miércoles, 21 de septiembre de 2016

Juan Eslava Galán. UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 2

Juan Eslava Galán.  UNA HISTORIA DE LA GUERRA CIVIL 
QUE NO VA A GUSTAR A NADIE 2

CAPITULO 9
¿Es facha el sombrero?
Con el avance de la guerra (y de las tropas nacionales por todos los frentes), los anarquistas se dejarán de zarandajas y acabarán acatando las tesis comunistas («Renunciaremos a todo excepto a la victoria», dirá Durruti). Entonces, las inoperantes milicias re¬volucionarias, cansadas de ceder terreno al adversario, acatarán el modelo militar del Quinto Regimiento comunista hasta consti¬tuir un verdadero ejército, el Ejército Popular. Para eso faltan to¬davía algunos meses y algunos desengaños. Mientras tanto, cun¬de el entusiasmo revolucionario. Las calles se llenan de paisanos vestidos con mono de trabajo o en camisa, el pañuelo rojo y ne¬gro al cuello, tocados de gorrillo con puntas y armados de fusiles, correajes, cartucheras, pistolas y otros atrezzos militares obtenidos en el reparto. El sombrero y la corbata quedan desprestigiados por sus connotaciones burguesas como prendas propias de los explo¬tadores del obrero. En Solidaridad Obrera, un artículo establece que «el sombrero es una pieza indumentaria antiestética, innece¬saria, reveladora de la presunta superioridad de la mollera que lo sostiene (...) mientras en la calle no se vean monteras la revolu¬ción será nuestra». El honrado gremio de los sombrereros se siente agredido y replica en defensa de su medio de vida: «Afirman re¬putados doctores que de ir sin sombrero con la cabeza descubierta se derivan males como el reblandecimiento de la masa encefálica por influencia del sol y el perjuicio de la vista falta de la protección del ala del sombrero o visera de una gorra. Todo el mundo debe cubrirse la cabeza.» A lo que Solidaridad Obrera, compren¬diendo las implicaciones laborales de la prohibición del sombre¬ro, modifica su postura inicial y reconoce que el sombrero y la gorra son buenos e incluso aconsejables para la salud. No obstan¬te, el uso del sombrero decae bastante en la zona republicana. De hecho, al terminar la guerra, la sombrerería madrileña Brave, que vuelve a abrir sus puertas tras el paréntesis bélico, anunciará: «Los rojos no usaban sombrero.» Un estímulo eficaz para los ciudada-nos de conducta tibia o dudosa que intentan desesperadamente distanciarse de los vencidos en el momento que los tribunales de¬purativos pintan bastos.
En 1936, en la zona republicana, cunden las siglas libertarias y sindicales (FAI, CNT, UGT, POUM...) y el símbolo universal de la hoz y el martillo. El tuteo se generaliza. Se suprimen las je-rarquías y clases. Se abole el degradante «usted» que marca la dis¬tancia social del explotador y el explotado. También es abolida la palabra «jefe», de connotaciones humillantes para el obrero. A partir de ahora, el jefe se llamará «responsable». Todo el mundo es «camarada» o «compañero» y el adiós se sustituye por el «sa¬lud». Los policías y guardias civiles que hasta ayer guardaban el orden público y la propiedad privada se abstienen de intervenir ante los atropellos de los grupos revolucionarios, tan armados como ellos, pero más numerosos. En la Gran Vía de Madrid, en las Ramblas de Barcelona, los milicianos (y las milicianas) se pa¬vonean por los cafés, por los cines, van a todas partes con su re¬cién conseguido fusil, luciendo gorrillos de puntas y brazaletes. Al socaire de la revolución se ocupan y saquean las casas de los de¬rechistas, que, en vista del cariz que toman los acontecimientos, han puesto pies en polvorosa. Se arrojan muebles por los balco¬nes para luego quemarlos en medio de la calle, se requisan víveres y objetos en nombre de la Revolución. Los distintos comités de milicias o sindicatos ocupan los palacios, las iglesias y las residen¬cias de los barrios lujosos. Confiscan los automóviles particu¬lares.
«Algunas veces nos atrevemos a salir Margot y yo a dar un pa¬seo —recuerda Felicidad Blanc—. Bajamos hasta Recoletos. En las mesas del Café Gijón todavía vemos amigos, pero no nos sa-ludamos, hay como un temor hasta de reconocernos. En Colón, a la puerta del palacio de Medinaceli, hay unas sillas isabelinas fuera, y milicianos sentados en ellas. La calle ha cambiado total¬mente. Miro el paseo de la Castellana desierto. Los milicianos pasan con sus monos azules y sus pañuelos rojos. (...) Se oyen ti¬ros por la noche: son los "pacos", como los llaman. Tiran desde las terrazas y los milicianos contestan. Todas las noches se orga¬niza un pequeño combate. No nos atrevemos a encender las lu¬ces, andamos a tientas por la casa. En el silencio de la calle se oyen pasar las patrullas: "Camarada, la documentación." Son sus voces las que oímos, lo demás son sombras. De cuando en cuando un tiro: es una ventana en la que se ha encendido una luz.»
Las ciudades republicanas se llenan con un trajín de coches, camiones y autobuses con las siglas de los sindicatos y los parti¬dos escritas en grandes brochazos blancos. Menudean los acci¬dentes provocados por neoconductores sin carnet. En el trajín circulatorio no faltan las camionetas cargadas de lujosos enseres procedentes del saqueo, cuadros, sillas rococó, sartenes, vajillas, pianos de cola, cortinajes de damasco que dejan ver la lámpara de Murano que envuelven... Arden algunas iglesias y conventos. Otros se escapan de la quema porque los requisan para instalar en ellos los cuarteles y dependencias de las distintas taifas sindicales. Los milicianos inmortalizan el momento retratándose con casu¬llas y roquetes mientras sostienen el fusil en una mano y la bo¬tella de vino de misa en la otra. En la madrileña iglesia de San José visten de miliciano, mono azul y pistola, a la venerada imagen del Niño de la Bola. En la iglesia del Carmen, el anarquista José Ol¬meda y sus secuaces violentan las tumbas en busca de tesoros es¬condidos y sacan momias de antiguos canónigos a las que disponen en postura sexual sobre momias de abadesas y señoras. Co¬bran entrada por ver la exposición. (Meses más tarde este José Olmeda será acusado de este y otros delitos ante un tribunal republicano que lo condenará a muerte.)
Se asaltan las cárceles y se libera a los presos víctimas de la opresión capitalista. Muchos liberados, maleantes, vagos, ladro¬nes, gente de la peor calaña, aprovecharán la confusión para pes¬car en río revuelto, se afilian a milicias de izquierdas y realizan sus fechorías bajo la propicia coartada revolucionaria.
«El veinte de julio —recuerda el capitán Uribarri— a los que se ofrecían a luchar no se les pedía un carnet ni sindical ni políti¬co, de esos que luego se han prodigado tanto a los que no se ofre¬cieron para nada en aquellos días críticos (...) firmaban su hoja de enganche, su compromiso de cumplir el reglamento de las mili¬cias y... ¡al combate! Se me presentó uno que tenía la ficha de la¬drón desde hacía unos años. Yo lo conocía bien. ¡Lo había lleva¬do a la cárcel en cierta ocasión! No sabía leer ni escribir. Tenía veintiocho años.
»—Camarada Uribarri, yo quiero pelear al lado de usted con¬tra los fascistas... ¿Sabe quién soy?
»—Sí, me acuerdo...
»No pareció quedar muy convencido y añadió:
»—El de las gallinas de Burjasot...
»Y sonreía.
»—... el Fede, Federico Pérez Margarit.
»—Sí, que las afanaste del chalet del catedrático Gozalbo. Pasa a la oficina y que te filien...
»—Tres meses a la sombra, pero fue la primera vez que no me pegaron los guardias. Estic agrai't!
»—¡Bien venido seas!
»Le tendí mi mano. Me miró un poco asombrado, antes de estrecharla como extrañado... Volvió a reír y apretó contra la mía, de capitán de la Guardia Civil, su mano de ladrón profesional.»
Es la revolución. Es el pueblo en armas. Incluso hay más ar¬mas que pueblo.
En la fachada del madrileño palacio de Bellavista, requisado y convertido en sede de la Liga de Intelectuales Antifascistas, el jo¬ven Camilo José Cela lee una pintada: «Compañero, fomenta la indisciplina.»
«Es más que razonable suponer que con estas consignas no se puede ganar una guerra.»
En Barcelona, los victoriosos anarquistas imponen la revolu¬ción más drásticamente que en Madrid. Florecen asociaciones utópicas y benéficas como El Ateneo Ecléctico, la Liga de Espe-rantistas Antiestatales, la Asociación de Naturalistas Pentálficos o la Federación Estudiantil de Conciencias Libres. El anarquismo preconiza la vida sana y natural, la pureza de las costumbres, es-pecialmente en lo relativo al sexo y al alcohol. Los prostíbulos son «liberados» de la tiranía de los proxenetas y madames que explo¬tan a las chicas. «El anarquista debe merecer los besos, no com-prarlos.» Cuando, a pesar de todo, las putas insisten en ejercer su profesión, se intenta humanizarla. En algunos prostíbulos pue¬den leerse estos avisos: «Camarada, trata bien a la compañera que elijas. Piensa que puede ser tu hija, que puede ser tu hermana.»
En los primeros días, los libertarios más ortodoxos intentan cerrar las tabernas —«pozo inmundo donde los padres de familia gastan el jornal y arruinan su salud»— y proponen su sustitución por visitas a museos y bibliotecas.
Los alquileres se rebajan a la mitad, la semana laboral a cua¬renta horas, los jornales se aumentan un quince por ciento. El co¬mercio se interviene para suprimir intermediarios que cobran sin producir. Se intenta imponer el salario único que iguale a todos los trabajadores de la empresa, desde el ingeniero hasta el portero pasando por el fresador y por el chófer. Al poco tiempo tendrá que modificarse por las razonadas protestas de muchos afectados, ninguna tan razonada y eficaz como la de la vedette mejicana Margarita Carvajal, que trabaja en un teatro y cobra lo mismo que la señora que atiende los retretes. Un día se planta: «Como cobramos lo mismo, hoy he pensado que la señora de los retretes salga al escenario mientras yo atiendo los retretes.»
Se cambian los nombres antirrevolucionarios: Ciudad Real pasa a llamarse Ciudad Libre de la Mancha; Talavera de la Reina se llamará en adelante Talavera del Tajo; Olías del Rey, Olías del Teniente Castillo; San Lorenzo de El Escorial, El Escorial de la Sierra; San Fulgencio del Segura, Ucrania del Segura... Con las calles ocurre algo parecido: la madrileña avenida del Conde de Peñalver se denominará Avenida de Rusia, la barcelonesa Rambla de Santa Mónica será Rambla de la Revolución de Julio; la Vía Layetana será, en su momento, Vía de Durruti.
La utopía muestra en seguida sus fisuras. Aunque los liberta¬rios suprimen la cárcel, ese horrible invento capitalista para ence¬rrar al obrero díscolo, la infame jaula que no redime al criminal, pronto se demuestra que, como se siguen produciendo delitos, las condenas y las cárceles son imprescindibles. El problema se soslaya cambiándoles el nombre. A partir de ahora se llamarán «preventorios» y las condenas de tantos años y un día se denomi¬narán «separación de la convivencia civil».
Mientras tanto, en el río revuelto de la revolución, criminales y maleantes hacen su agosto y los ajustes de cuentas y las venganzas se disimulan fácilmente como ejecuciones de enemigos políticos.
Las personas de orden sienten una íntima desazón cuando ven a la República en manos de indeseables. El 30 de julio un grupo de intelectuales firma un manifiesto redactado por José Bergamín declarándose «al lado del Gobierno de la República y del pueblo, que con heroísmo ejemplar lucha por sus libertades». Entre los firmantes figuran Ortega y Gasset, Ramón Menéndez Pidal, Gregorio Marañón y Antonio Machado. Año y medio des¬pués, en diciembre de 1937, Ortega y Gasset, ya exiliado, repu¬dia los manifiestos que «los comunistas y sus afines obligaban a firmar (en Madrid) bajo las más graves amenazas».
En el bando opuesto también hay intelectuales políticamente correctos que comulgan con ruedas de molino para salvar el pe¬llejo. Al mayor de los Machado, Manuel, la guerra lo sorprende en Burgos, a donde había ido a visitar a una monja hermana de su mujer. Manuel, más liberal, rebelde y republicano que su her¬mano Antonio, se hace perdonar pasadas veleidades, se adhiere al Movimiento y llega a escribir versos en alabanza de Franco.
Santos Martínez Saura, secretario de Azaña, recuerda un en¬cuentro con milicianos a finales de agosto de 1936: «Llevaba yo casi mes y medio sin estirar las piernas más que en el Campo del Moro, cuando después de comer lo hacía el presidente acompa¬ñado de algún amigo suyo o sus ayudantes, por lo que una de aquellas noches, no resistiendo más el encierro y el calor, me aproveché de que don Manuel se había retirado temprano a sus habitaciones y salí a la calle y me dirigí a pie al café Zahara, en la Gran Vía, donde se reunían mis amigos. Y allí estaba con ellos co¬mentando los vaivenes de la guerra cuando apareció una de aque¬llas patrullas formadas por quienes todo lo querían menos acer¬carse a los frentes de lucha donde de verdad estaba el enemigo —moros y legionarios ya habían entrado en algunos barrios de la capital— para, en cambio, andar por las calles y los cafés pidien¬do documentos de identidad, credenciales expedidas por los par¬tidos políticos o los sindicatos, a todo el que encontraban o se reunía en aquellas tertulias. El atuendo de los llegados era, como se sabe, pañuelo rojo y negro al cuello más algunas prendas del equipo militar, fusil al hombro o pistola a la cintura, cuando no lo uno y lo otro al mismo tiempo; tratábase de afiliados o arrimados a una de las dos grandes sindicales que se disputaban el dominio del proletariado. Todos los presentes fueron mostrando sus car¬nets y papeles, y llegando a mí les dije, avalándolo aquellos con¬tertulios, que yo era secretario particular del presidente de la Re¬pública y no había tenido la precaución, al salir de palacio, de echarme al bolsillo alguna identificación. Se rieron porque no lo creían. Me pidieron ir con ellos a la calle donde estaban otros de su catadura, o vaya usted a saber a qué lugar y para qué querían que los acompañase, hasta que armándome yo de insensatez que no de valor accedí a lo que pedían. En la puerta del café tenían un viejo coche, desde luego que robado con el que vaya usted a saber cuántas fechorías habrían ya cometido, pues otro de sus quehaceres era irrumpir en los domicilios y después de saquearlos llevarse consigo a los desdichados que creían derechistas o care¬cían de esos papeles, carnet de afiliación política izquierdista, etc., donde comprobasen su adhesión al régimen que ellos que¬rían hacer prevalecer en aquellos días. Sí, se los llevaban a lugares apartados y allí les daban un tiro en la nuca. No hubo manera de acabar con aquello en los primeros meses de guerra pues todo lo sano de que se disponía se empleaba en contener a los facciosos que estaban a las puertas de Madrid. Ya en el coche les dije que antes de ir a su comité nos pasáramos frente al palacio que estaba allí al lado para probarles que no había mentido. Hubo dudas y pareceres diversos pero al fin accedieron. Frente al portón y las garitas del palacio pedí a los centinelas que avisaran al oficial de guardia, el cual, al reconocerme, me saludó militarmente y aten¬dió a mi deseo de abrir la puerta para que todos entráramos. Los "héroes de la retaguardia" se quedaron estupefactos y todo fueron disculpas. El teniente y yo decidimos que lo mejor que podíamos hacer era darles de cenar porque además de desvergüenza tenían hambre, siempre había allí víveres para la tropa que guardaba el palacio, y así se hizo, pero ¡quiá! Después de esto hubo que echar¬los porque se empeñaban en quedarse a nuestro servicio.»

