lunes, 19 de septiembre de 2016

El Lenguaje, ese desconocido. De Julia Kristeva. 4

8. La Grecia lógica

Al plantear las bases del razonamiento moderno, la filosofía griega dio también los principios fundamentales a partir de los cuales se ha podido pensar el lenguaje hasta nuestros días. En efecto, si la lingüística de estos últimos años y la teoría de la significación en general se alejan cada vez más de las nociones tradicionales que dominaran la reflexión clásica del lenguaje, se trata tan sólo de un fenómeno muy reciente y poco afianzado todavía. Los principios ideados por los griegos han ido guiando durante siglos las teorías y las sistematizaciones lingüísticas en Europa. Y aunque cada época y cada tendencia descifraran a su manera los modelos legados por los griegos, las conceptualizaciones fundamentales del lenguaje, así como las clasificaciones básicas, han seguido siendo constantes.
Los griegos son los primeros —después de los fenicios a los que consideraron maestros suyos— que utilizaron una escritura alfabética. Adoptando el alfabeto consonántico de los fenicios y acomodándolo a las características de la lengua griega (cuyos radicales no son consonánticos como en las lenguas semíticas), se vieron obligados a introducir unas marcas para las vocales. Cada letra recibió un nombre
(alfa, beta, gama, etc.), y marcaba el fonema inicial de su nombre: β- βετα.
El análisis del significante en sus componentes mínimos no es un fenómeno aislado en el procedimiento del conocimiento griego.
Los filósofos materialistas anteriores a Sócrates, en sus teoría s del mundo físico, dividen hasta el infinito la «substancia primordial e infinita» para aislar sus elementos, los cuales son los correlatos de las letras del lenguaje, cuando no se confunden con ellas de forma explícita. Lo que Empédocles (siglo V antes de nuestra era) llamara elementos, Anaxágoras (500-428 a. C.) homeómetros. Leucipo (siglo V antes de C.) y Demócrito (siglo V a. C.) átomos, y lo que se llegó a llamar más tarde στοιχείόν, son —dentro de un único proceso de conocimiento— el correspondiente material a las letras del acto significante. La división infinita de las cosas conducía en los presocráticos a una masa de partículas, unas semillas en estado germinal: Anaxágoras hablaba de σπέρματα , y Demócrito veía las grandes masas del universo como una πανπερμια’<. Estas teorías físicas se metían con la praxis del lenguaje en algunos presocráticos (entre los filósofos griegos, sólo Parménides y Empédocles eran poetas; más tarde Lucrecio agregó su nombre a la lista), así como con la teoría del lenguaje, aún en período de formación en los presocráticos: Aristóteles consideraba a Empédocles como el inventor de la retórica. Estos materialistas griegos cuyas teorías expondría más tarde Lucrecio, consideran claramente las letras como unos átomos fónicos, unos elementos materiales del mismo orden que la substancia material. Demócrito fue el primero que empleó las letras del alfabeto como ejemplos que ilustraban sus demostraciones atomísticas. Por igual, Epicuro (341-270 a. C.) sostenía que las cosas podían descomponerse en elementos ínfimos e invisibles, condiciones del engendramiento y de la muerte, asimilables a las letras del alfabeto. La idea de la correspondencia, por no decir de la adecuación entre los elementos corporales (átomos) y los elementos de la cadena hablada (letras) fue corriente en Grecia; una prueba de ello nos viene dada por una observación de Posidonio, según la cual los primeros atomistas habrían sido los fenicios, los inventores del alfabeto.
Pero, a pesar de los materialistas —últimos defensores de la solidaridad del lenguaje con lo real (Heráclito, 576-480 antes de C., sostenía que las cualidades de las cosas se reflejaban en su fonetismo, mientras que Demócrito pensaba que tal correspondencia se debía a una convención social— el tipo mismo de escritura así como, sin lugar
a duda, las necesidades económicas e ideológicas de la sociedad griega sugerían y acabaron imponiendo una concepción del lenguaje en tanto que idealidad que reflejaba lo exterior, sin otra ligazón con ello que la conceptual.
Cierto es que la escritura fonética participa de una concepción analítica de la substancia fónica del lenguaje. No sólo se distingue lo que más tarde se llamaría el «significante» del referente y del significado, sino que está dividido en elementos constituyentes (fonemas) clasificados ellos mismos según dos categorías: vocales y consonantes. El pensamiento griego está, pues, a la escucha del lenguaje en tanto que sistema formal, distinto del exterior que aquél significa (lo real), constituyendo un dominio propio, un objeto de conocimiento peculiar, sin confundirse con su exterioridad material. Aquí vemos cómo se cumple plenamente el proceso de separación del lenguaje con lo real, proceso que hemos podido constatar en las teorías lingüísticas de las anteriores civilizaciones.
El lenguaje ya no es una fuerza cósmica que ordena la escritura a la vez que ordena el cosmos. El griego lo extrae de la ganga unida y ordenada en la que otros mezclaban lo real, el lenguaje y los que lo manejan; lo entiende como autónomo y, por ende, se entiende a sí mismo como sujeto autónomo. El lenguaje es en primer lugar una sonoridad. Como ya pudimos observarlo, desde la tradición homérica se ha descrito el pensar como el hablar, localizándolo en el corazón, pero sobre todo en los pulmones, φήν, φενός, considerados como un diafragma. Partiendo de esta concepción del pensamiento en tanto que palabra vocal, se llega a la noción de λόγσς en tanto que equivalente de ratio (razón) y de oratio (oración). Si bien es un vocalismo, el lenguaje es también lo propio de un sujeto, una facultad subjetiva autentificada por el nombre propio del individuo que habla. La Ilíada (I, 250) canta a
«Néstor con su dulce lenguaje, el orador sonoro de Pilos. De su boca, los acentos manan con más dulzura que la miel...». Sistema fónico controlado por el sujeto, el lenguaje es casi un sistema secundario que influye lo real aunque está lejos de igualarse a la fuerza material. El griego se piensa a sí mismo en tanto que sujeto que existe fuera de su lenguaje, en tanto que adulto poseedor de un real distinto del de las palabras, en cuya realidad creen sólo los niños. Ejemplo, esta frase de Eneas a Peleides: «No creas que me vas a asustar con palabras como si fuera un niño...
No nos verán volver del combate tras haberle concluido así, simplemente, con palabras infantiles...» (Iliada. XX. 200-215).
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Las principales manifestaciones del cumplimiento de la separación real-lenguaje son: la escritura alfabética y la teoría fonética platónica y posplatónica; la constitución de la gramática como un «arte del escribir bien» o ciencia del lenguaje en tanto que sistema formal; las discusiones y las proposiciones referentes a la relación entre lenguaje y realidad (ya conocidas en la India, llegaron a Grecia en su forma más acabada).
El famoso diálogo de Platón (429-347 a. C.), el Cratilo, muestra la vigencia de tales discusiones filosóficas que, considerando admitida la separación real/lenguaje, tratan de establecer las modalidades de la relación entre ambos términos. Este diálogo, muy diferente de los demás escritos de Platón, presenta dos caras a menudo contradictorias de la concepción socrática del lenguaje (una defendida por Cratilo, otra sostenida ante Hermógenes, aparentemente discípulo de Heráclito) y nos muestra una concepción del lenguaje que vacila, replanteándose a sí misma, y que parece incapaz de enunciar nada que sea mínimamente científico acerca de la lengua: pues, en lo tocante a la lengua, uno está preso de una «inspiración» irracional. Diríase que Platón responde a las concepciones de los sofistas para quienes el lenguaje no enuncia nada que sea fijo y estable al estar en pleno movimiento: Parménides (siglo VI a. C.) sostenía, en efecto, que el lenguaje —inasible fluidez— aparece en el momento de la disolución de la inamovible realidad y que no puede, por tanto, expresar lo real. En la primera parte del Cratilo, Platón responde con soltura a sus concepciones, confesando sin embargo, la dificultad que siente para explicar el lenguaje de poetas tales como Hornero (392-393). Le resulta más difícil todavía cuando el discípulo de Heráclito le propone una teoría según la cual el mismo mundo se halla en pleno movimiento y en contradicción por lo que el movimiento de la lengua no corresponde sino a la modalidad real (440 a-d).
Si se pueden desprender de esta forma poco legisladora del diálogo unos problemas centrales, insistiremos sobre dos de ellos: en primer lugar, la postura platónica dentro de la polémica acerca del carácter θέσει. (convencional) o φύσει (natural) del lenguaje: ¿se dan los nombres de las cosas por contrato social o, al contrario, derivan de la naturaleza de las cosas? En segundo y consiguiente lugar, la sistematización platónica de los elementos y de las partes del lenguaje. Platón opta por el carácter φύσει del lenguaje, pero da una significación más concreta a este término para el cual había cuatro interpretaciones en las anteriores discusiones. Concilia las dos tesis al
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postular que el lenguaje es una creación humana (y, en este sentido, convencional) que aun así deriva de la esencia de las cosas que representa (y, en este sentido, la creación es natural) por lo que se convierte en una obligación, una ley para la sociedad. El nombre, νόμος;. para Platón significa ley, costumbre, uso.
Hablar es distinguirse de las cosas expresándolas, dándoles nombres. Nombrar se convierte en el acto diferencial que da lugar a la palabra ya que sitúa dicha palabra (con su sujeto) frente a las cosas: «Ahora bien
¿nombrar no es acaso una parte de la acción de hablar? Pues, al nombrar, ¿verdad?, hablamos... Si hablar era un acto que se refiere a las cosas, ¿nombrar no será entonces un acto?...».
El nombre distinto de la cosa «es un instrumento que sirve para instruir y para distinguir la realidad como la lanzadera hace el tejido».
«Un buen tejedor, por tanto, utilizará como debe ser la lanzadera y “como debe ser” quiere decir: de modo apropiado para tejer; un buen instructor, como debe serlo el nombre, y “como debe ser” significa: de modo apropiado para instruir.»
Por lo cual, el lenguaje tiene una función didáctica, siendo un instrumento del conocimiento. El mismo nombre es ya un conocimiento de la cosa: «cuando sabemos los nombres, sabemos también las cosas» dice Cratilo (435 d), «es imposible hablar falso» (429 d). Pero Sócrates distingue el «conocimiento hecho» (μαθεĭν) de las cosas por los nombres, de la búsqueda personal filosófica de la verdad. El nombre no deja de ser por ello un revelador de la esencia de las cosas porque se parece a ellas. La relación nombre/cosa es una relación de semejanza, incluso de imitación: «Parece ser que el nombre es una manera de imitar mediante la voz lo que imitamos y nombramos, cuando nos servimos de la voz para nombrar lo que imitamos». El nombre es un simulacro mediante la voz, diferente del simulacro mediante el sonido y el color: «por medio de sus letras y de sus sílabas, el autor capta su ser (de las cosas) para imitar su esencia». (424 a). El nombre «parece poseer cierta exactitud natural y no todo el mundo puede aplicarla como debe ser a cualquier objeto» (391 a). Para demostrar esa exactitud natural de las palabras. Platón procede a un estudio «etimológico» de diversos tipos de palabras: nombres propios, palabras compuestas o descompuestas por Platón, palabras
