por el contrario, piensan que guerra y revolución proletaria deben ser procesos paralelos y aprovechan el poder que les otorgan las armas para imponer sus utópicas reformas sociales.
Ese es el fin de la República. De pronto existe un poder no¬minal, el del gobierno, y un poder paralelo, efectivo, el de las mi¬licias armadas. La autoridad del gobierno legítimo se diluye en manos de comités y consejos dependientes de sindicatos, parti¬dos y grupúsculos. En vista de la locura que se ha desatado, mu¬chos republicanos de orden, políticos, diplomáticos e intelectua¬les abandonan el país y se instalan en el extranjero. Azaña acusa amargamente esta desbandada y se lo reprocha, en 1937, al his¬toriador Claudio Sánchez Albornoz, que después de ser, poco tiempo, embajador en Lisboa se marchó a París: «Tener miedo es humano y, si usted me apura, propio de hombres inteligentes. Pero es obligatorio dominarlo cuando hay deberes públicos que cumplir.»
Azaña, bastante miedica, se obliga a permanecer en su pues¬to, por dignidad y por fidelidad a la República.
«Si alguno de los republicanos que han huido le dice a usted que se fue de España por consejo mío —se lamenta ante su ami¬go Ángel Ossorio y Gallardo—, dígale que miente (...) Todos se han ido sin mi anuencia, sin mi consejo y algunos engañándome (...) a muchos los saqué de la nada y a todos volví a ponerlos a flo¬te y los he hecho diputados, ministros, embajadores, subsecreta¬rios. Todos tenían con la República la obligación de servirla has¬ta última hora.»
Hasta última hora, sí; pero no hasta la última sangre, dirán ellos. Se han exiliado huyendo del desgobierno y de la revolución homicida. Los que quedan, incluso los líderes de masas, tienen que soportar más de una insolencia de la chusma que arrebató el poder al gobierno. A la famosa líder comunista la Pasionaria, que viaja a Francia con pasaporte diplomático, en misión oficial, para recabar ayudas para la República, la detienen en la frontera unos milicianos de la FAI y le exigen un visado firmado por un medio analfabeto del pueblo.
El Frente Popular no reacciona como un bloque unido. Ante la eventualidad de la guerra muestra su diversidad. «Es una ver¬dadera hidra revolucionaria —escribe Salvador de Madariaga— con una cabeza sindicalista, otra anarquista, dos comunistas y tres socialistas (amén de las cabezuelas burguesas) mordiéndose la una a la otra.»
Hay partidos enemistados y hay facciones irreconciliables dentro del mismo partido. Unos socialistas están con Prieto, mo¬derado, y otros con Largo Caballero, revolucionario; entre los co-munistas los hay de la cuerda de Stalin y los hay trotskistas del POUM (que en su momento serán convenientemente purga¬dos); por otra parte están los anarquistas, que no comulgan con nadie, especialmente con los comunistas. A ese guirigay hay que sumar las voces discordantes de los separatistas catalanes y vascos.
Mala forma de encarar el conflicto.

No hay comentarios:


Estadisticas web

Archivo del blog

Mi foto
Iquique, Primera Región, provincia de Tarapacá., Chile