CAPÍTULO 10
Los paseos
Los que antes del 18 de julio eran simplemente adversarios políti¬cos se convierten en enemigos de la noche a la mañana. La rebe¬lión militar enciende la mecha de la revolución. Las actitudes irre-conciliables de uno y otro bando se resuelven en una guerra civil. De un lado «el odio destilado lentamente durante años en el cora¬zón de los desposeídos»; del otro, «el odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la insolencia de los humildes» (Azaña).
El odio de los soberbios. Esta expresión de Azaña me trae a la memoria un pasaje de las memorias de José Luis de Vilallonga: «Todavía recuerdo el día en que, un poco antes de la guerra, mi abuela dijo de pronto: "Siento un infinito desprecio hacia los po¬bres." Y como todo el mundo se quedó con la boca abierta, ex¬plicó: "Sí, porque, ¿cuántos son ellos? Millones. Y los ricos ¿cuán¬tos somos? Muy pocos. Pero aquí estamos desde hace siglos sin que a nadie se le ocurra hacernos nada."»
Los pobres amortizan el odio acumulado y los ricos respon¬den con la misma moneda más el plus de prepotencia. Con la guerra comienza el terror, las detenciones y los asesinatos de cual¬quier persona significada del bando contrario. El mismo 18 de julio los milicianos asaltan el hospital Gómez Ulla, secuestran al general López Ochoa, que convalece de una operación, lo fusi¬lan, castran el cadáver, lo desorejan, lo decapitan y pasean por las calles de Madrid la cabeza ensartada en el palo de una escoba. El general había participado en la represión de Asturias en 1934. Unas horas después fusilan al general Fanjul y al coronel Quinta¬na, jefes de los sublevados en el cuartel de la Montaña. El Conse¬jo de Guerra que juzga al general le concede una última voluntad: contraer matrimonio con una novia antigua.
El mismo día, en La Coruña, los rebeldes detienen al joven gobernador Francisco Pérez Carballo y a su mujer Juana Capdevilla. A él lo fusilan. Ella sufre un aborto en la cárcel. A los pocos días de liberarla, unos derechistas la detienen de nuevo, la violan y la asesinan.
Uno de los gobernadores franquistas de La Coruña, José Ma¬ría de Arellano, suprime la inscripción de Casares Quiroga en el registro civil de la ciudad, «porque el Registro Civil está consti¬tuido para seres humanos y no para alimañas».
Perseguir al adversario, acorralarlo, matarlo como si se tratara de una alimaña. Una orgía de sangre se extiende por España. De¬tenciones nocturnas por elementos de uno u otro bando acaban en decenas de cadáveres fusilados en las cunetas de las carrete¬ras, en las bardas de los cementerios, en los descampados de las afueras. A eso se llama «dar el paseo».
Los militares rebeldes acusan de traición y fusilan, tras Con¬sejo de Guerra sumarísimo, a sus compañeros fieles a la Repúbli¬ca y al gobierno legalmente constituido.
El líder socialista Indalecio Prieto clama contra los asesinatos perpetrados por sus correligionarios como venganza por los que se producen en la otra zona: «Oídme bien: ¡no los imitéis! ¡No los imitéis! Superadlos con vuestra conducta moral; superadlos en vuestra generosidad. Yo no os pido, conste, que perdáis vigor en la lucha, ardor en la pelea. Pido pechos duros para el combate... pe¬chos de acero; pero corazones sensibles, capaces de estremecerse ante el dolor humano y de ser albergue de la piedad, tierno senti¬miento sin el que se pierde lo más esencial de la grandeza humana.»
Prieto predica en el desierto. En una espiral incontenible de violencia, cada bando hace todo lo posible por exterminar al con¬trario. En el territorio nacional se persigue y se asesina a los iz-quierdistas (intelectuales, políticos, alcaldes); en el republicano, a los derechistas (políticos, terratenientes, aristócratas, clérigos, militares fascistas). Se producen episodios escalofriantes propios de la peor España profunda.
En la cárcel Modelo de Madrid, uno de los presos le confía a un compañero de infortunio:
—Creo que estamos salvados. Ese miliciano al que he saluda¬do era camarero de mi casino. Tiene que estarme agradecido por las buenas propinas que le daba.
Llega el momento de una «saca» y el miliciano camarero lo señala:
—A éste fusilarlo de los primeros.
Los milicianos arrastran al desdichado al paredón.
Cuando se marchan, el confidente del sentenciado comenta:
—Menos mal que yo no tengo enemigos, porque nunca le he hecho un favor a nadie.
En el bando opuesto, unos guardias conducen a un condena¬do, en la caja de una camioneta, de madrugada, a las bardas del cementerio donde lo van a fusilar. Uno de los del piquetes co¬menta:
—¡Vaya frío que hace! Tengo helados los huesos.
—Sí que hace frío —asiente el condenado, intentando con¬graciarse con sus verdugos.
—¡Tú, quéjate, cacho cabrón! —le reprocha el guardia—. Tú por lo menos no tienes que volver.
Al padre del ilustre medievalista Julio Valdeón, maestro repu¬blicano con plaza en Aranjuez, donde colabora en las actividades culturales de la Casa del Pueblo, lo hieren y cae prisionero en el frente de Segovia en agosto de 1936. Un paisano suyo, de Olme¬do, lo reconoce en el hospital y lo denuncia como «agitador y peligroso intelectual». El Consejo de Guerra lo condena a muer¬te por rebelión militar. Avisan a la familia para que compren el ataúd si quieren que se les devuelva el cadáver. Lo fusilan el 11 de septiembre de 1936. El suegro del fusilado, Pío, alcalde de su pueblo por Izquierda Republicana, sigue su misma suerte. De madrugada, se presenta en su casa un grupo de derechistas algo bebidos y se llevan a su esposa, Victorina, a su hija, Concepción, y al marido de ésta, Bonifacio. Uno de los componentes del pi¬quete pretendió años antes a Concepción y fue rechazado por la joven. Ahora, la viola en presencia del marido. Después fusilan a los tres detenidos.
Un mes después de la muerte de Julio Valdeón, el padre de otro ilustre historiador, Ricardo de la Cierva y Codorníu, mili¬tante de la derechista Acción Española, abogado y diputado a Cortes, corre la misma terrible suerte. Lo detienen en Barajas cuando está a punto de tomar un avión y lo internan en la cárcel Modelo. El 7 de noviembre, ante los insistentes rumores de «sa¬cas» y fusilamientos, el diplomático de la embajada noruega, Fé¬lix Schlayer, se persona en la prisión para interesarse por Ricardo de la Cierva. A Schlayer lo marean enviándolo de un negociado a otro y en todos le aseguran que el prisionero está bien y es trata¬do correctamente. En realidad lo han fusilado por la mañana en Paracuellos, junto a otros ochocientos presos de la Modelo.
«Durante los primeros meses de la guerra —le cuenta a su hijo el filósofo Julián Marías, que vivió la guerra en Madrid— uno veía detenciones por doquier, a empellones y a culatazos a veces, o cacerías en las casas, sacaban y se llevaban a las familias enteras y a quienes estuvieran allí de visita, podía uno cruzarse con una persecución o un tiroteo en la esquina menos pensada, y oía de noche las descargas de los fusilamientos en las afueras, los llamados paseos, o disparos secos y aislados, de los pacos en las azoteas al atardecer o muy de mañana, sobre todo en los prime¬ros días (los francotiradores, ya sabes), o si sonaban de madruga¬da eran tiros a quemarropa en la sien o en la nuca, junto a las cu¬netas o no siempre allí, a veces hasta lo veía uno si tenía muy mala pata, veía saltar los sesos de alguien arrodillado, no es metafórico, o salir masa encefálica. Lo mejor era seguir, no mirar, alejarse rá¬pido, no podía uno hacer nada. (...) Lo mismo en las dos zonas: en la nuestra se le puso algo de coto a eso más tarde, aunque no el suficiente; en la otra, apenas ninguno durante los tres años de la guerra, ni tampoco luego, con el enemigo ya vencido.» A Julián Marías lo acompañó toda su vida un recuerdo lacerante: «íbamos en el tranvía, torcíamos desde Alcalá para entrar en Velázquez, y una mujer que iba sentada en la fila de delante señaló con el dedo hacia una casa, un piso alto, y le dijo a otra con la que viajaba: "Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les di¬mos el paseo. Yo a un crío pequeño que tenían lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la fami¬lia entera" (...) aquella mujer comentó su salvajada (...) con toda naturalidad. Sin darle excesiva importancia. Con la absoluta sen¬sación de impunidad que hubo en aquellos días, le traía sin cui¬dado quien la oyera. Con orgullo incluso.» Marías recordaba otra barbarie del bando contrario: tras la entrada de los naciona¬les en Ronda llevaron a tres presos a las afueras para fusilarlos, pero antes les ordenaron cavar su propia fosa. Uno de ellos, Emi¬lio Mares, hijo de un alcalde republicano, se encaró con sus ver¬dugos: «A mí me podréis matar y me vais a matar —les dijo—. Pero a mí no me toreáis.»
Marías le escuchó la historia a un famoso escritor que se jac¬taba de haber participado en el asesinato: «Le tomamos la palabra y lo toreamos, literalmente. Lo lidiamos. "Con que no, ¿eh? (le dijo el malagueño). Tú te vas a enterar." Y cogió la camioneta, se volvió para la ciudad y en menos de media hora estaba de regreso en el campo con los trastos. Allí mismo lo banderilleamos, lo pi-camos un poquito desde el techo de la camioneta haciéndole pa¬sadas lentas y luego fue su paisano el que se encargó del estoque. Un tipo atravesado, muy cabrón, y se vio que tenía algo de prác¬tica, le entró muy bien a matar, la primera hasta el fondo, cruza¬da en el corazón. Yo le puse sólo un par de banderillas cortas, en lo alto de la espalda. Vaya si se enteró el tal Emilio Mares. A los otros dos los tuvimos de público y los obligamos a gritar oles. No los fusilamos hasta rematar la faena, en premio por haber cavado. Así pudieron ver de lo que se habían librado. El malagueño se empeñó en cobrarse una oreja.» (Marías no dice el nombre del famoso escritor que participó en el asesinato. Sólo dice que después fue muy famoso y «tuvo exequias solemnes cuan¬do murió. Creo que hasta un ministro muy democrático ayudó a llevar el ataúd».)
Emilio Carrere describe el ambiente del Madrid de los pa¬seos: «A las doce de la noche el café Universal inundado de gen¬tualla de mono azul. Borrachos que acababan de ser ladrones y esperaban la madrugada para ser asesinos. Mujeres ebrias de co¬ñac y de un lujurioso deseo necrofílico; las lumias que presencia¬ban las ejecuciones.»
Como muestra, ya basta. En el curso de unos meses se asesina a miles de ciudadanos inocentes por razones políticas, miles de tragedias que afectan prácticamente a todas las familias del país, cada muerto con su conmovedora y terrible historia.
A lo largo de la guerra, la represión causará casi tantos muer¬tos como los combates, quizá más.
En los pueblos, el que ha quedado en el lado equivocado tie¬ne difícil escapatoria, pues todo el mundo se conoce y está al tan¬to de las ideas del vecino. En las grandes ciudades, las oportuni¬dades de ocultarse o de sumirse en el anonimato son mayores. Muchos abandonan sus domicilios, se disfrazan y se mudan a pi¬sos anónimos, a modestas pensiones. En Madrid hasta siete mil fugitivos derechistas se acogen a las embajadas, protegidos por la inmunidad diplomática. A lo largo de la guerra, la Cruz Roja conseguirá muchos canjes de prisioneros entre uno y otro bando. Otros se presentan voluntarios para el frente, donde se van a sen¬tir más seguros que en la retaguardia o, quizá, con la esperanza de pasarse al otro lado a la menor ocasión. También menudean las conversiones súbitas a la ideología dominante en la zona, el caso de Manuel Machado. En la zona nacional se agota la tela azul ma¬rino con la que se confecciona la camisa azul falangista debido a la demanda de camisas. Son como un salvoconducto para circu¬lar por la calle («el salvavidas», las llaman). La democracia y la pluralidad están bajo sospecha. Los partidos de menor entidad, aunque sean derechistas, se apresuran a disolverse. Toda precau¬ción es poca.
Una noticia de prensa: «El vicepresidente y secretario del Par¬tido Radical Autónomo visitaron al gobernador civil para mani¬festarle que, aunque ya estaba desde hace tiempo disuelto, venían a reiterarle que la disolución era un hecho, sintiendo que el care¬cer de fondos les impidiera hacer un donativo para el Ejército, si bien deseaban hacer constar que el referido partido no existía.»
Una serie de organizaciones sigue el ejemplo de los partidos y se autoextingue, por si las moscas, entre ellas entidades tan apolí¬ticas como la Unión General de Conductores de Automóviles, la Sociedad de Dependientes de Freidurías de Pescado y el Consor¬cio de Fabricantes de Sillas de Enea.
Mientras tanto, en el lado opuesto, la revolución prosigue su curso. «El analfabeto que preside un tribunal popular tiene más autoridad que un magistrado del Supremo; un sargento de mili¬cias manda más que un coronel del ejército; un presidente de un comité de barrio de la CNT o de la FAI más que un miembro del Gobierno» (Serrano Suñer).
El 21 de agosto los milicianos se presentan en la cárcel Mode¬lo y, sin que el director y los funcionarios puedan evitarlo (nue¬vamente la suprema razón de las armas), seleccionan a los presos derechistas más cualificados y los fusilan. Desde la terraza de un edificio colindante otros milicianos disparan contra los presos que pasean en uno de los patios y matan a una docena.
Cuando conoce lo ocurrido, Indalecio Prieto comenta: «Hoy hemos perdido la guerra.»