«primitivas» indescomponibles para Platón. Dudosa a menudo, esta etimología demuestra el postulado platónico: la palabra es una expresión del sentido del que está cargado el objeto nombrado.
De la concepción platónica se deduce que no sólo se extrae el 98
lenguaje de lo real que nombra y se considera como un objeto aparte que estator crear, sino también que el significado en sí está aislado del significante y, más aún, situado como si existiera antes que éste. El significado precede al significante; distinto del referente y como olvidándolo, se esparce por un terreno dominador y privilegiado: el terreno de la idea. Crear palabras consistirá en hallar una corteza fónica para esa idea «aquí ya». El lenguaje será sobre todo un significado que se habrá de organizar lógica o gramáticamente.
Se ha podido observar que algunas teorías modernas, como las posiciones de Cassirer (Philosophie des Symbolischen Formen, I, Die Sprache, Berlín, 1923) siguen los postulados platónicos y continúan privilegiando el sentido al omitir el significante dentro de la organización del lenguaje. La palabra, para semejantes teorías, es un símbolo conceptual... Con tales perspectivas, se puede apreciar aún más el papel de Saussure, quien hizo hincapié en la forma del signo y abrió, de este modo, la vía para un estudio del significante a la vez que para un análisis verdaderamente sintáctico (relaciones formales) del lenguaje.
Así, pues, para Platón es el legislador el que establece el nombre al conocer la forma o la matriz ideal de la cosa. «No le incumbe a cualquiera establecer el nombre, sino a un fabricante de nombres; éste es, por lo que se ve, el legislador, es decir el artesano que lo menos de las veces encontramos entre los humanos» (389 a). El nombre impuesto por el legislador no se aplica directamente a la cosa, sino a través de un intermediario: su forma o su idea. «El nombre que se otorga de forma natural a cada objeto, ¿no deberá nuestro legislador saber imponerlo a los sonidos y a las sílabas, y estar atento a lo que es en sí el nombre, para crear y establecer todos los nombres, si quiere ser autoridad en este asunto?» (389 a.) Y, además: «Mientras imprime la forma de nombre requerida para cada objeto con unas silabas de cualquier naturaleza, ¿no será tan buen legislador aquí entre nosotros o en cualquier otra parte?» (390 a)... No obstante, dos restricciones frenan la ley del legislador. Por un lado, el dialéctico, es decir el que conoce el arte de interrogar y de responder, es quien ha de juzgar el trabajo del legislador. Por otro lado, por muy natural que pueda ser el nombre, «la convención en cierto modo y el uso deben contribuir necesariamente a la representación de lo que tenemos en la mente cuando hablamos» (435 a).
¿Cómo sistematiza Platón el lenguaje creado de este modo?
Dentro del conjunto lingüístico distingue una capa sonora que 99
divide en elementos— στοιχεĭο . Más tarde, Aristóteles (384-322 a. C.) dará del στοιχεĭον la siguiente definición: «Se llama elemento al primer componente inmanente de un ser y específicamente indivisible en otras especies: por ejemplo, los elementos de la palabra son las partes de las que se compone la palabra y en las que se le divide en último grado, partes que ya no se pueden dividir en más elementos de una especie diferente de la suya; pero si se las dividiese, sus partes serían de una misma especie de la misma forma que una partícula de agua es agua, mientras que una parte de la sílaba no es una sílaba...». «El elemento de cada ser es su principio constitutivo e inmanente» (Metafísica, Δ 3). El término στοιχεĭον designa también los cuatro elementos de Empédocles, del mismo modo que los términos, axiomas, postulados e hipótesis de la geometría, y cualquier proposición matemática.
Leyendo el desarrollo platónico acerca de los elementos fonéticos, el lector moderno advierte que, lejos de ser meramente formal, la teoría fonética de Platón se deduce de su teoría del sentido, siendo en primer lugar semántica: «Puesto que la imitación de la esencia se hace con sílabas y letras, ¿el procedimiento más exacto no será entonces distinguir primero los elementos (στοιχεĭοα)? Es lo que hacen quienes se enfrentan a los ritmos; empiezan distinguiendo el valor de los elementos, luego el de las sílabas, y entonces y sólo entonces es cuando abordan el estudio de los ritmos».
Si bien admite Platón la existencia de un sentido anterior al lenguaje (la esencia) no concreta claramente si el significante juega un papel en la constitución de ese sentido. De cuando en cuando admite que «el mismo sentido se expresa con tales o cuales sílabas, poco importa; que se agregue o se reste una letra, eso tampoco tiene ninguna importancia siempre y cuando domine la esencia del objeto manifestada en el nombre» (393 d, cf. también 394 a, b); en otra parte recuerda que «la adición o la supresión de letras alteran profundamente el sentido de los nombres hasta el punto que con unos cambios minúsculos a veces se les hace significar lo contrario» (417 d).
El término de elemento, sinónimo de letra, acoge la noción de fonema en el Cratilo: se trata, en efecto, del elemento mínimo de la cadena sonora. Platón distingue: las vocales, las consonantes y una tercera categoría, «los que, sin ser vocales, no son mudos, sin embargo» (424 c). Los elementos forman las sílabas de las cuales podemos encontrar el ritmo del enunciado (424 b).
Si, en Platón, los conceptos de letras y de fonema no se distinguen, 100
posteriormente los científicos hablarán de figura, forma escrita de la letra, y de su potestas o valor fónico (cf. Diógenes Laercio VII, 56; Prisciano I, 3,3-1,3,8).
En Platón, las sílabas forman los nombres y los verbos con los cuales se constituye «un gran y hermoso conjunto, cual el ser viviente reproducido por la pintura; lo que aquí constituiremos será el discurso, con el arte de los nombres y con la retórica, en fin, con el arte apropiado» (425 a).
Aquí vemos enunciarse la gramática. γραμματιχή, el arte de escribir, de origen sin duda escolar y practicada por Sócrates en cuanto que estudio de las letras como elementos de las palabras y de su valor fonético, aunque también ya como un estudio de las partes del discurso. La primera distinción gramatical fue visiblemente la de los nombres y
de los verbos: öνομα y `ρ ~ μα (cf. Laercio III, 25). Platón ha sido el
primero que la estableció de manera definitiva. En cuanto a los adjetivos, por lo general emparentados a los nombres, Platón los considera como unos `ρ ~ ματα cuando están empleados como
predicados.
De tal manera se constituye la teoría platónica del discurso, teoría filosófica en la que se mezclan consideraciones lingüísticas (acerca de la sistematización de las categorías lingüísticas) y lógicas (acerca de las leyes del sentido y de la significación), sin que esas distinciones sean puramente lingüísticas o lógicas en la clara acepción de estos términos actualmente (cf. G. Steinthal, Geschichte des Sprachwissenschaft bel den Griechen und Romern..., Berlín, 1863).
Al separar lo real del símbolo, Platón crea el área de la Idea y es ahí donde se mueve su teoría, teoría que, más tarde, Aristóteles definirá como siendo del orden lógico: «Si así separó del mundo lo Uno y los Números, contrariamente a los pitagóricos, y si introdujo las Ideas, se debió a sus investigaciones de orden lógico» (Metafísica, A 6 987 B 32). Aristóteles piensa en aquella filosofía del concepto que Sócrates fue el primero en practicar: no se planteaba las cosas desde el punto de vista de los hechos (¨εργα), sino desde el punto de vista de las nociones y de las definiciones (λόγοι). Platón aplica también este método de los λόγοι a su análisis del lenguaje, del discurso, del λόγος .
La teoría detallada de) discurso-logos se encuentra en otro filósofo griego, Aristóteles, dispersa en la masa de sus escritos, o concentrada en su Poética. Para Aristóteles, el logos es una enunciación, una fórmula, una explicación, un discurso explicativo o un concepto. Lógica se vuelve sinónimo de concepto, de significación y de reglas de la
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verdad. Cualquier recurso a la substancia del lenguaje y a las especificidades de su formación se omite: «No se plantea al lenguaje desde el punto de vista de los hechos —decía Aristóteles—, sino desde el punto de vista de las nociones y de las definiciones». La relación logos/cosa viene planteada así: «Solamente hay esencia de las cosas cuya enunciación es una definición» (Metafísica Z 4 1.030 a 7); o bien:
«Al ser la definición una enunciación, y como toda enunciación tiene partes; por otro lado, al ser la enunciación a la cosa lo que la parte de la enunciación es a la parte de la cosa, la cuestión se plantea entonces a saber si la enunciación de las partes debe estar presente, o no, en la enunciación del todo...» (Z 10 1.034 B 20), y, por último: «Una enunciación falsa es la que expresa, en cuanto que falsa, lo que no es» (Metafísica. Δ 29 1.024 B 26). El logos [aquí, tal vez, en el sentido de
«acto significante»] es también la causa de las cosas, fuerza motriz, equivalente de la materia: «En un sentido, por causa entendemos la substancia formal (ούσία) o esencia (en efecto, la razón de ser de una cosa conduce en definitiva a la noción — λόγος—de esa cosa, y la razón de ser primera es causa y principio); en otro sentido también la causa es la materia o el substrato; en un tercer sentido, es el principio de donde parte el movimiento; en un cuarto, finalmente, opuesto al tercero, la causa es la causa final o el bien (pues el bien es el fin de cualquier generación o de cualquier movimiento)» (Metafísica. A 3 983 25).
Aunque consideremos, junto con Steinthal, que antes del período de Alejandría no había en Grecia una verdadera gramática, es decir, un estudio de las propiedades concretas de la organización específicamente lingüística, constatamos que Aristóteles ya formuló algunas distinciones importantes de categorías del discurso y sus definiciones. Separa los nombres (con tres géneros) de los verbos que tienen como propiedad fundamental la de expresar el tiempo, y de las conjugaciones (σύνδεσμοι). Fue el primero que estableció la diferencia entre el sentido de una palabra y el sentido de una proposición: la palabra sustituye o designa (σηνάινει) algo, la proposición afirma o niega un predicado a su sujeto, o bien dice si el sujeto existe o no.
He aquí, a título de ejemplo, algunas reflexiones aristotélicas acerca de las partes del discurso, tales como se presentan en la Poética (1.456 b):