CAPÍTULO 11
Curas al paredón
El catecismo revolucionario establece que la Iglesia es el opio del pueblo y la cómplice secular de la clase explotadora. Hace déca¬das que la propaganda anticlerical viene acusando a la Iglesia de vivir en la opulencia, indiferente a la miseria del proletariado, en flagrante contradicción con la doctrina evangélica. El obrero de¬macrado y cargado de hijos contrasta con el clérigo cebón que, desde la perspectiva revolucionaria, disfruta de una existencia ociosa y regalada a costa del sudor proletario. Ese odio, acumula¬do durante generaciones, estalla en el verano de 1936. Las masas amotinadas aprovechan el desgobierno para saquear e incendiar las propiedades de la Iglesia (unos veinte mil edificios) y asesinar a unos siete mil religiosos, un 16 % del total. (Exactamente, 13 obispos, 4.184 curas, 2.365 frailes y 283 monjas, según Anto¬nio Montero, Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), Madrid, 1961.)
Muy humanamente (aunque la institución es divina), la Igle¬sia, con su primado el cardenal Goma a la cabeza, reacciona apo¬yando al bando rebelde y justificando el alzamiento militar ante la opinión pública internacional. Terminada la guerra, el propio cardenal Goma sellará el pacto de la Iglesia con el Régimen en¬tregando al Caudillo la simbólica Espada de la Victoria.
En la iglesia de Castaño del Robledo, en la onubense sierra de Aracena, los mineros queman el retablo. Cuando los nacionales toman el pueblo, el obispo de Pamplona, nacido allí, encarga a un tallista una gran imagen de Santiago Matamoros que sustitu¬ya al retablo destruido. Las instrucciones del prelado son precisas: el moro con turbante de la iconografía tradicional debe sustituir¬se por una efigie de Lenin sosteniendo en la mano una antorcha encendida (símbolo de los templos quemados por la hidra roja). Cuarenta años después, durante la transición a la democracia, la figura de Lenin será reemplazada por la de un moro con el con¬sentimiento del cura y las autoridades locales, para no ofender a los comunistas del pueblo. (Ahora, el moro vencido de Castaño del Robledo vuelve a ser políticamente incorrecto, especialmente tras la amenaza del fundamentalismo islámico. Quizá sería aconsejable sustituirlo por un marciano.)
La única región de la Península donde no se produce la revolu¬ción es el País Vasco. Allí no se persigue a la Iglesia, ni se incendian templos, ni se colectivizan bienes confiscados a los ricos. Salvo al¬gunos asesinatos episódicos, todo funciona con cierta normalidad.
El único que fusila curas en el País Vasco es Franco. A varios curas nacionalistas que apoyaban al bando republicano.
Al socaire de la revolución, las bandas armadas campan por sus respetos mientras el gobierno asiste impotente a los atrope¬llos. Las calles y las carreteras se llenan de controles milicianos. Entre Madrid y Valencia, un viajero debe superar hasta ciento treinta y seis controles, lo que casi duplica el tiempo del viaje. En la confusión imperante, muchos delincuentes comunes afilia¬dos a partidos y sindicatos disfrazan sus fechorías de actos revo¬lucionarios en defensa de la República. Menudean los registros y detenciones ilegales, los saqueos, los robos bajo la forma de in¬cautaciones, el confinamiento en cárceles del pueblo o checas, la tortura y el asesinato, a veces bajo la forma de sentencia de un tri¬bunal popular aleatoriamente constituido.
Cuando el gobierno reacciona y consigue recuperar la autori¬dad para impedir o castigar tales desmanes, la propaganda de los rebeldes ha desprestigiado a la República en el extranjero. Mu¬chas potencias democráticas se preguntan si no es preferible apo¬yar a los militares alzados, que preconizan la ley y el orden, antes que a un gobierno legal que se muestra impotente frente a la anarquía, los desmanes del populacho y el preocupante creci¬miento del comunismo.

12 de septiembre de 1936

El escritor Agustín de Foxá comunica a su hermano Jaime las últimas desventuras familiares:

Hace veinte días una radio comunista se incautó de la casa de Atocha. Llevaron a Bellas Artes las joyas de mamá y armaron una gran juerga emborrachándose con el vino de Lanciego. Subieron unas putitas a las que vistieron con los trajes de noche de mamá. Uno de ellos se puso mi uniforme de diplomático y bailó con él. Luego se acostaron con ellas en nuestras camas. Aún siguen allí.

Jaime de Foxá escribe a su hermano:

En la pradera de San Isidro las hijas de los chisperos y las mano¬las acuden a las cuatro de la mañana, rodeadas de sus críos, para pre¬senciar los fusilamientos. Cuando el reo dice una frase arrogante lo aplauden. Gran ovación al hijo de Güell, que muere gritando Viva Cristo Rey. A los cobardes los silban como se hace en las corridas con los toros mansos.

A doscientos kilómetros de allí, en Valladolid, las damas de comunión diaria, rosario y ropero parroquial acuden después de la novena a presenciar los fusilamientos de los rojos en un des-campado donde incluso se han instalado vendedores de churros y chocolate.
En un diario leemos:

En estos días en que la justicia Militar cumple la triste misión de dar cumplimiento a sus fallos, de dar satisfacción a la vindicta públi¬ca, se ha podido observar una inusitada concurrencia de personas al lugar en el que se verifican estos actos, viéndose entre aquéllas niños de corta edad, muchachas jóvenes y hasta algunas señoras. Son públicos, es verdad, tales actos, pero la enorme gravedad de los mismos, el respeto que se debe a los desgraciados víctimas de sus yerros en tan supremo trance, son razones más que suficientes para que las personas que por sus ideas, de las que muchas hacen ostentación, deban abrigar en sus pechos la piedad, no asistiendo a tales actos ni mucho menos llevando a sus es¬posas y a sus hijos. La presencia de estas personas allí dice muy poco en su favor; y el considerar como espectáculo el suplicio de un semejante, por muy justificado que sea, da pobre idea de la cultura de un pueblo. Por esto precisamente es de esperar de la nunca desmentida hi¬dalga educación del pueblo de Valladolid, que se tendrán en cuenta estas observaciones? (El Norte de Castilla del 25 de septiembre de 1936.)

Un documento de 1938 señala las tres etapas de la represión derechista:

Primera: fusilamientos en las calles, a las salidas de las carreteras y en las tapias de los cementerios, sin expediente ni trámite de nin¬guna clase (...) Eso duró hasta principios de octubre de 1936. Se¬gunda: en la que se instruía expediente a los detenidos, sin ser oídos la mayoría de las veces. Las sentencias de muerte las firmaban las dis¬tintas autoridades encargadas de la represión, ya que ni aun para eso había unidad de criterio. Esta época duró hasta febrero del 37. Y la tercera que rige en la actualidad (1938), en la que la parodia de unos consejos de guerra, ya prejuzgados de antemano, quieren dar la sensación de justicia para acallar el rumor, cada vez más denso, que en torno a tantas vidas segadas se está levantando.

El jurista Francisco Partaloa, fiscal del Tribunal Supremo de Madrid y amigo de Queipo de Llano, que vivió la represión en la zona roja y después en la nacional, escribe:

Tuve la oportunidad de ser testigo de la represión en ambas zonas. En la nacionalista, era planificada, metódica, fría. Como no se fia¬ban de la gente, las autoridades imponían su voluntad por medio del terror. Para ello, cometieron atrocidades. En la zona del Frente Po¬pular también se cometieron atrocidades. En eso, ambas zonas se pa¬recían, pero la diferencia reside en que en la zona republicana los crímenes los perpetró la gente apasionada, no las autoridades. Estas siempre trataron de impedirlos. La ayuda que me prestaron para que escapara no es más que un caso entre muchos. No fue así en la zona nacionalista.

En Sevilla, Queipo de Llano nombra delegado de Orden Pú¬blico al capitán de la Legión Manuel Díaz Criado. «Criado no iba al despacho hasta las cuatro de la tarde, y esto raras veces. Su hora habitual era a las seis. En una hora, y a veces en menos tiempo, despachaba los expedientes; firmaba las sentencias de muerte (unas sesenta diarias) sin tomar declaración a los detenidos la mayoría de las veces. Para acallar su conciencia, o por lo que fue¬re, estaba siempre borracho. Todas las madrugadas se le veía rodeado de sus corifeos en el restaurante del pasaje del Duque, donde invariablemente cenaba. Era cliente habitual de los establecimientos nocturnos. En Las Siete Puertas y en La Sacris¬tía se le veía rodeado de amigos aduladores, cantaores y bailaoras y mujeres tristes, en trance de parecer alegres. El decía que, pues¬to en el tobogán, le daba lo mismo firmar cien sentencias que trescientas, que lo interesante era "limpiar bien a España de marxistas". Le he oído decir: "Aquí en treinta años no hay quien se mueva." (...) Criado no admitía visitas; sólo mujeres jóvenes eran recibidas en su despacho. Sé de casos de mujeres que salvaron a sus deudos sometiéndose a sus exigencias. En la División me en¬teré del siguiente hecho: un amigo del general Mola, por el que éste se había interesado vivamente, llegando incluso a tener una conferencia telefónica con Díaz Criado, fue fusilado. Como des¬pachaba los expedientes atropelladamente, no advirtió que en¬tre los firmados aquel día estaba el del amigo de Mola. Su actua¬ción llegó a tal extremo que Queipo de Llano se vio obligado a destituirlo, ordenando que quedara detenido. En la División se dijo que iba a fusilarle; más por los servicios prestados, Queipo se conformó con enviarle a la Legión, donde últimamente se en¬contraba.»

16 de agosto de 1936

En Granada, la Falange y la CEDA andan a la gresca. Varios milicianos de la CEDA detienen al poeta Federico García Lorca, refugiado en la casa de los Rosales, sus amigos falangistas. Al día siguiente lo fusilan en el barranco de Víznar, a unos kilómetros de Granada, junto con dos banderilleros, el Gandalí y el Cabezas, «pistoleros peligrosísimos del Frente Popular» (Nestares) y dos rateros. García Lorca, cuando comprende que lo van a matar, en¬saya un inútil gesto conciliatorio: «No me matéis, que creo en la Virgen.»
La muerte del poeta desencadena una campaña de despresti¬gio y denuncia contra los rebeldes.