«Pues ¿cuál sería la obra propia del personaje hablante si su pensamiento fuera manifiesto y no el resultado de su lenguaje?»
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«La elocución se refiere por entero a las siguientes partes: la letra, la sílaba, la conjunción, el artículo, el nombre, el verbo, el caso, la locución (λόγος ).»
«La letra es un sonido indivisible, no cualquier sonido, sino el de un sonido compuesto; pues las fieras también emiten sonidos indivisibles mas no doy a ninguno de éstos el nombre de letra (στοιχεĭον).»
«La letra comprende la vocal, la semivocal y la muda. Es una vocal la letra que tiene un sonido audible sin que haya un acercamiento de la lengua a los labios; es semivocal la letra que tiene un sonido audible con ese acercamiento, por ejemplo: la Σ y la Ρ [son las líquidas]; es muda la letra que, aun con acercamiento, no tiene por sí misma sonido alguno, pues sólo es audible si está acompañada por unas letras que lo tengan, por ejemplo: la Γ y la Δ .»
«Esas letras difieren según las formas que toma la boca y según el sitio en que se producen...»
«La sílaba es un sonido desprovisto de significación, compuesto de una muda y de una letra que tiene sonido...»
«La conjunción es una palabra carente de significación que ni impide
ni lleva la composición, por medio de varios sonidos, de una sola expresión significativa...»
«El artículo es una palabra desprovista de significación que indica el comienzo, el final o la división de la oración...»
«El nombre es un compuesto de sonidos significativos, sin idea de
tiempo, y en el que ninguna parte es significativa por sí misma.»
«El verbo es un compuesto de sonidos significativos, con idea de tiempo, y en el que ninguna parte es significativa por sí misma, como en los nombres...»
«El caso afecta al nombre o al verbo e indica la relación “de”, “a” y otras semejantes, o bien la unidad o la pluralidad, por ejemplo, “hombres” y “hombre”, o bien los modos de expresión del personaje que habla, por ejemplo la interrogación o el orden; pues “¿anduvo?”, “¡anda!”, según esta distinción, son casos del verbo.»
«La locución (λόγος) es un compuesto de sonidos significativo en que varias partes tienen un sentido por sí mismas (ya que todas las locuciones no se componen de verbo ni de nombres, sino, por ejemplo, en la definición del hombre puede haber locución sin verbo; deberá, sin embargo, contener siempre una parte significativa). Ejemplo de parte significativa por sí misma: “Cleón” en “Cleón anda”. La locución puede ser de dos maneras: designando una sola cosa o estando compuesta de varias partes ligadas entre sí; así ocurre en la Ilíada que
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es una por la ligazón de sus partes y la definición del hombre lo que es porque designa una sola cosa...»

Aristóteles estudia posteriormente los tipos de nombres: nombres simples, nombres compuestos, así como el traslado a una cosa de un nombre que designa a otra: metáfora, metonimia, etc.
Los estoicos, discípulos de Zenón de Cilio (308-264 a. C.) fueron quienes elaboraron una teoría completa del discurso que se presentaba como una gramática detallada, sin ser por ello distinta de la filosofía y de la lógica. Reflexionando acerca del proceso simbólico, los estoicos establecieron la primera distinción clara entre significante y significado (τό σήμαινον //τό σημαινόμενον), entre significación y forma, entré interior y exterior. Examinaron, además, problemas de fonética así como la relación entre lo fonético y la escritura. Analizando las partes del discurso, las denominaciones στοί – χεĭα más que μέρη (partes) que encontraban tanto en el mundo físico como en el lenguaje (cf. R. H. Robins, Ancient and Medieval Grammatical Theory in Europe, 1951), No abordaremos aquí la lógica de los estoicos, la cual ocupa una parte importante de su teoría del lenguaje; indiquemos, no obstante, algunas de sus sistematizaciones puramente lingüísticas. Distinguían cuatro partes del discurso:
1. nombres que significan cualidades (los estoicos distinguían, como sabemos, las siguientes categorías: cualidad, estado, relación, substancia) y se dividen en nombres comunes y nombres propios;
2. verbos en cuanto que predicados (como los definía Platón): el verbo está incompleto sin sujeto; expresa cuatro tiempos: presente continuo, presente pasado, pasado continuo, pasado realizado;
3. conjunciones (σύνδεσμοι);
4. άρορα, que comprenden los pronombres personales así como los pronombres relativos y el artículo.
Asimismo, los estoicos distinguían las modalidades (o categorías gramaticales secundarias) siguientes: el número, el género, la voz, el modo, el tiempo, el caso, siendo los primeros que fijaron la teoría (Aristóteles, como lo hemos visto, hablaba también de casos pero, bajo ese término, metía las derivaciones, las flexiones verbales, etc.).
En Alejandría, centro de libros y de desciframiento de viejos textos, fue donde se desarrolló una verdadera gramática en tanto que estudio especializado, directamente orientado hacia el lenguaje en cuanto que objeto organizado en sí, cortando los vínculos que le ligaban a la filosofía y a la lógica. Una Grecia decadente, al borde del precipicio y
en el colmo de sus refinamientos mentalistas, generó a los gramáticos: meticulosos científicos aunque, según Wackernagel, «sin gran altura intelectual», profesores concienzudos que enseñaban a las jóvenes generaciones el idioma, ya desde entonces, difícil de Hornero, asiduos clasificadores de la lengua en tanto que forma abstracta. Los más famosos fueron Piletas de Cos, educador del hijo de Ptolomeo; Aristarca, comentador de Homero; Crates de Malos que, instalándose en Roma, transmitió a los romanos la ciencia de la gramática. El más conocido de aquellos instructores de la gramática fue Dionisio de Tracia (170-90 a. C.) del que Fr. Thurot nos dice en su Introducción (1784) al Hermès ou Recherche philosophique sur la grammaire universelle, de James Harris, 2ª ed. 1765, que era un «discípulo de Aristarca; tras haber enseñado la gramática en Rodas, donde Teofrasto apodado Tiranio... había estudiado con él, se fue a Roma para dar lecciones de su arte, bajo el primer consulado de Pompeya».
Para Dionisio de Tracia, la gramática es más bien un arte: la define como «el saber empírico del lenguaje de los poetas y de los prosistas». Su fonética consta de una teoría de las letras y de las sílabas. Su morfología distingue ya ocho partes del discurso: nombre, verbo, participio, artículo, pronombre, preposición, adverbio, conjunción. Nos falta su sintaxis. La primera que fue elaborada ha sido la de Apolonio Díscolo (siglo II de nuestra era) quien estudió la lengua griega: se trata más de un estudio filosófico que lingüístico.
Resumiendo. Primero indistinto del atomismo general y confundido en una amplia cosmogonía naturalista; luego aislado —no sin ambigüedad— en tanto que lógica, teoría de las nociones y de las definiciones, sistematización del significado; por último abstraído de la filosofía para constituirse en tanto que gramática, es decir ciencia normativa de un objeto particular; pasando por esas diferentes etapas, así fue cómo el lenguaje se separó de lo real y se constituyó la
«lingüística» griega cuyo impulso han recogido los teóricos modernos para concretarlo.