CAPÍTULO 12
Las columnas
23 de julio
Burgos aparece engalanada con banderas y colgantes. El general Mola constituye la Junta de Defensa Nacional, órgano supremo de los rebeldes, presidida por el decano de los generales, Miguel Cabanellas, e integrada por los generales Dávila, Gil Yuste, Saliquet, Ponte y el propio Mola. Es significativo que Franco no fi¬gure. Todavía es solamente jefe del ejército de África y del sur. Tras la oportuna muerte de Sanjurjo ha corrido el escalafón y le toca a Mola, el Director, capitanear el Alzamiento.
Mola se ha propuesto conquistar Madrid y liquidar la guerra en pocos días. Para ello envía columnas armadas desde Valladolid, Burgos, Pamplona y Zaragoza. Mientras las columnas llegan, encomienda a los derechistas madrileños que ocupen los estraté¬gicos puertos de montaña del Alto del León, de Guadarrama y de Navacerrada (por donde pasa la carretera de La Coruña) y el de Somosierra (por donde pasa la carretera de Irún).
El enemigo, que no es tonto, conoce, o adivina, los planes de Mola: unas horas después del Alzamiento parten de Madrid co¬ches y camiones repletos de milicianos con destino a los puertos.
La consigna es conquistar los puertos y retenerlos antes de que lleguen los fascistas.
Las columnas rebeldes marchan contra reloj. La de Valladolid alcanza el Alto del León en un día; la de Navarra avanza doscien¬tos treinta kilómetros en cuarenta y ocho horas, pero cuando lle¬ga a Guadarrama encuentra los puertos ocupados por milicianos y guardias leales a la República.
El plan de Mola ha fracasado. Rebeldes y leales ocupan posi¬ciones y cavan trincheras en el duro espinazo de la sierra. El fren¬te se estabiliza en los puertos de montaña. La toma de Madrid se va a retrasar y, con ella, la resolución de la guerra.
El miliciano Remigio Lodones, de la agrupación sindical «Los Leopardos de la Libertad», recuerda con nostalgia aquellos días: «En cuanto amanecía empezaban los tiros de una trinchera a otra, los de enfrente menos porque andaban escasos de cartuchos, y así el día, vigilando para que no avanzaran, con mucha camaradería. Algunos nos juntábamos en las vaguadas a jugar a las cartas y a charlar y, como había muchas milicianas deseosas de servir a la causa y de alegrar a los soldaditos de la República, pues, je, je... en mi vida he chingado tanto. No lo hacían por vicio, ¿eh?, sino por ideología, porque eran las sacerdotisas del amor libre y hay que predicar con el ejemplo. Las más feíllas no tenían mucha deman¬da, pero había una rubita aprendiza de modista en un taller de Se-rrano que terminaba el día escocida. Lo malo es que también ha¬bía muchas putas y las purgaciones y las sífilis nos causaban más bajas que las balas fascistas. Total, cuando caía la tarde cerrábamos el quiosco y nos volvíamos en coches o en camiones a Madrid y, de anochecida, iba a la terraza del café La Estrella de Oro, en Carabanchel, y me pedía una zarzaparrilla fresquita, el fusil entre las piernas, la gente nos miraba con mucho respeto, y luego a casita. Me había agenciado una cama muy buena en el saqueo de la casa de un.fascista en el barrio de Salamanca y dormía estupendamen¬te hasta las seis o así de la mañana, cuando venía a recogerme la ca¬mioneta del Comité para echar otra jornada en la sierra.»
En ocasiones, la gratificación sexual es la recompensa que los jefes de las milicias conceden a sus hombres distinguidos en una acción guerrera, una especie de sustituto de las condecoraciones del bando contrario. Un miliciano apresado por los rebeldes cerca de Toledo llevaba en la cartera una nota sellada: «Vale por una novia para esta noche. Santa Cruz, 9IX-936. El Comité.» En Si-güenza, en el cuartel instalado en el convento de las Ursulinas, se encontró un: «Vale por dormir una noche con la camarada Rosa¬rio.» José María Gironella cita otro —«Vale por una dormida con una mujer fascista»—, extendido a un miliciano de la columna Durruti en Aragón. El beneficiario sólo tenía que ir a la cárcel y escogerla.
Los milicianos se organizan en sus propias agrupaciones ayu¬nas de disciplina, pero henchidas de entusiasmo revolucionario: «Exterminio», «Venganza», «Las Águilas Libertarias», «Los Linces de la República», «Las Hienas Antifascistas», «Los que no Corren», «La Rehostia», «Los Tigres de la República», «Los Leones de Carabanchel», «Los Vengadores de Cuatro Caminos», «Los Caballeros de la Muerte», «Los Desesperados», «Los Aguiluchos Feroces», «El Batallón de Hierro». Algunas son tan pintorescas como la de Teodoro Mora, dirigente de la construcción de la CNT madrile¬ña, que constituye una unidad de navajeros en la creencia de que los moros que ha traído Franco temen el arma blanca. Teodoro Mora desaparecerá en la defensa de Toledo sin haberse acercado lo suficiente a un moro como para probar su aserto.
En el bando de los rebeldes, que se van titulando «nacionales», se observa el mismo fervor. Muchos jóvenes de familias derechistas se alistan masivamente a los únicos partidos que van a prevalecer, el Requeté y la Falange, pero también surgen docenas de agrupacio¬nes que se ofrecen al Ejército para desempeñar servicios auxiliares: los Guardias Cívicos, la Defensa Armada, los Caballeros de Santia¬go, los Caballeros de La Coruña, los Voluntarios de España... En su conjunto los denominan irónicamente «las amas secas», pues, por su edad, no están en condiciones de «dar el pecho» en el combate.
Muchas «amas secas» reciben fusiles sin balas.
—¿Cómo vamos a hacer la guerra sin munición? —se queja Edelmiro Arruza.
—Es que no le han llegado a Intendencia los permisos de re¬parto. Ya llegarán.
Lo que el brigada Pérez-Alonso cree un despiste de Intenden¬cia oculta una preocupante realidad. El ejército de Mola sólo dis¬pone de veintisiete mil cartuchos de fusil. Si el enemigo lo supie¬ra, atacaría con denuedo y lo rendiría en un par de días, en cuanto hubiera agotado la munición.
Mola cursa angustiosas peticiones de cartuchos a Franco y a Portugal, pero las cosas de palacio van despacio.
Las paredes se llenan de carteles y avisos patrióticos. De un lado: «¡Alístate a la Falange!», «El Requeté te espera»; del otro, «Afíliate al Partido Comunista», «¡Trabajador!, tu mejor defensa es la FAI».

CAPÍTULO 13
El ejército de la República
En medio del entusiasmo revolucionario, Manuel Azaña advier¬te el problema que se le plantea a la República: «Formar colum¬nas de paisanos sin instrucción, sin armamento ni disciplina, exaltar su espíritu político, copiar en ellas la fisonomía y la jerar¬quía de los partidos y pretender que funcionen como ejército es enorme dislate (...) Dirigir una fuerza armada requiere enseñan¬zas previas (...) Si un ranchero impide que su batallón se subleve o el buzo de un acorazado logra que la oficialidad no se pase al enemigo, déseles un premio, pero no me hagan coronel al ran¬chero ni almirante al buzo. No sabrán serlo. Perderemos el bata¬llón y el barco» {La Velada de Benicarló, 1937).
Azaña y alguna otra inteligencia privilegiada, como la de Prieto, lo vieron claro casi desde el principio: una guerra se gana con un ejército, y la República, que licenció el suyo, tuvo que transformar en un ejército, en plena guerra, las milicias indisci¬plinadas y cerriles de la primera hora. Sólo consiguió retrasar la derrota.
Los testimonios de los militares que permanecieron fieles al gobierno legítimo son concluyentes. El capitán Artis narra los inútiles esfuerzos de un teniente provisional llegado de la Escue¬la de Guerra de Barcelona por enseñar instrucción en orden ce¬rrado a los milicianos:

«"No sé que shan pensat de nosaltres!", comenta uno. "Acabaranfent nos saludar els capitans!" (\No sé qué se figuran! ¡Acabarán obligándonos a saludar a los capitanes!).
»El Reglamento Táctico de Infantería —continúa Artis— pa¬saba de unas manos a otras con fervor casi religioso; pero ninguno terminaría de leerlo antes del final de la guerra. Y lo mismo suce-día con los demás manuales: en los combates alrededor de Eyerbe, un oficial de Artillería se desgañitaba inútilmente dictando pun¬terías con el ojo pegado al goniómetro; su sargento, un pastor ara¬gonés, disparaba después de apuntar directamente por el tubo del cañón, sin hacerle el menor caso. Las improvisaciones eran no po¬cas veces de la mayor agudeza, como aquel que creyó que la tácti¬ca era el ataque de frente, y la estrategia, el ataque por la espalda... lo que no se aleja demasiado de la realidad. Pero —termina Ar¬tis— sentíamos que para ganar la guerra nos faltaba algo. No eran armas, ni soldados. Era nuestra impotencia para usar la brújula en una marcha nocturna, aunque todos llevábamos una en el bolsillo. Era el no saber para qué servían aquellos numeritos que se veían en los lados al mirar por el telémetro. Era, en resumen, que nos seguía pareciendo indescifrable el Reglamento de Infantería (...).»

Franz Borkenau, escritor austríaco que asiste a los entusias¬mos revolucionarios de la primera hora, escribe en su diario:

He cenado con un grupo de milicianos que hablaban sobre la ins¬trucción militar y me he horrorizado al enterarme de que lo único que les enseñan antes de enviarlos al frente es el manejo de las armas; no reciben ningún entrenamiento para saber desenvolverse sobre el terreno. Enviar a los hombres en esas condiciones equivale a enviar¬los a una carnicería.
En el sur, la situación de los rebeldes es apurada. Queipo de Llano ha ocupado Sevilla, pero apenas dispone de fuerzas para conquistar los pueblos de la provincia en manos de comités revo-lucionarios.
En esta circunstancia crece la importancia de Franco. Las fuerzas de choque que pueden decidir la guerra están a su mando en Marruecos. Para llevarlas a la Península hay que cruzar el Es¬trecho, pero la escuadra, mayoritariamente en manos de la Repú¬blica, se ha concentrado allí para impedirlo. Franco envía sus tro¬pas en un puente aéreo servido por los Ju-52 cedidos por Hitler y los Savoia facilitados por Mussolini. Este chorro de tropas, qui¬nientos hombres diarios, con el equipo imprescindible, requiere mucho combustible. Las reservas se agotan rápidamente. Franco adquiere gasolina en la base aérea francesa de Tánger. Cuando también se agota esta fuente, los mecánicos resuelven el proble¬ma mezclando a ojo benzol con bencina en bidones que hacen rodar por las pistas para homogeneizar la mezcla. Con esa impro¬visación, el puente aéreo no se interrumpe. Incluso se incremen¬ta el 5 de agosto, cuando, al elevarse la bruma matinal, un pe¬queño convoy formado por un mercante, dos motonaves y un remolcador, escoltados por el cañonero Dato, un guardacostas y un torpedero salen a la mar y toman la derrota de Algeciras. El convoy transporta dos mil quinientos soldados, una batería y pertrechos. La arriesgada operación se realiza al amparo de los acorazados alemanes Deutschland y Admiral Scheer, cuya amena¬zadora presencia ahuyenta a la flota gubernamental, mal operada por subalternos. Cinco trimotores italianos Savoia-81 sobrevue¬lan el convoy listos para intervenir.
Los nerviosos vigías otean el horizonte con sus prismáticos.
¿Acude la flota republicana?
Cuando están a cinco millas de Algeciras, el destructor repu¬blicano Alcalá Galiano intenta interceptar el convoy, sin gran en¬tusiasmo, falto como está de medios antiaéreos con los que repe¬ler a los bombarderos enemigos.
El «convoy de la victoria», como lo llamará la propaganda nacionalista, entra en Algeciras a los acordes de una banda de música.
Dos días después, la burlada flota republicana se toma el des¬quite. El acorazado Jaime I cañonea Algeciras con sus grandes piezas de 300 mm. Sin artilleros que dirijan adecuadamente el tiro, casi todos los obuses silban por encima de la ciudad y esta¬llan en los montes. Sólo algunos aciertan en el caserío y provocan destrozos. El Consulado británico resulta destruido.
«Eso no le va a hacer ninguna gracia a Su Graciosa Majestad», piensa el escribiente Bernardo Afán en el ministerio al leer la no¬ticia recibida en telegrama. Se lo muestra a su primo Anselmo.
—¡Que se joda Su Graciosa Majestad! —opina el primo—. ¡Abajo la monarquía aquí o donde esté!
Unos días después, el Jaime I escolta a la fuerza republicana que reconquista Ibiza. A Franco le desagrada que el enemigo avance, aunque sea poco. ¿Y si hundiéramos el molesto navío? A falta de aviones bombarderos, el capitán Henke (el entusiasta piloto del Ju-52 Max von Müller requisado que llevó la carta de Franco a Hitler, el mismo que desayunó con Franco al regreso de Berlín) se ofrece a intentarlo con un par de Ju-52 a los que aco¬plan un mecanismo de lanzamiento para bombas de doscien¬tos kilos.
Los aviones sobrevuelan el puerto de Málaga, último fondea¬dero conocido del Jaime I sin encontrarlo, pero poco después lo localizan en el mar. En la primera pasada, las bombas caen cien metros por delante del navío; en la segunda, una bomba le acier¬ta en el puente; en la tercera, otra bomba en la popa. El acoraza¬do no se hunde, pero sufre graves averías y tienen que remolcarlo a Cartagena.
—¡Nos han jodido el mejor barco que teníamos! —comenta el primo Anselmo en el ministerio—. ¡Los hijos de puta!
En tierra, el ardiente verano de 1936 se caracteriza por la gue¬rra de las columnas. El corresponsal del Daily News se lo explica a sus lectores: «Es una disposición ofensiva típicamente colonial que los militares españoles han practicado en Marruecos: una fuerza mixta avanza con camiones y escasa artillería a lo largo de una carretera hacia un objetivo estratégico, y va suprimiendo, a sangre y fuego, los núcleos de resistencia que encuentra a su paso, con oportuna intervención de la aviación donde sea menester.»
En el verano de 1936, tanto sublevados como leales forman columnas. Algunas son simples expediciones enviadas desde las capitales de provincia para ocupar los pueblos del entorno, armar a los individuos afectos y eliminar a los desafectos.
—¿Qué significa exactamente «eliminar» en español? —in¬quiere lady Pendelbury sosteniendo la taza de té en la mano, el meñique extendido, mientras con la otra lee la crónica de Peter Crosby en el Daily News.
En Penbroke hace un día soleado y la pareja desayuna en el jar¬dín, un prado herboso que remata en el embarcadero del río Blent.
—Estos salvajes eliminan al contrario fusilándolo contra las tapias de los cementerios —responde distraídamente lord Pen¬delbury, segundo secretario del Foreing Office, mientras com¬prueba si sus rosas tienen pulgón—. Los eliminan como nosotros eliminamos los pulgones.
Mientras en Europa se ven los toros desde la barrera, en Es¬paña las columnas más poderosas se dirigen a Madrid, el objetivo principal de los rebeldes.
Según el plan de los sublevados, las tropas de Andalucía de¬ben marchar sobre Madrid. El camino más corto, utilizado por las sucesivas invasiones históricas, es el que discurre por Despeñaperros y La Mancha, pero el general Franco opta por el más lar¬go, a través de Extremadura.
Las motivaciones de Franco son todavía hoy objeto de enco¬nada discusión. ¿Pretende enlazar lo más rápidamente posible con las fuerzas de Mola, como dice, o es que prefiere aplazar la llegada a Madrid, que puede ser hueso duro de roer?
Al historiador militar Blanco Escola (que no simpatiza nada con el Caudillo) le parece que Franco toma el camino más largo por cálculo político, porque no le interesa acabar la guerra rápi-damente, porque lo que busca es «ganar prestigio y poder» que le permitan situarse a la cabeza del nuevo Estado.
Pudiera ser.
El domingo 2 de agosto, por la tarde, la mitad de la columna Madrid, legionarios y moros en coches y camiones, sale de Sevi¬lla y enfila la carretera de Extremadura. Al día siguiente sale la otra mitad de la columna.
La tropa africana va ocupando los pueblos que encuentra a su paso («liberando», en la jerga de los nacionales). El primer obje¬tivo es Mérida, donde contactarán con las fuerzas de Mola, al que llevan siete millones de cartuchos que necesita urgentemente. A Franco le sobran cartuchos, pues cuenta con la fábrica de mu¬nición de Sevilla.
El lunes 3, ya de noche, se produce el primer enfrentamiento en la venta del Culebrín, cerca de Santa Olalla. Los africanos des¬baratan a la milicia y matan a catorce hombres.
La columna progresa, ocupando los pueblos sin encontrar ape¬nas resistencia. Los milicianos locales, pocos, mal armados con es¬copetas de caza y ayunos de todo conocimiento táctico, ponen pies en polvorosa ante los moros, que llegan precedidos de la leyenda de su fiereza. La leyenda tiene bases ciertas, pero además se magni¬fica en el verbo florido de algunos oradores del bando leal. Por ejemplo, la Pasionaria alude a la «crueldad salvaje, borracha de sen¬sualidad que se vierte en horrendas violaciones de nuestras mu¬chachas, de nuestras mujeres en los pueblos que han sido hollados por la pezuña fascista, moros traídos de los aduares marroquíes, de lo más incivilizado de los poblados y peñascales rifeños».
En el pueblo de Monesterio, un refuerzo de milicianos proce¬dentes de Badajoz se enfrenta a la columna y pierde treinta y cua¬tro hombres. Cerca de Llerena, el auto blindado que encabeza la columna destroza de un cañonazo al miliciano Ramón Franco Escudero, Boquineto, que se le enfrenta en solitario, con un par, armado solamente con una escopeta de pistón. Los defensores del pueblo resisten enconadamente en la iglesia. Los africanos caño¬nean y dinamitan el edificio.
Está claro que los milicianos no son enemigo para las tropas de choque de África, fogueadas en una guerra irregular, en cam¬po abierto. Los milicianos ignoran los principios básicos de la lu¬cha en campo abierto, desaprovechan los emplazamientos idó¬neos, tienden a concentrarse cerca de las carreteras (para huir en cuanto el asunto se ponga feo) y resultan, en suma, incapaces de defenderse del enemigo experto que llega de África. Por el con¬trario, los africanos saben infiltrarse, saben emplazar las ametra¬lladoras desde los flancos, saben avanzar con arreglo a los cáno¬nes, cubriéndose con barreras de artillería. Son profesionales, en suma.

CAPÍTULO 14
Los africanos
Desde el comienzo de la guerra, los enviados de Franco reclutan mercenarios moros bajo la promesa de fáciles ganancias y aven¬tura. En las cabilas del Rif marroquí, asoladas por las malas cose¬chas recientes, amenazadas por la hambruna, sobran muchachos y hombres dispuestos a ir a la guerra. El salario, doscientas pe¬setas al mes, una garrafa de aceite y un pan diario, les parece un pastón.
Los mercenarios moros provienen de una belicosa cultura tribal en la que los hombres se educan para la guerra. Están acostumbra¬dos a la vida dura y a las penalidades. Por otra parte, los estimula la codicia del botín y el gustazo de matar españoles, los jodidos co¬loniales que hace pocos años mataron al tío Ahmed, arrasaron la aldea, bombardearon el valle con gas mostaza y desde entonces no han vuelto a crecer las lechugas.
Al moro rifeño le encanta el saqueo, el botín sustancioso (mu¬jeres incluidas), el excitante degüello del vencido. Algunos moros apresados llevan en sus faltriqueras de tafilete con borlas esa pin¬toresca bolsa del traje folclórico magrebí, pequeños alijos de pen¬dientes, sortijas y muelas de oro arrancadas a los prisioneros o a los muertos con unos alicates. El moro es laborioso en la guerra. A veces, con las prisas, si el anillo del vencido no sale fácilmente, le cortan el dedo y lo guardan para desembarazarlo de la joya cuando haya lugar. Una de las conquistas que más valoran los moros son las máquinas de coser, porque en Marruecos sólo las poseen los ricos. Y las recompensas. Mediada la guerra, muchos moros se convertirán en especialistas de la lucha antitanque tras aprenderse los ángulos muertos de los carros soviéticos T-26. Los alemanes de la formación «Inker» (carros de combate) recom¬pensan con quinientas pesetas la destrucción o captura de cada uno de estos monstruos de acero. Están muy interesados en estu¬diarlos para incorporar sus enseñanzas al diseño de los nuevos ca¬rros alemanes.
Los moros tienen fama de sanguinarios. Más de un derechis¬ta pasado desde las líneas republicanas ha tenido la desgracia de topar con moros:
«¡Viva España! Soy un pasado», dice el desertor.
«Tú no estar pasado. Tú estar bisinio», sentencia el moro en su media lengua, antes de pegarle un tiro y registrar el cadáver a ver qué lleva de valor.
Bisinio, significa «abisinio», como los moros denominan a cualquier antifascista partidario de los abisinios en la guerra con¬tra Mussolini.
Lo que son las cosas, cuando el morito cae prisionero, pierde su fiereza africana y se torna suave como una malva: «Paisa no tirar. Morito estar pasado. ¡Viva la República! ¡Franco cabrón! Morito bueno.»
Con el morito no hay aval que valga ni se le concede el bene¬ficio de la duda. A menudo le dan matarile en el mismo lugar donde lo apresan.
Los oficiales de Regulares aprenden la media lengua de los moros a sus órdenes. Andando la guerra muchos soldados la uti¬lizan de broma:
«Rojillo estar mujera» y «Rojillo estar gallina» ponderan la co¬bardía del enemigo. Por el contrario, «Morito estar valiente» se refiere a ellos, a los del Rif. De sus rivalidades con los legionarios se les oye decir: «Tersio cabrón, Tersio cabrón». Cuando tienen que alabar la belleza femenina: «cofita misiana» (nalgas buenas); destacar en alguna habilidad es «saber manera».
En la retaguardia nacional también se oye hablar esta media lengua estilo africano: «Tiniente estar mucho farruco», «Vaya cofita misiana guapa».
A lo largo de la guerra unos ochenta mil mercenarios moros militarán en el ejército nacional. De ellos morirán unos once mil quinientos (uno de cada ocho) y unos cincuenta y cinco mil (más de la mitad) resultarán heridos.
En cuanto a la Legión, llegará a alistar a unos catorce mil hombres, de los que morirán, quizá, la mitad. La feroz discipli¬na del Tercio atrae a muchos perturbados y apátridas con pro¬blemas de identidad. En la Legión, el desecho social puede sen¬tirse «caballero legionario», arropado por un fuerte espíritu de cuerpo y orgulloso de pertenecer a una élite de guerreros temida, a la que el mando distingue con ciertos privilegios, quizá pueri¬les como el de llamarlos «caballeros» y el de permitirles llevar la camisa desabrochada, dejarse barba o largas patillas, tatuarse, etc. Las canciones del Tercio se hacen populares en toda la zona nacional:

A la Legión le gusta mucho el vino, A la Legión le gusta mucho el ron, A la Legión le gustan las mujeres Y a las mujeres les gusta la Legión.

«Los legionarios están preparados, alerta, confiados, cons¬cientes de ser los mejores en lo suyo, seguros de su victoria y sa¬biéndolo están contentos y felices —escribe un observador britá¬nico—. En la batalla, los legionarios practican ese asalto corto y fulminante que sólo la mejor infantería puede realizar bajo fuego enemigo.» Por su parte, «los moros son solemnes, pacientes (...) larguiruchos, chupados de mejillas, fibrosos. Rara vez sonríen. Hablan en tono bajo y reaccionan con ese impulso típico de los animales que viven en condiciones de peligro (...) en la batalla se echan al suelo y reptan a la velocidad de las culebras».
Esos son los hombres que componen la columna Madrid, la tropa de Franco que avanza como en un paseo militar por tierras extremeñas. Las instrucciones de operaciones son claras: «El ene¬migo que tenemos delante, sin disciplina ni preparación militar, carente de mandos ilustrados y escaso de armamento y municio¬nes (...) no conviene acorralarlo sino dejarle abierta una salida para batirlo en ella con armas automáticas emboscadas. La falta de disciplina del enemigo y su carencia de servicios harán que ninguna concentración pueda sostener dos días de combate.»
En algunos pueblos, los milicianos han asesinado a muchos propietarios y han saqueado las haciendas de los más pudientes. Los derechistas encarcelados temen por sus vidas. Los carcele¬ros también temen por las suyas, cuando ven acercarse a los feroces africanos. La columna Madrid ha recibido órdenes de «reducir los focos rebeldes con energía, excluyendo la crueldad, respetando en absoluto a mujeres y niños y evitar toda clase de razzias», pero, en la práctica, sus componentes no se andan con remilgos y hacen lo que hacían en África: dejan tras ellos un re¬guero de enemigos ejecutados tras juicio sumarísimo o sin juicio alguno.
Los milicianos chaquetean fácilmente ante el enemigo. En el imaginario colectivo de los españoles está muy presente la terri¬ble guerra de Marruecos, con sus desastres del Barranco del Lobo y Annual. Durante dos generaciones, los españoles han oído con¬tar a los veteranos que regresan de África que los moros son astu¬tos y despiadados, que reservan a sus prisioneros una muerte len¬ta, entre atroces tormentos. Al desgraciado que cae vivo en sus manos lo castran y lo ejecutan lentamente por asfixia, haciéndo¬le tragar sus propios testículos.
La posibilidad de que los moros lo capturen aterra al más valiente. En cuanto suena el grito «¡Nos copan!» cunde el pánico entre los milicianos, que huyen a la desbandada por temor a que los moros los rodeen y los apresen. No obstante, abundan los ca¬sos de milicianos que afrontan la muerte con valor y hasta con humor. En Almendralejo, el grupo que resiste en la torre de la iglesia cuelga en su parte más alta un jamón para mostrar al ene¬migo su voluntad de resistencia o, quizá, como ofensa a los mo¬ros, a los que su religión no les permite comer jalufo.
Ante la cercanía de los moros, pueblos enteros huyen hacia retaguardia. Se propala a media voz que nada les produce más placer a los moros que violar a las mujeres delante de sus padres o de sus maridos. El general Queipo de Llano, en sus diarias emi¬siones de Unión Radio de Sevilla, en las que mezcla cotorreos de portera con propaganda política y burdas amenazas, alude al ape¬tito sexual de las tropas africanas: «Nuestros valientes legionarios y regulares —dice el 23 de julio— han enseñado a los rojos lo que es ser hombre. De paso, también, a las mujeres de los rojos; que ahora, por fin, han conocido a hombres de verdad, y no castrados milicianos. Dar patadas y berrear no las salvará.»
En la emisión del 29 de agosto, el pintoresco general vuelve a la carga: «En el frente de Talavera (...) han caído en nuestro poder numerosos prisioneros y prisioneras. ¡Qué contentos van a po¬nerse los regulares y qué envidiosa la Pasionaria!»
El efecto desmoralizador de las charlas de Queipo en el cam¬po republicano es notable, pero, al propio tiempo, las barbarida¬des que cuenta perjudican la imagen de la España nacional en el extranjero. Queipo emite seiscientas charlas a lo largo de los die¬ciocho primeros meses de la guerra. El 1 de febrero de 1938 su voz desaparece de las ondas por orden de Franco.
El 7 de agosto de 1936 Franco vuela de Ceuta a Sevilla, insta¬la su cuartel general en el palacio de Yanduri, cerca de la Giralda, patrióticamente cedido por la marquesa propietaria, y se hace cargo de las operaciones. Queipo de Llano queda reducido a un mero comparsa, al tipo gracioso (pero también peligroso) que emite charlas propagandísticas por la radio.

CAPÍTULO 15
La matanza de Badajoz


La columna Madrid, ahora al mando del teniente coronel Juan Yagüe, hombre de confianza de Franco que se distinguió en 1934 durante la represión de Asturias, se interna por tierras extreme¬ñas, dejando tras ella un reguero de sangre. En cuatro días avan¬za ciento veinte kilómetros, pero al llegar a Badajoz encuentra a miles de milicianos parapetados detrás de las viejas murallas. Los manda el coronel Puigdendolas.
Yagüe va a tomar la ciudad al asalto, a estilo legionario. Según la costumbre arenga a sus tropas: «¡Viva España! ¡Viva la Repú¬blica! ¡Viva el Ejército!», grita.
Al amanecer del día 14 de agosto, los legionarios y los mo¬ros atacan Badajoz, en tenaza, por el sur (Castejón) y por el este (Yagüe), mientras un Junker enviado desde Sevilla sobrevuela la ciudad, lo que amedrenta a los defensores, bajos de moral, y enar¬dece a los atacantes.
Los legionarios y los moros asaltan la muralla por las brechas que abren los cañonazos. Desde los muros, las ametralladoras y los fusiles les causan numerosas bajas.
A media mañana, algunos oficiales y soldados de la defensa aprovechan la confusión para pasarse a los nacionales. Cerca del mediodía los hombres de Castejón arrollan las defensas por el sur (según otra versión, algunos defensores derechistas les facilitan el paso) e invaden la ciudad y la van tomando calle por calle hasta la catedral, último bastión de la resistencia.
Mientras tanto, por un error de coordinación, Yagüe se em¬peña en asaltar la brecha de la Puerta Trinidad («la brecha de la muerte»). Los milicianos rechazan tres asaltos de la Legión. Yagüe ignora que el sacrificio de sus hombres es inútil dado que, mien¬tras él se empeña en tomar la muralla, las tropas de Castejón están ocupando el centro de la ciudad. En el segundo asalto, el teniente Eduardo Artigas «queda gloriosamente ciego por un ba¬lazo que le cruza los ojos».
Los legionarios y los moros toman Badajoz y la tratan como a una aldea rifeña: asesinan y saquean. «Ninguna fuerza humana era ya capaz de contener la ciega pasión del legionario combati-vo, al que la pérdida de sus camaradas sacó de quicio la razón y el sentimiento —escribe el testigo Juan José Calleja—. Acaba de cualquier forma y posición, ya con bombas de mano o a la bayo¬neta, con el cuchillo en la boca o con pistolas ametralladoras.»
A todo hombre que tenga un hematoma en el hombro dere¬cho, la señal del retroceso del fusil, lo fusilan en el acto, junto con los militares leales a la República y buena parte de los carabineros capturados.
«En la calle hay una enorme algarada —anota el oficial Al¬berto Serrano—. Grupos de legionarios y moros son obsequiados en las casas. De cuando en cuando unos tiros. Es que son descu¬biertos algunos rojos. En las calles se apilan montones de cadáve¬res. Terminado todo lo mío voy a ver si ceno.»
En las calles sembradas de cadáveres, los moros instalan ten¬deretes en los que malvenden el producto del saqueo: enseres, te¬las, máquinas de coser, relojes, sortijas.
En total, los atacantes han perdido a cuarenta y cuatro hom¬bres y tienen varios cientos de heridos. Las cifras de bajas de los defensores de la ciudad es incierta. Durante un tiempo circuló la especie de que Yagüe había encerrado a milicianos o simples sospechosos de simpatizar con la izquierda en las corralizas de la pla¬za de toros, de donde los fueron sacando al ruedo para que una ametralladora emplazada en un palco acabara con ellos. La pro¬paganda republicana hablaba de unos nueve mil muertos. Parece que la cifra real de fusilados andaría en torno a los mil doscientos, cuyos cadáveres fueron apilados y quemados en el cementerio.

CAPÍTULO 16
Solemne cambio de bandera
Sevilla, 15 de agosto de 1936

Mientras la sangre riega las calles de Badajoz, Sevilla se engalana para la festividad de su patrona, la Virgen de los Reyes, y para el solemne restablecimiento de la bandera tradicional española, la roja y gualda, la de la monarquía.
Franco se siente feliz por varios motivos. El ejército que ha to¬mado Badajoz es el suyo, el que levantó en África, lo que fortale¬ce su posición en la carrera por la jefatura nacional. Por otra par¬te, va a restaurar, oficialmente, la bandera bicolor monárquica como enseña de la España nacional opuesta a la republicana. La gente de derechas, especialmente los monárquicos, nunca aceptó bien el cambio de bandera impuesto por la República. Ya lo decía la cancioncilla:

Me está jodiendo el morao
Que está junto al amarillo
Debajo del colorao

Eso favorece a Franco también porque sus dos competidores más directos, Mola y Queipo, tienen un pasado republicano que enturbia sus carreras, mientras que él, dentro de su calculada am-bigüedad, nunca se ha manifestado contrario a la monarquía.
«Por otra parte, el acto en sí representa un desacato a la Junta de Defensa, cuyo presidente, el general Cabanellas, ante los hechos consumados, se ve obligado a firmar, dos semanas más tarde, y muy a su pesar, el decreto por el que se restablece la bandera bi¬color.»
El cardenal Ilundain recibe a Franco y a su incondicional Millán Astray en el aeródromo sevillano. Queipo, que simpatiza poco con Franco, excusa su presencia: «Si Franco quiere verme ya sabe dónde estoy.»
Franco toma nota, pero disimula el desaire.
Tres coches negros charolados conducen a Franco y a su co¬mitiva al palacio Yanduri.
La restauración de la bandera se va a celebrar en el ayunta¬miento. La plaza Nueva está atestada de público, el pueblo de Se¬villa endomingado, colchas en los balcones, señoritas de manti¬lla, muchas camisas azules, muchas boinas rojas, mucho caqui militar, mucho calor, banderas, pancartas, vendedores de hela¬dos... Ven llegar a Franco, que vive su gran día; a Millán Astray, con su manga doblada y su parche en el hueco del ojo, y al carde¬nal Ilundain, gordo, con su vestido púrpura y su rotundo anillo archiepiscopal. Aclamaciones de la multitud. El alcalde Ramón de Carranza, marqués de Sotohermoso, terrateniente y mayorista de pescado, los recibe oficioso, vestido de esmoquin, a la puerta de la Casa Consistorial, de cuyos balcones cuelgan paños festivos. Sa¬ludos. Parabienes. Las autoridades ascienden por los amplios pel¬daños de mármol observados por los ojos fríos de las esculturas que exornan la escalera. El salón de respeto los acoge entre sus muros entelados y decorados con retratos al óleo de antiguos próceres.
Es la hora de comenzar la ceremonia y a Franco le gusta la puntualidad, pero falta Queipo. El díscolo general se hace espe¬rar diez eternos minutos. Por fin, desciende de su automóvil.
Nuevas aclamaciones de la multitud a las que Queipo responde con saludos.
Queipo asciende por la escalinata con lentitud solemne. Pe¬netra en el salón, donde lo esperan impacientes. El alcalde, ner¬vioso, invita a pasar al balcón.
El gentío prorrumpe en vítores cuando aparecen en la facha¬da principal Franco, bajito y algo gordo, Queipo, alto y espigado, Millán Astray, tuerto, el cardenal Ilundain, gordo, y el alcalde Carranza. Saludan. La plaza redobla sus vítores y aplausos.
Con gesto patricio, Queipo solicita silencio. Ajusta el micró¬fono —los altavoces chirrían—, desdobla unas cuartillas y lee de¬clamatoriamente, con la afectada entonación propia de la época, un farragoso discurso que ha pergeñado con voluntad de estilo.
—¡Soldados, ciudadanos de Sevilla! En este ambiente de pa¬triotismo que aquí se respira y enfervoriza el alma, estamos reu¬nidos para dar satisfacción a nuestros anhelos de ver ondear la gloriosa bandera roja y gualda que veneraron generaciones de an¬tepasados...
El tornadizo general, que siempre se confesó republicano (y quizá por eso la República favoreció su carrera), el que se unió a la rebelión sin dejar de proclamarse fiel a la República, a la que había que rescatar de las garras del Frente Popular, olvida sus con¬vicciones y arremete contra la bandera tricolor republicana:
—Una de las mayores torpezas que cometió el gobierno de la República —prosigue su discurso— fue modificar los sagrados colores de la bandera nacional, introduciendo en ella el morado, que nadie sabe por qué (a mí, al menos, no se me alcanza) la ra¬zón que tuviera para variarlo. (...) Yo voy a tratar de demostrar que este color morado que se puso en la bandera de la República no tiene valor de ninguna clase; es más, es un color que todo hombre honrado, todo caballero español debe rechazar...
Queipo se mete en camisa de once varas y demuestra su in¬cultura enciclopédica al comentar las antiguas banderas, tema que a todas luces ignora, remontándose al antiguo Egipto y a Roma, hasta llegar al morado de la bandera republicana, que, según él, procede de la banda que llevaban los concejales madrile¬ños. Finalmente, para rematar, cita la copla popular que dice:

Colores de sangre y oro
Son los de nuestra bandera.
No hay oro para comprarla
Ni sangre para vencerla.

El público, entregado de oficio, interrumpe repetidamente para ovacionar y jalear al general, pero las personas de más juicio, entre ellos Franco y Millán Astray, intercambian miradas cómpli¬ces y sonríen disimuladamente cuando lo ven perdido en el be¬renjenal de su oratoria huera y campanuda.
Concluido el discurso, y la ovación prolongada que lo cele¬bra, se iza solemnemente la bandera roja y gualda que a conti¬nuación besan «frenéticamente» (así lo describirá ABC al día si¬guiente) Franco, Queipo, Millán Astray y el alcalde Carranza.
A continuación, Franco pronuncia un discurso discreto en el que alaba «la bandera roja y gualda, que es la que está en el co¬razón de la inmensa mayoría de los españoles —una voz en la plaza grita: "¡De todos!")— (...) la bandera roja y gualda es la in¬signia de una raza, de unos ideales, de una dignidad, de una reli¬gión (...) es el oro de Castilla y la sangre de Aragón...».
Finalmente le toca hablar a Millán Astray, bien oiréis lo que dirá:
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio, que voy a ser muy breve! —promete—. ¡Sevillanos! ¡Legionarios sevillanos! Ya habéis es¬cuchado al glorioso general Queipo de Llano los orígenes de esta enseña gloriosa...» Yo sólo voy a glosar el lema de la Legión.
El fundador de la Legión elogia a los africanos que están salvando a la Patria y convoca a los sevillanos, especialmente a los obreros (sic), para que coreen al unísono la divisa de la Legión:
—¡Viva la Muerte! ¡Viva la Muerte! ¡Viva la Muerte! ¡Viva España!
El público corea los gritos con fervor patriótico.
Mientras Sevilla aclama a los generales alzados en la plaza Nueva, a pocos metros de allí, en un calabozo de Capitanía, me¬dita sobre su suerte el general Miguel Campins Aura.
En 1928, cuando nombraron a Franco director de la Acade¬mia Militar de Zaragoza, el futuro Caudillo escogió a su amigo Campins como subdirector. El 18 de julio Campins se mantuvo fiel a la República y, aunque después intentó arreglarlo, ya era de¬masiado tarde. Detenido y trasladado a Sevilla, Queipo de Llano lo ha sometido a un Consejo de Guerra que lo ha condenado a muerte.
Franco ha enviado varias cartas a Queipo rogándole que in¬dulte a su amigo. La última, en la víspera del fusilamiento, la en¬trega en mano el primo y ayudante de Franco, Franco Salgado-Araujo, pero Queipo se muestra inflexible:
—No quiero abrir ninguna otra carta de su general que trate de este enojoso asunto, y dígale que mañana domingo será fusilado.
Al amanecer del 16 de agosto fusilan a Campins.
Ese mismo día Queipo recibe un telegrama de la viuda: «Inquietísima ruégole me dé noticias ocurrido a mi marido Stop Es¬toy hotel Florida Coso 92 — Dolores Roda.»
Diez días después Queipo envía otro telegrama al general Cabanellas: «Ruego comunique doña Dolores Roda de Campins que su marido general Campins falleció 16 corriente.»
Poco después Franco recibe una carta de Dolores Roda:

Franco, Franco, ¿qué han hecho con mi marido?¿Quién me lo ha matado? ¿Qué crimen ha sido el suyo?¿A quién mató él? Esos que le han matado (quienes sean) no lo conocen, no saben quién es. Usted si lo conoce. Usted sabe su valer como cristiano, como caballero. ¡Us¬ted sabe quién es! Usted, que es hoy la primera figura de España, ¿no lo pudo salvar?, ¿qué pasó, Dios mío, qué?
Perdóneme, pero dígame algo. Yo estoy aquí sola, incomunicada, y acabaré por perder la razón de tanto pensar cosas que no puedo comprender. Dígame algo, se lo suplico. ¿Qué pudo pasar, qué? Matarlo otro hombre, ¡de los suyos! ¡No puede ser! Perdóneme y tenga caridad del mayor de los dolores que puede tener una mujer.
DOLORES RODA