9. Roma: Transmisión de la gramática griega

Los gramáticos alejandrinos transmitieron, durante su estancia en Roma, el conocimiento griego acerca de la lengua: tanto las teorías de orden filosófico como la gramática. Por ello vemos a Suetonio (v. 75 -v.
160) designando en su obra De Grammaticis et de Rhetoribus a los primeros autores latinos, gramáticos y filósofos, como unos semigraeci.
Los historiadores apuntan sobre todo la aportación de Crates de Malos (168 a. C.) quien, enviado a Roma como embajador del rey Átalos, fue profesor de gramática y crea la escuela de los gramáticos romanos entre los que Varrón (siglo I a. C.), Quintiliano (siglo I a. C.), Donato (350 de nuestra era) y Prisciano (500 de nuestra era) fueron los más célebres.
Los eruditos romanos, ante todo preocupados por elaborar una retórica, en el dominio estrictamente lingüístico, centraron sus esfuerzos en trasladar las teorías y las clasificaciones griegas para las necesidades de la lengua latina, sin tratar de elaborar unas propuestas originales acerca del lenguaje. En ocasiones, la transposición se hizo de manera puramente mecánica: al considerar la lengua griega como modelo universal de la lengua en general, era preciso descubrir a toda costa sus categorías en la lengua latina. Vemos que la idea predominante en el estudio del lenguaje en Roma era la de la universalidad de las categorías lógicas, preestablecidas a partir de la lengua griega e inamovibles en las demás lenguas. De ello se deducía, en un plano práctico, un interés mínimo hacia las lenguas extranjeras que abundaban, sin embargo, en el imperio romano. En Galia, César necesitaba intérpretes, Ovidio había escrito un poema en gético, Aelius Stilo había emprendido un estudio de las lenguas itálicas, pero fueron tan sólo unos casos aislados en los usos y costumbres latinos, casos que no sobrepasaron el umbral de las doctrinas lingüísticas mismas.
Varrón fue el primer gramático latino que elaboró la más completa teoría del lenguaje, en su obra De lingua latina, con dedicatoria a Cicerón.
En lo referente a los problemas generales de la relación del lenguaje con la realidad, Varrón toma partido en la discusión, transmitida igualmente por los griegos, acerca del carácter «natural» o
«convencional» del lenguaje. En Roma, se conocía la controversia con el nombre de querella entre analogistas y anomalistas. Los analogistas consideraban que el terreno no lingüístico se reflejaba en el terreno gramatical, mientras que los anomalistas sostenían la tesis inversa: para ellos, existe una diferencia clara entre las categorías reales y las categorías gramaticales. Varrón trata de conciliar ambas teorías: para él, la lengua expresa la regularidad del mundo, si bien ella misma posee irregularidades. De este modo se va esbozando una teoría normativa del lenguaje, también heredada de los griegos. Se trataría
más bien de hacer una gramática que postule las reglas de un uso lingüístico considerado como correcto (es decir conforme, en general, a las categorías lógico-gramaticales griegas), en vez de hacer a partir de esa gramática un estudio descriptivo que descubriese las peculiaridades de cada nueva lengua o de cada nuevo estilo que aquélla abordara. Recordemos en esta controversia entre analogistas y anomalistas la posición de César. El emperador, en efecto, se interesaba por el lenguaje y esto constituye, sin duda, una prueba más de la autoridad e importancia de los estudios lingüísticos en Roma. César es el autor de una Analogía en la que defiende el principio de la regularidad gramatical; en contra del lenguaje irregular, César propone algunas modificaciones de las categorías lingüísticas.
Los principales intereses de Varrón son de orden gramatical (analiza y sistematiza, en primer lugar, la gramática en tanto que estudio del lenguaje, y después, las propias categorías lingüísticas). Hoy en día nos han llegado sólo los libros V a X de su obra De lingua latina (redactada de 47 a 45 antes de Cristo) de veinticinco tomos (según San Jerónimo), así como unos cuatrocientos cincuenta fragmentos de diversos tratados. Así define Varrón la gramática: «La gramática toma su origen en el alfabeto; el alfabeto se representa en forma de letras, las letras se juntan en sílabas; una reunión de sílabas da un grupo sonoro interpretable; los grupos sonoros interpretables se juntan en partes del discurso; por su suma las partes del discurso forman el discurso; en el discurso se desarrolla el hablar bien; practicamos el hablar bien para evitar las faltas». Varrón considera a la gramática como base de todas las ciencias y justifica este lugar privilegiado por una etimología rigurosamente inventada: gramática vendría de «verum boare», clamar la verdad. Uniéndose a los principios de los estoicos según los cuales la lengua no es convencional sino natural, por tanto, no es analógica, sino anomálica, Varrón la sistematiza siguiendo las adquisiciones de las gramáticas que le precedieron.
La primera rama de la gramática que Varrón distingue es la que buscaba la relación de las palabras con las cosas. El la llama etimología y se dedica a hacer investigaciones etimológicas cuyo valor científico resulta, hoy, inexistente. Quiere hallar las «palabras de origen», los elementos básicos imprescindibles para cualquier lengua y que deben expresar las cuatro categorías filosóficas de Pitágoras: el cuerpo, el espacio, el tiempo y la acción. Fiel una vez más a las concepciones griegas del lenguaje, el gramático romano sistematiza el lenguaje a partir de las coordenadas de un sistema de ideas (sistema conceptual,
filosófico), subordinándolo a dicho sistema. Dicho de otro modo, estamos ante una sistematización de los significados a partir de una determinada doctrina filosófica que rige la clasificación lingüística, quedando el significante en el olvido. Tal vez podríamos decir que los gramáticos griegos y romanos, al haber entendido el significante (prueba de ello lo es su escritura fonética), lo censuraron para comprenderlo en tanto que significado: para que fuese la manifestación de una idea que lo transcienda.
He aquí dos ejemplos de análisis «semántico» en Varrón; el primero constituye un «campo semántico»; el segundo viene dado como una
«etimología»:
«Mas ahí donde se extienda la familia de una palabra, ahí donde crezcan sus raíces fuera de su propio dominio, la perseguiremos. Pues a menudo las raíces de un árbol en los lindes se propagan debajo de la cosecha del vecino. Por lo que, al hablar del lugar, no erro si de eger (campo) paso a agrarias homo (aldeano) y a agrícola (labrador)».
«Terra se llama así porque se la pisa (teritur). Por ello, en los Libros de los Augurios lo hallamos escrito tera con una sola r. Del mismo modo, el terreno que, junto a una ciudad, se deja para el uso colectivo de los colonos, se llama terito-rium, porque lo pisan (teritur) mucho... El sol (sol) se llama así porque los sabinos lo llamaron así, o sino porque así solo (solus) brilla hasta el punto de que de aquel dios (deus) emana la luz del día (dies).»
La segunda parte de la gramática de Varrón se ocupa de la formación y de las flexiones de las palabras: es la morfología. Distingue unas palabras variables y unas palabras invariables, clasificándolas según cuatro categorías: nombres, verbos, participios, conjunciones y adverbios. Estudió a su vez las flexiones de los nombres y planteó unas categorías secundarias para examinar las demás partes del discurso. Así, para el verbo, la voz y el tiempo (presente, pasado y futuro). Al aplicar el sistema de los casos griegos a la lengua latina, Varrón traduce los términos griegos que designaban tales casos: uno de ellos, (αιτιατιχή), significaba el caso de aquello sobre lo cual se actúa, o el objeto; pero Varrón creyó que la palabra griega era αίτιάομαι que significa acusar y la tradujo por casus accusativus. Detallamos a continuación el modo en que Varrón repartía las partes del discurso:

1. vocábula (nombres comunes)
nominatus 2. nomina (nombres propios)
3. provocábula (pronombres y adjetivos interrogativos, indefinidos)
4. pronomina (pronombres restantes)
articuli 5. dicandi o pars quae habet témpora (verbos)
6. adminiculandi o pars quae habet neutrum (invariables)
7. inugendi o pars in qua est utrumque (participios)

Finalmente, la tercera parte del estudio del lenguaje debió ser una sintaxis que se ocupaba de las relaciones de las palabras en la oración. Esa parte no nos ha llegado.
Otro gramático latino, Quintiliano, quien vivió durante el siglo I y fue el autor de la Institutio Oratoria (volveremos sobre ello más adelante), es famoso por haber examinado la categoría del caso. En lugar de los seis casos griegos propuso siete casos latinos, al tener en cuenta la diferencia de sentido entre el ablativo y el dativo en latín. Estimaba que la diferencia de sentido entre ambos casos podía corresponder a una diferencia de «estructura» entre las lenguas en cuestión. Ahora bien, parece ser que Quintiliano cometió un error que, más tarde, corrigió Prisciano: redujo el caso a una sola de sus acepciones olvidando que un caso puede tener varias y que puede expresar entonces unas variaciones de modalidades sin que, por ello, sea preciso introducir un caso nuevo.
Junto a estas construcciones propiamente lingüísticas, Roma conoció la mayor suma materialista de la Antigüedad, punto de encuentro de todas las teorías materialistas legadas por Grecia. El De natura rerum de Lucrecio (91-57 antes de Cristo), bajo la forma de un poema que hereda la tradición de Empédocles y de Epicuro, reanuda con las teorías atomistas y, en general, materialistas de Leucipo, Demócrito y Epicuro al mismo tiempo que las expone. En esta obra, hecho capital para nuestro propósito, el poeta latino desarrolla de forma explícita una concepción atomista del funcionamiento significante. En primer lugar, el lenguaje no es para él una convención; para Lucrecio, igual que para Epicuro, los factores de la formación del lenguaje son la naturaleza y la necesidad: la palabra no es meritoria del sujeto humano, es una ley de la naturaleza que también poseen los animales a su manera:
«En cuanto a los diversos sonidos del lenguaje, la naturaleza es la que impulsa a los hombres a emitirlos, y la necesidad es la que hace nacer los nombres de las cosas...».
«Pensar, entonces, que un hombre haya podido dar a cada cosa su nombre y que los demás hayan aprendido de él los primeros elementos del lenguaje, es pura locura. Si aquél pudo designar cada objeto por su nombre, emitir los diversos sonidos del lenguaje, ¿por qué suponer que los demás no lo hicieran al mismo tiempo que él? Además, si los otros tampoco hubieran utilizado la palabra entre ellos
¿de dónde le vino la noción de su utilidad? ¿De quién recibió el primer privilegio de saber lo que quería hacer y tener una clara visión de ello? Asimismo, un solo hombre no podía obligar a una muchedumbre y, venciendo su resistencia, hacer que consintiera el aprendizaje de los nombres de cada objeto; y, por otra parte, hallar un medio para enseñar, persuadir a los sordos que necesitan aprender, tampoco es una cosa fácil: jamás hubieran accedido a ello; jamás hubieran sufrido más de un rato que se les abrumaran con sonidos de una voz desconocida.»
«En fin, ¿qué puede haber tan extraño en que el género humano, en posesión de la voz y de la lengua, haya designado según unas impresiones diversas los objetos con unos nombres diversos? Los rebaños carentes de las palabras e incluso las especies salvajes lanzan también unos gritos diferentes, según si el temor, el dolor o la alegría les envuelve; qué fácil es convencerse de ello con unos ejemplos familiares.» (V, 1028-1058.)
Si el lenguaje no es, de ningún modo, un dato o una convención sujeto a interpretaciones supersticiosas, lo que combate Lucrecio, sino por el contrario una propiedad natural que obedece a las necesidades de una comunidad humana, su composición reflejará la composición atomística de la materia. Con la diferencia de que los átomos que hacen a las cosas son mucho más numerosos y que, para la formación de las palabras, el orden es de capital importancia. «Porque los mismos átomos que forman el cielo, el mar, las tierras, los ríos, el sol, forman también las mieses, los árboles, los seres vivientes; más las mezclas, el orden de las combinaciones, los movimientos difieren. Así, pues, en cualquier parte de nuestros versos, incluso, ves una multitud de letras comunes a una multitud de palabras y, sin embargo, has de reconocer que versos y palabras difieren tanto por el sentido como por el sonido. Tal es el poder de las letras, por el mero cambio de su orden. En cuanto al principio de las cosas, actúan con un mayor número de medios para crear los seres más variados» (I, 823-829).
Vemos que la reflexión acerca de la construcción lingüística pertenece a una teoría del conocimiento materialista para la cual el
lenguaje refleja la realidad y, por consiguiente, debe necesariamente componerse de elementos equivalentes a los que la ciencia de la naturaleza aísla como elementos mínimos del orden natural: los átomos. Lucrecio explica el pensamiento a través de unos simulacros compuestos de átomos: el pensamiento refleja el exterior mediante unos simulacros que se componen de átomos de la misma manera que ese exterior. Se concibe al lenguaje como una materialidad sonora: Lucrecio imagina las palabras tal un ensamblaje de sonidos-átomos reales de los que el materialista ha de describir tan sólo su producción a partir de la boca, la lengua y los labios, así como la propensión física en el espacio de la comunicación. No se encuentra ningún análisis del sentido, a través de la idea y de las categorías ideales que Grecia elaboró antes y después de Platón: Lucrecio vuelve al materialismo pre-platónico.
Queremos mayormente insistir sobre el hecho de que la adopción del lenguaje poético con vistas a una exposición teórica revela la concepción del lenguaje en Lucrecio. Se ha podido demostrar a partir de unos estudios detallados cómo la organización significante del poema se constituye como prueba de la teoría lingüística de Lucrecio para quien, ya lo hemos visto, las letras son átomos materiales y los átomos letras: la función poética, en efecto, posibilita una manifestación clara de la correspondencia entre la cosa material y la substancia fónica del lenguaje. De este modo, «cuando cambian de posición, los mismos átomos producen el fuego y la madera, ignes y lignum. cual las dos palabras ligna e ignis, aun teniendo los mismos sonidos, se distinguen por su sentido al ordenar tales sonidos de diferente manera», escribe Lucrecio (I, 907). Según este principio, Lucrecio demuestra de modo implícito en sus versos la «etimología» de las palabras: materuum nomen se compone de los átomos significantes de mater y terra:

«Linguitur ut merito materuum nomen adepta
terra sit, e terra quoniam sunt cuneta creata.» (V. 795.)
«Quare etiam atque etiam: materuum nomen adepta
terra tenet marito, quoniam genus ipsa creavit.» (V. 821.)

Hay, por tanto, una teoría del lenguaje implícita en la praxis de la lengua, en Lucrecio, y probablemente en todo lo que llamamos
«poesía»: construye las palabras como si las letras (sonidos) fueran al
mismo tiempo los átomos de una substancia que bastara tomar de un
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objeto material para crear un ensamblaje nuevo que sería a la vez objeto y nombre. Las palabras no son unas entidades indescomponibles (así lo ha demostrado la ciencia moderna: véase la primera parte de la presente obra) sujetas por su sentido, sino unos ensamblajes de átomos significantes, fónicos y escritúrales que vuelan de palabra en palabra y que crean, de esta forma, unas relaciones insospechadas, inconscientes, entre los elementos del discurso; y la puesta en relación de los elementos significantes constituye una infraestructura significante de la lengua que se funde con los elementos en una relación ordenada del mundo material. Grammont escribía, a este respecto, acerca de tales fenómenos en el lenguaje poético: «Se ha reconocido que los poetas dignos de ese nombre poseen un delicado sentimiento, y penetrante, del valor impresivo de las palabras y de los sonidos que las componen; para comunicar este valor a quienes leen, suelen representar en torno a la palabra principal unos fonemas que la caracterizan de manera que la palabra se convierte, en definitiva, en el generador de todo el verso en que figura...» (Traité de phonétique. 1933; cf. a este respecto, les Anagrammes, Saussure).
Tras este sobresalto materialista en cuanto a la concepción del lenguaje, y tratando de conducirlo a una cosmogonía materialista en su conjunto, el declive de Roma, igual que el declive de Grecia, dio lugar a una abundante especulación formal acerca del lenguaje estudiado como objeto en sí con fines pedagógicos. Después de Lucrecio tuvieron que pasar unos siglos para que el estudio del lenguaje conociera una nueva gloria. Uno de los gramáticos romanos tardíos. Donato (siglo IV d. de C.) escribió una obra que se hizo famosa durante la Edad Media. De partibus orationis Ars Minar. En aquel momento, la Roma decadente, semejante a Alejandría y revuelta por el cristianismo, se entrega a los estudios eruditos de los autores de su edad de oro: Cicerón, Virgilio, lo cual favorece los estudios gramaticales con una finalidad didáctica y pedagógica. Donato procede a una minuciosa descripción de las letras, lo cual se convierte en un verdadero tratado de fonética. También hace una enumeración de las faltas corrientes que encuentra en sus alumnos así como una lista de los giros estilísticos de los autores clásicos.
Por entonces se ha profundizado ya suficientemente en el estudio de la lengua latina como para que los científicos puedan distinguirla de la griega tras haberla asimilado a ésta. Macrobio (siglo IV d. de C.) efectúa el primer estudio comparado del griego con el latín.
La gramática latina va a tener su apogeo, sin embargo, en la obra de 112
Prisciano. Gramático latino de Constantinopla, emprendió por encargo del cónsul Juliano la adaptación al latín de las enseñanzas de los gramáticos griegos. Su propósito inicial era poner en latín los preceptos de Apolonio y de Herodiano, utilizando a su vez las aportaciones de los primeros gramáticos latinos. El resultado de su trabajo fue, no obstante, mucho más considerable.
La importancia histórica de Prisciano consiste en que fue el primero en Europa en elaborar una sintaxis. Su concepción de la sintaxis, expuesta en los libros XVII y XVIII de sus Institutiones, se inspira de las teorías lógicas de los griegos y se elabora dentro de una perspectiva lógica. Para Prisciano, la sintaxis estudia «la ordenación que busca la obtención de una oración perfecta». Tal como lo observa J.-Cl. Chevalier (La Notion de complément chez les grammairiens, 1968), se trata de un «estudio de las formas y de su orden, en una perspectiva lógica, puesto que la noción de Oratio perfecta es una noción lógica».
Los dos libros de sintaxis de Prisciano se unen a los dieciséis libros de morfología. Este único hecho muestra que Prisciano reconocía una morfología distinta e independiente de la sintaxis: las palabras pueden tener una forma particular, suficiente para darles un sentido, independientemente de las relaciones en las cuales aquéllas se hallen dentro de la oración.
A la vez que considera la palabra como una unidad indivisible, Prisciano esboza una «sintaxis» de la palabra descomponiéndola en partes significantes, siendo el todo el resultado de dichas partes: vires
= vir (cf. 1, R. H. Robins, Ancient and Medioeval Grammatical Theory in Europe. Londres, 1951), y observa que se trata de una verdadera teoría de los morfemas. Siguiendo a Dionisio de Tracia, Prisciano distingue ocho partes del discurso que se diferencian por su sentido.
Ahora bien, para que el sentido del conjunto enunciado esté claro, es preciso que cada forma tenga una función (sintáctica) concreta dentro del contexto, sobre todo si se trata de formas (género, número, caso, tiempo) que solamente adquieren sentido pleno en el contexto (como los personajes cuyo género no está marcado: me ipsum y me ipsam). En tales casos de «significaciones diferentes, la construcción es totalmente necesaria para que se hagan evidentes». Un ejemplo: amet empleado solo es imperativo; acompañado de un adverbio (utinam), la palabra es optativa: con una conjunción, es subjuntiva. En último lugar, y después del reconocimiento de su función sintáctica, el término debe relacionarse con el estudio de las formas: «Toda construcción, en efecto, que los griegos llaman sintaxis, debe conducir a la intelección
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de la forma».
La idea de Prisciano es, por tanto, equilibrar las aportaciones de la morfología y de la sintaxis en el estudio gramatical ya que la verdadera comprensión del enunciado depende tanto de las categorías morfológicas de sus partes como de su función sintáctica. «No tienen, pues, más importancia las formas que las palabras en la repartición de dichas palabras como de su significación [aquí significación quiere decir papel en la oración].» Por lo cual, aunque los dos libros sintácticos sigan el orden de los capítulos morfológicos (artículo, pronombre, nombre, verbo), el autor señala numerosos casos de paso — substitución— de una categoría morfológica a otra, debido a la función sintáctica que le atribuye implícitamente a un morfema suplementario:
«Es preciso saber que, en determinadas partes del discurso, se pueden oír otras partes: de modo que si digo Ajax, sobreentiendo al mismo tiempo “un” merced al número singular; si digo Anchisiades, oigo el genitivo singular del primitivo y el nominativo singular de filius; si digo divinitus, oigo un nombre con la preposición ex (ex diis); si digo fortior, oigo magis y el primitivo en positivo. Los ejemplos son innumerables y sería falso suponer una elipsis como de filius a Anchisiades». Se observará que el análisis por substitución está cercano a las teorías distribucionales de las gramáticas americanas modernas (cf. págs. 241 y siguientes).
Si se completa la morfología con la sintaxis y la sintaxis se agrega a la morfología, el conjunto es posible en la medida en que está sometido a la lógica. La lógica, por tanto, suelda y determina la gramática, obedeciendo de esta forma a la tradición griega que planteó al lenguaje (y sus categorías) en tanto que expresión del pensamiento (y de sus categorías) transcendentes. Son precisos dos conceptos lógicos, aunque poco definidos, para la reflexión lingüística de Prisciano: el de oración perfecta (discurso con sentido pleno y que se basta a sí mismo) y de oración imperfecta (ensamblaje de palabras que necesita ser completado para tener pleno sentido: «Si digo: accusat, videt, insimulat, estos verbos son imperfectos y necesitan que se les adjunte unos casos oblicuos para la perfección del sentido»), y el de transitividad (hay construcción intransitiva cuando el sentido concierne al hablante, transitiva cuando la acción pasa a otra persona, y absoluta cuando el verbo no necesita caso oblicuo alguno).
Una última observación acerca de las teorías de Prisciano. Como lo escribe Chevalier, Prisciano «parece distinguir, primero, entre las construcciones inherentes a la categoría de la palabra rectora y las
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categorías inherentes al sentido de la palabra. De modo que define dos tipos de relaciones». Tales concepciones en Prisciano permitirían ver en él al precursor de algunas teorías modernas del lenguaje, tales como las proposiciones distribucionales y generativas (cf. páginas 245 y 256). Damos aquí el ejemplo «generativo» citado por Chevalier: «Se adjunta el nominativo al genitivo cuando expresa una cosa poseída y un posesor: como Héctor filius Priami... Se puede “interpretar” este giro adjuntando un verbo que signifique la posesión; la cosa poseída cambia entonces su nominativo por un acusativo, el posesor su genitivo por un nominativo, bajo la presión de la naturaleza del verbo, puesto que exige el nominativo desde un punto de vista intransitivo y el acusativo desde un punto de vista transitivo: “Quid est enin filius Priami?”: empleando el método de “interpretación” decimos: “Hoc est Hectorem filium Priamus possidet”».
Por una parte, esta «interpretación» nos induce a pensar que Prisciano —a la vez que acepta como incontestable la tesis de la lengua en cuanto que sistema lógico— debió sin duda constatar la diferencia y la inadecuación que subsisten entre las categorías lógicas (que siguen siendo siempre las mismas) y la construcción lingüística (que sí varía): es justamente en la separación entre categorías lógicas y construcción lingüística donde puede caber la interpretación de Prisciano,
«interpretación» que no es sino una descripción de los diversos constituyentes significantes correspondientes a un mismo significado. Esta inadecuación, sin embargo, no parece replantear la validez del esquema lógico para el análisis de la lengua y no lleva al autor a una teoría según la cual el significante modificaría a su vez el significado lógico... Por otra parte, resulta asombroso constatar hasta qué punto el principio de interpretación de Prisciano, con su claridad y sus límites, evoca la gramática transformacional moderna: efectivamente, los modelos de Prisciano, igual que los de Chomsky, se apoyan sobre el principio de una desarticulación del pensamiento en categorías estables, susceptibles de revestir expresiones lingüísticas diferentes pero que pueden interpretarse una a través de la otra o transformarse una en otra. La gramática de Port-Royal será la primera, después de Prisciano y Sanctiones, en definir claramente los postulados de estas categorías relaciónales lógicas que originan a las categorías lingüísticas.
La gramática de Prisciano se convirtió en el modelo de todos los gramáticos de la Edad Media. Los eruditos franceses se esforzaron en cumplir sus postulados y en pensar la lengua francesa en función de
los modelos de Prisciano considerados como omnivalentes, si bien con el tiempo resultaron incapaces de acoger las nuevas lenguas.