Así que Queipo de Llano ha fusilado a Campins por desairar a Franco y, de paso, a su señora, que era amiga de la esposa de Campins. En su momento, Franco se tomará el desquite negan¬do el indulto que Queipo de Llano y Cabanellas le solicitan para el general Domingo Batet. Ojo por ojo.
Franco y Queipo nunca se pudieron ver. En privado, Queipo llama a Franco «Paca la Culona». A medida que aumenta el poder de Franco disminuye el de Queipo de Llano, que pasa el resto de la guerra aparcado en su virreinato sevillano, donde gobierna y administra con buen juicio, aunque cuarteleramente. La guerra se traslada a Madrid y al norte (salvo la campaña de Málaga y al¬guna acción menuda en el sur).
Regresemos ahora al caliente verano de 1936. Mientras la ciu¬dad de la gracia (Sevilla, naturalmente), honra la bandera bicolor restaurada, la columna Madrid, sangre, sudor y hierro, abandona Badajoz, que deja muy pacificada, y reanuda su avance triunfal hacia Madrid, remontando el Tajo, ya a un ritmo más lento por¬que el ejército de la República comienza a organizarse y a resistir. El gobierno de Madrid confía en detener a los rebeldes a la altu¬ra de Talavera, donde algunas unidades de confianza lo aguardan parapetadas en trincheras y defendidas por alambradas.
Durante un par de días, los republicanos ofrecen enconada resistencia, pero acaban cediendo ante el temor de verse envuel¬tos («¡Nos copan!») por las temidas tropas africanas. Los naciona¬les ocupan la ciudad.
«El camino de Madrid estaba libre» (Líster).
Madrid está a setenta kilómetros, dos días de camino en tér¬minos militares.
Cae el gobierno Giral, último coletazo del Estado parlamen¬tario y burgués, que se ahoga en la marea de sangre. Lo sustituye el gobierno de Largo Caballero, el fogoso líder ugetista denomi¬nado el Sargento por sus correligionarios. A partir de ahora, la República caminará a pasos agigantados hacia la dictadura del proletariado.
En Madrid cunde el pánico: «Estamos inermes ante los mata¬rifes. Aníbal ad portas! —anota el profesor Salustiano Pérez Lo¬mas en su diario—. Sólo que Aníbal no logró entrar en Roma y los rebeldes sí que entrarán en Madrid a menos que ocurra un milagro.»
El milagro ocurre. Cuando todo parece perdido, Franco toma la decisión más controvertida de la guerra: en lugar de dirigirse a Madrid desvía sus tropas hacia el sureste para socorrer a los na¬cionales sitiados en el Alcázar de Toledo.
En términos militares, esta decisión es francamente torpe, pero en términos políticos prueba la astucia de Franco, que pro¬longa la guerra para afianzar su poder en el bando nacional.
Los gubernamentales, por su parte, otorgan al general Miaja el mando de una columna que sale de Valencia y arrebata Alba¬cete a los sublevados. Después, sin gran oposición, avanza sobre el valle del Guadalquivír en dirección a Córdoba y Sevilla. No obstante, Miaja se detiene, cauto, temeroso quizá, a cuarenta ki¬lómetros de Córdoba para sanear su retaguardia y afirmarse en los pasos de sierra Morena. Allí se estabiliza el frente.
El fotógrafo húngaro Robert Cappa asiste a los combates y es¬caramuzas. Entre sus fotografías se hará famosa la titulada «Muer¬te de un soldado republicano en Cerro Mariano, 5 de septiembre del 36»: un hombre alto y seco, amojamado y moreno, vestido con mono blanco, correajes y cartucheras negros, calzado con es¬parteñas, acaba de recibir un balazo y cae de espaldas flexionando las rodillas, como si estuviera sentado en el aire, el brazo extendi¬do, todavía tocando su fusil con la punta de los dedos.
Peter Hartling, en su ensayo El soldado español, piensa que esa foto ha unido para siempre al muerto y al fotógrafo. ¿Qué sabían el uno del otro? ¿Cómo llegaron a encontrarse? Medita Hartling sobre el destino de los héroes taciturnos de Malraux, de Hemingway, la desmitificación idealizada en una especie de confuso ma¬nierismo romántico. La muerte, el supremo sacramento del gue¬rrero, que al final se encuentra con ella y se perpetúa en una foto como de novios, ¡viva la muerte!
Esta fotografía, que se ha convertido en la imagen gráfica de la guerras del siglo XX y lo que va del XXI, es probablemente falsa. El hombre fulminado por la bala pertenece a un grupo de mili-cianos que se prestó jovialmente a escenificar para el fotógrafo húngaro el asalto a las posiciones enemigas. En el reportaje vemos que dos de los milicianos que posaban caen sucesivamente alcan-zados por sendos balazos exactamente en el mismo palmo de tie¬rra, a un metro de distancia del objetivo del fotógrafo. Demasia¬da coincidencia para ser verdad. El famoso muerto de la camisa blanca se ha identificado como el miliciano Federico Borrell Gar¬cía, natural de Alcoy, de veintidós años de edad.
Nuestro tiempo, como cualquier tiempo antiguo, se nutre de mentiras, de engañosas imágenes preparadas. El miliciano de Cappa sigue representando la imagen de la guerra, y esa verdad puede más que su posible mentira.
En el resto de España, las columnas resultan menos operati¬vas. De Castellón sale una, integrada por guardias civiles y mili¬cianos, con destino a Teruel, pero al llegar a Puebla de Valverde los guardias fusilan a unos cuantos izquierdistas significados y se pasan, con armas y bagajes, al bando nacional.
—No te puedes fiar de nadie —comenta Bernardo Afán a su primo.
—Y de los guardias, menos —conviene el ujier—. A la Guar¬dia Civil había que haberla fusilado cuando empezó la guerra: todos facciosos.
En Barcelona, tras la euforia libertaria de los primeros mo¬mentos, se constituye una columna de seis mil anarquistas de la CNT al mando de Durruti. Se dirigen a Zaragoza, ciudad de rai¬gambre libertaria que ha quedado en manos de los nacionales. Otra columna formada por unos miles de ugetistas se dirige ha¬cia Huesca. «íbamos como a una romería, felices y contentos en nuestro entusiasmo al grito de "¡A Zaragoza, a liberarla!"», re¬cuerda Celestino Menta.
Desde el punto de vista militar, las columnas son un desastre: los milicianos discuten las órdenes de sus jefes, las decisiones se toman en asamblea, las operaciones se planean entre líderes li¬bertarios sin idea de táctica ni de instrucción. Si acaso, se dejan aconsejar por algunos oficiales de carrera, aunque siempre des¬confiando de ellos, no sea que los metan en una ratonera. Entre los militares de carrera abundan los golpistas emboscados que si¬mulan ser de izquierdas hasta que encuentran la ocasión propicia para pasarse al enemigo. Para terminar de arreglar las cosas, entre las putas liberadas del barrio Chino de Barcelona, que no renun¬cian a su antiguo comercio, y algunas milicianas tan abnegadas que creen su deber patriótico yacer con los camaradas, la inci¬dencia de enfermedades venéreas entre los anarquistas es tan pre¬ocupante que Líster opta por meter a las milicianas en camiones y reexpedirlas a la retaguardia. Mientras tanto, los sanitarios no dan abasto: permanganato, cánula hacia los adentros y el grito en el cielo.
Este entusiasmo revolucionario por el amor libre deja algunas pruebas memorables como hemos referido anteriormente. Entre los papeles encontrados a los sitiadores del Alcázar de Toledo fi¬gura un vale expedido y sellado por un jefe de milicias que reza «Vale por cinco porvos con la Lola», seguramente en recompensa por alguna hazaña del beneficiario. Eso es hacer la revolución. A la mierda las medallas y condecoraciones pequeñoburguesas.
El entusiasmo de los anarquistas que se dirigen a Zaragoza de¬crece a medida que se aproximan a la ciudad del Pilar, debido a las dificultades logísticas, a la falta de equipo y a la inoperancia de unos mandos improvisados y ayunos de ciencia militar. Tan sólo logran estabilizar el frente en Aragón. Parte de su fracaso se pue¬de atribuir a la indiscreción con que informan al enemigo de la composición y despliegue de sus fuerzas a través de los avisos in¬sertos en los periódicos: «Pedro Sánchez, del "Batallón Los Liber¬tarios”, en Barbastro, saluda a su amigo Pepe García, Salud y Revolución», «Tomás López, del "Batallón de Hierro", en Siétamo, saluda a sus compañeros de Hospitalet».
Fracasan las columnas vascas que parten de Bilbao y San Se¬bastián. También fracasan las columnas nacionales que intentan socorrer desde Galicia a sus correligionarios sitiados en Oviedo.
Dos expediciones navales enviadas desde Barcelona y Valen¬cia ocupan Ibiza y Formentera para la República, pero la enviada para recuperar Mallorca fracasa.
En los frentes se enciende la guerra. En la retaguardia republi¬cana, la revolución le arrebata sus bienes a los potentados y se los entrega a los parias de la tierra. Los más avanzados intentan abolir el dinero. «En Fraga —se ufana un anarquista—, si llegara Rockefeller con toda su fortuna no podría pagarse ni un café. El dinero, vuestro dios y servidor, ha sido abolido y el pueblo es feliz.»
Las colectivizaciones anarquistas triunfan por doquier, espe¬cialmente en Cataluña. Cooperativas obreras se hacen cargo de las fincas y de las fábricas, cuyos propietarios han huido. Se im¬pone el salario único interprofesional, otra utopía libertaria.
En el sur, Granada es un bastión rebelde casi rodeado por las milicias leales. El frente está a catorce kilómetros de la ciudad y su única comunicación con el resto del territorio nacional es el fe-rrocarril de Bobadilla y la carretera de Córdoba, que está batida por la fusilería enemiga entre Loja y Archidona. El día 14 de septiembre los falangistas que guardan la avanzadilla de la carre¬tera de Jaén en la venta de Juanito, donde culmina la cuesta de las Cabezas (hoy, el lugar está sumergido bajo las aguas del pantano de Cubillas), ven aproximarse un coche negro con las siglas CNT-FAI pintadas en la carrocería a grandes brochazos. Apres¬tan los fusiles y en cuanto el coche llega a su altura le dan el alto. Demasiado tarde, el chófer comprende que ha equivocado el ca¬mino. En el asiento de atrás viaja una mujer joven y bella atavia¬da con mono de miliciano. Desciende del vehículo y antes de que nadie pueda impedirlo se lleva una pistola a la sien y se descerra¬ja un tiro. El chófer explica, abatido, que la muchacha suicida es la famosa periodista de Mundo Obrero Lina Odena, que se dirigía a Colomera para escribir un reportaje sobre las milicias ma¬lagueñas.
La muerte de Lina Odena se destaca en la prensa de uno y otro lado. Para la República es una heroína y una mártir; para los re¬beldes, una asesina que un mes antes vació el cargador de su pis¬tola en la cabeza del sacerdote Manuel Vázquez Alfaya, en Motril.

CAPÍTULO 17
Franco, Generalísimo (y el Alcázar no se rinde)
En Toledo, los sublevados del 18 de julio se parapetan en la for¬taleza medieval del Alcázar mandados por el coronel Moscardó. Son unos mil cien combatientes (guardias civiles, oficiales y vo-luntarios derechistas) y unos seiscientos civiles entre ancianos, mujeres y niños. Disponen de buenas reservas de víveres y de mu¬nición, que requisaron en la cercana fábrica de armas. También tienen a varios rehenes de izquierdas.
Milicianos llegados de Madrid cercan el Alcázar y hostigan a sus defensores desde los edificios del entorno, sin efectividad nin¬guna, mucho ruido y pocas nueces. Los rebeldes baten las calles adyacentes desde las ventanas de la fortaleza y mantienen a raya al enemigo.
Los milicianos son conscientes de que el mundo está pen¬diente de ellos, ¿qué esperan para tomar la fortaleza? Amenazan a Moscardó con matar a su hijo, al que tienen prisionero, si no en¬trega el castillo, pero el coronel no cede (al hijo lo fusilarían más adelante). Van pasando los días sin que se produzcan cambios sustanciales. Los milicianos de fin de semana tirotean el Alcázar, incluso Largo Caballero se hace unas fotos para la propaganda vestido de miliciano, con un fusil entre las piernas. Poco más. Los corresponsales de la prensa extranjera glosan la resistencia de la guarnición rebelde y la comparan con la del Álamo (Texas, 1848). El Alcázar despierta una corriente de simpatía entre las or¬ganizaciones católicas internacionales que apoyan a Franco. Tomar el Alcázar de Toledo se convierte en una cuestión de presti¬gio para la República. A grandes males, grandes remedios. Deci-den volarlo con una mina, una carga explosiva colocada en el subsuelo, un brutal pero efectivo expediente que permitirá a los milicianos tomar la posición enemiga al asalto a través de la bre¬cha abierta por la explosión. Mineros profesionales comienzan a horadar la tierra desde el resguardo de las casas vecinas. Los de¬fensores del Alcázar escuchan los compresores y los barrenos que se abren paso, día a día, a través de las rocas. En realidad son dos minas, las distinguen perfectamente.
El 17 de septiembre los ruidos cesan: las minas están listas, cargadas con dos mil quinientos kilos de trilita cada una.
El 18 de septiembre, a las seis y media de la mañana, estallan las minas. Al principio es un sonido sordo, una conmoción como un terremoto; después, una enorme columna de humo negro. Casi toda la fachada oeste del Alcázar se desploma, arrastrando una de las torres, la cuarta parte del edificio. Antes de que se disi¬pe el humo y el polvo, dos columnas de milicianos se lanzan a asalto de la fortaleza, pero los defensores emplazan ametrallado¬ras en las galerías altas y rechazan el ataque. Los milicianos trepan por las ruinas valerosamente. Una miliciana apodada la Chata clava una bandera roja en los escombros. Durante varias horas se combate con fusilería y bombas de mano desde parapetos impro¬visados. Al final, los milicianos se baten en retirada. Han sufrido ciento cincuenta bajas; los defensores, setenta y dos.
Más adelante veremos que los republicanos usarán otras mi¬nas, más afortunadas, contra los nacionales instalados en el hos¬pital Clínico de Madrid. En la parte nacional también se utilizan las minas, especialmente en el cerco de Oviedo, aprovechando la abundancia de mineros en aquella región.
«Era una mañana de calma, y, como si se hubiese pactado una tácita paz, apenas se escuchaba un disparo en todo el frente —re¬lata un testigo—. En un trincherón republicano se veía a un cen¬tinela descuidado que no hacía nada por ocultarse. Miraba las ca¬sas, el Naranco, las torres de la catedral, quizá la ventana con macetas de la novia. Los observadores sabían que la mina le iba a estallar bajo los pies.
«Cuando la mina cumplió con su obligación, los observado¬res vieron al centinela elevarse por los aires, quedar suspendido un momento, y, finalmente, caer sobre el suelo con un golpe sor¬do y seco y borrarse entre la tierra y el humo. Luego se comenta¬ron algunos detalles técnicos en torno a la explosión de la mina, y al rato los observadores avanzados y la guarnición de la trinche¬ra nacional vieron con asombro que el centinela rojo se ponía en pie, vacilante, lo vieron sacudirse el polvo, que no era poco, dar unos pasos hacia los restos de su defensa y antes de saltar a cu¬bierto volverse con ademán colérico hacia la línea nacional, cerrar el puño y gritar lleno de dolorida pesadumbre: "¡Cabrones! ¿'Ye' esa la cultura que vos enseña Franco?"»
En el frente de Oviedo se hace famoso, por aquellas fechas, el capitán Juanelo, jefe de la artillería republicana en la confusión de los primeros días de la guerra, hasta que se demostró que no era militar de carrera, como aseguraba, sino guardia municipal de Pola de Laviana. Juanelo, hombre de un valor rayano en la teme¬ridad, suele encaramarse en el carballo de Santa Ana de Abuli, en tierra de nadie, para arengar al enemigo:
—¡Fascistas! Dejad las armas y pasaros a nosotros, seréis bien recibidos y perdonados, ¡comeréis buenas fabes y beberéis buena sidra! Haremos entre todos una España obrera mejor. ¡Venid con el pueblo!
Los rebeldes lo tirotean, pero Juanelo, aunque presenta un blanco fácil, con sus más de cien kilos, sale siempre indemne.
—Los tengo casi convencidos —se ufana al regresar a su trin¬chera.
El 27 de septiembre no tiene tanta suerte. Su cadáver queda colgado como un pelele de las ramas de un árbol hasta que se hace de noche y lo descuelgan. Le cuentan treinta y dos balazos.
En su pueblo le rinden honores en el ayuntamiento y lo entierran con un gran funeral.
Regresemos al Alcázar de Toledo. El 25 de septiembre un Ju-53 nacional intenta bombardear la artillería republicana que hostiga la fortaleza, pero tres cazas Dewoitine lo derriban. Los tres tripulantes alemanes se arrojan en paracaídas. A uno lo ame¬trallan mientras desciende, otro abate con su pistola a tres mili¬cianos antes de morir y al tercero lo linchan las milicianas.
Dos días después las tropas nacionales atacan Toledo. La ma¬yoría de los milicianos se repliegan hacia Madrid, en franca hui¬da. Los nacionales liquidan a los que resisten. Incluso eliminan a los heridos del hospital arrojando granadas de mano en la enfer¬mería.
Se producen escenas emocionantes cuando los liberadores del Alcázar abrazan a los demacrados defensores. El nuevo héroe de la España nacional, el coronel Moscardó, serio, miope, con barba bronca de varios días, se cuadra, saluda y da el parte: «Sin nove¬dad en el Alcázar, mi general.»
Al borde del embudo que dejó la mina, los nacionales fusilan a los prisioneros y a los rehenes que los sitiados retenían en el Alcázar.
El impacto propagandístico de la liberación del Alcázar es notable. La prensa internacional, especialmente la católica, que apoya a los rebeldes, elogia el heroísmo de los sitiados.
La liberación rinde, además, otros dividendos más visibles en el haber de Franco.
Tras la desaparición de Sanjurjo, otro general debe ocupar su puesto como jefe de la rebelión, pero el empate virtual de los po¬sibles candidatos, Mola y Franco, ha postergado la elección. El 21 de septiembre, a las once de la mañana, se reúne la Junta de De¬fensa Nacional, y con ella todos los generales con mando, en el aeródromo de San Fernando, instalado en la finca de reses bravas de los Tabernero, cerca de Salamanca. Van a discutir la conve¬niencia de elegir a un generalísimo, un mando único. En avión o en automóvil van llegando los militares con estrellas de cuatro puntas: Kindelán, Orgaz, Franco, Queipo de Llano, Saliquet, Mola, Gil Yuste, Cabanellas, Dávila. Tras los saludos y los co¬mentarios sobre la marcha de la guerra se encierran en un barra¬cón del aeródromo a discutir durante tres horas y media.
Cabanellas propone la formación de un directorio de varios generales, pero el resto se inclina por el mando único de un gene¬ralísimo. Los candidatos son el propio Cabanellas, Queipo, Mola y Franco. A Cabanellas y Queipo los invalida su pasado republi¬cano (Cabanellas incluso fue masón). Mola es sólo general de bri¬gada. Queda Franco, prestigiado por los éxitos de su ejército afri¬cano y por un inteligente aparato de propaganda dirigido por su hermano Nicolás y Millán Astray. Los generales monárquicos, Kindelán y Orgaz, han recibido instrucciones de Alfonso XIII desde Roma para que apoyen la candidatura de Franco. El rey exi¬liado cree que Franco, su gentilhombre de cámara, y al que tanto favoreció cuando era oficial en la guerra de Marruecos (padrino de su boda, etc.), restaurará la monarquía en cuanto gane la guerra.
La reunión se interrumpe para el almuerzo, en la casa de la finca, y se reanuda a las cuatro de la tarde. Kindelán propone el mando único. Varios generales se muestran renuentes. Mola in¬terviene con un ultimátum:
—A mí me parece tan conveniente el mando único que si an¬tes de ocho días no hemos nombrado un generalísimo no sigo. Digo ahí queda eso y me voy.
Cabanellas aboga por un directorio de varios generales. Dis¬cutidos los pros y los contras lo someten a votación. Primero vo¬tan el mando único. Todos están de acuerdo, excepto Cabanellas. Después votan quién tomará ese mando único. Silencio. Los co¬roneles presentes manifiestan que esa elección debe corresponder solamente a los generales. Kindelán declara que su candidato es Franco; los demás lo apoyan, con la excepción, nuevamente, de Cabanellas.
El acuerdo se mantendrá en secreto hasta que la Junta lo pu¬blique.
Siguen días de cabildeos que han dejado escasa huella en la historia. Franco se deja querer. Anhela el mando único, pero lo quiere con más atribuciones de las que sus conmilitones parecen dispuestos a concederle.
La camarilla franquista (Kindelán, Nicolás Franco, Yagüe y Millán Astray) idea una estrategia para entregar a Franco el man¬do absoluto al que aspira. Kindelán redacta un decreto en el que se concede una potestad ilimitada al cargo de generalísimo, pero esa jerarquía «llevará anexa la función de jefe del Estado mientras dure la guerra», lo que implica la disolución de la Junta de De¬fensa Nacional.
El día 27 las tropas de Franco liberan el Alcázar de Toledo, lo que refuerza el prestigio del general.
Ya queda dicho que Franquito es un tipo con suerte, con baraka, méritos aparte.
Un gran gentío se congrega, más o menos espontáneamente, para aclamar a Franco, ante su residencia, el palacio de los Golfi¬nes de Cáceres. Salen al balcón Franco, Yagüe, Kindelán y Millán Astray.
—La conquista de Toledo nos enorgullece a todos —arenga Yagüe a la multitud—. Artífice de esta obra es el general Franco... mañana tendremos en él a nuestro generalísimo, el jefe del Estado, que ya era tiempo de que España tuviera un jefe de Estado con ta¬lento. La noticia de hoy es grande, pero la de mañana será mayor.
Al día siguiente, Franco asiste a una nueva reunión de la Jun¬ta de Defensa Nacional en el aeródromo de Salamanca. A la hora del almuerzo, Kindelán lee el proyecto de decreto que concede a Franco la jefatura del Estado. Cabanellas se opone y arrastra con sus argumentos a otros generales.
Descanso para almorzar.
Por la tarde continúan la discusión y finalmente acuerdan la jefatura de Franco. Cada cual regresa a sus menesteres: unos en avión; otros, en coche.
—¡No saben lo que han hecho! —comenta Cabanellas a Queipo—. Si entregan España a Franco en estos momentos no habrá quien lo remueva del cargo cuando termine la guerra.
El general Orgaz comentará a Queipo muchas veces:
—¡Qué error cometimos, Gonzalo!
—¿Y a quién íbamos a nombrar? —replicará Queipo de Lla¬no—. Cabanellas no podía serlo porque, además de republicano, como yo, era masón, y todo el mundo lo sabía; Mola estaba de-sautorizado por los fracasos iniciales del alzamiento y por las difi¬cultades de su campaña; y yo, por mi pasado, estaba muy des¬prestigiado. Franco, en cambio, había ido ganando puntos a los ojos de la gente con sus fáciles victorias y sabía manejar la propa¬ganda a su antojo.
Por la tarde, la reunión de generales se dispersa. En su despa¬cho de Salamanca, Nicolás Franco, con el asesoramiento jurídico de José Yanguas Messía, altera el texto del decreto antes de en¬viarlo a la imprenta: donde decía «jefe de Gobierno del Estado» escribe «jefe del Estado» y suprime la mención a la provisionalidad del cargo «mientras dure la guerra».
Ningún general se atreve a rechistar. Franco, el Franquito de la Academia, ha crecido mucho en pocos días, tras su aclamación de Cáceres, tras la liberación del Alcázar de Toledo y tras la decla-ración de la pastoral del obispo de Salamanca «Las Dos Ciuda¬des», con la que la Iglesia legitima el levantamiento y lo declara «cruzada» o guerra de religión, como en la Edad Media.
El 30 de septiembre la Junta de Defensa Nacional emite el de¬creto por el que nombra a Franco jefe de gobierno del Estado es¬pañol y Generalísimo de las fuerzas de Tierra, Mar y Aire.
Franquito acaba de instalarse en la cumbre del poder.
El discurso con el que se estrena el Generalísimo es muy emo¬tivo, dentro de su solemnidad: «¡Ponéis en mis manos España! Mi paso será firme, mi pulso no temblará y yo procuraré alzar a Es-paña al puesto que le corresponde conforme a su historia y al que ocupó en época pretérita (...) para llegar a una España libre, a una España española.» («Una España española.» Lo que son las cosas. También la Pasionaria en sus mítines aboga por «una Espa¬ña española».)
Entre los agobios de la guerra y el cálculo de los generales mo¬nárquicos se acaba de crear «una dictadura cesarista, soberana, sin límites de tiempo o condición».
En el otro bando también se toman decisiones de gran tras¬cendencia política. El 8 de octubre José Antonio Aguirre, presi¬dente del País Vasco, jura su cargo: «Ante Dios, humillado sobre la tierra vasca y bajo el roble de Vizcaya, en el recuerdo de mis an¬tepasados, juro cumplir mi mandato con entera fidelidad.»
Mientras que la España nacional se fortalece con el mando único y dictatorial de Franco, que atina las voluntades para la guerra, la España republicana está cada vez más dividida. En pu¬ridad existen tres gobiernos bastante independientes entre ellos: el de España, el de Cataluña y el de Euskadi, a los que se podría sumar el Gobiernín (Consejo de Asturias y León) y el Consejo de Aragón, anarquista.
En Madrid, las checas detienen y asesinan a decenas de ciu¬dadanos de derechas o sospechosos de serlo. Siguen apareciendo cadáveres en la Pradera de San Isidro y en otros lugares del extra-rradio. Los morbosos que acuden a contemplarlos los llaman «fiambres» o «besugos» (porque tienen los ojos saltones). Fracasa¬dos los Tribunales Populares ideados por el gobierno para evitar los «paseos», se crean unas Milicias de Vigilancia de la Retaguar¬dia para restablecer la autoridad y terminar con las milicias in¬controladas.
El 23 de agosto los milicianos perpetran una matanza entre los presos políticos de la cárcel Modelo de Madrid. La noticia abate al presidente Azaña y lo sume en una honda depresión:
—¡Han asesinado a Melquíades! —le dice a Rivas Cherif—. ¡Esto no! ¡Esto no! ¡Me asquea la sangre, estoy hasta aquí; nos ahogará a todos...!

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