10. La gramática árabe

Entre las grandes adquisiciones de la reflexión acerca del lenguaje durante la Edad Media, un importante lugar le incumbe a la gramática árabe. Entenderemos aquí por gramática árabe las reflexiones lingüísticas de los pueblos que, en la Edad Media, permanecieron bajo la dominación del califato.
Todos los especialistas de la cultura árabe están de acuerdo para reconocer la importancia atribuida en la civilización árabe a la lengua.
«La sabiduría de los romanos está en su cerebro, la sabiduría de los indios en su fantasía, la de los griegos en su alma, la de los árabes en su lengua» dice un proverbio árabe. Varios pensadores árabes han exaltado, desde siempre, el valor de la lengua y parece ser que tal exaltación se conciba tanto como un deber nacional como si de una exigencia religiosa se tratara. El libro sagrado del islam, el Corán, es un monumento escrito de la lengua que hay que saber descifrar y pronunciar correctamente para acceder a sus enseñanzas.
A menudo se ha querido interpretar las teorías lingüísticas árabes como unos préstamos de los griegos y de los indios y, en efecto, numerosos ejemplos dan fe en este sentido: encontramos en los árabes las mismas contiendas entre los partidarios del carácter natural y aquellos del carácter convencional de la lengua, y las mismas categorías lógicas, aristotélicas que las que hallamos en los griegos; por otra parte, la división de los sonidos en ocho grupos según los procedimientos de articulación fisiológica —maharig— corresponde a los ocho stana de Pānini. No obstante, es un hecho ya admitido que, si bien hay préstamos griegos o indios en las teorías lingüísticas árabes, conciernen, por lo general, a la lógica mientras que la gramática se mantiene independiente.
Los primeros centros lingüísticos árabes surgen a partir del segundo siglo del islam en Basra y, un poco más tarde, en Kufa. Abu I-Aswad al-Du’ali (muerto en 688 0718) está considerado como el fundador de la gramática árabe.
La teoría lingüística árabe se distingue por una sutil reflexión sobre el fonetismo de la lengua. Se dividían los sonidos en sadid y rahw, por
un lado; safir, takir y qalquala, por otro. Esta teoría fonética estaba estrechamente ligada a una teoría de la música: el gran Halil al- Farahidi (probablemente 718 - 791) no sólo fue un fonetista y un gramático erudito sino, además, un eminente teórico de la música. Un término como haraka, movimiento empleado en fonética, viene de la música. Asimismo, los árabes, grandes anatomistas, tal Sībawayhi, fueron los primeros en dar unas descripciones concretas del aparato vocal a las que se unían unas descripciones físicas del movimiento del aire. Su análisis del sistema lingüístico era tan agudo que ya podían diferenciar —y fueron, sin duda, los primeros— el elemento significado, el elemento fónico (han) y el elemento gráfico (aiffma) de la lengua. Al distinguir igualmente las vocales de las consonantes, identificaban la noción de vocal con la de sílaba. Las consonantes fueron consideradas como la esencia de la lengua, las vocales como accidentes. Completaban la clasificación fonética de los árabes unas subclases sutiles de sonidos, ubicadas entre las vocales y las consonantes, tal la clase huruf-al- qalquala, unos sonidos leves.
El interés por la composición fónica de la lengua es el corolario, si no la expresión, de un interés muy acentuado por su sistema escritural. Es, en efecto, un rasgo específico de la civilización árabe interrogar la religión en y por medio de los textos escritos. Las exégesis del Corán, texto sagrado de una escritura sagrada, vienen acompañadas de una explicación mística del valor de cada elemento gráfico: de la letra. Se ha querido explicar tal preponderancia acordada a la escritura en la civilización árabe por la necesidad económica y política en la que se encontraba el imperio árabe de imponer su lengua, su religión y su cultura a los pueblos ocupados. Sin aminorar la especificidad de una concepción de la escritura con razones sociológicas, hemos de aceptar sin duda ambas interpretaciones (económica y religiosa) y llamar la atención sobre el desarrollo artístico y ornamental del sistema escritural árabe.
Efectivamente, las primeras muestras de escritura árabe remontan aproximadamente al siglo IV de nuestra era y son unas adopciones de signos gráficos de los pueblos vecinos, sin ninguna aspiración ornamental; a menudo inscriben los sonidos básicos del lenguaje con cierta confusión. La preocupación por embellecer los signos gráficos no aparece hasta la constitución del Estado omeyyade. Esta escritura, llamada «cúfica omeyyade», tan regular y cuidada, servía para fijar todas las obras de los soberanos desde el califa Abdal-Malik. En las sociedades conquistadas por el imperio árabe, se comienza a aprender
la lengua, y la escritura árabe se convierte, junto al Corán, en objeto de sacralización. Ya no se escribe solamente para fijar un habla: la escritura es un ejercicio ligado a la práctica de la religión, es un arte, y cada pueblo aporta su propio estilo ornamental en la ejecución de aquellas grafías. De este modo, junto a los tipos de grafías utilitarias, se asiste a un despliegue de escrituras decorativas. Junto a la caligrafía propiamente dicha, se observa unas añadiduras y prolongamientos geométricos, florales, de elementos zoológicos, antropomórficos, etc. Tras un período de expansión, esta escritura decorativa (a partir del siglo XII) se vuelve otra vez más sobria de manera progresiva hasta desaparecer a finales de la Edad Media con el declive del islam en tanto que religión conquistadora. No obstante, las tendencias decorativas persisten incluso en la escritura árabe moderna, y su papel sigue siendo importante en un mundo en que la escritura es lo que materializa la unidad étnica de los pueblos que hablan diversos dialectos.
Pero volvamos a la teoría lingüística de los árabes.
La lexicología fue una rama muy importante. Conocemos los estudios de Isa as-Sagafi (fallecido en 766), gran lector del Corán y autor de unos setenta trabajos en el campo de la gramática.
Con Halīl, los estudios fonéticos, lexicológicos y semánticos van a tomar una forma ordenada y acabada. Fue el inventor de la métrica árabe y de sus reglas; tan sólo nos han quedado los versos que acompañaban las reglas.
Halīl compuso el primer diccionario árabe, el Libro Ayna, en el que las palabras están clasificadas no por orden alfabético, sino siguiendo un principio fonético-fisiológico que reproduce el orden en que las gramáticas indias clasificaban los sonidos: guturales, palatales, etc. La clasificación de las materias sigue el principio griego de distinción entre teoría y praxis. En la clase teoría se incluyen: las ciencias de la naturaleza (alquimia, medicina), las ciencias matemáticas y la ciencia de Dios. La gramática se halla después de la teología musulmana y antes de la jurisprudencia, la poesía y la historia.


Carácter ornamental de la escritura árabe. De arriba a abajo: escritura cúfica que se desarrolla sobre un decorado floral independiente; escritura cúfica con cenefa geométrica; escritura ornamental antropomórfica sobre un objeto de cobre.
Según Janine Sourdel-Thomine, L’Ecriture et la Psychologie des peuples. (Centro Internacional de Síntesis, Ed Armand Colin).

El discípulo de Halīl, Sībawayhi, llevó la gramática árabe a su punto culminante, siendo su obra Al-Kitāb la primera gran sistematización.
Podemos advertir la ausencia de una teoría gramatical de la oración en aquellos gramáticos árabes. Si bien distinguían una oración nominal de una verbal, no tuvieron los conceptos de sujeto y predicado. En la oración nominal indican lo que para nosotros es un sujeto con el término mubtada «aquel por quien se comienza» y en la oración verbal con el término fa’il, «agente». Señalemos que, todavía hoy, el término de «sujeto» no existe en la terminología gramatical árabe. Es uno de los muchos síntomas que marcan la especificidad de la gramática árabe, la cual se ha mantenido apartada de la lógica aristotélica, por no querer supeditar el análisis de la lengua a sus categorías, y que sigue estando estrechamente ligada a las teorías pertenecientes al islam. El concepto de quiyās, analogía, hizo posible que los gramáticos árabes organizasen la lengua árabe en un sistema armónico en que todo tiene una motivación. Los especialistas, sin embargo, no pueden no darse cuenta de que la gramática árabe es más empírica que la gramática griega, y más relacionada con unas consideraciones ontológico-religiosas. Halīl, Sībawayhi y toda la generación siguiente de gramáticos árabes no
trabajaron como filósofos sino como lectores del Corán y analistas de lo que, en la lengua, podía corresponder a su enseñanza.
El centro de Kūfa, después del de Basra, se dedicó de una manera más obvia a lecturas coránicas. El gran gramático de Kūfa fue Al- Farra, inventor de una nueva terminología cuyo método original consiste en organizar el razonamiento gramatical citando versos.
La escuela de Basra tendrá un ilustre desarrollo con la generación posterior a Sībawayhi. Estos nuevos filólogos se establecen en Bagdad. La escuela de Bagdad, hacia el siglo XI, presenta un verdadero auge de teóricos y de gramáticos que marcan un considerable progreso en el estudio del lenguaje. Podríamos citar algunos nombres: Al-Mubarrad posiblemente hizo del Kitāb de Sībawayhi un libro fundamental para cualquier estudio de la lengua; el lexicógrafo Ta’lab fue gran admirador de las grandes controversias gramaticales, etc. Un importante trabajo de sistematización de la lengua árabe fue realizado por Osman Ibn Gĭnnĭ (941-1002), autor del libro Sirr sinā at āl’i’rab, el secreto del Arte (del lenguaje), en el que define la esencia y la función de las letras en sí mismas y respecto a las demás letras de una palabra, así como de Hasa’is (Peculiaridades) en que expone los principios de la gramática. Situamos la obra de Ibn Mālik (nacido en España en 1206, muerto en Damasco en 1274) al final de este período, siendo éste el autor de Alfiyya (publicado en francés por Sylvestre de Sacy, I’Alfiyya ou la Quintessence de la grammaire árabe. 1833): un poema didáctico de unos mil versos sobre la gramática. Mālik expone ahí una teoría morfológica que distingue tres partes del discurso: nombre, verbo, partícula; pero su máxima atención se centra en el estudio de las
flexiones, israb, lo cual ya constituye una introducción a la sintaxis.
Mientras tanto, y gracias a aquellos diversos gramáticos, España se convierte en uno de los más importantes escenarios de la elaboración gramática árabe. Después de Ibn Gĭnnĭ, sin embargo, la investigación carece de originalidad y se conforma con repetir y orquestar las fuentes. Subrayemos que el único objeto de esas investigaciones ha sido siempre la lengua árabe llamada auténtica o del desierto, tal como la encontramos en la poesía beduina y en el Corán, pero nunca en la poesía y prosa posteriores.
Los gramáticos europeos, junto con Ramón Llull (1235-1309), pero también J.-C. Scaliger, se interesaron por las adquisiciones de los gramáticos árabes. Hoy se estima que las nociones de raíz y deflexión preceden a las gramáticas árabes.

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